Nuria Labari Los borrachos de mi vida Los borrachos de mi vida Borracho número 3: Román DESVENTAJAS Una Primero las palabras escasearon, luego entraron en peligro de extinción y, por último, su significado murió. «¿Quieres que demos un paseo?» = Quiero un trago. «Te invito a cenar donde tú elijas» = Quiero un trago. «Tengo ganas de ir a esa exposición de libros miniados» = Quiero un trago. «Los alumnos pierden cada año un 5% de capacidad de abstracción» = Quiero un trago. Las palabras se reproducían en la boca de Román como una epidemia de ratas. Nuestras conversaciones nunca terminaban y, a partir de cierto momento, ya sólo se oía el chirriar gritón y mentiroso de una legión de roedores. Cuando bebía, seguía hablando y ya no paraba hasta que no podía articular una última frase, que era cuando él y todo cuanto le rodeaba habían perdido, literalmente, el sentido. Dos Yo sólo tenía treinta y cuatro años, llevábamos tres viviendo juntos y no teníamos hijos. Aun así, nuestros amigos siempre me miraban como si fuera una mala madre. Como diciendo: «No sabe hacerlo mejor, se le emborracha». Tres Sabía cuando iba a llegar. Escuchaba ese clic de su lengua clavarse en medio de una risa o de una frase y sabía que Numerodós ya estaba allí. Por más veces que llegara, siempre me parecía que no lo conocía de nada, que jamás lo había visto y que, cuando se fuera, desaparecería para siempre. Podía ser muy cariñoso. Llegaba diciendo cosas hermosas sobre mí y con ganas de hacer el amor, aunque luego se le quedara blanda cuando ya estaba dentro. Pero no siempre era así. A veces, llegaba triste. Entonces prefería llorar por todas las cosas malas que le habían pasado en la vida. Se dejaba caer con el desconsuelo de los desgraciados y yo deseaba que le pasara de una vez todo lo bueno que se merecía. Había tardes que cruzaba la puerta enfadado con alguien del departamento y despotricaba contra los otros profesores o contra toda la enseñanza secundaria o contra el gobierno por insultar a La Historia, por ser todos una pandilla de lameculos. Esas tardes podía romper una silla o el palo de una fregona por no ir a partir la cara de algún funcionario. Luego estaban las noches en que Numerodós se enfadaba conmigo cada vez que abría la boca y también cada vez que no la abría. Aunque también era posible que los cuatro llegaran a la vez. Que primero se enfadara conmigo, luego quisiera hacerme el amor y que, después de intentarlo sin éxito, se cabreara con algún capullo de su departamento para terminar llorando desconsolado. Podía llegar a haber mucha gente en nuestra habitación. Cuatro No sé cuándo dejamos entrar al desorden en nuestra casa, pero estoy segura de que se coló por la puerta de la nevera: los lunes por la mañana no había leche. Lo arreglábamos bajando a desayunar a la cafetería de al lado. Los camareros nos atendían antes que a nadie, nos limpiaban una mesa en cuanto nos asomábamos y nos servían lo que queríamos sin preguntar. Román se sentía importante con esa clase de cosas, aunque yo sabía que eran tan amables porque él era un cliente fijo por las tardes. Pero en el desorden de casa nunca apareció un camarero comprensivo. Y todo podía pasar de golpe. Un día cualquiera los cacharros amanecían con restos resecos y no había Fairy, la encimera tenía pepitas pegadas de un zumo del día anterior y yo descubría que nos habíamos quedado sin papel higiénico cuando ya era demasiado tarde. No pasó de un día para otro, pero lo supe de repente: nuestra relación estaba muy enferma. Y, lo mismo que un sidoso muere de un resfriado, nuestra intimidad se extinguiría la próxima vez que faltara la leche. Cinco Los viernes, después de salir a cenar con amigos y charlar a copa por hora hasta las cuatro de la mañana, se llevaba una lata de callos calentada en el microondas a la cama. Le gustaba untar pan en la salsa y posar luego un callo encima, como si fuera un minibocadillo. Así tardaba aún más en acabar el plato mientras se le iban cayendo pequeños restos entre las sábanas. Yo me quedaba callada dentro del camisón, esperando. Respiraba la grasa naranja de la cocina Litoral mientras miguitas afiladas me arañaban la espalda. Al terminar, Román posaba el plato en el suelo y casi a continuación empezaba a roncar. Entonces, sucedía, podía hacerlo: lo odiaba. VENTAJAS Una Por las mañanas siempre necesitaba dormir más que yo. Después de una ducha, yo entraba en la habitación y dejaba pasar por la puerta un hilo de luz. Lo veía descansar con un gesto que no se alteraba por la incipiente calvicie. Se acurrucaba con la indefensión de un feto y desprendía el mismo calor pacífico de un bebé. Entonces yo deseaba que estuviera siempre en ese lugar, donde podía ser débil sin tener miedo. Y trataba de explicarme la inmensidad indescifrable de su pena. Dos Muchos días, a veces durante varias semanas seguidas, llegaba Román. Román el mío, uno que no sabía quién era Numerodós y que lo apuntaría a la cabeza si lo viera asomarse. Román no intentaba compensarme por nada. Era más bien como si abriera la puerta a una posibilidad maravillosa. La idea de que los mejores momentos llegaban por la puerta de atrás, sin necesidad de buscarlos ni merecerlos. La deliciosa normalidad pasaba a nuestro salón sin llamar y eso hacía que no hubiera nada que entender. Entonces íbamos a Carrefour y comprábamos cajas y cajas de leche. Y yo pensaba que nos durarían siempre en el armario. Tres Cuando cualquier persona hubiera agotado su compasión, a mí me quedaba un poco más. Creo que la guardaba en algún lugar bueno que hay dentro de mí y que Román sabía encontrar. ¿Hay que ser una persona compasiva y especial para vivir junto a un borracho o un borracho te hace compasiva y especial?