Las dos Chelitas (Julio Garmendia) Chelita tiene un conejo; pero Chelita la de enfrente tiene un sapo. Además de su conejito, tiene Chelita una gata, dos perros, una perica y tres palomas blancas en una casita de madera pintada de verde. Pero no ha podido ponerse en un sapo, en un sapo como el de Chelita la de enfrente, y su dicha no es completa. —Chelita —le dice— ¡te cambio tu sapo por la campana de plata con la cinta azul! Pero no, Chelita la de enfrente no cambia su sapo por la campana de plata con la cinta azul… no lo cambia por nada, por nada del mundo. Está contenta de tenerlo, de que se hable de él —y ella, por supuesto—, y de que Pablo el jardinero diga, muy naturalmente, cuando viene a cortar la grama: —Debajo de los capachos está durmiendo el sapo de la niña Chelita. Cuando empieza a anochecer, sale el sapo de entre los capachos, o del húmedo rincón de los helechos; salta por entre la cerca y se va a pasear por la acera. Chelita lo ve, y tiembla de miedo, no lo vaya a estropear un automóvil, o lo muerda un perro, o lo arañe la gata de la otra Chelita. Tener un sapo propio es algo difícil, y que complica extraordinariamente la vida; no es lo mismo que tener un perro, un gato o un loro. Tampoco puede usted encerrarlo, porque ya entonces el sapo no se sentiría feliz, y esto querría decir que usted no lo ama. Agazapada en su jardín, detrás de la empalizada, Chelita la de acá, mira, también, con angustia, mientras el sapo da saltos por la calle; y exclama profundamente asombrada: —¡Que raro! No puede correr, ni volar… ¡Pobrecito el sapo! Y se estremece cada vez que se acerca un automóvil, o si pasa un perro de regreso a su casa para la hora de la cena, o si brillan, de repente, unos ojos de gata entre las sombras. Al mismo tiempo, piensa, compara… Ella tiene tantos animales —además de su muñeca Gisela—, y nadie habla nunca de eso. En cambio, Chelita la de enfrente, no tiene más que un sapo, uno solo, y todo el mundo lo refiere, lo ríe y lo celebra. Esto no le gusta mucho a Chelita la de acá, que se siente disminuida a sus propios ojos. —Chelita —dice—, ¡además de la campana con la cinta azul, te voy a dar otra cosa! ¡Mira! Las palomas están haciendo nido, llevan ramas secas a la casita; te doy también los pichones cuando nazcan… ¡No!, cuando ya estén grandes y coman solos… —No —contesta sin vacilar Chelita la de allá—; no lo cambio por nada; es lo único que tengo. A papa no le gustan los animales —añade, dirigiendo una mirada al vasto y desierto jardín de su casa—, y el sapo, el no lo ve nunca; es lo único que puedo tener yo, y no lo cambio por nada. ¡Por nada! —¿Y si te doy también a Gisela con todos sus vestidos, el rosado, el floreado, el de terciopelo? —insiste Chelita. —Ya te he dicho que no —responde inflexible Chelita la de enfrente. —¿Y si te doy también a Coco? —pregunta, estremeciéndose de su propia audacia, Chelita la de acá. —Tampoco. —¿Y si te doy también a Pelusa? —Tampoco. —¿Y al Rey? ¿Y a Ernestina? Y las palomas en su casita? —dice Chelita en un frenesí. —¡Tampoco! ¡Tampoco! —¡Tonta! —le dice Chelita la de acá—. ¿Crees tú que te voy a dar todo eso por un sapo? —No me lo des, yo no te lo estoy pidiendo; ya te he dicho que por nada cambio mi sapo. ¡Aunque me des lo que sea! Y así están las cosas. Si el sapo tuviera sapitos, Chelita la de enfrente, de seguro, le daría uno, o dos, o tres, a Chelita; pero ¿quién va a saberlo? La vida de los sapos es extraña, nadie sabe lo que hacen ni lo que no hacen. No son como las palomas, por ejemplo, que todo el mundo sabe cuando hacen un nido, y cuántos huevos ponen, y cómo dan de comer a sus hijitos, y lo que quieren, lo que hacen, lo que dicen. ¿Pero quién sabe nada de los sapos de su propio jardín? Apenas si alguna vez, de noche, después que ha llovido mucho o que han regado copiosamente las matas, se oye… pla… pla… pla… es el sapo… es el sapo que anda por ahí y eso es todo. A comienzo de la estación lluviosa, el mismo día en que el cielo se nubló y cayeron gruesas gotas, una tarde gris, Chelita se nos fue, Chelita la de acá… Era una débil niña; la rodeábamos de tantos animales, porque la atraían profundamente; quizás, también, por eso mismo —sin darnos cuenta apenas—, por ver si lograban ellos retenerla… hacernos el milagro de atarla a las criaturas; a los juegos; a la luz; al aire y a sus nubes; a la hierba y su verdor… ¡A la vida! Hoy fuimos nuevamente a visitarla en el pequeño jardín cuadrado en donde duerme. Oculto entre el helecho y los capachos, entre las coquetas, las cayenas y las begonias, que ya forman, todos juntos, un húmedo bosquecito enmarañado… oculto ahí, en la sombra y en la humedad, vimos un sapo… Era Chelita —Chelita la de enfrente— que se lo había llevado a Chelita, y se lo había puesto allí. …Y Chelita la de enfrente tiene ahora en su casa un conejito, una gata, dos perros, una perica y cinco o seis palomas blancas en una casita de madera pintada de verde. Y Chelita la de acá… Pero, ¿qué digo…? ¡la de mucho, mucho más allá…! Tiene ahora un misterioso amigo, entre el helecho y los capachos, en el húmedo bosquecito enmarañado en donde duerme… Un misterioso amigo que sale a andar y a croar cerca de ella, a la hora en que comienza a oscurecer… Un misterioso y raro amigo… Los regalos de Navidad (Julio Garmendia) La fiesta ya se acerca, estaba ya en el aire, a días pudiera decirse. Había por todas partes una encubierta agitación; en la casa, un raro ir y venir, un secreteo, una creciente tensión, mezcla de preparativos y cosquilleante espera que iba en aumento. Y hasta algo de temor, sentían los niños, pues el gran acontecimiento estaba próximo. —¿Qué le pedirás tú, Mariluise? –preguntó Esteban. —¡Una bicicleta de dos ruedas! –dijo Mariluise, con absoluta firmeza y decisión. —Pero tienes que explicarle bien. ¿Y si se equivoca y lo que te trae es un triciclo? —¡Oh, no! Yo voy a poner muy claro: “Tráeme una bicicleta de-dosruedas”, ¡hazme el favor! Y tú, Esteban, ¿qué le vas a pedir tú? —Un reloj automático, tú sabes, de esos que no hay que darles cuerda nunca. Mariluise lo miró sorprendida. —Pero... ¿para qué quieres un reloj que no se le da cuerda, Esteban? Pero si lo bueno de un reloj es darle cuerda, ¡bastante cuerda!, ¡rac! ¡rac! ¡rac!, dándole vueltas al resorte hasta que se pone duro. —El que yo quiero no tengo que darle cuerda, se la da él solo por los movimientos de la mano, sin darse uno cuenta de nada. —¿Pero por qué, Esteban? ¡Dime! ¡Dime! ¡Hazme el favor!, ¿por qué no quieres darle cuerda? —Se pierde tiempo –cortó Esteban con seguridad y aire de persona demasiado ocupada para estarse acordando en el día de darle cuerda a su reloj. Mariluise abrió grandes ojos asombrados. ¿Cómo podía Esteban decir eso? ¿Cómo podía llamar a eso “perder tiempo”? ¿Es perder tiempo el placer de darle cuerda a un reloj bien grueso, muy brillante, y que haga mucho ruido de muelles y engranajes al darle cuerda a cada rato? Esteban no explicó más nada, pero Mariluise continuó insistiendo. —Es como un animal que no come. ¿Para qué sirve un animal que no come, que no tiene para qué comer? ¡No podría soportarlo! ¡No lo quiero! ¡Lo mismo es tu tal reloj, Esteban! ¡Hazme el favor! ¡No pidas eso! ¡No, no pidas eso! Esteban quedóse pensativo; los argumentos de Mariluise habían quizás quebrantado un tanto sus personales concepciones acerca de relojes de cuerda o no cuerda, y de tiempos perdidos o ganados, y no sabía ahora qué cosa sería mejor pedir, uno con cuerda o uno sin cuerda. —¡Bueno! Tal vez le pediré otra cosa... –dijo evadiendo el dilema. Convencido de que Mariluise tenía razón, pero sin descender aún a dársela, añadió al cabo de un rato: ¡O no le pediré nada! ¡Se acabó! ¡No le pediré nada! —¿Nada? –Y Mariluise lo miró con inmensos ojos asombrados, como a un ser incomprensible, a un verdadero monstruo. —Sí, nada, para que lo sepas, ¡nada! En ese momento entró la madre. —¡Mamá! ¡Mamá ponme aquí –le pidió Mariluise sofocada, enfebrecida, fuera de sí–, ¡hazme el favor! (era ésta su frase predilecta de niña bien educada), ponme aquí bien claro –tenía el papel en la mano–, bien subrayado, ponme: una bicicleta de-dos-ruedas, ¡hazme el favor! —¡Mil gracias, mamá! –dijo. Y ya salía, ya se iba, ya corría otra vez hacia la puerta. Pero se devolvió al ver a Esteban, inmóvil, mirando a la mamá sin decir nada. —¡Mamá! –dijo–, imagínate que Esteban quiere pedirle al Niño un animal que no come. ¿Qué dije? ¡Oye! ¡Un reloj que no tiene cuerda! ¿Para qué sirve eso? ¿Verdad, mamá, que un reloj que no tiene cuerda no es nada, es como... —Yo no le he dicho eso a Mariluise! –gritó Esteban colérico–. Tú no entiendes, Mariluise, ¡déjame tranquilo! —¿No es verdad que un reloj mientras más cuerda hay que darle es mucho mejor? Y que suene: rac, rac, rac. —Sí, sí, hija, tienes razón, no le hagas caso a Esteban... ¡Bésame, hija! Besa a Esteban. Bésenme los dos. Apretujándose entre sí, todos tres se besaron al mismo tiempo, entrechocándose las cabezas, confundidos los tres matices de sus cabellos en una sola mancha única, triple. —Y cada vez que se da vuelta al resorte, mamá –siguió diciendo Mariluise cuando sacaba la cabeza fuera del torbellino de los besos y las caricias para correr veloz hacia la puerta. —Mamá... –dijo entonces Esteban, acercándose un poco a ella. —Mamá... –repitió en voz muy baja, estrechándola. —¿Qué hay, hijo? ¿Qué tienes, hijo? Dime... Estaba indeciso. —¿Qué hay? ¿Qué pasa? –insistió ella, inclinándose sobre él, atrayéndolo, invitándolo a hablar. Esteban la abrazó. Por fin le dijo: —Es una lástima, mamá, pero... –empezó a decir titubeando y como avergonzado de lo que iba a confesar– debo decírtelo, mamá –volvió a empezar Esteban–; pero... mira, mamá, yo no creo ya que es San Nicolás, ni el Niño, el que nos trae los regalos de Navidad. Ella le acarició el cabello, metió sus dedos, algo convulsos y temblorosos de repente, entre los castaños rizos revueltos. Permaneció un rato callada acariciándolo en silencio. Después, al cabo de un rato, dijo lentamente: —¿Qué vamos a hacer, hijo, si es así? ¡Si ya no lo crees! Lo creíste en años pasados... estos últimos años tan felices... era tu infancia, hijo... eras mi niño... Bueno... ¡dame un beso! A Mariluise le traerá el Niño una bicicleta de-dos-ruedas; a Esteban, un reloj automático; y a mí un... a mí un... En ese momento regresó Mariluise. —A ti mamá... ¿qué va a traerte a ti? –preguntó la niña, ¿qué le pediste tú? —A mí... a mí me va a traer un hombrecito –dijo suspirando, pensando en el buen tiempo pasado. A mí me trajo ya un niño grande, y ahora me traerá un hombrecito, ¡un hombrecito! –dijo mirando a Esteban a los ojos, con mirada significativa, una nueva mirada cómplice, que le daba a entender que estaba él, ya en lo adelante, en la categoría de los que sabían, frente a Mariluise, que seguía estando en la compañía de los que creen. Era la vida, eran los años que pasaban, tan veloces, tan... Algo, allí en el fondo de su alma, algo suspiraba, por el tiempo ido, después de lo que su hijito le había dicho. Ya Esteban había dejado de ser un niño candoroso que anhelaba, a la vez que temía, la aparición del hombre rojo de la Nochebuena.