A C T O PRIMERO PERSONAJES Sala en casa de unos labradores ricos. La Raimunda La Acacia La Juliana Doña Isabel Milagros La Fidela La Engracia La Bernabea La Gaspara Esteban norberto Faustino El Tío Eusebio Bernabé El Rubio Mujeres, mozas y mozos. En un pueblo de Castilla ESCENA I LA RAIMUNDA, LA ACACIA, DOÑA ISABEL, MILAGROS, LA PÍDELA, LA ENGRACIA, LA GASPARA Y LA BERNABEA Al levantarse el telón todas en pie, menos doña Isabel, se despiden de otros cuatro o cinco, entre mujeres y mozas. Gaspara. — Vaya, queden ustedes con Dios; con Dios, Raimunda. Bernabea. — Con Dios, doña Isabel... Y tú, Acacia, y tu madre, que sea para bien. Raimunda. — Muchas gracias. Y que todos lo veamos. Anda, Acacia, sal tú con ellas. Todas. — Con Dios, abur. (Gran algazara. Salen las mujeres y los mozos y Aca-cia con ellas.) Doña Isabel. — ¡Qué buena moza está la Bernabea! Engracia. — íhies va para el año bien mala que estuvo. Nadie creíamos que lo contaba. Doña Isabel. - Dicen que se casa también muy pronto. Fidela. — Para San Roque, si Dios quiere. Doña Isabel. — Yo soy la última que se entera de lo que pasa en el pueblo. Como en mi casa todo son calamidades... está una tan metida en sí. Engracia. — ¡Qué! ¿No va mejor su esposo? Doña Isabel. — Cayendo y levantando; aburridas nos tiene. Ya ven todos lo que salimos de casa; ni para ir a misa los más de los domingos. Yo por mí ya estoy hecha, pero esta hija se me está consumiendo. Engracia. — Ya, ya. ¿En qué piensan ustedes? Y tú, mujer, mira que está el año de bodas. Doña Isabel. — Sí, sí, buena es ella. No sé yo de dónde haya de venir el que le caiga en gracia. Fidela. — Pues para monja no irá, digo yo; así, ella verá. Doña Isabel. — Y tú, Raimunda. ¿Es a gusto tuyo esta boda? Parece que no té veo muy cumplida. Raimunda. — Las bodas siempre son para tenerles miedo. Engracia. — Pues hija, si tú no casas la chica a gusto no sé yo quién podamos decir otro tanto; que , denguna como ella ha podido escoger entre lo mejorcito. Fidela. — De comer no ha de faltarles, dar gracias a Dios, y como están las cosas no es lo que menos hay que mirar. Raimunda. — Anda, Milagros, anda abajo con Acacia y los mozos; que me da no sé qué de verte tan parada. Doña Isabel. — Ve, mujer. Es que esta hija es como Dios la ha hecho. Milagros. — Con el permiso de ustedes. (Sale.) Raimunda. — Y anden ustedes con otro bizcochito y con otra copita. Doña Isabel. — Se agradece, pero yo no puedo con~ nada. RAimunda.—Pues andar vosotras, que esto no es nada. Doña Isabel, — Pues a la Acacia tampoco la veo como debía, de estar un día como el de hoy que vienen a pedirla. Raimunda. — Es que también esta hija mía es como es. ¡Más veces me tiene desesperada! Callar a todo, eso sí, hasta que se descose, y entonces no quiera usted oírla, que la dejará a usted bien parada. Engracia. — Es que se ha criao siempre tan consentida. .. como tuvisteis la desgracia de perder a los tres chicos y quedó ella sola, hágase usted cargo... Su padre, pajaritas del aire que le pidiera la muchacha, y tú dos cuartos de lo mismo... Luego, cuando murió su padre, esté en gloria, la chica estaba tan encelada contigo; así es que cuando te volviste a casar le sentó muy malamente. Y eso es lo que ha tenido siempre esa chica, pelusa. Raimunda. — ¿Y qué iba yo a hacerle? Yo bien hubiera querido no volverme a casar... Y si mis hermanos .hubieran sido otros... Pero digo, si no entran aquí unos pantalones a poner orden, a pedir limosna andaríamos mi hija y yo a estas horas; bien lo saben todos. Doña Isabel. — Eso es verdad. Una mujer sola no es nada en el mundo. Y que te quedaste viuda muy joven. Raimunda. — Pero yo no sé que esta bija mía y haya podido tener pjglusa de nadie; que su madre soy y no sé yo quién la quiera y la consienta más de los' dos; que Esteban no ha sido nunca un padrastro pa ella. Doña Isabel. — Y es razón que así sea. No habéis tenido otros hijos. Raimunda. — Nunca va y viene, de ande quiera que sea, que no se acuerde de traerle algo... No se acuerda tanto de mí, y nunca me he sentido por eso; que al fin es mi hija, y el que la quiera de ese modo me ha hecho quererle más. Pero ella... ¿Querrán ustedes creer que ni cuando era chica, ni ahora, no se diga, y ha permitido nunca de darle un beso? Las pocas veces que le he puesto la mano encima no ha sido por otra cosa- Fidela. — Y a mí qué no hay quien me quite de la cabeza que tu hija y a quien quiere y es a su primo. Raimunda. — ¿A Norberto? Pues bien plantao le dejó de la noche a la mañana. Ésa es otra; lo que pasó entre ellos no hemos podido averiguarlo nadie. Fidela. — Pues ésa es la mía, que nadie hemos podido explicárnoslo y tiene que haber su misterio. Engracia. — Y ella puede, y que no se acuerde de su primo; pero él aun le tiene su idea. Si no mira y cómo hoy en cuanto se dijo que venía el novio con su padre a pedir a tu hija, cogió y bien temprano se fue pa los Berrocales, y los que le han visto dicen que iba como entristeció. Raimunda. — Pues nadie podrá decir que ni Esteban ni yo la hemos aconsejao en ningún sentío. Ella de por sí dejó plantao a Norberto, todos lo saben, que ya iban a correrse las proclamas, y ella consintió de hablar con Faustino. A él siempre le pareció ella bien, ésa es la verdad... Como su padre ha sido siempre muy amigo de Esteban, que siempre han andao muy unidos en sus cosas de la política y de las elecciones, cuantas veces hemos ido al Encinar por la Virgen o por cualquier otra fiesta o han venido aquí ellos, el muchacho pues no sabía qué hacerse con mi hija; pero como sabía que ella y hablaba aquí con su primo, pues decirle nunca le dijo nada... Y hasta que ella, por lo que fuera, que nadie lo sabemos, plantó al otro, éste no dijo nada. Entonces, sí, cuando supieron y que ella había acabao con su primo, su padre de Faustino habló con Esteban y Esteban habló conmigo y yo hablé con mi hija y a ella no le pareció mal; tanto es así que ya lo ven todos, a casarse va, y si a gusta suyo no fuera, pues no tendría perdón de Dios, que lo que hace nosotros a gusto suyo y bien que a su gusto la hemos dejao. Doña Isabel. — Y a su gusto será. ¿Por qué no? El novio es buen mozo y bueno parece. Engracia. — Eso sí. Aquí todos le miran como si fuera del pueblo mismamente; que aunque no sea de aquí es de tan cerca y la familia es tan conocida que no están miraos como forasteros. Fidela. — El tío Eusebio puede y que tenga más tierras en la jurisdicción que en el Encinar. Engracia. — Y que así es. Haste cuenta; se quedó con todo lo del tío Manolito y a más con las tierras de propios que se subastaron va pa dos años. Doña Isabel. — No, la casa es la más fuerte de por aquí. Fidela. — Que lo diga usted, y que aunque sean cuatro hermanos todos cogerán buen pellizco. Engracia. — Y la de aquí que tampoco va descalza. Raimunda. — Que es ella sola y no tiene que partir con nadie y que Esteban ha mirao por la hacienda que no§ quedó de su padre que no hubiera mirado más por una hija suya. (Se oye el toque de Oraciones.) Doña Isabel. — Las Oraciones. (Rezan todas entre dientes.) Vaya, Raimunda, nos vamos para casa; que a Telesforo hay que darle de cenar temprano; digo cenar, la pizca de nada que toma. Engracia. — Pues quiere decirse que nosotras también nos iremos si te parece. Fidela. — Me parece. Raimunda. — Si queréis acompañarnos a cenar... [s ]A doña Isabel no le digo nada, porque estando su esposo tan delicado no ha de dejarle solo. Engracia. — Se agradece; pero cualquiera gobierna aquella familia si una falta. Doña Isabel. — ¿Cena esta noche el novio con vosotras? Raimunda. — No, señora, se vuelven él y su padre pa el Encinar; aquí no habían de hacer noche y no es cosa de andar el camino a deshora, y estas noches sin 18 JACINTO BENAVENTE LA MALQUERIDA 19 tuna... Como que ya me parece que se tardan, que ya van acortando mucho los días y luego, luego es noche cerrada. Engracia. — Acá suben todos. A la cuenta es la despedida. Raimunda. — ¿No lo dije? ESCENA II DICHAS, LA ACACIA, MILAGROS, ESTEBAN, EL TÍO EUSEBIO y FAUSTINO Esteban. — Raimunda; aquí, el tío Eusebio y Faustino que se despiden. Eusebio. — Ya es hora de volvernos pa casa; antes que se haga noche, que con las aguas de estos días pasados están esos caminos que es una perdición. Esteban. — Sí que hay ranchos muy malos. Doña Isabel. — ¿Qué dice el novio? Ya no se acuerda de mí. Verdad que bien irá para cinco años que no le había visto. Eusebio. — ¿No conoces a doña Isabel? Faustino. — Sí, señor; pa servirla. Creí que no se recordaba de mí. Doña Isabel. — Sí, hombre; cuando mi marido era alcalde; va para cinco años. ¡Buen susto nos diste por San Roque, cuando saliste ahtoro y creímos todos qué te había matado! Engracia. — El mismo año que dejó tan mal herido a Julián, el de la Eudosia. Faustino. — Bien me recuerdo, sí, señora. Eusebio. — Aunque no fuera más que por los lapos que llevó luego en casa... muy merecidos... Faustino. — ¡La mocedad! Doña Isabel. — Pues no te digo nada, que te llevas la mejor moza del pueblo; y que ella no se lleva mal mozo tampoco. Y nos vamos, que ustedes aun tendrán que tratar de sus cosas. Esteban. — Todo está tratao. Dona Isabel. — Anda, Milagros... ¿Qué te pasa? Acacia. — Que le digo que se quede a cenar con nosotros y no se atreve a pedirle a usted permiso. Déjela usted, doña Isabel. Raimunda. — Sí que la dejará. Luego la acompañan de aquí Bernabé y la Juliana y si es caso también irá Esteban. Doña Isabel. — No, ya mandaremos de casa a bus- • caria. Quédate, si es gusto de la Acacia. Raimunda. — Claro está, que tendrán ellas que hablar de mil cosas. Doña Isabel. — Pues con Dios todos, iío Eusebio, Esteban. ' Eusebio.—Vaya usted con Dios, doña Isabel... Muchas expresiones a su esposo. Doña Isabel. — Dé su parte. Engracia. — Con Dios; que lleven buen viaje. Fidela. — Queden con Dios... (Salen todas las mujeres.) Eusebio. — ¡Qué nueva está doña Isabel! Y a la cuenta debe de andarse por mis años. Pero bien dicen: quien tuvo, retuvo y guardó para la vejez... porque doña Isabel ha estao una buena moza ande las haya habió. Esteban. — Pero siéntese usted un poco, tío Euse-bio. ¿Qué prisa le ha entrao? Eusebio. — Déjate estar, que es buena hora de volvernos, que viene muy oscuro. Pero tú no nos acompañes; ya vienen los criados con nosotros. Esteban. — Hasta el arroyo siquiera; es un paseo. LA MALQUERIDA tí (Entran la Raimunda, la Acacia y la Milagros.) Eusebio. .— Y vosotros deciros too lo que tengáis que deciros. Acacia. — Ya lo tenemos todo hablao. » Eusebio. — ¡Eso te creerás tú! Raimunda. — Vamos, tío Eusebio; no sofoque usted a la muchacha. Acacia. — Muchas gracias de todo.^ Eusebio. — ¡Anda ésta! ¡Qué gracias!^ Acacia. — Es muy precioso el aderezo. Eusebio. — Es lo más aparente que se ha encoñtrao. Raimunda. — Demasiado para una labradora. Eusebio. — ¡Qué demasiado! Dejarse estar. Con más piedras que la Custodia de Toledo lo hubiera yo querido. Abraza a tu suegra. Raimunda. — Ven acá, hombre; que mucho tengo que quererte pa perdonarte lo que te me llevas. ¡La hija de mis entrañas! Esteban. — ¡Vaya! Vamos a jipar ahora... Mira la chica. Ya está hecha una Madalena. Milagros. — ¡Mujer!... ¡Acacia! (Rompe también a llorar.) Esteban. — ¡Anda la otra! ¡Vaya, vaya! Eusebio. — No ser así... Los llantos pa los difuntos. Pero una boda como ésta, tan a gusto de tóos. Ea, alegrarse... y hasta muy pronto. Raimunda. — Con Dios, tío Eusebio. Y a la Julia que no le perdono y que no haya venido un día como hoy. Eusebio. — Sí ya sabes cómo anda de la vista...Había que haber puesto el carro y está esa subida de los Berrocales pa matarse el ganao. Raimunda. — Pues déle usted muchas expresiones y que se mejore. Eusebio. — De tu parte. Raimunda. — Y andarse ya, andarse ya, que se hace noche. (A Esteban.) ¿Tardarás mucho? Eusebio. — Ya le he dicho que no venga... Esteban. — ¡No faltaba otra cosa! Iré hasta el arroyo. No esperarme a cenar. Raimunda. — Sí que te esperamos. No es cosa de cenar solas un día como hoy. Y a la Milagros le da lo mismo cenar un poco más tarde. Milagros. — Sí, señora; lo mismo. Eusebio. — ¡Con Dios! Raimunda. — Bajamos a despedirles. Faustino. — Yo tenía que decir una cosa a la Acacia... Eusebio. — Pues haberlo dejao pa mañana. ¡Como no habéis platicao todo el día! Faustino. — Si es que... unas veces que no me acordao y otras con el bullicio de la gente... Eusebio. — A ver po ande sales... Faustino. — Si no es riada... Madre, que al venir, como cosa suya, me dio este escapulario pa la Acacia; de las monjas de allá. Acacia. — ¡Es muy precioso! Milagros. — ¡Bordao de lentejuela! ¡Y de la Virgen Santísima del Carmen! Raimunda. — ¡Poca devoción que ella le tiene! Da las gracias a fu madre. Faustino. — Está bendecío,.. Eusebio. — Bueno; ya hiciste el encargo. Capaz eras de haberte vuelto con él y ¡hubiera tenido que oír tú madre! ¡Pero qué corto eres, hijo! No sé yo a quién hayas salió... (Salen todos. La escena queda sola un instante. Ha ido obscureciendo. Vuelven la Raimunda, la Acacia y la Milagros.) *£ JACINTO BENAVENTE LA MALQUERIDA Raimunda. — Mucho se han entretenido; salen de noche... ¿Qué dices, hija? ¿Estás contenta? Acacia. — Ya lo ve usted. Raimunda. — ¡Ya lo ve usted! Pues eso quisiera yo; verlo... {Cualquiera sabe contigo! Acacia. — Lo que estoy es cansada. Raimunda. — ¡Es que hemos Hevao un día! Desde las cinco y que estamos en pie en esta casa. Milagros. —Y que no habrá faltao nadie a darte el parabién. Raimunda. — Pues todo el pueblo, puede decirse; principiando por él señor cura, que fue de los primeri-tos. Ya le he dao pa que diga una misa y diez panes pa los más pobrecitos, que de todos hay que acordarse un día así. ¡Bendito sea Dios, que nada nos falta! ¿Están ahí las cerillas? Acacia. — Aquí están, madre. Raimunda. — Pues enciende esa luz, hija; que da tristeza esta oscuridad. (Llamando.) ¡Juliana! ¡Juliana! ¿Ande andará ésa? Juliana, (dentro y como desde abajo). — ¿Qué? Raimunda. — Súbete pa acá una escoba y el cogedor. Juliana (ídem). — De seguida subo. Raimunda. — Voy a echarme otra falda; que ya no ha de venir nadie. Acacia. — ¿Quiere usted que yo también me des nude? * Raimunda. — Tú déjate estar, que no tienes que trajinar en nada y un día es un día... (Entra la Juliana.) Juliana. — ¿Barro aquí? Raimunda. — No; deja ahí esa escoba. Recoge todo eso; lo friegas muy bien fregao, y lo pones en el chinero; y cuidado con esas copas que es cristaHino. Juliana. — ¿Me puedo comer un bizcocho? Raimunda. — Sí, mujer, sí. ¡Que eres de golosona! Juliana. — Pues sí que la hija de mi madre ha dis-frutao de nada. En sacar vino y hojuelas pa todos se me ha ido el día, con el sin fin de' gente que aquí ha habió... Hoy, hoy se ha visto lo que es esta casa pa todos; y tamién la del tío Eusebio, sin despreciar. Y ya se verá el día de la boda.Yo sé quien va a bailarte una onza de oro y quien va a bailarte una jcolcha bordada dé sedas, con unas flores que las ves tan preciosas de propias que te dan garas de cogerlas mismamente. Día grande ha de ser. ¡Bendito sea Dios!, de mucha alegría y de mucho llanto también; yo la primera, que, no diré yo como tu madre, porque con una madre no hay comparación de nada, pero quitao tu madre... Y que a más de lo que es pa mí esta casa, el pensar en la moza que se me murió, ¡hija de mi vida!, que era así y como eres tú ahora... Raimunda. —¡Vaya, Juliana; arrea con todo,eso y no nos encojas el el corazón tú también, que ya tenemos bastante ca uno con lo nuestro. Juliana. — No permita Dios de ajügir yo a nadie... Pero estos días así no sé qué tienen que todo se agolpa, bueno y malo, y quiere una alegrarse y se pone nlás entristecía.. Y no digas, que no he querío mentar a su padre de ella, esté en gloria. ¡Válganos Dios! ¡Si la hubiera visto este día! Esta hija que era pa él la gloria del mundo. Raimunda. — ¿No callarás la boca? Juliana. — ¡No me riñas, Raimunda! Que es como si castigaras a un perro fiel, que ya sabes que eso he sido yo siempre pa esta casa y pa ti y pa tu hija; como un perro leal, con la ley de Dios el pan que he comido siempre de esta casa, con la honra del mundo como todos lo saben... (Sale.) Raimunda. — ¡Qué Juliana!... Y dice bien; que ha 2Á BENAVENTE LA MALQUERIDA ÉS sido siempre como un perro de leal y de fiel pa esta casa. (Sé pone a barrer.) Acacia. — Madre... * Raimunda. — ¿Qué quieres, hija? Acacia. — ¿Me da usted la llave de esta cómoda^ que quiero enseñarle a la Milagros unas cosillas?~~ Raimunda. — Ahí la tienes. Y ahí os quedáis, que voy a dar una vuelta a la cena. (Sale.) (La Acacia y la Milagros se sientan en el suelo y abren el cajón de abajo de la cómoda.) Acacia. — Mira estos pendientes; me los ha rega-lao... Bueno, Esteban... ahora no está mi madre; mi madre quiere que le llame padre siempre. Milagros. — Y él bien te quiere. Acacia. — Eso sí; pera padre y madre no hay más que unos... Estos pañuelos también me los trajo él de Toledo; las letras las han bordao las monjas... Estas son tarjetas postales; mira qué preciosas. Milagros. — jQué señoras tan guapetonas! Acacia. — Son cómicas de Madrid y ¿e París de Francia... Mira estos niños qué ricos... Esta caja me la trajo él también llena de dulces. Milagros. — Luego dirás. . Acacia. — Si no digo nada. Si yo bien veo que me quiere; pero yo hubiera querido mejor y estar yo sola con mi madre. Milagros. — Tu madre no te ha querido menos por eso. Acacia. — ¡Qué sé yo! Está muy ciega por él. No sé yo si tuviera que elegir entre mí y ese hombre,.. Milagros. — |Qué cosas dices! Ya ves, tú ahora te casas, y si tu madre hubiera seguido viuda, bien sola la dejabas. Acacia. — ¿Pero tú crees que yo me hubiera easao si yo hubiera estao sola con mi madre? Milagros. — j Anda I ¿No te habías de haber casao? Lo mismo que ahora. Acacia.—No lo creas. ¿Ande iba yo haber estao más ricamente que con^mi madre en esta casa? Milagros. -— Pues no tienes razón. Todos dicen que tu padrastro ha sido muy bueno para ti y con tu madre. Si no hubiera sidp así, ya tú ves, con lo que se habla en los pueblos... Acacia. — Sí ha sido bueno; no diré yo otra cosa. Pero no me hubiera casao si mi madre no vuelve a casarse. Milagros. — ¿Sabes lo que te digo? Acacia. — ¿Qué? Milagros. — Que no van descaminados los que dicen que tú no quieres a Faustino, que al que tú quieres es a Norberto. « Acacia. — No es verdad. ¡Qué voy a quererle! Después de la acción que me hizo. Milagros. — Pero si todos dicen que fuiste tú quien le dejó. Acacia. — ¡Que fui yo, que fui yo! Si él no hubiera dao motivo... En fin, no quiero hablar de esto... Pero no dicen bien; quiero más a Faustino que le he querido a él. Milagros. — Así debe ser. De otro modo mal harías en casarte. ¿Te han dicho que Norberto se fue del pueblo esta mañana? 44^a.cuenta no ha querido estar aquí el día de hoy. Acacia. — ¿Qué más tiene pa él este día que cualquiera otro? Mira, é3ta es la última carta que me escribió, después que concluímos... Como yo no he consentío volverle a ver..., no sé pa qué la guardo... Ahora mismito voy a hacerla pedazos. (La rompe.) lEa! Milagros. — ¡Mujer, con qué rabia!..... Acacia. — Pa lo que dice..., y quemo los pedazos... JACINTO BENAVENTE LA MALQUERIDA Milagros. — ¡Mujer, no se inflame la lámpara! Acacia (abre la ventana).—Y ahora a la calle, al viento. ¡Acabao y bien acabao está todo!... ¡Qué oscuridad de noche! Milagros (asomándose también a la ventana). — Sí que está miedoso.; sin luna y sin estrellas... Acacia. — ¿Has oído? Milagros. — Habrá sido una puerta que habrán cerrao de golpe. Acacia. — Ha sonao como un tiro. % Milagros. — ¡Qué, mujer! ¿Un tiro a estas horas? Si no es que avisan de algún fuego, y no se ve resplandor de ninguna parte. Acacia. — ¿Querrás creerme que estoy asustada? Milagros. — ¡Qué, mujer! Acacia (corriendo de pronto hacia la puerta). — ¡Madre, madre! Raimunda (desde abajo). — ¡Hija! Acacia. — ¿No ha. oído usted nada? Riamunda {ídem). — Sí, hija; ya he mandao a la Juliana a enterarse... No tengas susto. Acacia. — ¡Ay, madre! Raimunda. — ¡Calla, hija! Ya subo. Acacia. — Ha sido un tiro lo que ha sonao, ha sido un tiro. Milagros. — Aunque asi sea; nada malo habrá pasao. Acacia. — ¡Dios lo haga! (Entra Raimunda.) Raimunda. — ¿Te has asustao, hija? No habrá sido nada. Acacia. — También usted está asustada, madre. Raimunda. — De verte a ti... Al pronto, pues como está tu padre fuera de casa, sí me he sobresaltao... Pero no hay razón para ello. Nada malo puede haber pasao... ¡Calla! ¡Escucha! ¿Quién habla abajo? ¡Ay, Virgen! Acacia. — ¡Ay, madre, madre! Milagros. — ¿Qué dicen, qué dicen? Raimunda, —r No bajes tú, que ya voy yo. Acacia. — No baje usted, madre. Raimunda. — Si no sé qué he entendido... ¡Ay, Esteban de mi vida y que no le haya pasao nada malo! (Sale.) Milagros. — Abajo hay mucha gente..., pero desde aquí no les entiendo lo que hablan. Acacia. — Algo malo ha sido, algo malo ha sido. ¡Ay, lo que estoy pensando! Milagros. — También yo, pero no quiero decírtelo. Acacia. — ¿Qué crees tú que ha sido? Milagros. — No quiero decírtelo, no quiero decírtelo. Raimunda (desde abajo). — ¡Ay, Virgen Santísima del Carmen! ¡Ay, qué desgracia! ¡Ay, esa pobre madre cuando lo sepa que han matado a su hijo! ¡Ay, no quiero pensarlo! ¡Ay, qué desgracia, qué desgracia pa todos! Acacia. — ¿Has entendido?... Mi madre... ¡Madre. .., madre!... Raimunda. — ¡Hija, hija, no bajes! ¡Ya voy, ya voy! (Entran Raimunda, la Fidela, la Engracia y algunas mujeres.) Acacia. •»— Pero, ¿qué ha pasao?, ¿qué ha pasao? Ha habido una muerte, ¿verdad?, ha habido una muerte. Raimunda. — ¡Hija de mi vida! ¡Faustino, Faustino!. Acacia. — ¿Qué? Raimunda. — Que lo han matao, que lo han matao de un tiro-a la salida del pueblo. Acacia. — ¡Ay, madre! ¿Y quién ha sido, quién ha sido? JACINTO BENAVENTE LA MALQUERIDA M§ Raimunda. - No se sabe..., no^han visto a nadie. Pero todos dicen y que ha sido Norberto; pá que sea mayor la desgracia que nos ha venido a todos. Engracia. — No puede Haber sido otro. Mujeres. — ¡Norberto!... ¡Norberto! Fidela. — Ya han acudió los de justicia. Engracia. — Lo traerán preso.. Raimunda. — Aquí está tu padre. (Entra Esteban.) ¡Esteban de mi vida! ¿Cómo ha sido? ¿Qué sabes tú? Esteban. — ¡Qué tengo de saber? Lo que todos... Vosotras no me salgáis de aquí, no tenéis que hacer nada por el pueblo. Raimunda. — ¡Y ese padre cómo estará! ¡Y aquella madre cuando le lleven a su hijo que salió esta mañana de casa lleno de vida y lleno de ilusiones y vea que se lo traen muerto de tan mala muerte, asesinao de esta manera! Engracia. — Con la horca no paga y el que haiga sío. Fidela. — Aquí, aquí mismo habían de matarlo. Raimunda. — Yo quisiera verlo, Esteban; que no se lo lleven sin verlo... Y esta hija también; al fin iba a ser su marido. Esteban. — No acelerarse; lugar habrá para todo. Esta noche no os mováis de aquí, ya lo he dicho. Ahora no tiene que hacer allí nadie más que la justicia; ni el médico ni el cura han podido hacer nada. Yo me vuelvo pa allá, que a todos han de tomarnos declaración. (Sale Esteban). . Raimunda. — Tiene razón tu padre. ¿Qué podemos ya hacer por él? Encomendarle su alma a Dios... Y a esa pobre madre que no se me quita del pensamiento... No estés así, hija, que me asustas más que si te viera llorar y gritar. ¡Ay, quién nos hubiera dicho esta mañana lo que tenía que sucedemos tan pronto! Engracia. — El corazón y dicen que le ha partido. Fidela. — Redondo cayó del caballo. Raimunda. —¡Qué borrón y qué deshonra pa este pueblo y que de aquí haya salido el asesino con tan mala entraña] ¡Y que sea de nuestra familia pa mayor vergüenza! Gaspara. —Eso es lo que aun no sabemos nadie. Raimunda. — ¿Y quién otro puede haber sido? Si lo dicen todos... Engracia. — Todos los dicen. Norberto ha sido. Fidela. — Norberto, no puede haber sido otro. Raimunda. — Milagros, hija, enciende esas luces a la Virgen y vamos a rezarle un rosario ya que no podamos hacer otra cosa más que rezarle por su alma. Gaspara. — ¡El Señor le haiga perdonao! Engracia. — Que ha muerto sin confesión. Fidela. — Y estará su alma en pena. ¡Dios nos libre! Raimunda (a Milagros). —Lleva tú el rosario - yo ni puedo rezar. ¡Esa madre, esa madre! (Empiezan a rezar el rosario. Telón.) FIN DEL ACTO PRIMERO Acto segundo LA MALQUERIDA Portal de una casa de labor. Puerta grande al foro, que da el campo. Reja a los lados. Una puerta a la derecha y otra a la izquierda. ESCENA I LA RAIMUNDA, LA ACACIA, LA JULIANA Y ESTEBAN Esteban, sentado a una mesa pequeña, almuerza. La Raimunda, sentada también, le sirve. La Juliana entra y sale asistiendo a la mesa. La Acacia, sentada en una silla baja, junto a una de las ventanas, cose, con un cesto de ropa blanca al lado. Raimunda. — ¿No está a tu gusto? Esteban. — Sí, mujer. Raimunda. — No has comido nada. ¿Quieres que se prepare alguna otra cosa? Esteban. — Déjate, mujer, si he comido bastante. Raimunda. . — ¡Qué vas a decirme! (Llamando.) Juliana, trae pa acá la ensalada. Tú has tenido algún disgusto. Esteban. — ¡Qué, mujer! Raimunda. — ¡Te conoceré yo! Como que no has debió ir al pueblo. Habrás oído allí a unos y a otros. Quiere decir que determinamos, muy bien pensao, de venirnos al soto por no estar allí en estos días, y te vas tú allí ésta mañana sin decirme palabra. ¿Qué tenías que hacer allí? • Tenía... que hablar con Norberto Esteban. — con su padre. Raimunda. — Bueno está; pero les hubieras mandao llamar y que hubieran acudió ellos. Podías haberte ahorrao el viaje y el oír a la demás gente, qué bien sé yo las habladurías de unos y de otros que andarán por el pueblo. Juliana. — Como que no sirve el estarse aquí, sin querer ver ni entender a ninguno, que como el soto es paso de todos estos lugares a la redonda, no va y viene uno que no se pare aquí a oliscar y cucharetear lo que a nadie le importa. Esteban. — Y tú que no dejarás de conversar con todos. Juliana. — Pues no, señor, que está usted muy equi-vocao, que no he hablao con nadie, y aun esta mañana le reñí a Bernabé por hablar más de la cuenta con unos que pasaron del Encinar. Ya mí ya pueden venir a preguntarme, que de mi madre lo tengo aprendido, y es buen acuerdo: al que pregunta mucho responderle poco y al contrario. Raimunda. — Mujer, calla la boca. Anda allá dentro. (Sale Juliana.) Y ¿qué anda por el pueblo? Esteban. — Anda... que el tío Eusebio y sus hijos han jurao de matar a Norberto, que ellos no se conforman con que la justicia y le haya soltao tan pronto; que cualquier día se presentan allí y hacen una sonada; que el pueblo anda dividió en dos bandos y mientras unos dicen que el tío Eusebio tiene razón y que no ha podio ser otro que Norberto, los otros dicen que Norberto no ha sío, y que cuando la justicia le ha puesto en la calle es porque está bien probao que es inocente. Raimunda. — Yo tal creo. No ha habido una declaración en contra suya; ni el padre mismo de Faustino, ni sus criados, ni tú que ibas con ellos. Esteban. — Encendiendo un cigarro íbamos el tío Eusebio y yo; por cierto que nos reíamos como dos tontos; porque yo quise presumir con mi encendedor y no daba lumbre, y entonces el tío Eusebia fue y tiró de su buen pedernal y su yesca y me iba diciendo muerto de risa:, anda, enciende tú con eso pa que presumas con esa maquinaria saca-dineros, que yo con esto me apaño tan ricamente... Y ése fue el mal, que con esta broma nos quedamos rezagaos y cuando sonó el disparo y quisimos acudir ya no podía verse a nadie. A más que, como luego vimos que había muerto, pues nos quedamos tan muertos como él y nos hubieran matao a nosotros que no nos hubiéramos dao cuenta (lia Acacia se levanta de apronto y va a salir.) Raimunda. — ¿Dónde vas, hija, como asustada? ¡SI que está una pa sobresaltos! Acacia. — Es que no saben ustedes hablar de otra cosa. ¡También es gusto! No habrá usted contao veces cómo fue y no lo tendremos oído otras tantas. Esteban. — En eso lleva razón... Yo por mí no hablaría nunca; es tu madre. Acacia. — Tengo soñao más* noches... yo, que antes no me asustaba nunca de estar sola ni a oscuras y ahora hasta de día me entran unos miedos... Raimunda. — No eres tú sola; sí que yo duermo ni descanso de día ni de noche. Y yo sí que nunca he sido asustadiza, que ni de noche me daba cuidao de pasar por el campo santo, ni la noche de ánimas que fuera, y ahora todo me sobrecoge, los ruidos y el silencio... Y lo que son las cosas, mientras creímos todos que podía haber sido Norberto, con ser de la familia y ser una desgracia y una vergüenza pa todos, pues quiere decirse que como ya no tenía remedio, pues... ¡qué sé yo!, estaba tan conforme... al fin y al cabo tenía su explicación. Pero ahora... si no ha bío Norberto, ni nadie sabemos quién ha sido y nadie podemos explicarnos por qué mataron a ese pobre, yo no pugdo estar tranquila. Si no era Norberto, ¿quién podía quererle mal? Es que ha sido por .una venganza, algún enemigo de su padre, quién sabe si tuyo también... y quién sabesi no iba contra ti el golpe, y como era de-noche y hacía muy oscuro no se confundieron y lo que no hicieron entonces lo harán otro día y... y vamos, que yo no vivo ni descanso y ca vez que sales de casa y andas por esos caminos me entra un desasosiego... Mismo hoy, como ya te tardabas, en poco estuvo de irme yo pa el pueblo. Acacia. — Y al camino ha salido usted. Raimunda. — Es verdad; pero como te vi desde el altozano que ya llegabas por los molinos y vi que venía el Rubio contigo, me volví corriendo pa que no me riñeras. Bien sé que no es posible, pero yo quisiera ir ahora siempre ande tú fueras, no desapartarme de junto a ti por nada de este mundo; de otro modo nó puedo estar tranquila, no es vida ésta. Esteban. — Yo no creo que nadie me quiera mal. , Yo nunca hice mal a nadie. Yo bien descuidao voy ande quiera, de día como de noche. Raimunda. — Lo jnismo me parecía a mí antes, que nadie podía querernos mal... Esta casa ha sido el amparo de mucha gente. Pero basta una mala voluntad, basta con una mala intención; y ¡qué sabemos nosotros bí hay quien nos quiere mal sin nosotros saberlo! De ande ha venido este golpe puede venir otro. La justicia ha soltao a Norberto, porque no ha podido probarse que tuviera culpa ninguna... Y yo me alegro. ¿No tengo de alegrarme?, si es hijo de una hermana, la que yo más quería... Yo nunca pude creer que Norberto tuviera tan mala entraña pa hacer una cosa como ésa... ¡asesinar a un hombre, a traición! Pero ¿es que ya se luí trminado todo? ¿Qué hace ahora la justicia? ¿Por qué no buscan, por qué no habla nadie? Porque alguien tié que sabor, alguno tié que haber visto aquel día quién pasó por allí, quién rondaba por el camino... Cuando nada malo se trama, todos son a dar razón de quién va y quién viene, sin nadie preguntar todo se sabe, y cuando más importa saber, nadie sabe, nadie ha visto nada... Esteban. — ¡Mujer! ¿Qué particular tiene que así sea? El que a nada malo va, no tiene por qué ocultarse: el que lleva una mala idea, ya mira de esconderse. Raimunda. — ¿Tú quién piensas que pué haber sido? Esteban. — ¿Yo? La verdad... pensaba en Norberto como todos; de no haber sido él, ya no me atrevo a pensar de nadie. Raimunda. — Pues mira: yo bien sé que vas a reñirme, pero ¿sabes lo que he determinao? Esteban. — Tú dirás... Raimunda. — Hablar yo con Norberto. He mandado a Bernabé a buscarlo. Pienso que no tardará en acudir. Acacia. —- ¿Norberto? ¿Y qué quiere usted saber del? Esteban. — Eso digo yo. ¿Qué crees tú que él puede decirte? Raimunda. — ¡Qué sé yo! Yo sé que él a mí no puede engañarme. Por la memoria de su madre he de pedirle que me diga la verdá de todo. Aunque él hubiera sido, ya sabe él que yo a nadie había de ir a contarlo. Es que yo no puedo vivir así, temblando siempre por todos nosotros. Esteban. — Y ¿tú crees que Norberto va a decirte a ti lo que haya sido, si ha sido él quien lo hizo? Raimunda. — Pero yo me quedaré satisfecha después de oírle. Esteban. — Allá tú, pero cree que todo ello sólo servirá para más habladurías si saben que ha venido a esta casa. A más que hoy ha de venir el tío Eusebio y si se encuentran... Raimunda. — Por el camino no han de encontrarse, que llegan de una parte ca uno... y aquí, la casa es grande, y ya estarán al cuidao. (Entra la Juliana.) Juliana. — Señor amo... Esteban. — ¿Qué hay? Juliana. — El tío Eusebio que está al llegar y vengo a avisarle, por si no quiere usted verlo. Esteban. — Yo ¿por qué? Mira si ha tardao en acudir. Tú verás si acude también el otro. Raimunda. — Por pronto que quiera... Esteban. — Y ¿quién te ha dicho a ti que yo no quiero ver al tío Eusebio? Juliana. — No vaya usted a achacármelo á mí también; que yo por mí no hablo. El Rubio ha sido quien me ha dicho y que usted no quería verle, porque está muy emperrao en que usted no se ha puesto de su parte con la justicia y por eso y han soltao a Norberto. Esteban. — Al Rubio ya le diré yo'quién le manda meterse en explicaciones. Juliana. — Otras cosas también había usted de decirle, que está de algún tiempo a esta parte que no3 quiere avasallar a todos. Hoy, Dios me perdone si le ofendo, pero me parece que ha bebido más de la cuenta. Raimunda. — Pues eso sí que no pué consentírsele. Me va a oír. Esteban. — Déjate, mujer. Ya le diré yo luego. Raimunda. — Sí que está la casa en república; bien se prevalen de que una no está pa gobernarla... Es que lo tengo visto, en cuantito que una se descuida... ¡Buen hato de holgazanes están todos ellos! Juliana. — No lo dirás por mí, Raimunda, que no quisiera oírtelo. Raimunda. — Lo digo por quien lo digo, y quien se pica ajos come. Juliana. —- ¡Señor, señor! ¡Quién ha visto esta casal No parece sino que todos hemos pisao una mala yerba, a todos nos han cambiado; todos son a pagar unos' con otros y todos conmigo... ¡Válgame Dios y me dé paciencia pa llevarlo todoj Raimunda, - ¡Y a mí pa aguantaros! Juliana. — Bueno está. ¿A mí también? Tendré yo la culpa de todo. Raimunda. -— Si me miraras a la cara sabrías cuándo habías de callar la boca y quitárteme de delante sin que tuviera que decírtelo. [(] Juliana. — Bueno está. Ya me tiés callada cómo una muerta y ya me quito de delante. ¡Válgame, Dios, Señor! No tendrás que decirme nada. (Sale.) - Esteban. —Aquí está el tío Eusebio. Acacia. — Les dejo a ustedes. Cuando mó ve se aflige... y como está que no sabe lo que le pasa, a la postre siempre dice algo que ofende. A él le parece que nadie más que él hemos sentido a su hijo. Raimunda. — Pues más no digo, pero puede que tanto como su madre y le haya llorao yo. Al tío Eusebio no hay que hacerle caso; el pobre está muy aeabao. Pero tiés razón, mejor es que no te vea. Acacia. — Estas camisas ya están listas, madre. Las plancharé ahora. Esteban. — ¿Has estao cosiendo pa mí? Acacia. — Ya lo ve usted. Raimunda. — ¡Si ella no cose! Yo estoy tan holgazana... ¡Bendito Dios!, no me conozco. Pero ella es trabajadora y se aplica. (Acariciándola al pasar para el mutis.) ¿No querrá Dios que tengas suerte, hija? (Sale Acacia.) ¡Lo,que somos las madres! Con lo acobardada que estaba yo de pensar y que iba a casárseme tan moza y ahora... ¡Qué no daría yo por verla casada! ESCENA II LA RAIMUNDA, ESTEBAN y EL TÍO EUSEBIO Eusebio. — ¿Ande anda la gente? Esteban. — Aquí, tío Eusebio. Eusebio. — Salud a todos. Raimunda. — Venga usted con bien, tío Eusebio. Esteban. — ¿Ha dejao usted acomodas las caballe-rías? Eusebio. — Ya se ha hecho cargo el espolique. Esteban. -— Siéntese usted. Anda, Raimunda, ponle un vaíso del vino que tanto te gusta. Eusebio. — No, se agradece; dejarse estar, que ando muy malamente y, el vino no me presta. Esteban. —- Pero si éste es talmente una medicina. Eusebio. — No, no lo traigas. Raimunda. — Como usted quiera. Y ¿cómo va, Ensebio, cómo va? ¿Y la Julia? Eusebio. — Figúrate, la Julia... Esa se me va etrás de su Eijo; ya lo tengo pronosticao. Raimunda. — No lo quiera Dios, que aun le quedan otros cuatro por quien mirar. Eusebio. — Pa más cuidaos; que aquella madre no vive pensando siempre en todo lo malo que puede suce-derles. Y con esto de ahora. Esto ha venido a concluir de aplanarnos. Tan y mientras confiamos que se haría justicia... Es que me lo decían todos y yo no quería creerlo... Y ahí les tenéis, al criminal, en la calle, en su casa, riéndose de tóos nosotros; pa afirmarme yo más en lo que ya me tengo bien sabido; que en este mundo no hay más usticia que la que ca uno se toma por su mano. Ya eso darán lugar, y a eso te mandé ayer razón, pa que fueras tú y les dijeses que si mis hijos se presentaban por el pueblo que no les dejasen entrar por ningún caso, y si era menester que los pusieran presos, todo antes que otro trastorno pa mi casa; aunque me duela que la muerte de mi hijo quede sin castigar, si Dios no la castiga, que tié que castigarla o no hay Dios en el cielo. Raimunda/ — No se vuelva usted contra Dios, tío Eusebio; que aunque la justicia no diera nunca con el que mató tan malamente su hijo, nadie quisiéramos estar en su lugar del. ¡Allá él con su conciencia! Por cosa ninguna de este mundo quisiera yo tener mi alma como él tendrá la suya; que si los que nada malo hemos hecho ya pasamos en vida el purgatorio, el que ha hecho una cosa así tié que pasar el infierno; tan cierto puede usted estar como hemos de morirnos. Eusebio. — Así será como tú dices, pero ¿no es triste gracia que por no hacerse justicia como es debido, sobre lo pasao, tenga yo que andar ahora sobre mis hijos pa estorbarlos de que quieran tomarse la justicia por su mano y que sean ellos los que, a la postre, se vean en un presidio? Y que lo harán como lo dicen. ¡Hay que oírles! Hasta el chequetico; va pa los doce años, hay que verle apretando los puños como un hombre y jurando que el que ha matao a su hermano se las tié que pagar, sea como sea... Yo le oigo y me pongo a llorar como una criatura,... y su madre, no se diga. Y la verdad es que uno bien quisiera decirles: ¡Andar ya, hijos, y matarle a cantazos como a un perro malo y hacerle peazos aunque sea y traérnoslo aquí a la rastra!... Pero tié uno que tragárselo too y poner cara seria y decirles que ni por el pensamiento se les pase semejante cosa, que sería matar a su madre y una ruina pa todos... Raimunda. — Pero, vamos a ver, tío Eusebio, que tampoco usted quiere atender a razones; si la justicia ha sentenciado que no ha sido Norberto, si nadie ha declarao la menor cosa en contra suya, si ha podido probar ande estuvo y lo que hizo todo aquel día, una hora tras otra; que estuvo con sus criados en los Berrocales, que allí le vio también y estuvo hablando con él don Faustino, el médico del Encinar, mismo a la hora que sucedió ío qué sucedió... y diga usted si, nadie podemos estar en dos partes al mismo tiempo... Y de sus criados podrá usted decir que estarían bien aleccionados, por más que no es tan fácil ponerse tanta gente acordes pa una mentira; pero don Faustino, bien amigo es de usted y bastante favores le debe... y como él otros muchos que habían de estar de su parte de usted, y todos han declarao lo mismo. Sólo un pastor de los Barrocales supo decir que él había visto de lejos a un hombre a aquellas horas, pero que él no sabría decir quién pudiera ser; pero por la persona y el aire y el vestido, no podía ser Norberto. Eusebio. — Si a que no fuera él yo no digo nada. Pero, ¿deja de ser uno el que lo hace, porque haiga comprao a otro pa que lo haga? Y eso no pué dudarse..-. La muerte de mi hijo no tié otra explicación... Que no vengan a mí a decirme que si éste que si el otro. Yo no tengo enemigos pa una cosa así. Yo no hice nunca mal a nadie. Harto estoy de perdonar multas a unos y a otros, sin mirar si son de los nuestros o de los contrarios. Si mis tierras paecen la venta de mal abrigo. ¡Si fuera yo a poner todas las denuncias de los destrozos que me están haciendo todos los días! A Faustino me lo han matao porque iba a casarse con Acacia, no hay más razón y esa razón no podía tenerla otro que Norberto. Y si todos hubieran dicho lo que saben ya se hubiera aclarao todo. Pero quien má3 podía decir, no ha querido decirlo... Raimunda. — Nosotros. ¿Verdad usted? Eusbbio. — Yo a nadie señalo. Raimunda. — Cuando las palabras llevan su intención no es menester nombrar a nadie ni señalar con el dedo. Es que usted está creído, porque Norberto sea de la familia, que si nosotros hubiéramos sabido algo, habíamos de haber callao. Eusebio. — Pero, ¿vas tú a decirme que la Acacia no sabe más de lo que ha dicho? Raimunda. — No, señor, que no sabe más de lo que todos sabemos. Es que usted se ha emperrao en que no puede ser otro que Norberto, es que usted no quiere creerse de que nadie pueda quererle a usted mal por alguna otra cosa. Nadie somos santos, tío Eusebio. Usted tendrá hecho mucho bien, pero también tendrá usted hecho algún mal en su vida; usted pensará que no es pa que nadie se acuerde, pero al que se lo haiga usted hecho no pensará lo mismo. A más, que si Norberto hubiera estao enamorao de mi hija hasta ese punto, antes hubiera hecho otras demostraciones. Su hijo de usted no vino a quitársela; Faustino no habló con ella hasta que mi hija despidió a Norberto y le despidió porque supo que él hablaba con otra moza y él ni siquiera fue pa venir y disculparse de modo y manera que si a ver fuéramos, él fue quien la dejó á ella plantada. Ya ve usted que nada de esto es pa hacer una muerte. Eusebio. — Pues si así es, ¿por qué a lo primero todos decían que no podía ser otro? Y vosotros mismos, ¿no lo ibais diciendo? Raimunda. — Es que así, a lo primero, ¿en quién otro podía pensarse? Pero si se para uno a pensar, no hay razón pa creer que él y sólo él pueda haberlo hecho. Pero usted no parece sino que quiere dar a entender que nosotros somos ^ncubridares^ y sépalo usted, que nadie más que nosotros|'quisiéramos que de una vez y se supiera la verdad de todo, que si usted ha perdió un hijo, yo también tengo una hija que no va ganando -nada con todo esto. Eusebio. — Como que así es. Y con callar lo que sabe, mucho menos. Ni vosotros.. . que Norberto y su padre, pa quitarse sospechas, no queráis saberlo que van propalando de es|a casa, que si fuera uno a creerse de ello... Raimunda. — ¿De nosotros? ¿Qué puen ir propalando? Tú que has estao en el pueblo ¿qué icen? Esteban. — Quién hace caso. Eusebio. — No, si yo no he de creerme de na que venga de esa parte, pero bien y que os agradecen el no haber declarao en contra suya. Raimunda. — ¿Pero vuelve usted a las mismas? ¿Sabe usted lo que le digo, tío Eusebio? Que tíé una que hacerse cargo de lo que es perder un hijo como usted lo ha perdió, pa no contestarle a usted de otra manera. Pero una también es madre, ¡caray!, y usted está ofendiendo a mi hija y nos ofende a todos. Esteban. — ¡Mujer! No se hable más.. ¡Tío Eusebio! Eusebio. — Yo a nadie ofendo. Lo que digo es lo que dicen todos; que vosotros por ser de la familia y todo el pueblo por quitarse de esa vergüenza, os habéis confabulao todos pa que la verdad no se sepa. Y si aquí todos creen que no ha sido Norberto, en el Encinar todos creen que no ha sido otro. Y si no se hace justicia mu pronto, va a correr mucha sangre entre los dos pueblos, sin poder impedirlo nadie, que todos sabemos lo que es la sangre moza. Raimunda. — Si usted va soliviantando a todos. Si pa usted no hay razón ni justicia que valga. ¿No está usted bien convenció de que si no fue que él compró a otro pa que lo hiciera, él no pudo hacerlo? Y eso de comprar a nadie pa una cosa así... ¡Vamos que no me cabe a mí en la cabeza! ¿A quién puede comprar un mozo, como Norberto? Y no vamos a creer que su padre del iba a mediar en una cosa así. Eusebio. — Pa comprar a una mala alma, no es menester mucho. ¿No tienes ahí, sin ir más lejos, q los de Valderrobles, que por tres duros y medio mataron a los dos cabreros? Raimunda. — ¿Y qué tardó en saberse; que ellos mismos se descubrieron disputando por medio duro? ¡El que compra a un hombre pa una eosa así, viene a ser como un esclavo suyo pa toda la vida. Eso podrá creerse de algún señorón con mucho poder, que pueda comprar quien le quite de énmedio a cualquiera que pueda estorbarle. Pero Norberto... Eusebio. — A nadie nos falta un criado que es como un perro fiel en la casa pa obedecer lo que se le manda. Raimunda. — Pué que usted los tenga de esa casta y que alguna vez los haya usted mandao algo parecido, que el que lo hace lo piensa. Eusebio. — Mírate bien en lo que estás diciendo. Raimunda. — Usted es el que tié que mirarse. Esteban. — ¿Pero no quiés callar, Raimunda? Eusebio. — Ya lo estás oyendo. ¿Qué dices tú? Esteban. — Que dejemos ya esta conversación que todo será volvernos más locos. Eusebio. — Por mí, deja está. Raimunda. — Diga usted que usted no pué conformarse con no saber quién le ha matao a su hijo y razón tiene usted que le sobra; pero no es razón pa envolvérnosla todos, que sí usted pide que se haga justicia, más se lo estoy pidiendo yo a Dios todos los días, y que no se quede sin castigar el que lo hizo, así £ueraun hijo mío el que lo hubiera hecho. ESCENA III DICHOS y EL RUBIO Rubio. — Con licencia. Esteban. — ¿Qué hay, Rubio? Rubio. — No me mire usted así, mi amo, que no es- loy bebió... Lo de esta mañana fue que salimos sin almorzar, y me convidaron y un tragúete que bebió uno, pues le cayó a uno mal y eso fue todo... Lo que Miento es que usted se haya incomodao. Raimunda. — ¡Ay, me parece que tú no estás bueno! Yíi me lo había dicho la Juliana. Rubio. — La Juliana es una enreaora. Eso quería ce irle al amo. ^ Esteban. — ¡Rubio! Después me dirás lo que quieras. Está aquí el tío Eusebio. ¿No lo estás viendo? Rubio. — ¿El tío Eusebio? Ya le había visto... ¿qué lo trae por acá? Raimunda. — ¡Qué te importa & ti qué le traiga o le deje de traer! ¡Habráse visto! Anda, anda y acaba de dormirla, que tú no estás en tus cabales. Rubio. — No me diga usted eso, mi ama. Esteban. — ¡Rubio! Rubio. — La Juliana es una enreaora. Yo no he be-liío... y el dinero que se me cayó era mío, yo no soy ningún ladrón, ni he robao a nadie... Y mi mujer t jimpoco le debe a nadie lo que lleva encima.. < ¿Verdá usted, señor amo? Esteban. — ¡Rubio! Anda ya, y acuéstate y no pa*-rozeas hasta que te hayas hartao de dormir. ¿Qué dirá el tío Eusebio? ¿No has reparao? Rubio. — Demasiao que he reparao... Bueno está... No tié usted que ecirme nada... (Sale.) , Raimunda. — Pa lo que dice usted de los criados, tío Kusebio. Sin tenerle que tapar a uno nada, ya de por* si saben abusar___ Dígame usted si tuviera alguno cualquier tapujo con ellos... Pero, ¿pué saberse qué le ha pasao hoy al Rubio? ¿Es que ahora va a emborra-charse todos los días? Nunca había tenido él esa falta; pues no vayas a consentírsela, que como empiece así... Esteban. — ¡Qué, mujer! Si porque no tié costumbre ■ por lo que hoy se ha achispao una miaja. A la cuenta mientras yo[t]andaba a unas cosas y otras por el pueblo, le tan convidao en la taberna... Ya le*he reñío yOj y le nlandé acostar; pero a la cuenta no ha dormío bastante y se ha entrao aquí sin saber entoavía lo que, se habla... No es pa espantarse. Eusebio. — Claro está que no. ¿Mandas algo? Esteban. — ¿Ya se vuelve usted, tío Eusebio? Eusebio. — Tú verás. Lo que siento es haber venío pa tener un disgusto. Raimunda. — Aquí no ha habido disgusto ninguno. ¡Qué voy* yo a disgustarme con usted! Eusebio. — Así debe de ser. ¡Hacerse cargo, con lo que a mí me ha pasao! Esa espina no se arranca así como así; clavada estará y bien clavada hasta que quiera Dios llevársele a uno de este mundo. ¿Tenéis pensao de estar muchos días en el Soto? Esteban. — Hasta el domingo. Aquí no hay nada que hacer. Sólo hemos venido por estar en el pueblo en estos días; como al volver Norberto too habían de ser historias... Eusebio. — Como que así será. Pues yo no te dejo encargao otra cosa, cuando estés allí, que estés a la mira por si se presentan mis hijos que no me vayan a hacer alguna, que no quiero pensarlo. Esteban. — Vaya usted descuidao; pa que hicieran algo estando yo allí, mal había yo de verme. Eusebio. — Pues no te digo más. Estos días les tengo entretenidos trabajando en las tierras de la linde del río... Si no va por allí alguien que me los soliviante... Vaya, quedar con Dios. ¿Y la Acacia? Raimunda. — Por no afligirle a usted no habrá acudió. .. Y que ella también de verle a usted se recuerda de muchas cosas. Eusebio. — Tiés razón. Esteban. — Voy a que saquen las caballerías. Eusebio. — Déjate estar. Yo daré una voz... ¡Fran- risco! Allá viene. No vengas tú, mujer. Con Dios. (Van naliendo.) Raimunda. — Con Dios, tío Eusebio; y pa la Julia no le digo a usted nada... que me acuerdo mucho de ella, y que más tengo rezao por ella que por su hijo, que a él Dios le habrá perdonao, que ningún daño hizo pa tener el mal fin que tuvo... ¡Pobre! (Han salido Esteban y el tío Eusebio.) ESCENA IV RAIMUNDA y BERNABÉ Bernabé. — ¡Señora ama! Raimunda. — ¿Qué? ¿Viste a Norberto? Bernabé. — Como que aquí está; ha venido conmigo* ¡Más pronto! Él, de su parte, estaba deseandito de avistarse con usted. Raimunda. — ¿No os habréis cruzao con el tío Eu* fcobio? Bernabé. — A lo lejos le vimos llegar de la parte del río; con que nosotros echamos de la otra parte y nos motimos por el corralón y allí me dejé a Norberto aga-zapao, hasta qué el tío Eusebio'se volviera pa él Encinar. Raimunda. — Pues mira si va ya camino. Bernabé. — Ende aquí le veo que ya va llegando por la cruz. Raimunda. — Pues ya puedes traer a Norberto. Atiende antes. ¿Qué anda por el pueblo? Bernabé. — Mucha maldá, señora ama. Mucho va (ener que hacer la justicia si quiere averiguar algo. Raimunda. — Pero, allí, ¿nadie cree que haya sío liberto? ¿Verdad? Bernabé. — Y que le arrean un estacazo al que diga i cosa. Ayer, cuando llegó, que ya venía medio pue- blo con él que salieron al camino a esperarle, todo el pueblo se juntó pa recibirle, y en volandas le llevaron hasta su casa, y todas las mujeres lloraban, y todos los hombrea le abrazaban, y su padre se quedó comt» aci-dentao... Raimunda. — ¡Pobre! ¡No, no podía haber sío él! Bernabé. — Y como se susurra que los del Encinar y se han dejao decir que vendrán a matarlo el día menos pensao, pues tóos les hombres, hasta los más viejos, andan con garrotas y armas escondías. Raimunda.—¡Dios nos asista! Atiende: el amo, cuando estuvo allí esta maflana, ¿sabes si ha tenío algún disgusto? Bernabé. — ¿Ya le han venío a usted con el cuento? Raimunda. — No... es decir, sí, ya lo sé. Bernabé. — El Rubio que se entró en la taberna y parece ser que allí habló cosas... Y como le avisaron al amo se fue allí a buscarle y le sacó a empellones, y él se insolentó con el amo... Estaba bebió... Raimunda. — Y ¿qué hablaba el Rubio, si pué saberse? Bernabé. — Que se fue de la lengua... Estaba be-bío... ¿Quiere usted que le diga mi sentir? Pues que no debieran ustedes de parecer por el pueblo en unos cuantos días. Raimunda. — Ya puedes tenerlo por seguro. Lo que hace a mí, no volvería nunca... ¡Ay, Virgen, que me ha entrao una desazón que echaría a correr too ese camino largo adelante y después me subiría por aquellos cerros y después no sé yo ande quisiá esconderme, que no parece sino que viene alguien detrás de mí, peor que pa matarme!... Y el amo... ¿Ande está el amo? Bernabé. — Con el Rubio andaba. Raimunda. — Ve y tráete a Norberto. (Sale Bernabé.) ESCENA V RAIMUNDA y NORBERTO Norberto. — ¡Tía Raimunda! Raimunda. — ¡Norberto! ¡Hijo! Ven que te abrace, Norberto. — Lo que me he alegrao de que usted quisiera verme. Después de mi padre y de mi madre, en gloria esté, y más vale, si había de verme visto como me han visto todos..., como un criminal, de nadie me acordaba como de usted. Raimunda. — Yo nunca he podido creerlo, aunque lo decían todos. Norberto. — Bien lo sé, y que usted ha sío Ja primera en defenderme. ¿Y la Acacia? Raimunda. — Buena está; pero con la tristeza del mundo en esta casa. Norberto. — ¡Decir que yo había matao a Faustino! ¡Y pensar que, sino puedo probar, como pude probarlo, lo que había hecho todo aquel día, si como lo tuve pensao, cojo la escopeta y me voy solo a tirar unos tiros y no puedo dar razón de ande estuve, porque nadie me hubiera visto, me echan a un presidio pa toda la vidal Raimunda. — ¡No llores, hombre! Norberto. — Si esto no es llorar; llantos los que tengo lloraos entre aquellas cuatro paeres de una cárcel; que si me hubieran dicho a mí que tenía que ir allí algún día... Y lo malo no ha concluío. El tío Ensebio y sus hijos y todos los del Encinar sé que quien matarme... No quien creerse de que yo estoy inocente de la muerte de Faustino, tan cierto como mi madre está bajo tierra. Raimunda. — Como nadie sabe quién haya sío... Como nada ha podido averiguarse..., pues, ya se ve, ellos no se conforman... Tú, ¿de quién sospechas? Norberto. — Demasiao que sospecho. Raimunda. — Y ¿no has dicho nada a la justicia? Norberto. — Si no hubiera podido por menos pa verme libre, lo hubiea dicho todo... Pero ya que no haya habió necesidá de acusar a nadie... Así como así, si yo hablo... harían conmigo igual que hicieron con el Otro. Raimunda. — Una venganza. ¿Verdad? Tú crees que ha sío una venganza... ¿Y de quién piensas tú que pué haber sido? Quisiera saberlo, porque, hazte cargo, el tío Eusebio y Esteban tien que tener. los mismos enemigos; juntos han hecho siempre' bueno y malo, y no puedo estar tranquila... Esa venganza tanto ha sío contra el tío Eusebio como en contra de nosotros; pa estorbar que estuviean más unidas las dos familias; pero pueden no contentarse con esto y otro día pueden hacer lo mismo con mi marido. Norberto. — Por tío Esteban no pase usted cuidao. Raimunda. —~ Tú crees... Norberto. — Yo no creo nada. Raimunda. — Vas a decirme todo lo que sepas. A más de que, no sé por qué me paece que no eres tú solo a saberlo. Si será lo mismo que ha llegao a mi conocimiento. Lo que dicen todos. Norberto, -r- Pero no es que se haya sabio por mí... Ni tampoco pué saberse; es un run run que anda por el pueblo na más. Por mí na se sabe. Raimunda. — Por la gloria de tu madre, vas a decírmelo todo, Norberto. Norberto. — No me haga usted hablar. Si yo no he querido hablar ni a la justicia... Y si hablo me matan, tan cierto que me matan. Raimunda. — Pero, ¿quién pué matarte? Norberto. — Los mismos que han matao a Faustino. Raimunda. — Pero, ¿quién ha matao a Faustino? comprao pa eso, ¿verdad? Esta mañana en la taberna hablaba el Rubio... Norberto. — ¿Lo sabe usted? Raimunda. — Y Esteban fue a sacarle de allí pa que no hablara. Norberto. — Pa que no le comprometiera. Raimunda. — ¡Eh! ¡Pa que no le comprometiera!... Porque el Rubio estaba diciendo que él... Norberto. — Que él era el amo de esta casa. Raimunda. — ¡El amo de esta casa! Porgue el Rubio ha sío. Norberto.—Sí, señora. Raimunda. —El que ha matao a Faustino... Norberto. ■— Eso mismo. Raimunda. — ¡El Rubio! Ya lo sabía yo... Y ¿lo naben todos en el pueblo? Norberto. — Si él mismo se va descubriendo; si ande llega principia a enseñar dinero, hasta billetes... Y esta mañana, como le cantaron la copla en su cara, ¡ o volvió contra todos y fue cuando avisaron a tío Esteban y le sacó a empellones de la taberna. Raimunda. — ¿La copla? Una copla que han sacao Una copla que dice... ¿Cómo dice la copla?... Norberto. — El que quiera a la del Soto, tié pena de la vida. Por quererla quien la quiere le dicen la Malquerida. Raimunda. — Los del Soto somos nosotros, así nos tucen, en esta casa... ,Y la del Soto no pué ser otra que la Acacia... ¡mi hija! Y esa copla... es la que cantan todos... Le dicen la Malquerida... ¿No dice Sí? ¿Y quién la quiere mal? ¿Quién pué quererla mal mi hija? La querías tú y la quería Faustino... Pero ¿quién otro pué quererla y por qué le dicen Malqueri- .. Ven acá... ¿Por qué dejaste tú de hablar con ella, si la querías? ¿Por qué? Vas a decírmelo too... Mira que peor de lo que ya sé no vas a decirme nada... Norberto. — No quiera usted perderme y perdernos a todos. Nada se ha sabido por mí; ni cuando me vi preso quise decir náa... Se ha sabio, yo no sé cómo, por el Rubio, por mi padre, que es la única persona con quien lo tengo comunicao... Mi padre sí quería hablarle a la justicia, y yo no le he dejao, porque le matarían a él y me matarían a mí. Raimunda. — No me digas náa; calla la boca... Si lo estoy viendo todo, lo estoy oyendo todo. ¡La Malquerida, la Malquerida! Escucha aquí. Dímelo a mí todo... Yo te juro que pa matarte a ti, tendrán que matarme a mí antes. Pero ya ves que tié quefhacerse justicia, que mientras no se haga justicia el tío Eusebio y sus hijos van a perseguirte y de esos sí que no podrás escapar. A Faustino lo han matao pa que no se casara con la Acacia, y tú dejaste de hablar con ella pa que no hicieran lo mismo contigo. ¿Verdad? Dímelo todo. Norberto. — A mí se me dijo que dejara de hablar con ella, porque había el compromiso de casarla con Faustino, que era cosa tratada de antiguo con el tío Eusebio, y que si no me avenía a las buenas, sería por las malas, y que sijdecía algo de todo esto... pues que... Raimunda. — Te matarían. ¿No es eso? Y tú... Norberto. — Yo me creí de todo, y la verdad, tomé miedo, y pa que la Acacia se enfadara conmigo, pues prencipié a cortejar a otra moza, que náa me importaba... Pero como luego supe que náa era verdad, que ni el tío Eusebio ni Faustino tenían tratao cosa ninguna con tío Esteban... Y cuando mataron a Faustino... pues ya sabía yo por qué lo habían matao; porque al pretender él a la Acacia, ya no había razones que darle como a mí; porque al tío Eusebio no se le podía negar la boda de su hijo, y como no se le podía negar se hizo como que se consentía a todo, hasta que hicieron lo que hicieron, que aquí estaba yo pa achacarme la muerte. ¿Qué otro podía ser? El novio de la Acacia por celos... Bien urdió sí estaba. ¡Valga Dios que algún santo veló por mí aquel día! Y que el delito pesa tanto que él mismo viene a descubrirse. Raimunda. — ¡Quié decirse que todo ello es verdad! ¡Que no sirve querer estar ciegos pa no verlo!... Peroy ¿qué venda tenía yo elante los ojos?... Y ahora todo como la luz de claro... Pero, ¡quién pudiea seguir tan ciega! Norberto. — ¿Ande va usted? Raimunda. — ¿Lo sé yo? Voy sin sentío... Si es tan grande lo que me pasa, que paece que no me pasa nada. Mira tú, de too ello, sólo se me ha quedao la copla, esa copla de la Malquerida... Tiés que enseñarme el son pa cantarla... ¡Ya ese son vamos a bailar tóos hasta que nos muramos! ¡Acacia, Acacia, hija!... Ven acá. Norberto. — ¡No la llame usted! ¡No se ponga usted así, que ella no tié culpa! ESCENA VI DICHOS y LA ACACIA Acacia. — ¿Qué quié usted, madre? ¡Norberto! Raimunda. — ¡Ven acá! ¡Mírame fijo a los ojos! Acacia. — Pero, ¿qué le pasa a usted, madre? Raimunda. — ¡No, tú no pues tener culpa! Acacia. — Pero, ¿qué le han dicho a usted, madre? ¿Qué le has dicho tú? Raimunda. — Lo que saben ya tóos... ¡La Malquerida! ¡Tú no sabes que anda en coplas tu honra! Acacia. — ¡Mi honra! ¡No! ¡Eso no han podido de- círselo a usted! Raimunda. — No me ocultes náa. Dímelo todo. ¿Por qué no le has llamao nunca padre? ¿Por qué? Acacia. — Porque no hay más que un padre; bien lo sabe usted. Y ese hombre no podía ser mi padre, porque yo le he odiao siempre, ende que entró en esta casa, pa traer el infierno consigo. , Raimunda. — Pues ahora vas a llamarle tú y vas a llamarle como yo te digo, padre... Tu padre. ¿Entiendes? ¿Me has entendió? Te he dicho que llames a tu padre. Acacia. -— ¿Quié usted que vaya al campo santo a llamarle? Si no es el que está allí yo no tengo otro padre. Ése... es su marido de usted, el que usted ha querido, y pa mí no pué ser más que ese hombre, ese hombre, no sé llamarle de otra manera. Y si ya lo sabe usted too, no me atormente usted. ¡Que le prenda la justicia y que pague too el mal que ha hecho! Raimunda. — La muerte de Faustino, ¿quiés decir? Y a más... dímelo todo. Acacia. — No, madre; si yo hubiera sío consentidora no hubiera matao a Faustino. ¿Usted cree que yo no he sabio guardarme? Raimunda. — Y ¿por qué has callao? ¿Por qué no me lo has dicho a mí too? Acacia. — ¿Y se hubiera usted creído de mí más que de ese hombre, si estaba usted ciega por él? Y ciega tenía usted que estar pa no haberlo visto... Si elante de usted me comía con los ojos, si andaba desatinao tras mí a toas horas, y ¿quiere usted que.le diga más? Le tengo odiao tanto, le aborrezco tanto que hubiera querío que anduviese entavía más desatinao a ver ú se le quitaba a usted la venda de los ojos, pa que viera usted qué hombre es ése, el que me ha robao su cariño, el que usted ha querío tanto, más que quiso usted nunca a mi padre. Raimunda. — ¡Eso no, hija! Acacia. — Pa que le aborreciera usted como yo le aborrezco, como me tié mandao mi padre que le aborrez ca, qué muchas veces lo he oído como una voz del otro mundo. ' Raimunda. — ¡Calla, hija, calla! Y ven aquí junto a tu madre, que ya no me queda más que tú en el mundo, y ¡bendito Dios que aun puedo guardarte! {Entra Bernabé.) Bernabé. — ¡Señora ama, señora ama! Raimunda. — ¿Qué traes tú tan acelerao? ¡De seguro nada bueno! Bernabé.— Es que vengo a darle aviso de que no salga de aquí Norberto por ningún caso. Raimunda. — ¿Pues luego...? Bernabé. — Estáá apostaos los hijos del tío Eusebio con sus criados pa salirle al encuentro. Norberto. — ¿Que le decía yo a usted? ¿Lo está usted viendo? ¡Vienen a matarme! ¡Y me matan, tan cierto que me matan! Raimunda. — ¡Nos matarán a tóos! Pero esotié que haber sío que alguien ha corrido a llamarles. Bernabé. — El Rubio ha sío; que le he visto yo correrse por la linde del río hacia las tierras del tío Eusebio; el Rubio ha sido quien les ha dado el soplo. Norberto. — ¿Qué le decía yo a usted? Pa taparse ellos quieren que los otros me maten, pa que no haiga más averiguaciones; que los otros se darán por contentos creyendo que han matao quien mató a su hermano... Y me matarán, tía Raimunda, tan cierto que me matan,... Son muchos contra uno, que yo no podré defenderme, que ni un mal cuchillo traigo, que no quiero llevar arma ninguna por no tumbar a un hombre, que quiero mejor que me maten antes que volverme a ver ande ya me he visto... ¡Sáldeme usted, que es muy triste morir sin culpa acosao como un lobo! Raimunda. — No tiés que tener miedo. Tendrán que matarme a mí antes, ya te lo he dicho... Entra ahí con Bernabé. Tú coge la escopeta... Aquí no se atreverán a entrar, y si alguno se atreve, le tumbas sin miedo, sea quien sea. ¿Has entendió? Sea quien sea. No es menester que cerréis la puerta. Tú, aquí conmigo, hija. ¡Esteban!... ¡Esteban! ¡Esteban! Acacia. — ¿Qué va usted a hacer? (Entra Esteban.) Esteban. — ¿Que me llamas? Raimunda. — Escucha bien. Aquí está Norberto,Nn tu casa; allí tiés apostaos a los hijos del tío Eusebio pa que lo maten; que ni eso eres tú hombre pa hacerlo por ti y cara a cara. Esteban (haciendo intención de sacar un arma.) — ¡Raimunda! Acacia. — ¡Madre! Raimunda. — ¡No, tú no! Llama al Rubio pa que nos mate a todos, que a todos tié que matarnos pa encubrir tu delito... ¡Asesino, asesino! Esteban. — ¡Tú estás loca! Raimunda. — Más loca tenía que e3tar; más loca estuve el día que entraste en esta casa, en mi casa, como un ladrón pa robarme lo que más valía. Esteban. — Pero ¿pué saberse lo que estás diciendo? Raimunda. — Si yo no digo na, si lo dicen tóos, si lo dirá muy pronto la justicia, y si no quieres que sea ahora mismo, que no empiece yo a voces y lo sepan todos. .. Escucha bien; tú que los has traído, llévate a esos hombres que aguardan a un inocente para matarlo a mansalva. Norberto no saldrá de aquí más que junto conmigo, y pa matarle a él tien que matarme a mí... Pa guardarle a él y pa guardar a mi hija me basto yo sola, contra ti y contra tóos los asesinos que tú pagues. ¡Mal hombre! ¡Anda ya y ve a esconderte en lo más escondió de esos cerros, en una cueva de alimañas! Ya han acudido tóos, ya no puedes atreverte conmigo... ¡Y aunque estuviera yo sola con mi hija! ¡Mi luja, mi hija! ¿No sabías que era mi hija? Aquí la tiés. ¡Mi hija! ¡La malquerida! Pero aquí estoy yo pa guardarla de ti, y hazte cuenta de que vive su padre ¡Y pa partirte el corazón si quisieras llegarte a ella! (letón.) FIN DEL ACTO SECUNDO A C T O T E R C É R O La misma decoración del segundo. ESCENA I RAIMUNDA y LA JULIANA Raimunda a la puerta, mirando con ansiedad a todas partes. Después la Juliana. Juliana. — ¡Raimunda! Raimunda. — ¿Qué traes? ¿Está peor? Juliana. — No, mujer, no te asustes. Raimunda. — ¿Cómo está? ¿Por qué le has dejao solo? Juliana. — Se ha quedao corno adormilao, pero no se queja de náa, y la Acacia está allí junto. Es que me das tú más cuidao que el herido. Lo de él, gracias a Dios, no es de muerte. ¿Pero es que te vas a pasar todo el día sin querer tomar nada? Raimunda. — ¡Déjate, déjate! Juliana. — Pues ven pa allá dentro con nosotras. ¿Qué haces aquí? Raimunda. — Miraba si Bernabé no estaría al llegar. Juliana. — Si vienen con él los que han de llevarse a Norberto no podrá estar tan pronto de vuelta. Y si vienen también los de justicia... Raimunda. — Los de justicia... La justicia en esta casa... ¡Ay, Juliana, y qué maldición habrá caído sobre ella! Juliana. — Vamos, entra y no mires más de una parte y de otra, que no es Bernabé el que tú quisieas ver llegar; es otro, es tu marío, que no puede dejar de &er tu marido. Raimunda. — Así es, que lo que ha durao muchos años no puede concluirse en un día. Sabiendo lo que sé, sabiendo que ya no puede ser otra cosa, y que si le viea llegar sería pa maldecir del y pa aborrecerle toda mi vida, estoy aquí mirando de una parte y de otra, que quisiea pasar con los ojos las piedras de esos cerros, y me paece que le estoy aguardando como otras veces, pa verle llegar lleno de alegría y entrarnos de bracero como dos novios y sentarnos á comer, y sentaos a la mesa, contarnos todo lo que habíamos hecho, el tiempo que habíamos estao el lino sin el otro y reír unas veces y porfiar otras, pero siempre con el cariño del mundo. ¡Y pensar que todo ha concluido, que ya too sobra en esta casa, que ya pa siempre se fue la paz de Dios de con nosotros! ' . : Juliana. — Sí que es para no creerse ya de na de este mundo. Y yo por mí, vamos, que si no me lo hubiás dicho tú, y si no te viea como te veo, nunca lo hubiea creído. Lo de la muerte de Faustino, ¡anda con Dios!, aun podía tener algún otro misterio, pero lo que hace al mal querer que le ha entrao por la Acacia, vamos, que se me resiste a creerlo. Y ello es que la una cosa sin la otra no hay quien pueda explicársela. Raimunda. — ¿De modo que tú nunca habías reparado la menor cosa? Juliana. — Ni por lo más remoto. Y tú sabes que ende que entró en esta casa pa enamorarte, nunca le he mirao con buenos ojos, que tú sabes cómo yo quería a tu primer marío, que hombre más de bien y más cabal no le ha habió en el mundo... y vamos, ¡Jesús!, que si yo hubiea reparao nunca una cosa así, ¿de aon-de me había yo de estar calláa?.. . Ahora que una lo sabe ya cae una en la cuenta de que era mucho rega- lar a la muchacha, y mucho no darse por sentío, por más de que ella le hiciera tantos desprecios, que no ha tenío palabra buena con él ende que te casaste, que era ella un redrojo y ya se le plantaba a- insultarle, que no servía reprenderla unos y otros, ni que tú la tundieas a golpes. Y mía tú, como digo una cosa digo otra. Pué que si ella ende pequeña le hubiea tomao cariño y él se hubiea hecho a mirarla como hija suya no hubiea llegao a lo que ha llegao. Raimunda. — ¿Vas tú a discuparle? Juliana. — ¡Qué voy a disculpar, mujer, no hay disculpa pa una cosa así! Con sólo que hubiea mirao que era hija tuya. Pero, vamos, quieo decirte que pa él, salvo ser tu hija, la muchacha era como una extraña, y ya te digo, otra cosa hubiea sío si ella le hubiea mirao como padre ende un principio, porque él no es un mal hombre, el que es malo es siempre malo, y a le* primero de casaros, cuando la Acacia era bien chica, más de cuatro veces le he visto yo caérsele los lagrimones, y de ver que la muchacha le huía como al demonio. Raimunda.— Verdad es, que son los únicos disgustos que hemos tenío, por esa hija siempre. Juliana. — Después la muchacha ha creció, como tóos sabemos, que no tié su par ande quiea que se presenta, y despega del como una extraña y siempre elante los ojos, pues nadie estamos libres de un mal pensamiento. Raimunda. — De un mal pensamiento no te digo, aunque nunca había de haber tenío ese mal pensamiento. Pero un mal pensamiento se espanta, cuando no se tié mala entraña. Pa llegar a lo que ha llegao, a tramar la muerte de un hombre, para estorbar y que mi hija se casara y saliera de aquí, de su lao, ya tié que-haber más que un mal pensamiento, ya tié que estarse pensando siempre lo mismo, al acecho siempre como un criminal, con la maldad del mundo. Si yo también quisiea pensar que no hay tanta culpa, y cuanto más lo pienso más lo veo- que no tié disculpa ninguna... Y cuando pienso que mi hija ha estao amenaza a toas horas de una perdición como ésa, que el que es capaz de matar a un hombre es capaz de too... Y si eso hubiea sido, tan cierto «orno me llamo Raimunda que a los dos, los mato, a él y a ella, pues creérmelo. A él por su infamia tan grande, a ella si no se había dejao matar antes de consentirlo. ESCENA II DICHAS y BERNABÉ Juliana. — Aquí está Bernabé. Raimunda. — ¿Vienes tú solo? Bernabé. — Yo solo, que en el pueblo tóos son a deliberar lo que ha de hacerse, y no he querío tardarme más. Raimunda. — Has hecho bien, que no es vivir. ¿Qué dicen unos y otros? Bernabé. — Pa volverse uno loco si fuera uno a hacer cuenta. Raimunda. — ¿Y vendrán pa llevarse a Norberto? Bernabé. — En eso e3tá su padre. El médico dice que no le lleven en carro, que podía empeorarse, que le lleven en unas angarillas, y a más que debe venir el forense y el juez a tomarle aquí la declaración, no sea caso que cuando llegue allí esté peor, y como ayer no pudo declarar como estaba sin conocimiento... Si usted no sabe, ca uno es de un parecer y nadie se entiende. Ningún hombre ha salió hoy al campo, tóos andan en corrillos y las mujeres de casa en casa y de puerta en puerta, que estos días no se habrá comió ni cenao a su-hora en casa ninguna... Raimunda. — Pero ya sabrán que las heridas de Norberto no son de cuidado. Bernabé. — Y cualquiera les concierta. Ayer, cuando supieron y que los hijos del tío Ensebio le habían salió al encuentro yendo con el amo, le habían herío malamente, too eran llantos por el herío. Y hoy/ cuando supieron y que no había sío pa tanto y que muy pronto estaría curao, los más amigos de Norberto ya dicen y que no había de haber sío tan poca cosa, que ya que le han herío tenía que haber sío algo más, pa que los hijo3 del tío Eusebio tuvieran su castigo, que ahora si se cura tan pronto, too queará en un juicio y nadie se conforma con tan poco. Juliana. — De modo, que mucho quieren a Norberto, pero hubiean querido mejor y que los otros lo hubiean matao. ¡Serán de brutos! Bernabé. — Así es. Pues ya les he dicho, que den gracias a usted que dio aviso al amo y al amo que se puso de por medio y hasta llegó a echarle la escopeta a la cara pa estorbarles de que le mataran. Raimunda. — ¿Les has dicho eso? Bernabé. — A too el que se ha llegao a preguntarme. Y lo he dicho lo uno, porque así es la verdad, y lo otro porque no quiea usted saber lo que han levantao.por el pueblo que aquí había habió. Raimunda. — No me digas na. ¿Y el amo? ¿No ha acudió por allí? ¿No has sabio del? Bernabé. — Sé que le han visto esta mañana con el Rubio y con los cabreros del Encinar en los Berrocales, que a la cuenta ha pasao allí la noche en algún mamparo. Y si valiea mi parecer no había de andar así como huido, que no están las cosas para que nadie piense lo que no ha sío. Que el padre de Norberto anda diciendo lo que no debiera. Y esta mañana se ha avistao con el tío Eusebio pa imbuirle de que sus hijos no han tenío razón pa hacer lo que han hecho con.su hijo. Raimunda. — ¿Pero es que el tío Eusebio y está en el lugar? Bernabé. — Con sus hijos ha ido, que esta mañana les pusieron presos. Atados codo con codo les trajeron del Encinar y su padre ha venío tras ellos a pie too el camino con él hijo chico de la mano sin dejar de llorar, que no ha habió quien no haya Uorao de verle, hasta los más hombres. Raimunda. — ¡Y aquella madre allí y aquí yo! ¡Si supiean los hombres! ESCENA III DICHOS y LA ACACIA Acacia. — ¡Madre! Raimunda. — ¿Qué me quiés, hija? Acacia. — Norberto la llama a usted. Se ha desper-tao y pide agua. Dice que se muere de sed. Yo no me atrevió a dársela, no fuera caso que no le prestara. Raimunda. — Ha dicho el médico que pué beber agua de-naranja toa la que quiera. Allí está una jarra. ¿Se queja mucho? Acacia. — No, ahora no. Raimunda (a Bernabé). — ¿Te has traído lo que dijo el médico? Bernabé. — En las alforjas está todo. Voy a traerlo. (Vase.) ' Acacia. — ¿No oye usted, madre? Le está a usted llamando. Raimunda. — Allá voy, hijo, Norberto. ESCENA IV LA JULIANA y LA ACACIA Acacia. — ¿No ha vuelto ese hombre? Juliana. — No. Desde que sucedió lo que sucedió cogió la escopeta y salió como un loco, y el Rubio u Acacia. — ¿No le han puesto preso? Juliana. — Que sepamos. Antes tendrá que declarar mucha gente. Acacia. — Pero ya lo saben tos, ¿verdad? Tos Oyeron a mi madre. Juliana. — De aquí, quitao yo y Bernabé, que no dirá lo que no se quiea que diga, que es un buen hombre y tié mucha ley a esta casa, los demás no han podio darse cuenta. Oyeron que gritaba tu madre pero tos se han creío que era tocante a Norberto, y a que los hijos del tío Eusebio venían a matarle. Aquí, si la justicia nos pregunta, nadie diremos otra cosa que lo que tu madre nos diga que hayamos de decir. Acacia. — ¿Pero es que mi madre os va a decir que os calléis? ¿Es que ella no va a decirlo to? Juliana. — ¿Pero es que tú te alegrarías? ¿Es que no miras la vergüenza que va a caer sobre esta casa y pa ti muy principalmente, que ca uno pensará lo que quiera y habrá y quien no puea creer que tú has sío consentiora, y habrá quien no lo crea así, y la honra de una mujer no es pa andar en boca de unos y otros que na va ganando con ello? Acacia. — ¡Mi honra! ¡Pa mí soy bien honra! Pa los demás, allá ca uno. Yo ya no he de casarme. Si me alegro de lo que ha sucedió, es por no haberme casao. Si me casaba sólo era por desesperarle. Juliana. — Acacia, no quieo oírte, que eso es estar endemonia. Acacia. — Y lo estoy y lo he estao siempre, de tanto como le tengo aborreció. Juliana. — ¿Y quién te dice que ése no ha sío too el mal, que no has tenío razón pa aborrecerle? Y miá que nadie como yo le hizo los cargos a tu madre cuando determinó de volverse a casar. Pero yo le he visto cuando eras bien chica y tú no podías darte cuenta lo que ese hombre se tié desesperao contigo. ,,,[Vi ]Acacia. — Más me tengo yo desesperao de ver cómo le quería mi madre, que andaba siempre colgá de su cuello y yo les estorbaba siempre. Juliana. — No digas eso, pa tu madre has sío tú siempre lo primero en el mundo. Y pa él también lo hubieas sío. Acacia. — No, pa él sí lo he sío, pa él sí lo soy. Juliana, — Pero no como dices, que paece que te alegras. Como tenía que haber sío, que no te hubiera él querido tan mal si tú le hubieras querido bien. Acacia. — ¿Pero cómo había de quererle, si él ha hecho que yo no quiera a mi madre? Juliana. — ¿Mujer, qué dices? ¿Que no quiés a tu madre? Acacia. — No, no la quiero como tenía que haberla querido, si ese hombre no hubiea entrao nunca en esta casa. Si me acuerdo de una vez, era muy chica y no he podio olvidarlo, que toa una noche tuve un cuchillo guardao ebajo la almohada, y toa la noche me estuve sin dormir, pensando na más que en ir y clavárselo. Juliana. — Jesús, muchacha, ¿que estás diciendo? ¿Y hubieas tenío valor? ¿Y hubieas ido y le hubieas, matao? Acacia. — ¡Qué ¡sé yo y a quién hubiea matao! Juliana. — ¡Jesús! ¡Virgen! Calla esa boca. Tú estás deja de la mano de Dios. ¿Y quiés que te diga lo que pienso? Que no has tenío tú poca culpa de todo. Acacia. — ¿Qué yo he tenío culpa? Juliana. — Tú, sí, tú. Y más te digo. Que si fe hu-bieas odiao como dices, le hubieas odiao sólo a él. ¡Ay, si tu madre supiera! Acacia. — ¿Si supiera qué? Juliana. — Que toa esa envidia no era de él, era de ella. Que cualquiera diría que sin tú darte cuenta le estabas queriendo. , Acacia. — ¿Qué dices? Juliana. — Por odio na más, no se odia de ese modo. Pa odiar así tié que haber tin querer muy grande. Acacia. — ¿Que yo he querío nunca a ese hombre? ¿Tú sabes lo que estás diciendo? Juliana. — Si yo no digo náa. Acacia.— No, y serás capaz de ir y decírselo lo mismo a mi madre. Juliana. — ¿Te da miedo, verdad? ¿Lo ves cómo eres tú quien lo está diciendo too? Pero está descuida. ¡Qué voy a decirle! ¡Bastante tié la pobre! ¡Dios nos valga! ESCENA V DICHAS y BERNABÉ Bernabé. — Ahí está el amo. Juliana.— ¿Le has visto tú? Bernabé. — Sí, viene como rendío. Acacia. — Vamos de aquí nosotras. Juliana. — Sí, vamos, y no digas náa, que no sepa tu madre que te has podio encontrar con él. (Salen las mujeres.) ESCENA VI BERNABÉ, ESTEBAN y EL RUBIO, COU escopetas. Bernabé. — ¿Manda usted algo? Esteban. — Nada, Bernabé. Bernabé. — ¿Quié usted que le diga al ama... ? Esteban. — No le digas na. Ya me Verán. Rubio. — ¿Cómo está el herío? Bernabé. — Va mejorcito. Allá voy con too esto dé la botica, si no manda usted otra cosa. (Vase.) ESCENA VII ESTEBAN y EL RUBIO Esteban. — Ya me tiés aquí. Tú dirás -ahora. Rubio. — ¿Qué voy yo a decirle a usted? Que aquí es ande tié usted que estar. Que está usted en su casa y aquí pué usted hacerse fuerte; que eso de andar huios y no dar la cara, no es más que declararse y perdernos ... Esteban.— Ya me tiés aquí, te digo, ya me has traío como querías... Y ahora, tú dirás, cuando venga esa mujer y vuelva a acusarme, y les llame a tóos y venga la justicia y el tío Eusebio con ellos... Tú dirás... Rubio. — Si hubiea usted, dejao que los del tío Eusebio se las hubiesen entendió solos con el que está ahí... náa más que herío, ya estaría too acabao... Pero ahora hablará ése, hablará su padre del, hablarán las mujeres... Y ésas son las que no tién que hablar. Lo de Faustino naide puede probárnoslo. Usted iba junto con su padre, a mí naide pudo verme; tengo buenas piernas y me habíap visto casi a la misma hora a dos leguas de allí. Yo adelanté el reló en la casa ande estaba, y al despedirme traje la conversación pa que reparasen bien la hora que era. Esteban. — Bueno estaría too eso, si después no hubieras sío tú el que ha ido descubriéndose y pregonándolo. Rubio. — Tié usted razón, y aquel día debió usted haberme matao; pero es que aquel día, es la primera vez que he tenío, miedo. Yo no esperaba que saliea libre Norberto. Usted no quiso hacer caso e mí cuando yo le ecía a usted: Hay que apretar con .la justicia, que declare la Acacia y diga que Norberto le tenía jurao de matar a Faustino... ¿Va usted a decirme que no podía usted obligarla a que hubiea declarao... y como ella ya hubiéamos tenío otros que hubiean declarao de haberle entendió decir lo mismo?... Y otra cosa hubiea sío; veríamos si la justicia le había soltao así como así. Pues como iba diciendo, que no es que quiea negar lo malo que hice aquel día; como vi libre a Norberto y pensé que la justicia y el tío Eusebio que había de apretar con ella, y tóos habían de echarse a buscar por otra parte, como digo, por primera vez me entró miedo y quise atolondrarme y bebí, que no tengo costumbre, y me fui de la lengua, que ya digo, aquel día me hubiea usted matao y razón tenía usted de sobra Por más de que el run run andaba ya por el pueblo, y eso fue lo que me acobardó, principalmente en oír la copla que too el mal está de esa parte, créamelo usted, de que Norberto y su padre, por lo que había pasao entre usted y Norberto, ya tenían sus sospechas de que usted andaba tras la Acacia... Y ésa es la voz que hay que callar, sea como sea, que eso es lo que pué perdernos, que el delito por la causa se saca; por lo demás... que no supiean por qué había muerto y a ver de ande iban a saber quién lo había matao. Esteban. — Eso me digo yo ahora. ¿Por que ha muerto nadie? ¿Por qué ha matao nadie? . — Eso, usted lo sabrá. Pero cuando se confiaba usted de mí, cuando me decía usted un día y otro: Si esa mujer es pa otro hombre no miraré náa. Y cuando me decía usted: Va a casarse, y esta vez no pueo espantar al que se la lleva, se casa, se la llevan de aquí y ca vez que lo pienso... ¿No se acuerda usted cuántas mañanas, apenas si había amaneció, venía usted a despertarme: Anda, Rubio, levántate, que no he podio pegar los ojos por toa la noche, vamonos al campo, quieo andar, quieo cansarme?... Y ca uno con nuestra escopeta, cogíamos y nos íbamos por ahí aelante, los dos mano a mano, sin hablar palabra horas y horas... Allá, cuando caíamos en la cuenta, pa que no dijesen los que nos veían, que salíamos de caza y no cazaba* mos, tirábamos unos tiros al aire: pa espantar la caza, que decía yo, pa espantar pensamientos, que decía usted; y al cabo de andar y andar, nos dejábamos caer y tumbaos sobre algún ribazo, usted, siempre callao, hasta que al cabo, soltaba usted como un bramío, como si se quitara usted un peso muy grande de encima, y me echaba usted un brazo por el cuello y se soltaba usted a hablar y a hablar, que usted mismo si hubiea querío recordarse, no hubiea usted sabio decir lo que había hablao; pero todo ello venía a parar en lo mismo: Que estoy loco, que no pueo vivir así, que me muero, que no sé qué me pasa, que esto es un castigo, que esto es un infierno... Y vuelta a barajar las mismas palabras, pero con tanto barajar, siempre pintaba la misma, la de la muerte... Y pintó tanto, que un día... el cómo se acordó, ya usted lo sabe, pa qué voy a decirlo; Esteban. — ¿No quiés callar? Rubio. — Cuidao, señor amo, cuidao con ponerme la mano encima. Y no vaya usted a creerse que antea cuando veníamos, no le he visto a usted la intención, que más de cuatro veces, se ha quedao usted como rezagao y ha querío usted echarse la escopeta a la cara. Pa eso no hay razón, señor amo, no hay razón. Nosotros tenemos ya siempre que estar muy uníos... Yo bien sé que usted está ya pesaroso de too y que si pu-diea usted no quisiea usted verme más en su vida... Si con eso se quedaba usted en paz, ya me había qui-tao de elante. Lo que ha de saber usted es que a mí no me ha llevao interés nenguno. Lo que usted me haiga dao, por su voluntad ha sío. A mí me sobra too; yo no bebo, no fumo, tóos mis gustos no han sío siempre más que andar por esos campos a mi albedrío; lo único que me ha gustao siempre, eso sí, es tener yo mando... Yo quisiea que usted y, yo fuéamos como dos hermanos mismamente* yo hice lo que he hecho, porque usted hizo confianza en mí, como pué usted hacerla siempre, sépalo usted. Cuando los dos nos viéamos perdidos, me perdería yo solo, que ya tengo pensao lo que he e decir. De usted ni palabra, antes me hacen peazos; por mí ni la tierra sabrá nunca náa. Diré que he sío yo solo; yo solo por... lo que fuea, que a nadie le importa... Yo no sé lo que podrá salirme; diez años, quince; usted tié poder pa que no sean muchos; luego, con empeños, vienen los indultos; más han hecho otros y con cuatro o cinco años han cumplió. Lo que yo quieo es que usted no se olvide de mí, y cuando vuelva que yo sea pa usted, ya lo he dicho, como un hermano, que no hay hombre sin hombre, y unios los dos, podremos lo que queramos. Yo no quieo náa más que tener mando, eso sí, mucho mando, pero pa usted, usted me manda siempre... ¡El ama! (Viendo llegar a Raimunda.) ESCENA VIII DICHOS y RAIMUNDA Raimunda. — (Sale con una jarra; al ver a Esteban y al Rubio se detiene, asustada. Después de titubear un momento llena la jarra en un cántaro) Rubio. — Con licencia, señora ama. ' Raimunda. — Quita, quítateme de adelante. No te me acerques. ¿Qué haces tú aquí? No quiero verte. Rubio. — Pues tiene usted que verme y oírme. Raimunda. — A lo que he llegao en mi casa. ¿A mí, qué tiés tú que decirme? Rubio. — Usted verá. Más tarde o más temprano nos ha de llamar a tóos la justicia. En bien de tóos, bueno será que estemos tóos acordes. Usted dirá si por habladurías de unos y otros puede consentirse de echar un hombre a presidio. Raimunda. — No iría uno solo. ¿Piensas tú que ibas a escapar? . r Rubio. — No he querío decir lo que usted se piensa. Iría uno solo, pero ése no sería ningún otro más qué yo. Raimunda. — ¿Qué dices? «Rubio. —- Pero tampoco es razón que yo me calle pa que los demás hablen. Usted verá. A más de que las cocas no han sío como usted se piensa. Todas esas habladurías que andan por el pueblo, han sío cosas\de Norberto y de su padre. Y esa copla tan indecetíte que a usted le ha soliviantao haciéndole creer lo que rio hasío.. Raimunda. — Ah, os habéis concertao en too este tiempo. Yo no tengo que creerme de náa. Ni de coplas ni de habladurías. Me creo de lo que es la verdad, de lo que yo sé. Tan bien lo sé, que casi no han tenío que decírmelo. Lo he adivinao yo, lo he visto yo. Pero ni siquiera... Tú no, cómo vas a tener esa nobleza. Pero él sería más noble que me lo confesara a mí too Si bien pué saber que yo no he de ir a delatar a nadie. No por vosotros, por esta casa, que es la de mis padres, por mi hija, por mí. ¿Pero qué vale que yo no lo diga' ú lo dicen tóos, si hasta las piedras lo cantan y lo pregonan por too el contorno? Rubio. — Deje usted que pregonen, uEted es la ;ue tié que callar. Raimunda. — Porque tú lo quieres. Pues miira que sólo de oírtelo a ti, ya me entran ganas de gritarlo ande más puedan escucharme. Rubio. — No se ponga usted así, que no hay razón pa ello. Raimunda. — No hay razón y habéis dao muerte a un hombre. Y ahí tenéis a otro que han podio matar por causa vuestra. Rubio. — Y ha sío lo menos malo que ha podio suceder. Raimunda. — Calla, calla, asesino, cobarde. Rubio. — A usted le dicen, señor amo. Esteban. — ¡Rubio! Rubio. — ¿Qué? Raimunda. — Así, tiés que bajar la cabeza delante de este hombre. ¡Qué más castigo! ¡Qué más caena que andar atao con él pa toa la vida! Ya tié amo esta casa. ¡Gracias a Dios! ¡Pué que mire más por su honra de lo que has mirao tú! Esteban. — ¡Raimunda! Raimunda. — ¡Qué, también digo yo! ¡Pué que conmigo sí te atrevas! Esteban. — Tiés razón, tiés razón, que no he sío hombre pa meterme una onza de plomo en la cabeza y acabar de una vez. Rubio. — ¡Señor amo! Esteban. — ¡Quita, quita! ¡Vete de aquí, vete! ¿Cómo quiés que te lo pida? ¿De rodillas, quiés que te lo pida? ^1 Raimunda. — ¡Ah! Rubio. — No, señor amo. Conmigo no tié usted que ponerse así. Ya me voy. (A Raimunda.) Si no hubiea sío por mí, no habría muerto un hombre, pero quizá que se hubiea perdió su hija. Ahora, ahí le tié usted, acobardao como una criatura. Ya se ha pasao too, jué una ventolera, un golpe de sangre. ¡Ya está curaoí Y pué que yo haiga sío el médico. ¡Eso tié usted que agradecerme, pa que usted lo sepa! ESCENA IX RAIMUNDA y ESTEBAN Esteban. — No llores más, no quieo verte llorar. No valgo yo pa esos llantos. Yo no hubiea vuelto aquí nunca, me hubiea dejao morir entre esas breñas, si antes no me cazaban como a un lobo, que yo no había de defenderme. Pero no quieo tampoco que tú me digas nada. Too lo que puedas decirme, me lo he dicho yo antes. Más veces que tú pueas decírmelo me he dicho yo criminal y asesino. Déjame, déjame, ya no soy de esta casa. Déjame, que aquí aguardo a la justicia; y no voy yo a buscarla y a entregarme a ella porque no pueo más, porque no podría tirar ele mí pa llevarme. Pero si no quieres tenerme aquí me saldré en medio del camino pa dejarme caer en mita de una de esas herrenes como si hubiean tirao una carroña fuera. Raimunda. — ¡Entregarte a la justicia, pa arruinar esta casa, pa que la honra de mi hija anduviea en dichos de unos y otros! Pa ti no tenía que haber habió más justicia que yo. En mí sólo que hubiás pensao. ¿Crees que voy a creerme ahora esos llantos porque no te haya visto nunca llorar? El día que se te puso ese mal pensamiento, tenías que haber llorao hasta secársete los ojos pa no haberlos puesto y ande menos debías. Si lloras tú, ¿qué tenía que hacer yo entonces? Y aquí me tiés, que quien me viera no podría creerse de tÓo lo que a mime ha pasao, y no sé yo qué más podría pasarme, y no quieo recordarme de náa, no quieo pensar otra cosa que en ver de esconder de tóos la vergüenza que ha caío sobre tóos nosotros. Estorbar que de esta casa puea decirse y que ha salió un hombre pa ir a un presidio, y que ese hombre sea el que yo traje pa que fuea como otro padre pa mi hija. A esta casa, que ha sío la de mis padres y mis hermanos, ande tóos ellos han vivió con la honra del mundo, ande los hombres que han salió de ella pa servir al Rey o pa casarse o pa trabajar otras tierras, cuando han vuelto a entrar por esas puertas han vuelto con tanta honra como habían salió. No llores, no escondas la cara, que tiés que levantarla como yo cuando vengan a preguntarnos a tóos. Que no se vea el humo aunque se arda la casa. Límpiate esos ojos, sangre tenían que haber llorao. ¡Bebe una poca de agua! ¡Veneno había de ser! No bebas tan aprisa, que estás too sudao. ¡Mira cómo vienes, arañao de las zarzas! ¡Cuchillos habían de haber sío! ¡Trae aquí que te lave, que da miedo de verte! Esteban. — ¡Raimunda, mujer! ¡Ten lástima de mí! ¡Si tú supieras! Yo no quiero que tú me digas náa. Pero yo sí quiero decírtelo too. Confesarme a ti, como me confesaría a la ,hora de mi muerte. ¡Si tú supieras lo que yo tengo pasao entre mí en too este tiempo! ¡Como si hubiea estao porfiando día y noche con algún otro que hubiea tenío más fuerza que yo y se hubiea empeñao en llevarme ande yo no quería ir! Raimunda. — Pero cómo te acudió ese mal pensamiento y en qué hora maldecía? Esteban. — Si no sabré decirlo. Fue como un mal que le entra a uno de pronto. Tóos pensamos alguna vez algo malo, pero se va el mal pensamiento y no vuelve uno a pensar más en ello. Siendo yo muy chico, un día que mi padre me riñó y me pegó malamente, con la rabia que yo tenía, me recuerdo de haber pensao así en un pronto: «Miá si se muriese», pero fue na más que pensarlo y en seguía de haberlo pensao entrarme una angustia muy grande y mucho miedo de que Dios no me le llevara. Y ende aquel día me apliqué más a respetarle. Y cuando murió, años después, que ya era yo muy hombre, tanto como su muerte tengo llorao por aquel mal pensamiento y así me creía yo que sería de este otro. Pero éste no se iba. Más fijo estaba, cuanto más quería espantarle. Y tú lo has visto, que no podrás decir que yo haiga dejao de quererte, que te he querío más Cada día. No podrás decir que yo haiga mirao nunca a ninguna otra mujer con mala intención. Y a ella no hubieai querío mirarla nunca. Pero sólo de sentirla andar cerca de mí se me ardía la sangre. Cuando nos sentábamos a comer no quería mirarla y ande quiea que volvía los ojos la estaba viendo elante de mí siempre. Y ías noches, cuando más te tenía junto a mí, en medio del silencio de la casa, yo no sentía más que a ella, la sentía dormir cómo si estuviera respirando aini oído. Y tengo llorao^ de coraje. Y le tengo pedio a Dips. Y me tengo^1 dao de golpes. Y me hubiea matao y la hubiea matao a ella. Si yo no sabré decir cómo ha sío. Las pocas veces que no he podio por menos de encon trarme a solas con ella he tenío que escapar como un loco. Y no sabré decir lo que hubiea sío de no escapar, si 1a hubiea dao de besos o la hubiea dao de puñaladas. Raimunda. — Es que sin tú saberlo has estao como loco, y alguien tenía que morir de esa locura. ¡Si antes se hubiea casao, si tú no hubieas estorbao que sé casase con Norberto!... Esteban. — Si no era el casarse, era el salir de. aquí. Era que yo no podía vivir sin sentirla junto a mí un día y otro. Que too aquel aborrecimiento suyo, y aquel no mirarme a la cara,' y aquel desprecio de mí que ha hecho siempre, too eso que tanto había de dolerme, lo necesitaba yo pa vivir como algo mío. ¡Ya lo sabes too! Y casi puede decirse que ahora es cuando yo me he dao cuenta. Que hasta ahora que me he confesao a ti, too me parecía que no había sío. Pero así ha sío, ha síopa no perdonármelo nunca, aunque tú quisieas perdonarme. Raimunda. — No está ya el mal en que yo te perdone o deje de perdonarte. A lo primero de saberlo, sí, no había castigo que me paeciera bastante pa ti. Ahora ya no sé. Si yo creyera que eras tan malo pa haber tú querío hacer tanto mal como has hecho. Pero si has sío siempre tan bueno, si lo he visto yo, un día y otro, pa mí, pa esa hija misma, cuando viniste a esta casa y era ella una criatura, pa los criaos, pa tóos los que a ti se llegaban, y tan trabajaor y tan de tu casa. Y no se pué ser bueno tanto tiempo pa ser tan criminal en un día. Too esto ha sío, qué sé yo, miedo me da pensarlo. Mi ma'dre, en gloria esté, nos lo decía muchas veces, y nos reíamos con ella, sin querer, creernos de lo que nos decía. Pero ello es que a muchos les tie pronosticao cosas que después le han sucedió. Que los muertos no se van de con nosotros, cuando paecen que se van pa siempre al llevarlos pa enterrar en el campo santo, que andan día y noche alrededor de los que han querío y de los que han odiao en vida. Y sin nosotros verlos, hablan con nosotros. Que de ahí proviene que muchas veces pensamos lo que hubiéramos creído de haber pensao nunca! Esteban. — ¿Y tú crees? Raimunda. — Que too esto ha sío pa castigarnos, que el padre de mi hija no me ha perdonao que yo hubiea dao otro padre a su hija. Que hay cosas que no puen explicarse en este mundo. Que un hombre bueno como tú puea dejar de serlo. Porque tú has sío muy bueno. Esteban. — Lo he sío siempre, lo he sío siempre y de oírtelo decir a ti, ¡qué consuelo y qué alegría tan grande! Raimunda. — Calla, escucha. Me parece que ha en-trao gente de la otra parte de la casa. A la cuenta será el padre de Norberto y los que vienen con él pa llevárselo. No deben haber venío los de justicia, que hubiean entrao de esta parte. Voy a ver. Tú, anda allá dentro, a lavarte y mudarte de camisa, que no te vean así, que paeces... Esteban. — No te pares en decirlo. Un malhechor, ¿verdad? Raimunda. —- No, no, Esteban. Pa qué atormentarnos más. Ahora lo que importa es acallar a tóos Jos que hablan. Después ya pensaremos. Mandaré a la Acacia unos días con las monjas del Encinar, que la quieren mucho y siempre están preguntando por ella. Y después escribiré a mi cuñada Eugenia, la de Adrada, que siempre ha querío mucho a mi hija, y se la mandaré con ella. Y quién sabe. Allí puá casarse, que hay mozos de muy buenas familias y bien acomodas y ella es el mejor partió de por aquí y pué volver casada y luego tendrá hijos que nos llamarán abuelos y ya iremos pa viejos y entoavía pué haber alegría en esta casa. Si no fuea... Esteban. — ¿Qué? Raimunda. — Si no fuea... Esteban. — Sí. El muerto. • Raimunda. — Ése, que estará ya aquí siempre, entre nosotros. Esteban. — Tiés razón. Pa siempre. Too pué borrarse menos eso. (Sale.) ESCENA X RAIMUNDA y ACACIA Raimunda. — ¡Acacia! Estabas ahí, hija? Acacia. — Ya lo ve usted. Aquí estaba. Ahí está el padre de Norberto, con sus criados. Raimunda. — ¿Qué dice? Acacia. — Paece más conforme. Como le ha visto tan mejorao,.. Esperan al forense que ha de venir a reconocerle. íla ido al Sotillo a otra diligencia y luego vendrá. Raimunda. — Pues vamos allá nosotras. , Acacia. madre. Es que antes quisiea yo hablar con usted, Raimunda. — ¿Hablar tú? ¡Ya me tiés asusta! ¡Que hablas tan pocas veces! ¿Asunto de qué? Acacia. — De que he entendió lo,que tié usted de-terminao de hacer conmigo. Raimunda. — ¿Andabas a la escucha? Acacia. — Nunca he tenío esa costumbre. Pero ponga usted que hoy he andao. Es que me importaba lo que había usted de tratar con ese hombre. Quie decirse que en esta casa la que estorba soy yo. Que los que no tenemos culpa ninguna, hemos de pagar por los que íién tanta. Y too pa quedarse usted tan ricamente con su marío. A él se lo perdona usted too, pero a mí se me echa de esta casa, náa más que pa quedarse ustedes muy descansaos. Raimunda. — ¿Qué estás diciendo? ¿Quién pué echarte a ti de esta casa? ¿Quién ha tratao semejante cosa? ' Acacia. — Usted sabrá lo que ha dicho. Que me llevará usted al convento del Encinar, y pué que quisiea usted encerrarme allí pa toda mi vida. Raimunda. — No se cómo pueas decir eso. ¿Pues no has sío tú muchas veces la que me tié dicho que te gustaría pasar allí algunos días con las monjas? ¿Y no he sío yo la que nunca te ha consentío, por miedo no quisieas quedarte allí? Y con la tía Eugenia, ¿cuántas veces no me has pedio tú misma de dejarte ir con ella? Y ahora que se dispone en bien de tóos, en bien detesta casa, que es tuya y na más que tuya, y a todos importa poder salir de ella con la frente muy alta... ¿qué quisieas tú, que yo delatase al que has debió mirar como a un padre? Acacia. — ¿Si querrá usted decir, como la Juliana, que yo he tenío la culpa de todo? Raimunda. — No digo náa. Lo que yo sé, es que él no ha podio mirarte^1 como hija, porque tú no lo has sío nunca pa él. Acacia. — ¿Si habré sío yo la que se habrá ido a poner elante e éus ojos? ¿Si habré sío yo la que habrá hecho matar a Faustino? Raimunda. — ¡Calla, hija, calla! ¡Si te entienden de allí! Acacia. — Pues no se saldrá usted con la suya. Si usted quié salvar a ese hombre y callar too lo que aquí ha pasao, yo lo diré a la justicia y a tóos. Yo no tengo que mirar más que por mi honra. No por la de quien no la tiene, ni la ha tenío nunca, porque es un criminal. Raimunda. — ¡Calla, hija, calla! ¡Frío me da de oírte! ¡Que tú le odies, cuando yo casi le he perdonao! Acacia. — Sí, le odio, le he odiao siempre, y él también lo sabe. Y si no quiere verse delatao por mí, ya pué venir y matarme. ¡Si eso quisiea yo, que me matase! ¡Sí, que me mate, pa ver si de una vez deja usted de quererle! Raimunda. — ¡Calla, hija, calla! ESCENA XI . DICHAS y ESTEBAN Raimunda. — ¡Esteban! Esteban. — ¡Tié razón, tié razón! ¡No es ella la que tié que salir de esta casa! Pero yo no quiero que sea ella quien me entregue a la justicia. Me entregaré yo mismo. ¡Descuida! ¡Y antes de que puean entrar aquí, les saldré yo al encuentro! ¡Déjame tú, Raimunda! Te queda tu hija. Ya sé que tú me hubieas perdo-nao. ¡Ella no! ¡Ella me ha aborreció siempre! Raimunda. — No, Esteban. Esteban de mi alma. Déjame, déjame, o llamo al padre de Norberto y se lo confieso too aquí mismo. Raimunda. — Hija, ya 16 ves. Y ha sío por ti. jEs-téban, Esteban! Acacia. — ¡No le deje usted salir, madre! Raimunda. — ¡Ah! Esteban. — ¿Quiés ser tú quien me delate? ¿Por qué me has odiao tanto? ¡Si yo te/hubiea oído tan siquiera una vez llamarme padre! ¡Si tú pudieas saber coma te he querío yo siempre! Acacia. •—- ¡Madre, madre! Esteban. — Malquerida habrás sío sin yo quererlo. Pero antes, ¡cómo te había yo querío! Raimunda. — ¿No le llamarás nunca padre, hija? Esteban.-—No me perdonará nunca. Raimunda. — Sí, hija, abrázale. Que te oiga llamarle padre. ¡Y hasta los muertos han de perdonarnos y han de alegrarse con nosotros! Esteban. — ¡Hij a! Acacia. — ¡Esteban! ¡Dios mío, Esteban! Esteban. — ¡Ah! Raimunda. — ¿Aun no le dices padre? Qué, ¿ha perdió el sentío? ¡Ah!, ¿boca con boca y tú abrazao con ella? ¡Quita, aparta, que ahora veo por qué no querías llamarle padre! ¡Que ahora veo qué has sío tú quien ha tenío la culpa de too, maldecía! Acacia. — Sí, sí. ¡Máteme usted! Es verdad, es la verdad. ¡Ha sío el único hombre a quien he querío! Esteban. — ¡Ah! Raimunda. — ¿Qué dice, qué dice? ¡Te mato! ¡Maldecía! Esteban. — ¡No te acerques! Acacia. — ¡Defiéndame usted! Esteban. — ¡No te acerques te digo! Raimunda.-^1-¡Ah! ¡Así! ¡Ya estáis descubiertos! ¡Más vale así! ¡Ya no podrá pesar sobre mí una muerte! ¡Que vengan tóos! ¡Aquí, acudir toa la gente! ¡Prender al asesino! ¡Y a esa mala mujer, que no es hija mía! Acacia. — ¡Huya usted, huya usted! Esteban. ~r- ¡Contigo! ¡Junto a ti siempre! ¡Hasta e1 infierno! ¡Si he de condenarme por haberte querío! ¡Vamos los dos! ¡Que nos den caza si puen entre esos, riscos! ¡Pa quererte y pa guardarte, seré como las fieras, que no conocen padres ni hermanos! Raimunda. — ¡Aquí, aquí! ¡Ahí está el asesino! ¡Prenderle! ¡El asesino! (Han llegado por diferentes puertas, El Rubio, Bernabé y la Juliana, y gente del pueblo.) Esteban. — ¡Abrir paso, que'no miraré náa! Raimunda. — ¡No saldrás! ¡Al asesino! Esteban.^— ¡Abrir paso', digo! Raimunda. — ¡Cuando me haigas matao! Esteban. — ¡Pues así! (Dispara la] escopeta y hiere a Raimunda.) Raimunda. —^Ah! Juliana. — ¡Jesús! ¡Raimunda! ¡Hija! Rubio. — ¿Qué ha hecho usted, qué ha hecho usted? Uno. — ¡Matarle! Esteban. — ¡Matarme si queréis, no me defiendo! Bernabé. — No; entregarle vivo a la justicia! Juliana. — ¡Ese hombre ha sío, ese mal hombre! ¡Raimunda! ¡La ha matao! ¡Raimunda! ¿No me oyes? Raimunda. — ¡Sí, Juliana, sí! ¡No quisiera morir sin confesión! ¡Y me muero! ¡Miá cuánta sangre! ¡Pero no importa! ¡Ha sío por mi bija! ¡Mi hija! Juliana. — ¡Acacia!, ¿ande está? Acacia. — ¡Madre, madre! Raimunda. — ¡Ah! ¡Menos mal, que creí que aun fuea pdr él por quien llorases! Acacia. — ¡No, madre, no! ¡Usted es ini madre! Juliana. — ¡Se muere, se muere! ¡Raimunda, hija! Acacia. — ¡Madre, madre mía! Raimunda. — ¡Ese hombre ya no podrá.nada contra ti! ¡Estás salva! ¡Bendita esta sangre que salva, como la sangre de Nuestro Señor! FIN DEL DE DRAMA * . ■ .