Amelia.—No me dejarás mmca, čverdad? No podría yo re-sistirlo. Arturo.—Nunca. / Etta se acerca a él, torna sus manos y lo mira profundamente. El sol contradtctorio del invierno entra en cascadas por tas ven-tanas. dos Amelia.—Entonces es preciso que estemos los dos solos, sin esta luz que se interpone entre nosotros y me impide ver tu cara. Cierra las ventanas, Arturo, jpor favor! Ciérralas todas. (Él tiene una gran vacilacion. Ella insiste.) \Ciérralas! Arturo, con un gran esfuerzo, se dirige a las ventanas y las cierra una por una, mientras ella lo sigue ansiosamente con la vista. Al llegar a la ultima, la oscuridad es tan ominosa que to hace vacilar de nuevo. Vuetve a abrirla completamente y lo inunda la luz del sol. Amelia.—Arturo. (Es un llamado debil, pero desesperado.) Arturo.—No puedo cerrarlas todas. jDéjame una siquiera! i Una o me volveré... (Se detiene asustado de lo que iba a decir.) Amelia.—No quieres protegerme entonces. La luz me hiere, me hace sangrar. jMira mis manos! Arturo.—jDéjame una, Amelia! Amelia.—Volveras a abrirlas todas, Arturo tan pronto como me alivie de esto... Las abrirás todas, de nuevo. Arturo.—(Maquinalmente, absorto frente al sol.) ^En la primavera? , Amelia.—Eso es. En la primavera. En otra primavera. Arturo hace un terrible esfuerzo. Cierra la ventana. Perma-nece un momento desconcertado, sus manos tiembtan en el aire oscuro. Arturo.—<>Donde estás, Amelia? (Rie.) No te veo. Amelia.—(Con su voz fuerte, clara de siempre.) Aquí. Se tevanta y te tiende tas manos. Él la entaza por el talie y los dos se dirigen al sofa, donde se sientan en silencio. Cae, lento, el t e l ó n 726 El gesticulador pieza para demagogos en tres act0s . [19381 Para Alfredo G6mez de la Vega, que tan noble proyecci6n escenica y tan human* calidad supo dar a la figura de Cesar Rubio. PERSONAJES El profesor César Rubio, 50 aňos Elena, su esposa, 45 aňos Miguel, su hijo, 22 aňos Julia, su hija, 20 aňos El profesor Oliver Bolton (norteamerica.no con acento espaňot), 30 aňos Un desconocido (El general Navarro) Epigmenio Guzmán, presidente municipal Salinas, Garza, Treviňo, diputados locales El licenciado Estrella, delegado y or ad or del Partido Emeterio Rocha, viejo Leon Salas La multitud Época: hoy ACTO PRIMERO Los Rubio aparecen dando los últimos toques al arreglo de la sola y el comedor de su casa, a la que han llegado el mismo dia, procedentes de la capital. El color es intenso. Los hombres estdn en mangos de camisa. Todavia queda al centro de la escena un cajón que contiene libros. Los nineties son escasos y modestos: dos sillones y un sofa de tule, toscamente tallados a mono, hacen las veces de juego confortable, contrastando con algunas sillas vienesas, bastante despintadas, y una mecedora de bejuoo. Dos terceras partes de la escena representan la sola, mientras la ter- 111 1 ' nnnnnn.nnnnnnnn n_r"i_ri_n_'"T Ži u iZ] m3 ZU Iii cera paríe, aí fondo, está dedicada al comedor. La division entre las dos piczas consiste en una especie de galéria: unos arcos con pilar es descubiertos, hechos de maděra; con exception del arco central, que hace función de pásaje, tos otros están cerrados hasta la altura de un metro por tablas pintados de un azut pálido y floreado, que el tiempo ha desleído y las moscas han manchado. Demasiado pobre para tener mosaicos o cemento, la casa tiene un piso de tipichil, o cemento doméstico, cuya desigualdad pres-ta una actitud —dijérase— inquietante a los muebles. El t echo es de vigas. La sala tiene, en primer término izquierda, una puerta que comunica con il exterior; un poco más arriba hay una ven-tana amplia; al centro de la pared derecha, un arco conduce a la escalera que lleva a las recámaras: At fondo de ta escena, detrás de los arcos, es visible una vent ana situada al centro; una puerta, al fondo derecha, lleva a la pequeňa cocina, en la que se su-pone que hay una salida hacia el solar caracteristico del Norte. La casa es toda, visiblemente, una construcción de maděra, solida, pero no en muy buen estado. El aislamiento de su situation no permitió la traditional fábrica de sillar; la modestia de los due-nos, ni siquiera la fábrica de adobe, frecuente en las regiones menos populosas del Norte. Elena Rubio, mujer bajita, robusta, de unos cuarenta y cinco aňos, con un trapo amarrado a la ca-beza a guisa de cofia, sacude las sittas, cerca de la ventana derecha, y las acomoda conforme termina; Julia, muchacha alta, de silueta agradable aunque su rostro carece de atractivo, también con la cabeza cubierta, termina de arreglar el comedor. Al levan-tarse el telón puede vérseia de pie sobre una silla, colgando una lamina en la pared. La linea de su cuerpo se desiaca con bastante vigor. No es propiamente la traditional virgen provinciana, sino una mezcla curiosa de pudor y provocation, de represión y de fuego. César Rubio es mořeno; su figura r ecuer da vagamente la de Emiliano Zapata y, en general, la de tos hombres y las mo-das de 1910, aunque vista impersonalmente y sin moda. Su hijo Miguel parece más joven de to que es; delgado y casi pequeňo, es más bien un muchacho mal alimentado que fino. Está sentado sobre el cajdn de los libros, enjugándose la f rente. César.—^Estás cansado, Miguel? MiGUBL.—El calor es insoportable. César.—Es el calor del Norte que, en realidad, me hacía falta en Mexico. Veras qué bien se vive aquí. Julia.-—(Bajando.) Lo dudo. César.—Sí, a ti no te ha gustado venir al pueblo. Julia.—A nadie Ie gusta ir a un desierto cuando tiene vein-te aňos. César.—Hace veinticinco aňos era peor, y yo nací aquí y viví aquí. Ahora tenemos la carretera a un paso. 728 Julia.—Sí... podré ver pasar los automóviles como las vacas miran pasar los trenes de ferrocarril. Será una diversion. CÉSAR.—(Mirándola fijamente.) No me gusta que resientas tanto este viaje, que era necesario. Elena se acerca. Julia.—Pero, ipor qué era necesario? Te lo puedo decir, papá. Porque tú no conseguiste hacer dinero en Mexico. Miguel.—Piensas demasiado en el dinero. Julia.—A cambio de lo poco que el dinero piensa en mí. Es como en el amor, cuando nada más uno de los dos quiere. César.—i Qué sabes tú del amor? Julia.—Demasiado. Sé que no me quieren. Pero en este desierto hasta podré parecer bonita. Elena.— (Acercdndose a ella.) No es la belleza lo único que hace acercarse a los hombres, Julia. Julia.—No... pero es lo unico que no los hace alejarse. Elena.—De cualquier modo, no vamos a estar aquí toda la vida. Julia.—Claro que no, mamá. Vamos a estar toda la muerte. (César la mira pensativamente.) Elena.—De nada te servia quedarte en Mexico. Alejándote, en cambio, puedes conseguir que ese muchacho piense en ti. Julia.—Si... con alivio, como en un dolor de muelas ya pa-sado. Ya no le doleré... y la extracción no le dolió tampoco. Miguel.—(Levantándose de la caja.) Si decidimos quejarnos, creo que yo tengo mayores motivos que tú. César.—ŕTambién tú has perdido algo por seguir a tu padre? Miguel.—(Votviéndose a otro lado y encogiéndose de hom-bros.) Nada... una carrera. César.—<;No cuentas los aňos que perdiste en la Universidad? Miguel.—(Mirándolo.) Son menos que los que tú has perdido en ella. Elena.—(Con reproche.) Miguel. César.—Déjalo que hable. Yo perdí todos esos anos por man-tener viva a mi família... y por darte a ti una carrera... también un poco porque creía en la universidad como un ideal. No te pido que lo comprendas, hijo mío, porque no podrías. Para ti la universidad no fue nunca más que una huelga permanente. Miguel.—Y para ti una esclavitud eterna. Fueron los profe-sores como tú los que nos hicieron desear un cambio. César.—Claro, queríamos enseňar. Elena.—Nada te dio a ti la universidad. César, más que un sueldo que nunca nos ha alcanzado para vivir. César.—Todos se quejan, hasta tú. Tú misma me crees un fracasado, ^verdad? 729 Elena.—No digas eso. César.—Mira las caras de tus hijos: ellos están enteramente de acuerdo con mi fracaso. Me consideran como a un muerto. Y, sin embargo, no hay un solo hombre en Mexico que sepa todo lo que yo sé de la revolución. Ahora se convencerán en la es-cuela, cuando mis sucesores demuestren su ignorancia. IMiguel.—^e qué te ha servido saberlo? Hubiera sido mejor que supieras menos de revolución, como los generales, y fueras generál. Asi no hubiéramos tenido que venir aquí. Julia.—Asi tendríamos dinero. Elena.—Miguel, hay que llevar arriba este cajón de libros. Miguel.—Ahora ya hemos empezado a hablar, mamá, a decir la verdad. No trates de impedirlo. Más vale acabar de una vez. Ahora es la verdad la que nos dice, la que nos grita a nosotros... y no p o démos evitarlo. César.—Sí, más vale que hablemos claro. No quiero ver a mi alrededor esas caras silenciosas que tenían en el třen, reprochán-dome el no ser generál, el no ser bandido inclusive, a cambio de que tuviéramos dinero. No quiero que volvamos a estar, como en los Ultimos días de Mexico, rodeados de pausas. Déja-los que estallen y lo digan todo, porque también yo tengo mucho que decir, y lo diré. • Elena.—Tú no tienes nada que decir ni que explicar a tus hijos. César. Ni debes tomar asi lo que ellos digan: nunca han tenido nada,.. nunca han podido hacer nada. Miguel.—Sí, pero č por qué? Porque nunca lo vimos a él poder nada, y porque él nunca tuvo nada. Čada quien sigue el ejemplo que tiene. Julia.—^Por culpa nuestra hemos tenido que venir a este de-sierto? Te pregunto qué habíamos hecho nosotros, mamá. César.—Sí, ustedes quieren la capital; tienen miedo a vivir y a trabajar en un pueblo. No es culpa de ustedes, sino mía por haber i do allá también, y es culpa de todos los que antes que y o han creído que es allá donde se triunfa. Hasta los revolucionarios aseguran que las revoluciones sólo pueden ganarse en Mexico. Por eso vamos todos allá. Pero ahora yo he visto que no es cierto, y por eso he vuelto a mi pueblo. MiGUEL.—No... lo que has visto es que tú no ganaste nada; pero hay otros que han tenido éxito. César.—i Lo tuviste tú? Miguel.—No me dejaste tiempo. César.—£ De qué? <>De convertirte en un líder estudiantil? Tonto, no es eso lo que se necesita para triunfar. Miguel.—Es cierto, tú has tenido más tiempo que yo. Julia.—Aquí, ni con un siglo de vida haremos nada. (Se sienía con violencia.) César.—<• Qué has perdido tú por -venir conmigo, Julia? 730 Julia.—La vista del hombre a quien quiero. Elena.—Eso era precisamente lo que te tenfa enferma, hija. césar.—(En el centro, machacando un poco las palabras.) Un profesor de universidad, con cuatro pesos diarios, que nunca pagaban a tiempo, en una universidad en descomposición, en la que nadie enseňaba ni nadie aprendía ya... una universidad sin clases. Un hijo que pasó seis aňos en huelgas, quemando cohetes y gritando, sin estudiar nunca. Una hija... (Se detiene.) Julia.—Una hija fea. Elena se sienía cerca de etta y ta acaricia en la cabeza. Julia se aparta de mál modo. César.—Una hija enamorada de un fifí de bailes que no la qme-re. Esto era Mexico para nosotros. Y porque se me ocurre que podemos salvarnos todos volviendo al pueblo donde nací, donde tenemos por lo menos una casa que es nuestra, parece que he cometido un crimen. Claramente les expliqué por qué quería venir aquí. Miguel.—Eso es lo peor. Si hubiéramos tenido que ir a un lugar fértil, a un campo; pero todavía venimos aquí por una ilusión tuya, por una cosa inconfesable... César.—i Inconfesable? No conoces el precio de las palabras. Va a haber elecciones en el Estado, y yo podría encontrar un acomodo. Conozco a todos los políticos que juegan... podré con-vencerlos de que runden una universidad, y quizá seré rector de ella. Elena.—Ninguno de ellos te conoce, César. César.—Alguno hay que fue condiscípulo mío. Elena.—tQuién ha hecho nada por ti entre ellos? César.—No en baldě he enseňado la história de la revolución tantos aňos; no en baldě he acumulado datos y documentos. Sé tan tas cosa s sobre todos ellos, que tendrán que ayudarme. MiGUEL.-^fDe espaldas al publica.) Eso es lo inconfesable. César.—(Dándole una bofetada.) iQué puedes reprocharme tú a mí? iQué derecho tienes a juzgarme? Miguel.—(Se vuelve tentamente hada el f rente conforme ha-bla.) El de la verdad. Quiero vivir la verdad porque estoy harto de apariencias. Siempre ha sido lo mismo. De chico, cuando no tenía zapatos, no podia salir a la calle, porque mi padre era profesor de la universidad y qué irían a pensar los vecinos. Cuando llegaba tu santo, mamá, y venían invitados, las sillas y los cu-biertos eran prestados todos, porque había que proteger la buena reputación de la familia de un profesor universitario... y lo que se bebía y se comía era fiado, pero \ qué pensarían las gentes si no hubiera habido de beber y de comer! 731 j ^ j"^1^!""^ p^^^wjj^ ^ p** |1 3 JH Elena.—Miguel, no tienes derecho a reprocharnos el ser po-bres. Tu padre ha trabajado siempre para ti. Miguel.—|Pero si no es el ser pobres lo que les reprocho! i Si yo quería salir descalzo a jugar con los demás chicos! Es la apariencia, la mentira lo que me hace sentirme asi. ]Y, además, era cómico! j Era córaico porque no engaňaban a nadie... ni a los invitados que iban a sentarse en sus propias sillas, a comer con sus propios cubiertos... ni al tendero que nos fiaba las mer-cancias! Todo el mundo lo sabía, y si no se reian de ustedes era porque ellos vivían igual y hacían lo mismo. jPero era cómico! \(Se echa a llorar y se deja caer en tmo de los sillones.) Julia.—(Levantándose.) No sé qué puedes decir tú cuando yo pasé por cosas peores... siempre mal vestida... y siendo, además, como soy... fea. Elena.—(Levantándose y yendo a elía.) Hija, j no es cierto! Le torna la cabeza y la besa. Esta vez Julia se deja hacer. César.—(Después de una pausa.) Hay que subir esos libros, Miguel. (Miguel se tevanta, secándose los ojos, con gesto cosi infantil, y entre los dos hombres levantan la caja.) Déjanos pasar, Elena. {Elena se hace a un lado dejando libre el paso hada la escatera. En ese moment o llaman a la puerta.) č Han tocado? (Pequeňo sitencio durante el cual todos miran a la puerta. Nue-va llamada. César deja la caja en et suelo y contesta, mientras Miguel se aparta de la caja.) <• Quién es? La voz de Bolton.—(Con un levisimo acento norteamericano.) ěHay un teléfono aquí? He tenido un accidente. César se dirige a la puerta y abre. Aparece en el marco el profesor Oliver Botton, de la Vniversidad de Harvard. Tiene treinta aňos y una agradable apariencia deportiva. Es de un rubio muy quemado por largos baňos de sol, y viste un ligero tra j e de verano. César.—Pase usted. Bolton.—(Entrando.) Siento mucho molestar, pero hago mi primer viaje a su hermoso pais en automóvil, y mi coche... des-compuesto en la carretera. tPuedo telefonear? César.—No tenemos teléfono aquí. Lo siento. Bolton.—Oh, yo puedo reparar el coche (sonrte), pero está todo oscuro ahora. Tendría que esperar has ta mafiána. £Hay un hotel cerca? César.—No. No encontrará usted nada en varios kilómetros. Bolton.—(Sonriendo con vacilación.) Entonces... odio impo-nerme a la gente... pero quizá podría pasar la noche aquí... si ustedes quieren, como en un hotel. Me permitirán pagar. 732 César.—(Después de una pequeňa pausa y un cambio de mi-radas con Elena.) No šerá necesario, pero estamos recién insta-lados y no tenemos muebles suficientes. Miguel.—Puede dormir en mi cama. Yo dormiré aquí. (Seňa-la el sofa de tule.) Bolton.—(Sonriendo.) Oh, no... mucha molestia. Yo dormiré aquí. César.—No será ninguna molestia. Mi hijo le cederá su cama; nos arreglaremos. Bolton.—i Es seguro que no es molestia? Miguel.—Seguro. Bolton.—Gracias. Entonces traeré mi equipaje del coche. César.—Acompáfialo, Miguel. Bolton.—Gracias. Mi nombre es Oliver Bolton. (Hace un sa-ludo y sale; Miguel to sigue.) Elena.—No debiste recibirlo en esa forma. No sabemos quién es. César.—No; pero pensaría muy mal de Mexico si la primera casa a donde llega le cerrara sus puertas. Elena.—Eso lo ensefiaría a no llegar a casas pobres. Yo no podría hacer esto, dormir en casa ajena. César.—Parece decente, además. Elena.—Con los americanos nunca sabe uno: todos visten bien, todos visten igual, todos tienen autos. Para mí son como chinos; todos iguales. Voy a poner sábanas en la cama de Miguel. (Sale por la puerta izquierda.) ■Julia, que se había sent ado junto a la ventana, se tevanta y se dirige hacia la misma puerta. César, sin mirarta de frente, la tlama a media voz- César.—Julia. Julia.—(En ta puerta, sin volverse.) Mandě. César.—Ven acá. (Ella se acerca; él se sienta en el sofa.) Siéntate, quiero hablar contigo. Julia.—(Automática.) No nos ha quedado mucho que decir, čverdad? César.—Julia, ^no te arrepientes un poco de haber tratado con tanta dureza a tu padŕe? Julia.—Pregúntale a Miguel si él se arrepiente. Todo esto tenia que suceder algún día. Hoy es igual que mafiána. Me arre-piento de haber naci do. César.—[Hija! Sólo la juventud puede hablar asi. Exageras porque te humillaría que tu tragédia no fuera grandiosa. Todo porque un muchacho sin cabeza no te ha querido. (Julia se vuelve a otro lado.) Y bien, déjame decirte una cosa: no se fijó en ti, no te vio bien. Julia.—No hablemos más de eso. (Con amargura.) No hizo más que verme. Si no me hubiera visto... César.—Quiero que sepas que al venir aquí lo he hecho tam-bién pensando en ti, en ustedes... Julia.—Gracias... César.—Si crees que no comprendo que he fracasado en mi vida... si crees que me parece justo que ustedes paguen por mis fracasos, te equivocas. Yo también lo quiero todo para ti. Si crees que no saldremos de este lugar a algo mejor, te equivocas. Estoy dispuesto a todo para asegtirar tu porvenir. Julia.—(Levantůndose.) Gracias, papá. ^Es eso todo...? César.—{Deteniéndola por un brazo.) Si crees que eres fea, te equivocas, Julia. Quizá no debería yo decirte esto... pero (bajando mucho la voz) tienes un cuerpo admirable... eso es lo que importa. (Se limpia la garganta.) Julia.—(Desasiéndose, lo mira.) i Por qué me dices eso? César.—(Mirándola a los ojos, lentamente.) Porque no te conoces, porque no tienes conciencia de ti. Porque soy el único hombre que hay aquí para decírtelo. Miguel no sabe... y aquel otro, imbecil, no se fijó en ti. (Mira a otro lado.) Tienes lo que los hombres buscamos, y eres inteligente. Julia.—(Con voz blanca.) Pareces otro de repente, papá. César.—A veces soy un hombre todavía. Serás feliz, Julia, te lo juro. Julia.—Me avergiienza guardarte rencor, padre, por haberme hecho nacer... pero lo que siento es algo contra mí, no contra ti... i Siento tanto no poder felicitarte por tener una hija bonita! A veces me asfixio, me siento como si no fuera yo más que una cara fea... (César la acarida ligeramente) monstruosa, sin cuerpo. Pero no te odio, créelo, jno te odio! (Lo besa.) César.—He pensado muchas veces, viéndote crecer, que pu-diste ser la hija de un hombre ilustre, único en su tipo; pero ya ves: todo lo que sé no me ha servido de nada hasta ahora. Mi conocimiento me parece a menudo una podredumbre interior, porque no he podido crear nada con lo que sé... ni siquiera un libro. Julia.—Nos parecemos mucho, <*ver.dad? César.—Quizá eso es lo que nos aleja, Julia. Julia.—(Con un arrebato casi infantil, et primero.) [Pero no nos alejará ya! jTe lo prometo! De cualquier modo, no quiero quedarme mucho tiempo aquí. Prometeme... César.—Te lo prometo... pero a tu vez prometeme tener pa-ciencia, Julia. Julia.—Sí (Con una sonrisa amarga.) Pero... £sabes por qué me siento tan mal aquí, como si llevara un siglo en esta casa? Porque todo esto es para mí como un espejo enorme en el que me estoy viendo siempre. 734 César.—Tienes que olvidar esas ideas. Yo haré que las olvides. Se oye a Elena bajar la escalera. La voz de Elena.—César, £crees que ya habrá cenado este gringo? (Entra.) No tenemos mucho, sabes. César.—Habrá que ofrecerle. Qué diría si no... Manana ire-mos al pueblo por provisiones, y yo averiguaré dónde está Nava-rro para ir a verlo y arreglar trabajo de una vez. Elena.—<.Navarro? César.—El generál, según él. Es un bandido, pero es el posible cändidato... el que tiene más probabilidades. No se acordará de mí; tendre que hacerle recordar... Esto es como volver a nacer, Elena, empezar de nuevo; pero en Mexico empieza uno de nuevo todos los días. Elena.—(Moviendo la cabeza.) Miguel tiene razón; si esto fuera campo, sería mucho mejor para todos. No tendrías que meterte en política. César.—En Mexico todo es política... la política es el clima, el aire. Elena.—No sé. Creo que a pesar de todo habría preferido que siguieras en la universidad... César.—^Olvidas que en la ultima crisis me echaron? Elena.—-Quizá si hubieras esperado un poco, hablado con el nuevo rector, te habrían devuelto tu puesto. César.—<>Cuatro pesos? La pobreza segura. Elena.—-Segura, tú lo has dicho. Julia.—(Con un estremecimiento.) No... la pobreza no. Yo creo que es mejor, después de todo, que hayamos venido aquí. Es un cambio. Elena.—Hace un momento te quejabas. Julia.—Pero es un cambio. César.—No sé por qué, pero tengo la seguridad de que algo va a ocurrir aquí. Elbna.—Voy a preparar la cena. Ojalá no te equivoques, César. César.—;Por qué no dices "de nuevo"? Elena.—(Tomándole la mano y oprimiéndosela con íernura.) Siempre tienes esa idea. Es absurdo. Si fuera yo más joven, aca-barías por influirme. (Se desprende.) Ayúdame, Julia. Las mujeres pasan al comedor y de atli a la cocina. César torna un libro del cajón, lo hojea, se encoge de hombros y vuelve a arrojarlo en él. César.—No quedó lugar donde poner mis libros, čverdad? (Espera un momento la respuesta, que no viene.) iNo quedó lugar...? 735 p—p_p p p i— f__H. ř* _p__p_ p p__p P P i JJJJJJJJJJJJJJJJ W~«T"imn Sě dirige al hablar hacia el comedor, cuando eníran Miguet y Boíton llevando una maleta cada uno. Bolton.—Aquí estamos. César.—i Ha cenado usted, seňor...? Bolton.—Bolton, Oliver Bolton. (Deja la maleta y mientras habla saca de su cartera una tarjeta que entrega a César.) Torné algo es ta tarde en el camino, gracias. Odio molestar. César.—(Mirando la tarjeta.) Un bocado no le caerá mal. Veo que es usted profesor de la Universidad de Harvard. Bolton.—Oh, sí. De historia latinoameričana. (Recogiendo su maleta.) Voy a asearme un poco. i Usted permite? Miguel.—Arriba hay un lavabo. Me adelanto para enseňarle el camino. (Lo hace.) Bolton.—Gracias. Los dos solen. Se les oye subir la escalera. César mira y re-mira la íarjeta y teniéndola entre los dedos de la mano derecha golpea con ella su mano izquierda. Una sonrisa bastante pecultar se detiene por un momento en sus labios. Se guarda la tarjeta y empuja el cajón de libros hasta el comedor, en uno %ie cuyos rin-cones lo coloca. Mientras lo hace, Elena pasa de la cocina al comedor buscando unos platos. Elena.—Me pareció que me hablabas hace ua momento. César.—No. Elena.—tHas puesto los libros aquí? Estorbarán, y no quedd lugar para el librero, sabes. César.—(Después de una pequeňa pausa.) Eso era lo que quería preguntarte. Elena.—Creí que te enojarías. César.—Es curioso, Elena. Elena.—iQué? César.—Este americano es profesar de historia, también.., profesor de historia latinoameričana en su país. Elena.—(Sonriendo.) Entonces será pobre. César.—^Otro reproche? Elena.—j No! Ya sabes que yo no torno en serio esas cosas que tanto atormentan a Julia y a ti. Se es pobre como se es mořena... y yo nunca he tenido la idea de teňirme el pelo. César.—Es que crees que no haré dinero nunca. Elena.—No lo creo (con ternura), lo sé, seňor Rubio, y estoy tranquila. Por eso me da recelo que te metas en cosas de po-lítica. César.—No tendría yo que hacerlo si fuera profesor universi-tario en los Estados Unidos, si ganara lo que este gringo, que es 736 bastante joven. (Elena se dirige sin contestar a la puerta de la cocina.) Elena... Elena.—Tengo que ir a la cocina. čQué quieres? César.—Estaba yo pensando que quizás... Ya sabes cuánto se interesan los americanos por las cosas de México... Elena.—Si no se interesaran tanto sería mucho mejor. César.—Escucha. Estaba yo pensando que quizás este hombre pueda conseguirme algo allá... una clase de historia de la revo-lución mexicana. Sería magnffico. Elena.—Desde luego: podrías aprender inglés. Despierta, César, y déjame preparar la cena. César.—i?or qué me lo echas todo abajo siempre? Elena.—Para que no te caigas tu. Me ďa miedo que te hagas ilusiones con esa velocidad... Siempre has estado enfermo de eso, y siempre he hecho lo que he podido por curarte. César.—iPero no te das cuenta? No hay un hombre en el mundo que conozca mi matena como yo. Ellos lo apreciarían. Elena lo mira sonriendo y sale. César vuelve a sacar la tarjeta de Bolton, la mira y le da vueltas entre los dedos mientras pasa a la sala. Miguel regresa al mismo tiempo. Miguel.—(Seco.) i Quieres que subamos los libros? César.—(Abstraído en su sueňo.) čQué? Miguel.—Los libros. tQuieres que los subamos? César.—No... después... los he arrinconado en el comedor. Se sienta y saca del bolsillo un paquete de cigarros de hoja y lia uno metódicamente. Miguel.—(Acercándose un paso.) Papá. César.—(Encendiendo su cigarro.) iQué hay? Miguel.—He reflexionado mientras acompaňaba al americano y él hablaba. César.—(Distraído.) Habla notablemente bien el espaňol, £te has fijado que pronuncia la ce? Miguel.—Probablemente no tenía yo derecho a decirte todas las cosas que te dije, y he decidido irme. César.—čAdónde? Miguel.—Quiero trabajar en alguna parte. César.—,-Te vas por arrepentimiento? (Miguel no contesta.) tEs por eso? Miguel.—Creo que es lo mejor. Ves... te he perdido el respeto. César.—Creí que no te habías dado cuenta. Miguel.—Pero yo no puedo imponerte mis puntos de vista... no puedo dirigir tu conducta. César.—Ah. 737 Miguel.—Reconozco «tu libertad, déjame libre tú también. Quiero dedicar mi tiempo a mi vida. César.—tCómo la dirigirás? Miguel.—(Obstinado.) Después de lo que nos hemos dicho... y me has pegado... César.—{Mirando su mano.) Hace mucho que no lo hacía. Pero no es ésa tu única razón. Cuando nos vimos frente a frente durante aquella huelga... tú entre los estudiantes, yo con el Orden. .. me dijiste cosas peores... un discurso. Y sin embargo, volviste a cenar a casa... muy tarde. Yo te esperé. Me pediste perdón. No pensaste en irte... MIGUEL.—Era otra situación. No quiero seguir viviendo en la mentira. CÉSAR.—En esta mentira; pero hay otras. ^Ya escogiste la tuya? Antes era la in disciplín a, la huelga. Miguel.—Eso era por lo menos un impulso hacia la verdad. CÉSAR.—Hacia lo que tú creías que era la verdad. Pero £qué frutos te ha dado hasta ahora? Miguel.—No sé... no me importa. No quiero vivir en tu mentira ya, en la que vas a cometer, sino en la mia. (Violentamente, en un arrebato infantil de los caracterlsticos en él.) Papá, si tú quisieras prometerme que no harás nada.(Le echa un brazo at cuetto.) CÉSAR.—Nada... ;de que? Miguel.—De lo que quieres hacer aqui con los potíticos. Lo dijiste una vez en Mexico y esta noche de nuevo. César.-—No sé de que hablas. Miguel.—Si lo sabes. Quieres usar lo que sabes de ellos para conseguir un buen empleo. Eso es... (baja la voz) chantaje. CÉSAR.—(Auténticamente avergonzado por un momento.) No hables asi. Miguel.—{Vehemente, apretando el brazo de su padre.) En-tonces dime que no harás nada de eso, jDímelo! Yo te prometo trabajar, ayudarte en todo, cambiar.., César,—(Tomándole la barba como a un niňo.) Está bien, hijo. Miguel.—(Cálido.) £Me lo juras? César.—Te prometo no hacer nada que no sea honrado. Miguel.—Gracias, papá. (Se aleja como para irse. Se vuelve de pronto y corre a él.) Perdóname todo lo que dije antes. (Se oye bajar a Bolton.) César.—(Dándote la mano.) Ve a asearte un poco para cenar. Bolton.—(Entrando.) <Fuma usted? (Ofreáendo la cafa a Miguel.) nu Miguel.—No, gracias. Con permiso. (Sale por la izquierda.) César.—(Ddndole fuego.) <Ďe modo que usted ensefia história, latinoamericana, profesor? Bolton.—Es mi pasión; pero me interesa especialmente la história de Mexico. Un pais increible, Ueno de maravillas y de monstruos. Si usted supiera que poco se conocen las cosas de Mexico en mi tierra (pronuncia Mehico), sobre todo en el Este. Por esto he venido aqui. César.—£\ investigar? Bolton.—(Satisjecho de expíicarse y de entrar en su materia.) Hay dos casos extraordinarios, muy interesantes para mi, en la história contemporánea de Mexico. Entonces, mi universidad me m'anda en busca de datos, y, además, tengo una beca para hacer un libro. César.—^Puedo saber a que casos se refiere usted? Bolton.—^Por que no? (Ríe.) Pero si usted sabe algo, se lo quitare, Un caso es el de Ambrose Bierce, este americano que viene a Mexico, que se une a Pancho Villa y lo sigue un tiempo. Para mi, Bierce descubrió algo irregular, algo malo en Villa, y por esto Villa lo hizo matar. Una gran pérdida para los Estados Unidos. Hombre interesante. Bierce, gran escritor critico. Es-cribió el Devil's Dictionary. Bueno, él tenia esta gran ilusión de Pancho Villa como justiciero; quizá sufrió un desengaňo, y lo dijo: era un critico. Y Villa era como los dioses de la guerra, que no quieren ser criticados... y era un hombre, y tampoco los hombres quieren ser criticados, y lo mató. César.—Pero no hay ninguna certeza de eso, Ambrose Bierce llegó a Mexico en noviembre de 1913; se reunió con las fuerzas de Villa en seguida, y desapareció a raíz de la batalla de Oji-naga. Fueron muchas las bajas; los muertos fueron enterrados apresuradamente, o abandonados y quemados después, sin iden-tificar. Con toda probabilidad, Bierce rue uno de ellos. 0 bien, fue fusilado por Urbina, en 1915, cuando intentó pasarse al ejér-cito constitucionalista. Pero Villa nada tuvo que ver en ello. Bolton.—Mi tesis es más romántica, quizás; pero Bierce no era hombre para desaparecer asi, en batalla, por accidente. Para mí, fue deíiberadamente destruido. Destruido es la palabra. Y no era un traidor. Sin embargo, usted parece bien enterado. César.—(Con una sonrisa.) Algo, Tengo algunos documentos sobre los extranjeros que acompaŕíaron a Villa... Santos Choca-no, Ambrose Bierce, John Reed.., Bolton.—^Es posible? [Oh, pero entonces usted me será uti-lísimo! Quizá sabe algo también sobre el otro caso. César.—^Cuál es el otro caso? Bolton.—El de un hombre extraordinario. Un general mexi-cano, joven, el más grande revolucionario, que inició la revolu-ción en el Norte, hizo comprender a Madero la necesidad de äj» f f p r r r F_r rj*jl r >lfjlp una revolution, domino a Villa. A los veintitrés aňos era general. Y también desapareció una noche... destruido como Ambrose Bierce. César.—(Pausadamente.) iSe refiere usted a César Rubio? Bolton.—j Oh, pero usted sabe! Si yo pudiera encontrar docu-mentos sobre él, los pagaría muy caros; mi universidad me respalda. Porque todos creen hasta hoy, que César Rubio es una... saga, un mito. César.—(Echando la cabeza hacia atrds, con el gesto de recor-dar.) General a los veintitrés aňos, y el máš extraordinario de todos, es tierto. Pocas gentes saben que se levantó en armas precisamente a raiz de la entrevista Creelman-Diaz, el 5 de sep-tiembre de 1908. Se levantó aquí, en el Norte, y se dirigió a Monterrey con cien hombres. En Hidalgo... mientras el general Diaz y cada gobernador repetian el grito de independencia, un destacamento federal barrió a todos los hombres de César Rubio. Sólo él y dos companeros suyos quedaron con vida. Bolton.—(Anhelante.) Si, si. César.—César fue entonces a Piedras Negras, donde entre-vistó a don Pancho Maděro y lo convenció de la necesidad de un cambio, de una revolution-. Maděro se decidió entonces, y sólo entonces, a publicar La suceswn presidential. Mientras en todo el pais se celebraban las fiestas del Centenario, Rubio sostuvo las primeras batallas, recorrió toda la República, puso en movimiento a Maděro, agitó a algunos diputados y preparó las jornadas de noviembre. No hubo un solo disfraz que no usa-ra, una sola acción que no acometiera, aunque lo perseguia toda la policfa porfirista. Bolton.—(Excitadisimo.) ,-Está usted seguro? iTiene docu-mentos? César.—Ten go document os. Bolton.—Pero entonces, esto es maravilloso... usted sabc más que ningun historiador mexicano. César.—(Con una sonrisa extraňa.) Ten go mis motivos. EntraElena de la cocina, y aunque sin escuchar ostensible-mente, sigue la conversation a la vez que sale y regresa, dispo-niendo la mesa para la cena. César se vuelve con molestia para ver quien ha entrado. Bolton.—Pero lo más interesante de Rubio no es esto. César.—iSe refiere usted a su cn'tica del gobierno de Madero? Bolton.—No, no; eso, como el levantamiento contra Huerta, como sus... (busca la paiahra) su1' djsensiones ccn Carrcmza, Villa y Zapata, pertenecen a su fuerte carácter. César.—i A que se refiere usted entonces? (Elena sale.) Bolton.—A su desaparición misma, a su destruction... una 740 ^ 3 : ij d j a j cosa tan fuera de su carácter, que no puede explicarse. <Quizás arar el campo? Él creía en la tierra. César.—Quizás; pero no era el momento... Bolton.—Es verdad. César.—Había otras cosas que hacer... había que continuar la revolución, limpiarla de las Iacras personales de sus hombres... Bolton.—Sí. César Rubio lo haría. Pero, ^cómo? César.—(Con voz empaňada siempre.) Hay varias formas. Por ejemplo, Ilevar la revolución a un terreno mental... pedagogice Bolton.—tQué quiere usted decir? César.—Ser, en apariencia, un hombre cualquiera... un hombre como usted... o como yo... un profesor de historia de la revolución, por ejemplo. Bolton.—(Cayendo casi de espaldas.) <;TJsted? César.—(Después de una pausa.) čLo he afirmado asi? Bolton.—No... péro... (Reaccionando bruscamente, se le-vanta.) Comprendo. i Por eso es por lo que no ha querido usted publicar la verdad! (César lo mira sin contestar.) Eso lo explica todo, i verdad? César.—(Mueve afirmativamente la cabeza. Con voz concen-trada, con la vista fija en el espacio, sin ocuparse en Elena, que lo mira intensamente desde el comedor.) Sí... lo explica todo. El hombre olvidado, traicionado, que ve que la revolución se ha vuelto una mentira, un negocio, pudo decidirse a enseňar historia. .. la verdad de la historia de la revolución, no? Elena estupefacta, sin gestos, avanza unos pasos hacia los arcos. Bolton.—Sí. j Es... maravilloso! Pero usted... César.—(Con su exíraňa sonrisa.) č Esto no le parece a usted increíble, absurdo? Bolton.—Es demasiado fuerte, demasiado... heroico; pero corresponde a su carácter. <;Puede usted probar...? Elena.—(Pasando a la sala.) La cena está lista. (Va a ta puer-ta izquierda y llama.) j Julia! j Miguel! i La cena! Se oye a Miguel bajar rápidamente la escalera. Bolton.—(A Elena.) Gracias, seňora. (A César.) č Puede usted? 747 LjW mm mm mm mm L L L L L m1 tmi mm hMwJi ImhiÉ^ IbMIM^ ^hiiiiim I ^ César afirma con la cabeza. Entra Miguel. Julia llega un se-gundo después. Elena.—(A Bolton.) Pase usted. Bolton.—(Absorto.) Gracias. (Se dirige at comedor; de pronto, se vuetve a César, que está inmóvil.) jEs maravilloso! Miguel.—(Mirándolo extraňado.) Pase usted. Bolton.—Maravilloso. jOh, gracias I Elena.—Empieza a servir, Julia, iquieres? Julia pasa.al comedor. Miguel, que se ha quedado en la puer-ta, mira con desconfianza a Bolton, luego a César, percibiendo algo particular. César, consciente de esta mirada vigilante, ca-mina unos pasos hacia el primer término, derecha. Elena lo sigue. ( Elena.—César... César.—(Se vuelve bruscamente y ve a Miguel.) Entra en el comedor y atiende al seňor (mira la tar jeta.) Bolton. (A Bolton.) Pase usted. Yo voy a lavarme, si me permite. Se dirige a la izquierda bajo la mirada de Miguel que, después de dejar pasar a Bolton, se encoge de hombros y entra. Elena.—(Que ha seguido a César a la izquierda, lo detiene por un brazo.) <.Por qué hiciste eso. César? César.—(Desasiéndose.) Necesito lavarme. Elena.—i Por qué lo hiciste? Tú sabes que no está bien, que has (muy aba jo) mentido. César se encoge violentamente de hombros y sale. Elena per-manece en el sitio siguiéndolo con ta vista. Se oyen sus pasos en ta escalera. Del comedor solen ahora voces. Julia.—Siéntese usted, seňor. Bolton.—Gracias. Digo, sólo en la revolución mexicana pue-den encontrarse episodios asi, čverdad? Miguel.—< aular JEscztrúntrib x Ha. vez mm/s dejmm, jue .r-^aa z?s7~a^Z~ mirando a César.) i Usted? (A Guzmán.) Guzmán.—(Sobresaltado.) Gratias. Estrella y Salmas que dan sent ados en et sofa de tule; Garza y Treviňo en los sittones de tule, a los lados. Guzmán, al ser in-terpelado por César, va a sentarse al sofa, de modo que Estrella queda at centro. Elena y Julia se han sentado en el otro extremo, mirando al grupo. Miguel, para ver la cara de su padre, que ha quedado de espaldas at publico, se sitúa recargado contra los areas. César, como un acusado, queda de frente al grupo de polí-ticos en primer término derecha. Los diputados miran a Guzmán y a Estrella, Salinas.—iQué pasó? iQuién habla por fin? Treviňo—Eso. 759 cccccccccfccccccc Estrella.—(Adelantándose a Guzman.) Seůores... (Se lim-pia la garganta.) El seňor Rresidente de la República y el Parti do Revolucionario de la Nación me han dado instrucciones para que investigue las revelaciones del profesor Bolton y establezca la identidad de su informante. <;Qué tiene usted que decir, seňor Rubio? Debo pedirle que no se equivoque sobre nuestras inten-ciones, que son cordiales. CÉSAR.—(Pausado, sintiendo como una quemadura la mirada fija de Miguel.) Todos ustedes son muy jóvenes, sefiores... per-tenecen a la revolución de hoy. No puedo esperar, por lo tanto, que me reconozcan. He dicho ya que soy César Rubio. <;Es todo lo que desean saber? Saunas.—(A Estrella.) Mi padre conoció al general César Rubio... pero murió. Treviňo.—También mi tío... sirvió a sus órdenes; me ha-blaba de él. Murió. Garza.—Sin embargo, quedan por ahí viejos que podrían re-conocerlo. Estrella.—Esto no nos lleva a ninguna parte, compaňeros. (A César.) Mi comisión consiste en averiguar si es usted el general César Rubio, y si tiene papeles con qué probarlo. César.—(Alerta, consciente- de la silenciosa observación de Guzman.) Si han leído ustedes los periódicos —y me figuro que sí— sahrán que entregué esos documentos al profesor Bolton. Estrella.—Mi re, mi general... hm... seňor Runbio, este asunto tiene una gran importancia. Es necesario que hable usted ya. Cesar.—(Casi acorralado.) Nunca pense en resucitar el pa-sado, sefiores. MlGUEL.—(Avanza dos pasos quedando en linea diagonal frente a su padre.) Es preciso que hables, papá. César.—(Tratando de vencer su abatimiento.) iPara qué? Estrella.—Usted comprende que esta revelación está desti-nada a tener un peso singular sobre los destinos políticos de México. Todo lo que le pido, en nombre del seňor Presidente, en nombre del Partido y en nombre de la patria, es un docu-mento. Le repito que nuestras intenciones son cordiales. Una prueba. César.—(Alzando la cabeza.) Hay cosas que no necesitan de pruebas, seňor, i Qué objeto persiguen ustedes al investigar mi vida? tPor qué no me dej an en mi re tiro? Estrella.—Porque si es usted el general César Rubio, no se i pertenece, pertenece a la revolución, a una patria que ha sido i siempre amorosa madre de sus heroes. Salinas.—Un momento. Antes de decir discursos, compaflero Estrella, queremos que se identifique. 760 Garza.—Que se identifique... ^ ~......a Trevino.—Eso es todo lo que pedimos. > menta Miguel.—Papá. (Da un paso más al frente.) ) m e César.—Es curioso que quienes necesitan de pruebas matc-riales sean precisamente mis paisanos, los diputados locales... (mirada a Miguel) ...y mi hijo. (Miguel retrocede un paso, ba-jando la cabeza.) £ Por qué no me dejan tan muerto como estaba? Estrella.—(Decidido.) Comprendo muy bien su actitud, mi general, y yo que represento al Partido Revolucionario de la Nación no necesito de esas pruebas. Estoy seguro de que tampoco el seňor Presidente las necesita, y bastará... Salinas.—(Levantándose.) Nosotros sí. Estrella.—Permítame. Es el pueblo, son los periodistas, que no tardarán en llegar aquí (César y Elena cambian una mirada); son los burócratas de la Secretaría de Guerra, que tampoco tardarán. tPor qué no nos da usted esa pequeňa prueba a nosotros y nos tiene confianza, para que nosotros respondamos de usted ante el pueblo? César.—El pueblo sería cl único que no necesitara pruebas. Tiene su instinto y le bašta. Me rehuso a identificarme ante ustedes. Miguel.—Pero, žpor qué, papá? Garza.—No es necesario que se ofenda usted, general. Veni-mos en son de paz. Si pedimos pruebas es por su propia con-veniencia. Salinas.—Lo más práctico es traer a algunos viejos del pueblo. Yo voy en el carro. Treviňo.—Pedimos una prueba como acto de confianza. Estrella.—Yo encuentro que el general tiene razón. (A César. Ya ve usted que yo no le he apeado el título que le pertenece. (A los demás.) Pero si él supiera para qué hemos venido aquí, comprendería nuestra insistencia. César.—(Mirando alternativamente a Miguel y a Elena.) i Con qué objeto han venido ustedes, pues? Estrella.—Allí está la cosa, mi general. Démonos una prueba de mutua confianza. César.—(Sintiéndose fortalecido.) Empiecen ustedes, entonces. Estrella.—(Sonriendo.) Nosotros estamos en mayoría, mi general: en esta época el triunfo es de las mayorías. Salinas.—La cosa es muy sencilla. Si él se niega a identi-ficarse, £a nosotros qué? Sigue muerto para nosotros y ya. Estrella.—Mi misión y mi interés son más amplios que los de ustedes, compaňeros. Treviňo.—Allá usted... y allá las autoridades. Nosotros no tenemos tiempo que perder. Vámonos, muchachos. (Se levantan.) Garza.—(Levantándose.) Espérate, hombre. 761 SklMk&.—(Levantándo$e.) Yo sícmprc les dije que era pura ilusión todo. Estrella .—(Levaníándose.) Las autoridades militares, en efec-to, mi general, podrán presionarlo a usted. ^Por qué řnsistir en esta actitud? <-Por qué no nombra usted a alguien que lo conoz-ca, que lo identifique? Es en interés de usted... y de la nación... y de su Estado. (Se vuelve hacia ta familia.) Pero estamos per-diendo el tiempo. Con todo respeto hacia su actitud, mi general... estoy seguro de que usted tiene razones poderosas para obrar asi... la seňora podría sin duda... Elena se tevanta. Cesar.—(Com angustiosa energía.) No meta usted a mi mu jer en estas cosas. Elena.—Déjame, César. Es necesario. Yo atestiguaré. César.—Mi esposa nada sabe de esto. (A Elena.) Cállate. Guzmán.—(Hablando por primera vez desde que empezó esto.) Un momento. (Todos se vuelven hacia ét, que continúa sen-tado.) Dicen que César Rubio era un gran fisonomista... yo no lo soy; pero reeuerdo sus facciones. Era yo muy joven y no lo vi más que una vez; pero para mí. es él. Lo he estado observan-do todo el tiempo. (Sensación.) Tal vez se acuerde de mi padre, que sirvió a sus órdenes. (Saca un grueso retoj de tipo ferroca* rrilero, cuya tapa posterior alza; se tevanta él mismo, y tiende el retoj a César Rubio.) ^Lo conoce usted? César.—(Tomando el retoj, pasa al centro de la escena mien-tras los demás lo rodean con curiosidad. Duda antes de mirar el retrato, se decide, to mira y sonríe. Alza la cabeza y devuelve el retoj a Guzmán. Se mete las manos en los bolsillos y se sienta en el sofa, diciendo:) Gracias. Guzmán.—čLo conoce usted? (Se acerca.) César.—(Lentamente.) Es Isidro Guzmán; lo mataron los huertistas el 13, en Saltillo. Guzmán.—(A los otros.) čVen cómo es él? Estrella.—,;Es usted, entonces, el general César Rubio? Salinas.—Eso no es prueba. Guzmán.—,;Cómo iba a conocer a mi vie jo, entonces? Treviňo.—No, no; esto no quiere decir nada. Estrella.—Un momento, seňores. Mi general... hm... seňor Rubio: idónde nació usted? Espero que no tenga inconveniente en decirme eso. César.—En esta misma población, cuando no era más que un principio de aldea. Estrella.—i En qué calle? CÉSAR.—En la única que tenia el pueblo entonces... la Calle Ural I,,' Estrella.—xEn qué ano? César.—Hizo medio siglo precisamente en julio pasado. Estrella.—r( Sacando un telegrame del bolsillo y pasando la vista sobre ét.) Gracias, mi general. Ustedes dirán lo que gus-ten, compaňeros; a mí me bašta con esto. Los datos coinciden. Guzmán.—Y a mí también. Conoció al viejo. César.—(Sonriendo.) Le decían la Gallareta. Guzmán.—(Con entusiasmo.) Es verdad. César.—(Remachando.) Era valiente. Guzmán.—(Más entusiasmado.) jYa lo creo! Ese era el viejo... murió peleando. Valiente de la eseuela de usted, mi generál. César.—£ De cuál de las dos? (Risas.) No... la Gallareta murió por salvar a César Rubio. Cuando los federales dispararon sobre César, que iba adelante a caballo, el coronel Guzmán hizo reparar su montura y se atravesó. Lo mataron, pero se salvo César Rubio. Treviňo.—tPor qué habla usted de sí mismo como si se tra-tara de otro? César.—(Čada vez más dueňo de sí.) Porque quizás asi es. Han pasado muchos aňos... los hombres se transforman. Lue? go, la cOstumbre de la cátedra. ..(Se tevanta.) Ahora, £están ustedes satisfechos, seňores? Salinas.—Pues... no del todo. Garza.—Algo nos falta por ver. César.—£Y qué es? Salinas.—(Mirando a los otros.) Pues papeles, pruebas, pues César.—(Después de una pausa.) Estoy seguro de que ahord el profesor Bolton publicará los que le entregiié, que eran todos los que tenia. Entonces quedará satisfecha su curiosidad por entero. Pero, hasta entonces, sigan considerándome muerto; dé-jenme acabar mis días en paz. Quería acabar en mi pueblo, pero puedo irme a otra parte. Sensación y protestas entre los politicos. Aun Salinas y Garza protestan. La jamilia toda se ha acercado a César. Estrella acaba por hacerse oír, después de un momento de agitar los bra-zos y abrir una gran boca sin conseguirlo. Estrella.—Mi general, si he venido en representación del Partido Revolucionario de la Nación y con una comisión confi-dencial del seňor Presidente, no ha sido por una mera curiosidad, ni únicamente para molestar a usted pidiéndole sus papeles de identificación. Guzmán.—Ni yo tampoco. Yo vine como presidente municipal de Allende a diseutir otřas cuestiones que importan al Estado. Lo mismo los seňores diputados. 763 Garza.—Es verdmi Cesar.—(Miranda a Elena.) iQué dcsean ustedes, entonces? Elena.—(Adelantdndose hacia el grupo.) Yo sé lo que de-sean... una cosa poKtica. Diles que no, César. Estrella.—EI admirable instinto femenino. Tiene usted una esposa muy inteligente, mi general. Salinas.—Treviňo. Treviňo.—čOué hubo? Salinas torna a Treviňo por el brazo y lo lleva hacia la puerta, donde hablan ostensiblemente en secreto. Guzmán los sigue con la vista, moviendo la cabeza. Guzmán.—(Mientras mira hacia Salinas y Treviňo.) La seňora le ha dado al clavo, en efecto. Salinas.—(En voz baja, que no debe ser oída del publico, y muy lentamente, mientras habla Guzmán.) Vete volanďo al pueblo en mi carro. (Treviňo mueve la cabeza afirmativamente.) Es indispensable que los actores pronuncien estas palabras inaudibles para el publico. Decirlas efectivamente sugerirá una acción planeada, y evitará una laguna en la progresión del acta, a la vez que ayudará a los actores a mantenerse en carácter mientras estén en la escena. César.—Gracias. ^Es eso, entonces, lo que buscan ustedes? Estrella.—Buscamos algo más que lo meramente politico ínmediato, mi general. La reaparición de usted es providen... (se corrige y se detiene buscando la palabra) próvida y revolu-cionaria... (Entretanto, al mismo tiempo:) Salinas.—.. .y tráete a Emeterio Rochá... Estrella.—.. .y extraordinariamente oportuna. Este Estado, como sin duda lo sabe usted, se prepara a llevar a cabo la elec-ción de un nuevo gobernador. Salinas.—(Entretanto.) Él conoció a César Rubio. ^En-tiendes? Treviňo.—(Mismo juego.) Seguro. Ya veo lo que quieres. César.—(A Estrella.) Conozco esa circunstancia... pero nada tiene que ver conmigo. Salinas.—(Mismo juego, dando una palmada a Treviňo en el hombro.) ^De acuerdo? Nada más por las dudas. (Treviňo afirma con ta cabeza.) Váyase, pues. Treviňo sale rápidamente después de dirigir una mirada circular a la escena. Estrella.—Se equivoca usted, mi general. Al reaparecer, 764 usted se conviertc autoniáticamcntc en el candidato ideal para cl Gobiemo de su Estado natal. Elena.—;No, César! Julia.—iPor qué no, mamá? Papá lo merece. (Lo mira con pasión.) César.—i?or qué no, en efecto? (Salinas se reúne con el grupo sonriendo.) Voy a decírselo, seňor... seňor... Estrella.—Rafael Estrella, mi general. César.—Voy a decírselo, seňor Estrella. (Involuntariamente en papel, viviendo ya el mito de César Rubio.) Me aleje para siempre de la política. Prefiero continuar mi vida humilde y oscura de hasta ahora. Estrella.—No tiene usted derecho, mi general, permítame, a privar a la patria de su valiosa colaboración. Guzmán.—El Estado está en peligro de caer en el continuis-mo... usted puede salvarlo. César.—No. César Rubio sirvió para empezar la revolución. Estoy viejo. Ahora toca a otros continuarla. ^Habla usted ofi-cialmente, compaňero Estrella? Estrella.—Cumplo, al hacer a usted este ofrecimiento, con la comisión que me fue confiada en Mexico por el Partido Revo-lucionario de la Nación y por el seňor Presidente. Guzmán.—Yo conozco el sentir del pueblo aquí, mi general. Todos sabemos que Navarro continuaría el mangoneo del gobernador actual, de acuerdo con él, y no queremos eso. Navarro tiene malos antecedentes. Estrella.—Conocen la historia de usted, y eso bašta. El Partido, como el instituto politico encargado de velar por la invio-labilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted una oportunidad para que surja en el Estado una noble competencia política por la gubernatura. Sin desconocer las cualidades del precandidato General Navarro, prefiere que el pueblo elija en-tre dos o más candidatos, para mayor esplendor del ejercicio demoerático. Guzmán.—La verdad es que tendría usted todos los votos, mi general. Garza.—No puede usted rehusar, <• verdad, compaňero Salinas? Salinas.—(Sonriendo.) Un hombre como César Rubio, que tanto hizo... que hizo más que nadie por la revolución, no puede rehusar. César.—(Vacilante.) En efecto; pero puede rehusar precisa-mente porque ya hizo. Hay que dejar el sitio a los nuevos, a los revolucionarios de hoy. Elena.—Tienes razón, César. No debes pensar en esto si-quiera. 765 Julia.—^Fero no te das cuenta, mamá? j Papá gobernador! Debes aceptar, papá. Guzman.—Gobernador... j y quién sabe qué más después! Todo el Norte estaría con él. César da muestra de pensar profundamente en el dilema. Elena.—(Que comprende todo.) César, óyeme. No dejes que te digan más... No debes... Miguel.—é Por qué no, mamá? (Inflexible.) Elena.—\ César! César.—(A Guzman.) i?ov qué ha dicho usted eso? Nunca he pensado en... César Rubio no hizo la revolución para es objeto. Guzman.—Yo si he pensado, mi general. Lo pense desde que vi la noticia. Estrella.—El seňor Presidente de la República me dijo por telefonu: Dígale a César Rubio que siempre lo he admirado como revolucionario, que en su reaparición veo un triunfo para la revolución; que juegue como precandidato y que venga a verme. César.—(Reacciona un momento.) No... No puedo aceptar. Guzman.—Tiene usted que hacerlo, mi general. Garza.—Por el Estado, mi general. Estrella.—Mi general, por la revolución. Salinas.—(Con una sonrisa insistente.) Por lo que yo sé de César Rubio, él aceptaría. César.—(Contestando directamente.) El seňor diputado tiene todavía sus dudas sobre mi personalidad. Lo que no sabe es que a César Rubio nunca lo llevó a la revolución la simple am-bición de gobernar. El poder mata siempre el valor personal del hombre. O se es hombre, o se tiene poder. Yo soy hombre. Estrella.—Muy bien, mi general, pero en Mexico sólo gobier-nan los hombres. Guzmän.—Si tú tienes dudas, Salinas, no estás con nosotros. Salinas.—Estoy, pero no quiero que nos equivoquemos. Yo siempre he sido del partido que gana, y ustedes también, para ser francos. El general no nos ha dado pruebas hasta ahora... yo no discuto; su nombre es bueno; pero no quiero que vayamos a quedar mal... por las dudas... ustedes me entienden. Estrella.—Compafiero Salinas, debo decide que su actitud no me parece revolucionaria. César.—Yo entiendo perfectamente al seňor diputado... y tiene razón. Vale más que nadie quede mal... y que lo deje-mos allí. Elena.—(Tomando la mano de César y oprimiéndola.) Gracias, César. (Él sonríe; pero sería difícil decir por qué.) Guzmän.—iVes lo que has hecho? (Salinas no responde.) General, no se preocupe usted. Nosotros respondemos de todo. 766 ccccccc Estrella.—Mi general, yo estimo que usted no está en liber-tad de tomar ninguna decision hasta que haya hablado con el seňor Presidente. César.—(Desamparado, arrastrado at fin por la farsa.) ^Debo hacerlo? Eso sería tanto como aceptar... Elena.—Escríbele, César; dale las gracias, pero no vayas, Estrella.—Seňora, los escrúpulos del general lo honran; pero la revolución pasa en primer lugar. Guzmän.—General, el Estado se encuentra en situación difícil. Todos sabemos lo que hace el gobernador, conocemos sus enjuagues y no estamos de acuerdo con ellos. No queremos a Navarro; es un hombre sin escrúpulos, sin criterio revolucionario, enemigo del pueblo. César.—iY de ustedes? Guzmän.—No es sólo eso. Todos los municipios estamos contra ellos; en la última junta de presidentes municipales acorda-mos pedir la deposición del gobernador, y oponernos a que Navarro gane. Salinas.—Lo cierto es que el gobernador, igual que Navarro, excluyen a las buenas gentes de la región. Garza.—Son demasiado ambiciosos; han devorado juntos el presupuesto. Deben sueldos a los empleados, a los maestros, a todo el mundo; pero se han comprado ranchos y casas. César.—En otras palabras, ni el actual gobernador ni el general Navarro les brindan a ustedes ninguna ocasión de... co-laborar. Guzmän.—,>Para qué engaňarnos? Es la verdad, mi general. Es usted tan inteligente que no podemos negar... Estrella.—El seňor Presidente ve en usted al elemento capaz de apaciguar el descontento, de pacificar la región, de armoni-zar el gobierno del Estado. Garza.—Pero los que somos de la misma tierra vemos en usted también al hombre de lucha, al hombre honrado que re-presenta el espiritu del Norte. iDónde está el mal si queremos colaborar con usted? Usted no es un lad run ni un asesino. César.—Nunca creyó César Rubio que la revolución debiera hacerse para el Norte o para el Sur, sino para todo el pais. Estrella.—Razón de más, mi general. Ese criterio colectivo y unitario es el mismo que anima al seňor Presidente hacia la colectividad. Elena.—(Cerca de César.) No oigas nada más ya, César. Diles que se vayan... te lo pido por... César.—(La hace a un lado. Pausa.) Seňores, les agradezco mucho... pero ustedes mismos, en su entusiasmo, que me con-mueve, han olvidado que existe un impedimento insuperable. Estrella.—i Qué quiere usted decir, seňor? César.—Los plebiscitos serán dentro de cuatro semanas. GuzmAn.—Por eso queremos resolver ya las cosas. Gahza.—En seguida. Salinas.—Por lo menos, aciararlas. Estrella.—Las noticias publicadas en los periódicos sobre la reaparición de usted, son la propaganda más efectiva, mi generál. No tendrá usted que hacer más que presentarse para ganar los plebiscitos. César.—El impedimento de que hablo es de carácter consti-tucional. GuzmAn.—No sé a qué se refiera usted, seňor general. Nos-otros procedemos siempre con apego a la Constitución. CÉSAR.—(Sonriendo para si.) Con apego a ella, todo candidato debe haber residido cuando menos un aňo en el Estado. Yo no vol ví a mi tierra si no has ta hace cuatro semanas. (Es to lo dice con un tono definitivo, cosi triunfal. Sin embargo, sería dificit precisar qué objeto es el que persigue ahora.) GuzmAn.—Es verdad, pero... Salinas.—Eso yo lo sabía ya, pero esperaba a que el general lo dijera. Su actitud borra todas mis dudas y me convence de que es otro el candidato que debemos buscar. Garza.—(Tímidamente.) Pero, hombre, yo creo que puede haber una solución. Estrella.—Debo decir que el partido considera este caso politico como un caso de excepción... de emergenci a casi. Lo que interesa es salvar a este Estado de caer en las garras del conti-nuismo y de los reaccionarios. La Constitución local puede ad-mitir la excepción y ser enmendada. Salinas.—Olvida usted que eso es función de los legisladores, compaňero. Estrella.—No sólo no lo olvido, compaňero, sino que el partido ha previsto también esa circunstancia y cuenta con la cola-boración de ustedes para que la Constitución local sea refor-mada. Salinas.—Es to está por ver. GuzmAn.—Hombre, Salinas... Estrella.—Creo que no es el lugar ni la ocasión de discutir... César.—(Pausadamente.) Existen antecedentes, no? La Constitución Federal ha sido enmendada para sancionar la re-elección y para ampliar los periodos por razones políticas. En lo que hace a las constituciones locales, el caso es más frecuente. Salinas.—No en este Estado. Usted, que es del Nořte, debe de saberlo. César.—(Sin alterarse.) Cuando, por ejemplo, un candidato ha estado desempeňando un alto puesto de confianza en el go-bierno federal, no ha necesitado residir un aňo entero en su Estado natal coň anterioridad a las elecciones. Le han bastado unas cuantas visitas. Pero... 768 Estrella.—Naturalmente, mi general. Los gobiernos no pue-den regirse por leyes de carácter general sin excepción. Lo que el partido na hecho antes, lo hará ahora. César.—Sólo que yo no estoy en esas condiciones. No fue un alto empleo de confianza en el gobierno federal lo que me alejó de mi Estado, sino una humilde cátedra de historia de la revolution. Guzmán.—Eso a mí me parece más meritorio todavía. Estrella.—Mi general, deje usted al partido encargarse de le-galizar la situación. Ha resuelto problemas más difíciles, de modo que, si quiere usted, saldremos esta misma noche para Mexico. C£si&.—(Dirigiéndose a Salinas.) La Legislatura local se oponě, i verdad? Garza.—Perdone, general. El compaňero Salinas no es la Legislatura. Ni que fuera Luis XIV. César.—(A Salinas.) Conteste usted. Salinas.—Cuando los veo a todos tan entusiasmados y tan llenos de confianza, no sé qué decir. Me opondré en la Cámará si lo creo necesario. Estrella.—Compaňero Salinas, ,-no está usted en condiciones muy semejantes a las del general? Involuntariamente, por su-puesto; pero recuerdo su elección... la arregló usted en Mexico. Salinas.—(Vivamente.) No es lo mismo. Estaba yo en una comisión oficial. Estrella.—Pues přecisamente eso es lo que ocurre ahora con nuestro geenral. Ha sido llamado por el seňor Presidente, lo cual le confiere un carácter de comisionado. Salinas.—Bueno, pues, en todo caso me regiré por la opinion de la mayoría. Estrella.—Es usted un buen revolucionario, compaňero. Las mayorías apreciarán su actitud. (Le tiende ta mano con la más artificial sencillez.) Elena.—(Angustiada.) He odiado siempre la política, César. No me obligues a... a separarme de ti. ■ César.—Sefiores, mi situación, como ustedes ven, es muy di-fícil. Ni mi esposa ni yo queremos... Estrella.—Seňor general, el conflicto entre la vida publica y la vida privada de un hombre es eterno. Pero un hombre como usted no puede tener vida privada. Ese es el precio de su gran-deza, de su heroísmo. César.—tCrees que estoy demasiado viejo para gobernar, Elena? Conoces mis ideas, mis sueňos... sabes que podría hacer algo por mi Estado, por mi pais... tanto como cualquier mexicano... GuzmAn.—jOh, mucho más, mi general! César.—Quizás, en el fondo, he deseado esta oportunidad siem- 769 pre. Si me la ofrecen ellos libremente, <-por qué no voy a acep-tar? Soy un hombre honrado. Puedo ser útil. He soňado tanto tiempo con serlo. Si ellos creen... Est h h ĺ la.—Mi general, la utilidad de usted en la revolución, su obra, es conocida de todos. Nadie duda de su capacidad para gobernar, čverdad, senores? Guzman.—Por supuesto. Nadie duda de que salvará al Estado. Garza.—Estamos seguros. Contamos con usted para eso. Estrella.—El partido proveerá a que usted, que ha estado un tanto alejado del medio, cuente en su gobierno con los colabo-radores adecuados. ^No es asi, compaňero Salinas? Salinas.—Claro está, compaňero Estrella. César.—Comprende lo que quiero, Elena. i?or qué no? Pero nada haría yo sin ti. Estrella.—El seňor Presidente, que es un gran hombre de família, apreciará esta noble actitud de usted. Pero usted, seňora, debe recordar la gloriosa tradicion de heroísmo y de sacri-ficio de la mujer mexicana; inspirarse en las nobles heroinas de la independencia y en ese tipo más noble aún si cabe, símbolo de la fernineidad mexicana, que es la soldadera. Elena.—(Con un ademán casi brusco.) Le ruego que no me mezcle usted a sus maniobras. Miguel.—(Apremiante.) Hay algo que no dices, mamá. ^Por qué? t Qué cosa es? Julia.—Mamá, yo comprendo muy bien... tienes miedo. Pero puedes ayudar a papá... tal vez yo también pueda. Debemos hacerlo. Miguel.—č Qué cosa es, mamá? Julia.—Déjala, no la tortures ahora con esas preguntas. Mamá... . Elena.—; César! césar.—(Mirándola de f rente y hablando pausadamente.) Dť lo que tengas que decir. Puedes hacerlo. Elena.—Tengo miedo por ti, César. Estrella.—Seňora, de la vida de mi general cuidaremos todos, pero más que nadie su glorioso destino. Elena.—j César! César.—(Impaciente, pero frío, definitivo.) Dilo ya, jdilo! Elena se yergue apretando las manos. En el momenta en que quizá va a gritar ta verdad, aparecen en la puerta derecha Treviňo y Emeterio Rocha. Rocha es un viejo robusto y sano, de unos sesenta y cinco aňos. Todos se vuelven hacia ellos. Treviňo.—<[Cuál es? 770 Salinas.—Tú lo conoces, ,;verdad, viejo? Rocha.—(Deteniéndose y mirando en torno.) ^Cuál dices? iÉste? (Ľa un paso hacia César.) César.—(Adelantándose después de un ademán de fuga: todo a una carta.) čYa no me conoces, Emeterio Rocha? Rocha.—{Mirándolo lentamente.) Hace tantos aňos que... Guzmän.—El general lo conoce. salinas.—Pero no se trata de eso. Rocha.—Creo que no has cambiado nada. Sólo te ha crecido el bigote. Eres el mismo. Salinas.—^Cómo se llama este hombre, viejo? César.—Anda, Emeterio, dilo. Rocha.—(Esforzándose por recordar.) Pues, hombre, es cu-rioso. Pero eres el mismo... pues si... el mismo César Rubio. César.—^Estás seguro de que ése es mi nombre, Emeterio? Rocha.—No podría dařte otro. Claro, César... César Rubio. Te conozco desde que jugabas a las canicas en la calle Real. César.—^Estás seguro de reconocerme? Rocha.—(Simplemente, tendiéndole ta mano.) č Pues no de-cían que te habían matado, César? César le estrecha la mano sonriendo. Treviňo.—Allí viene una multitud. Empiezan a oirse voces cuya proximidad se acentua gradual-mente. Guzman.—Es claro. Todo el pueblo se ha enterado ya. Ahora si, Salinas, se acabaron las dudas. Miguel.—(Mirando a César.) iSe acabaron? Salinas.—Ahora si. Perdóneme, mi general. César le da la mano en silencio. Las voces se precisan. Dicen: i César Rubio! ,-Queremos a César Rubio! Estrella.—Mi general, diga usted la palabra, diga usted que acepta. Elena.—César... César.—(Con simple dignidad.) Si ustedes creen que puedo servir de algo, ácepto. Acepto agradecido. t ■ * Julia lo besa. Elena lo mir a con angustia y le oprime la mano. Miguel retrocede un paso. Guzman.—(Corre a la puerta derecha, grita hacia afuera.) i Viva César Rubio, muchachos! 771 rrrrrrrrrr'rrrrrr Vocerío dentro: i Viva! jViva, jijos! Las mujeres corren a la ventana; miran hada afuena. Julia.—Mira, papá, jmira! (César se acerca.) Ese hombre del bigote negro es el que vino a buscarte antes. Estrella.—(Mirando también.) iLo conoce usted, mi general? César.—(Después de una pausa.) Es el llamado general Navarro. Rochá.—Sirvió a tus órdenes en un tiempo. Creo que fue tu ayudante, ^no? Pero el que nace para ladrón... (César no con-testa.) Voces dentro: \César Rubiol |César Rubio! ;César Rubio! Guzman.—(Entrando.) Mi general, aquí afuera, por favor. Quieren verlo. Estrella.—(Asomdndose y frotándose las manos.) Allí vienén los periodistas también. César se dirige a ta puerta. Miguel le cierra el pasa. César.—Y Garza? ,-No debia venir a la diez y media? GuzmAn.—Garza esta alia, acabando de arreglar todo lo ne-cesario. Alia lo veremos. Saunas.—/.Y Trcvifto? Estrella.—Tlcne que ayudar a Garza. 774 Salinas.—Pero ya debian estar aquf, £no? GUZMAN.—j Que nervioso estas! Ni que fueras el candidate Estrella.—Asi les pasa en las bodas a las damas de la novia. Se anticipan. Saunas.—Digan lo que quieran. Yo no estare tranquilo hasta ver al general en el palacio de gobierno. Por las dudas. GuzmAn.—Callate. Ahi viene. Se oyen los pasos de Cisar en la escalera. Los tres hombres se reunen para saludarto. Entra Cisar Rubio. En estas cuantas semanas se ha operado en 41 una transfiguration impresionante. Las agitaciones, los excesos de control nervioso, la fiebre de la ambicidn, la lucha contra el miedo, han dado a su rostro una no-bleza serena y a su mirada una timpidez, una seguridad casi in-creible. Esta pdlido, un poco afilado, pero revestido de esa dig-nidad peculiar en el mestizo de categorla. A pesar del color, viste un pantatdn y un saco de casimir oscuro; una camisa blanca y fina y una corbata azul marino de atgoddn. Lleva en la mono un sombrero de los llamados tejanos, bianco, "cinco equis" que ostenta el dguila de general de divisidn. Este seria el unico lujo de su nueva personalidad, si no se considerara en primer lugar la minuciosa limpieza de su persona como un lujo mayor aun. C£sar.—Buenos dias, muchachos. Todos.—Buenos dias, mi general. Estrella.—^C6mo se siente el sefior gobernador? Cesar.—tPara que anticipar las cosas, Estrella? Nada pierde uno con esperar. GuzmAn.—Eso es pan comido, sefior. Estrella.—Vea usted este telegrama del sefior Presidente, mi general, por si le quedan dudas. Cesar.—(Despuis de pasar la vista por el telegrama.) Ninguna duda, Estrella. No puede haberla donde sabe uno que las cosas simplemente son o no son. (Deja el sombrero sobre el escritorio y aparta los tetegramas con una mono, sin fijarse mucho en ellos.) Lo bueno de la carrera del politico... <-No hay telegrama del profesor Bolton? Estrella.—Envia su felicitacidn, mi general; pero no puede venir. Ofrece estar presente en la toma de posesidn. GSsar.—(Sencillamente.) Me hubiera gust ado verlo aqui hoy. (Pasea de un extremo a otro, lentamente.) Lo bueno de la carrera del politico es que lo pone a uno en contacto con las raices de las cosas, con los hechos, con la accidn. La politica es una especie de filologfa de la vida que lo concatena todo. Pero lo que yo prefiero es este vivir frente a frente con el tiempo, sin escapatoria... este ir de la mano con el tiempo sin perder ya un segundo de el. (Se detiene, levanta el cartel y lo mira. Luego 775 busca dónde colgarlo mientras sigue hablando. Guzman y Salinas se precipitan, toman el cartel y lo prenden sobre uno de los arcos. César, mirándose en su imagen, continúa.) Va uno al fon-do de las pasiones humanas sin perder su tiempo, y conoce uno el precio de todo a primera vista... y lo paga uno. La politica lo relaciona a uno con todas las cosas originales, con todos los sis-temas del movimiento, empezando por el de las estrellas. Se sabe la causa y el objeto de todo; pero se sabe a la vez que no puede uno revelarlos. Se conoce el precio del hombre. Y asi el gran politico viene a ser el latido, el corazón de las cosas. Estrella.—(Que es el único que ha entendido un poco.) La politica es superior a todo lo demás, en efecto, mi general. Es un ejercicio de todo el cuerpo y de todo el espiritu. César.—(Dejando pasar la interrupción.) El politico es el eje de la rueda; cuando se rompe o se corrompe, la rueda, que es el pueblo, se hace pedazos; él separa todo lo que no serviria junto, liga todo lo que no podria existir separado. Al principio, este movimiento del pueblo que gira en torno a uno produce una sensation de vacio y de muerte; después descubre uno su fun-ción en ese movimiento, el ritmo de la rueda que no serviria sin eje, sin uno. Y se siente la Unica paz del poder, que es moverse y hacer mover a los demás a tiempo con el tiempo. Y por eso ocurre que el politico puede ser, es, en Mexico, el mayor creador o el destructor más grande. ^Es parecido a mi este retarto? GuzmAn.—Ya lo creo que es parecido. El otro dia, viendo un cartel, me decia uno de los viejos del pueblo, que lo conoció a usted cuando empezaba en la revolución: César no cambia; está igual que cuando le barrieron a la gente en Hidalgo, hace trein-ta aňos. Estrella.—El heroismo es una especie de juventud eterna, mi general. César.—Es verdad. Este retrato se parece más al César Rubio de principios de la revolución que a mí. Y sin embargo, soy yo. (Sonne.) Es curioso. čQuién lo hizo? Salinas.—Un grabador viejo de aqui del pueblo. César.—El pueblo entiende muchas cosas. (Sonrie, piensa un momenta y abre la boca como si fuera a decir algo más sobre esto. Se reprime, se pone las manos a la espalda y da algunos pasos al frente.) éCorrigió usted su discurso, Estrella? Estrella.—Está listo, mi general. César.—^En la forma que habiamos convenido... acerca de mi resurrection? Estrella.—Si, mi general. (Declama.) "Sólo los pueblos nobles que han sufrido pueden esperar acontecimientos asi de... César.—(Interrumpiéndolo.) Permítamelo. (Estrella se lo tien-4e.) čHay gente afuera? v GuzmAn.—Veinte o treinta. 776 I T ■T i. César.—Diles que me vean en el plebiscito, Salinas. (Salinas sale. Mientras, César lee y pasea. Termina de leer y devuelve su discurso a Estrella.) Muy bien, licenciado. (Ojeada a su reloj de bolsitlo.) Estrella.—Gracias, mi general. Salinas.—(Volviendo.) Seňor, creo que ya es hora de irnos. César.—^Se fue la gente? Salinas.—No; todos quieren escoltarlo a usted hasta el pueblo. (César sonrie.) Los carros están listos. César.—Ya nos vamos. Nada más voy a despedirme de mi esposa. Se dirige hacia la puerta izquierda. En ese momento entra Treviňo, sin aliento. César.—(Casi en la puerta, se vuelve.) čQué pasó? Los otros se agrupan. Viene a verlo a Trevino.—Mi general, ahi viene Navarro, usted. Cesar.—(Vn paso adelante.) ^ Navarro? GuzmAn.—jEs el colmo del descaro! cQue quiere aqui? Estrella.—Me lo figure Ha de venir a buscar una compo-nenda, porque el presidente del partido lo mando regaflar. Salinas.—No me fio. GuzmAn.—iQue hacemos, mi general? Cesar.—Dejenlo venir. Yo voy a despedirme de mi esposa. Que me espere aqui. Trevino.—Pero probablemente quiere una entrevista privada. Cesar.—(Con una sonrisa.) Seguramente. Estrella.—iSe la concedera usted? Cesar.—^Por que no? Salinas.—Mi general, por favor... (Saca su pistola y se la ofrece.) Cesar.—(Riendo.) No, hombre. Asi me daria miedo. Salinas.—(Suplicante.) Mi general... Cesar.—(Ddndole una palmada.) Gudrdate eso. No seas ton-to, hijo. GuzmAn.—No le hace, mi general; nosotros estamos armados. Cesar.—(Severamente.) Mucho cuidado, Epigmenio. Navarro viene aqui como parlamentario. No vayan a hacer ninguna ton-teria. Tratenlo con discrecidn, con buenos modos, igual que a los que vengan con el. (Gestos de descontento.) Quiero que se me obedezca, ^entendido? Regresa hacia el escritorio, para tomar su sombrero. ■PI 777 Guzmán.—Está bueno, pues, mi general. César sale por la izquierda. Estrella.—(Sonriendo y alzando los brazos.) Esos son pan-talones, sefiores. Guzman.—Es igual. Ojalá se me disparara sola ésta (seňala su pistola), cuando esté aquí Navarro. Salinas.-—^Con quién viene, tú? 3 TreviŇO.—No pude ver bien; pero ereo que con Salas y Leon. Guzmjín.—Sus pistoleros, seguro. Se me hace que aquí va a pasar algo. Estrella.—Nada. Apuesto cualquier cosa a que viene a decir que se retira del plebiscito y que quiere una chamba. Salinas.—(Riendo.) j Muy fácil! Usted todavia no conoce bien a los norteňos, licenciado. (Va hacia la puerta.) Estrella.—Eso le daría mejor resultado; podria enderezarlo con el partido. Guzman.—Pues no hay más que abrir bien los oj os. Salinas.—(Desde la puerta.) Allí están. (Entra.) Sin dear patabra, Guzmán, Treviňo y Salinas revisan sus pistolas; se cercioran de que salen con facilidad del cinturón, y esperan alineados, mirando a la puerta. Estrella.—(Mientras habla se desliza insensiblemente detrds de eltos.) Todo eso son precauciones inútiles, sefiores. Además, se ponen ustedes en plan de ataque, a pesar de las órdenes del j general. Guzmán.—(Apretando los dientes. Sin volverse.) iQué sabe-mos cómo vienen estos...? Salinas.—(Sin volverse.) Es no más por las dudas. TreviSo.—(Mismo juego.) A ver si no pasa aquí lo que no ha pasado en tanto tiempo. Guzman.—(Sin volverse. Con una risita.) Yo siempre le he tenido ganas a Navarro. Estrella.—(Cerciorándose de que está bien protegido, mientras mira con inquietud hacia la puerta.) jPrudencia! jPruden- i cia! Hay que cumplir las órdenes del general, sefiores... I Todos están mirando a la puerta con una intensidad que, des-pués de un momento, afloja. Treviňo es el primero que se sienta sin hablar. GUZMAN.—(Enjugdndose la f rente y dirigiéndose hacia el sofd.) iBah! Que Uegucn cuando gusten. 778 Salinas.—(Torciendo un cigarro y abandonando su guardia.) Que pronto se cansan ustedes. Estrella.—(Volvien'do al escritorio.) En realidad, es mejor asi. En este momento, como si hubiera estado esperando esta nueva actitud, entra Navarro ftanqueado por sus dos pistoleros. Es el desconocido del segundo acto. Navarro.—^Qué hay, muchachos? (Sobresalto general. Todos se levantan y agrupan.) No se espanten, hombre. (Cruza al cen-tro.) <.Dónde está el maestrito ése? (Riendo.) No me espera-ban, ieh? Estrella.—(Vn poco tembloroso, pero impecable.) El seňor general Rubio está enterado de la visita de usted y le ruega que tenga la bondad de esperar. (Los hombres de Navarro se burlan un poco de esta formula.) Navarro.—(Mordiéndose los labios.) ;Ah, vaya! (Se vuelve hacia sus pistoleros.) Pues haremos antesala, muchachos. ^Qué les parece? Salas.—Como en la Presidencia, jefe. (Rie.) Leon.—(Con un xnovimiento amenazador.) Lo que es nos-otros, no lo haremos esperar a él. Guzman.—(Adelantando un paso hacia él.) i Con que sentido lo dices? Leon.—(Imitándolo.) Con el que tú quieras, Epigmenio. Con éste. (Hace ademdn de desenfundar.) Estrella.-—\ Sefiores! ; Sefiores 1 Navarro.—jQuieto, Leon! (Epigmenio Guzmán y Leon retro-ceden hacia ángulos opuestos mirdndose con ferocidad de mato-nes. A Estrella.) Usted es el representante del partido, ,mo? rjiga-le a Rubio que quiero hablarle a solas. Estrella.—El seňor general Rubio sabe que quiere usted hablarle a solas. Asi será. Navarro.—(Mordiéndose los labios.) No puede negar que es maestro, lo sabe todo. ^Entonces que esperan ustedes para salir? Salinas.—Si crees que vamos a dejar aquí solos con él a tres matones con pistolas... Navarro.—(Amenazador.) Mira, Salinas... (Transition. Rie.) Yo ňo vengo armado. (Abre tigeramente su saco para probarlo.) Guzmán.—Pero éstos si. Navarro.—Salas, dale tu pistola a Leon. Salas.—Pero, oye... Navarro.—(Con mando brutal.) Dale tu pistola a Leon. (Salas to obedece a regaňadientes.) Leon, espéranos en el coche. Salas se reunirá contigo dentro de un momento y me esperarán juntos. 779 (Lean sale después de mirar hacia los otros y escupir.) Ahora, giieritos, lárguense ustedes tambien. (Los otros dudan.) Estrella.—Son las órdenes del general, seňores. Gíizmáís.:—\Jl TtwžSb..'' V-smel. -vimns x taiiinritt "at: -sam» al Leon de circo ése. Saunas.—El general dijo que lo esperara Navarro solo. Estrella.—Yo voy a subir; bajaré con el general. No hay cuidado. Navarro.—Me gusta la conversación. Salas se queda conmigo hasta que baje el maestrito. Guzmán y Treviňo salen. Salinas los hnita moviendo la cabeza. Todavia en la puerta derecha se vuelve con desconfianza. Estrella sale por la izquierda. Se le oye subir la escalera. Navarro.—(En voz alta.) jQué cerote tienen éstos! Te aseguro que nos van a espiar. Salas.—Tambien yo no sé para que quieres hablar con Rubio. Navarro.—Dicen que es muy buen conversador. (Rie.) Dame un cigarro de papel, £tienes? (Salas se acerca a dárselo.) Lum-bre. (Salas enciende un cerillo y se acerca más para encender el cigarro. De este modo quedan los dos en primer término centro, casi fuera del arco del proscenio.) ^Está todo arreglado? Salas.—Todo, jefe. Salinas asoma brevemente la cabeza. Navarro to ve, rie; Salinas desaparece. Navarro.—Ya sabes entonces: si no hay arreglo, te vas volado en el carro chico y preparas el numerito. Salas.—^Cómo voy a saber? Navarro.—(Después de pausa. Rie.) Yo no puedo salir a hacerte la sena; pero como las gentes de éste van a estar pen-dientes, me arreglaré para que entre Salinas. Cuando lo veas entrar, vuelas. Salas.—Bueno. Navarro.—Nada más que háganlo .todo bien. Apenas suceda la cosa, deshagan a balazos al loco ése. Recuerda bien lo del crucifijo y los escapularios. Salas.—Eso ya está listo. Entonces Salinas es la serial. Navarro.—Si, cuando entre. Si no entra, me esperas con Leon. Salas.—Bueno. Navarro.—Vete ya. (Rie.) No vayan a creer que estamos cons-pirando. Salas sale por la derecha. Navarro dirige una mirada circular a la pieza y una sonrisa burlona aparece en sus labios cuando mira 780 el cartel. Se acerca a él sonriendo, se detiene, alza la mano y da un papirotazo al retrato. Se oyen pasos en la escalera: Navarro se vuelve y aguarda. Vn momento después aparecen César Rubio y Estrella por la izquierda. Los dos antagonistas se encuen-toon, at cs>tr**b *^mts. % 1^vtx.t.. Ss vrtdj&r. zar, *mz*a. ziltsjcir.'.-i-César es el primero que habla. César.—iQué hay, Navarro? Navarro.—čQué hay. César? CfjSAK-—Déjenos solos, Ucexvciaáo. Nos ramos dentro de unos mmutos. (Novarro rie entre dientes. Esireltn. sale, después de mirarlos. Cuando quedan solos habla César.) iHo te sientas? Navarro.—t Por que no? Se dirige al sofa de tule. César lo sigue. Se sientan. César.—£De que se trata, pues? Navarro.—Perdóname, no me dej a hablar la risa. César.—(Altivamente.) ^Cómo? Navarro.—Te viene grande la figura de César Rubio, hombre. No sé cómo has tenido el descaro... el valor de meterte en esta farsa. César.—^Qué quieres decir? Navarro.—Te llamas César y te apellidas Rubio, pero eso es todo lo que tienes del general. No te acuerdas de que te conoci desde niňo. César.—Hasta los viejos del pueblo me han reconocido. Navarro.—Claro. Se acuerdan de tu cara, y cuando quieren nombrarte no tienen más remedio que décir César Rubio. j Bah! Ahorremos palabras. A mi no me engafias. César.—(Com desprecio.) iEs eso todo lo que tienes que de-cirme? Navarro.—Tambien quiero decirte que no seas tonto, que te retires de esto. (César no contesta.) Te puedes arrepentir muy tarde. (Silencio de César.) Tú no conoces la política, César. Esto no es la universidad de Mexico. Aquí rompemos algo más que vidrios y quemamos algo más que cohetes. césar.—i Qué te propones? Navarro.—Te voy a denunciar en los plebiscitos. Cuando vean que no eres más que un farsante, que estás copiando los gestos de un muerto... César.—j Imbecil! No puedes luchar contra una creencia general. Para todo el Norte soy César Rubio. Mira ese retrato, por ejemplo: se parece a mí y se parece al otro, fijate bien. (No recuerdas? Navarro.—Te denunciaré de todas maneras. César.—£Por JTwTml Navarro.—No fue posible... eran demasiados contra nosotros. César.—Ese rue el parte oficial que inventaron. Mientes. Navarro.—En la balacera... César.—No hubo balacera. Navarro.—i Que? César.—No hubo más que un asesino. Fue la primera vez en su carrera que se tomó una botella entera de coňac para que no le temblara el pulso. Navarro.—;No es verdad! [No es verdad! César.—,;Por que niegas antes de que yo lo diga? Navarro.—(Tembloroso.) No he negado. César.—Te tranquilizaste demasiado pronto cuando me viste, el dia que vino todo el pueblo. Hace cuatro semanas. Pero cuando yo salía, parecia que ibas a desmayarte. Habias tenido du-das, remordimientos, miedo... Navarro.—i Yo? ^Por qué habia de...? Eres un imbecil. No sabes lo que dices. César.—(Levantándose con una terrible grandeza.) Tú dejas-te ciego de un tiro al asistente Canales. ^Lo recuerdas? Navarro.—i Mentira! César.—Tú mataste al capitán Soils, a quien siempre envi-diaste porque César Rubio lo preferfá. Navarro.—jTe digo que mientes! César.—(Imponente.) |Tú mataste a César Rubio! Navarro.—jNo! César.—Hubieras debido matar a Canales, o cortarle la Ien-gua. Está vivo y yo sé dónde está. Por este crimen te hicieron coronel. Navarro.—jEs una calumnia estúpida! Si tan seguro estás de eso, i por qué no se lo con taste a tu gringo? César.—Porque creia yo entonces que iba a necesitarte. No te necesito. Ve y denúnciame. Yo daré las pruebas, todas las pruebas de que dices la verdad... no puedo hacer más por un antiguo amigo. (Navarro se deja caer abatido en un sillón. César lo mira y continúa.) ^Te creias muy fuerte? ^Qué dijiste? Dijiste: este maestrillo de escuela es un pobre diablo que quiere mor-dida. Le daré un susto primero y un hueso después. Porque no lo niegues, me lo ha dicho quien lo sabe: venias a ofrecerme la universidad regional. Yo siento no poder ofrecértela a ti, que no sabes ni escribir ni sumar. Ahora, vamos a los plebiscitos, pase lo que páse. Navarro.—(Reaccionando.) Bueno, si tú me denuncias te pier-des igualmente. César.—Asi no me importa. Pero tú callarás. Mi crimen es demasiado modesto junto al tuyo, y soy generoso. Te doy vein-ticuatro horas para que te vayas del pais, ,»entiendes? Tienes dinero suficiente: has robado bas taňte. 784 Navarro.—No me ire. Prefiero... César.—Si no lo haces, probaré que me asesinaste, y probaré también que me salve. Puedo hacerlo; no creas que no he pen-sado en esta entrevista, en esta contingencia. Te he esperado todos los días desde hace una semana, y he tornado mis pre-cauciones. (Mira su reloj.) Es hora de ir a los plebiscitos. Navarro.—(Después de una pausa torturada.) Como quie-ras.. .pero te advierto lealmente que yo también he tornado mis precauciones, y que es mejor que no vayas a los plebiscitos. César.—cQué sabes tú lo que es lealtad? La palabra deberia explotarte en los labios y deshacerte. Navarro.—Puede costarte la vida. César.—Lo mismo que a ti. Es el precio de este juego. Navarro.—Como quieras, entonces. Pero estás a tiempo... hasta para la universidad, mira. Podemos arreglarnos. Déjame pasar esta vez... después gobernarás tú. Entre los dos lo ha-remos todo. César.—Imbecil. No me sorprendería que me asesinaras. Me sorprende que no lo hayas hecho ya. Navarro.—No soy tan tonto. César.—Vete. Navarro.—(Se dirige a la puerta. Se vuelve, de pronto.) Oye... quiero que llames aquí a Salinas... anda buscando pleito. César.—i Tienes miedo a pelear de frente? Es natural. (Va a la puerta. Llama.) jSalinas! (Navarro sonrie para si.) Salinas.—(Entrando.) Mande, general. César.—Estate aquí mientras pasa el general Navarro. Creo que te tiene miedo. Se oye dentro el ruido de un automóvil que parte. Navarro.—Tú solo te has sentenciado, general Rubio. Salinas.—(Echando mano a la pistola.) ,>Mi general? César.—(Deteniendo su mano.) No desperdicies tus cartu-chos. Échale un poco de sal para que se deshaga. Navarro, después de una ultima mirada, sale diciendo: Navarro.—Será como tú lo has querido. Mutis por la derecha. Un momento después se oye el ruido de automóviles en marcha, que se alejan. Salinas.—Mi general, éste lleva malas intenciones. Yo creo que habria que pararle los pies. Deme usted permiso. 785 CÉSAR.—No, SaJinas, déjalo. No puede hacer nada. (Va al centro y ve a Migueí, que sale, pálido del marco de la puería izquierda. Se oyen pasos en la escalera.) j Miguel! ^Estabas aquí? Miguel.—(Con voz extraňa.) No... te traía tu sombrero. (Se lo tiende.) césar.—tQué tienes tú? Miguel.—Nada. Al mismo tiempo que aparece Elena en la puerta izquierda, Guzmán, Treviňo y Estrella entran por la derecha. César.—Es hora de irnos, muchachos. Klena.—César, quiero hablarte un momento. César.—Tendrá que ser muy rápido, Elena. Por eso me des-pedí de ti antes. Vayan preparando los coches, muchachos, los alcanzaré en un instante.. (Miguel se dirige a la izquierda.) ^Tú no vienes con nosotros, Miguel? Miguel.—(Se detiene, vacila visibtemente. Al fin, con un es-fuerzo.) No. (Todos lo miran. Comprende que debe dar una ex-plicación.) No me siento bien. (Rápido.) Si estoy mejor dentro de un rato, los alcanzaré allá. Evita hablar directamente a su padre; no lo mira. Termina de hablar apenas cuando sale por la izquierda sin esperar más. César.—Vamos, muchachos. Adelántense. Guzmán.—(Conforme salen.) Vamos a levantar una buena escolta. No me Ho de Navarro. Se reía al subir a su coche. Salen él, Treviňo y Salinas, hablando entre ellos. Estrella.—(Se detiene en el umbral y regresa unos pasos.) iPuedo preguntar cómo resultó la entrevista, mi generál? César.—Muy bien. Tranquilícese, licenciado. Ande. Estrella sale. Elena.—,-Qué entrevista? i Entonces es verdad que Navarro ha estado aquí? Eso es lo que quería preguntarte. César.—Sí, aquí estuvo. Elena.—f;Qué quería? César.—Ganar, naturalmente. Pero perdió. Elena.—César, no vayas a los plebiscitos. Céhah.—(Rltndo.) Me recuerdas a la mujer de César... del ■ oni.me. i ,i. ,v, ,, „ rtlu v Ir tomu las tnaiuts.) Tienes miedo? 7ba Elena.—Sí... es la verdad. Renuncia a todo esto, César. Navarro puede... César.—Navarro no puede nada ya. Aquí perdió los dientes y las uňas. Elena.—Puede matarte todavía. César.—No es tan tonto. ELENA.—i Por De qué tienes miedo? Elena.—No te lo diré: podría yo atraerte el mal asi. César.—(Sonriendo.) Hasta dentro de un rato, Elena. Cuando vuelva, serás la seňora gobernadora. (La mira un momento, 787 C£ C C C C C C y sale. Dentro, lo acoge un vocerlo entusiasta. Elena permanece en el sitio, mirando hacia la puerta. De pronto Cisar reaparece.) Es bueno que hables con Miguel. Es la ünica inquietud quc me llevo: estuvo muy extrafio hace un rato; me parece que sabe algo. Tranquilizalo, Elena, es mi hijo. (Hace un saludo final con la mono y se va.) Elena sola va hacia el cartel. Lo mira pensativamente un momento. Se oye a Miguel en la escalera. Elena se vuelve. Miguel.—Mama, tengo que hablarte. Elena.—Tengo una inquietud tan grande por tu padre, hijo. No vivire hasta que regrese. Miguel.—Si triunfa, cuando regrese yo empezare" a dejar de vi vir. Elena.—^Por que dices eso? Miguel.—(Brutal.) iPor que" ha hecho esto mi padre? Elena.—(Sentändose en el sofd.) £Hecho qu6? Miguel.—Esta mentira... esta impostura. Elena.—iQu6 dices? Miguel.—Sä que no es Cösar Rubio. iFor que tuvo que mentir? Elena.—Podria decirte que no ha mentido. Miguel.—Podrias, en efecto. ^Y qu6? No me convencerfas despues de lo que he oido. Elena.—^Que" es lo que has oido, Miguel? Miguel.—La verdad. Se la of decir a Navarro. Elena.—|Un enemigo de tu padre! ^Cömo pudiste creerlo? Miguel.—Tambien se lo oi decir a otro enemigo de mi padre. .. al peor de todos. A el mismo. Elena.—^Cuando? Miguel.—Hace un momento, cuando discutia con Navarro. Miente ahora tu tambien si quieres. Elena.—; Miguel! Miguel.—^Cdmo voy a juzgar a mi padre... y a ti... despues de esto? Elena.—(Reaccionando con energia.) iA juzgarnos? desde cuando juzgan los hijos a sus padres? Miguel.—Quiero, necesito saber por que" hizo esto. Mientras no lo sepa no estard tranquilo. Elena.—Cuando tu naciste, tu padre me dijo: Todo lo que yo no he podido ser, lo que no he podido hacer, todo lo que a mi me ha fallado, mi hijo lo serä y lo hara. Miguel.—Eso es el pasado. No vayas a decirme ahora que mintiö por mi, para que yo hiciera algo. Elena;—Es el presente, Miguel. Examinate y juzgate, a ver si has correspondido a sus ilusiones. 788 Miguel.—^Ha respetado el las mias? Todavia al llcgar a esta casa le pedi que no fuera a hacer nada deshonesto, nada sucio. Tenia yo derecho a pedfrselo, y 61 lo prometiö. Elena.—Nada sucio, nada deshonesto ha hecho. Miguel.—^Te parece poco? Robar la personalidad de otro hombre, apoyarse en ella para satisfacer sus ambiciones personales. Elena.—Todavia hace un momento se preocupaba por ti; pen-saba que a su triunfo tü podrias hacer lo que quisieras en la vi da. lEs asi como le pagas? Miguel.—Lo que no quiero es su triunfo... no tiene derecho a triunfar con el nombre de otro. Elena.—Toda su vida ha deseado hacer algo grande... no solo para el, sino para mi, para ustedes. Miguel.—,-Entonces por eso lo justificas? ^Porque te darä dinero y comodidades? Elena.—No conoces a tu madre, Miguel. Tu padre no per-judica a nadie. El otro hombre ha muerto, y el puede hacer mucho bien en su nombre. Es honrado. Miguel.—| No! No es honrado, y eso es lo que me lastima en lo hubiera hecho primero contra la esto. En la miseria, yo le hubiera ayudado.. todo por 61. Asi... no quiero volver a verlo. Elena.—(Asustada.) Eso es odio, Miguel. Miguel.—iQa€ esperabas que fuera? Elena.—No puedes odiar a tu padre. Miguel.—He hecho todos los esfuerzos medioeridad, contra la mentira medioere de nuestra vida. Toda mi infancia, gastada en proteger una apariencia de cosas que no existian. Luego en la universidad, mientras 61 defendia el cas-carön, la mentira... Elena.—jMiguel! ^Te olvidas de que tu...? Miguel.—No. Pero ahora esto. Es demasiado ya. Con razön me sentia yo inquieto, incömodo, avergonzado, cada vez que oia los vivas, los aplausos, los discursos. Ha llegado a represen-tar a la perfeeeiön todas las mentiras que odio, y esto es lo que ha hecho por mi, por su hijo. Nunca podre- oir ya el nombre de C£sar Rubio sin enrojecer de vergüenza. Elena.—(Levantändose agitada.) No podria decirte cuänto me torturas, Miguel. Debe de haber algo descompuesto en ti para darte estos pensamientos. Miguel.—£Por que hizo esto mi padre? Elena.—(-Ho has dicho tu mismo que por sus ambiciones, no has pensado ya que por las mias? £No has dicho que no creeras lo contrario de lo que crees ahora? No tengo nada que decirte, porque no lo comprenderias. No te reconozco, eso es todo... no puedo creer que seas el mismo que lleve" en mi. 789 Miguel—Mamá, <;no comprendes tú tampoco, entonces? Elena.—Comprendo qua te Ilevaba todavia en mi, que se-guias en mi vientre, y que de pronto te arrancas de él. Miguel.—ŕ No te das cuenta de que quiero la verdad para vi-vir; de que tengo hambre y sed de verdad, de que no puedo respirar ya en esta atmosféra de mentira? Elena.—Estás enfermo. Miguel.—Es una enfermedad terrible, no creas que no lo sé. Tú puedes curarme... tú puedes explicarme... Elena.—(Lo tnira con una gran piedad.) Siéntate, Miguel. (Ella se sienta en el sofá; él a sus pies.) Miguel.—(Mientras se sienta.) i Qué podrás decirme que bo-rre lo que oi decir a mi propio padre? Elena.—Puedo decirte que tu padre no mintió. Miguel.—(Irguiendo violentamente la cabeza.) Si tú mientes, mamá, se me habrá acabado todo. Elena.—(Endrgica.) Tu padre no mintió. Él nunca dijo a nadie: Yo soy el general César Rubio. A nadie... ni siquiera a Bolton. Él lo creyó, y tu padre lo dejó creerlo; le vendió papeles auténticos para tener dinero con que llevarnos a todos nosotros a una vida más feliz. Miguel.—Pero me habia prometido. '.. No puedo creerlo. Elena.—^No estuviste tú aquí la tarde que vinieron los poli-ticos? iLe oiste decir una sola vez que él fuera el general César Rubio? (Miguel mueve la cabeza en sitencio.) Entonces, čpor qué lo acusas? iPor que has dicho todas esas horribles cosas? Miguel.—(Nuevamente apasionado.) ,-Por qué aceptó entonces toda esta farsa, por que no se opuso a ella? No dijo: Yo soy el general César Rubio, pero tampoco dijo que no lo fuera. j Y era tan fácil! Una palabra... y ha ido más lejos aún.... ha lle-gado a engaňarse, a creer que es un general, un héroe. Es ri-dículo. Mamá? Elena.—^Oiste toda la conversation con Navarro? Miguel.—Casi toda. Elena.—Entonces debes decirme... Miguel.—No recuerdo nada... la verdad que lo que oi me lie-no los oídos de tal modo que no pude oír otra cosa ya. Elena.—^Amenazo Navarro a tu padre? Miguel.—Supongo que si. Elena.—Recuerda... es necesario que recuerdes. Nunca he estado tan inquieta por él. iQué dijo?