Juan José Millás - El desorden de tu nombre (selección) Uno Eran las cinco de la tarde de un martes de finales de abril. Julio Orgaz había salido de la consulta de su psicoanalista diez minutos antes; había atravesado Príncipe de Vergara y ahora entraba en el parque de Berlín intentando negar con los movimientos del cuerpo la ansiedad que delataba su mirada. El viernes anterior no había conseguido ver a Laura en el parque, y ello le había producido una aguda sensación de desamparo que se prolongó a lo largo del húmedo y reflexivo fin de semana que inmediatamente después se le había venido encima. La magnitud del desamparo le había llevado a imaginar el infierno en que podría convertirse su vida si esta ausencia llegara a prolongarse. Advirtió entonces que durante la última época su existencia había girado en torno a un eje que atravesaba la semana y cuyos puntos de apoyo eran los martes y viernes. El domingo había sonreído ante el café con leche cuando el término amor atravesó su desorganizado pensamiento, estallando en el punto cercano a la congoja. Cómo había crecido ese sentimiento y a expensas de qué zonas de su personalidad, eran cuestiones que Julio había procurado no abordar, pese a su antiguo hábito —reforzado en los últimos tiempos por el psicoanálisis— de analizar todos aquellos movimientos que parecían actuar al margen de su voluntad. Recordó, sin embargo, la primera vez que había visto a Laura, hacía ahora unos tres meses. Fue un martes, blanqueado por el sol de media tarde, del pasado mes de febrero. Como todos los martes y viernes desde hacía un par de meses, se había despedido del doctor Rodó a las cinco menos diez. Cuando ya se dirigía a su despacho, le invadió una sensación de plenitud corporal, de fuerza, que le había hecho valorar de súbito la tonalidad de la tarde. Olía un poco a primavera. Entonces decidió desechar la ruta habitual y atravesar el parque de Berlín, dando un pequeño rodeo, para gozar de aquella íntima sensación de bienestar que la situación atmosférica parecía compartir con él. El parque estaba discretamente poblado por amas de casa que habían llevado a sus hijos a tomar el sol. Julio se fijó en Laura en seguida. Estaba sentada en un banco, entre dos señoras, con las que parecía conversar. Su rostro, y el resto de su anatomía en general, eran vulgares, pero debieron remitirle a algo antiguo, y desde luego oscuro, en lo que sintió que debía haber estado implicado. Tendría unos treinta y cinco años y llevaba una melena veteada que se rizaba en las puntas, intentando quebrar una disposición de los cabellos que evocaba en Julio alguna forma de sumisión; las ondulaciones, más que quebrar esa disposición, la acentuaban. Sus ojos, con ser normales, tenían cierta capacidad de penetración, y cuando se combinaban con los labios, en una especie de sincronía cómplice y algo malévola, lograban seducir imperceptiblemente. El resto de su cuerpo era una línea ligeramente ensanchada en las caderas, que —sin llegar a resultar desgarbada— carecía de la apariencia de efebo que tal clase de cuerpo suele evocar, especialmente si pertenece a una mujer madura. Julio se sentó en un banco cercano, desplegó el periódico y se dedicó a observarla. A medida que pasaba el tiempo aumentaba su desazón, porque penetraba en él con más fuerza el sentimiento de que algo de lo que poseía esa mujer era suyo también, o lo había sido en una época remota; lo cierto es que su modo de mirar y de sonreír, pero también de mover el cuerpo o de relacionarse con sus partes alteraron la situación sentimental de quien desde ese día, cada martes y viernes a las cinco de la tarde, entraría en el parque con el único objeto de contemplar a aquella mujer. Por fin, una tarde en la que ella estaba sola, Julio se sentó a su lado simulando iniciar la lectura del periódico. Al poco sacó un paquete de tabaco y extrajo de él un cigarro; luego, cuando la cajetilla viajaba ya en dirección al bolsillo, y con un gesto cargado de indecisión, le ofreció a ella, que no dudó en aceptar y que contribuyó además a la ceremonia aportando el fuego. Julio respiró hondo e inició una conversación casual, repleta de lugares comunes, a la que la mujer se plegó sin dificultad. Curiosamente, daba la impresión de que ambos se empeñaban en resultar especialmente banales, como si lo primordial fuera hablar, con independencia de lo que se dijera. Julio sintió en seguida que sus nervios se aflojaban, pues la conversación le proporcionaba una suerte de paz, a la que instintivamente habían tendido sus intereses desde que viera por primera vez a la mujer. Tenía la impresión de que sus palabras y las de ella se anudaban, segregando una especie de sustancia viva que, dispuesta en hilos y organizada como una red, unía aquella parte que era común a los dos. Más tarde, en la soledad agobiante de moqueta y papel pintado de su apartamento, había pensado en todo ello sin creérselo demasiado, aunque notablemente complacido, pues se trataba a fin de cuentas de una sensación estimulante que daba gusto sentir, si no se llegaba a depender de ella. Fantaseó unos minutos con esta última posibilidad, pero se la sacudió en seguida con una sonrisa entre irónica y desencantada. Los siguientes encuentros no habían sido sino reproducciones más o menos exactas de este primero, con la excepción de aquellos martes o viernes en los que había tenido que compartir a Laura con las dos o tres amigas con las que solía conversar. Aunque sería exagerado decir que ello le molestara. Por el contrario, habían llegado a formar un grupo bastante coherente, en el que Julio se sentía tratado con gran consideración. Por otra parte, la relación entre él y Laura progresaba de manera secreta, sin necesidad de encontrarse a solas, pues se trataba de una unión clandestina y ajena en cierta medida a sus voluntades. Julio notaba ese progreso, pero no se sentía amenazado por él. Pensaba que la relación con Laura era una experiencia interna, una aventura intelectual con un soporte externo —el parque, ella, él mismo— del que se podría prescindir en un momento dado sin dañar la idea generada por él. Se sentía seguro allí cada martes y viernes comentando con Laura y sus amigas diferentes sucesos domésticos, cuya gravedad se calibraba con una unidad de medida inventada por él y denominada caseromagnitud. Así, el derramamiento de un café con leche en el sofá del salón equivalía a dos caseromagnitudes, mientras que los catarros de los niños, si llegaban a producir fiebre, eran diez caseromagnitudes. Las riñas con el marido medían entre quince y treinta caseromagnitudes, según su intensidad. De vez en cuando se daba un premio simbólico a aquella ama de casa que hubiera acumulado mayor número de caseromagnitudes que las otras en el transcurso de la semana. Esta capacidad para reírse de sí mismas, junto a la crueldad verbal con que solían referirse a sus maridos, fascinaban a Julio, cuya solidaridad con ellas era —además de un sentimiento— una táctica que le permitía permanecer junto a Laura con el apoyo más o menos explícito de sus amigas de parque. Mientras tanto, los niños jugaban algo alejados del grupo adulto, al que no solían acercarse más que para plantear alguna cuestión relacionada con la propiedad de un objeto o con una agresión, que las madres resolvían con sorprendente rapidez e injusticia. Laura tenía una hija de cuatro años, Inés, que a veces se acercaba a Julio y clavaba en él una mirada inquietante, con la que se convertía en involuntaria partícipe del movimiento clandestino, y no expresado, que unía a este con su madre. La relación secreta, pues, había ido creciendo, sin que Julio llegara a advertir sus verdaderas dimensiones, hasta el último fin de semana, cuyo tránsito al lunes no había estado protegido por el habitual encuentro de los viernes. De ahí que este martes de finales de abril penetrara en el parque lleno de expectativas y temores, y después de tres días de inquietud, incertidumbre y desasosiego que habían añadido a la búsqueda un ingrediente pasional, perfectamente combinado con unas condiciones atmosféricas muy aptas para la recuperación de sabores antiguos, tales como el amor o la desdicha. Vio a Laura en la zona habitual, junto al único sauce del pequeño y despoblado parque. Respiró hondo y ensayó varios gestos de indiferencia en lo que se acercaba. Inés le miró desde lejos, pero volvió la cabeza antes de que Julio pudiera realizar un gesto de ficción, de afecto. —Hola, Laura —dijo sentándose a su lado. —Hola. ¿Traes el periódico? —Sí. —Quiero ver una cosa. Julio le pasó el periódico y ella, dejando a un lado la labor, empezó a mirar entre sus páginas como si buscara algo muy concreto. Julio entre tanto, se tranquilizó; la sensación de amor o de necesidad se rebajaba notablemente frente a la presencia de la mujer. Estaban aislados y la tarde era hasta tal punto hermosa que no era difícil llegar a pensar que la soledad de los meses anteriores había sido un accidente, una casualidad prolongada, que, como las demás cosas de la vida, estaba a punto de alcanzar su fin. —¿Qué pasó el viernes? —preguntó. —La niña no estaba bien; un catarro primaveral seguramente. —Yo también estoy un poco acatarrado estos días. ¿Tuvo fiebre? —Sí, unas décimas. —Eso son diez caseromagnitudes. ¿Y tus amigas? —Han ido al cine con los niños. —¿Y tú? —Yo no. Sonrieron brevemente. —¿Qué buscas en el periódico? —preguntó Julio después del intervalo. —Nada, una cosa de televisión. —Inés está muy bien, muy guapa —añadió Julio observando a la niña, que permanecía alejada de ellos. —Sí —sonrió Laura agradecida. Julio continuó mirando a Inés unos instantes, aparentemente interesado en sus juegos; entre tanto, pensaba que al mínimo suceso verbal acaecido entre Laura y él difícilmente podría aplicársele el calificativo de conversación. El intercambio, si se daba, no se producía a la altura de la boca, ni siquiera a la de los ojos, aunque estos contribuyeran a él de forma decisiva; el intercambio, la conversación, era un acontecimiento difuso, ilocalizable y desde luego ajeno a la voluntad de sus interlocutores. Pero sus resultados eran para Julio palpables y consistían sobre todo en el crecimiento desorganizado de un deseo que se focalizaba en Laura, de un movimiento pasional desconocido u olvidado en las regiones de su pecho. Por eso aquella tarde, cuando ella anunció que tenía que irse, Julio sufrió un ataque de angustia contra el que no le valieron de nada las técnicas habituales de defensa. —No te vayas aún —dijo—, estoy muy angustiado. Laura recibió la información con una sonrisa cómplice que aligeró la carga dramática dada por Julio a la situación. —Se te pasará en seguida —respondió involucrando a los ojos en el gesto iniciado por la boca. Después se levantó y llamó a su hija. Julio permaneció sentado, transmitiendo la impresión de estar abatido. Laura se volvió a él antes de irse. —¿Vendrás el viernes? —preguntó. —Creo que sí —respondió él. Cuatro (*****) Julio se retiró a su despacho y permaneció sin hacer nada durante unos minutos. Acarició brevemente la idea de su posible ascenso y se felicitó por la habilidad con que había manejado los hilos de la trama para alcanzar este fin. Le disgustaba, sin embargo, el hecho de que la noticia no le hubiera proporcionado el grado de excitación o de alegría que él había imaginado para cuando llegara ese momento. Estaba a punto de alcanzar por su propio esfuerzo la cúpula del poder de una gran editorial, de una gran empresa, y no sentía por ello un gozo personal, como si las cosas más importantes de la vida dejaran de desearse en el momento mismo de alcanzarlas. Sí le excitaba, sin embargo, el recuerdo de que esa tarde vería primero a su psicoanalista y después a Laura. Ambos constituían dos espacios de libertad personal, dos lugares en los que podía prescindir de los gestos más cotidianos y vacíos de las intrigas laborales, pero también del simulacro de comunicación que desarrollaba todos los días desde que se levantaba de la cama hasta que cerraba el círculo metiéndose otra vez en ella. Eran dos islas próximas y una facilitaba el acceso a la otra; cada una de ellas producía frutos diferentes, pero complementarios. El tiempo no pasaba. Entonces Julio tomó el original de Orlando Azcárate y comenzó a leer el primer cuento, titulado El Concurso. Se narraba en él la historia de un escritor que cierto día concibe un plan perfecto para asesinar a su esposa, disfrazando el crimen bajo la apariencia de un suicidio. Desalentado finalmente por su incapacidad para llevar a la práctica este plan, decide aprovechar la idea para otro fin: el de escribir un cuento policiaco, que comienza ese mismo día y consigue terminar en dos semanas de trabajo. Satisfecho con el resultado, comete la maldad de enseñárselo a su esposa, quien, lejos de responder a esta nueva agresión dentro del infierno en el que se desarrolla la vida de ambos, le felicita y le anima a presentarlo a un prestigioso concurso literario. El escritor —halagado por esta reacción inexplicable— envía el cuento al concurso y regresa a sus odios y ocupaciones habituales. Al poco tiempo su mujer se suicida reproduciendo con fidelidad las pautas de la esposa del cuento. El escritor comprende que si su relato llegara a ganar el premio adquiriría la categoría de autodenuncia frente a la que tendría muy pocos medios de defensa. Escribe entonces urgentemente a la organización del concurso reclamando el original. Al cabo de unos días, durante los que el escritor no deja de morderse las uñas de las manos y de los pies, recibe una breve y amable respuesta en la que se le comunica la imposibilidad de acceder a sus deseos, puesto que el jurado ha comenzado a leer y —de acuerdo con las bases— ya no se puede retirar ningún trabajo. Se le sugiere, no obstante, que se ponga en contacto con el presidente del jurado, en cuyas manos está el cuento. El escritor, sintiéndose presa de una tela de araña inteligentemente urdida, se sobrepone a la desesperación y consigue obtener una entrevista con el presidente del jurado, quien le comunica que ya ha leído el cuento —que, por cierto, le ha gustado tanto que lo piensa defender y votar—, pero que lo ha devuelto ese mismo día a la secretaría de la organización convocante para que lo distribuya al resto del jurado. El escritor lo asesina y a partir de ahí comienza una auténtica pesadilla, en la que el autor del cuento policiaco ha de ir eliminando uno a uno a todos los miembros del jurado, ya que en las sucesivas entrevistas obtenidas con cada uno de ellos se le comunica que el cuento ha sido leído y devuelto. Todos, por cierto, le felicitan antes de morir por lo que consideran un magnífico trabajo. Julio interrumpió la lectura en este punto y levantó la vista al techo. La historia le sonaba, pero decidió que todos los cuentos policiacos se parecían entre sí. Sin embargo, estaba muy bien desarrollado y brillantemente escrito. Prefirió no leer el final en el convencimiento de que sería decepcionante. No podía creer que Orlando Azcárate hubiera sido capaz de superar en el cierre del relato la calidad obtenida en el arranque y en el desarrollo central. Sintió una punzada de envidia al tiempo que sonaba el teléfono interior. Descolgó el auricular. —¿Qué hay? —dijo. —Julio, me voy a comer. Recuerda que tienes una cita a las cinco treinta. —Sabes que los martes y viernes tengo inglés. —Pero te la he puesto a las cinco y media. —Es que hoy tengo dentista después del inglés. Anúlala antes de irte, por favor. —De acuerdo, que te sea leve, y cuídate. Esperó a que su secretaria se marchara y se levantó. Eran las dos y media. La mañana había sido vencida. Cinco [en la consulta del doctor Rodó – el psicoanalista de Julio y el marido de Laura] —He estado enfermo estos días, con gripe. Todavía no me encuentro bien, pero mi madre me amenazó con ir a cuidarme si continuaba en la cama, de manera que he decidido levantarme. La verdad es que tampoco quería faltar a esta sesión ni a una cita que tengo luego con una mujer. »En la empresa me han dado una prima de gestión y me han recomendado para un puesto importante. Llevo ocho o nueve meses detrás de ese puesto; he perpetrado durante ese tiempo más intrigas que en toda mi vida, y al fin lo he conseguido. Pero la noticia no me ha proporcionado el placer que cabía esperar. Tengo la sensación de que me da lo mismo, a pesar de que he deseado mucho ese trabajo. Debería estar contento, eso es lo que quiero decir. »He comido en un bar, cerca de aquí, y pensando en todo esto he llegado a la conclusión de que quizá el éxito tenga dos direcciones; una que va hacia arriba —y que es la única que se muestra—, y otra que va hacia abajo y que señala el precio de cada uno de nuestros triunfos personales. »¿Cuál es mi precio, pues? »Bueno, ya en otras ocasiones le he hablado de mis ambiciones de juventud, de mi deseo de llegar a escribir y del continuo aplazamiento de este proyecto, que aún no he desechado. También quise ser tuberculoso, pero me faltó talento… »Bromas aparte, es curioso que no haya podido nunca escribir más de veinte folios seguidos y que, sin embargo, haya llegado a ocupar un puesto de poder en una importante editorial. Yo decido lo que se debe publicar, pero solo puedo ejercer ese poder sobre las obras de otros. Los otros tienen la obra y yo tengo el poder. Lo peor es que, si pudiese elegir, no cambiaría una cosa por otra. Conservo aún la fantasía de que las dos son compatibles. Intuyo, sin embargo, que cada éxito profesional en la dirección del poder me aleja un paso más del lugar en el que sería posible la realización de la obra. Tal vez por eso la noticia de mi futuro ascenso no me haya producido tanta alegría como yo esperaba. »Eso es lo que he pensado durante la comida. En fin… »Si Teresa y yo hubiéramos seguido juntos, si no hubiera muerto, tal vez yo habría llegado a escribir algo, ella me provocaba intelectualmente… No sé… El caso es que conozco a otra mujer —de la que no le he hablado todavía— que, sin parecerse a Teresa, da a veces la impresión de ser su reencarnación. »Lo que voy a contarle ahora podría parecerle absurdo dicho por un incrédulo de mi especie. »El caso es que el miércoles pasado, estando en la cama, tuve una experiencia que —no sin pudor— me atrevería a calificar de sobrenatural. Mientras leía una novela que me regaló Teresa el último día que nos vimos, el apartamento se llenó de una presencia invisible, pero cierta. Entonces el canario se escapó de la jaula y comenzó a golpearse, aturdido, contra las paredes. »He oído decir que los muertos gastan bromas de este tipo: abren las jaulas de los pájaros, inundan las casas, apagan y encienden las luces, etcétera. »Finalmente, después de esta demostración, los rostros de Teresa y de Laura —Laura es el nombre de la mujer a la que me he referido antes— comenzaron a confundirse en mi recuerdo. Las imágenes de ambas se superponían, como dos transparencias fetales, haciéndome saber que Teresa se manifiesta en Laura, que Teresa ha ocupado los ojos y los gestos y la risa de Laura para mostrar que aún está aquí y que es posible retomar nuestra historia en otro cuerpo. Recuerdo ahora que una de las primeras veces que vi a esta mujer, a Laura, tuve la impresión de que venía a mí desde el otro lado de las cosas. Y desde que he comprendido esto soy algo diferente. Esta misma mañana, en el despacho, he comenzado a escribir un cuento policiaco que me está quedando bastante bien. Es de un escritor que mata a su mujer; bueno, no la mata, pero de todos modos tiene que pagar por ello. En fin… »Por otra parte, quería comentarle que he vuelto a escuchar “La Internacional”. Hacía más de un año que no la oía y de repente —de forma tan gratuita como desapareció— ha regresado. Y siempre, siempre, me emociona como en los primeros días de mi juventud… Creo que ahora a la emoción se añade un confuso malestar de conciencia, pero también un movimiento nostálgico difícil de calificar. »Si yo fuera usted y escuchara las cosas que le digo, pensaría de mí que estoy bastante loco. Mi presunta locura, sin embargo, no me ha impedido triunfar en la vida, si triunfar era esto, es decir, la obtención de un salario suficiente, de un poder suficiente, de una autonomía personal suficiente… »Pero triunfar, tal vez, era escribir, era escribir. Era escribir un libro que articulara lo que sé y lo que ignoro. Mi trabajo y mis inclinaciones me han obligado a leer muchas novelas y he podido advertir que adolecen del mismo defecto que la vida: su radical parcialidad; la existencia y los libros son unilaterales: o bien describen lo manifiesto, o bien se hunden en un falso latente, falso porque suele estar hecho con materiales que pertenecen a lo que se ve. Hay excepciones, claro, pero son las menos. »Conozco a muchos escritores. Suelen tener un temperamento nervioso y son muy dados al engaño. Todos creen conocer la novela de su vida, pero lo cierto es que apenas saben algo de la mujer con la que duermen. La información que tenemos de nosotros mismos es tan parcial como la de un personaje de novela. »Cuando mi hijo era pequeño, lloraba mucho por las noches, lo que me obligaba a despertarme varias veces. Solía apuntar el sueño del que me sacaba su llanto, y hubo noches en las que llegué a contabilizar ocho o nueve sueños diferentes. Más tarde, cuando fue un poco mayor y empezó a dormir bien, apenas conseguía recordar un solo sueño mientras me afeitaba. Quiero decir con esto que por las noches, por ejemplo, nos ocurren cosas que necesariamente han de inscribirse en nuestra conciencia —aunque ignoramos de qué modo— obligándonos a actuar durante el día de una u otra manera. Y lo mismo que le hablo de los sueños le podría hablar de los gestos, de las emociones, del envejecimiento imperceptible, de los deseos que no llegan a abrirse. »En fin. »Por eso digo que ambiciono escribir una novela donde lo que ocurre y lo que no ocurre se articulen formando un solo cuerpo. El problema sería expresar lo que ignoro y expresarlo sin necesidad de llegar a conocerlo. »Ya tengo un buen principio: imaginemos a un sujeto maduro que un día, inopinadamente, comienza a escuchar “La Internacional”. Y que eso le lleva, como a mí, al diván de un psicoanalista. Y que del diván del psicoanalista pasa a los brazos de una mujer que conoce en un parque. Y esa mujer es otra distinta de la que aparenta ser. Y el sujeto… »Bueno, muchas veces me veo a mí mismo escribiendo esa novela. Estoy sentado en casa, sin hacer nada o mirando la televisión. Entonces comienzo a imaginarme inclinado sobre la mesa de trabajo. Escribo una novela en la que lo que ignoro y lo que creo saber se mezclan hábilmente y toman la forma de un libro que justifica mi vida. Esa novela horada mi existencia y de ella aprendo que el lugar de usted y el mío, por poner un ejemplo sencillo, son fácilmente intercambiables. »Yo estoy sentado, escribo, y me hago sabio. Así me veo, así soporto la existencia diaria. Me levanto por las mañanas, dedico el día a ganarme la vida, me muevo con soltura entre mis contemporáneos, consigo que la gente me quiera. Ahora, incluso, parezco estar enamorado. Todo ello no tiene otra función que la de alimentar a ese sujeto que se pasa el día sobre mi mesa de trabajo, escribiendo la historia de un incrédulo que padece una alucinación auditiva de carácter marxista». El doctor Rodó intervino por primera vez en toda la sesión. Dijo: —¿Por qué ese empeño, del que ya ha hablado en otras ocasiones, de que todos le quieran o le admiren? —Porque ese es el modo más eficaz de ocultar el profundo desprecio que siento por ellos. Comprendo que esto, dicho así, podría parecer arrogante. Pero la verdad es que lo que desprecio en los demás es lo que tienen en común conmigo. Desprecio en ellos, pues, lo que no me gusta de mí: la mezquindad, la contradicción, el aliento, la falta de inteligencia, la caspa, las digestiones pesadas y el colesterol, por poner varios ejemplos correspondientes a distintas áreas. »Usted diría que si aceptara esas carencias en mí las aceptaría también en los demás. Pero es que yo no estoy dispuesto a aceptar de ningún modo que los seres humanos no somos más que un grupo de animales que camina hacia su fin lamiéndose resignadamente las costras. »Yo, desde luego, no voy en ese grupo. Prefiero morir tres veces más que cada uno de los otros a cambio de una cierta grandeza individual, de un cierto reconocimiento… »Yo me quiero salvar, por decirlo en términos religiosos, en términos cristianos. Y vislumbro a veces que la salvación consistiría en estar enamorado como lo estuve de Teresa, o como creo que lo empiezo a estar de Laura. Pero también en escribir esa obra, a la que imaginariamente me dedico. »Llevo años mirándome ahí, sentado, con la paciencia de un sabio, con la vocación de un sacerdote. Y esa imagen me salva, me libera de los estados de ansiedad, me da la paz que necesito frente a las humillaciones de la vida diaria, me coloca, en fin, en un espacio diferente a aquel en el que actúan los otros. Los otros, de quienes no entiendo muchas cosas, pero de quienes no comprendo, sobre todo, cómo soportan la vida si no escriben. »De nuevo, como ve, desprecio en ellos lo que desprecio en mí. »Ahora bien, yo —aunque no escriba— me represento a mí mismo sobre un folio, y a veces me pregunto qué diferencia puede haber entre tal representación y el hecho real de escribir. ¿Ese otro que escribe, no narra a fin de cuentas que ahora yo estoy sobre un diván enumerando mis perplejidades a un psicoanalista silencioso? ¿Acaso no narrará después mi encuentro con Laura? ¿No habrá narrado ya mis relaciones con Teresa y su estúpida muerte? »Es más, ese escritor es el que sabe las cosas que yo ignoro, pero que me conciernen. Y, en consecuencia, es el único ser capaz de articular estos aspectos parciales de mi existencia dentro de un cuadro más significativo. »Por mi parte, a veces pienso que la relación entre ese escritor y yo puede invertirse en cualquier momento de forma tan gratuita como sucede con el resto de las cosas; basta un golpe de dados para invertir la dirección de la suerte. A lo mejor un día me levanto y comienzo a ocupar su sitio en mi mesa de trabajo y narro cómo nuestro sujeto se despierta y se lava los dientes y le da de comer a su canario, y cómo luego atraviesa la jornada entre la eficacia profesional y las intrigas de despacho. Y cómo, en fin, se defiende del terrorismo de la existencia cotidiana leyendo las novelas de los otros y perpetrando maravillosos adulterios, con los que entra en contacto con el mundo de los desaparecidos, de los muertos. »Intuyo, de otro lado, que ese escritor que justifica mi existencia es —al mismo tiempo— mi asesino…». (*****) Ocho (*****) Julio alargó la mano y desconectó el aparato. Intentó coger el sueño otra vez, pero el recuerdo de la tarde anterior flotaba ya, escandaloso, sobre la superficie de su memoria. Recordó que le había leído a Laura, en un intervalo amoroso, uno de los cuentos del volumen de Orlando Azcárate, que ahora reposaba sobre la mesilla de noche, tras afirmar que el autor del libro era él. El cuento se titulaba La Mitad de Todo, y lo había elegido al azar. Trataba de una familia pobre, aunque no indigente, cuyos agobios económicos acaban por alterar el sistema nervioso del padre. Entonces este —tras llegar a la conclusión de que vive por encima de sus posibilidades— decide, en un primer momento, adaptar el ritmo de sus necesidades al de sus ingresos. Tras ajustar ligeramente el presupuesto familiar, pasa unos meses de relativa calma, pero pronto comienzan a acumularse gastos extras que le conducen de vuelta a la situación anterior. Hace números y llega a la conclusión de que para vivir con cierta tranquilidad es preciso ingresar el doble de lo que se necesita; o, lo que es lo mismo, que las necesidades a cubrir no excedan del cincuenta por ciento de los ingresos totales. Solo de ese modo se puede hacer frente a los extras que aparecen mes sí y mes no e incluso, con suerte, se puede ahorrar un poco. Con esta idea en la cabeza reúne a su familia y propone a sus miembros un plan de austeridad encaminado a la consecución de los objetivos económicos señalados. Pero como se trata de un hombre reflexivo y sabe que dicho plan es complicado de realizar sin una normativa clara y de efectos psicológicos inmediatos, decide que a partir de ese día toda la familia reducirá a la mitad —justo a la mitad— todas aquellas actividades que tengan una repercusión directa o indirecta sobre el presupuesto. De este modo, uno de los dos hijos deja de ir al colegio al día siguiente; el otro utiliza el autobús solo en el trayecto de ida. El padre, que fumaba veinte cigarrillos diarios antes de la promulgación de esta norma, rebaja la cantidad a diez. La madre comienza a comprar la mitad de la comida habitual y, de ese modo, adelgazan, convirtiéndose así en la mitad de sí mismos. El tiempo pasa y los efectos de esta iniciativa comienzan a dar los frutos deseados: la familia goza de una paz imposible de obtener sin una cierta estabilidad económica. Por otra parte, las medidas reductoras, que en una primera fase de la operación exigen una atención constante, acaban siendo interiorizadas y automatizadas hasta el punto de llegar a afectar a zonas que no guardan relación alguna con la economía. Así, además de comer en medio plato, de multiplicar las mesas dividiéndolas por dos, o de comprar el periódico a días alternos, los miembros de esta rara familia acaban por crecer a medias, enamorarse a medias, triunfar a medias, etcétera. Todo ello les permite, sin embargo, mejorar su situación económica e ir conquistando de forma progresiva la mitad de cosas cada vez más selectas. En fin, el cuento, en su mayor parte, no era más que una detallada enumeración de todo aquello que se puede dividir por la mitad. No llegaba a pasar nada notable en él; sin embargo, la acción transcurría bajo el peso de una amenaza, como si esa mediana forma de existir tuviera que terminar en una apoteosis de triunfo o de destrucción, cuando terminaba realmente en una paz mediocre, lo cual —desde algún punto de vista— podría resultar mucho más amenazador. Lo cierto es que a Laura le había gustado mucho, se había reído con él (como se reía Teresa de las historias que Julio inventaba para ella) y le había felicitado finalmente animándole a publicar el volumen. Julio se había sentido halagado por esta actitud y no había tenido ningún remordimiento por apropiarse, de forma transitoria, de un material que no era suyo. En realidad ni siquiera había llegado a considerar este aspecto. Ahora, con el recuerdo reciente del amor y de la vanidad satisfecha, no era capaz de decidir si La Mitad de Todo se trataba de un cuento bueno o malo. Como aún era pronto y sospechaba que tenía ante sí un fin de semana largo, en el que sería difícil encontrar alivio a la ausencia de Laura, cogió el original de Orlando Azcárate y lo abrió de nuevo al azar buscando el comienzo de un relato cualquiera. (*****) Trece [en la consulta del doctor Rodó – el psicoanalista de Julio y el marido de Laura] —¡Cómo se complica la vida! —exclamó Julio tras acomodarse en el diván—. El domingo pasado estuvo Laura en mi apartamento; comimos, hicimos el amor y, finalmente, asesiné a mi pájaro, que en el momento más inoportuno se había puesto a silbar «La Internacional». A Laura le dio al final un ataque de angustia o de culpa y salió corriendo de mi casa. No sé qué vamos a hacer, porque comienzo a tener la impresión de que todo esto no conduce a ninguna parte. —¿Hacia dónde cree usted que debería conducir? —preguntó Carlos Rodó a su espalda, con la voz sintética, desprovista de cualquier emoción, que solía utilizar con sus pacientes. —Pues no sé, pero calculo que todo lo que no conduce a la gloria o a la destrucción acaba por llevamos a la nada, a la nada absoluta. Ayer trabajé mucho en el despacho, tuve un día inspirado. Liquidé asuntos que tenían dos meses de antigüedad y escribí un complicado informe sobre un libro de cuentos de un joven e insolente autor. —¿Qué había de complicado en ese informe? —Era preciso conjugar en él dos opiniones que se excluían entre sí: de un lado, no podía negar las bondades del libro, y, de otro, tenía que aconsejar que se rechazara el original. No me pregunte por qué. —No se lo he preguntado. —Bueno, quizá me lo he preguntado yo. El caso es que hice una obra de arte. Tres folios llenos de sutilezas, plagados de conjunciones adversativas y construidos con larguísimos períodos que escondían mi crimen. Si dedicara a mis novelas esas energías, me saldrían muy bien. —¿A qué novelas se refiere? —Si esa pregunta no la hiciera usted, parecería una ironía. Me refiero a las novelas que no he escrito, naturalmente. Para mí, sin embargo, poseen un cierto grado de existencia, como si, una vez pensadas, comenzaran a desarrollarse a espaldas de mi voluntad, o como si alguien estuviera escribiéndolas por indicación mía en ese otro lugar que yace oculto bajo los sucesos de la vida diaria. Vivimos una vida demasiado pegada a lo aparente, a lo manifiesto, a lo que sucede o parece suceder. Usted, por ejemplo, se cree que es mi psicoanalista y yo me creo que soy su paciente; mi secretaria se cree que yo soy su jefe y yo me creo que ella es mi secretaria. Laura se cree que para mí es Laura, cuando en realidad es Teresa; ignoro a quién se dirige cuando me habla a mí, pero seguro que no es a Julio Orgaz. Así, con estas convenciones universalmente aceptadas, vamos viviendo. Y yo no digo que tales convenciones no tengan su utilidad: gracias a ellas se construyen ciudades y autopistas, se levantan imperios, se crean jerarquías y las cosas, en general, funcionan y funcionan de tal manera que todos acabamos por creer que suceden unas después de otras y que las primeras son causa de las segundas. Pero no es así. Lo cierto es que su lugar y el mío, por poner un ejemplo, son perfectamente intercambiables. ¿Qué es lo que hace que usted sea el psicoanalista y yo el paciente, excepto sus títulos y mi necesidad? Usted acepta la posibilidad de curarme y yo la de ser curado, aunque no sé de qué. De ese modo, el dinero circula de unas manos a otras y la convención progresa a toda marcha. Pero esta relación suya y mía puede modificarse en un instante y de forma tan gratuita como surgió. Hay veces en que todo está bien, que yo me encuentro de acuerdo con las cosas, incluidos los semáforos y el sistema político; voy y vengo, resulto eficaz, me ascienden, mi hijo quiere que yo lo lleve al cine, etcétera. Y, sin embargo, en cuestión de segundos, me pongo sombrío, me convierto en otro, aunque los demás —gracias a lo que entre todos hemos convenido— me sigan viendo como el anterior. ¿Qué ha ocurrido? Pues que he entrado en contacto con el otro lado de las cosas. En un cuento de Orlando Azcárate, el sujeto del informe al que me refería antes, aparece un escritor cuyas novelas solo triunfan cuando las firma su mujer. Hay otro cuento mío —también sin escribir, aparentemente al menos— en el que dos escritores que coinciden en un tren, de camino a un importantísimo congreso internacional, deciden, tras tomar unas copas, intercambiar sus conferencias. Uno de ellos alcanza un éxito sin precedentes en este tipo de actos; su foto y su discurso aparecen en la primera página de todos los suplementos literarios y el sujeto, en fin, acaba por alcanzar la gloria, mientras que el verdadero autor de la ponencia se va hundiendo paulatinamente en el fracaso. Visto esto, parece absurdo que los hombres nos empeñemos en la búsqueda de un destino propio o de una identidad definida. Si de verdad tuviésemos identidad, no necesitaríamos tantos papeles (certificados, carnés, pasaportes, etcétera) para mostrarla. En fin. Julio se calló y levantando un poco la cabeza comenzó a mirarse la punta de los zapatos. Carlos Rodó, situado fuera de su ángulo de visión, era para él un volumen sin sustancia, aunque ligeramente grueso y calvo. Permanecieron en silencio varios minutos. Finalmente habló el psicoanalista: —¿Pretendía usted llegar a alguna conclusión con su discurso? —Pretendía mostrar que las cosas no van a ningún sitio. —¿Como su relación con Laura? —Eso es, como mi relación con Laura. Aunque quizá debería mostrarme cauteloso en este asunto. El domingo pasó lo que pasó y ella dejó de ser Teresa en algún momento, pero puede volver a serlo en cualquier instante; en realidad no depende de ella ni de mí. —¿De quién depende, pues? —Eso es un misterio que guarda relación con ese lado de la realidad que no podemos ver ni dominar. Si todo esto que me pasa a mí fuera un cuento de Orlando Azcárate, dependería de él. Aunque tampoco: da la impresión de que alguien le dicta las cosas a ese chico. En fin, intentaré explicárselo, a ver si sirve de algo: yo me enamoro de las mujeres pensando que tienen algo de lo que yo carezco, pero que sin embargo me concierne. En realidad, todas las mujeres que miro parecen guardar fragmentos de algo que me pertenece; ocasionalmente, en una de ellas se produce la suma de todas esas partes y entonces me enamoro. Naturalmente, ellas ignoran que son poseedoras de lo mío, como Laura ignora que Teresa vive en sus gestos, o en sus ojos, o en su voz o, en fin, en el modo de derramar su pelo por mi pecho. Lo que ocurre es que, pasado un tiempo, o habiendo llegado la relación a un punto determinado, eso que era tan visible desaparece, se volatiliza y aparece gratuitamente en otra. Entonces, la mujer que amaba adquiere esa apariencia de solidez y de falta de tono que posee el resto de las cosas. Puede quedar en ella algún fragmento, algún brillo de la totalidad anterior, pero eso no calma mi afán de completud. A veces pienso que lo que albergan circunstancialmente las mujeres se lo van pasando de unas a otras para volverme loco. Esta última afirmación puede parecer una insensatez, pero lo cierto es que entre las mujeres existe una comunidad de intereses de la que los hombres no participamos; circulan entre ellas secretos de los que nosotros estamos excluidos. Estos días pasados, al hacer el amor con Laura, mientras la penetraba, tenía la impresión de que su vagina se comunicaba, por conductos ocultos, con todas las vaginas de todas las mujeres pasadas, presentes y futuras; mi penetración producía el efecto de que dichos conductos se abrieran a la oquedad de Laura, derramando en ella las numerosas fuentes capaces de formar el río en el que se sumergía mi pene. —¿Sabe usted qué es un delirio? —interrumpió Carlos Rodó. —Lo que le estoy contando. Lo que sucede es que todo puede ser un delirio, según el punto de vista que adoptemos. Lo cierto es que las mujeres, nos guste o no, son cómplices y solidarias en la posesión de algo que también a nosotros nos concierne. Algunas —aquellas de las que suelo enamorarme yo— parecen más dotadas que otras para albergar el objeto ese que todos buscamos, aunque cada uno por diferentes vías. Teresa, por ejemplo, era un maravilloso recipiente de totalidades, de cosas absolutas. Laura también; bajo su melena podrían convivir cincuenta mil mujeres diferentes sin estorbarse unas a otras. —Delira usted deliberadamente —dijo Carlos Rodó—. Así, como usted ha dicho al principio, no vamos a ninguna parte. Todo su discurso, desde que ha comenzado esta sesión, no es más que una cortina de humo tras de la que se esconde su miedo a analizar las cosas que le pasan. —Delirar deliberadamente —afirmó Julio con una sonrisa dirigida al techo— es un juego de palabras que, si me hubiera salido a mí, le habría sacado usted más punta. Por cierto, que tengo que contarle algo que quizá le divierta: el sábado se me ocurrió una idea para una novela en la que usted es uno de los personajes. Ya he empezado a escribirla. Se trata de un sujeto como yo que se analiza con un sujeto como usted y que se enamora de una mujer como Laura. Finalmente, Laura resulta ser la mujer del psicoanalista, o sea, de usted. A partir de esta situación, el relato puede evolucionar en varias direcciones. —Enumérelas —dijo Carlos Rodó con un tono que había perdido un poco de la neutralidad habitual. Julio enumeró brevemente las posibilidades básicas. Carlos Rodó añadió: —Tengo la impresión de que ha omitido al menos una posibilidad. —¿Cuál? —preguntó Julio. —El psicoanalista y su esposa saben lo que ocurre; el paciente, no. —¡Bah!, esa posibilidad la he descartado, porque yo, además del narrador, soy el protagonista y comprenderá que no iba a dejarme a mí mismo en ese lugar de imbécil. Por otra parte, desde un punto de vista meramente narrativo, esa situación no funcionaría. Sería inverosímil que un psicoanalista se prestara a ese juego, al menos un psicoanalista profesionalmente valorado, como usted, que se acerca mucho al personaje que pretendo describir en mi relato. Una situación como esta podría darse en la vida, pero nunca en una novela. —¿Por qué no? —Bueno, la vida diaria está llena de sucesos inverosímiles que son buen material para las páginas de sucesos porque, aunque carecen de lógica, tienen a su favor el hecho de haber sucedido. Esos mismos sucesos, en una novela, parecerían falsos. Las leyes de la verosimilitud son diferentes en la realidad y en la ficción. —¿Cuál de las otras posibilidades ha elegido, pues? —Ahí está el problema, que todas ellas están bien para arrancar, pero luego ninguna conduce a ningún sitio. —Parece que hoy no conduce nada a ningún lugar. —Quiero decir que por más vueltas que le doy al asunto no consigo encontrar un desenlace en ninguna de las direcciones establecidas. Mejor dicho, todas me conducen a una solución que me niego a utilizar. Ahora usted debería preguntarme cuál es esa solución: —¿Cuál es esa solución? —preguntó sin titubear Carlos Rodó. —Un crimen. —¿Qué clase de crimen? —Un crimen pasional en el fondo, pero intelectual en la forma. Un crimen del que los dos amantes salieran victoriosos, un crimen tan perfecto que ni siquiera llegara a producirles culpa. —Según ese esquema, el muerto soy yo —dijo sombríamente el volumen de Carlos Rodó. —No esperaba que fuera a identificarse de ese modo con mi relato, doctor. Muchas gracias. —Estoy intentando decirle que el argumento de su novela quizá no sea más que el trasunto de una agresividad real, dirigida a mí, pero que usted no se atreve a manifestar directamente. —Bueno, eso sería lo de menos. No ignoro que usted representa para mí sucesivas fíguras de autoridad cuyo vínculo todavía no he conseguido romper. Tengo entendido que la representación de esas figuras forma parte de su trabajo. Pero ahora, si a usted no le importa, estamos hablando del mío y yo soy escritor. —¿Lo es? —Sí, doctor. Ser escritor es una cuestión de temperamento; el escritor más puro es el que no escribe una sola línea en toda su vida: es preferible no darse la oportunidad de fracasar en aquello que más se juega uno. —En otras sesiones ha hablado usted de este tema de un modo muy diferente, como si el hecho de no ser capaz de escribir le torturara. —Estaría sombrío. Pero hoy estoy de buen humor. —¿Por qué? —No lo sé, quizá porque he empezado esa novela, o porque estoy bajo la impresión de que algo va a suceder. Quizá también porque al salir de aquí iré al parque, veré a Laura y, tal vez, descubra que ya no estoy enamorado. —¿Sería eso liberador para usted? —Creo que sí; ello me permitiría dedicar todas mis energías a la novela. No se puede escribir y vivir al mismo tiempo, no se puede ser escritor y personaje de novela a la vez. —¿Por qué esa incompatibilidad? —No lo sé. Es así. —Decía usted que está bajo la impresión de que algo va a suceder. ¿A qué se refería? —Bueno, a veces tengo premoniciones, atisbos de cosas que ya han sucedido en una dimensión diferente, pero que todavía no se han reflejado en esta otra. Por ejemplo, que va a morir mi padre o que, al llegar a casa, voy a encontrarme la novela escrita encima de la mesa. —¿Cuál de esas dos posibilidades elegiría, si pudiera? —Es una disyuntiva falsa. Los dos sucesos son la misma cosa. —Bien, volvamos al asunto anterior. Decía usted que no quería utilizar un crimen como solución al argumento planteado en su relato, pero no ha explicado por qué. —Se trata de una cuestión algo banal. Desde algún punto de vista, el argumento de mi novela podría parecer un juego de enredo: hay en ella un triángulo amoroso y numerosas posibilidades para la creación de situaciones confusas o ambigüas, de gran comicidad, si el lector quisiera verlo así. Si a ello le añado un crimen, salgo de vodevil y me meto en una novela policiaca. Se produciría una excesiva acumulación de géneros menores. —Entonces, el crimen no es la solución al conflicto. —El caso es que sí lo es. Un crimen alivia el dolor y coloca, al fin, a cada uno en su lugar: al muerto en su caja; al asesino, en la huida; al inductor, en la culpa; a los herederos, en la nostalgia, y, a los espectadores, en la buena conciencia. Hay situaciones de las que no se puede salir sino a través del crimen. Pero no me siento con fuerzas para escribir una novela de esta clase. Además, en este caso, el crimen conduce de nuevo a una situación sin salida. ¿Se seguirían amando el paciente y la mujer del psicoanalista después de haber liquidado a este? Tal vez sí, pero ello exigiría treinta folios muy elaborados para que resultara verosímil. O tal vez no, y ello dejaría la novela mutilada. ¿Qué sentido tiene conducir a dos inocentes que se aman a un asesinato sin futuro? —Usted sabe de estas cosas más que yo —intervino Carlos Rodó—, pero tengo entendido que las novelas, en su desarrollo, no se comportan siempre de acuerdo a las previsiones de su autor. —Usted pretende que el muerto sea yo, y no se lo reprocho. Efectivamente, la acción podría evolucionar de tal manera que el psicoanalista acabara asesinando a su paciente. Pero eso nos dejaría sin punto de vista, pues la historia está narrada desde él. Aunque es cierto que hoy mismo, mientras comía, me he planteado la posibilidad de ampliar ligeramente ese punto de vista y ofrecer al lector algunos destellos muy fríos, como una pincelada de carmín sobre los labios de un cadáver, que le hagan ver parte de la acción desde el punto de vista del psicoanalista y su mujer. Esto estaría bien si consiguiera mantener esa frialdad, pero la experiencia dice que todos los personajes, incluso aquellos cuya función no es otra que la de un mero soporte técnico, acaban adquiriendo un desarrollo excesivo a poco que se les deja actuar. En cualquier caso, esta nueva posibilidad que acaba usted de sugerir no hace sino confirmar lo que decíamos antes: que todos los lugares son intercambiables, basta un golpe de azar. En las comedias de enredo, nadie es lo que parece y en ese sentido se podrían calificar de realistas. Pero yo no quiero escribir una novela realista. —Lo que parece es que no quiere escribir ninguna clase de novela. —Naturalmente, a condición de que esa novela no escrita apareciera en todas las enciclopedias y que sobre ella se escribieran numerosas tesis en todos los idiomas. El arte, cuanto más delgado es, más se acerca al núcleo de lo desconocido, del abismo. —¿Qué papel juega el lector en todo esto? Se ha referido usted a él en tres ocasiones. —Hay un cuento policiaco, no recuerdo de quién, cuya víctima es el lector. El lector no es, desde luego, un sujeto manejable. Participa en la acción y llega a entorpecerla incluso con sus jadeos o con el ruido del mechero cada vez que enciende un cigarrillo. Es, con mucha frecuencia, de todos los personajes, el que más pierde. Se lo digo yo, que he actuado de lector en muchísimas novelas. —¿Y qué es lo que pierde? —El tiempo y la inocencia. ¡Qué vida! —Bien —añadió Carlos Rodó incorporando su volumen—, hemos terminado por hoy. Sería útil que pensara de aquí al viernes la posibilidad de enfrentarse al análisis con otra actitud. Ha convertido la sesión de hoy en un puro juego de artificio para evitar hablar de lo que es realmente importante. —A usted solo le parecen productivas las sesiones en las que me muestro triste y desgarrado. Carlos Rodó no respondió. Ofreció la mano a su paciente y este tras comprobar la cantidad de caspa acumulada en los hombros de su psicoanalista, le devolvió el saludo y salió.