ANÁLISIS DE LO CORPORAL EN LA NOVELA PEPITA JIMÉNEZ DE JUAN VALERA Eva Trávníčková 448683 Literatura Española 1850-1914 INTRODUCCIÓN El Realismo surge en Francia a mediados del siglo XIX como reacción contra el Romanticismo, contra las normas clásicas, recomendando la introducción de lo concreto en el arte. Se opone al Romanticismo en su rechazo de lo sentimental, transcendental, es decir al escapismo que ofrecen lugares exóticos, centrándose en lo cotidiano, exponiendo problemas humanos, sociales y políticos. La subjetividad pasó a la objetividad reflejando la realidad del ambiente social de la época de manera exacta y completa. Esta reproducción exacta de la realidad toma a menudo como modelo los métodos de observación de las ciencias experimentales esforzándose por conseguir la exactitud ambiental y psicológica (Lissorgues, 2018). La estética realista suele unirse con la pintura. Muchas veces los pintores representan escenas sacadas de las novelas, pero también encontramos mucho más paralelas entre las técnicas pictóricas que ejercen en la escritura y en la composición de las novelas. Las descripciones se componen como cuadros captando y fijándose en impresiones carentes de detalle, pliegues, expresiones en la cara o lenguaje non verbal de los personajes. En otras palabras, las descripciones tienden a sugerir una representación plástica y verosímil (Lissorgues, 2018). En la segunda mitad del siglo XIX surge un interés por ramas científicas que pasan por toda Europa y que llegan también a España: la psicología, la medicina, las ciencias naturales, las nuevas filosofías positivistas o el krausismo, entre otros. De ahí vemos un interés tanto por parte física como psíquica de los personajes: La dualidad radial de cuerpo y espíritu, la división de lo inconsciente y la consciencia [...] son restos de la antigua escisión entre la realidad y el pensamiento […] son los términos bajo los cuales se mueve toda la ciencia contemporánea. (el prólogo de Salmerón a Filosofía y Arte de Hermenegildo Giner, 1978; apud Lissorgues, 2015) Generalmente, tal y como lo apuntan los críticos literarios, el objeto de la novela realista es la observación de la sociedad y de los individuales con su complejidad interna. Como confirma Lissorgues (2015): Para que el personaje contribuya a que el mundo literario produzca el efecto de la realidad, es preciso que tenga todos los atributos de una persona de carne y hueso, que también se le vea o se le oiga, de una manera u otra, pensar y sentir. Según él, la verdadera estética realista es la que tiende a producir la mayor y la mejor ilusión de realidad y esta depende, en gran parte, del grado de densidad interior que alcanza el personaje. Esta densidad interior es muy visible en la novela Pepita Jiménez, ya que Valera retrata de manera compleja y detallada tanto el interior como la imagen exterior de los personajes; de mayor parte el personaje de Pepita. Con la ayuda de lo expuesto pretendemos esbozar brevemente la imagen de lo corporal en la novela Pepita Jiménez de Juan Valera. Es su primera obra que fue publicada en 1874 y consta de tres partes: Cartas de mi sobrino, Paralipómenos y Cartas de mi hermano. Se le da el aspecto real a principios de la novela, cuando el autor explica que se han encontrado varias cartas del señor Deán en una catedral. De esta manera presenta la obra como si fuera un manuscrito hallado e informa de que él decidió publicarla cambiando solo los nombres de los personajes. PROBLEMÁTICA DE LO CORPORAL En su obra Cuerpos que importan, Judith Butler (2002: 61) retoma las concepciones clásicas de Aristóteles sobre el alma que «designa la realización de la materia, entendida ésta como algo plenamente potencial y no realizado» y la oposición binaria entre el alma x el cuerpo, la foma x la materia observando que existe cierto margen de actuación de re-materialización y el poder. Butler presenta las ideas de Foucault (2002: 62-63) quien sostiene que «el alma llega a ser un ideal normativo y normalizador, de acuerdo con el cual se forma, se modela, se cultiva y se inviste el cuerpo». Es una forma de ser y al mismo tiempo una forma de hablar. La importancia del cuerpo en el arte la describe muy bien Jesús Adrián (apud García Suárez, 2015: 220): El pensamiento postmoderno y las diferentes teorías feministas han provocado, sin duda, una revisión de los modelos de representación del cuerpo en el arte, particularmente en las artes visuales. El cuerpo -en sintonía con las ideas de Foucault y Butler- ya no se concibe com un simple objeto de deleite visual, como un elemento material y pasivo, sino como una plataforma artística, una zona de inscripción de conductas sexuales y sociales, un reflejo de la ideología y del poder. La complejidad de la estructura simbólica interna está escondida profundamente en el interior. Es un conjunto de pensamientos, modalidades, actos, cuya identificación se puede detectar mediante el cuerpo que se muestra como «un texto que se puede leer» (García Suárez, 2015: 222). El proceso de significación del cuerpo se muestra en todos los aspectos, tanto estáticos como dinámicos, en otras palabras, se basa en las miradas, gesticulaciones, modo de caminar, forma de vestir, entre otros, como indica Romero (Valera, 2018: 52): [...]el desmenuzamiento de las emociones y los sentimientos se enriquece con el despliegue estratégico de un repertorio de signos externos de aproximación: miradas, exhibición de manos, ósculos compulsivos y un permanente discurso lingüístico de doble sentido. Pepita Jiménez, como veremos más adelante, representa la permanente oposición entre lo espiritual y lo carnal. La belleza espiritual de Pepita, vista por ojos de Luis, compite con su carnalidad sensual que tanto le atrae a Luis. En este contexto el cuerpo aparece como una herramienta dinámica de construcción identitaria, ya que el cuerpo de Pepita muestra cómo es personalmente. ANÁLISIS DE LO CORPORAL Después del primer encuentro entre Pepita y Luis, le quedó en la mente una imagen sugestiva de Pepita que se presenta como si fuera una musa de profunda inspiración: No se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo en las cosas del cielo. Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. […] En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. (Valera, 2018: 159-161) La primera descripción de Pepita que presenta Luis de Vargas tiene la base petrarquista, dado que el alabastro de la cara y las manos de la dama amada evocan la pulcritud, la harmonía cubierta de color blanco tan propio a la descripción petrarquista. Esta intertextualidad es confirmada también por Romero (Valera, 2018: 61): La visión que del amor y de la amada tiene el seminarista Vargas responde muy ajustadamente a modelos literarios de la tradición italiana – Dante, Petrarca, Castiglione, Bembo – y de la corriente neoplatónica renacentista. (Valera, 2018: 61) Asimismo, Luis dice que Pepita «será para mí como Beatriz para Dante, figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza» (Valera, 2018: 237). Pepita está dibujada con un carácter firme y sólido, con cierto decoro. Fijémonos también en las indicaciones de manera de vestir que sirve para recalcar la posición de Pepita en el espacio doméstico y su posición en el pueblo, porque parece que cuida de sí misma más que otras mujeres de las que se mantiene distanciada por su «modus vivendi» con lo cual notamos además la fuerza espiritual hacia el Jesús que domina en la parte de su casa como una protección contra los males desde fuera. Pepita es una mujer muy religiosa y precisamente este reflejo de lo interior, de la concepción y de la ideología espiritual se ve en sus gestos y su postura, ya que habla con modestia y naturalidad, observadas por Luis: «ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco han salido de sus labios» (2018: 161). Es una mujer compasiva, sincera y generosa, como una santa, como si fuera un ser superior, un ser místico con el corazón tan intangible, tan sagrado. En primer momento, Luis siente una profunda admiración hacia Pepita, hacia su intelecto y su forma de ser. Como es el cura con vocación espiritual, lo que le fascina tanto es el alma de Pepita, lo interior que está escondido a los ojos humanos. Eso es lo que representa un vínculo entre ambos. Asimismo, podemos ver la admiración hacia la forma de caminar de Pepita, una imagen firme, harmónica, que nos revela más de sus características. Su rostro queda enmarcado en el ambiente de paz y tranquilidad, lleno de modestia, serenidad correspondiendo con el color blanco, con el ideal de la mujer: Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que disuene. (Valera, 2018: 188) Luis continúa con la evocación del cuerpo de Pepita fijándose en los labios, en los dientes y otras cualidades que Pepita tiene, admirando de nuevo la blancura y serenidad. Reparemos en la tonalidad de los colores, el aspecto y los contornos de la cara de Pepita parecen como si fuera la descripción de un cuadro: ¿De qué suerte me había yo de gobernar para no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos; lo blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes, que descubre a menudo cuando sonríe; la fresca purpura de sus labios; la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos que Dios ha puesto en ella. (Valera, 2018: 191) A la hora de estar solo con Pepita, Luis se da cuenta de los sentimientos desconocidos, extraños, que invaden a su cuerpo: Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba con un vestido corto que no estorbaba la graciosa ligereza de sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz colocado con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga. (Valera, 2018: 201) Al avanzar los encuentros entre Pepita y Luis, la fascinación por su figura es cada vez más notable y avanza con gradación: Su vestido de merino tenía la misma forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto, no arrastraba ni recogía suciamente el polvo del camino. Un modesto pañolito de seda negra cubría también, al uso del lugar, su espalda, y su pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado ni flor, ni joya, ni más adorno que el de sus propios cabellos rubios. En la única cosa que noté por parte de Pepita cierto esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza humana… ¡Es tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! (Valera, 2018: 175-176) Luis analiza el cuerpo de Pepita fijándose en lo modesta que es, puesto que no usa ningún adorno, ninguna pulsera, ni joyas. Lo que sobresale son los cabellos rubios que representan el verdadero adorno. Hemos visto las teorías sobre la proyección de lo interior a lo exterior, es decir del carácter y modo de ser mediante los gestos, señas o impulsos. En este fragmento vemos la humildad que posee Pepita, y cómo actúa. En una cosa su esmero es otro que tienen los aldeanos: en llevar guantes. Notamos cierta obsesión de los manos de Pepita. Es algo que le fascina e invade a Luis de manera profunda, las manos le parecen aristocráticas, sumamente bellas y cuidadas: Las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora. (Valera, 2018: 176) Sentimos la fuerza de cómo Luis detalladamente describe la mano de Pepita: este asombro con el cual analiza las venas, el color de la piel, los dedos, entre otros, este ideal de la creación de Dios. Estamos delante de la imagen de una mujer angélica, como si fuera la Virgen María, el ideal de los ideales. A continuación la pasión por las manos pronto vuelve hacia la mirada de Pepita: Los tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados donde hay una serenidad y una paz como del cielo. Sus ojos están llenos de caridad y de dulzura. (Valera, 2018: 177-178) Tienen un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ella ignora el poder de sus ojos, y no sabe que sirven más que para ver. Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulce luz de su mirada, que en vez de hacer nacer ninguna mala idea, parece que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que no lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos de Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada. (Valera, 2018: 222) La mirada de Pepita representa la tradición lírica de los sonetos de Petrarca y Garcilaso, esta suavidad, blancura, brillo de luz, pureza son las características de sus protagonistas. Percibimos que la forma de mirar está llena de paz y tranquilidad y refleja la mentalidad de Pepita. Se destacan sus ojos que parecen como de cuadros de los principales autores renacentistas: no hay nada de pasión ardiente, nada de fuego, todo es claro, blanco, sereno y puro. A medida que van conociéndose Pepita y Luis, va cambiando la percepción de los ojos de Pepita cuando Luis reflexiona: Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta[…] Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de deleites del cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas que pasan cual relámpago. (Valera, 2018: 227) Al contrario de la descripción idílica de los ojos, de la tranquilidad que hay entre ellos, Luis empieza a sentir por dentro una atracción peligrosa, una pasión que no había conocido antes y que ahora le invade el juicio. Expresa que al mirarse uno al otro se olvida de su vocación, se olvida de sus reglas, incluso se olvida de Dios, lo que es realmente abismal para el futuro de cura. En su monólogo interior, la imagen que suscita, la pasión prohibida que empuja lo racional y da espacio a lo sensual, lo espiritual, casi místico, da lugar a paulatina atracción carnal que se convierte una pasión incontrolable. La proyección de la imagen de Pepita y la conexión con lo inmaterial nos puede llevar al camino de la poesía mística con el estado superior de la unión con Dios. Los estudios de la poesía mística confirman que «el alma que busca a Dios en su centro debe apartarse y aislarse de los sentidos, borrar las impresiones que por ellos recibe, desnudar la memoria y hasta despojar de imágenes la interior fantasía» (Valera, 2018: 216): La imagen de Pepita se me presenta en mi alma. Es un espíritu quien hace guerra a mi espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza la que me ofrece en el camino que guía al abismo profundo del alma donde Dios asiste, y me impide llegar a él. (Valera, 2018: 216-217) Esta vivacidad con la que surge en la mente de Luis la figura de Pepita se acerca a los estudios gnoseológicos de la tradición aristotélica tratando dicotomía entre el cuerpo y el alma. Hasta este momento la contemplación de Pepita ha sido realizada mediante las miradas u observaciones tímidas, pero en este momento cambia todo: Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser muda. Penetra hasta mil corazón un fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. La miro con insano ahínco, por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas perfecciones. Ya sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de la garganta […] No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las estrellas, revelándome toda la armonía del universo y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia que su limpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en los montes se cría. (Valera, 2018: 228) Surge el primer momento cuando ambos se tocan mediante la mano que es para Luis un símbolo casi sagrado, impensable de tocar. Al tocarse, Luis entra en otra dimensión, entra en el universo de la belleza interminable donde no puede pensar racionalmente. Como si fuera un estado supremo de la unión mística. La tez de Pepita ya no es blanca, ni tranquila, va transformándose al color rosado, como si la mente de Luis percibiera el cuerpo desde otra dimensión. La imagen de Pepita como una mujer angélica ahora cambia al imagen de una mujer sensual, carnal, como la bíblica Salome, que le hechiza solo con la mirada. Es bien interesante que en este fragmento se activa no solo la vista, sino también el olfato. Reparemos en la frase: «hasta imagino percibir una sutilísima fragancia que su limpio cuerpo despide y que supera al olor de los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos», en la cual Luis compara la fragancia de su cuerpo con las hierbas silvestres. Comienza evocarla no solo mediante la mirada o tacto, sino también por medio de olfato. Luis no es capaz de protegerse contra estos impulsos, ya que está completamente fascinado por su cuerpo y el amor empieza a ser incontrolable: Cuando habla y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando sonríe se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra. A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento. (Valera, 2018: 233) La relación entre ambos gradúa intensamente hasta tal punto en que reconocen sus emociones mutuas, no obstante, Luis empieza a pensar que en la mirada de Pepita no percibe ningunas señas de amor, sino de amistad: Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra. Ya no estreché la suya; ella no estrechó la mía, pero las conservamos unidas un breve rato. En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza. (Valera, 2018: 239) Enamorarse de una mujer es imposible, Luis intenta cambiar y disimular sus emociones que se reflejan en sus ojos, porque percibe que cambió algo también dentro de Pepita: Aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores; la persuadió de la irrevocable sentencia. De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas. (Valera, 2018: 240) En la novela encontramos varias imágenes devotas que surgen en la mente de Luis y como confirma Romero (2018: 240), es «la referencia a la imagen de la Dolorosa y la correspondencia iconográfica entre personajes novelescos y representaciones plásticas devotas en los novelistas del siglo XIX». En el último encuentro de Pepita y Luis, esta pasión encerrada dentro de Luis encuentra su salida y le da un beso a Pepita: Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados. (Valera, 2018: 241) Siente una enorme herida en lo interior, sabe que sus pasiones fueron más insistentes y fuertes que su resistencia. Este juego de primero y último se refiere al beso entre ellos, a la vez que la visión apocalíptica hace referencia a la bíblica Apocalipsis, la destrucción, el fin de la vida, la guerra final relacionada paralelamente con la lucha interior de Luis, con la contradicción de lo racional y lo sensual y con el fin de la preparación para hacerse cura aceptando la parte carnal y pecaminosa de sí mismo. CONCLUSIÓN Para resumir, lo corporal en la novela Pepita Jiménez resulta ser uno de los mecanismos fundamentales para construir la identidad. A lo largo de este esbozo hemos comprobado la representación del cuerpo femenino que se convierte en una lectura inseparable de la complejidad interna de los personajes, una herramienta para construcción identitaria. Hemos visto cómo interacciona lo interior con lo exterior, cómo las emociones e impulsos escondidos sumergen y completan la identidad personal hasta tal punto que pueden completamente sofocar lo racional. Hemos reparado en cómo se manifiesta el lenguaje non verbal, es decir las miradas, la gesticulación, postura, forma de vestirse, forma de actuar teniendo en cuenta que la novela ofrece intertextualidad con obras clásicas, estética renacentista, imágenes plásticas y devotas de los iconos y los estados de la mística. Para confirmar la estética realista en la novela, estamos conscientes de la descripción detallada bajo la cual se construye lo psíquico en los personaje envolviendo el tema planteado del amor prohibido y el constante combate de las tentaciones carnales con lo espiritual que hay en el personaje de Luis. Estamos convencidos de que la construcción de la novela, los problemas humanos del hombre reflejando lo interno y su interacción con lo externo, todo esto hace la novela muy singular entre otras grandes novelas españolas del siglo XIX. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Butler, Judith. Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. 1^a ed. Buenos Aires: Paidós, 2002, 352 págs. García Suárez, Pedro. «El uso de cuerpo femenino en la novela realista y naturalista española». Etudes Romanes de Brno, Vol. 36, Issue 1, 2015, págs. 219-235. Lissorgues, Yvan. Hacia una estética del lenguaje interior en la novela del «gran realismo» del siglo XIX. Alicante: Biblioteca Virtual de Miguel Cervantes, 2015. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc9c8w0 Lissorgues, Yvan. El Realismo. Arte y literatura, propuestas técnicas y estímulos ideológicos. Alicante: Biblioteca Virtual de Miguel Cervantes, 2018. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc0c5d0 Valera, Juan. Pepita Jiménez. 21^ a ed. Madrid: Cátedra, 2018