indice © Herederos de Ignacio Aldecoa © Santillana Ediciones Generales, S. L. © De esta edition: 2005, Diario EL PAIS, S. L. Miguel Yuste, 40 28037 Madrid Diseno de la colecciön: Manuel Estrada ISBN: 84-9815-033-7 Depo'sito legal: M-51.906-2004 Impreso en Espana por Mateu Cromo, S. A., Pinto (Madrid) Introduccion.............................. 9 Young Sanchez............................ 15 Otros cuentos Cronica de los novios del ferial ............. 57 Chico de Madrid.......................... 65 El libelista Benito ......................... 75 Los bisofies de don Ramon................. 87 Seguir de pobres .......................... 97 El autobus de las 7.40...................... 109 Santa Olaja de acero....................... 125 Aldecoa se burla........................... 145 Ladespedida.............................. 153 Patio dearmas ............................ 161 Hermana Candelas........................ 179 Los pozos................................. 187 Un corazon humilde y fatigado............. 193 Queda prohibida, salvo exception prevista en la ley, cualquier forma de reproduction, distribution, comunicatiön publica y transformation de esta obra sin contar con autorizaciön de los titulares de la propiedad intelec-tual. La infraction de los derechos mencionados puede ser consritutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del C6digo Penal). A Manuel Alcantara Del este al oeste, por toda la ciudad se qye un solo grito: elpuente de Londres se ha caidoy... John L. Sullivan hapuesto k. o. a Jake Kilrain. Vachel Lindsay I Dejö el trozo de peine en uno de los angulos del pequefio lavabo metälico con vaso en forma de ca-cerola. Con las palmas de las manos se planchö el pelo hacia la nuca. Silbaba. No se molesto en limpiar el peine; lo dejö donde lo habia encontrado, junto al grifo, que daba un hilo de agua y no se podia cerrar. Orinö en el sumidero de la ducha. Recogio su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenia cortada la tuberia de conducciön. Distraido toco ligeramen-te la lengua de jabön, äspero y azul, que resbalo, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el panuelo se secö la melenilla. Se ahue-co en torno del cogote el cuello de la camisa, hume-do, gastado, seboso. El cuarto olia a cafieria de desagüe. Desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando dönde mi-rarse se alzö de puntillas. Movio la cabeza con re- 17 pente de escalofrío para desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le des-prendió. Tenia la camisa abierta, y hundiendo la bar-billa en el pecho, conteniendo la respiración, miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo. El cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia. Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se sintió seguro. Un momente se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara de un huevo, f el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa I muy altas, por encima de los biceps. Una izquierda í de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio sali- í va en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió. i El cuarto era como una axila del sótano y sabía J salado, agrio y dulzarrón. Silbaba Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra S se percibía. El punching era como un avispero, lo había pensado muchas veces. La mesa de masaje tenia la hue-11a de un cuerpo, hecha con muchos cuerpos. Sobre | el ring colgaba una bombilla de počas bujías. El suelo I era de tarima; debía de haber ratas de seis onzas bajo 1 las tablas. Encajó el pufio derecho en el cuenco de la * mano izquierda y se fue acercando al ring. | Una lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo J doce sogas forradas. Oía el chasquido de los guan- i tes golpeando. Los guantes viejos suenan más que 1 los nuevos. Los guantes viejos a veces cortan como I navajas de afeitar, a veces levantan la piel como na- 1 vajas desafíladas. Los guantes viejos infectan los cor- f tes o hacen que en los rasponazos de la piel surjan i puntitos de pus. J Ya no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas: «Esa dere-cha, esa derecha... Sal de cuerdas... Esa guardia, le-vántala... Sal de cuerdas... Boxea.» El maestro se abu-rría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto. Sin embargo, en el ring uno tenia miedo. Uno tenia ganas de dejarlo y esperaba que la voz, sin cam-biar el tono, diese por finalizada la pelea. «Cubrete», dijo el maestro. Pero la palabra no Uegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados, empujándose. «Cubrete al salir», dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos se separaron sin tocarse. En-tonces el maestro dijo: «Basta.» Y a los dos se les ca-yeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo. Se lo sabía bien. Ahora curia alguien: «<;Hacemos un asalto nosotros? ^Quiénes? Nosotros; Juan y yo, o el Conca y yo.» Otra callejera con miedo. Otra pa-yasada. Uno que estaba apoyado en la pared con-templando despreciativamente la pelea fue hacia el saco. Pensó que aquél sí podría ser boxeador; los de-más no. A los demás los conocía bien. Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas del barrio, en los talleres, en los bailes de domingo. Se los imaginaba amagando un golpe a un compafiero: «Te doy así...» El maestro se acercó cansadamente. —Estás flojo de piernas. -Ya. —No te descuides. -Ya. —Te veo sin muchas ganas. —No, tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien. —Bueno. El maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podia parecer que estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado im- 18 19 portante, pero había peleado en Paris, en Londres... Fue a la Argentina... Había sido figura. Se defendía dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen hombre, un poco amar-gado porque la gente de su gimnasio no tenia suerte. Les robaban las peleas... No, no las robaban... En el gimnasio apenas había gente que valiera la pena. Oyó su nombre. —Paco, ponle chicha a ese ojo. Risas de compromiso. Contestó con una brutalidad. Se volvió de espaldas. Se acercó al que estaba gol-peando el saco. —^Sales el domingo? Esperó la respuesta. El que golpeaba el saco res-piraba sonoramente cada vez que pegaba. —