Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 1 CAPÍTULO PRIMERO. CASTILLEJO Y CECILIA Cipriano Castillejo se halla entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años de edad; ha alcanzado esa época de la existencia en que los hombres empiezan a derrumbarse física y psíquicamente; profesa de catedrático, y todas las tardes, esas tristes y aburridas tardes de otoño e invierno, entra en la misma cafetería y pide su condumio: café con leche con un bollo azucarado. En el establecimiento anida una logia de cincuentones, y Castillejo contempla, silencioso, el rebaño: son cinco, siete, hasta diez individuos vulgares, anodinos, como hechos de magma; ni siquiera representan ruinas, sino escombros. Sus rostros reflejan el vacío, la ausencia de ideas y volición; simbolizan la carencia, la utopía de un mundo falto de espíritu, y ese mundo es, sin duda, nuestro mundo. No charlan ni opinan; se recuestan, como desplomados, sobre los sillones, y, de vez en vez, exhalan frases gratuitas y sin posible réplica. «¿Por qué no volvemos a Rusia, para comer mantequilla?» -dice uno. Y nadie contesta. Castillejo piensa: «¿Resultaré igual que estos desechos? ¿Me avistarán los ajenos como yo veo tales cascotes?». Y la respuesta le concome. Mas, en seguida, añade: «Ellos son oficinistas, y yo, maestro de Derecho; por tanto, no existe posibilidad de semejanza». Luego, se revisa en un cercano espejo. El día diez de octubre de 1941, al tiempo que el jefe de Prensa del III Reich Alemán, Otto Dietrich, lanzaba al mundo la noticia de que la guerra con Rusia estaba prácticamente conclusa, el joven Castillejo llegaba a Madrid, desde su provincia, para iniciar estudios, y se aposentaba en un llamado Colegio Mayor Universitario, recién erigido. Como tantos otros jóvenes de entonces, el advenido arribaba con el propósito de asaltar el Estado. Aquel invierno fue muy frío, y Castillejo pudo vislumbrar, desde la ventana de su celda, la constante nieve sobre las chabolas que circundaban la construcción. La habitación del huésped constaba de los siguientes elementos: una cama, una mesa, una ampara movible, un armario, dos sillas, un radiador de calefacción y una estantería para libros. Presidiendo la cabecera de la cama, figuraba la imagen de Jesús crucificado; sobre la pared, un extenso mapa de Rusia, donde ciertas banderitas portátiles señalaban, día tras día, el avance de las tropas del Nationalsozialistiche Deutsche Arbeiterpartel; y sobre la estantería, los siguientes volúmenes: Encíclicas del Papa Pío XII, la Biblia, un folleto sobre la Dirección de los Círculos de Estudios, secta católica, y tres ejemplares de una revista titulada «La joven Europa», impresa en lengua castellana por los germanos. Un rimero de cuartillas, escritas por el propio Castillejo, con grafía menuda y apretada, reposaba junto a los libros: eran anotaciones que el estudiante extraía de tratados y conferencias actualísimos. Leíanse allí apuntes y observaciones de esta guisa: «Describir los males del liberalismo» ... «Resaltar el principio de autoridad» ... «Determinar el papel de España en el Nuevo Orden Europeo» ... «Definir la cuestión social» ... «Intentar nuestra teoría de la raza... «Proponer una música nacional». En el Colegio Mayor Universitario, el becario aprendió el conformismo y la obediencia a la Dictadura, demás que él mismo se consideraba parte de aquella Gobernación. Con esto inició su carrera de hombre de porvenir. Pronto adhirióse a la facción de cierto ilustre catedrático, llamado F. J. Conde, famoso por una «Teoría sobre el Mando Único y Totalitario». Los papeles del colegial engrosaron con la doctrina del maestro; en poco tiempo, el discípulo devino cercano a la eminencia, y sus días comenzaron Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 2 a desenvolverse entre susurros y cautelas. Hacia mayo de 1942, mientras los ejércitos de Adolfo Hitler desencadenaban su ofensiva sobre la Península de Kersch y ocupaban la ciudad del mismo nombre, Castillejo empezaba a leer el idioma alemán. Por aquellas fechas, Joseph Goebbels registraba en su «Diario»: «Con respecto a los abastecimientos, poco debemos esperar de Ucrania en un futuro inmediato. Las tropas alemanas han devorado cuanto encontraron; no quedó ganado; se sacrificaron los caballos y otros animales; los arados tienen que ser arrastrados por seres humanos». En mayo de 1946, Castillejo concluyó sus estudios de Derecho. El Sindicato de Estudiantes concedióle una medalla. En la Facultad de Filosofía conoció, por entonces, a una muchacha, llamada Cecilia, hija de un fabricante. Ella advirtió el sabio en Castillejo, y éste, la compañera en Cecilia. Comunicáronse, se descubrieron y principiaron, juntos, a despreciar dos comparecencias: los desvalidos y los hombres sin mañana. Castillejo frecuentaba, en esos días, diversas logias, que no solo una, y siempre la del celebrado autor de la «Teoría sobre el Mando Único y Totalitario». El hombre y la mujer matrimoniaron un domingo, doce de abril de 1947, en provincias. Entre otras noticias, el periódico de la localidad decía así: «Reparto de víveres: aceite, un cuarto de litro por persona, contra el cupón 11 de la semana quince; arroz, doscientos gramos por persona; azucar, cien gramos por persona; tocino, cincuenta gramos por persona; chorizo, cincuenta gramos por persona; jabón, cien gramos por persona». También decía: «Se abre el proceso contra los guardianes y funcionarios del campo de concentración de Buchenwald». Destacaba un comentario titulado «Bellaquerías», donde su autor, un tal Giménez, arremetía contra cierto Ettore Zuani, fascista italiano, acusándole de traidor y cambiatintes. Para probar la desvergüenza y mudanza de Zuani, por el momento dado a buscar la complacencia de demócratas, Giménez insertaba estos pasajes, compuestos por el italiano en más impunes tiempos: «Tras la generación de 1898, formada por artistas y filósofos, que supieron mirar en torno de sí, acaeció la generación de los que decidieron padecer por España. A ella pertenece Giménez, que sufre, se abrasa y se afana, solitario y desdeñoso, en continua lucha contra sus oponentes. Generalmente resulta frío y reposado; mas, cuando se enciende, cuando pretende persuadir, nada puede contenerle; sus palabras hácense fuego; Séneca surge, se vislumbra Goya. La España de predicadores y de mártires, de ascetas y guerreros, de poetas y de caballeros andantes, emerge allí». Giménez concluía llamando yangüeses a los Zuani, y Quijotes a los Giménez. En el viaje de novios, Castillejo hízose acompañar de una valija de libros y revistas. Llevó «El Concepto de Imperio en el Derecho Internacional», de un tal Carl Schmitt, pensador alemán nacionalsocialista, traducido por el mencionado F. J. Conde. Allí leyó. «El triunfo del movimiento nacionalsocialista permitió a Alemania enfilar victoriosa proa hacia la superación de la noción de Estado en el Derecho Internacional. El vigoroso dinamismo de nuestra política exterior nos obliga a examinar la situación actual del Derecho, y a procurar introducir el concepto de Imperio, una vez que el ministro Lammers y el subsecretario Stuckart han aclarado la significación de dicha idea»... Castillejo consideró el texto fuera de moda, pero pensó que, a la manera del ilustre germano, él no trataría de aportar ni revisar ninguna doctrina sin previa aprobación de un ministro o un subsecretario. Schmitt continuaba: «La actividad del Führer ha otorgado realidad política, verdad histórica y espléndido porvenir al tema del Imperio». Castillejo también llevó obras del propio F. Conde, su autor predilecto, a saber: «El Estado Totalitario como Forma de Organización de las Grandes Potencias» y Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 3 «Representación Política y Régimen Español». Aprendió las siguientes enseñanzas de este profesor: «España devino una y poderosa para defender y extender la imagen católica. Perdióse luego esta inclinación, y, desde entonces, el rumbo positivo de la Historia hispana ha quedado encarnado en el esfuerzo de generaciones y generaciones por recuperar la vía señalada por la tradición imperial y religiosa de los siglos xv y xvi; detrás de ese intento, se encuentra, aunque un tanto borroso, el esquema agustiniano de la pugna entre el bien y el mal. Debemos, pues, reconocer la existencia de dos Españas en contradicción: una buena y otra mala; una luchando por ascender, y otra, por descender»... También leyó: «España postula una acción política fundada sobre el maravilloso concepto del entendimiento de amor, repristinado con la savia actual de la conciencia histórica. Nuestro anhelo consiste en trascender la coyuntura contemporánea en línea de salvación, instalándonos allende el horizonte de¡ Estado moderno e inscribiéndonos resueltamente en el marco cristiano». Y también: «La forma militar del Estado es la manera más precisa y práctica de garantizar la estructuración de Poder, porque con ella se alcanza el más alto grado de rigor en los mandatos y de seguridad en la obediencias»... Y por último, «Cuando el mando, y, por tanto, la autoridad, están concentrados en un punto, el modo de producir re- presentantes no puede ser el sufragio, sino la designación». A la vuelta del viaje nupcial, Castillejo logró un lugar en la Administración de la Dictadura. Fue su primer encargo estatal, y en ello colaboraron los prestigios y amaños del padre de Cecilia. Con esto hízose real el aforismo de su mentor: «Cuando el mando, y, por tanto, la autoridad, están concentrados en un punto, el modo de producir representantes no puede ser el sufragio, sino la designación». Castillejo representaba a los obreros metalúrgicos. Hacia 1950, Castillejo doctoróse en Derecho. Su tesis, «El Bien Común en Santo Tomás», mereció sobresaliente cum laude. Un amable viejecito, llegado de Zaragoza como miembro del Tribunal examinador, prestó especial interés durante la lectura de las conclusiones; luego, elogió al doctorando ante el oído atento de Cecilia. Aquel día, Castillejo estrenó traje. El estudioso dedicó parte del año de 1951 a pulir su trabajo y publicarlo en una revista, titulada «Anales de la Universidad». Él mismo hubo de aportar observaciones sobre la composición estética de la impresión. La revista apareció en el mes de noviembre. Su índice rezaba: «Luis Valdeacederas: El sentido realista en el Derecho del Trabajo. Ángel Díaz Nicolás: La libertad en la filosofía de Jaime Balines. Pedro Ruiz Arosa: La profesión de abogado. Cipriano Castillejo: El Bien Común en Santo Tomás. Notas, noticias de libros, revista de revistas». Castillejo recibió treinta ejemplares de su tesis, convenientemente encuadernados y separados del texto general. «El Bien Común en Santo Tomás» ocupaba aproximadamente la extensión de la «Ética Demostrada según el Orden Geométrico», de Baruch Spinoza; empero, resultaba obra bien diferente. Inmerso en los modos de su maestro, el padre de la «Teoría sobre el Mando Único y Totalitario», Castillejo era víctima de una mímica que consistía en situar entre los objetos y el conocimiento un conjunto de fórmulas y modelos figurativos. Al enfrentarse con la necesidad de enjuiciar, el pensamiento había de ofrecer al conocimiento aquellos moldes, apenas teñidos por el color que las lejanas cosas imprimían. De esta manera, Castillejo no meditaba en conceptos, sino en metáforas y metáforas de metáforas. Su mente trabajaba en una nebulosa región de patrones y falsillas, ajena a las existencias, apartada de cualesquier presencias, vuelta de espaldas a toda realidad. Se trataba de un sistema inventado por los alemanes, que «sabían mucho», y adoptado por los españoles, que, al parecer, sabían menos; era la regla del saber oficial de aquellos tiempos. Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 4 Castillejo había creído aprender ciencia leyendo expresiones como éstas: «El sentido del Derecho Romano no arranca del Ethos, del Phatos ni del Logos, sino de la cotidianidad» ... «El romano jamás concibió la libertad como atributo metafísico del hombre, sino como reflejo de su participación en la comunidad» ... «Para el griego, existe el Cielo y la Tierra; para el cristiano, el Cielo y la Tierra constituyen el mundo, sede de esta vida; por eso, el esquema cristiano del universo no es el dualismo Ciclo-Tierra, sino mundo-alma» ... «El Imperio Romano fue la transposición sacralizada de la idea originaria de la Romanitas, que tenía por horizonte la Civitas Mundj» ... «La tendencia irreprimible del alma medieval a elevar toda multiplicidad a una unidad final y suprema» ... «Para Maquiavelo, el hombre de Estado es un tecnite cuya función consiste en conocer la realidad política». En titánica y sudorosa pugna, nocturna y diurna, frente a las cuartillas, Castillejo habíase quemado los ojos para escribir con semejante estructura. Ayudábase de la sintaxis del idioma alemán, despreciando el propio, empero su patriotismo, extraño por entero al fin del pensamiento: dar cuenta del mundo con proposiciones simples, donde las palabras sustituyan a existencias concretas y particulares. Moría unas veces, entre recetas terribles, y otras, resucitaba con la manera en la mano. Decía: «La concreción histórica medioeval, en cuanto entidad política, es símbolo figurado de la avidez de salvación, encarnada a modo de Naturaleza en el ánima media. Tomás ab Aquino sustantivo la imagen refleja de la realitas trascendente, y Ockham le da autonomía mundanal, desvinculándola del orden soteriológico. Así, el proceso se desenvuelve, en sentido lineal, como una laicidad de la politicidad». Cuanto Castillejo y sus mentores exponían en esta y otras locuciones, devenía, en opinión de Juan Pérez Valenzuela, estudioso de la cultura de esos años, «pura palabrería de mantenidos. Sus proposiciones no resultaban verdaderas ni falsas; sencillamente encerraban la imposibilidad de verdad, porque las palabras sólo se referían allí a palabras: ningún sistema lógico poseía criterio de evidencia para probar tales aserciones; los sujetos y predicados de las oraciones eran metáforas, y, por definición, la metáfora no pertenece al mundo, sino al lenguaje». Perdido en la revista «Anales de la Universidad», «El Bien Común en Santo Tomás» no gozó de eco. Nadie lo comentó ni citó. Castillejo conoció entonces la miseria y mentira de la vida. Comprendió que le olvidaban por no valorarle catedrático ni persona de Poder. Empero, quiso continuar. Comenzó por imaginar una «Teoría Metafísica del Salario Obrero». Consultó con Cecilia y decidieron iniciar la labor. El marido reunía notas, confeccionaba fichas, compilaba noticias y construía sinopsis. Cecilia transcribía los textos a papeles mecanografiados. Mas pronto descubrieron que se habían adelantado, en la cuestión, dos jesuitas: el Padre Pernaut y el Padre Zalba. Uno de los jesuitas sostenía la doctrina de un salario absoluto, igual para casados que para solteros, proponiendo subsidios para las familias gruesas, pagaderos por los burgueses y el Estado. «Las empresas se beneficiarán de la procreación obrera, fuente de recursos humanos para años sucesivos»... «Los hijos de los obreros actuales han de ser los obreros del mañana, gracias a los cuales se mantendrán las factorías. Por ello, parece natural imponer a los patronos una carga que después recogerán como mano de obra»... «No cabe afirmar que esté contra el plan divino la existencia de familias numerosas, aun entre las clases necesitadas; más de una vez, Dios lo quiere así»... «Los padres sirven al Bien Común, proporcionando futuros soldados y obreros» -decía. El otro jesuita no veía razones para que los empresarios hubieran de alimentar niños Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 5 que tal vez no llegaran a trabajar en sus talleres. Argüía: «Dentro del orden metafísico, no encontramos ningún título en el padre de seis hijos» ... «El contrato de trabajo no es injusto por naturaleza; quien lo reputare como tal hablaría un lenguaje insostenible, gravemente injurioso para la Iglesia» ... «En la solución del problema obrero han de contribuir la justicia y la caridad; con la mera justicia, el proletario se hallaría en situación muy precaria»... «No deviene cruel el principal que pergeña un puro pacto de arrendamiento de servicios. Cuanto más desdeñe el amor cristiano, aferrándose a sus pretendidos títulos, más tendrá que padecer el operario las consecuencias de su indigente estado»... «El dueño faltará a la caridad si no socorre a sus menestrales; pero habrá circunstancias en que no deba siquiera el salarlo mínimo»... «La Providencia, por norma general, ordena las cosas de suerte que los obreros estén en condiciones de exigir la equivalencia de su trabajo, sea porque la oferta y la demanda se equilibren, sea porque las leyes sociales favorezcan al débil»... «Aunque Dios ha garantizado la pervivencia, el asalariado no debe abusar, fiándose en la Providencia compasiva y aun espléndida del Creador. Ha de aplicar racional- mente su actividad cooperadora; tiene que asociarse al plan divino, y no incrementar sus necesidades. Dentro del grupo proletario, quedan obligados a prestar su colaboración cuantos resulten capaces: el marido, en primer lugar; pero también la mujer, aprovechando, en el propio hogar, o en las cercanías, las horas libres; y más tarde, los niños creciditos, cuando dejen la escuela y se dediquen al ejercicio de un aprendizaje. De lo contrario, la familia podría experimentar una penuria no imputable a descuido de la Providencia». Temiendo la posibilidad de enriquecimiento de los obreros solteros, este jesuita sentenciaba: «Los célibes no deben derrochar el salario sobrante, ni invertir su excedente en goces inalcanzables para los casados de su casta» ... «Es razonable que, fundándose en la solidaridad y en los intereses de clase, se dic- ten leyes que sustraigan al proletario célibe parte de su jornal, destinándolo a los necesitados de su gremio; con ello se le liberará de caer en la tentación de vicios y despilfarros. Finalmente, aseveraba: «Sólo pueden realizar esta obra los hombres que habitan la fe y cumplen su cometido en el espíritu de Cristo». Castillejo abandonó la «Teoría Metafísica del Salario. Obrero», y, sin dilación, comenzó a elaborar una «Doctrina del Poder». Empezaron las lecturas, se acumularon las reseñas, crecieron los apuntamientos. Al acabar el año de 1952, el hombre había redactado párrafos como éste: «La polaridad metodológica explica la parcialidad e insuficiencia de las anteriores exposiciones; la nuestra significará el punto de con- vergencia de todas las direcciones seguidas por la actividad pensarosa. Es evidente que las conclusiones de las teorías precedentes radican no tanto en las premisas de los sistemas cuanto en los principios de la Filosofía de la Historia subyacentes en el conjunto de la especulación, y que trascienden, como veremos, los momentos dialécticos del proceder científico. La «Doctrina del Poder» no vio, sin embargo, la luz. Castillejo conoció la impotencia y la aburrición al pretender unir los párrafos compuestos con tanto esfuerzo. Las frases, que, en principio, parecían silla- res, se convertían en humo; los materiales se derretían, y el presunto edificio se derrumbaba, pese a ir reforzado con innúmeras citas. Castillejo leyó y releyó sus minutas, así en alta como en tenue voz; rehizo y deshizo, tachó y reformo, dudo, sintió temor y dijo a Cecilia: «Habremos de olvidar esa «Doctrina del Poder», pues algunos malévolos podrían pensar que intento emular a los alemanes; demás que ni siquiera mis maestros se atrevieron a tanto». Luego, tras largas vacilaciones, Castillejo eligió otro trabajo: «Teoría General de Todos los Delitos como Delitos contra la Seguridad del Estado», Comenzó con entusiasmo, Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 6 pero pronto aburrióse por la misma facilidad del tema; por otra parte, no encontró eco en el Estado. Más tarde vinieron otras inspiraciones: Un «Ensayo sobre el Gobernante Carismático», una «Morfología del Mando Incontrastable», un estudio sobre el mito de Don Juan, una «Teoría de las Ciudades», una «Doctrina de la Buena Fe en Derecho Mercantil». Apenas iniciados, todos quedaron inconclusos. Después de dictar a Cecilia las diez primeras páginas, a Castillejo se le vaciaba el argumento, que acababa por fastidiarle. Cierto Martínez Areusa, experto en oposiciones, visitó a Castillejo, para recuperar unas acotaciones, y confesó: «Si aspiras a una cátedra, no debes escribir. Los componentes del Tribunal, que apenas esbozaron el programa de la disciplina, suelen irritarse ante los opositores sabihondos. Yo, autor de quince libros, jamás ganaré el pan en la Universidad»... «¡Cuánto sabes!» -contestó Castillejo. Y, como si ya formase parte de semejante Tribunal, sintió desprecio por el talentudo. Por aquel tiempo, la hermana de Cecilia contrajo nupcias con un ingeniero, elevado, por el Dictador, a una Dirección General de la Administración Pública. Quince días después de la boda, el ingeniero pronunciaba arengas en alabanza del Poder. Pronto se convocaron oposiciones a cátedras, y Castillejo apareció entre los favoritos. «El primer lugar será para el cuñado del prohombre; queda la duda del segundo y del tercero» -comentaron los opositores con naturalidad. Castillejo logró el tercer puesto, porque en el Tribunal había, por casualidad, un miembro ateo. Cuando su cuñado, el Director General, quiso felicitarle, encontróle llorando. «Tú sabes que soy el más inteligente» -exclamó el electo entre sollozos. Y el ingeniero replicó: «Hubo compromisos». La tercera cátedra suponía un desplazamiento de Madrid. Hacia octubre de 1953, Castillejo llegó, pues, a una ciudad de provincias. Contaba entonces treinta años de edad, pero de apariencia juveniles, de forma que cierto bedel confundióle con un estudiante. «Soy el nuevo catedrático» -espetó Castillejo. Y la anécdota recorrió la ciudad. Cinco días más tarde arribó Cecilia con la biblioteca doméstica. Entre los libros del profesor hallábanse los siguientes: «Der Urtengang des Abenlandes», o «La Decadencia de Occidente»; «Del Sentimiento Trágico de la Vida»; «Así habló Zaratustra»; «Vida de Don Quijote y Sancho»; «Algemeine Statslehre»; «Derecho Común Español»; «La Esfera y la Cruz»; «Teoría y Sistema de las Formas Políticas», del citado J. J. Conde; «El Estado Totalitario como Forma de Organización de las Grandes Potencias», del mismo; «Representación Política y Régimen Espaiíol», del mismo; «Sociología de la Sociología», del mismo; «Der Nomos der Erde in Völkerrecht des jus Publicum Europeaum», del mencionado Carl Schmitt; «El Concepto de la Política», del mismo; «El Concepto de Imperio en el Derecho Internacional», del mismo. Tales eran las lecturas de un Ilustrado estatal de la época. La noche del trece de octubre de 1953, Castillejo probóse la toga, la muceta y el birrete ante los serenos ojos de Cecilia. Al día siguiente fue investido catedrático; recibió el abrazo del rector de la Universidad y los aplausos de los concurrentes. Cecilia lloró. Concluida la ceremonia, celebraron un banquete los familiares y amigos. Compareció la hermana de Cecilia, pero su marido, el Director General, excusó la ausencia en larga carta, alegando servicios al Estado. El prohombre deseaba venturas al cuñado y le incitaba a la fecundidad intelectual. Por la ciudad extendiéronse susurros sobre el recién llegado. Valorábasele de Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 7 eminencia, de espíritu sutilísimo, de sabio en plena juventud. Algunos ambiciosos de cátedras apresuráronse a comprar «El Bien Común en Santo Tomás». Castillejo, siempre pulcro y correcto, dejóse mecer en la fama, saludando con la boca fruncida. La Madre Socorro, directora del Colegio Femenino de «Jesús y María», le incluyó en la lista de sus conferenciantes. El advenido exhaló un discurso sobre «Religión y Orden Social». En el preámbulo aclaró: «Hablaremos de manera universitaria; quiero decir, científica». La faz de algunas monjitas sobresalía candorosamente por entre los espectadores que en pie estaban. Cecilia, aposentada en primera fila, recibió una rosa blanca de la Madre Socorro. Castillejo conoció los modos y protocolos de la Universidad provinciana, que dividía a los funcionarios en catedráticos, adjuntos y ayudantes. El adjunto podía cenar con el catedrático y su esposa, como el sargento con el coronel, mas sin traer la compañera. Entendíase que la relación catedrático-adjunto era profesional y jerárquica, mientras que la relación catedrática-adjunta resultaba amical, y, por tanto, basada en igualdad. El adjunto debla aceptar las opiniones del catedrático, caminando, en público, un poco rezagado, nunca a nivel de su jefe. Los adjuntos estudiaban pequeños temas, como, por ejemplo, la forma de las actas matrimoniales en el siglo XVIII; los catedráticos gozaban dé autoridad para sintetizar la Historia en un aforismo, «derecho del que no abusaban ciertamente, según el parecer del mismo Juan Pérez Valenzuela; éstos viajaban en coches-camas, y aquéllos, en vagones de primera clase. Si un catedrático se desplazaba a un Congreso Nacional o Internacional, el adjunto tenla que despedirle a pie de ferrocarril; si un catedrático volvía de un Congreso Nacional o Internacional, el adjunto había de esperarle a pie de ferrocarril; el adjunto se titulaba Lorente, Noguera, Moya; el catedrático, don Juan, don Antonio, don Crisanto. En cuanto a los ayudantes, su sustancia consistía en dibujar sonrisillas y acceder. Si un adjunto lograba la cátedra, exageraba estas liturgias de manera vengativa, lo cual se apodaba desquite. Generalmente, ningún catedrático provenía de aquella provincia, porque las serpientes locales no permitían el engrandecimiento de sus inferiores. Se nombraba la palabra «Madrid» como un abstracto generador de bienes y misterios; no en balde allí habitaba el Sol del Dictador. Murmurábase con la mente puesta en la capital: «Se dice», «Se espera», «Han decidido», «Se ha previsto», «Le han ofrecido», «Le han propuesto, «Le han requerido». Castillejo conoció a su adjunto, un hombre de cincuenta años, calvo, caderoso y fondón, dotado de profundos ojos negros; se llamaba Ramírez, y su presencia resultaba en verdad triste. El catedrático sabía noticias del individuo: cinco oposiciones frustradas, nueve hijos, ambiciones de una concejalía, adhesión al pensamiento papal. El malogrado parecía espiarle desde su fracaso, y el triunfador determinó evitarlo. Una tarde, estando solos en el Departamento de Derecho Público, al tiempo que el colaborador arreglaba un anaquel de libros, espetó Castillejo, vuelto de espaldas: «Y usted, Ramírez, ¿qué se propone hacer? ». A partir de aquel momento, Ramírez fue rezagándose, hundiéndose y humillándose, hasta acabar por los suelos. Un día habló a Castillejo de sus nueve hijos. «No le quitaré el pan, pero tampoco le concederé funciones» -confesó Castillejo a Cecilia. Y, desde entonces, Ramírez limitóse a vagar por los pasillos y dependencias de la Facultad. «Cecilia, ¿sabes lo que se me está ocurriendo? -exclamó Castillejo cierta noche-. Me gustaría traer de ayudante a Martínez, el autor de los quince libros». Y Cecilia repuso distraídamente: «Elena Carrillo me contó que Martínez sentó plaza en una Compañía de Seguros». Castillejo agregó: «Deberíamos pensar en componer algún libro». Y Cecilia contestó: «Comenzaremos este verano, al volver de Inglaterra». Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 8 Castillejo advirtió que su mujer decía aquello sin entusiasmo; observó que empezaba a desinteresarse de su porvenir científico; experimentó indicios de soledad y resolvió, para escarmiento de la esposa, iniciar un libro. Mas, ¿qué libro? Durante un año fue dilatando la decisión. En el Departamento de Derecho Público, otro catedrático sentenció: «Dada la crisis de los tiempos, mi querido Cipriano, es obvio que no podemos escribir sino pequeños apuntamientos. ¿Has leído mi trabajo sobre Turgot? Consta de quince páginas». Castillejo susurró. «Me duele la espalda». Y comenzó a despreciar a sus compañeros. Al año siguiente, apenas emprendido el curso académico, el catedrático vivió una emoción: de repente sintió tristeza. Le pareció que el Departamento de Derecho Público era lugar feo, siniestro y sin sentido; intuyó que los libros de Schmitt carecían de valor, y sospechó que él mismo, Castillejo, resultaba un tonto. La basca paso veloz; al terminar de aburrirse en la Universidad, Castillejo, y Cecilia visita- ron un cinematógrafo. Un año después repitióse el fenómeno, pero la sensación -retornó esta vez a los ocho días. Para defenderse de tales debilidades y zozobras, Castillejo fue estirándose más y más; separóse de sus colegas, adjuntos, ayudantes y gente del oficio; quedóse solamente con Cecilia y con la admiración de la ciudad. Una noche murmuró Cecilia: «Cipriano, ¿cuándo vamos a principiar ese libro? Te quiero catedrático escrito, que no hablado». El hombre contestó. «Dada la crisis de los tiempos, es obvio que no cabe configurar sino pequeños apuntamientos». Y añadió: «Ese Berzola ha pretendido devenir ayudante con intrigas e influencias; mas yo le probaré que no es posible acceder a la ciencia modo político». Cecilia dejó su labor y preguntó: «¿Y qué hay de Ramírez?». A lo que repuso Castillejo: «Me encargaron tres conferencias para el mes de enero, una de ellas en el Círculo Mercantil. ¿Crees que yo puedo hablar en el Círculo Mercantil?». Pasaron los años. «¡Castillejo vale!» -gritaba un borracho en cierto establecimiento. Y otro respondía-. «Nadie vale» ... «¡Castillejo vale!» -repetía el primer borracho-. «Nuestro Generalísimo le ofreció mil cargos, pero él los rehusó» ... «Nadie vale» -reiteraba el segundo borracho, y el primero insistía: «¡Castillejo vale!, ¡vale como el propio Caudillo!». Luego, amenazaba: «¿Acaso mantendrá usted que el Caudillo no vale?». Al escuchar tal, el segundo borracho marchaba. Transcurrieron más años. Un día, Cecilia declaró a su marido: «¡Hay que ver, Cipriano, cómo nos hemos afincado en esta ciudad! ¿Recuerdas cuando te invistieron catedrático? Oí decir, por cierto, que andan preparándote un homenaje por las muchas condecoraciones que mereciste ¿Sabes alguna novedad?»... «Me duele la espalda. ¿Dónde están mis pastillas?» - apuntó Castillejo. Y se expresaba así porque acababa de experimentar una segunda emoción: el comienzo del tedio de la vida. Tal ocurría cuando el hombre contaba cuarenta y cuatro años de edad. Un año después, exclamó Cecilia: «Cipriano, no puedes imaginar la noticia que voy a anunciarte: cierto pretendiente ronda a nuestra hija; se llama Valverde, uno de tus ayudantes». Castillejo frunció la boca y respondió: «Valverde, repetidor de Carl Schmitt». No comentó más. Cecilia mostró entonces un ejemplar del diario local, donde Castillejo leyó: «En el Aula Magna del Colegio de las Madres Carmelitas, ante un público expectante, don Ignacio Valverde, ayudante en la cátedra del doctor Castillejo, pronunció una brillante conferencia sobre la Familia Española. El conferenciante sostuvo que nuestras familias están Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 9 perdiendo sus tradiciones; señaló la paulatina desaparición del solar familiar y denotó, finalmente, que muchos padres ya no envían sus hijos a los colegios de la Compañía de Jesús. Citó diversos sociólogos alemanes y fue muy aplaudidos. Cecilia dobló el periódico y preguntó: «¿Qué te parece? ¿Verdad que el muchacho podrá lograr una cátedra?». La mujer contaba entonces cuarenta y tres años de edad; su hija, veinte; y Valverde, veinticuatro. Castillejo calló y leyó esta otra noticia: «Ecos de sociedad: En nuestra Iglesia Catedral se verificó el enlace matrimonial de la bella señorita Asunción Guirao con el joven abogado Javier Santos. Bendijo la sagrada unión don Jacinto Dársena, profesor de Religión de nuestra Universidad y capellán del Decano de la Facultad de Filosofía. Asistieron a la ceremonia Mr. Arthur D. Hadley y Mr. John W. Carpenter, capitanes del ejército norteamericano, expresamente desplazados desde la base conjunta de Torrejón de Ardoz, amigos íntimos del novio. Ambos extranjeros elogia- ron nuestros monumentos». Castillejo siguió callando, los ojos puestos en la melancolía. Hacia el año cuarenta y siete de su vida, el salario oficial de Castillejo equivalía al de diez u once buenos albañiles. He aquí la proporcionada distribución de sus gastos mensuales: 1.º El salario mensual de cuatro obreros, como parte aplazada del precio de una vivienda dotada de tres cuartos de baño, valorada en el salario anual de treinta y cuatro obreros. 2.º El salario mensual de dos obreros, como desembolso para la alimentación de cuatro personas. 3.º El salario mensual de un obrero, para engrosar el fondo destinado a sufragar los gastos de veraneo durante los meses de julio y agosto. 4.º Ídem para imprevistos. 5.º La mitad del salario mensual de un obrero, para remunerar el trabajo de la sirvienta. 6.º Ídem para vestir y calzar a la hija. 7.º Ídem para vestir y calzar a Cecilia. 8.º Un tercio del salario mensual de un obrero, para cubrir los costos de calefacción, energía eléctrica, teléfono y pormenores semejantes. 9.º Un sexto del salario mensual de un obrero, para vestir y calzar al propio Castillejo. En corto tiempo, el catedrático concluiría de pagar el piso de los tres baños, por lo cual Cecilia había decidido comprar una casita en la cercana playa. El inmueble costaba el salario anual de treinta obreros, pagadero en sesenta plazos. La hija de Castillejo, llamada Berta, tenía mucho que ver en la determinación de la madre. «Contempla a Berta. ¡Qué dispuesta juventud! Y ese Valverde, ¿verdad que resulta gallardo?» -exclamaba Cecilia. Y Castillejo callaba. Un día pensó: «Mi mujer ya no dice: Cipriano, ¿cuándo vamos a comenzar ese libro? Te quiero catedrático escrito, que no oral». Y tornó a sentir deseos de desafiar a la esposa, componiendo definitivamente un libro. Mas, ¿qué libro? Al poco, el Gobernador Civil le encargó un ciclo de seis conferencias. El diario de la localidad imprimió, como siempre, la noticia del primer acontecimiento: «Vida Cultural. Magistral disertación del doctor Castillejo: En el Colegio de las Madres jesuitinas, ante oyentes entusiasmados, el profesor Castillejo, ilustre catedrático de nuestro principal centro docente, pronunció una conferencia sobre las leyes. Afirmó que la ley se fundamenta en el Supremo Hacedor; sostuvo que los enemigos de la civilización occidental intentan barrer el concepto tradicional de Derecho, transformándolo en contingencia movediza y sometida a cambios, con lo cual pretenden derrumbar los principios morales. Citó a múltiples juristas alemanes». Durante las seis conferencias, Castillejo vio en primera fila a su mujer, su hija y su Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 10 futuro yerno. Entonces vivió su tercera emoción: la experiencia del apartamiento y de la imposibilidad de comunicación. Ahora, Castillejo tiene cuarenta y ocho años de edad, y, como decíamos, revisa su faz en el espejo de una cafetería. La cara del catedrático se ha ensanchado transversalmente; tiende a la flaccidez; bajo los lóbulos de las orejas, se insinúan ciertas bolsas. Desde hace unos años, el hombre teme su semblante; ese rostro, que se desfigura en ansias de igualar al de los contertulios cafeteriles, le habla de muchos dolores: el fin de la juventud, el fracaso de sus anhelos, la infecundidad intelectual de su vida, la vana soberbia de sus años mozos y la picaresca de su existencia profesional y provinciana. No ha mucho, Castillejo ha descubierto, entre viejos papeles, un ejemplar de la revista «Anales de la Universidad», publicación donde insertó su tesis, «El Bien Común en Santo Tomás-. El volumen aparecía amarillento; no representaba ciertamente el pasado, en cuanto se vuelve Historia, sino la irónica figura de la ,transcurrida actualidad. ¿Habéis contemplado algo más doloroso que las fotografías de unas señoritas en una fiesta ocurrida cuarenta o cincuenta años atrás; En aquellos días, ellas encarnaban el ahora; su imagen, empero, se muestra, ante nosotros, como suceso cómico o melancólico. La furia de placer y de éxito que llena cada instante, se transmuta, por el suceder, presencia de la futilidad y de la muerte. Con estos ojos ha mirado Castillejo su tesis; verdaderamente, se trata de cosa de una época. Ha abierto el volumen y ha leído: «El acaecer medioeval se encuentra tan profundamente inmerso en la trascendentalidad que la terrenalidad carece de sustancia propia; no existe, por eso, una realidad política constituida en la aquendidad» ... Ha rehusado proseguir. ¿Qué hacer con estos libros publicados por vanagloriosos tontos? El catedrático ha recordado que, veintiún años atrás, Cecilia le había ayudado a escribir aquello; incluso había llorado cuando el marido, tras estrenar traje, resumió las conclusiones ante el Tribunal Examinador. «Sin duda, esta tesis fue una parte de la biografía de mi mujer, igual que Berta, nuestra hija>, -ha pensado Castillejo. Luego ha añadido-. «Ella hubiera querido constatarme Gobernador Civil, como Francisco de Asís Gómez, pero mi vocación fue intelectual». Y ha sentido algunos resquemo- res contra Cecilia y Berta, concretados en un incipiente odio contra Valverde, que ya trata de sucederle. Conforme medita, Castillejo se derrumba. Ha venido a su memoria la frase de un tal José López Martí, francotirador de la cultura, en opinión del propio Castillejo, pues se dedica a reflexionar sin estar adscrito a institución oficial ni recibir remuneración. Este José sentenció una vez. «Cuando el macho burgués deja atrás los cuarenta y cinco años, la hembra y sus crías le apartan y reducen a mero procurador de medios para satisfacer sus apetencias». Castillejo ha llegado a temer a Valverde, porque le sabe protegido por la hembra y su cría. Sus oídos han guardado las palabras de Cecilia: «¿Verdad que el muchacho podrá lograr una cátedra?». Hasta hace pocos meses, el mundo de Castillejo se componía de tres funciones: la función Universidad y su importancia; la función Cecilia y su elevada extracción; y la función Berta y su buena cuna. Ahora acaba de aparecer una cuarta función: Valverde y sus Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 11 proyectos. A esto se reduce el entorno de Castillejo, y fuera de ello nada hay, sino noticias de periódicos. Por otra parte, el catedrático no ignora que Valverde resulta implacable; requiere ascensos, honores y emolumentos; busca bienes y goces; se empeña en matrimoniar con Berta y engendrar otros Valverdes y Bertas. Castillejo entorna los ojos y piensa que su nieto ni siquiera se llamará Cipriano, nombre demasiado vetusto. «¿Seré yo capaz de odiar a Cecilia y Berta?» -ha inquirido en la cafetería. Y ha contestado como responde, desde ha tiempo, a todas las preguntas: «Me duele la espalda». Conforme medita, Castillejo se derrumba. Ha recordado a sus compañeros, los otros machos burgueses de cincuenta años, y ha descubierto que andan solos e incomunicados. En el Departamento de Derecho Público, en el Departamento de Derecho Privado, en el Departamento de Filosofía del Derecho, en el Departamento de Historia del Derecho, y en los departamentos de las otras Facultades, vegetan espiando la esterilidad, la impotencia intelectual, la creciente demencia, la estulticia y la progresiva decrepitud de los demás; día tras día se observan y satisfacen de hallarse más imperitos y chochos, ya disparatando o ya babeando sobre los abiertos libros; se recrean especialmente cuando contemplan la mu'er del colega y la encuentran, naturalmente, más vieja y fajona. Cierto día, un catedrático, llamado Ferrer, quedóse cojo, y los otros se alegraron. Un tal Cerón comentó. «¿Has advertido, Castillejo? Ferrer no podrá subir ya las escaleras para arreglar los tomos del último anaquel». Era verdad que Ferrer no había hecho otra cosa en su existencia. Pero, ¿y Cerón? ¿Qué había realizado Cerón? Castillejo ha constatado que estos burgueses viven de despreciarse unos a otros, y su conjunto, a los demás mortales. Se trata de un recurso para no rendirse y reconocerse tontos, inhábiles y yernos, explotados por sus esposas. Un tal Paravicio había manifestado: «No temo la locura, Castillejo, sino la lucidez; una chispa de lucidez me conduciría al suicidio». Mas Paravicio no volvió a hablar del problema. Conforme medita, Castillejo se derrumba. «¿Por qué seremos así?» -se ha preguntado. Y su respuesta ha sido una larga meditación. No ha mucho, llegó, desde otra Universidad, un compañero de oposiciones. «He venido a pedirte que participes en la construcción de un edificio de treinta viviendas, a orillas del mar; sus habitantes seremos homólogos» -dijo. Luego, describió la extensión y condiciones de cada habitáculo, así como la excelencia y elegancia del lugar, óptimo para los hijos ... «Mi mujer prefiere una casita» -adujo Castillejo. Y el otro replicó: «Convenceré a Cecilia». Pero, ante el gozo de Castillejo, la avecilla no se entregó; sin duda, Berta, la hija, guardaba sus proyectos. «En esa playa no te sería posible descansar» -sentenció Cecilia. Castillejo piensa en estos sucesos y se pregunta. «¿Para qué necesitamos casitas en la playa? ¿Por qué habremos de descansar? ¿Por qué habré yo de descansar?». Ha intuido que los hombres como él transcurren la vida jugando: juegan a laborar y juegan a reposar; a fecundos, a trascendentes, a escritos y leídos, a sutiles, a precavidos; y el país entero colabora con ellos: los condecora, los notifica en los diarios, los inviste y los ceremonia. En el hecho intervienen las propias esposas, los hijos, las hijas, las cuñadas y hasta los padres. En la emisora de radiodifusión de la localidad, Castillejo ha oído: «La ilustre pluma de Enríquez engrosó nuestro acervo literario con una nueva obra. Esta joya lingüística ... » Castillejo ha pensado que tales epítetos sólo cuadrarían en Cervantes. «¿Por qué se habla de un tal Enríquez como de Cervantes?» -ha inquirido. Y ha proseguido: «¿Por qué Guillén, que en veinte años no concibió siquiera el programa de la asignatura, hácese escoltar por seis meritorios?» ... «¿Por qué Morcillo dirige la Facultad de Historia?»... «¿Por qué Robledo a Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 12 nadie saluda?» ... «¿Por qué los ayudantes y adjuntos se muestran cautelosos, aduladores y grisáceos?» ... «¿Por qué una muchachita casadera, que epiteta don Fulano, o don Mengano, al Decano de la Facultad, y paga con su sueldo las tristes cuotas mensuales del precio aplazado de un pequeño automóvil, explica ontología?» ... «¿Por qué estas futuras Cecilias, han de comentar los juicios de Anaxímenes, de Ockham o de Renouvier?» ... «¿Por qué Berenguer se dedica a organizar cooperativas para levantar edificios de veraneo?». Estos son los valores que Castillejo ha preferido sobre todas las cosas: Primero, un salario pingüe y pacífico, obtenido sin contingencia, como ejemplar de la clase feudal o gobernante; segundo, el sentimiento de pertenecer a la casta dominante y de saber que la policía ha sido constituida para protegerle, no para obligarle; tercero, el respeto de la comunidad, que le considera individuo de Poder, inmerso en la cosa pública y voz en el coro que adora el Dictador; cuarto, los goces que procuran el alto salario y la relevancia social: estos banquetes, aquellas cenas, esos viajes, comisiones en el extranjero; quinto, la intimidad de un hogar confortable y apartado, donde se reduce y concluye el mundo en la mujer y la hija; sexto, la conciencia de la diferencia entre la familia Castillejo y, por ejemplo, la familia de un peón agricultor, sensación que el catedrático experimenta cuando viaja en los trenes expreso y ocupa su apartamento-cama en un vagón distante y separado de los emigrantes; y séptimo, la facultad de opinar e interpretar, como ungido por el carisma del Dictador, ante la aquiescencia de quienes se encuentran fuera del séquito estatal, y, por consiguiente, configurados como pueblo. Naturalmente, para poseer el último valor, necesita los otros seis, por lo cual el séptimo se da como conclusión de los demás. Conforme medita, Castillejo se derrumba: «La vida es un suceso vulgar y tedioso. En la juventud nos proponemos modelos, pero, cuando los alcanzamos en la madurez, los hallamos fútiles y corruptos; nada de cuanto pretendemos se revela noble al lograrlo; nuestras manos siempre aparecen vacías, y nosotros, en el error» -piensa el catedrático. Y recuerda esta frase de Juan Pérez Valenzuela: «Un joven quiso ser escribano; mas, cuando lo consiguió, ya no era el joven que ambicionó ser escribano ni el escribano que el joven quiso devenir». Castillejo se ha angustiado repentinamente. Acaba de descubrir que no le gustaría volver a vivir. «¿Para qué existir? ¿Para qué comenzar de nuevo, como empieza Valverde?-se ha preguntado. Y hase estremecido profundamente, porque ha advertido algo terrible: su yerno ha decidido opositar a determinada cátedra, y él tendrá que proporcionarle éxitos. Cecilia recita implacable: «El muchacho vale». Berta, como otrora su madre, copia la tesis de Valverde en papel mecanografiado, y aquél frunce la boca. Cecilia se ha atrevido a memoriar, incluso, que su cuñado, el pro- hombre, convocó antaño oposiciones para Castillejo; más todavía: se ha permitido leerle unos párrafos del trabajo doctoral del pretendiente. «En verdad que la tesis de mi yerno es la historia de mi vejez» -ha pensado. Sin embargo, el catedrático debería haber declarado: «En este nuestro mundo de burgueses, la sabiduría oficial y estipendiada resulta biografía de ciertas mujeres y familias-. «¿Se repetirá mi proceso en Valverde, como la especie repite al individuos -se ha preguntado Castillejo. Y ha sentido descarado rencor contra su yerno y su hija. «No quiero visitarles en el futuro; en cuanto obtengan la cátedra y ocupen su Universidad, terminaran para mi» -ha confesado. Y con ello ha reconocido que Valverde es suceso irremediable. Luego, ha agregado: «Naturalmente, Cecilia marchará largos meses con ellos, criará los nietos y asistirá a las conferencias del docto». No ha mucho, susurró el yerno: «Usted sabe, Cipriano, que yo soy el más inteligente de los quince opositores». Castillejo ha alcanzado el Capítulo Primero. Castillejo y Cecilia. La fea burguesía. Miguel Espinosa 13 límite de la desolación; ha recordado que, dieciocho años atrás, lloró de despecho y espetó la misma sentencia a su cuñado. Conforme medita, Castillejo se derrumba; mas ya no puede meditar. Tres personas han aparecido ante sus ojos: Cecilia, cargada de paquetería; Berta, siempre en la actualidad modisteril, y Valverde, gozoso, satisfecho, exultante, con los labios fruncidos. «Esta Cecilia, cada vez más vieja y necia». Tal ha sido el último pensamiento de Castillejo; después ha comenzado a conversar.