Capítulo II. Tríbada. Miguel Espinosa 1 CAPÍTULO II. DAMIANA Y DANIEL Al comenzar un verano, Damiana asistió, en compañía de Pepito Cadenas, a cierta reunión y cena con Lucía, mujer de treinta y cinco años, modista o cortadora, bien conocida por Daniel. Era Lucía, según Daniel, una de esas personas que se pueden definir como insumisión no razonada, protesta arbitraria, vocablo tosco, adhesión a cualquier novedad y pretensión de encontrar el suceso, en cuanto advenimiento de lo significativo, en el simple hecho; en suma, como adolescencia torpe y prolongada. El hombre pidió a su amante que no prosiguiera aquella relación. Cuarenta y ocho horas después, Damiana mostró su corazón a Daniel, confesándole que había tentado a Lucía, pues la sospechaba aficionada a la vulva. La propia Damiana, según relató, abrió intencionalmente un diálogo sobre la inclinación carnal homófila, y la cortadora, conmovida e iluminada, toda conciencia, desarrolló cuidadosamente su punto de vista, no opuesto a la fricación; usaron un lenguaje tapado, explicitando unas palabras por otras y desvelando el deseo en el velado decir. Se separaron, y, después, Lucía buscó a su amiga, que se conturbó gozosa. El lance ocurrió en la peluquería de Tadeo: mientras el experto componía a Damiana, la otra aguardaba; larga fue la espera, y en ello se manifestó la primera ronda y su descaro. Damiana contaba estas cosas con emoción alterada, la boca placentera, la faz sonrojada; al parecer, le extasiaba sentirse cercada por Lucía, poseer la clave de su arrebato y saber su necesidad; la condición del caso le atraía. Discutió con Daniel y concluyó exhalando: «Lucía me cautiva; no puedo asegurar que me libre de su abrazo». Al oír tal, Daniel atrajo el rostro de la boticaria hacia su pecho, donde creció la agitación de la acurrucada, pues creyó que el hombre acababa de aceptar la aparición de la cortadora en la ilación de entrambos. La mujer se estremeció y lloró, deleitosa de exponer su secreto y verlo reconocido; sin embargo, Daniel había actuado falso, sólo movido por la concupiscencia de averiguar. Al punto reveló su oposición al nexo propuesto, y, decididamente, apodó tortillera a su turbada burbujita, iza, rabiza y zurrona nefandario. Damiana, asustada y devuelta a sí, negó todo afán fricador, los ojos pasmados, y expresó su resolución de romper la amistad con la cortadora. A otro día, Daniel simuló un viaje y su ausencia. Llegada la noche, entró en el edificio donde habitaba la cerecita, subió hasta su piso y se detuvo en el rellano de la escalera. Pegó sus oídos al paramento que comunicaba con la alcoba de la vigilada, y escuchó. A los pocos minutos sonó el teléfono. Damiana contestó: «¡Hola, Lucía!». Enseguida hablaron largo. «En verdad que he tenido suerte» pensó finalmente el espía. Y penetró en la casa de su amante, que, al divisarlo, se extrañó, no sin cansancio. «¿Cómo volviste tan pronto?» preguntó desinteresadamente. Por la voz de la inquiriente, Daniel adivinó que su ser iba transformándose, para ella, cosa sólita y vulgar. Luego de afirmar que había aplazado el viaje, solicitó información sobre Lucía, halo silencioso en aquella habitación. «Nada ha sucedido» respondió Damiana. Y exhibió un embelesamiento cuyo objeto estaba lejos. Entonces, Daniel descubrió la conversación que terminaba de acechar, y que Damiana negó, hasta que las pruebas le vencieron. Gimió, protestó, alegó inocencia y cortesía hacia la nueva amiga, «al fin y al cabo, una persona». Se repitieron los insultos del hombre y los llantos, pavores y aspavientos de la mujer; hubo juramentos y promesas de cortar definitivamente todo trato con la modista. Capítulo II. Tríbada. Miguel Espinosa 2 Agotada la llantera, la fresita anunció que, al mediodía siguiente, debía congregarse con el gremio de los boticarios, en almuerzo de celebración; en consecuencia, los amantes no se verían en esa jornada. Al caer la tarde, Daniel, sin embargo, llamó por teléfono a la inquieta; respondió una tal Leonor, ante la extrañeza del hombre, y le notificó que ciertos amigos, entre ellos Lucía, estaban convocados y reunidos en casa de Damiana. Por la noche, la anfitriona arguyó espantada: «Tras comer con los boticarios, Leonor, a quien casualmente acompañaba Lucía, se entercó en materializar una velada en mi domicilio». Daniel intuyó la mentira de la temblorosa, y comenzó a experimentar acrecimiento en los pulsos, que ella observó. «Se debe a la visita de la cortadora, que nunca más pisará esta casa» - sentenció. Y su rostro blanqueó, con la harinosa luz del miedo. No obstante, avisó temerosamente que había de almorzar con sus empleadas, las mancebitas de la botica, al día siguiente, pues la habían invitado con insistencia. Glosó el fastidio que suponía acudir a tan pueril agasajo, e imitó las voces gangosas de las muchachas, exceso que hizo sospechar al inquisidor sobre la verdad de tan prolija exposición. Él indagó el lugar del convite, y ella dudó la respuesta, por lo cual advirtió el hombre que la abejita mentía de nuevo. Las falacias de Damiana, ya enlazadas en destino, encerraban una obcecación que se hallaba más acá de toda razón; ante su reiteración, Daniel veía disminuir el valor de su yo, convertido insignificancia por la actuación de la entercada. También vislumbraba que la palomita estaba forjando una siniestra conexión entre tres caracteres: él, ella misma y la modista. Se enturbió y temió. Llegada la ocasión, el hombre, ya resuelto acechador, se encaminó al lugar señalado por Damiana para el convite, y no halló gentes conocidas; recorrió luego los restaurantes de la ciudad, sin mejor resultado. A media tarde, encontró a Damiana en su casa; la boquirrubia confesó que no hubo almuerzo con empleadas, sino un corto y simbólico ágape. Daniel percibió la nueva mentira de su amante, y pretendió destaparla. Pero ella espetó, con zozobra, que su amigo Pepito Cadenas se acercaba en esos momentos al domicilio de la aterrada, acompañado de Lucía, con el propósito de pasar la tarde en grupo; la iniciativa pertenecía al aburrido Pepito. Daniel columbró otra mentira, reflejada en el rostro alucinado de la corderita en su amedrantado continente y en el temblor de su figura. «No quiero conjuntarme con ellos. ¡Ayúdame!» - exclamó como alarmada de su propia determinación. Y en esto descobijó el receloso otra mentira. «Decide según tu parecer» replicó. Y marchó, tras amenazar con la ruptura del vínculo amatorio. Ella le siguió hasta la escalera, los ojos suplicantes, anhelante, derruida, pura contradicción. Al advenir el crepúsculo, Daniel recibió la siguiente carta: «Si crimen y pecado es hablar con la modista, no me eximo de culpa. Sin embargo, los actos y deseos que en mí supones, no han existido ni podrán existir, pues no en vano aprendí tus enseñanzas durante ocho años. Queda, por tanto, tranquilo, y ven a mí cuando quieras; te espero». Tras leer la misiva, el hombre, escondido bajo la escalera del domicilio de su amante, espió su arribada, y la vio apearse del automóvil de Lucía, ya de madrugada. En la noche, los ojos vidriosos y pisciformes de la cortadora parecían manar aguas. Desde el automóvil, Damiana corrió y ocupó ligera el ascensor. Iniciada la mañana, Daniel atendió una llamada telefónica de la corcilla, que abandonaba la ciudad en forzoso viaje de escasos días. La hembra le notició que, dada la congoja de su ánimo, debida a la anunciada, ruptura, sentía dificultad para conducir con rigor el automóvil, y temía sufrir un mal percance. El hombre propuso contratar un conductor, brindándose a buscarlo, ayuda que la mujer aceptó; se emplazaron urgente. Hablaron, y ella admitió haber paseado en el automóvil de Lucía gran parte de la noche anterior, «por gusto de contemplar las vías solitarias». Daniel preguntó adónde fueron y en Capítulo II. Tríbada. Miguel Espinosa 3 qué lugares estuvieron, y la florecilla volvió a contestar con tardanza y torpeza, pues, tras pensar y detenerse, acabó por nombrar, estúpidamente, la más famosa calle de la ciudad. El indagador, entonces, constató que la cabritilla tornaba a mentir. En este punto del caso, las patrañas de Damiana resultaban tan faltas de luces, y tan endebles y pobres, que Daniel había de contribuir a componerlas, arreglarlas y presentarlas con decoro; la indigencia de tal mendacidad empezaba a ruborizar, entre angustias, al amante. Por lo demás, conforme la avecilla se veía cercada y agobiada por el interrogatorio, hacía de sus juicios figuras inverosímiles y espectrales, antesalas del mal y la demencia. Al rubor de Daniel se añadió, pues, el pavor. El asustado pasó gran parte de la mañana con su centellita, que se mostró dulce, sumisa, balsámica, trasluciendo un sentir de culpa todavía no compensado por castigo alguno. Daniel vivenció que su presencia parecía desvelar los ocultos actos de la mujer ante la mujer misma, lo cual aducía en favor de algún acontecimiento ocurrido entre la modista y ella; la melosidad, la terneza y los buenos ojos de la luminaria eran, a su entender, prueba del lazo que la ataba a la bollera, su Lucía. Cuando la hembra partió, la mirada implorante y fijada en él, quedó convencido de cuanto imaginaba. «Está poseída por un empeño aturdido, que puedo coercer, pero no eliminar» - se dijo. Por la noche, la uvita telefoneó a su amante para comunicarle la feliz llegada a otras tierras. En aquellos momentos, su actitud nada tenía que ver con la docilidad de la mañana: exultaba contundente excitación y decisorio voluntad, sin huella de escrúpulos ni dudas. Proclamó que Daniel no podía impedir, bajo ninguna razón, su acercamiento a Lucía, citando palabras de Justina, su amiga, allí presente. Opinaba ésta que la experiencia fricadora nada mancha, porque en el mundo no existen valores: todo es baladí. De los labios de Daniel brotaron injurias hacia las creciditas amapolas, que Damiana, auricular al oído, fue transmitiendo a Justina; esta fría indiferencia aumentó la intrascendencia del ofensor y le configuró más impotente. «Nos llama cellencas, daifas, lumias y grofas»... «Dice que carecemos de conflictos»... «Dice que no hay sistema ético capaz de enjuiciarnos, porque no somos espíritu»... «Dice que vivimos la náusea de lo trivial»... «Dice que si fuéramos cerdas, resultaríamos, al menos, criaturas divinas» repetía Damiana. Y a cada frase de la mujer, crecía el furor del hombre y el ansia de engrosar los agravios, que no alcanzaban su objeto. En el transcurso de esta horrible situación, Daniel llegó a sentirse ajusticiar do que blasfemara de la fe de sus verdugos; ellas representaban el hecho, y su impunidad, y él, la voz desde el tormento. La conversación, como todo suplicio, se cortó, no concluyó. A las seis de la madrugada, el celoso recibió con asombro la llamada telefónica de Lucía, que gemía y reía ebria. La tortillera vomitó que lo sabía enemigo de su afición por Damiana, de quien se declaró enamorada. «Hijo de puta, mansurrón, cabrón, sucio explotador, ni Dios ni tú podréis impedir este amor» silbó ronca. Luego le conminó a retirarse y desaparecer del caso, amenazándole con la intervención de seis amigas. A través del auricular, parecía una obtusidad perentoria y sufriente, un arrebato indómito, aunque paradójicamente desvalido, una obstinación sin remedio. Daniel accedió a entrevistarse con ella. El hombre dedujo que Damiana había revelado a la bollera su nombre, su historia y las circunstancias que les unía, abriendo las puertas del huerto cerrado. Enseguida sintió que Lucía se instalaba en su pretérito, y la divisó en cada día, en cada hora de los años transcurridos, colocada entre Damiana y él, la cara de llanto aceitado, los ojos de cuarzo, las mamas grandes y bajas, los brazos arqueados, silenciosa y vigilante; desde esta emoción, vio diferente el pasado, y se aterró de la acción de su gota de rocío, mañana de abril, olorosa hierba, manso río y pino de la sierra. Capítulo II. Tríbada. Miguel Espinosa 4 Por la tarde, Damiana llamó amorosa a Daniel, patentizando, una vez más, la contradicción de su conducta. «Quiero oír tu voz, aunque me insulte» murmuró. El le informó de la aparición de Lucía, le traspasó sus expresiones y le preguntó cómo pudo conocer lo que dijo. Ella contestó que la cortadora se percataría de tales cosas por propias pesquisas, muy de su cosecha, y negó cualquier confidencia de su parte. Así expuso desahogadamente otra mentira, afligiendo al amante. «¿También descubrió por su cuenta la duración exacta de nuestro deliquio y alianza?» inquirió el investigador. «La habrá deducido» repuso la ojigarza. «Y, ¿cómo sabe que la apodo horrenda?» «Porque intuye tu lenguaje» replicó aquel mar en calma. Oyendo así, Daniel hundióse en desolación. Al principio de la historia, Damiana construía sus fábulas con parte de realidad, y en esto era una embustera; ahora, empero, con entecas y descaradas irrealidades, y en esto era demencia y pura indignidad. El asco que el hombre había experimentado por la mentirosa, se agrandó hasta cubrir y enviscar su propia persona. La hembra, en efecto, conjuraba con sus respuestas lo inexistente, y él se apresuraba a combatirlo, en competencia con la bascosidad y la locura. ¿No era ello como chillar y arañar en riña de inmundos? Daniel enteró a la toronjita de su inmediata entrevista con la cortadora, y le preguntó qué debía decirle. Ella contestó alegando que se trataba de asunto del propio inquiriente, respuesta que probaba, sin necesidad de mayor averiguación, el impudor y la degradación de sus juicios. Según crecían los enredos de aquel vinagre y arrope, el valor de la palabra iba ausentándose de la peripecia, reducida a simple acción. El aturdido conferenció con Lucía, que le aguardaba bebiendo alcoholes, vestida de muchacho, el cabello rapado, la faz acerada, el gesto mueca lacrimosa, el hado primitivo; parecía obra de un dios desaparecido, estampa de una raza remota, que, no obstante perdurara, a la manera de los insectos antediluvianos. Su espectador recibió la impresión como parvulito, y calló, la mirada embobada en la sacra imagen. Ella, toda presencia, enunció monótona y reseca: «Que no fue ciertamente Leonor, sino Damiana, quien expresó la voluntad de congregar a los amigos en su domicilio, incluida la propia hablante»... «Que no hubo agasajo alguno entre Damiana y sus empleaditas»... «Que la boticaria y ella pasaron juntas aquella mañana»... «Que, después, decidieron reunirse libremente por la tarde, por lo cual no existió mediación de Pepito Cadenas»... «Que las dos concertaron encontrarse por la noche»... «Que Damiana le telefoneaba todos los días, desde su tierra y nueva estada»... Estas declaraciones ratificaron, la certeza que Daniel tenía sobre el continuo mentir de su estrellita, tálamo de amor, buen vino y buen trigo, níspola madura. Conforme la cortadora hablaba y gesticulaba, balanceando las mamas, Daniel, arrobado en su figura, descubría que lo feo nos embelesa y traba. «Damiana ha quedado ligada por esta grandiosa fealdad; ha sucumbido ante el ser remoto» - pensó. Y palpó la verdad de su tesis cuando reparó en los horrorosos dientes de la lazarina, desordenadas y pajizas estacas. Por otra parte, hubo de admitir, con dolorosa evidencia, que las novedades sobre el comportamiento de su jubiloso y apacible prado constituían lo aparecido en la historia, lo patético, lo que se muestra como mundo, pese a cualquier querer o creencia. ¿Podremos sostener, en consecuencia, que sólo en los hechos se manifiesta lo patético? Según esta opinión, un individuo patético sería una conciencia hipnotizada y agarrada por el acontecer. El hombre reflexionó de paso: «Si la necesidad de Damiana se halla atrapada en Lucía, como parece probado, ¿por qué me requiere todos los días por teléfono? ¿Por qué Capítulo II. Tríbada. Miguel Espinosa 5 persiste en su unión conmigo? ¿No será que la mitad de su ser pretende asomarse a Lucía, y la otra mitad, apoyarse en mí? ¿No será que intenta realizar una incursión al terreno de la hedionda, y conservar, a un tiempo, sus cuarteles en mi persona?». Y concluyó: «Deseamos conocer, pero nunca lo logramos; conforme ahondamos en el prójimo, más abismal se revela; cualesquier meditaciones sobre este suceso, lo enmarañan y enrarecen». Luego dijo a Lucía: «Damiana nos ha unido en el fondo de su corazón, recaudo donde caben todas las contradicciones, y, por consiguiente, tu ser y el mío. Mas, al sacarnos a la luz, ve nuestro antagonismo, y quiere resolverlo mediante la mentira, argamasa que pugna por concordar lo desacorde». La modista, enternecida, propuso que su interlocutor aceptara la fantasía germinada en el corazón de Damiana, ciruelita, y permitiera que, entre los amantes, se insertara un tercero, la propia Lucía, hoja y flor. «Damiana nos quiere» - exclamó como atestiguando. Y ofreció ejemplos de situaciones semejantes, vividas por ella misma. «Muchos hombres me consienten alrededor de sus mujeres» - dijo. Daniel, sin embargo, rehusó el pacto, los ojos puestos en la faz rijada de la horrible. Así terminó el encuentro. Aquella noche, Damiana llamó por teléfono a Daniel, nuevamente amorosa y fluida de palabras buenas. «Bulle mi corazón de ti» - susurró. Y rió cantarina. Daniel contó que la cortadora le había desvelado las falsedades y trapisondas del caso. A lo que contestó la rosita: «Lucía está loca». Esta respuesta reflejaba la peligrosidad de su autora, ya convertida sujeto cuyos vocablos suscitan reverencioso temor por lo turbio. Una persona tan sin argumentos devenía la más pavorosa y respetable tiniebla que Daniel podía pisar. «Su para mí de infame principia a configurarse» - pensó. A otro día, el corazón del hombre latía desequilibrado, por lo cual visitó un médico, que diagnosticó por escrito: «Se observa la aparición de una isquemia subepicárdica posteroinferior». Le recomendó despreocupación. Daniel pidió a José López Martí, su amigo, que llamara a Damiana y le diese cuenta de aquella enfermedad, pretextando propia iniciativa. Con ello pretendía conocer el comportamiento de la mujer bajo la condición que representaba el nuevo dato; se trataba de un atrevimiento que podía enseñarle terribles cosas. «Tal vez, en adelante, los actos de Damiana puedan manifestar el infierno» se confesó. La boticaria recogió el recado de José López Martí, y nada comentó; empero, ya no volvió a telefonear a Daniel, «por no perturbarle». Así abandonado, en piadoso silencio, el zozobrante se entregó a interminables enjuiciamientos de la historia. «Mientras me angustio, ella existe excitada, toda llena de sí; mientras me apago, se enciende» pensó. Y agregó: «Su clemencia le sirve de impulso y excusa al afán». Pocos días después, ya cercano el momento del retorno de su miel y su hiel, Daniel buscó a Lucía y comprobó su ausencia de la ciudad. Al punto se preguntó« -Habrá viajado para escoltar y acompañar a Damiana en su regreso?». Luego añadió.«Damiana sabe de mi enfermedad, provocada por su proceder. ¿Será capaz de mantenerlo, avalando la determinación de la modista y aceptando ese descarado cortejo?». La duda engendra congoja en quien la padece; el Diablo tiene que sufrir continua aflicción, tanto por tentar como por observar la caída del tentado; de ahí que transporte el orco consigo. Daniel imaginó que su amante había sucumbido ante la acucia del deseo, por encima de cualquier consideración, y se abismó en desasosiegos. «Ya estarán juntas, temblando la una de la otra, y juntas vendrán» - se bisbisó a sí mismo, como loco desdoblado.