Desconocido © Lisbeth Salas Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es escritor y doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde da clases de literatura contemporánea y escritura creativa. Colabora en varios medios de España y América Latina. Ha publicado los ensayos Viaje contra espacio (2009), Teleshakespeare (2011) y Librerías (Finalista del premio Anagrama de Ensayo, 2013); y varios libros de viajes, como La brújula (2006), GR-83 (2007), Australia (2008) y Crónica de viaje (2014). Los huérfanos es la segunda parte de una trilogía cuyos volúmenes pueden leerse de modo independiente, que culminará el 2015 con Los turistas y que comenzó con Los muertos (premio del Festival de Chambéry: «Primera y prodigiosa novela», Jordi Costa, El País; «El experimento literario más peculiar desde quizá Rayuela de Julio Cortázar», Alejandro Flores, El Economista; «Un complejo y articulado objeto literario», Juan Goytisolo, Babelia), reeditada por Galaxia Gutenberg. Desconocido Un grupo de supervivientes de la Tercera Guerra Mundial, procedentes de distintos puntos del planeta, lleva trece años aislado en un búnquer de Pequín. Sus historias nos las cuenta Marcelo –narrador poco fiable obsesionado con memorizar el diccionario– a partir del día en que el loco y peligroso Anthony se escapa de su celda y atenta contra la armonía de la comunidad. Las miserias, las traiciones y los descubrimientos, en ese ambiente post-apocalíptico, se irán alternando con los informes que relatan cómo el fenómeno de la reanimación histórica fue conduciendo al colapso de la humanidad. Los huérfanos es un relato de ciencia-ficción profundamente humanista. Una asombrosa indagación en los peligros de la memoria histórica como instrumento político. Y una apuesta por la literatura entendida como ambición.   «Un escritor muy consciente de lo que hace.» José María Pozuelo Yvancos, ABC de las Artes y las Letras «Jorge Carrión es un escritor que no pretende dejar indiferente a nadie. Su valentía y ambición llevan tiempo fuera de toda duda.» Guillermo Ortiz, Culturamas Desconocido Desconocido Para Juan Goytisolo Desconocido «Un grito inútil –dice el gemelo, pero ya no se ríe, su semblante está triste–. No tienes a quién llorar, Adán. Papá está muerto, mamá está muerta, somos huérfanos.» Adán escucha la observación y se ríe. Dentro de la funda se ríe y gime. «¡Somos huérfanos!» Las palabras le hacen gracia; ya no tiene mujer ni tiene hijas, tiene a Gina y él no es más que el gemelo de un eterno estudiante y es huérfano. YORAM KANIUK, El hombre perro. No puede extrañarse que lleve a una oposición entre el «tú» y el «yo», a una situación verdaderamente extrema, a la del duelo, de la lucha física. El duelo no es una «institución» como cualquier otra. Es un último recurso, es la vuelta al estado de la naturaleza primitiva, apenas atenuado por ciertas reglas de carácter caballeresco que son muy superficiales. Lo esencial de esta situación es su elemento netamente primitivo, el cuerpo a cuerpo, y todos debemos estar dispuestos para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Quien no es capaz de defender una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno. THOMAS MANN, La montaña mágica. Eso de los escraches, por ejemplo, que para mí eran una forma de revancha o de justicia por mano propia, algo muy de mi interés pero que por cobardía, o idiotez, o inteligencia, nunca concretaba. A veces hasta pensaba en pedirle a Lela los papeles del auto –le podía decir que había que hacer un trámite, inventarle un nuevo impuesto para autos de más de veinte años, algo así–, venderlo, comprar un Falcon y salir con mis amigos a secuestrar militares. FÉLIX BRUZZONE, Los topos. Desconocido He tardado trece años en acostumbrarme a la luz amarilla. Al abrir los ojos esta mañana no he sentido por primera vez la herida de lo indefinido. Aun antes de lavarme la cara y de ver mis propias facciones distorsionadas por el espejo envejecido, como cada día, reflejo cansado y sin aura, el torso cubierto por el desgastado suéter gris, los codos apoyados en el borde del lavamanos, me he dado cuenta de que mis pupilas habían descansado, de que mi cuerpo había dormido sin interrupción durante siete horas, de que mi cerebro –sobre todo– discernía entre anoche y ahora, pese a que no existiera ninguna diferencia luminotécnica entre el momento en que cerré los párpados y el momento en que los he abierto. Durante todo el día he pensado a intervalos en ello, en lo mismo: trece años he necesitado para acostumbrarme a la ausencia de días y de noches que no sean meros números, periodos digitales. Trece años de luz amarilla. No me siento, sin embargo, hoy más cuerdo que ayer. Quizá acostumbrarse a la luz amarilla signifique justamente lo contrario de la cordura: estar cada vez más perdido, sentirse progresivamente ajeno. Por eso he decidido dejar de ser un simple lector que rinde culto a las palabras para empezar a ser un escritor que las siembra en un teclado, que las nutre y las hace germinar en la pantalla, que las cultiva, temeroso, inquieto, tanto por la novedad de la acción como por las metáforas que está empleando para entenderla (palabras como seres vivos, el lenguaje como biología). La inquietud me ha atenazado durante horas: ni más ni menos que trece años de noches alteradas por la luz amarilla. Mientras simulo que trabajo, me sumerjo irrevocablemente en esa constatación, porque no es una idea, es un hecho: un hecho consistente como sólo lo son los hechos que pueden confirmarse, es decir, los que no dependen de una percepción individual o negociada porque es posible contabilizarlos y por tanto demostrarlos. –Trece, ni más ni menos, exactamente trece años desde la noche primera. Chang pasa varias veces cerca de mí, a paso acelerado, con la diligencia de un sobrecargo ante un imprevisto en la cabina del avión, pero nadie parece percatarse de ello. Nos hemos acostumbrado a su supervisión sin pausa, a su perpetuo y sutil estado de alerta. A su paternidad distante. De pronto reaparece y se encuentra a mis espaldas y me pregunta desde lo alto en voz muy baja: –Marcelo, soy consciente de que te va a parecer extraña la pregunta que voy a formularte, pero: ¿no guardarás por casualidad el plano que hiciste del sótano? La palabra «paternidad» me ha hecho recordar en sus brazos a aquel lejano bebé llamado Thei. Un recuerdo extraño, porque muy pocas veces la tuvo consigo, la niña casi siempre estaba con Esther, recostada en su pecho excesivo, generoso y acogedor, de un lado para el otro, lloriqueando, mientras sus oídos recibían nanas o susurros en hebreo. Pero, contra cualquier exigencia de verosimilitud, ahora la veo, extremadamente frágil, acunada por su padre, quien la sostiene con una mezcla de voluntad de protección y de soberana indiferencia, como si no fuera suya pero el honor lo obligara a la custodia. Al regresar de la interferencia, me he encontrado con la cara de Chang, con la piel cetrina de la cara de Chang, allí en lo alto, que esperaba una respuesta. Mi ansiedad, como siempre, ha chocado frontalmente con su impasible autosuficiencia. Por el reverso de mis córneas, donde el blanco carnoso deviene abstracta oscuridad, han pasado simultáneamente pero en sentidos contrarios –durante lo que dura un parpadeo– el recuerdo de la última crisis y la amenaza de la próxima. En un hilo de voz, sin levantarme, le he dicho que no. Mientras él dudaba, al mismo tiempo que lo hacían las líneas céreas de sus rasgos, he tratado de estudiar su fisonomía para religarla con su nombre, pero sus palabras han llegado antes de que lograra su objetivo mi concentración: –No te preocupes por el plano del sótano… Y relájate, que te veo un tanto alterado… Yo también me acuerdo de que hoy es el Aniversario. He interpretado sus palabras como una invitación a reducir mi jornada laboral, de modo que he abandonado el escritorio y me he dirigido a mi catre, pensando en que es extraño que Chang se equivoque en una apreciación psicológica. Era imposible que supiera que al fin he dormido siete horas seguidas, que me he acostumbrado a la luz amarilla (si es que me encuentro ante una adaptación definitiva). En cualquier caso, su interpretación tenía un alto porcentaje de probabilidades de ser cierta, porque año tras año la fecha que ha mencionado acaba imponiéndose como la única que realmente importa, eclipsando santos, cumpleaños, días internacionales, aniversarios históricos. La tenemos tan asumida que se nos hace difícil recordar que, tal día como hoy, doce años atrás, discutimos sobre la conveniencia de celebrar el aniversario de nuestro encierro. El primer mes y medio fue de duelo y desánimo; pero con movimientos lentos, como si estuviéramos inmersos en una pecera llena de mercurio y no en un búnker inundado en luz amarilla, fuimos dando pasos, fuimos asumiendo nuestro nuevo estado, fuimos imponiendo progresivamente el sentido común y organizándonos como comunidad. Asignamos las diferentes labores; racionamos las reservas de alimentos; decidimos, tras largos debates, mediante votación a mano alzada, nuestras formas de administración y de gobierno; fijamos los horarios laborales, las rotaciones, los turnos de descanso, los cuarenta y cinco días de vacaciones. En el transcurso de las deliberaciones sobre la conveniencia de celebrar el Aniversario, Susan recordó que los seres humanos nos caracterizamos precisamente por el culto a los ciclos anuales y manifestó su fe en la necesidad de mantener la memoria viva (eso dijo) de la fecha exacta en que cerramos las compuertas. Para Esther, defensora del sionismo, sólo el recuerdo preciso de lo que ocurrió podía salvar lo que quedaba del ser humano. En algún momento me distraje y dejé que mi mirada estudiara el gateo de Thei entre las patas de las mesas, con su sucia muñeca bajo el brazo; su talla S (la única talla S del búnker) como una anguila entre nuestras piernas, convertidas en columnas de un laberinto donde jugar. Atribuyo a esa distracción el hecho de no recordar el primer grito de Anthony, que durante los años siguientes ha sido señalado por todos mis compañeros como el inicio de su locura y como el prólogo de nuestro declive. Porque fue entonces, en el transcurso de nuestras discusiones, cuando Anthony fue de pronto consciente de que llevaba trescientos sesenta y cinco días en los cerca de cuatrocientos metros cuadrados del búnker, y de que probablemente nunca volvería a conocer su afuera; gritó –según afirman– y esa conciencia primero le provocó balbuceos, más tarde constantes salidas de tono, muestras de exaltación, nervios perpetuamente desquiciados (manos trémulas, tics, la lengua relamiendo una y otra vez los labios) y una paulatina irracionalidad en la expresión. Tres o cuatro noches más tarde, sus gemidos enfebrecidos no nos dejaron dormir y a la mañana siguiente, por su mirada desorbitada y por su incapacidad para articular frases coherentes y por la fuerza con que agarraba nuestros antebrazos cuando quería dirigirse a alguno de nosotros, concluimos que había enloquecido: desde entonces no ha habido signos de mejora y por tanto no ha salido de su celda. Pero eso ocurrió más tarde, fuera del ámbito de lo que estoy ahora reconstruyendo. Recuerdo que aquel día fundacional yo apoyé los argumentos de Susan y de Esther, pero la opinión mayoritaria rechazaba las palabras que ellas habían enfatizado: «memoria», «histórico», «deber», porque en realidad el debate era semántico. Chang invocó el peligroso uso que el Gobierno chino había hecho del concepto «aniversario»; Carl dijo que teníamos que olvidar las fechas si nuestro deseo era asegurar la supervivencia; Carmela habló durante muchos minutos, pero sólo recuerdo el movimiento mudo de sus labios, como si durante todo el tiempo que ha pasado desde entonces mi memoria se hubiera dedicado a vaciar la voz de su cuerpo. Finalmente votamos la posibilidad de celebrar el Aniversario. La propuesta fue rechazada. –Sería celebrar una fecha ominosa –concluyó Ulrike, en nombre de la mayoría, aunque no sé si utilizando ese adjetivo, tan nuestro–. Si algo nos ha enseñado la Historia es que no son positivas todas las formas de culto al pasado. El «pasado». Excitante palabra. La sílaba «pas» se encuentra en todas las lenguas cercanas: «past», «passé», «passat», «passato», «pasado». En catalán y en francés, «pas» significa «paso», pero también implica negación. Como si el recuerdo o la memoria fueran vías de acceso hacia algo. Como si la propia palabra fuera la contraseña. Paso palabra, paso con la palabra, gracias a ella. Pero no: te corto el paso. Como si se tratara de la llave, de la combinación numérica o la consigna secreta, pero fuera incorrecto uno de los números o de las letras. Después de «pasadizo», «pasado»: «de pasar, la vida pasada, tiempo que sucedió, cosas que sucedieron en él, militar que ha desertado de un ejército y sirve en el enemigo». La palabra contiene el asa. El agarradero. Para no abismarse; para no ser mordido, masticado, engullido, deglutido por el abismo, que al cagarte te arroja a otro abismo, en cuyo esófago e intestino grueso y delgado y recto y ano, negros como sólo lo son los interiores de las cosas, te precipitas, siempre hacia abajo, hacia la expulsión a otro abismo inferior, la crisis perpetua si no evitaste la caída aferrándote a la sílaba en que se encontraba el saliente del precipicio. No he tardado en cansarme de gandulear en el catre hojeando el Diccionario en busca de viejas palabras, trabajadas hace tiempo. Como «nube»: «Masa de vapor acuoso suspendida en la atmósfera, agrupación o cantidad de personas o cosas, almacén electrónico, líquido o gaseoso de memoria». Como «pasadura»: «Tránsito o pasaje de una parte a otra, llanto convulsivo de un niño capaz de privarle de la respiración». No reproduciré más: si lo hiciera no podría detenerme y no he empezado a escribir para dejarme llevar, sino para lo contrario: para controlarme. La crisis no puede repetirse. Cuánto me costó aprender a leer esas palabras a la luz de los fluorescentes amarillos. En eso pensaba cuando Thei escribía o leía, en mis lecciones o en las de otros, porque siempre que la encontraba en algún recodo del búnker, inclinada sobre un cuaderno o un libro, con la talla M de la última década, no podía evitar quedármela mirando: la extrañeza de aprender a relacionarte con el lenguaje exclusivamente a través de luz artificial. Que la escritura y la lectura sean experiencias condicionadas por el metal, la claustrofobia, la arquitectura y la luz amarillenta, en vez de relacionarse con la madera, la apertura, el parque o el jardín, la luz solar. Para alguien como yo, que fue a una escuelita con grandes ventanales y que disponía en casa de una mecedora en un patio al aire libre, es inconcebible que el lenguaje pueda aprenderse como lo que es, la libertad posible, la invitación al viaje y por tanto a la traducción, la libertad en potencia, una especie de utopía en marcha y por tanto siempre varios pasos por delante, entre las paredes del encierro, porque las palabras son móviles, inestables, ni la tinta ni el píxel pueden fijarlas. A los cinco o seis años, Thei ya empezó a impostar esa extrema concentración que la caracteriza, como si le fuera la vida en las letras que traza o en las palabras que lee, como si actuara para nosotros o como si quisiera parecer mejor de lo que es a ojos de una muñeca o de un padre visibles, y de una madre o una hermana invisibles, que la vigilan como un espectro o –lo que es lo mismo– una sombra. La sombra del búnker, su espejo sin luz, es el sótano. Descubrimos su existencia al tercer o cuarto año de encierro, cuando un día Gustav, al levantarse del rincón en que hacía sus ejercicios de meditación, comenzó a golpear el suelo con los nudillos y a pegar la oreja para escuchar su eco. Por un momento, Susan y yo, que nos encontrábamos cerca, temimos por la cordura de nuestro compañero: nos habíamos acostumbrado a los gritos animales de Anthony, que periódicamente hacían añicos nuestro sueño; pero no disponíamos de otro espacio que habilitar como celda. O eso creíamos. Porque enseguida Gustav nos explicó que aquellas placas de dos metros de largo por uno y medio de ancho que configuraban los suelos de las estancias y pasillos del búnker y que pisábamos como si fueran de cemento, eran en realidad de una aleación de hapkeíta. Después de comunicárselo a Chang, limamos con paciencia el contorno de una de ellas y, tras varias horas de trabajo, la levantamos con dos palancas para descubrir una tumba negra de poco menos de un metro de profundidad. Las placas descansaban, encajadas, sobre una estructura de pilares. Habíamos vivido, sin saberlo, sobre un falso suelo, sobre un rompecabezas de huecos, sobre un sótano tan grande como el mismo búnker. Xabier y yo nos ofrecimos voluntarios para explorarlo. Allí abajo no teníamos medidores de radioactividad, pero parecía improbable que la grieta que tanto temíamos se encontrara justo allí, en el lugar más seguro del refugio. Con linternas en la frente, mi viejo amigo y yo gateamos durante seis o siete horas entre los pilares, con la esperanza de encontrar alguna reserva de algo, la recompensa para el dolor de rodillas que sentiríamos durante los días siguientes. Pero allí no había nada. Era un vacío especular, el plano a escala real del búnker cubierto por una pátina de polvo, el doble subterráneo y oscuro (un alivio) de nuestra prisión o vivienda. A lo sumo tendría unos treinta metros cuadrados más de superficie, porque los extremos, en vez de terminar con líneas rectas, como el original visible, lo hacían con semicírculos, como si el doble temiera las aristas. Es cierto que después dibujé un plano, con el número exacto de placas por cada sala y por cada pasillo: dónde irían a parar aquellas tres hojas ensambladas con su esbozo al carboncillo. Lo había olvidado. Si la luz amarilla no me engaña, lo que es bastante improbable, hay preocupación en esa mirada que Chang y Carl, que llegan tarde al refectorio, se intercambian antes de dirigirse a sus respectivos asientos. Después de comer el cuscús con atún cocinado por Kaury, que seis de nosotros hemos acompañado con las tres últimas latas de cerveza, el padre de Thei nos abandona durante unos segundos para regresar con trece velas encendidas sobre un bizcocho endurecido: el centelleo de esas mechas tantas veces reutilizadas crea en la máscara que es el rostro de nuestro coordinador otra máscara, superpuesta, como si tuviera tres rostros que se fueran alternando sin cambiar jamás la piel. No celebramos el Aniversario, pero sí el cumpleaños de Thei. Conservo un recuerdo realmente poderoso del día del encierro a causa del parto de Shu, porque el primer grito de Thei coincidió con el crujido del cierre de la compuerta. Mientras los que se quedaron afuera aullaban y Chang manipulaba la cerradura y hacía girar la rueda, su esposa se llevaba las dos manos al vientre de nueve meses y dos días, cerraba con fuerza los puños, pocos minutos después de haber roto aguas, las compuertas se cerraban, ella se abría, yo miraba alternativamente a Chang en la puerta y a Shu en el suelo, a Chang ayudado por los fallecidos Frank y Ling, a Shu auxiliada por la fallecida Carmela, mi mirada pendular y mi mareo, vistos desde afuera de mí mismo, desde afuera de los ojos que aquella noche no pudieron cerrarse, hipnotizados por la luz amarilla y por aquellos muertos futuros, por la certeza de que no habría otra luz para mí que no fuera aquélla, que el mundo exterior desaparecía, que la lectura se extinguía o empezaba a mutar, que los informes y su fuerza para anclarme en el presente se convertían en pasado, que los cuerpos de Laura y de Gina se quedaban al otro lado de la compuerta, que Thei nacía y su piel no conocería la luz natural, los baños de sol ni el bronceado, la vida al aire libre, las vacaciones en el mar o en la montaña, los parques, las terrazas, los glaciares, las costaneras, las ballenas, la lluvia, el océano, todo lo que había significado mi vida con Gina y con Laura, con Laura y con Gina, antes de que mis viajes nos separaran, las piernas abiertas de Shu, la niña que surgía, que brotaba como una palabra, que abandonaba ensangrentada el negro uterino para llegar al amarillo, es decir, a la vida, mientras su padre cerraba las compuertas y su madre moría. Hace exactamente trece años. Con las trece llamas entramadas sobre su rostro pálido, Thei se ha agachado ligeramente hasta tocar con el pelo, cada día más largo y más lacio, el tablero de la mesa, y contrayendo las mejillas y frunciendo los labios, levemente maquillados, ha soplado. –Pide un deseo –le he dicho en un susurro. Ella ha sonreído con tristeza pero también con compasión, como diciendo: salir de aquí, si desearlo sirviera de algo. He imaginado esas palabras en sus labios, emergiendo de ellos como en una viñeta, palabras dibujadas con pincel muy fino al lado de ese maquillaje que la luz amarilla convierte en magenta, como si los labios hubieran sido golpeados. No debería usar los pintalabios de las viejas que la rodean, ese carmín vetusto, tantas veces ensalivado durante estos años por mujeres que envejecían aceleradamente, sino un pintalabios nuevo, inmaculado, como ella. Confieso que, mientras echaba de menos mi impriforma y el regalo que hubiera podido hacerle, mis ojos han descendido y he espiado el escote mínimo de su camisa verde, abierto por la inclinación, y que he mirado a Thei por primera vez como a la mujer en que se está convirtiendo, porque pese a la estrechez y a la luz amarilla y a nuestra dieta deficitaria, ella sigue creciendo entre nuestros cuerpos que envejecen, su piel sin mácula entre nuestras pieles tatuadas y arrugadas. Pronto tendrá los senos tersos y escasos y deseables de su madre. –Siento tener que romper el encanto de este momento con una mala noticia –ha dicho de pronto Chang, sacudiendo mi evocación y mi deseo–: que no cunda el pánico, por favor, os ruego que mantengáis la calma: Anthony se ha escapado. Esther ha tirado sin querer un tenedor y su rebote metálico ha sido lo único que se ha oído en la atmósfera boquiabierta. Ni siquiera nos hemos mirado, tal era el poder de la sorpresa. –Carl lo ha detectado hace dos horas y media –prosigue–. De algún modo ha descubierto que el suelo de su celda está compuesto por dos placas y ha conseguido levantar una de ellas. Anthony está en el sótano. Ahora mismo podría encontrarse aquí debajo. Y ha mirado hacia el suelo. Y todos lo hemos imitado. Y así hemos permanecido durante varios minutos, en silencio, con la mirada clavada en el espejo opaco que nos separa de esa oquedad invisible que ha acompasado, durante trece años exactos, cada una de nuestras huellas. Hemos estado cerca de tres meses sin hablar, es decir, sin escribirnos, porque la última conversación –cuando se avecinaban los primeros estertores de la crisis– fue excesivamente larga y difícil, un auténtico ejercicio de agotamiento; pero no ha sido necesaria ninguna referencia a ella para que las palabras volvieran a fluir como si hubieran pasado unas horas y no ochenta y tres días de silencio. El encierro ha sido nuestro tema de conversación. No el encierro en su acepción más obvia, es decir, no nuestra clausura en nuestros búnkeres respectivos, sino cómo el paso del tiempo ha afectado el propio significado de la palabra «encierro», cómo los años han provocado que el encierro sea cada vez más profundo y por tanto más íntimo, quizá hasta el punto de ya no ser lo opuesto de la salida o de la liberación, sino una verdad absoluta, sin antónimo ni matices, un verdadero monopolio psíquico. Está claro que lo exterior es un concepto que ha dejado de tener sentido para nosotros. No existen realmente la isla del Pacífico donde vive Mario ni la ciudad de Pequín en cuyo subsuelo se ubica este búnker, porque para que algo exista no sólo tiene que ser percibido, sobre todo tiene que ser representado; y no disponemos de percepciones ni de representaciones actualizadas de la isla ni de la ciudad, por no hablar del océano, de China, del mundo, del espacio exterior (porque los seres humanos nos acostumbramos no sólo a vernos representados a escala doméstica, local, nacional e internacional, sino también como planeta, como sistema solar, como galaxia, en un juego de zooms que nos parecía absolutamente normal, como si fuera natural verse a uno mismo desde el aire, desde el cosmos, como si el punto tuviera derecho a la visión del complejísimo e inabarcable conjunto en el que se inscribe como un microbio). Por supuesto, poseemos mapas, algunas imágenes, algunas películas, incluso algunas direcciones de páginas web que continúan en activo, por azar, posiblemente porque sus servidores siguen funcionando en la Zona, material pixelado que tiene como referente la isla, Pequín, los espacios que hay inmediatamente detrás de las compuertas y de las paredes de hormigón; pero son representaciones caducadas, vías de acceso de sentido único: hacia un pasado que no podemos reconocer como esbozo o antecesor de nuestro presente. Porque el presente no existe para nosotros. Tampoco el futuro. Somos mero pasado irreconocible en vías de extinción. Individuos totalmente incapaces de pensar en imágenes las ruinas o, peor aún, la nada que los circunda. Porque las ruinas invisibles e inimaginables no son ruinas: son nada. Nothing, rien, néant, niente, nulla, res: sólo se puede llenar de nadas la palabra «nada». En el interior el tiempo no es más que una terrible paradoja: o pura abstracción (segundos, horas, días, meses, años digitales, sin amanecer ni atardecer, sin ciclos lunares, sin estaciones, sin cambios térmicos, sin luz, sobre todo; Mario y yo ni siquiera somos mujeres, para tener el calendario de la sangre en las entrañas, el periódico recordatorio de que el tiempo está en la naturaleza, es menstrual) o una cuenta atrás encarnada, constatable sólo en nuestros cuerpos, en su deterioro y sus consumos (el tiempo es tanto mis arrugas como el lento vaciamiento del almacén, el pasado está en nuestros códigos de barras, cuyo presente insiste en recordarnos su inutilidad). Más de una hora hemos consumido con esas divagaciones. No he hablado con nadie durante tres meses, Marcelo, pero no te voy a mentir, no he echado de menos la palabra escrita ni el intercambio de ideas ni la sensación de estar acompañado, me ha escrito Mario, en español, sin acentos, no te ofendas, amigo, si te soy sincero es para que veas hasta qué punto el encierro es una realidad más poderosa que la soledad. Yo no estoy solo y sin embargo experimento lo mismo: cada vez estoy más lejos de mí mismo, aunque esté dentro de mí, me siento más hondo, como alejándome… Te entiendo. Eres el único. Pero no nos pongamos trágicos ni profundos ni superserios, che. Es el «che» más falso que he leído nunca, le he escrito, imaginando su sonrisa (pese a que nunca haya visto su rostro). En ese momento ha pasado Esther por mi lado, inmutable. Durante los seis o siete primeros años todos nos saludábamos, a menudo ni siquiera con alguna palabra, porque eran suficientes un gesto con la mano o la cabeza, una sonrisa, una mirada. Después, lentamente, sin hablar sobre ello, dejamos de hacerlo. La sonrisa de Esther era un sol de medianoche: no desaparecía de su cara ni siquiera mientras dormía. Siempre nos hablaba, con una expresión más cercana a la plenitud que a la desdicha, de los nueve hijos que había dejado en el kibutz con su marido y del búnker comunitario que habían construido durante tres años en las tierras comunes. Ahora, en cambio, sus labios son una cicatriz horizontal, absolutamente inválida para expresar simpatía. Lo duro no es ver la ruina de esa herida suspendida en el ahora, sino saber que se trata de un resto arqueológico que nadie puede reconstruir, cuya insistente presencia ha ido borrando de nuestro recuerdo la sonrisa original. Hoy he soñado, le he confesado a Mario, que nuestro encierro en el búnker era un experimento ejecutado por un científico chiflado. La radioactividad ya no era peligrosa, el mundo había iniciado su reconstrucción, los supervivientes habían salido de las catacumbas; pero el científico había decidido mantenernos en la ignorancia para podernos estudiar como si fuéramos cobayas. Yo lo descubría porque descolgaba todos los espejos del búnker: había doce, en vez de los tres que hay en realidad, y detrás de cada uno me encontraba con un cristal transparente, y tras él con el punto rojo de una cámara. Cuando acercaba el ojo al objetivo, veía al científico chiflado, con su bata blanca y sus lentes de miope y su pelo alborotado, mirándome, divertido, a los ojos. Tienes sueños muy cinematográficos, me ha escrito Mario, sin acentos, con palabras distintas, porque nunca archivo nuestras conversaciones y lo cito de memoria, porque no escribo para registrar, sino para controlarme. Yo, desde que me quedé aquí solo, no he vuelto a recordar un sueño. ¿Era alguien que conoces, alguien del búnker? No: eras tú. Esta noche Anthony ha vuelto a despertarnos con sus gritos. Según parece, ha regresado durante un rato a su celda. Carl nos ha informado de que se ha encontrado con mierda y orina junto a los barrotes. Desde el día en que enloqueció hasta la semana pasada, Anthony permaneció en la única celda de que disponemos, el antiguo almacén de gas y combustible, con su puerta de barrotes y los metros cuadrados mínimos para albergar una vida humana. No tardamos en olvidarlo. Al menos yo, que no lo visité en más de doce años. Dicen que dejó paulatinamente de utilizar la cuchara y el plato y que lo primero que hace con la comida que le sirven es tirarla al suelo para ingerirla como un perro. Que perdió la capacidad del habla. Que gime, aúlla, ladra. Que no se afeita ni permite que le corten el cabello. Que camina desnudo y se masturba como un mono. Dicen que a veces lo hace exhibiendo su pene enrojecido, con un halo morado alrededor del glande, y otras, de espaldas, tumbado, temblando en silencio. Que no mira a los ojos de los demás, porque no hay humanidad ya en los suyos. Que no responde a las tres sílabas que componen su nombre. Dicen que en su jaula no hace más que esperar la muerte. Eso dicen. Eso decían: porque ahora ya no está, ya no sabemos cómo se mueve ni qué desea. Se ha rebelado. Su existencia ha sido durante todo este tiempo uno de los pocos temas de conversación capaces de provocar un debate argumentado –e incluso visceral– entre nosotros a estas alturas del encierro. Cuando ocurre, aunque se encuentre en el otro extremo del búnker, Chang acude para intervenir en defensa de Anthony. No puede advertirse agitación en el tono de su voz ni en su mirada, templada, pero el hecho de que siempre llegue cuando hablamos de nuestro prisionero y que siempre adopte el rol de su abogado, mientras la mayoría nos convertimos, de un modo u otro, en sus fiscales, sugiere que tal vez sea uno de los puntos débiles de nuestro coordinador o líder. Mientras nosotros, con más o menos retórica, insistimos en que el búnker no está equipado para que viva en él un enfermo mental y en que nuestras provisiones no son infinitas (en el fondo es una cuestión económica: tenemos que alimentar la boca de alguien que no trabaja y que a menudo no deja descansar a los que sí lo hacemos), Chang nos recuerda que fue él quien lo trajo, a sabiendas de que era una persona emocionalmente inestable, y que es responsabilidad suya, e invoca los derechos humanos y el pacto que sellamos y una retahíla de obligaciones morales que con los años suenan cada vez más anacrónicas, como si atañeran a personajes de ficción del pasado, a protagonistas de películas, a héroes de novela, y no a nosotros, que vivimos aletargados por una luz amarilla que nos hace olvidar, que nos enajena –nos hace ajenos– aunque sigamos siendo reales. Tendemos a obviar a Anthony, hasta que una noche, después de meses o de años de no hacerlo, comienza a gritar y grita sin mesura, exponencialmente, como si cada grito fuera tan sólo el ensayo del siguiente, la prueba de que es capaz de gritar más fuerte, más, para recordarnos algo. Algo: sí «algo», ese pronombre indefinido que refiere a lo que no se quiere o no se puede nombrar. Eso. Algo que no sabemos revestir de lenguaje. No le conté a Mario la fuga de Anthony. Ni siquiera he pensado demasiado en ella. Es el mayor acontecimiento que ha ocurrido aquí desde la muerte de Carmela y ni le he dedicado atención ni se lo he contado a mi único amigo. Me asusta semejante insensibilidad, cómo estoy permitiendo que la historia resbale sobre mi piel sin penetrar en mis poros, sin entrar en mí, que fui su contenedor, sin que deje rastro en la espiral de mis huellas dactilares ni en el flujo de mi sangre. ¿Habré dejado de sentir? ¿De sentirme? ¿Destruyó la última crisis la capacidad de dejarme llevar por la compasión, el temor, la humanidad, la ternura, el odio? Me miro los pies: bajo las suelas de esas botas el loco se desliza, quizá en este preciso momento, encorvado, tal vez violento, a oscuras, embadurnado de polvo. Le envidio que haya podido sustraerse de la luz amarilla. Mientras pensaba en ello experimentaba un vértigo que me obligaba a pensar más profundamente en lo mismo, ensimismándome sin remedio, como si hubiera entrado en el bucle mental de un fanático religioso que reza sólo para seguir rezando, para no cesar de rezar; tratando en vano de huir, cuando pasaban cerca de mí, miraba a mis compañeros (¿cómo llamarlos: compatriotas, camaradas, amigos, conciudadanos, familiares políticos, presos, compañeros de suerte y de tragedia y de desgracia?) uno por uno, tratando de individualizar sus rostros, las arrugas, las líneas, los rasgos de sus rostros, sus miradas, sus iris, sus pupilas, los contornos individuales de sus rostros, pese a la dificultad luminotécnica, que todo lo desdibuja y distorsiona, que engaña la percepción como un ilusionista convertido en atmósfera envolvente y descompone las líneas de los rostros en puntos aislados que hay que unir, reseguir, reconstruir; y repetía sus nombres, porque la repetición tal vez conseguiría volver a vincular el punto con la línea, el nombre con la cara de los once que quedamos, reconectarme con ellos, más allá de mí mismo, de mi piel impermeable, de mi soledad aislante y de mi propia repetición obsesiva que a ningún lugar conduce. Xabier (cráneo prominente, rostro huesudo con geometría de diamante en bruto, en cuyo hemisferio inferior lucen dos ojillos grises, insistentes, ajedrecísticos): viejo amigo, Xabier. Susan (piel carcomida por cicatrices de acné y poblada de gruesos pelos rizados que la luz amarilla disimula, ayudada por la energía que pese a todo irradian los ojos verdes y la boca, siempre a punto de sonreír sin nunca decidirse a ello): Susan. Kaury (líneas ovaladas y curvas en las ojeras, en la piel colgante del cuello, en los cachetes, que ahogan la vivacidad en decadencia de la mirada castaña, siempre despeinada): Kaury. Esther (cara esquemática, dibujada en trazos finos, reducible a una cruz inscripta en un rombo más alto que ancho, con esos dos círculos dulces y maternales pese a la amargura): Esther. Gustav (sucesión interminable de ángulos cóncavos y convexos en su rostro poliédrico, como tallado a machete, alrededor del gris verdoso y gélido de sus ojos capaces de neutralizar la luz amarilla): Gustav. Ulrike (una faz construida mediante la sucesión de puntos, como un dibujo infantil, una suerte de retrato robot germánico, tan rotunda, tan eficaz, tan rubia, tan azules los ojos): Ulrike. He proseguido con el estudio de los rasgos y el recuerdo del nombre que les corresponde, consiguiendo implicarme temporalmente en sus existencias, estableciendo quizá una posible reconexión, hasta que Chang se ha detenido frente a mí, interrumpiendo la visión de Ulrike, de la talla XL de Ulrike, del retrato robot de Ulrike, y me ha llamado la atención. Lo ha hecho con tacto, con el mismo tacto con que durante todos estos años ha cuidado de las relaciones personales del interior del búnker. Mi yo ensimismado ha quedado atrás, como piel mudada que uno ya no siente suya. Mientras Chang me miraba a los ojos, desde su metro noventa de altura, desde su talla XXL, serenamente, me ha dicho en inglés: –Marcelo, te percibo abstraído, date cuenta de que estás desatendiendo tus tareas. Tenía razón. Yo me encontraba a la puerta del dormitorio, con el cubo lleno de agua con jabón en una mano y la fregona en la otra. Había estado mirando a mis compañeros, fijamente, durante muchos minutos, no puedo decir cuántos. –Voy a decirle a Carl que estás listo. He asentido para ganar tiempo mientras volvía en mí. Desde la sala de control, Carl ha subido entonces al máximo la potencia de los extractores de humo y ha regenerado después el aire de la habitación más espaciosa del búnker. Doce cuchetas triples, irregularmente distribuidas, con un solo ocupante, por lo general en el catre inferior, cuyas pertenencias se reparten en los otros dos colchones, convertidos en estanterías o armarios. Los fluorescentes amarillos se alinean a medio metro del techo, iluminando perpetuamente todos los catres superiores y permitiendo cierta penumbra cerca del suelo, que algunos han reforzado colocando una manta gris a modo de cortina que otorgue cierta intimidad y permita el sueño. Durante los doce minutos que ha durado la ventilación, aislado por el estruendo, he pensado por primera vez en trece años que esas literas (las palabras, esas orillas intercambiables) son propias de una cárcel. Por supuesto lo extraño es que no lo haya pensado antes. Cualquiera que visitara este búnker cuando era un museo debió de relacionar esas compuertas acorazadas –esos rectángulos de acero de cincuenta centímetros de anchura con doble cilindro de cierre manual– y esos pasadizos recubiertos de hormigón armado y acero y placas de hapkeíta y este dormitorio castrense con los de una prisión de máxima seguridad; sin embargo, yo, que vivo aquí, nunca había reparado en la obvia analogía. El verbo «cerrar». Las palabras «cerrojo», «cerrarse» y «encerrarse», «encierro», «encerrona». El ruido ensordecedor del aire controlado por Carl favorece el encadenamiento de palabras. Encerrado perpetuamente en el lugar donde vivo encerrado. A punto he estado de escribir, sin cuestionarlo: «en mi hogar». Hogareño, hogareña, hogaño, antaño. Nuestro antaño. Lo pienso hoy por primera vez. O quizá ya lo hice y lo olvidé: he tardado trece años en decidirme a registrar mi presente y mis recuerdos (quiero decir: a controlarlos). La cárcel va por dentro, me diría Mario, sin rostro, desde su búnker en la isla. El búnker está bajo la piel. Las paredes de la celda coinciden con las de tu cráneo. El perfil del búnker es la silueta de tu cerebro y sus pasadizos y compuertas conectan y separan las zonas del lenguaje y las motrices, las sinapsis que se crean para acometer el futuro y las que se cancelan para evitar evocaciones indeseadas. Una vez recobrado el silencio, he comenzado a quitar el polvo de las estructuras metálicas de las cuchetas, demorándome en aquellos catres que siempre han llamado mi atención. En el de Xabier la cama está meticulosamente hecha; su ropa, de talla L, sus zapatos, del número 42, sus novelas de Albert Camus y Michel Houellebecq, un cuaderno de dibujo con dos lápices, una goma de borrar, un sacapuntas, un carboncillo, varios rotuladores resecos perfectamente dispuestos, sus cajas de recuerdos, su fotografía del Olympique de Marsella en la temporada 2019-20, cuando ganó la Champions, el tablero de ajedrez y la caja con las piezas, sus maletas: todo ha sido colocado según los volúmenes de los objetos, en un orden armónico que recuerda al del viejo Tetris. La litera de Kaury es su exacto opuesto: la manta y las sábanas podrían encontrarse del mismo modo en el tambor de una lavadora; y, en el nivel superior, las bombachas, la guitarra, los cojines maltrechos, el neceser, las zapatillas, la flauta, las libretas, las lentes y las camisas sin lavar podrían estar, en la misma disposición, en la escena de un crimen o en una trinchera asediada por tropas enemigas. Gustav no posee casi nada. En el catre intermedio hay cuatro prendas de ropa interior, unos pantalones, una camisa limpia, y una caja metálica, que siempre está cerrada, donde se supone que guarda el cepillo de dientes, el peine, el reloj que se quita por las noches y algún otro objeto personal que quizá nadie haya visto. No lee, no ve películas, apenas charla. Cuando acaba su jornada laboral, se acuesta en la cama y cierra sus helados ojos hasta la hora de la cena. Una vez se ha alimentado, regresa y duerme. Creo que es el único que no ronca. Junto a la salida de emergencia está la litera de Chang y de Thei. Él duerme en el colchón inferior. Ella, en el superior, con un antifaz que su padre conservó de su último vuelo con Panamerican Airlines. Cuando era un bebé, dormía en el suelo, junto a la pared, en un nido de mantas que le preparó Susan. Compartió colchón con su padre hasta que cumplió dos años; fue entonces cuando Chang se mudó al catre intermedio. Al cabo de cinco o seis años, en una cómica escena que yo diría que todos recordamos, con los brazos en jarras, en medio de una asamblea, nos dijo que ya era mayor y que quería dormir arriba. Para asegurar el impacto de sus palabras, lanzó contra el suelo la sucia muñeca de ojos ámbar que durante tantos años había sido su pegadiza compañera. Thei es la única que duerme en el tercer piso de una litera. Es la única que tiene menos de cuarenta años. No toco nada: no puedo dejar huellas. Huelo las sábanas que un día fueron de Carmela y que nadie se ha preocupado en destruir: acapara mis fosas nasales un olor salvaje y rancio, como de deseo podrido. Ahí está mi cama: las viejísimas camisas, el viejísimo suéter de cuello alto, la talla XL, que me recuerda quién era yo hace diez, doce años, con quince kilos más y el cerebro casi intacto, sin insomnio, sin obsesiones enfermizas, sin los achaques que me fueron llevando hasta la crisis. Mi cama, vorágine de espasmos y de fiebre y de tanto, demasiado miedo. Mi cama, trono y guarida del Diccionario, que reposa sobre la almohada. Bajo ella –lo compruebo– oculto una cajita con dos condones caducados, fotografías de Laura, de Gina y de Shu, la desgastada tarjeta de embarque del vuelo que me trajo a Pequín desde Buenos Aires, el peón de plata y un bombón. Cuántas veces he estado a punto de devorarlo. «Bueno», en las lenguas cercanas: «buono» en italiano, «bon» en francés, «bo» en catalán, «bom» en portugués. Palabra redundante, casi onomatopéyica, deliciosa. El chocolate, como la frutilla, como la canela, como la pimienta verde, como el mate, como el café tostado, como el queso camembert, como la crema pastelera, como el cuscús con cordero, como el salmón ahumado, como el dulce de leche, como la salsa agridulce, como el fernet con cola, como el sushi, como el vino tinto y el blanco e incluso el rosado y las uvas, como la fruta o la verdura frescas, como el agua mineral, es un sabor del pasado. Barro y friego el suelo, lo desinfecto a conciencia, pero continúa irradiando ese reflejo tenue, macilento. Esa capa viscosa que todo lo recubre. Epidemia de luz mortecina que enmascara las superficies, difumina las esquinas y los ángulos y los vértices, uniformiza los volúmenes, envuelve con su espectro la suciedad, las manchas y las sombras, maquilla las pecas, los lunares y el vello, disfraza de amor las miradas de odio y de odio las miradas de desprecio y de desprecio las miradas de cariño, en un carnaval amarillo por momentos insoportable, pero generalmente aceptado, aceptado por la comunidad como la única opción posible, bajo la forma tácita de un consenso que Anthony, a oscuras y sin rostro, sin puntos que configuren un rostro, sin talla y sin catre, recorriendo el sótano como una rata o una amenaza o una alimaña, imperceptible y no obstante latente, ha conseguido romper. Todo empezó como una broma. Jorge Costa, adolescente español de quince años recién cumplidos, llamó por teléfono a Adrián Zamora, jubilado español de ochenta y seis años también recién cumplidos. Alrededor de Jorge estaban sus amigos íntimos: Javier y Juan José; Adrián, al otro lado de la línea, se encontraba a solas, porque los lunes, los miércoles y los viernes iban a su casa una asistente social y una voluntaria doméstica, pero el día de la llamada fue un jueves. Las seis y cuarto. «Buenas tardes, ¿es usted español y tiene usted más de ochenta y cinco años?», preguntó Jorge con una voz que simulaba ser adulta. «Desde ayer, sí», respondió Adrián con su voz ronca. «¿Me podría contar alguna historia sobre la guerra civil española?» Javier y Juan José se reían por la audacia de su amigo: mientras Jorge escuchaba, les hacía muecas, simulaba ser un viejo que transportaba en sus manos un fusil, que apuntaba, que disparaba; pero al cabo de dos o tres minutos, la cara del quinceañero comenzó a alterarse, al tiempo que su atención se iba concentrando en el relato que surgía de los labios de Adrián Zamora. La curiosidad de los amigos hizo que Jorge conectara el altavoz del teléfono. Entonces, los tres fueron siendo fascinados por la ronca voz de octogenario, por el relato de sus meses en el Quinto Regimiento, por su descripción pormenorizada de la violencia (el puñetazo que le dio un compañero cuando él –medio en broma, medio en serio– dudó de la fidelidad de su esposa; su primer disparo, que impactó en el tronco de un roble; la primera muerte, que tuvo el rostro de un hombre de su edad, semejante a un amigo suyo, una cara que no se le va del entrecejo y cuya visita aguarda cada noche, para hablarle de aquel amigo que también murió en la guerra, en la misma guerra de tantísima muerte; las otras muertes, propias y ajenas, las cuentas perdidas de sus muertos) y de la miseria (el tacto en el brazo de una rata que ha detectado tu calor y no quiere irse, la escasez de todo, los recién nacidos sin madres ni leche, las mujeres prostituyéndose, desdentadas, desnutridas, los cabellos de los soldados encanecidos prematuramente por el insomnio y por el miedo, la usura, el racismo, el machismo, el pan a precio de oro). Veintisiete minutos duró la sesión de hipnosis. Dos días más tarde, antes de entregar su trabajo sobre la guerra civil española, hablaron de la experiencia en clase de historia. La profesora, Mari Carmen Gustardoy, lo recuerda así: «Jorge, Javier y Juan José no eran alumnos brillantes, pero tenían una gran capacidad para convertir lo teórico en práctico, como habían demostrado creando, a partir del tema de la antigua Roma, un juego de preguntas y respuestas, o una máquina de vapor artesanal cuando abordamos la revolución industrial; en la clase anterior habíamos hablado sobre el diálogo con los abuelos como forma de recuperar el pasado, y les mandé de deberes que les hicieran entrevistas sobre la guerra civil, pero como sus abuelos habían fallecido, llamaron a un desconocido y les funcionó». Sus compañeros se entusiasmaron con la experiencia y decidieron imitarla. «Todos vinieron a clase con historias, algunas de ellas realmente interesantes», declara la señorita Gustardoy en el Instituto de Educación Secundaria Fernando Martín de Fuenlabrada, Madrid, «historias que ampliaron con nuevas entrevistas y pusieron en su contexto histórico para el trabajo de fin de curso, mientras desarrollaban en clase de informática una red social que ellos mismos bautizaron como Memorybook.» A partir de la experiencia, Gustardoy redactó un artículo que presentó en forma de ponencia en el Congreso Anual de Pedagogos Iberoamericanos. La parte oral de la iniciativa no era novedosa, pero la incorporación tecnológica del teléfono y, sobre todo, de la web 2.0 sí lo era y la experiencia fue imitada por otros centros educativos, que se sumaron a la red de intercambio de información y de recuerdos sobre la guerra civil española y el exilio. Éste fue, sobre todo, el ámbito que trabajaron los centros educativos latinoamericanos que se integraron en el proyecto. Nietos y bisnietos de emigrantes políticos, que hasta entonces habían permanecido ajenos a las vicisitudes de sus abuelos y bisabuelos, se sintieron atraídos de pronto por ellas, no sólo por su interés intrínseco, sino porque suponía poder trabar relación con gente de su edad y poder viajar: «Durante el verano de 2010, quince alumnos nuestros fueron a Buenos Aires, Lima, Caracas y Ciudad de México, invitados por los Centros de Cultura Española de esas ciudades, y durante el verano de 2011, con el apoyo financiero de la Fundación Telefónica, organizamos un encuentro iberoamericano de usuarios de Memorybook: quinientos adolescentes se encontraron en Las Palmas de Gran Canaria para compartir sus experiencias… Y para otro tipo de intercambios». Mari Carmen Gustardoy se sonroja y cambia de tema. Me enseña fotografías de los muros de algunas naves industriales cercanas al instituto: se ven grafitis que representan escenas bélicas, mezclando la estética de los videojuegos con la de la propaganda republicana, acompañados de lemas como «¡No pasarán!» o «Campesinos: la tierra es vuestra». «Porque los adolescentes nunca tienen suficiente con las discusiones en clase, ni con los chats, la suya es una edad proclive a la actuación», me explica, «como puede ver, tuvimos ciertos problemas de gamberrismo cuando algunos alumnos creyeron darse cuenta de que con las palabras de aquellos ancianos no había suficiente, porque la España en que vivían setenta años después del final de la guerra y treinta y cinco años después del final de la dictadura militar era una España aún con rasgos franquistas, que traicionaba las batallas de sus abuelos y bisabuelos…» Los grafitis están fechados: mayo de 2010. «Afortunadamente, llegó el verano y cuando en septiembre se reanudó el curso los ánimos se habían calmado y otros asuntos habían acaparado la atención de nuestros alumnos; convertimos Memorybook en una asignatura obligatoria, que impartíamos conjuntamente el profesor de informática, Luis Gámez, y yo; modestamente, puedo decir que fue un éxito», y se sonroja de nuevo. Precisamente hoy, 13 de agosto de 2021, se cumplen ocho años desde que la red social Memorybook, que a principios de 2015 contaba con cerca de tres millones de usuarios hispano-hablantes, propiedad de la Asociación de Exalumnos del Instituto Fernando Martín de Fuenlabrada, fue comprada por Microsoft por un millón y medio de euros, que se dedicaron a la construcción de la Mediateca Adrián Zamora y al Proyecto Testimonio Visual, inaugurados en 2018. El proyecto, hasta la fecha, ha documentado audiovisualmente la experiencia en la guerra civil española de los últimos miles de protagonistas supervivientes y los recuerdos heredados por más de setecientos mil hijos de soldados de ambos bandos. Desde el año pasado, su director es Jorge Costa, licenciado en historia por la Universidad Carlos III de Madrid y doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Lyon, de veintiséis años de edad. «Todavía me llama de vez en cuando para pedirme consejo», me confiesa Mari Carmen Gustardoy, que todavía no ha cumplido los cuarenta, «pero hace tiempo que el alumno superó a su vieja profesora.» Deslizo el dorso de la mano una y otra vez sobre la cubierta, como si en vez de cartón fuera el lomo lanoso de un perro, pero esta noche ni siquiera el tacto del Diccionario consigue que concilie el sueño. Perro libro, manso y sagrado, déjame acariciar tu cabeza de significados. Al abrir los ojos, me reencuentro una vez más con la luz cansada. Durante algunos minutos había dejado de oír ese ruido levísimo y molesto que no me deja dormir, pero ha vuelto. Bajo mi cama. Por momentos parece un crujido que se repite, como el crepitar de un insecto que se revuelve en una prisión de hilo y trata de abrir las alas en vano y sacude las patas sin lograr darse la vuelta ni moverse, mientras la araña avanza hacia él como una plaga mental; al principio me recordaba el muelle de una cama o la maquinaria interna de un viejo reloj, pero ahora tengo claro que el ruido no es metálico, sino animal, ínfimo y animal, como producido por un ser muy pequeño. –Todos duermen. Nadie siente la presencia de Anthony en el sótano: su avance inexorable de roedor tan lento. Me vuelvo hacia la izquierda y miro a Ulrike, que duerme de lado, con los cabellos rubios enmarañados y el brazo colgando, desnudo y flácido. Ni siquiera al concentrarme en esos soplidos acompasados consigo que desaparezca de mi oído el repetido crujido del insecto. La yema del dedo anular de la mano derecha de Ulrike se encuentra a menos de un centímetro del suelo. Sus dedos son precisos. Puedo imaginarlos muchos años atrás, en un aula llena de adolescentes bulliciosos y hormonales, sosteniendo una tiza que se descompone, paulatinamente, sobre la superficie azul de una pizarra, dejando tras de sí nombres y fechas, esbozos de mapas, datos, fragmentos de información que existen porque la tiza se extingue y porque los dedos de una mujer que –pese a su juventud– también se extingue está convirtiendo el mineral en signos, la muerte en lenguaje, mientras se acaban esas infancias y la sexualidad excita pezones y pubis y penes, la fiesta en el silencio. El ruido ínfimo y persistente no se apaga. Al levantarme, entre todos esos cuerpos dormidos, soy consciente de que somos muertos. Muertos vivientes, zombis amables que hacen su trabajo, que mantienen limpia la casa, que se lavan los dientes antes de irse a dormir, que respetan en la medida de lo posible la intimidad de los demás, de los compañeros, de los camaradas, de los cohabitantes, de los secuaces, de los compatriotas de esta patria indivisible, de los demás miembros de la Comunidad. La Comunidad es más importante que los individuos que la conforman: cada cual debe sacrificar sus intereses personales en beneficio de la Comunidad. La Comunidad es nuestra única certeza: tenemos que mantenernos activos para conservarla. Los miembros de la Comunidad se profesarán el máximo respeto. Cada tres meses se celebrará una asamblea en que se discutirá un orden del día, redactado a propuesta de los miembros de la Comunidad, cada uno de cuyos puntos será votado y aprobado o rechazado a mano alzada. Bianualmente se decidirá, rotativamente, quién debe ocupar la plaza de coordinador de la Comunidad. Ningún miembro de la Comunidad faltará jamás a su puesto de trabajo ni desatenderá las labores de limpieza, colectivas e individuales, que le sean asignadas, así como los trabajos de manutención, vigilancia y servicio comunitario que le correspondan. Nadie, bajo ninguna circunstancia, abrirá la compuerta, a menos que la asamblea lo decida de forma unánime. Todos los miembros de la Comunidad tratarán de preservar el orden, el respeto y el decoro en el ámbito del búnker. Cada miembro de la Comunidad dispondrá de cuarenta y cinco días de vacaciones. Las bajas médicas las otorgará el coordinador de la Comunidad. Cada cual es libre de profesar su culto religioso, sin tratar de imponerlo, en la intimidad de su conciencia y en formas de oración que no resulten invasivas. El domingo es el día de descanso. Aprobamos las leyes. Sellamos el Pacto. Ellos y yo; los dormidos y el despierto; esos cuerpos que descansan y el mío, que pese a moverse entre las literas sigue oyendo el crujido animal, el ruido ínfimo bajo las plantas de sus pies descalzos. Durante los primeros cuatro o cinco años, cuando todavía nos hablábamos y nos queríamos, nos fuimos reuniendo cada tres meses y reelegimos periódicamente a Chang como coordinador. A partir de entonces, las asambleas se fueron espaciando; las conversaciones se fueron diluyendo en la luz amarillenta; se fue imponiendo el silencio; ya nadie cuestionó su cargo. De modo que la Comunidad se fue desintegrando. Formalmente, siguió existiendo, pero en la práctica se convirtió en inercia, en el eco del movimiento originario, como un cementerio que se preserva por su presunta importancia arqueológica pero que no recibe fondos para su conservación ni nadie se preocupa por ella. Una necrópolis, un camposanto, un cementerio accidental: la mayoría de nosotros no nos conocíamos un mes antes de que Chang cerrara la compuerta. El azar nos reunió, y no tengo duda de que fue el azar, de que el azar existe, porque no hay forma alguna de interpretar como destino la historia de estos trece años de convivencia. La cara grumosa de Susan aparece ante mis ojos para corroborar mis pensamientos. Nada me une a esa piel granítica y peluda, ciertamente repugnante, ni siquiera existía un vínculo al principio, cuando había en su epidermis la vitalidad de su juventud viajera. Susan llevaba seis meses recorriendo China, con la mochila al hombro, cuando estalló la Guerra. Quedó atrapada en Pequín. La embajada de Gran Bretaña se convirtió en veinticuatro horas en un hormiguero de compatriotas; cuando ella reaccionó, siete tanques impedían el acceso de más ciudadanos británicos. Permaneció quince días en el hotel, pese a que el precio de la habitación subía cada doce horas, hasta quedarse sin libras, sin dólares, sin joyas y sin reloj. Tan sólo la ropa talla L, las botas de montaña, el impriforma averiado, la navaja suiza, el micromóvil cargado de archivos que ha visto y escuchado miles de veces desde entonces le recuerdan ahora quién fue. Cayó NeoGoogle y se quedó sin cuenta de correo electrónico; cayó Globalphone y se quedó sin acceso a su cuenta de telefonía. Llevaba dos días vagabundeando por Qianmen cuando comenzaron a sonar las alarmas; arrancó a correr; había mucha gente en la calle, enloquecida por la desinformación y el rugido monótono, giróvago de las sirenas. Casualmente, vio el pasaje que conduce al búnker. Se metió en él. Había ancianos en cuclillas que leían diarios atrasados a la luz de las velas; mujeres que, rodeadas de niños, cocinaban en hornillos portátiles; bultos que dormían embutidos en sacos de dormir o bajo varias capas de cartones. No entendía por qué, pero seguía descendiendo. Los doscientos metros de túnel se habían convertido en un refugio antiaéreo. Como si estuviéramos en el Londres de 1943 y no en el Pequín de 2035. Un hombre y dos mujeres, vestidos con harapos, arañaban la gran compuerta circular de acero reforzado, mientras en un hilo de voz rezaban, o suplicaban que les dejaran entrar. Susan se unió a ellos; pero en vez de arañar, golpeó con los puños; y en lugar de susurrar en mandarín, gritó en inglés. Más que los gritos, tan semejantes a los que habíamos escuchado durante los días anteriores, lo que penetró el acero reforzado fue el idioma. Por alguna razón que jamás he osado preguntarle, Chang, que se encontraba arrodillado junto a su esposa parturienta, acariciándole la frente, se irguió y les pidió a Ling y a Frank que le ayudaran a abrir, por último, la compuerta. Susan tenía la cara ensangrentada. Lo primero que dijo su boca fue «no, no lo soy, lo siento», mientras miraba el vientre de nueve meses de Shu. Es posible que tuviera que empujar a aquel hombre o a aquellas mujeres, quizá tuvo que golpearlos, arañar, morder, brutalizarse. No sé si alguien le formuló alguna vez la pregunta: brutalizarse, volverse bruta, bestia, animal, salvaje, inhumana. No le pregunté jamás por las extrañas palabras con que nos saludó por vez primera. A los pocos minutos se oyó la detonación y cesaron los aullidos de quienes se quedaron afuera y la inhumanidad empezó a apoderarse de nosotros. De él, Carl, cuyas facciones son duras incluso cuando duerme y ronca como un bendito. Y de ella, Kaury, que descansa con las manos entrecruzadas sobre un pecho que, aunque palpable, soy incapaz de desear. Y de todos los demás, los dormidos, los muertos, a mi alrededor, mientras me muevo silenciosamente para olvidar el crujido del insecto, el ruido ínfimo y persistente, las palabras que lo representan y que me repito, una y otra vez, al ritmo de mis pasos desnudos por el dormitorio amarillento, hasta llegar a la litera de Chang y Thei. Entonces veo el pie de la niña adolescente, el pie que atraviesa el ángulo recto de la cama y asoma, entero y concreto, unos treinta centímetros por encima del horizonte de mis ojos. El pie festivo. El pie desnudo. El pie ofrenda, con esas cinco uñas y esas cinco falanges y ese empeine y ese talón de Aquiles. El pie. Su pie. Tocarlo. Besarlo. Eso deseo: que acoja mis caricias y mis besos. Pasan diez, quince minutos antes de que al fin yo sea capaz de llevar a cabo la ejecución del movimiento: extiendo el torso mientras apoyo mi propio pie en el primer peldaño de la escalerilla, que cruje, y frunzo el ceño y alargo el cuello para acercar los labios hacia la piel levemente endurecida de su empeine. Presiento el roce de mi piel en la suya, de mi labio en esa fruta aún verde, piel de melocotón, manzana prohibida. Trampa para alimañas. Me detengo cuando Chang cambia de postura y me da un susto de muerte. Vuelvo a mi catre, acaricio la lana del perro Diccionario durante algunos segundos y enseguida me duermo. Mario me ha descrito la isla; extrañamente, nunca antes lo había hecho (o tal vez sí, y no lo recuerdo). Es muy pequeña: puede recorrerse, a pie, en unas tres horas. Si nada ha cambiado en los últimos trece años (y lo más probable es que así sea), tres estrechas franjas de playa blanca y el embarcadero (con una lancha fueraborda en su amarra, levemente bandeada por el oleaje calmante, y un hidroavión unos metros más allá) ocupan un tercio del litoral; el resto de la costa es rocosa, pero nunca supera los veinticinco metros de altura en sus zonas más abruptas. Frente a una de las playas fue erigido el campamento, con dieciocho bungaloes, un edificio y una carpa de uso común y dos almacenes, que ahora deben de parecer los escenarios huecos de un pueblo fantasma. Dos kilómetros hacia el interior, en el único promontorio de la isla, se encuentra el helipuerto y en su centro, un helicóptero oxidado. Siempre bromeábamos acerca de él, era el blanco perfecto para un bombardero, me ha dicho Mario, porque constituye el corazón de las comunicaciones isleñas: en la gran cruz blanca dibujada en el suelo convergen el camino que va al campamento y el que circunvala la costa, a menudo allí permanecían aparcados los dos jeeps de que disponíamos para transportar materiales de construcción y provisiones. La vegetación estaba constituida por mangos, palmeras, cocoteros, abundantes helechos, flores silvestres, musgo constante a causa de la humedad. Los animales eran: roedores, mariposas gigantes de todos los colores, hormigas culonas, colibríes, una colonia de albatros, periódicas aves migratorias y dos inverosímiles osos hormigueros. Por lo que he ido descubriendo en nuestras conversaciones, durante años formó parte de una comunidad autónoma, de una especie de grupo hippie o compañía de teatro que por algún motivo decidió aislarse en esa isla del Pacífico. Intuyo que lo más interesante son precisamente esas razones, pero Mario parece no querer revelarlas. Prefiere que le describa cómo son los habitantes de nuestro búnker; que le cuente nuestros hábitos; que le detalle nuestros menús cada vez más pobres; que le relate cómo fueron nuestras asambleas, nuestras discusiones, cómo fijamos nuestras leyes; que le hable de Chang, a quien él llama «vuestro líder». Se entiende. Está solo. Es difícil imaginarlo: está solo. Completa, demencialmente solo. Sobre esas cuatro letras (cinco cuando escribe la palabra en inglés) se levantan las paredes que lo han aislado durante trece años. Tú has tenido la luz amarilla y una quincena de seres humanos a tu alrededor, mientras que yo me consolaba con la bombilla y la pantalla, me ha escrito, no sé si en tono de reproche o como argumento para que deje de quejarme. Afortunadamente, las placas solares no fueron destruidas por la explosión y aún dispone de algunas bombillas de repuesto. A juzgar por la temperatura constante del refugio, las superbombas no alteraron radicalmente el clima. Desde hace años sólo come arroz con tomate y melocotón en conserva; y sólo bebe agua depurada. Calcula que le quedan reservas para tres años más. Pero cualquier día de éstos, me escribe en español, sin acentos, mi estómago o mis intestinos o mis riñones o mi páncreas o mi vesícula se van a negar a seguir procesando esa jodida dieta y voy a vomitar hasta vaciarme. Tampoco puede salir de su búnker. O al menos cree no poder hacerlo. Porque, a diferencia de nosotros, que tenemos medidores de radioactividad en el exterior, él no sabe qué ocurre más allá de la compuerta. Quizá los elevadísimos índices que muy probablemente asesinaron a todos sus compañeros y amigos de la isla ya no sean letales. Quizá. No ha reunido el valor o la locura necesarios para comprobarlo. Soy un cobarde. Esperaré hasta la última lata de tomate, hasta el último grano de arroz. Entonces, sólo entonces, abriré la compuerta. En el caso de que sea capaz de seguir comiendo esa mierda y no empiece a vomitar y vomite durante días todo lo que llevo dentro. Todo. Everything. Absolutamente todo. Cuando haya vomitado mis entrañas, me quedaré vacío –me ha dicho, quiero decir, me ha escrito–, pero ni siquiera vacío seré puro, porque la posibilidad de mi pureza se quedó en el fondo del Mar Rojo y debe de seguir allí, entre los peces globo y los barcos naufragados y los corales muertos. Hoy Thei ha iniciado su formación profesional. Anoche me dormí percibiendo a Anthony al otro lado del panel sobre el que se apoya mi cucheta, tumbado como yo, mi reverso al otro lado del espejo opaco, con polvo en la tráquea pero sin luz amarilla en las retinas, su respiración sincronizada con la mía, mi hermano en la sombra. Pero me he despertado, por suerte, pensando en la novedad que supone para la niña dar el primer paso hacia la vida adulta. Pese a que ya estoy trabajando en la letra ese, concretamente en las palabras que comienzan con el apasionante prefijo «sub» (como «subactor», que significa «intérprete de una subtrama televisiva que se ha convertido en serie propia», como «subcutáneo», esto es, «que afecta al reverso de la piel», como «subdelirio», es decir, «delirio tranquilo, caracterizado por palabras incoherentes pronunciadas a media voz, compatible con una conciencia normal», o como «subejecutor», «quien con la delegación o dirección de otro ejecuta una cosa»), la excitación por el cambio en la vida de Thei era tal que, antes de levantarme y de asearme, he releído por milésima vez la palabra «parto»: «Acción de parir, el ser que ha nacido, cualquier producción física, producción del intelecto humano, cualquier cosa especial que puede suceder y se espera que sea de importancia, natural de Partia, región del Asia antigua». ¿A qué distancia estará de aquí? ¿Cuántas huellas me separarán de ella? Durante sus primeros trece años de vida no ha hecho más que jugar y estudiar; en su recreo y en su educación hemos participado la mayoría de los habitantes del búnker. Esther fue su niñera durante los dos primeros años y Carmela se ocupó de ella durante los dos siguientes, por eso no sólo habla a la perfección inglés y español, sino que también conoce canciones, refranes y cuentos tradicionales judíos y mexicanos. De su educación preescolar se encargó Susan, que fue maestra jardinera tras licenciarse en Cambridge; cuando habla con ella su voz adquiere un simpático acento británico. Con Xabier, en cambio, que fue su profesor particular de matemáticas y de ciencias desde los seis hasta los trece años, habla un inglés neutro, internacional, sin el acento francés que él no ha conseguido neutralizar pese a la disciplina militar que aplica al aprendizaje de idiomas. La niña nunca mostró interés alguno en el ajedrez. Ulrike le ha dado clases de historia antigua y moderna y de historia del arte; Gustav le ha enseñado a dibujar; Kaury le dio durante algunos meses lecciones de solfeo, pero el hecho de que sólo dispongamos de una guitarra minó la posibilidad de unos estudios musicales sistemáticos; yo, en mi español desnortado y sin raíces y en mi inglés burocrático y sin matices, he trabajado con ella la redacción y la sintaxis en esos dos idiomas. Con Chang ha aprendido sintaxis y gramática china. Todos los miércoles por la tarde se sientan frente a frente y practican el antediluviano arte de la caligrafía. Hemos ingerido hoy los últimos fideos. Fideos con tuco, con fileto, con blanca: regresan las palabras desde mi otra vida. En los bancos metálicos, frente a las metálicas mesas y los platos y cubiertos de metal, nuestras pieles albergaban músculos blandos, extremidades sin brío, esqueletos consumidos por la artrosis. Durante los primeros siete u ocho años en el búnker, hacíamos gimnasia por las mañanas. La sala de meditación y descanso, con sus colchonetas azules y sus cojines verdes y sus velas –hoy agotadas–, se convertía durante una hora diaria en un gimnasio de aerobic, yoga, estiramientos, abdominales y flexiones. Thei era el contrapunto divertido de aquellas sesiones matutinas que certificaban a diario nuestro envejecimiento y nuestro hastío. Mientras ella saltaba, reía, corría o nos imitaba, nosotros nos íbamos cansando de aquel ritual, de nuestros cuerpos sudados y amarillentos, del propio cansancio, del sudor sin ducha inmediata, de nuestra propia cercanía. Yo fui uno de los primeros en desertar. Un día, según me contó Thei durante el descanso de una sesión de lectura, sólo la niña y Chang acudieron a la cita. Así desapareció la gimnasia de nuestras vidas. Ellos dos hablan en mandarín. No consigo identificar en sus conversaciones indicadores de cariño. Jamás se tocan. Pero no hay duda del respeto, incluso de la ternura, que se profesan. Cuando están en la misma sala, puedes percibir el vínculo inquebrantable que existe entre ellos. Un vínculo de protección mutua, incluso de sacrificio –si fuera necesario–, que flota en el aire, cómo decirlo: como un puente invisible entre dos orillas de niebla. También se pueden palpar en el ambiente las ausencias que los unen: en varias ocasiones he sentido durante estos trece años que todos los demás éramos prescindibles, erradicables, que sólo Thei y Chang, Chang y Thei eran presencias necesarias en este búnker. Y hoy Thei ha comenzado su formación profesional. Aunque seguiremos dándole clases particulares dos tardes por semana, beneficiosas tanto para ella como para nosotros, tutelada por Carl dedicará a partir de ahora cinco horas al día a aprender cómo funciona la sala de control. Allí se monitorea el funcionamiento del búnker: los generadores de electricidad y el sistema de saneamiento y reciclaje del agua; los extractores de humos y los regeneradores del aire; los calentadores de agua, los hornos y los hornillos, las neveras y los congeladores; el sismógrafo, las alarmas de incendios y de salubridad ambiental; los controladores de los índices de radioactividad exterior e interior; la contabilidad de consumos del almacén y del dispensario; el sistema informático y electrónico, las claves de seguridad y la búsqueda de páginas web y de señales de televisión y de radio. Durante trece años el único responsable de la sala de control ha sido Carl, un ucraniano de cincuenta y tantos años que cuando estalló la guerra trabajaba como asesor del Gobierno chino para la transformación de búnkeres en museos. Carl: adicto a las flexiones, culpable de gula. Después de tanto tiempo de soledad, pues al ser el único cualificado para velar por nuestra seguridad apenas convive con nosotros, va a tener una pupila, es decir, alguien a quien pasarle el testigo. Tras el postre –los últimos sobres de flan en polvo–, mientras Chang nos informaba de la novedad, he sentido un espasmo en el pecho: ahí estaba Thei, en el centro de nuestro cosmos amarillo, observada por todos nosotros, sus tíos, sus abuelos, su familia política, con nuestras miradas, densas como lamidos, salivando en el quieto aire que la rodeaba. Incluso las miradas de los fantasmas y la de Anthony, desde el subsuelo, se derretían, empalagosas, al contemplarla. Como no podía sacarme esa idea de la cabeza, y mientras más pensaba en ella más sólida se hacía (más irrefutable, como un círculo que se va dibujando a sí mismo, sin que crezca el trazo pero sí la velocidad, es decir, como un círculo dinámico en que te sumerges sin remedio), en vez de recluirme en mi puesto de trabajo he ido encontrando excusas para deambular por el búnker. He tardado casi doce minutos en acabar de lavarme los dientes, concentrado en los surcos de mi frente, arrugas que mi madre llamaba «cerebrales» (Marcello, de tanto estudiar inglés, los pliegues del cerebro te han deformado la frente), la cabeza que algún día afeité. Juraría que no he visto mis ojos. Me he escondido un rato en la sala de meditación y descanso, que olía a sexo. Después he ido a buscar un analgésico al dispensario y me he entretenido cerca de quince minutos rellenando el formulario. Ha sido al depositarlo en el buzón cuando he visto a Susan y a Esther salir del vestuario, sosteniendo entre ambas una bolsa pequeña, o un pequeño saco, tal vez una prenda de ropa, no he sabido identificarlo. Fuera lo que fuese, lo miraban con devoción, con veneración, quién sabe si con codicia o deseo, sin apartar la vista de aquello. Después ha sido Thei quien ha salido del vestuario, con las manos aferradas al vientre y la mirada hundida en el suelo, como si sólo las sombras siamesas pudieran ser capaces de absorber toda la excitación, o quizá la vergüenza, quién sabe si el asco, de sus pupilas. Todo era borroso, amarillo y borroso. Todo, desde el trasfondo de mis propias córneas hasta las lenguas de Esther y de Susan, que juraría que han salido de sus bocas, como medusas bicéfalas, para relamerse. Pero no estoy seguro. Por miedo a ser descubierto, tratando de no dejar rastro, he regresado finalmente a mi pantalla. La página fue tridimensional, pero se ha desconfigurado y se ha vuelto plana, como si más de una década sin mantenimiento la hubiera adelgazado, la hubiera obligado a volver a sus orígenes, a tal como era antes de que naciera Gina, porque hasta mediados de la segunda década del siglo internet y la escritura eran bidimensionales, como el papel, como los libros, y tras el desastre la Copia se adueñó de los monitores para recordárnoslo. El cuerpo de Laura, en el quirófano, en cambio, se retorcía en tres dimensiones, sangraba en tres dimensiones, palpable, sensual pese a la asepsia y el médico y las enfermeras y el gran foco rectangular y la propia sangre, aquel 3 de marzo de 2023 que también es carnal y tridimensional en mi recuerdo. Llegué en el mismo momento en que asomaba la cabeza por la herida. Casi una hora y media tardé en recordar que no le había pagado al taxista que me había traído por General Paz desde Ezeiza. Al día siguiente, pese a la ternura inclemente que me inspiraba el cuerpo de la pequeñísima Gina, pese a la debilidad que irradiaba el cuerpo ajeno de Laura, les dije que tenía que volver a partir al cabo de una semana. Siete días de resistencia: no podía dejarme derrotar por aquella ternura, por aquella pequeñez, por mi marsupial deseo de proteger aquel tierno cuerpo que quería separarme de la distancia. Porque ya me había convertido en adicto a lejanías. La guerra devolvió al mundo la división clásica: dos dimensiones para la pantalla, tres para la realidad. Elevación, distancia, tiempo. Los físicos fueron exterminados por las superbombas a cuya creación y existencia y explosión contribuyeron y, con ellos, desaparecieron también las otras dimensiones, las que no se pueden tocar, y los universos paralelos que el ajedrez representa. Se acabó el tiempo, porque: ¿hay acaso tiempo sin historia? –¿Hay historia sin registro de la historia? Las huellas permanecen, pero nadie las une mediante las líneas de la coherencia. –La página es verde. Pero no es el verde de los videojuegos de los años 80; es el verde de la hierba electrónica, un verde muy vivo y muy falso y muy cierto, al que resulta imposible renunciar, como el de aquellos jardines que proliferaron en los años 20, compuestos por grandes paneles que no sólo reproducían el verde vegetal, sino que al tacto de las plantas de los pies desnudos comunicaban el frescor y el leve cosquilleo del césped artificial. He perdido la capacidad de evocar el verde natural. Aquí no hay naturaleza. No hay jardín, huerto, paisaje. No hay tomates, huevos, berenjenas, carne de vacuno, albahaca, savia, bifes con sangre, algo que aún pueda recordar su último aliento. Sólo tenemos naturaleza envasada, enlatada, atiborrada de conservantes; agua que lavamos una y otra vez; cuerpos cansados por la pequeñez de los espacios, por la ausencia de desplazamientos reales, kilométricos, por la negación del placer. El verde del césped, de las enredaderas que se entretejen en una pérgola, de un árbol, de un campo de cultivo, de un campo de girasoles, del musgo o del helecho se ha convertido en la borrosa sensación de un recuerdo ya sólo latente, que se extingue en el lugar del cerebro donde debe de vivir la memoria. –El verde electrónico de la pantalla, el verde milimétrico, hexagonal, que envejece tras más de trece años hipnotizándome. El rectángulo se corresponde con el de una pista de tenis; se divide como tal, y cada uno de los rectángulos resultantes conduce a otra página, que también reproduce una pista de tenis verde electrónico, cuyos contenidos varían según te dirijas a «calendario», «historia», «resultados», «actividades» o «campeonatos». Los músculos, el sudor, el movimiento, cuando al fin, tras cuatro o cinco años de resistencia, asumí que era padre, la pelota también verde que iba de un lado para otro, que quería ser su padre, el público que aplaudía, yo entre él, sintiéndome un padre más, nervioso durante los primeros minutos, vencida la resistencia, orgulloso más tarde, levemente decepcionado a veces, casi siempre dichoso, porque era la felicidad de tener una hija lo que hizo que temporalmente superara la necesidad de las dosis de distancia, el árbitro en lo alto de su silla, las raquetas, el sol, incluso los nombres de las estrellas de aquella época, toda esa parcela de la realidad se ha reducido a una pantalla verde en forma de campo de tenis. Yo siempre cliqueo en «resultados». Porque en esa pantalla sigue estando ella. La ola global conocida como la reanimación histórica tuvo un posible origen local: Madrid, diciembre de 2014. Mariano Rajoy, entonces presidente del Gobierno de España, impulsa la Ley de la Práctica de la Memoria Histórica. Según las seis páginas publicadas en el Boletín Oficial del Estado de aquel mes, la ley obligaba a los ciudadanos españoles, en la medida de sus posibilidades, a mantener viva como ejercicio cotidiano la memoria histórica. Entre las medidas contempladas por el Gobierno se encontraba la obligatoriedad de la enseñanza, en los centros de educación secundaria, de la reanimación histórica, dentro de una nueva asignatura, Educación para la Fe y la Ciudadanía, y la disposición de un presupuesto extraordinario destinado a las asociaciones sin ánimo de lucro que crearan planes de desarrollo de la memoria histórica con el objetivo de reanimarla. Es decir: de revivirla. De ese modo, España trataba de unir dos líneas mayores de su política de centro-derecha que en realidad eran continuistas con las del gobierno anterior de centro-izquierda: por un lado, la revisión de la guerra civil y del franquismo; por el otro, la lucha contra el desempleo, que –en el marco de la crisis económica mundial– tenía en el país del sur de Europa a uno de sus principales afectados. La iniciativa de Rajoy, pues, pretendía incentivar la reconsideración de la historia contemporánea española al mismo tiempo que hacía descender la tasa del paro. Después de un año de vigencia, el modelo fue presentado por el Gobierno español al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. Para entonces, la reanimación histórica ya era internacionalmente conocida con ese nombre y ya había sido impulsada oficialmente en Francia, Alemania, Canadá y los Estados Unidos, donde la red de asociaciones que la practicaba era más que notable a principios de la segunda década del siglo XXI. Sin apoyo explícito institucional, mediante el voluntariado o la financiación a través de entidades y fundaciones privadas, la reanimación histórica se extendió por el resto del globo terráqueo cuando la resolución 1096/6 de las Naciones Unidas la convirtió en una prioridad política mundial, públicamente subvencionada, con la participación activa del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, con su Día Internacional de la Reanimación Histórica (el 7 de septiembre), con su Comisión de Control, con sus funcionarios y sus informadores. En el caso estadounidense, la politización fue tan veloz como radical. En 2009 se fundó el movimiento ultraconservador Tea Party, cuyo nombre remitía a las reuniones políticas que prepararon ideológicamente la guerra de independencia norteamericana. En pocos meses contaba con más de mil sedes o «salones de té», en referencia a los encuentros de la alta sociedad que en los siglos XVIII y XIX decidía en el ámbito privado el destino público de la nación. El 7 de febrero del año siguiente se celebró su primera Convención Nacional, cuyo objetivo fue preparar el desembarco de sus fuerzas en la Conferencia de Acción Política Conservadora el día 20 del mismo mes, la reunión anual en que se sigue discutiendo y actualizando el ideario conservador a día de hoy. En ella, el Tea Party insistió en la terminología de inspiración histórica y habló de su «fuerza contrarrevolucionaria». Su reivindicación de los valores del siglo XVIII era esencialmente puritana: como los colonos pioneros, sus miembros reconocían el poder de Dios por encima del poder del Estado, y defendían el espíritu rural de los Estados Unidos. La respuesta progresista llegó tarde, a principios de 2015, con el Urban Party, que se expandió rápidamente por las áreas metropolitanas de Nueva York, Chicago, Boston, San Francisco, Nueva Orleans y Los Ángeles, con su defensa a ultranza de los ideales de la contemporaneidad y de los logros en materia de igualdad. A Dios le opusieron el Estado. A la religión, la laicidad. A la moda de tener hijos con síndrome de Down, que los miembros del Tea Party parieron o adoptaron a imitación de su líder Sarah Palin, el Urban Party opuso el aborto, el sexo libre y bisexual, la recuperación –en fin– del espíritu de los años 60. Mientras se multiplicaban las falsas comunidades amish en las zonas rurales, en los parques centrales de las grandes ciudades estadounidenses regresaban los conciertos, la mariguana y las orgías. A finales de 2015 Stephanie Meyer fundó la Red Europea de Asociaciones para la Reanimación Histórica tras haber estudiado los casos locales de España y los Estados Unidos. «En ese momento», según relata en el asilo Arco Iris de la Tercera Edad, a las afueras de Luxemburgo, «existía una importante actividad de vivificación histórica en toda la Unión Europea, pero su alcance era exclusivamente local; aunque tuvieran lugar congresos académicos de estudio del fenómeno, en los que participaban expertos procedentes de varios países, y encuentros internacionales de intercambio de experiencias entre practicantes, y aunque la comunicación entre regiones diversas fuera fluida a través de internet, lo cierto es que la reanimación se limitaba a las regiones metropolitanas y a las provinciales, raramente alcanzaba el ámbito estatal y nunca rebasaba sus fronteras.» Le pido ejemplos: en 2015 existían 675 asociaciones en Europa que trabajaban sobre la Segunda Guerra Mundial. Desde redes nacionales de rutas históricas hasta asociaciones locales de hijos de ex combatientes que se habían reactivado gracias a subvenciones oficiales invertidas en comprar uniformes, desoxidar fusiles y financiar viajes de una semana o de diez días a los bosques o las colinas donde, en su día, sus padres protagonizaron escaramuzas o retiradas, en la Selva Negra, los Cárpatos, Normandía o La Toscana. Cuando un grupo de quince o veinte antiguos soldados alemanes o franceses, una vez ya visitadas las zonas de los países en que habían combatido, decidían viajar al extranjero, siempre lo hacían sin establecer contacto con asociaciones locales. Pedían permiso a las autoridades para disfrazarse y simular una operación; la ejecutaban; y regresaban a casa. Lo que Stephanie Meyer consiguió, gracias al apoyo de Naciones Unidas, fue crear una red profesional de asociaciones, con una potente plataforma on-line que permitía el intercambio constante de información y la generación permanente de vínculos en el conjunto de la Unión Europea: «A partir del 1 de enero de 2016, L’Association 1939, que contaba con ochenta y tres afiliados en Lyon y que había reconstruido sobre todo batallas en el sur de Francia, entró en contacto con el club Die Zweite Generation de Baviera, con casi dos mil quinientos miembros; organizaron conjuntamente un encuentro en Múnich, al que invitaron a la Association Franc-tireurs et Partisans, a la Old Soldiers Union de Londres y a una docena de pequeños grupos de practicantes de toda Europa Central, para representar combates, para revivirlos, y para hablar cara a cara de lo que significó para ellos y sus padres la Segunda Guerra Mundial». La emergencia de asociaciones para la reanimación histórica, por supuesto, no se reducía al ámbito bélico. Uno de los movimientos más importantes de la segunda década del presente siglo fue, en el otro extremo del espectro, el de la recuperación de artesanado. En la Exposición Universal de Artesanía, celebrada en París en 2015, tuvo lugar una demostración simultánea de setecientos doce oficios artesanales de todo el mundo que se consideraban extinguidos a finales del siglo XX. El coleccionismo de antigüedades también vivió un momento de esplendor, gracias a su democratización: por primera vez desde su nacimiento, debido al interés colectivo que desempolvó, catalogó y puso en circulación todo tipo de objetos antiguos, el mercado dejó de estar destinado a una elite y los precios experimentaron un descenso que provocó compras masivas y grandes beneficios, una buena noticia global según los más insignes economistas de la Era de la Crisis. Incluso objetos de los años 70, 80 y 90 que hasta entonces raramente habían sido motivo de colección se convirtieron en ambicionados tesoros (se popularizaron, por ejemplo, las colecciones de casetes, de vajillas de Ikea, de relojes Swatch y de mandos a distancia). En la moda, se impusieron lo retro, lo anacrónico, lo vintage, lo siglo XX. Pero no sólo el ámbito de lo real fue objeto de arqueología y vivificación: también en el ámbito de la ficción se llevaron a cabo operaciones similares. Se multiplicaron las páginas web en que se resucitaban personajes muertos en sus obras literarias y cinematográficas respectivas, como si fuera necesario rectificar antiguos errores cometidos por nuestros antepasados. Lo mismo se puede decir sobre las lenguas: proliferaron internacionalmente –como en los años noventa lo hicieron las escuelas de tango o de flamenco por razones en el fondo afines–, las academias de lenguas muertas y minoritarias, desde el indoeuropeo, el griego antiguo, el dálmata o el copto hasta el puelche, el galés, el maorí y el euskera, de modo que a día de hoy se habla con total normalidad de lenguas resucitadas, de lenguas, que si bien no son ni serán mayoritarias, sí son habladas por una comunidad cuyo número de miembros duplica o triplica el de hace veinte años. Para Stephanie Meyer se trata de «facetas de un mismo poliedro, de un mismo fenómeno: la cultura del rescate, como si la humanidad hubiera sentido que parte de su patrimonio simbólico había sido secuestrado por el olvido y se hubiera impuesto a sí misma el deber de rescatarlo; una vez llevada a cabo la operación de rescate, nos hemos acostumbrado a convivir con todo eso que habíamos perdido sin darnos cuenta y somos nosotros, sus simbólicos secuestradores, los que experimentamos el síndrome de Estocolmo». Los artículos de lujo (el chocolate, el alcohol, la fruta en conserva, el desodorante, las especies, el atún, el suavizante, los forros) se han agotado o han caducado y se han podrido. Mientras van menguando los productos básicos (el arroz, la harina, la pasta, el aceite, la salsa de tomate, la sal), el material sanitario permanece. En todos estos años no hemos utilizado o gastado más que una décima parte de los antibióticos, vendas, calmantes, analgésicos, jeringuillas, tijeras, laxantes, pastillas, ansiolíticos, termómetros, antitérmicos, cremas, pomadas, sueros, morfina, supositorios, desparasitadores, rollos de esparadrapo, formol, probetas, tiritas o curitas, tobilleras, desinfectantes, jarabes o bisturíes que atesoramos en los armarios y estanterías de nuestro pequeño dispensario, alrededor de la camilla que tan pocas veces hemos necesitado. Cuando Anthony se decida a atacarnos, porque lo acabará haciendo, debe de haber acumulado muchísimo rencor contra nosotros, sus loqueros, sus carceleros, y si consiguió levantar él solo los cien kilos de uno de los dos paneles de su celda, encontrará también la forma de empujar desde abajo alguna de las losas que nos protegen del sótano para salir de su tumba voluntaria y abalanzarse sobre alguno de nosotros, el primero que encuentre, y golpearlo; cuando eso ocurra, tendremos todo lo necesario para curar las heridas de la víctima, que nadie se preocupe por ello. Como repite una y otra vez Chang, nuestro líder, en inglés: don’t panic, que no cunda el pánico. –No paniqueemos. La red de búnkeres que Mao mandó construir durante la Revolución Cultural por si la ciudad era atacada con armas de destrucción masiva (también esas palabras son mías, son nuestras), fue parcelada por el Gobierno de Gan Jin Tsu. Varios centenares de túneles y cámaras acorazadas fueron divididos en miles de búnkeres, pero sólo algunas decenas de ellos acabarían convirtiéndose en museos. Todos poseen un dispensario y un almacén de provisiones, porque la razón de ser de todo búnker es la resistencia. La capacidad de resistencia se mide según los días en que se puede renunciar al exterior, para bien y para mal. La autarquía. Hipnótico prefijo «auto»: la soledad del automotor y de la autopsia y de la autocaravana y de la autopista, la extrañeza del autocine, el piloto automático. El auto judicial, dramático, de fe, el documento. La autonomía de toda ley. Que el pozo, el zulo, la caverna, la gruta, el sótano, el refugio antinuclear devengan úteros autosuficientes a largo plazo, sin necesidad de cordón umbilical. Algo de esa mentalidad quedó en estos búnkeres cuando comenzaron a ser habilitados como museos para el turismo. El instrumental de los dispensarios fue limpiado para su exhibición y en los armarios cerrados se dejaron los medicamentos que no habían caducado y el material sanitario que jamás había sido utilizado. Cuando a finales de la segunda década de nuestro siglo el Gobierno chino decidió que los búnkeres, al margen de su función museística, debían ser rehabilitados como búnkeres reales, los armarios fueron actualizados. También lo fue el almacén. Si llegaba la Tercera Guerra Mundial, un grupo de seres humanos tendría que poder vivir aquí durante al menos treinta años. Velas, cerillas, material de oficina y clínico, mantas, jabón, dentífrico, toallas, trapos, cubiertos, vajilla, sartenes y ollas, herramientas, compresas, comida, agua, condones, linternas, máscaras de gas, mangueras, extintores, taladros, gatos hidráulicos, bombillas teñidas de color amarillo para treinta años. Efectivamente: estalló la Tercera Guerra Mundial. Según nuestros cálculos, tras el encierro disponíamos de reservas para cerca de cuatro décadas. A veces sueño con que somos capaces de derribar las densas capas de hormigón armado que clausuran las conexiones de nuestro búnker con los pasadizos que lo comunican con el resto del sistema, y caminamos durante horas, y encontramos decenas de dispensarios como el nuestro, abandonados, repletos de material sanitario, pero ningún almacén de alimentos y, sobre todo, a ningún ser humano. Fue un tema de conversación frecuente durante los primeros años: ¿cuántas comunidades como la nuestra habrá solamente en los búnkeres pequineses parecidos a éste? Según Chang, al menos existían doce instalaciones de características similares en el momento de las explosiones; pero es difícilmente reproducible el sinfín de azares que hizo que el nuestro no fuera destruido y que no hubiera en él ninguna grieta por donde pudiera penetrar la radioactividad. Según parece, no había tumores malignos en nuestros cuerpos hace trece años y el cáncer no ha podido entrar aquí en todo ese tiempo. Cada vez que alguien se aprovisiona en el dispensario, debe rellenar un impreso y dejarlo en el buzón. Por las noches, Carl recoge esos impresos junto con los del almacén y los de la cocina y registra lo que hemos consumido. De ese registro depende nuestra supervivencia a largo plazo. No: no fantasees sobre la amenaza que supone Anthony al otro lado de nuestras huellas en el espejo opaco. –En el almacén, gatos hidráulicos. La supervivencia física, por supuesto; porque la supervivencia psíquica, el mantenimiento de nuestra cordura individual, ha dejado de ser un asunto colectivo. Las clases particulares que algunos de nosotros le damos a Thei y la formación continua que recibe de Carl, la partida de ajedrez que disputan semanalmente Chang y Xabier, y la tarde mensual que Kaury y Ulrike dedican a coser (durante algunos años se les unió Carmela, antes del infarto que se la llevó al otro lado) son las únicas actividades voluntarias que implican a más de un miembro de la comunidad. Lo demás es soledad. La meditación de Gustav, las traducciones bíblicas de Esther, las doscientas flexiones diarias de Carl o mi dedicación al Diccionario son algunas de las estrategias que ensayamos para no enloquecer. Electrizante palabra: contiene en acto o en potencia al loco, a la locura y al loquero; el prefijo «en» la convierte en acción, en verbo, porque el proceso es imparable y casi siempre irreversible y el sujeto es el objeto de sí mismo. El Diccionario era para mí, hasta hace exactamente trece años y un mes, una página web. Yo aprendí a leer con libros y el Libro que siempre estaba al lado de los demás, como la memoria ordenada, jerárquica, del lenguaje –o, al menos, de mi lengua–, era el Diccionario, un artefacto que siempre me fascinó porque en él se condensaba la totalidad, un sistema completo tal como lo definíamos en un momento histórico determinado, pero al que yo acudía sólo como lector a tiempo parcial, como coleccionista de fragmentos. Era un mural gigantesco pero finito; y no obstante yo, en vez de retroceder unos pasos y lograr la perspectiva necesaria para leerlo de izquierda a derecha, de principio a fin, durante años me conformé con observar los detalles, con acercar la lupa a una u otra figura, a manchas de color, a líneas rectas o curvas o espirales, a retazos de forma, a iconos aislados del conjunto. No: la lectura no es cuestión de perspectiva, es cuestión de rigor, de tiempo mecánicamente empleado, de concentración necesaria, porque la dispersión es el primer síntoma de toda crisis. Hasta los dieciocho años, cuando de manera progresiva empecé a utilizar la Página Web en detrimento de la consulta del Libro, mis dedos sabían que cuando la mirada espigaba una palabra –su género, su etimología, su definición–, ésta se encontraba en un punto definido de la cartografía del volumen, en un orden que no sólo era alfabético, sino también físico, porque la numeración de la página, porque el lugar de la página en que se representaba el lenguaje que a su vez representaba la palabra –su género, su etimología, su definición–, porque el número de páginas que precedían o que sucedían a la página en que se encontraba la palabra –su género, su etimología, su definición–, quedaban registrados en la intuición de los dedos, que pasaban las páginas o, al contrario que en la lectura de un poemario o de una novela, donde no tiene por qué existir el retroceso, volvían atrás, una o varias veces en cada búsqueda, porque casi siempre una palabra conduce a otra. Y escribo ahora en presente, me doy cuenta, y el cambio de tiempo requiere una explicación –que nadie me ha pedido, que nunca nadie me pedirá porque mi único interlocutor es la nada, nadie–. –Que el lenguaje no se descontrole. Durante quince años mi relación con el Diccionario fue a través de la Página Web: yo leía un libro cualquiera, o un documento en la pantalla, o escribía un informe, y consultaba las palabras cuyo significado no conocía o cuya polisemia no dominaba o sobre cuya definición o etimología albergaba dudas (raramente dudamos sobre el género, aunque sin duda sea la clave de todo). En la Página Web el Diccionario no tenía grosor; disimulaba su jerarquía; se revelaba instantáneo; subrayaba en azul los vínculos que cada palabra, que todas las palabras poseen en su grafía. De algún modo, entiendo ahora que durante tres décadas mi relación con el Diccionario tuvo un intermediario que podría ser calificado de siniestro sino fuera porque su superficialidad es sinónimo de inocencia o, peor aún, de horizonte. Sí: durante quince años perdí mi relación directa, sin ambages, íntima, erótica, desnuda, pornográfica, con el lenguaje, con mi lengua, porque la Red igualó la búsqueda de palabras en el Diccionario con la búsqueda de palabras en cualquier otro lugar, incluso con la búsqueda de imágenes, quietas o en movimiento, y de sonidos, monólogos, musicales o dialogados. Sin embargo, el Diccionario en su forma de Libro continuaba allí, en el lugar borroso en que la realidad sigue acumulando modelos de lo que se representa en la pantalla. Y estalló la Guerra. Y se colapsó la Red. Y acabaron, de repente, la mayoría de las conversaciones. Y la monotonía invadió los monitores, que hasta entonces habían sido continuas explosiones de diversidad. Y todo fue arrasado por la luz amarilla. Y yo, casualmente, porque las casualidades –al contrario que el destino– sí existen, en la habitación del último hotel en que me alojé, en Buenos Aires, antes de subirme al avión que me trajo a Pequín, encontré en la mesita de noche una Biblia y un diccionario, ignoré la Biblia pero no el diccionario, porque estaba llamado (no destinado) a convertirse en el Diccionario. Metí en la maleta aquel volumen de papel, grueso, jerárquico, que empecé a leer, desde la primera palabra –género, etimología, definición–, «a», el mismo día en que se cerraron las compuertas del búnker y dije adiós para siempre al aire libre y al sol y a la libertad restringida que era mi vida, que eran todas nuestras vidas, en la cercanía y en la distancia. Hoy se cumplen ciento cincuenta y siete meses de encierro. Y unos cuarenta años desde que Sally me regaló mi primer diccionario español-inglés, inglés-español. Y treinta y ocho desde que decidí reanimar en mí mismo, en los rincones de mi cerebro, los idiomas de mis padres, de mis abuelos, de mis antepasados. Y treinta y cinco desde que abandoné mis estudios de filología románica en Salamanca porque no soportaba la ausencia de Laura y malvendí en una librería de viejo mis diccionarios de italiano, catalán, francés y portugués. Y veinte años exactos del día en que le regalé a Gina un diccionario ilustrado y le traté de explicar la importancia de ordenar, de controlar las palabras, para que no se te desborde la vida. Me miró con sus seis añitos y con sus manos tan pequeñas, cogió el libro: «lo leeré cuando no estés». Me fui al día siguiente. Cinco meses de ausencia. Cuando regresé, el diccionario estaba en el cajón de los juguetes viejos. Cuál será la talla de Mario. Debe de ser una M o, como máximo, una L, porque su cuerpo no puede ser demasiado consistente, no puede ser uno de esos cuerpos que dejan moldes vacuos a su paso por una playa, cuya presencia se hace evidente, incluso llamativa, cuando penetran en un espacio cualquiera. No, el suyo debe de ser uno de esos cuerpos discretos, que dejan un rastro mínimo. Las huellas, cuyo perfil también es negro, sólo tienen sentido si se convierten en palabras. Le he preguntado, una vez más, su talla; pero él me ha hablado de su infancia. Nació en el hospital público de Pilsen, un barrio de Chicago, de madre estadounidense hija de mexicanos y padre estadounidense hijo de español y neoyorquina. Si los negros de los Estados Unidos son afroamericanos, aunque sus familias lleven allí dos siglos, supongo que mis padres eran hispanoamericanos, me ha escrito, pero nunca me hablaron en español, entre ellos sí lo hacían, pero a mí se dirigieron siempre en inglés, recuerdo que a los dieciséis un día llegué fumado a casa, de madrugada, y mi padre me esperaba despierto, y empezamos a discutir y lo hicimos en español, media hora, cuarenta minutos de argumentos absurdos y de palabras subidas de tono, hasta que nos dimos cuenta del idioma que utilizábamos y nos invadió una vergüenza pesadísima, como una masa de cemento allí, en medio del salón, una tonelada de informe y gris cemento, tan insoportable que cada cual se fue a su habitación sin añadir ni media palabra y jamás hablamos de aquello… Es la segunda vez que se lo cuento a alguien… Fui a una escuela pública de mayoría latina. Latino, me ha escrito, es una palabra extraña, significa en realidad sudamericano, sobre todo dominicano, mexicano, puertorriqueño, cubano, pero yo soy estadounidense, hijo de estadounidenses, aunque mis abuelos maternos fueran de Sinaloa y mi abuelo paterno español, Álvarez era su apellido, de una pequeña ciudad llamada Gijón, una ciudad con playa, pero sin luz, una ciudad de una tristeza remota, prehistórica, ha proseguido, sin acentos, de modo que soy un cuarto de español, un cuarto norteamericano y dos cuartas partes mexicano, pero tengo la piel oscura, el pelo negro, los ojos castaños, me llamo Mario, me llamo Alvares, de modo que soy latino y como tal era percibido por mis compañeros del colegio, por mis compañeros latinos y por mis compañeros no latinos, supongo que eso ha sido lo que más me ha marcado, Marcelo, bueno, no exactamente ser latino, sino tomar conciencia de que lo era, eso y mi viaje al Mar Rojo, los dos hechos más importantes de mi vida. No le he contado que, hasta la adolescencia, a menudo me situaba ante el espejo del cuarto de baño del departamentito de mis padres, y me repetía, mirándome muy fijamente a los ojos, «Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce, Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce, Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce», hasta que, a copia de repetición, mis apellidos se convertían en palabras y las palabras en letras y las letras en sonido y el sonido en eco y perdían su sentido. Pero sí le he contado cómo yo, en el barrio de Once de Buenos Aires, pese a mi sangre croata, napolitana, española y judía, pese a que mi católica madre pronunciaba Marcello a la italiana, como su adorado Mastroianni, pese a aquellos oscuros parientes que de vez en cuando aparecían por casa y cuchicheaban con mi padre en yiddish, pese a que iba al Colegio Español y no al Nacional, como la mayoría de mis amigos, sólo me sentía y era visto como argentino. Mejor dicho: le he contado que durante toda mi vida he estado convencido de eso, he creído en eso, y que mientras charlábamos me daba cuenta de que nunca sabré el grado de realidad de esa certeza que me ha acompañado durante más de medio siglo, como la palabra «sombra». No le he contado cómo toda mi vida adulta ha consistido en borrar el rastro de mi argentinidad, como si secretamente aspirara a ser croata y tano y judío y español y francés y mexicano y gringo, cualquier cosa, con desprecio, me daba igual, todo y nada, cualquier cosa, de cualquier patria difuminada, como mi acento difuso, como mi inglés que no pertenece a ningún sitio, como mi castellano o mi español, que es tan argentino como apátrida. No le he contado nada de eso, tal vez porque nunca fue un proyecto consciente, sino una necesidad, la necesidad de huir no sólo por fuera sino también por dentro, no sólo añadiendo millas a mis tarjetas de fidelidad aérea, sino también sumando mutaciones internas, gama de grises y de negros al reverso de mi piel. Sin pretenderlo, recuperé en mis pies y en mi boca la herencia de todos mis antepasados, sus acentos, sus aventuras y desventuras, sus migraciones, sus voces. Para convertirme en ellos tuve que renunciar a mí. Para que sus palabras fueran las mías, tuve que vaciarme paulatinamente de mi propio lenguaje. Al final del camino ni soy argentino ni soy nada: esa anulación siempre la percibí como un triunfo, pero ahora la luz amarilla me hace dudar ante alguno de los tres espejos de mi cerebro. Me he limitado a leer sus divagaciones sobre el Chicago de los años ochenta y noventa, sobre las bandas de negros y de mexicanos, sobre la agonía y la muerte de su abuelo Mario Álvarez, a quien todos llamaban Mario Alvares, de quien heredó una caja llena de cartas, documentos de guerra y medallas sin brillo, color óxido, sobre el accidente de tráfico (un camión de dieciocho ruedas arrolló el Ford Capri) que lo dejó huérfano a los diecinueve años. Los padres de Laura fallecieron en la ruta 40, camino de la Cueva de las Manos, cuando ella aún no había cumplido los veinte. El coche fue encontrado en el fondo de un barranco. Los míos, de cáncer de páncreas y de mama, cuando Laura estaba embarazada de Gina y yo, a punto de mudarme a Ginebra. En tres meses, la niña perdió la posibilidad de conocer a alguno de sus abuelos. Todo ese dolor lo recuperé y lo digerí mucho después, me ha confesado, hacia 2015, un poco tarde, ya lo sé, me abrí un perfil en Mypain, le dije a George que elegía a Naphta, el personaje de la novela de Thomas Mann, porque quería investigar en primera persona cómo pensaba un reaccionario radical, recuerdo que él se indignó, recordándome que nosotros siempre habíamos cuestionado ese tipo de uso del arte, pero Mypain no era arte, era una consecuencia necesaria del arte, y fue muy interesante encarnar a Naphta, mucho, pero por algo que George nunca supo, y ahora, como siempre, es demasiado tarde... ¿A qué te refieres? A que elegí a Naphta porque se suicida. Yo necesitaba saber qué es un suicidio, qué tipo de cambios, de decisiones internas implica suicidarte, o al menos aproximarme lo más posible a ese conocimiento, porque a los diecinueve, la noche del entierro, tuve una soga en la mano, una gruesa cuerda de cuatro metros y medio, una soga parecida a la que usó David Foster Wallace, una soga durante horas en mis manos. Cuántas veces releí el momento del disparo, cuando le grita cobarde a Settembrini y se pega un tiro en la sien. Es un milagro que la página de Mypain siga funcionando… Sí. Supongo que tú también tenías un perfil. Claro, ¿quién no se abrió un perfil en Mypain? Si no estabas en esa red, no existías. ¿Tú a quién elegiste? Se ha cortado la comunicación. Ni el tacto del Diccionario, que me acostumbra a contagiar consuelo (la vibración que hay en el blanco del papel, rodeada del negro de la tinta, se desprende progresivamente de la superficie vegetal, para independizarse, para elevarse, y entonces resigue, circularmente, mis huellas dactilares, sube por las falanges, se entretiene en los nudillos, se desliza por alguno de los muchos huesos que sostienen la mano, asciende por el brazo erizando el vello a su paso, bajo la lana gris hasta llegar al codo, al hombro, al cuello, al rostro, con un masaje de nuevo circular, para tranquilizarme y permitir mi sueño), ni siquiera el tacto del Diccionario ha logrado que mantuviera los ojos cerrados esta noche, que dejara de dar vueltas en el catre durante horas, hasta marearme, porque el miedo a que el Diccionario haya perdido su poder sobre mí me obligaba a pensar más intensamente en la posibilidad de que el Diccionario hubiera perdido el poder sobre mí, mi desamparo, mi extravío, mi soledad suprema, si eso ocurriera, se convertían en desamparo, extravío, soledad real, como si ya hubiera ocurrido. La angustia se estaba volviendo tan angustiante (cada palabra se duplicaba en mi interior, como un clon perverso) que he decidido romper la racha de seis noches de sueño ininterrumpido y me he levantado. Para huir del crujido del insecto, del ruido ínfimo y persistente, que amenazaba con regresar a mis tímpanos, me he metido en el vestuario. El espejo macilento me ha devuelto un rostro arrugado, en que cada arruga remitía a un estrato de mi agotamiento. Nos unimos a ciertas personas y nos separamos de ellas. Ganamos y perdemos, al ritmo que impone la vida, amantes, parejas, amigos, compañeros de escuela y de trabajo y de viaje, vecinos, hijos, hijas, padres, madres, abuelos y abuelas, familia. Tengo ya orejas de viejo. Nos sobreponemos a cada pérdida, porque el duelo es el mecanismo humano de la supervivencia. Grandes lóbulos caídos. Pero cada proceso de duelo deja en tu cara una arruga, en tu corazón una cicatriz o un soplo, en tus pulmones unos centilitros menos de aire, en el reverso de tu piel un dolor apagado que en cualquier momento puede volver a ser fuego. Los pelos, rizados, asoman de mis orejas de viejo. No había cumplido aún cuarenta años cuando, tras hablar por teléfono con Gina sobre su primera visita al zoo –estaba fascinada con los flamencos–, me senté en el sofá de mi hotel de Frankfurt y sentí en el pecho que me faltaba el aire, y pensé que no sabía el teléfono de urgencias, que no tenía el móvil en el bolsillo, que no podría levantarme hasta el teléfono de la mesita de luz, que todos los hospitales estaban demasiado lejos, y sentí que no había peso en mis piernas, y pensé que me iba a morir. Esas ojeras me lo recuerdan desde entonces. Dos horas más tarde estaba en el bar de la azotea, invitando a un manhattan a una gallega muy pálida de labios muy rojos, en su primer viaje de negocios. También en Shangai y París y La Paz puedo evocar cada segundo de cada uno de los tres ataques: la amenaza de una extinción inminente. Por eso las ojeras tienen tres niveles de eco, finísimos surcos que se expanden cuando miro fijamente como ahora. El día que cerramos las compuertas, el quinto ataque de ansiedad (experimentar la presión física en el esternón, ahogarse, intoxicarse de certezas absurdas, estar al borde de la muerte mental) duró toda la noche. Volvió a repetirse, con igual intensidad, la primera vez que cogimos Carmela y yo, porque una vez en la cama me convencí de que Laura jamás me lo perdonaría y la culpa era sólida como una mortaja e igual de irrefutable; pero en aquella nueva ocasión me decidí a levantarme y a compartir mi angustia con Xabier y nos pasamos la noche bebiendo vodka, a escondidas, sentados sobre los cojines de la sala de meditación y de descanso, al calor de una vela. Arrugas arbóreas que surgen de las comisuras de los labios y crecen por los pómulos y se pierden en las curvas del cuello. Aquí comencé a perder el pelo. Ni siquiera tuvo tiempo de encanecerse. Por la mañana, la almohada era un cementerio. Aquí mi pulso empezó a temblar de vez en cuando, sin que pareciera responsable de ello ninguna situación concreta. Y a los sesenta, de pronto, también perdí el control de las palabras. Alrededor de la garganta, la flacidez patética de la piel del cuello. Me lavo enérgicamente la cara, para que el agua fría arranque de mis facciones las ruinas zigzagueantes de mi pasado. La toalla huele a moho. Trato de recordar el olor del suavizante, en vano. Trato de recordar cómo era la luz blanca, halógena, natural o solar, sin éxito. Al salir, oigo un rumor proveniente del refectorio. La puerta está abierta y, al fondo, dos figuras se inclinan sobre una de las mesas. Me sobresalto al ver a Anthony y a Chang, frente a frente, sin hablarse, con las manos entrelazadas, como si rezaran. Nuestro enemigo y nuestro líder emitiendo un zumbido casi inaudible, rezando por nuestra salvación o por nuestra penitencia o por nuestra transfixión o por nuestro inclemente castigo o por nuestra crucifixión final, llevada a cabo por los que dejamos en el exterior. La alianza del búnker con el sótano para que nos extermine el afuera. Doy dos, tres pasos. La luz amarilla ilumina las siluetas: los codos de ambas están apoyados sobre la superficie metálica; son separadas por un tablero de ajedrez donde ya no quedan demasiadas piezas. Me acerco, sin ruido, hasta el umbral. Un rey y una torre negros contra un rey y cinco peones blancos. El bando negro tiene las de ganar; pero los peones blancos configuran dos islas, muy avanzadas, que en un descuido podrían llegar a imponer una reina. Debe de ser viernes por la noche: la partida semanal de Xabier y Chang. Tengo que desterrar a Anthony de mis pensamientos: se ha exiliado para olvidarse de nosotros, no para convertirse en una amenaza. Mata al insecto ínfimo que anida en tus oídos. No volveremos a verlo. –Jaque. Vuelvo a mi catre antes de que adviertan mi presencia. Ignoro por completo la ciencia de los finales. Seguro que se encuentra en algún manual el modo de resolver esa posición: la pregunta es si alguno de los adversarios lo habrá estudiado, lo conocerá, se acordará del camino que hay que seguir para derrotar al otro, para eliminar a todos sus peones o para que uno de ellos, una vez sacrificada la mayoría, alcance la octava casilla, el altar de la metamorfosis. De no ser así, prevalecerá, como siempre, la sabia mezcla de la intuición y el sentido común. Yo siempre apostaba, con agresividad, por la apertura y, rabiosamente, por el medio juego. Sin enrocarme. Atacando. Más entregado a la táctica que a la estrategia, al impulso que a la paciencia. Sacrificando. Prefería rendirme a entrar en el lento y pantanoso final. Los finales siempre me han parecido ajenos, esos duelos apocalípticos en que se baten otros, nunca yo. Aunque lo cierto es que me desmiente mi propio cuerpo, finiquitado casi por completo. El crujido biológico, la víctima que se retuerce en la telaraña: regresa el ruido ínfimo en el mismo momento en que me agacho para tumbarme en mi catre. El gato hidráulico. Es el fuelle de un gato hidráulico. Anthony se ha hecho con una de nuestras herramientas y está buscando el lugar adecuado para impulsar desde abajo una de las placas que nos separan del subsuelo. La levantará. La convertirá en puerta. Y entrará en nosotros, para atacarnos desde dentro. Según Susan Taylor Boyle la reanimación histórica ha existido siempre, pero hasta principios del siglo XXI se reducía a la especialización asociativa. Así, los clubes de ajedrez conservaban la memoria no sólo de la práctica de ese juego o deporte, sino también la tradición de algunas partidas, técnicas, personajes ilustres, motivaciones, que se renovaban, que se reactualizaban, cada vez que un maestro se reunía con un discípulo, cada vez que tenía lugar una partida, una victoria con su derrota, un empate o una rendición. Lo mismo se podría decir de las asociaciones filatélicas, de colombofilia, astronómicas, de senderismo, numismáticas, históricas; de las universidades, academias y tertulias; de los clubes de boxeo, de fútbol o de atletismo; etc. Cada institución se encarga de conservar una parcela minúscula, una cápsula de la tradición concreta de un arte o de una afición o de una cultura. Susan Taylor Boyle pone un ejemplo. El ejemplo de un pequeño local del barrio neoyorquino de Tribeca, en el sur de Manhattan. «Hace ciento treinta y un años», dice, «que en la Little Chess Society se reúnen jugadores de edades y aptitudes diversas, sobre todo para jugar partidas rápidas, partidas de no más de diez minutos, cinco por contendiente, aunque también se disputen batallas más largas, enfrentamientos de largo aliento, de horas o de días, pero sobre todo se estilan las partidas rápidas, insisto, porque permiten charlar entre partida y partida, tomar un café, leer el diario, comentar las últimas noticias del mundo y del barrio y de los vecinos. Hablar, al fin y al cabo, pues es para eso que se reúnen los hombres. Quizá el hombre que más ha destacado de todos los que han frecuentado la Little Chess Society durante más de un siglo sea Morgan Go, un afroamericano que comenzó a jugar al ajedrez a los siete años y medio y no faltó a su cita diaria en el local de Tribeca hasta que murió de una insuficiencia cardiaca a los ochenta y ocho. Bien, eso no es del todo exacto», matiza Susan Taylor Boyle: «durante toda su vida estuvo enfermo cincuenta y tres días, durante los cuales no fue al club. Y también faltó durante los doce días que duró su viaje de 1989 al estado de Alabama. Pero eso», dice, «forma parte de la historia. Y la historia cuenta que Morgan Go, que siempre parpadeaba con insistencia cuando su rival se equivocaba, que siempre escogía uno solo de sus cabellos, sólo uno, y lo arrancaba cuando consideraba que había acabado la apertura, que siempre se acariciaba la barbilla antes de ejecutar el jaque mate, que siempre soltaba una carcajada cuando alguno de sus amigos leía el chiste del New Yorker o la tira cómica de Snoopy en The New York Times, también estaba en el local el día en que entró el más ilustre visitante con que jamás contó la Little Chess Society». La visita fue fugaz; pero pervive. Estamos a finales de junio de 1972. El campeonato del mundo va a comenzar en pocos días. Se abre la puerta. Confusión durante unos segundos: finalmente, no hay duda de que es Bobby Fisher. Ni más ni menos que Bobby Fisher. Parece agotado. Llevo seis días sin dormir, dice, nunca he pedido ayuda, pero ahora tengo que hacerlo, dice, necesito que un grupo de compatriotas me ayude con esto, dice. Se sienta. Dispone las piezas. Es célebre su misantropía, su temperamento desquiciado, su rechazo de un equipo de asesores. Pero allí está: pidiendo ayuda. Era un momento insólito. Histórico. Los trece parroquianos, con Morgan Go entre ellos, se dispusieron alrededor del tablero. Fisher movió las piezas hasta llegar a la variante que le interesaba. Pidió opinión. Escuchó. Refutó. Pasaron tres horas y media de piezas que avanzaban y que retrocedían por el tablero. ¿Bastará con esto para vencer al ruso?, repetía. Ellos decían que no, pero que ayudaría. Que aquello era una escaramuza saldada con cierto éxito; suficiente para ganar una batalla. Y ganar batallas, dijo Morgan Go, que acababa de cumplir sesenta y un años y ya era el líder tácito de la Little Chess Society, es la única forma de ganar la guerra. Susan Taylor Boyle no disimula su emoción: sus pupilas están muy dilatadas, se ha agitado su respiración. Prosigue. Bobby Fisher les dio las gracias. Sus ojeras no eran humanas. Les dijo que había ido hasta allí porque necesitaba compartir aquella pequeña parte de su estrategia con alguien. Y les volvió a dar las gracias. Y se fue. Entonces se dieron cuenta de que lo que acababa de ocurrir no había sido una conversación. Que había sido un monólogo. Ninguna de las variantes propuestas por los socios del club de ajedrez había sido aceptada; pero no importaba. No importaba –estaban convencidos de ello– porque había sido un monólogo necesario. El campeonato del mundo fue estremecedor y demencial. Fisher era el sueño americano enfrentándose a los treinta y cinco asesores de Spassky. El individuo contra la masa. La remota Reykiavik. Los inexplicables errores defensivos de la primera partida. La negativa a jugar la segunda. Las tablas de la cuarta. La memorable sexta partida, la mejor de la competición: el maestro ruso se unió al aplauso del público. Las sucesivas tablas. Veintiuna partidas. Durante dos meses no se disputó ni una sola partida en la Little Chess Society: las horas se fueron consumiendo en la contemplación del televisor en blanco y negro y en la reconstrucción y el análisis de las partidas de Fisher y Spassky en los tableros. Ganó el americano y dejó el ajedrez. Sin necesidad de discutirlo, Morgan Go fue nombrado tácitamente el encargado de transmitir la anécdota a los socios que, desafortunadamente, no se encontraban en el local el día de la visita, y a los invitados y curiosos que entraban y salían constantemente del local, muchos de ellos turistas de paseo por el bajo Manhattan. Pasaron los años y murieron algunos de los que estaban en el club el día de la visita y otros se mudaron o enfermaron o dejaron el ajedrez y Morgan Go se convirtió en el único que recordaba y que por tanto podía narrar. Entró un día un turista de aspecto distante, londinense, que el azar quiso emparejar con Morgan Go y a quien éste, tras vencer con una variante similar a la que aprendió de Bobby Fisher, le contó la visita. La respuesta del turista, lejos del asombro y la admiración que Go acostumbraba a recabar, fue escéptica. Dudó. Y se fue después de haber sembrado esa duda. A partir de aquel día, los jóvenes de la Little Chess Society comenzaron también a dudar. Al cabo de un mes y medio de la visita del turista, ante una ceja incrédula que se levantó en el rostro de un adolescente que hasta entonces jamás había puesto en entredicho ninguno de los consejos ni de las enseñanzas ni de las anécdotas de Morgan Go, el anciano de ochenta y un años arrugó el ceño y se marchó compungido. Pasó varios días en cama, aquejado de dolores indefinidos. Fue entonces cuando decidió viajar al estado de Alabama. Tomó el primer avión de su vida. Se alojó en un hostal del pequeño pueblo de Foley. Y durante los siete días en que mantuvo el ánimo necesario, paseó por el pueblo, preguntó por el pueblo, trató de descubrir entre los quicios de las ventanas, en las sombras de los jardines, en las mesas de los cafés, en las placas de los buzones, en las miradas de los hombres alguna pista que le condujera a Bobby Fisher, quien treinta años antes había mencionado el nombre de aquel pueblo entre el aluvión de datos técnicos ajedrecísticos que preparaban la final del campeonato del mundo. Morgan Go no encontró a Bobby Fisher en Foley, Alabama. Regresó con muchas menos palabras en la garganta. Jamás volvió a hablar de la visita de 1972. Redujo paulatinamente las horas diarias que pasaba en la Little Chess Society. En los meses que precedieron a su muerte, que le llegó mientras dormía, sus visitas no pasaban de la hora y media, ocho o nueve menos que cuando tenía veinte años y su vida era el club de ajedrez del barrio de Tribeca. Sumido en una tristeza poco perceptiva, murió sin darse cuenta de que durante sus últimos años de vida se habían impuesto en el club algunas costumbres, algunos gestos: que siempre había quien parpadeaba con insistencia cuando su rival se equivocaba, quien escogía uno solo de sus cabellos, solamente uno, y lo arrancaba cuando consideraba que había acabado la apertura, quien siempre se acariciaba la barbilla antes de ejecutar el jaque mate, quien leía en voz alta y describía la viñeta del chiste del New Yorker o la tira cómica de Snoppy en The New York Times. Trece años y dos meses: supongo que ha llegado mi declive. Es una forma de hablar, un tanto dramática y bastante absurda, porque la decadencia hace años que persiste, es inexorable, indecente, insultante, indescifrable, pero alguna ventaja debe de tener no escribir para nada ni para nadie: uno puede acumular prefijos y regocijarse en los adjetivos. En la puesta en escena de la decadencia, en su representación subjetiva y extrañada, mediante palabras teatrales. Complacerme en la retórica complaciente. El drama y el absurdo: nuestra vida aquí. Pero no des rodeos para huir de la infamia (esa palabra). –Ve al grano. He cargado sobre los hombros, durante buena parte del día, una imagen del desayuno: Susan miraba a Thei, absolutamente embelesada, mientras Esther le acariciaba el pelo. Ninguna de las dos se ha comido su tazón de cereales, porque ambas raciones han engrosado la de Thei, que ha aceptado el regalo sin mediar palabra, como una ofrenda o, mejor dicho, como un soborno. Las caricias de Esther eran neutras; pero la mirada de Susan, si no lasciva, se parecía –fatalmente– a la de una mujer enamorada. Cuando se me ha hecho insoportable, he apartado la vista, pero ya era demasiado tarde: la escena había quedado grabada en mi cabeza con la misma intensidad que una definición. No era una fotografía; era una imagen de los viejos tiempos, una imagen en tres dimensiones, pesada como un container o como una cruz en mi espalda, durante tantas horas. Me ha dejado agotado, porque el mero hecho de imaginarla encima de mí suponía cargarla y no podía dejar de hacerlo. He ido al almacén a comprobar que estuvieran todos los gatos hidráulicos: había tres. ¿No teníamos cuatro? ¿Se lo pregunto a Carl? ¿Informo a Chang de mis sospechas? Formulándome esas preguntas, de camino a mi catre, donde había decidido descansar un par de horas, quizá trabajando en el Diccionario, a las seis y media de la tarde he pasado ante la puerta del vestuario, entreabierta. Y he oído el chorro. Nos duchamos cada tres días. Nadie se acerca al chorro cuando éste cae y choca contra un cuerpo y contra el suelo de la ducha, con ese ruido inquietante y metálico. Nadie. Nadie se acerca, porque tenemos que respetar la mínima intimidad de los demás miembros de la comunidad. Lo dice la Ley, el pacto que sellamos. Pero yo. Quiero decir que yo. Confieso que. Cómo. Cómo escribirlo. Contrólate, contrólate: termina las frases. Yo. Yo he abierto del todo la puerta y la he cerrado tras de mí. Yo me he acercado. Me he acercado lo suficiente. Lo suficiente como para ver. Para ver, a la tenue luz amarilla. Para verlos. Eran los pies de Thei, sus pies tan blancos, mojados, inmunes al amarilleo, expulsando el eco del chorro, el aura trémula de gotas, digo: sus pies, el final de los gemelos, el tobillo, los diez dedos y el empeine y el talón y la planta, que asomaba intermitentemente, cuando se alzaba de puntillas para manipular –adivino– la temperatura del agua, digo: los pies de Thei. Sus pies, quiero decir y digo. Dos, a lado y lado del agujero de desagüe. Tan blancos y tan mojados, tentando con la caricia. Tan, tanto. Venas y huesos minúsculos, azules o blancos, bajo la piel de seda nieve. Las palabras, el declive. Toboganes de parque acuático, esos pies tan blancos, que culminan en uñas pintadas de rosa pálido como las uñas de Shu, digo: de la misma tonalidad, como si hubiera adivinado las preferencias de su madre, pero todavía hay torpeza en el modo en que recubre de esmalte la parte más cercana a la carne; agua de piscina, de cascada, de lago, de glaciar derritiéndose, quiero decir, de ballena que salta y se hunde en el mar austral, de la bañera de hotel donde abrazaba a Shu y manoseaba sus senos, donde besaba el cuello, el lóbulo, la mejilla, los labios, el clítoris de Shu, donde penetraba a Shu, con el agua caliente y espumosa hasta el pecho, con movimientos lentos, demorados, teníamos toda la tarde para permanecer en la bañera o en la cama, mientras se ponía el sol y atardecía más allá de la Ciudad Prohibida, en una envidiable postal de mímesis milimétrica; uñas de pies descalzos, por la playa, digo: donde la espuma se filtra en la arena, dorada: digo. Palabras pastel, acarameladas, empalagosas: pura decadencia de mi lenguaje. Veo de cerca el hueso del tobillo; los gemelos que crecen como ubres; el vello recientemente afeitado en sus primeras depilaciones, algunos poros enrojecidos, irritados, por la acción precipitada de la cuchilla; la parte trasera de la rodilla, recorrida por una arteria levemente azulada; el nacimiento de unos muslos que parecen en tensión. Las gotas me salpican los pómulos, el cuello, los ojos. Se convierten en lágrimas, del latín «lacrima», lacrimoso, lacrimal, lacriminal. De pronto cierra el grifo. Retrocedo unos centímetros: si abre la puerta, me encontrará arrodillado y cabizbajo, con la boca abierta y babeante, como un perro. –Calla. Silencio. Resbala por la curva de sus piernas agua teñida de blanco: se está enjabonando. Todavía tengo tiempo. Gateo de nuevo hasta la ranura de la puerta y continúo imaginando los muslos, tersos, cada vez más gruesos, mutando junto con las caderas para acoger la menstruación, la capacidad de procrear, una fertilidad que empieza a emanar de su vagina con vello, de su vagina de niña paulatinamente cubierta de pelos negros, cada vez más desnudos de esa espuma que está desapareciendo por el desagüe, su cintura de gimnasta, su ombligo imperfecto, su abdomen, sus senos que se van perfilando, su melena que, mojada, debe de llegarle hasta las nalgas. Arrodillado, postrado, ante la festiva adolescencia. –Callado, perro, en silencio. Declive, decadencia: cómo decirlo ordenadamente, sin sucumbir ante el delirio, sin acabar besando, bebiendo como bendita esa agua que la ha tocado, que se ha deslizado por su piel y que se ha confundido con sus fluidos hasta ser fluido suyo ella misma. Una milésima de segundo antes de que mis labios lleguen al sorbo, me levanto sobresaltado. Miro en derredor: no hay nadie. Trato de serenarme y de identificar la señal de alarma. La piel de mi nuca: he sentido calor en ella. El punto rojo de una mira telescópica o de una cámara oculta o de la mirada de sombras mellizas, invisibles. Busco con la mirada, entre los tubos que corren paralelos al techo, el ojo electrónico que me está espiando y que ha sido testigo de mi renuncia moral; los ojos de los muertos que nos vigilan a través de la atmósfera yodada. Cómo decirlo: no hay cámaras en este búnker. Cómo decirlo: Carmela y Shu y Frank y Ling murieron y el alma no existe. Estamos solos, sin más testigos que nosotros mismos. Cómo decirlo más tarde, ya en el catre, con el Diccionario abierto entre las piernas, tratando de aplastar con papel, con lenguaje, con lengua, con palabras, con sílabas la erección que no cesa. Volver atrás, a la palabra en que trabajé hace unos días: «Sublevar: Indignar, alzar en sedición o motín. Excitar». Memorizo el día y la hora: su turno. Metalizadas sillas de ruedas, camas blancas como un hospital, nebulizadores en forma de pingüinos, rampas, muletas, elevadores de W.C., asientos de ducha con y sin respaldo, cojineras, taloneras, implantes de silicona para pechos y para nalgas, muletas, andadores, bastones de empuñadoras caprichosas, impriformas de implantes y de ortopedia, colchones antiescarpas, piernas, pies, manos, brazos, todo tipo de prótesis. Una niña exprime una naranja, se sirve el zumo, se lo bebe; un zoom nos muestra que la piel de la mano con que ha realizado esas operaciones tiene un brillo mate que contrasta con el bronceado de la otra. El de la piel artificial. Una mujer que se levanta y se sienta y se levanta y se sienta y se levanta y se sienta, sin fin. La página web de Models ofrece ese tipo de satisfacciones: poder observar indefinidamente cómo un culo de mujer, una cola femenina se sienta y se levanta, gracias al impulso de un «seat assist». Después de décadas de acceso ilimitado a cuerpos femeninos y a sus representaciones pornográficas, ahora me conformo con ese video. Mario está conectado. ¿Qué hacés, boludo?, me pregunta, con acentos, haciéndose el canchero. Fiaca, es lo que hago, le respondo. Le muestro la página, le confieso que esos videos forman parte del repertorio de mis obsesiones, que hubo un tiempo en que probaba posibles direcciones de internet, al azar, con la esperanza de que llevaran a nuevas imágenes, a nuevos videos, a nueva información (es una forma de hablar: ninguna página es nueva, todas están congeladas en una realidad que ya no existe, anterior a la red de búnkeres en que se ha convertido la civilización, si es que «civilización» es una palabra vigente, en el pasado prebélico, en el pasado condicionado por el prefijo «pre», de lo pretérito, lo precedente, lo que prefigura, lo que se presiente o preocupa, del prepago); pero que ahora me dedico sólo a vagar por las mismas páginas, sin ningún ánimo ni afán de descubrir otras, sin fe en lo nuevo. Me conformo, me limito, sin cargos de conciencia. Lo mismo te pasó con los viajes. ¿A qué te refieres? A tus viajes, Marcelo, al principio viajabas por todo el mundo, tratando de no repetir nunca ninguna ciudad, ningún destino, me dice sin comas ni acentos, pero más tarde empezaste a repetirte, volviste a Pequín, varias veces, y a Madrid… Y esquivé Buenos Aires… Y regresaste a Nueva York y viajaste por los Estados Unidos en varias ocasiones. Me obsesioné con el BKKK y con Bobby Fischer. Y con algunas mujeres… Mario, ¿te acordás del facing? ¿Desde cuándo te hacés el vivo y escribís en argentino, che? Buena pregunta, pienso, sin teclear, nunca escribo en argentino. Lo hice durante un tiempo, en la adolescencia, después de leer Rayuela; pero enseguida me corregí. He utilizado el verbo corregir. Como si viviera en el error. Como si la argentinidad fuera un error. En el Colegio Español te exigían redactar en un pulcro castellano, pero todos, incluso los profesores, hijos en muchos casos de republicanos exiliados en el 39, teníamos acento y costumbres argentinas. Mi sintaxis puede ser española, reforzada por las clases en Salamanca, pero el origen de mi vocabulario es indudablemente porteño. Pero he escrito me corregí. Como si el acento o las palabras o la dicción o las expresiones pudieran ser erróneos, equivocaciones, fallos éticos, sobre todo si uno pretende escapar, trabajar en la ONU, desprenderse sin saber muy bien por qué de los vínculos familiares, barriales, de una mujer, de una hija, ser promiscuo, ser políglota, ser global –como si eso fuera realmente posible–. ¿Sigues ahí?, me rescata Mario. Sí… El facing… Cómo olvidarlo… A nosotros el fenómeno nos sorprendió en la isla. Lo descubrió George: un reportaje publicado en The Guardian sobre la clínica húngara que había comenzado a ofrecer el cambio temporal de cara… Cambios temporales de cara, lo nunca visto, veinticinco años después de la oveja Dolly… Se ha interrumpido la conexión. Prótesis, liposucciones, implantes de nalga y de pantorrilla y de pecho, reducciones de cintura, piel sintética, micromóviles externos o implantados, corazones y manos artificiales, facing. Supongo que ése era el problema del ser humano de principios de este siglo. El problema de fondo, quiero decir, el responsable último de la devastación. Llegó un momento en que la tecnología, finalmente, pudo aliviar nuestra endémica sensación de estar incompletos. Llevábamos al menos dos siglos esperando ese momento: nuestro proyecto colectivo (que entre otros nombres tuvo el de «progreso», como si en verdad fuera un «avance, adelanto, perfeccionamiento») dependía de su éxito. Pero el alivio fue temporal, insatisfactorio. Cada prótesis, cada operación provocaba más deseo de prótesis y de quirófano. Le afanábamos a los dioses una brasa y eso nos hacía desear más incendio. Una metamorfosis sin fin. Cuando fuimos capaces de transformar radicalmente nuestro cuerpo, quisimos cambiar también nuestra personalidad y nuestra biografía y nos multiplicamos y nos enmascaramos en la Red de Redes, infinitas crisis de la misma Crisis; pero no fue suficiente, deseábamos ser realmente otros, resucitar a los muertos en nosotros mismos, en nuestro propio cuerpo, darles una segunda oportunidad. El ser humano no soportaba la unidad: necesitaba clonarse, transfigurarse. Y eso hizo. Cada línea que escribo, para nada, para nadie, que engendra una línea más, como si yo necesitara escribir para exteriorizarme, para objetivarme, para delegar en cada carácter, en cada palabra, una parte de mí (¿será mi herencia? ¿mi legado? ¿para quién? ¿para nadie?), como si la escritura fuera la herramienta con que me voy extirpando, miembro a miembro, célula a célula, un transplante, una transfusión sanguínea, una trasfixión mística, cada letra que escribo es una neurona que pierdo, que ya no es mía, que es del lector, es decir, de nadie, porque la transferencia es imposible, porque estamos solos y no podemos salir de nosotros mismos. Todas las palabras: sin excepción. Como en un viaje demencial por la toponimia; como en un descenso en espiral por el abismo de un mapa; como una expedición de rastreo de huellas por los valles y desniveles y pueblos y depresiones y cordilleras y aldeas y ríos y vertederos y acantilados y metrópolis y periferias y polígonos industriales y búnkeres y sótanos de la historia de la topografía; así he caminado, sin tregua ni descanso, siempre hacia el norte, es decir, hacia el fin, por una ruta exclusiva de palabras. Las he buscado y encontrado, ensartado, recorrido, subrayado, estudiado, memorizado, interiorizado durante jornadas laborales y ratos de ocio, robándole el tiempo a las comidas y al sueño, discretamente, en silencio, sin que nadie pudiera detectarme ni, por tanto, delatarme. Suciedad, sucintarse, sucio, súcubo, súcula (cilindro), sudación, sudadera, sudar, sudario (lienzo que envuelve un cadáver), sudestada, sudeste, sudor, sudoral, sudorífero, soñador, soñante, sueño, suero, suerte, sufrible, sufrido, sufridor, sufrimiento, sufrir (padecimiento, dolor, pena; sostener, resistir; someterse a una prueba o examen), sugerencia, sugerir, sugestión, sugestiva (que suscita emoción o resulta atrayente), suicida, suicidarse, suicidio, sujeción, sujetador (sostén, prenda interior femenina, pieza del bikini que sujeta el pecho), sulfurar, sumar, sumario, sumarísimo, sumersión, sumidero, sumir, sumisamente, sumisión, sumo, súmula (compendio de los principios elementales de la lógica), supedáneo, supeditación, supeditar, superable, superante, superdominante, superestrato (lengua que se extiende por el territorio de otra lengua; cada uno de los rasgos que una lengua invasora lega a otra), superficial, superficie, superfino, superior, superiora, superioridad, supernauta, superpauta, superponer, superrealismo, supersónico, superstición (creencia contraria a la razón), supervalorar, superyó, suplantación, suplantar, súplica, suplicación, suplicante, suplicar, suplicio, suprema, supremacía, supriora, sur, súrbana, surcador, surcar, surco, súrculo, sureño, sureste, surrealista, sursuncorda, surtida, súrtuba, suruví, susceptible, suspensión (en música, prolongación de una nota que forma parte de un acorde, sobre el siguiente, produciendo disonancia, indica el estado de partículas o cuerpos que se mantienen durante tiempo más o menos largo en el seno de un fluido, éxtasis, unión mística con Dios), susurro, sutil, sutura (costura con que se reúnen los labios de una herida), suturar, suyo, suya, tabalear, tabelión, tablestaca, táctica, táctil, tacto (acción de tocar o palpar, manera de impresionar un objeto al sentido táctil, habilidad para tratar con personas sensibles o de las que se pretende conseguir algo), tachable, tachador, tachadura, tachar, tachón, tafanario, tafo, tagarote, tahúr, tahuresco, taiga, taja, tajada (acribillarle de heridas con arma blanca), talco, talón (punto vulnerable o débil de alguien), tala, taladrar, taladro, talmúdico, talón (de Aquiles), talla (cantidad de moneda, escultura, medida convencional, altura intelectual o moral), talladura, tallar, talle (cintura), tamaño, tamaña, tambor (de forma cilíndrica), tamizar, tampón (almohadilla empapada en tinta, rollo de celulosa que se introduce en la vagina de la mujer para que absorba el flujo menstrual), tanatorio, tanga (la pieza sobre la que se pone la moneda), tangente, tangible, tango, tanguista, tanque, tanteador, tantear, tántrico (sexo, sexo, sexo, sexo), tapaculo, tapadillo, tapado, tápalo, tapapiés, taquicardia, tarta, tasar, tatuaje, tatuar, tatuarte, tautología (repetición de un mismo pensamiento expresado de maneras distintas, que suele tomarse en mal sentido por inútil y vicioso), taxidermista, teatral, teátrico, teatro, tecla, teclado (conjunto de teclas de piano y, por extensión, de aparatos o máquinas), tejedora, tejer (discurrir, tramar un plan), tela, telar, telaraña (tener uno telarañas en los ojos), telarañoso, teledirigir, telemetría, telenauta, teleshakesperiano, telespectador, televidente, televisado, televisor, televisual, temeridad, tempestad, templar (enfriar bruscamente el agua), templo, tempo, temporal, tenazas, tenebroso, tener, tenerte, tensar, tensión (estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo o exaltación), tenso, tensa, tensar, tensor, tentación, tentar, tentetieso, teocracia, teocrático, teología (ciencia que trata de Dios), tercería, terciopelo, terraplenar, terrícola, territorialidad, territorio, terrorismo, terrorista, terrosidad, terroso, terruño, tersar, tersa (limpia, clara, bruñida, resplandeciente, lisa, sin arrugas), tersura, testamento (de la zorra), testicular, testículo, testigo, testificar, testimonio, teta (pezón de la teta), tetada, tetar, tetera, teticiega, tetilla, tetina, tetona, tetragrama, tetrarca, tetrarquía, tétrico, textil, textorio, texto, textual, textualista, texturizar, tez, ti (común a los casos genitivo, dativo, acusativo y ablativo), tía (ramera), tíbar (de oro puro), tibia (templada, entre caliente y fría; mancharse, ensuciarse mucho; hueso; flauta), tictac, tiemblo (álamo temblón, temblor). El lenguaje es trémula oscuridad: por eso las letras son negras y están en movimiento. El Diccionario trata de domesticar esa oscuridad ingobernable, nos ofrece en forma de lista, recortadas de su oscuridad original, la mayoría de las palabras que componen un idioma. Por eso las páginas del Diccionario son blancas. El negro es el lenguaje, el blanco es el Diccionario que salva provisionalmente a las palabras, ordenándolas, de la locura abismal en que perpetuamente residen. El Diccionario es el altar blanco en que sacrificamos al negro lenguaje; por su infinitud, como el cuerpo de Cristo, tenemos que conformarnos con un fragmento, con una sinécdoque (extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras para designar un todo con el nombre de sus partes o viceversa). Una palabra. Cien palabras. El cuerpo del Lenguaje, muerto por nosotros en la Única Guerra Nuclear. Cómo describir aquellos superhongos que exterminaban mi hogar. Menos mal que era noche cerrada. Menos mal que no era mi hogar. O no del todo. Tal vez las páginas deberían ser negras y las palabras, blancas: eso significaría que el lenguaje es luz, pura luz, el bien y la verdad y el amor de los antiguos. La rehostia consagrada. –Shu –la he llamado hoy, en clase. –¿Sí…? –visiblemente turbada. –Nada, nada, perdona, Thei, ha sido un lapsus, cada día te pareces más a tu madre. Ella ha bajado la mirada al tiempo que fintaba una sonrisa. –Chang también me lo dice siempre. Hasta la palabra «Shu», con esa hache muda, le pertenece. Su palabra: suya. La he mirado embelesado, mientras seguía leyendo y subrayando un texto sobre la génesis de la Biblia. –Marcelo, ¿tú crees que podría haber una religión que no se basara en un libro? Me ha sorprendido: no acostumbra a hacerme preguntas que no estén relacionadas con la gramática y el estilo. Le he respondido que las religiones nacen por lo general sin un libro, como palabra hablada, y llegan en un proceso histórico complejísimo a lo que acaban por considerar su Libro. Ella ha asentido y se ha sumergido de nuevo en el estudio. Yo me he quedado pensando en los informes como en fragmentos de un libro futuro de una religión que nunca llegó a pensarse como tal, en los evangelistas como viajeros y como cronistas y como informantes, en la palabra revelada, en la palabra sagrada, en la palabra perfecta, en la perfección que se pierde con la sinonimia, con la perífrasis, con la traducción, en los nombres del innombrable, en la nomenclatura, en todas las palabras que apuntan hacia Thei. Algunas lo hacen directamente, otras precisan de reflejos múltiples en diversos espejos, rodeos, cambios de dirección y de sentido, para finalmente dirigirse hacia ella. Todas las palabras remiten a Thei porque la razón de ser de mi lectura sistemática del Diccionario es encontrar el sentido de Thei, porque en Thei convergen todas las palabras y todos sus significados y en mí, toda la vejez y un desorden que podría volver a estallar en cualquier momento. El día que el doctor Mautz anunció el método quirúrgico conocido como Facing sólo un par de periodistas locales escribieron al respecto. Ocurrió el 18 de mayo de 2019. Pese a los múltiples avances en cirugía estética que se habían dado en las últimas décadas, el «cambio temporal de cara» que anunciaba aquella pequeña clínica de Budapest sonaba, si no a ciencia-ficción, a extravagancia magiar. En la rueda de prensa del 18 de mayo, ante cinco periodistas húngaros, el cirujano plástico mostró a su tercer paciente: Mihály D. Entérhy, un multimillonario sexagenario, de facciones caucásicas, ojeras negruzcas y labios finísimos como papel de fumar o de calcar, que tras tocarse el lóbulo derecho, ante los cinco testigos, se transformó en un moreno treintañero, de piel tersa y labios carnosos. El relato de aquel avance científico era tan inverosímil que la noticia, más cerca de la ficción que de la crónica, fue eclipsada por las que la rodeaban; sus escasos lectores quizá la confundieron con un cuento o con una broma. El doctor Mautz no hizo ningún otro esfuerzo por aparecer en la prensa, tal vez porque la lista de espera para sus operaciones de facing aumentaba sin necesidad de publicidad ni de polémica. Las primeras personas operadas no llamaron la atención de los medios. No fue hasta el noveno paciente cuando la prensa internacional descubrió el facing y, con ella, lo hicieron los políticos, los empresarios y los médicos, es decir, la política, la industria y la ciencia –en ese orden–. Los hechos, según parece, fueron los siguientes. A las nueve y veinte de la noche, Andrei recibió en su casa a Luca y a Carmine, dos amigos suyos italianos que estudiaban en Budapest con una beca Erasmus. Berthe, la madre de Andrei, les sirvió un vaso de Coca-Cola, mientras su hijo se cambiaba la camisa, manchada de helado. De espaldas, mientras introducía su mano en la nevera, Luca y Carmine habían observado el prodigioso trasero de doña Berthe, su cuerpo tan bien conservado, sus carnes esculpidas en el gimnasio. La mirada que intercambiaron actuó toda la noche como estímulo. En el bar de Pest donde tomaron las primeras cervezas, buscaron culos como aquél, sin suerte. Estuvieron hablando y flirteando con compañeras de clase y con la camarera, una rubia de ojos muy verdes y fácil sonrisa. Mucho más tarde, en la discoteca de Buda donde tomaron las últimas cervezas, después de que Andrei volviera a casa, bailaron con dos amigas españolas a las que habían conocido en una fiesta estudiantil, bajitas y locuaces, y tocaron sus culos, que imaginaron más blandos que los de doña Berthe sin confesárselo a sí mismos. En el lavabo, compartieron unas rayas. En algún momento, mientras ellos estaban en la barra esperando una nueva ronda de cervezas, las españolas desaparecieron. Apuraban la última jarra cuando se fijaron en una joven que bailaba en el centro de la pista. Una diosa semioscura, recibiendo luz a intervalos. Mayor que ellos, quizá veinticuatro o veinticinco años. Bailaron con ella. La tocaron. La palparon y los palpó. Una primera raya en un rincón, entre parejas que se besaban. Una segunda raya en el coche de ella: cada uno aspiró la suya de uno de sus pechos, sabrosos, operados, levemente diferentes. Condujo hasta el apartamento que los chicos compartían. El trío alternó posturas hasta las nueve de la mañana. Después se quedaron dormidos. A las dos llegó Andrei, que tenía llave, y se encontró a su madre desmelenada entre sus dos amigos desnudos. Fue el padre de Andrei quien reveló el caso al cabo de tres semanas, en una vista del juicio que mantenía con su ex esposa por la custodia de Ane, su hija menor. En esa ocasión la prensa sí estaba al acecho. Todos los diarios húngaros cubrieron al día siguiente la noticia. Todos los telediarios húngaros abrieron con ella la edición del mediodía. Para entonces internet ya era un hervidero de preguntas y comentarios sobre el facing. Fue titular de CNN, en inglés, en chino y en castellano, aquella misma noche, resaltando las palabras de Berthe Kamondi ante las cámaras: «Es injusto que una mujer de cuarenta y seis años deba conformarse con el rostro que le corresponde por su edad, yo sólo quería tener el que se merece mi cuerpo». Cuatro semanas más tarde, Science publicó en portada el rostro terriblemente arrugado del doctor Mautz. Un rostro de árbol, de madera nudosa, retratado en blanco y negro, con aquellos dos ojos semicerrados, capaces de radiografiarte desde el papel. El titular era elocuente: «Bienvenidos a la cirugía molecular». La operación de facing consistía, en una primera fase, en la alteración física del rostro mediante pequeñas fisuras para la introducción de microimplantes (en las fosas nasales, en el paladar, en los párpados, en los lóbulos); y en una segunda fase, en la construcción de una cara alternativa, previamente diseñada informáticamente, que se lograba mediante la alteración molecular de la cara original. El paciente permanecía internado entre diez días y dos semanas. Los riesgos eran mínimos. El rostro alternativo no podía ser visible durante más de veintitrés horas seguidas: debía descansar, por tanto, como mínimo una hora al día. Si se seguía esa norma básica de seguridad, todo eran ventajas: belleza, reinvención de personalidad, cambio aparente de raza, máscara para personas perseguidas, etc. Una vez concluida la operación, la propia clínica se encargaba de tramitar los documentos que acreditaran que aquella persona tenía dos caras. Las huellas dactilares, el nombre, el iris o la altura seguían siendo los mismos. En plena euforia mediática, varios periodistas llamaron la atención sobre el hecho de que la primera operación había sido secreta, de que se desconocía el nombre de los pacientes que debieron de prestarse a los experimentos del doctor Mautz, incluso especularon con la posibilidad de que hubiera sido el primer paciente de sí mismo. Que aquel rostro que se mostraba al mundo en la portada de la revista Science no fuera el suyo. Pero no había duda de que sí lo era: al menos era uno de los dos. Quiero decir que, de existir, ambos serían igualmente propios. En tres años y medio, el doctor Mautz era propietario de nueve clínicas de facing, ubicadas en las principales capitales europeas. En 2022, fundó la Escuela de Altos Estudios en Cirugía Molecular en Budapest, que ha significado la apertura de cerca de trescientos centros en los cinco continentes. El precio de una operación oscila entre los veinticinco mil quinientos dólares, en América Latina y África, hasta los treinta mil euros que se pagan en los exclusivos balnearios suizos y alemanes, que ofrecen máxima discreción y la posibilidad de acompañar el proceso con un programa de adelgazamiento. Pese a la oposición inicial, la Unión Europea y los Estados Unidos han llegado a un acuerdo de mínimos sobre las implicaciones legales del facing y han añadido una página a sus pasaportes, para la debida identificación de la cara alternativa. La iniciativa ha sido imitada por Brasil, China y Australia. Todavía no se ha alcanzado un acuerdo con el resto de estados. La primera conexión explícita entre el facing y la reanimación histórica, como me explica Carlos Wilmar Pacheco, gerente de la prestigiosa clínica de cirugía plástica Facing Dreams de Miami, «ha sido la demanda de bellos rostros del pasado, con fuertes vínculos afectivos, idólatras o concupiscentes con el cliente; nuestro centro, por ejemplo, se ha especializado en ofrecer las caras del star system de Hollywood del siglo XX, desde Rodolfo Valentino hasta Demi Moore». Los rostros más solicitados son los de Marilyn Monroe, Richard Gere y Uma Thurman. El pasado 19 de septiembre tuvo lugar una reunión espontánea de rostros de Ocean’s eleven y sus secuelas en Central Park: se contabilizaron ciento cincuenta rostros de Brad Pitt, ochenta de George Clooney, cincuenta y tres de Julia Roberts, treinta y tres de Al Pacino, trece de Andy García y doce de Matt Damon, la mayoría tal como eran durante los años noventa. «Pero no en todo el mundo es así», me explica, «en Rusia aumenta la demanda de rostros de líderes y figuras clave del régimen comunista, como el presidente Dimitri Medvéded o el ajedrecista Boris Spassky, y en Japón, en cambio, la tendencia es la cara de las idols, de manera que las concentraciones son monotemáticas: cientos, miles de chicas de cara idéntica, mirando hacia un escenario donde canta la boca que es el original de las suyas.» No puedo sacarme de la cabeza esta contradictoria hipótesis: somos piezas de ajedrez movidas por la casualidad, uno de los nombres del destino que no existe. De nuestra talla física e intelectual y de nuestro poder invisible, en manos del jugador que nos controla, que decide nuestros movimientos y sacrificios, cuyo cuerpo se ha disuelto en la atmósfera amarilla, depende nuestro rango en el ejército. No hay duda de que Susan, Esther, Kaury y Ulrike son alfiles, con su displicencia de convento, con su feminidad al acecho, que se desliza en diagonal por los intersticios que dejamos los hombres. Anthony y yo somos caballos desbocados, en las cuadras o casillas del vértigo, la celda, el sótano, mi catre, a la espera de dar el salto definitivo. Orientales, caucásicos, en las esquinas del búnker, Carl y Gustav son las torres. Los desaparecidos Frank y Ling eran peones, sacrificados por el jugador supremo, la casualidad o el destino, con la intención de abrir columnas y, al mismo tiempo, de terminar la apertura, los primeros tres años de encierro. Shu y Carmela parecían reinas, pero en realidad eran también peones; peones plateados, sacrificados por el jugador supremo o por Chang, porque Chang es el rey, para mostrarnos que para ganar hay que perder, y que el juego iba en serio. Si Chang es el rey, Thei es su reina. Todo depende de ellos. –Me he olvidado de Xabier. ¿El peón Xabier? ¿El alfil, el caballo, la torre? Lo imagino diseñando un tablero, midiendo los espacios, trazando las líneas, pintando de negro las treinta y dos casillas negras y dejando en blanco las treinta y dos casillas blancas; pero no soy capaz de identificarlo con ninguna pieza. Tampoco puedo evocar por qué fuimos amigos. Quiero decir que se ha desmaterializado aquel sentimiento de amistad que nos unió durante los primeros años. Quizá solamente fuimos amigos porque estábamos solos y porque, cada viernes por la noche, jugábamos una partida de ajedrez. Nuestra amistad probablemente fuera trivial, sin momentos memorables, igual que nuestras partidas, pero un día por semana se renovaba, como un ritual adolescente. Eran partidas largas, desde antes de medianoche hasta las tres o las cuatro de la madrugada, acompañadas por licor y por tabaco cuando las provisiones parecían inagotables y Chang y Carl, dormidos, no podían censurarnos. La semana que a mí me correspondían las blancas, empezábamos invariablemente con una Ruy López, que Xabier gustaba de complicar con variantes imprevisibles, acumulando peones en el centro del tablero, enrocándose largo, improvisando un fianchetto. Si las blancas eran suyas, en cambio, avanzaba dos casillas el peón de dama y yo respondía con el caballo de rey, lo que desembocaba en una variante extraña de la India de Rey (a ser posible, sin enroque por mi parte). Nuestros niveles de juego eran similares. Al cabo del año acumulábamos un saldo parecido de victorias y de derrotas. Jamás alguno de los dos ganó o perdió tres partidas seguidas. Él conocía mi predilección por el medio juego, de modo que intentaba obtener alguna ventaja inicial (un peón, una posición beneficiosa) o resistir, para forzar mi rendición cuando quedara menos de una decena de piezas sobre el tablero. Los dos movíamos la pierna derecha, compulsivamente, durante la partida; los dos meditábamos largamente los movimientos cruciales, sin ocultar una media sonrisa cuando veíamos a las claras que iban a sernos favorables; los dos éramos escrupulosos en el cumplimiento del reglamento: hay que decir «compongo» antes de colocar correctamente, en el centro de su casilla correspondiente, una pieza que ha sido movida, sin querer, por alguna torpeza. –Pieza tocada, pieza movida. Las partidas se me confunden en la cabeza (decenas, tal vez centenares, parcialmente repetidas, como los gestos o los ritos que configuran una amistad mediocre); pero puedo reconstruir, en cada uno de sus movimientos, la última, que no empezó en el refectorio, cada uno a un lado del tablero, porque hubo un preámbulo, sin piezas ni tablero blanquinegro, un preámbulo que duró una semana exacta, desde que Xabier se comió con un alfil el peón que protegía en diagonal a mi rey, apoyado por sus dos torres, y dijo «jaque mate». Era su segunda victoria consecutiva. Mientras sonreía de oreja a oreja y dejaba mi peón muerto en la caja, algo cambió en mi viejo amigo. Se tomó de un trago el resto de whisky. En contra de su moderación habitual, me golpeó en la espalda con la palma izquierda y bromeó sobre mi derrota con el tablero y la caja bajo el brazo de camino a las literas. Fue sólo el comienzo de una retahíla de comentarios, chistes y bromas, en el vestuario, en la cocina, en el refectorio, en los pasillos, en todas partes. Puedo recordar cada uno de los días de aquella semana según las expresiones, las miradas, las palabras de Xabier. Lo que hasta entonces había sido intimidad, de pronto se volvía una exhibición pública. La clandestinidad de nuestras partidas se había convertido en tema de conversación entre todos los integrantes del búnker. Te voy a machacar el próximo viernes. Espero que estés estudiando por las noches, porque el viernes tienes un examen. No hay dos sin tres, Marcelo. Su rostro parecía aún más afilado; más grises sus ojos. Me miraron el viernes a las once y media sin ocultar la soberbia. A mí me dolía la cabeza: había dormido poco aquella semana, a causa de ciertos dolores abdominales no sé si provocados por el desconcierto que suscitaba en mí la nueva forma de actuar de mi amigo y no obstante contendiente. Había llegado a preguntarme si no estaría enamorado de Carmela. Pero no le dije nada más que: –Juguemos. Porque la apertura fue distinta (contestó a mi peón de rey con su peón de alfil de dama y de pronto nos encontramos, inesperadamente, en el fragor de una apertura siciliana), supe que aquella noche todo iba a ser distinto. No hubo licor. Ni tabaco. Ni palabras. Sudaba su cráneo. También mis manos sudaban. Las mandíbulas de ambos en tensión. –Compongo –dijo, y volvió a poner en el mismo lugar, nerviosamente, tres o cuatro peones y una torre. Como si de aquella partida dependiera no sólo que él lograra, después de años de intentarlo sin éxito, su tercera victoria consecutiva, sino también la llegada del día siguiente y nuestra salvación y vencer a la locura y a la muerte; como si en los saltos de los caballos o en las líneas horizontales que trazaban las torres o las damas o en las diagonales que custodiaban los alfiles o las damas o en el lento avance de los peones se cifraran las claves para abrir la compuerta y restaurar el antiguo orden, sin radiación, sin paisajes desolados, sin un pasado imposible de recuperar, así estaba jugando aquella noche. El medio juego comenzó casi a las dos de la madrugada. Los peones habían encajado, los unos contra los otros, en las casillas centrales. Avancé mi rey para atrincherarlo y comuniqué las torres. –Compongo –repitió, porque la dama había quedado en la esquina de su casilla en un movimiento anterior. Empezó a buscar entonces diagonales que, si en el futuro quedaban libres de peones, apuntaran hacia mi monarca. Sacrifiqué un peón de caballo para ocupar con mis torres la columna semiabierta y apuntar con ellas el centro de su enroque. Se defendió con un caballo y colocó un alfil en el centro del tablero, doblemente apoyado por dos peones, acechante. Le gané el otro alfil con una trampa en que, de haber estado relajado, jamás hubiera caído. Después de componer cada una de sus piezas, pensó durante cerca de una hora en su próximo movimiento, que finalmente consistió en acabar de blindar su defensa con su segundo caballo. Las cuatro, las cinco de la madrugada. Mi dama se come su peón de torre y, cuando llega su torre al auxilio, continúa con el peón de caballo. He dejado la columna desprotegida: captura uno de mis peones, dobla sus torres, amenaza con invadir la séptima casilla y hacerme jaque. Pero yo lo tenía previsto. Son casi las seis de la madrugada. Si no estuviéramos a diez metros de profundidad y rodeados de capas de hormigón armado, empezaría a clarear, cantarían los primeros pájaros. Si tampoco se hubiera pasado toda la semana dinamitando nuestra complicidad, bromearía con que podríamos hacer una pausa e ir a comprar café y medialunas (croissants, s’ils vous plait, me corregiría él). Sin mediar palabra, evito el jaque con que me amenaza situando un alfil en el flanco izquierdo del rey. Él, sin dudarlo, siguiendo el plan que se ha trazado, conteniendo a duras penas el primer bostezo, sube la torre hasta la séptima fila, entra en mi territorio. Sus dedos están sujetando la pieza. Todavía no la ha dejado. Entonces se da cuenta de que mi movimiento no sólo era defensivo: mi alfil, al mismo tiempo que protegía al monarca, en la diagonal abierta, atacaba el último peón de su enroque, amenazado también por una de mis torres. Mi dama está cerca; la suya, bloqueada por sus propios peones; podría llegar a ser jaque mate en dos o tres movimientos. Su cráneo es un poliedro brillante. Hace retroceder la torre. La sitúa en la tercera casilla, donde se encontraba. No la suelta en ningún momento. –Compongo –dice en voz muy baja. –Supongo que estás bromeando –digo, muy nervioso, en francés. –Por supuesto, Marcelo –miente, e intenta sonreír, pero no lo consigue. Desplaza la torre lateralmente, hasta situarla entre los dos peones supervivientes de su enroque, interrumpiendo la diagonal de mi alfil. No ha tenido más remedio que sacrificarla. Cambio mi alfil por su torre. Ha perdido la iniciativa. Se restriega la mano, una y otra vez, por la boca, pero no consigue evitar que las gotas de sudor le salen los labios. Tras meditarlo sin prisa, añado mi reina al ataque. Entonces él se precipita, sostiene la suya con dos dedos y, al cabo de unos pocos segundos de duda, se da cuenta de que, la sitúe donde la sitúe, o bien la pierde o bien le hago jaque mate. –Compongo –repite sin mirarme, y vuelve a dejar la dama en la casilla donde estaba. No digo nada. Mueve un peón. Lo regreso a la casilla donde estaba. –Parece mentira que tenga que decírtelo, Xabier: pieza tocada, pieza movida. –He dicho «compongo». Vuelve a mover el mismo peón; antes de que lo suelte, cojo su mano y la fuerzo a volver atrás, pero se resiste. El tacto es el mismo de aquel día lejano: yo había dibujado el plano del sótano con un carboncillo suyo, sin pedírselo prestado, en la confianza de la amistad, y él me lo arrebató de los dedos, sin decir nada, y se fue. Siento el sudor de ambos, mezclándose. Dos, tres, cinco segundos. Sus ojos, muy grises y muy cansados, se enfrentan a los míos como lo hacen nuestras manos. Aún tienen el poder de penetrarme. Me duele la muñeca. Me duele la mirada. Pero no me rindo. Quince, veinte segundos. –¡Esto es ridículo! –grito, al tiempo que dejo su maldita mano y barro con el brazo las piezas del tablero, que se desperdigan por la mesa metálica y caen al suelo, en el mismo momento en que entra Carmela en el refectorio, camino de la cocina, recién duchada, y se queda de piedra. En aquel momento, se rompió algo, algo que había durado una semana, que había sido responsable del comportamiento de Xabier durante toda una semana. Cayó el último peón, como una lágrima corpórea, y rebotó dos veces. –Marcelo, perdona, he sido un idiota, no te vayas –dijo el amigo que dejaba de serlo, poniendo su mano sobre la mía, en un gesto que quería ser una caricia. Pero me fui y nunca regresé. Mario siempre me pregunta si he llegado ya a la palabra «utopía». Estoy a punto de hacerlo, le he dicho, estoy terminando con la te. Con los años hemos empezado a repetirnos. Cuando uno se da cuenta de que las últimas conversaciones mantenidas han sido idénticas a otras del pasado, desaparece durante semanas o meses, sin drama, porque ambos sabemos que el otro sigue allí, en stand by, aguardando pacientemente el momento de reactivar la conversación que se inició la década pasada. Seis meses atrás, después de que yo hubiera escrito ya en el chat treinta o cuarenta líneas sobre cómo conocí a Laura, sobre el sexo oral, vaginal, anal de los primeros meses, sobre nuestra boda, el embarazo, mis primeras fugas y la llegada de Gina a nuestras vidas, Mario me hizo notar que ya le había contado todo eso en dos o tres ocasiones; supongo que me dolió esa queja, porque abruptamente y sin que viniera a cuento le revelé que me acosté varias veces con Shu, a quien conocí el día que fui a casa de Chang a entrevistarlo. Nunca lo olvidaré, fue el día que se hizo público el premio Nobel a Bob Dylan. ¿Él lo sabe? Supongo que no. ¿Se lo dirás a Thei algún día? No lo sé. Sigo sin saberlo. Afortunadamente no es hija mía: mientras las compuertas se cerraban y Shu daba a luz, yo sólo podía pensar en eso. Eso. La palabra más adecuada para enmascarar mi cobardía. Tantas horas de NCF no sirvieron para que yo adoptara el famoso código de honor que regía las acciones de los personajes encarnados por los subactores más famosos. Recuerdo sus nombres, pero no tiene ningún sentido reproducirlos, porque traicioné lo que esos nombres de ficción quisieron simbolizar en la realidad. Hoy Mario me ha hablado una vez más de la caja con las cartas de su abuelo y de la prima que recibió su primer beso. Vincula las cartas con el beso, tal vez porque en ellas su abuelo habla repetidamente de una antigua novia, muy joven, dieciséis o diecisiete años, que tuvo que dejar en Barcelona en 1939, cuando partió hacia su exilio francés y fue deportado a un campo de concentración. La prima no es importante para él sólo por aquel beso, que le supo a goma de mascar y a guacamole, sino porque diez años después, en un almuerzo familiar, tras un par de copas de vino, la misma prima le confesó que lo había amado desde siempre, que estaba dispuesta a ser su amiga, su novia, su esposa, su amante, su puta, lo que él quisiera y cuándo él lo quisiera. Y cuatro meses después, durante uno de los veranos que Vanessa, su novia de la universidad, pasaba en el rancho de sus padres en el Sur, Mario llamó a su prima desde Chicago y su prima, que vivía en Boston, se subió al primer avión y se presentó en el departamento de su primo y pasaron cuatro días sin salir de la cama más que para ir al cuarto de baño y a la cocina (a por pizza, helado y cerveza). No volvieron a verse. Acabé dentro de ella, Marcelo, me ha repetido Mario, que no sólo está perdiendo la memoria de nuestras conversaciones, también está perdiendo el sentido del tiempo, trece veces dentro de ella, me insistía en que no pasaba nada, primo, que tomo la píldora, pero yo creo que la dejé embarazada, pero no lo sé ni lo sabré, ya no, recuerdo que me decía a mí mismo la próxima vez que hable con mi tía le pregunto si la prima tuvo un hijo, pero no lo hice, y mi tía se murió, y nos vinimos a la isla, y estallaron las bombas, y ya nunca lo sabré. Así de sencillo… Hubo un tiempo, le he interrumpido, en que creímos que siempre habría tiempo, quiero decir que estábamos convencidos de que siempre tendríamos tiempo suficiente para el saber, que el conocimiento sólo podía entenderse como una progresión infinita, que la lectura era un derecho que nadie nos podía negar, un tiempo que duró más de un siglo. Ése fue nuestro tiempo. Es raro que no nos diéramos cuenta de que la Nube no podría durar. ¿Qué quieres decir? Que subíamos todos nuestros archivos a la Nube, almacenábamos en ella nuestras fotografías, nuestros textos, nuestras agendas, nuestros recortes, nuestras películas, nuestras canciones, nuestros videos domésticos, nuestros power points… Dios mío, había olvidado por completo el power point, qué horror… Sin duda, verdaderos engendros del Mal Absoluto... Toda nuestra memoria artificial estaba en la Nube, nos descargábamos la información, en los microcelulares, en las computadoras, sólo durante el tiempo de su consumo, después la borrábamos, porque estaba en la Nube, y confiábamos en la Nube, pero toda nube, por definición, es volátil, y en verdad los datos no estaban en ninguna nube, sino que se encontraban almacenados en servidores, monstruosos, espaciales, susceptibles de ataques nucleares, como todo lo demás… Menos los de la Zona… Ni la Zona se hubiera salvado si la guerra hubiera seguido un poco más, en el caso de que se salvara… A veces me imagino esos tanques a cientos de kilómetros de profundidad, llenos de información y, por tanto, de vida, como un museo que nadie visita. ¿Te pasé el link del Museo Británico? No, ¿no me digas que esa página web todavía aguanta? Hace años que no entro, pero pruébala: britishmuseum.org. Durante los primeros meses entraba cada día, precisamente por eso que estábamos comentando, porque me permitía reconectarme con la sensación de que toda la historia estaba al alcance de mi mano, porque me permitía alimentar la ficción de que todavía era posible viajar, conocer ciudades, visitar museos. El recorrido virtual es increíble… Pero estoy seguro de que te ocurrirá como a mí: al principio te fascinarán las fotografías de las estatuas griegas y de las momias egipcias, pero pronto sucumbirás ante las fotos de canapés de salmón y de capuchinos y de torta de manzana, en la sección del restaurante. Eso es mejor que el porno. No sé qué decirte. Hace cerca de catorce años que no veo un video porno. No puedo ayudarte con eso, amigo, pero gracias por el link, aunque no tenga el ánimo para muchas novedades. El tiempo de la seguridad del saber: otro día seguimos hablando sobre eso. Nunca tecleé el nombre de mi prima en Google Person. Si lo hubiera hecho, ahora sabría si fui padre, si soy padre. Pero no lo hice. Mejor así: si no, serías huérfano de tus propios hijos. Ojalá tengas razón y fuera mejor así. He necesitado cambiar de tema, deshacer el nudo que ocupaba la pantalla, distender la conversación recuperando una broma privada: ¿Qué haces esta noche? ¿Cine, algún bar, unas partidas de dardos, sexo sin compromiso? He quedado con una chica. ¿Alguien de la isla? No, viene en hidroavión, nos hemos conocido por internet. La semana pasada le dije que estaba cansado del sexo virtual y dijo que si le pagaba el viaje… Muy bien, entonces no te espero para cenar. No, ni para el café: será mejor que no me esperes levantado. He intercambiado el turno de ducha con Carl, para poder estar en el vestuario sin levantar sospechas mientras Thei se encuentra desnuda al otro lado de la puerta. Yo entro cuando sale Susan, con la piel menos cetrina de lo habitual y los ojos inflamados por el calor del agua. Sospecho que todos queremos estar cerca de Thei, esa batería incombustible, esa piedra solar. Susan sale y yo entro, como si tuviéramos que turnarnos para acceder a la cercanía de Thei: Esther la consigue en el comedor; Carl en la sala de control; yo en mis clases privadas con su consentimiento, y aquí, sin que lo sepa, arrodillado y suplicante como un cordero que se inclina para beber su último trago de agua, antes de ser degollado en el suelo, altar deslavado. Cada tres días, escucho cómo el chorro de agua cae directamente hasta el desagüe mientras ella regula la temperatura; cómo el ruido furioso invade la atmósfera del vestuario al tiempo que va creciendo la nube de vapor; cómo rebota en su cuerpo y resbala por él y se mezcla con el jabón y lo barre; cómo cesa de pronto, cuando ella cierra el grifo y su sonido es substituido por otros dos: la respiración agitada y complacida de Thei, mientras se seca; y la glotonería del desagüe, que no es capaz de absorber por completo la espuma del jabón, excesiva. Thei sale envuelta en su toalla, casi un harapo. Y me sonríe. Invariablemente. Ni una sola vez he detectado en su mirada o en su sonrisa la conciencia de que ella es una mujer que se ha duchado a escasos metros de mí, que soy un hombre. Hemos asumido hasta tal extremo el respeto por la intimidad del otro y la convivencia obligada con él, que la indiferencia se ha vuelto más común que la atención. Acostumbrados como estamos a compartir todos los espacios, Thei se viste sin que yo pueda ver, de soslayo, nada más que los hombros, el nacimiento del seno, los brazos, parte de los muslos y el resto de las piernas. Pero el cuerpo que imaginé se corresponde, a juzgar por lo que insinúa la toalla, con el que recibe desnudo el agua a presión y el jabón color semen. Le haría el amor. La penetraría. Cogería con ella. Me la cogería. Me la follaría. Le echaría un polvo. Le metería el pene, la polla, el coso, el nabo, la cosa, the dick, the thing, il cazzo, el engendro maldito que me arde entre las piernas, el taladro. La taladraría. Broca gruesa, en espiral, como palabras de broca gruesa y espirales. La perforaría. La hollaría. La humillaría, humillándome. Hasta sentir cómo los testículos, los huevos, las bolas, los cojones, mis pelotas rebotan contra su barbilla y sus mejillas, contra sus muslos, contra sus nalgas. Oral, vaginal, analmente. –Te violaría, preciosa: te-vio-la-ría. Y acabaría, culminaría, me derramaría, me vaciaría, me correría en sus ojos de niña, en sus mejillas de niña, en su pelo y sus curvas de mujer, en sus labios y su lengua y su piel de niña, en sus tetas o pechos o senos de mujer, en su concha de hembra, en su coño de mujer, en su culo o su cola de niña. Le haría el amor como lo hice con Shu. Exactamente igual como me cogí, me follé, taladré, penetré a su madre. Sin contemplaciones, pero con ternura. Sin esas sucias palabras que ahora afloran en mí como un liquen. Por supuesto, no hago nada más que reprimir mi erección. Esperar a que se vaya. Meterme en su ducha. Tocar la espuma de su jabón con las plantas de mis pies. Y entonces, sí, masturbarme en silencio, pese al chorro de agua, brutal y ensordecedor, diciendo en voz muy baja cada una de las palabras que poseo para poseerla, una y otra vez, repetirlas para que el agua se las lleve, borrando así mis huellas, porque mis huellas son palabras, para que el desagüe me las quite, si no para siempre, al menos hasta dentro de tres días, cuando llegue el próximo turno y, con él, la orden inmisericorde y sorda de arrodillarme de nuevo. «La pregunta por el gesto es pertinente», afirma en un inglés perfecto Wo Chang en su casa cercana al aeropuerto de Pequín, con vistas a la Gran Muralla, «la reanimación histórica experimentó su giro irreversible el día en que las palabras pasaron a ser gestos, gestos contundentes, quiero decir, un día que no sabemos traducir en una fecha, un día que se fue preparando durante siglos.» Según el investigador, el rastro genético de la reanimación histórica nos remonta a las primeras prácticas del turismo cultural, «por ejemplo, cuando la patricia romana que más tarde se conocería con el nombre de Santa Egeria fue a Tierra Santa para ver, para pisar, para fijar los pasos de Cristo hacia el Monte Calvario, o cuando el poeta renacentista español Garcilaso de la Vega rindió homenaje a Petrarca, el grandísimo poeta italiano, visitando la tumba de Laura, es decir, cuando nació la necesidad de visitar físicamente lo que sólo es abstracción y pasado, porque el turismo se basa en ese culto al pasado abstracto: las guías, los reportajes o las rutas recrean hitos, momentos, anécdotas, historias a partir de sus ruinas, es decir, de los monumentos, iglesias, palacios, calles, balcones, puertas, vacíos en muchos casos, en que sucedieron». El señor Chang me señala en ese momento la Gran Muralla y me habla de batallas, de emperadores, de leyendas que siguen alimentando las visitas que se realizan a diario, simultáneamente, en muchos de los puntos del kilometraje del «único monumento que puede verse desde la luna, ahí tiene otro relato turístico que muestra la necesidad del culto al pasado, porque hoy en día son muchas las construcciones humanas que pueden verse desde la luna, pero el tópico sigue vigente», afirma casi sonriendo. «Pero si la mayor parte del turismo es histórico», prosigue, «concretamente el turismo de recreación histórica, que se desarrolló durante la segunda parte del siglo pasado, es la causa directa de que la reanimación histórica pasara tan rápidamente de la palabra a la acción, porque existía previamente un patrón de gestualidad capaz de acelerar el tránsito, quiero decir que aunque ya Stendhal peregrinara al escenario de la batalla de Waterloo, fue después de 1945 cuando los viajes a los escenarios de la historia se masificaron; desde esa fecha también se popularizó la asistencia a fiestas periódicas en que se reactualizan batallas del pasado o la escenificación de mercados medievales y las procesiones religiosas con disfraces que evocan los trajes de antaño y simbólicamente los suplantan.» Según Wo Chang, durante las últimas décadas del siglo XX, la multiplicación universal de esos fenómenos turísticos, que implicaban tanto la visita masiva de los extranjeros como la participación entregada de los locales, fueron los modelos más importantes de la reanimación histórica. El patrón de comportamiento que el ser humano ya había asimilado como normal cuando se empezaron a expandir las asociaciones, los congresos, las redes, las comunidades, las federaciones, el culto exacerbado al pasado. Porque la clave del fenómeno es el gesto. Fue durante la primera década del siglo XXI cuando asistimos a la desmaterialización de los objetos (las cartas, las fotografías, los libros, las películas) y al ascenso delirante de la fe en el acto: no es casual que en la Navidad del año 2010 al 2011 la mitad de los regalos, en Europa y los Estados Unidos, fueran experiencias y no objetos. Una estadística de 2020 observa que en las navidades de esa década se disparó el regalo tanto de viajes, masajes, entradas de conciertos, noches de hotel o rutas históricas como de antigüedades. «Simultáneamente, en lugares remotos y desconectados entre sí, hubo gente que, después de años discutiendo la Historia, interpretándola, recorriéndola, empezó a vivirla», prosigue el señor Chang, «como usted sabe, yo he pasado los últimos años investigando ese tema junto con el grupo de profesores que dirijo en la Universidad Popular de Pequín, gracias a eso puedo darle diversos ejemplos globales que ilustren lo que estoy tratando de comunicarle.» Cruza las manos sobre el pecho y continúa: «empecemos por España, ya que usted es argentino: una asociación que trazaba las rutas que en 1939 siguieron miles de refugiados de la guerra civil española para iniciar su exilio en Francia, que a finales de los años ochenta empezó a realizar una caminata anual desde Barcelona hasta Perpiñán para rendir homenaje a los exiliados republicanos, en 2014 pidió a sus socios que dejaran los teléfonos móviles en casa, que se vistieran con las ropas de sus abuelos, que calzaran zapatos y botas en vez de zapatillas deportivas, que se olvidaran del placer y de las risas para poder sentir en carne propia el dolor y el desarraigo que sintieron aquellas víctimas, aquellos despojados». Consciente del efecto de su ejemplo, sonríe, complacido, antes de proseguir: «Al mismo tiempo, en la otra punta del mundo, un grupo de alumnos de la Universidad de Cairns, Australia, cuyo interés por la conquista de la isla continente se limitaba hasta entonces a la organización de un Festival Anual de los Pioneros, decidió construir un barco de seis velas y ciento diez metros de eslora, cargó su bodega con productos europeos del siglo XIX y se hizo a la mar: querían experimentar qué significaba viajar hacia Australia en una era sin satélites, motores ni mapas de Australia. En paralelo, los miembros de un club de jubilados de Caracas, una ciudad que seguramente conozca, que se reunía todos los jueves por la tarde para comentar lecturas e intercambiar información sobre la dictadura de Pérez Jiménez, comenzaron a confesar públicamente su condición de víctimas de torturadores de la Seguridad Nacional y a exigir un careo con sus torturadores, que sería televisado diez meses más tarde. Los tres ejemplos están absolutamente documentados y demuestran que el espíritu de la época trabajaba en una misma dirección: el paso del discurso, la palabra, al gesto, a la acción». El señor Chang se interrumpe y me pregunta si deseo un té. Una vez nos lo haya servido su esposa, proseguirá con su discurso: «Uno de los casos más fascinantes de los que he estudiado es el de la Comunidad de los Duelistas, formada tan sólo por unos pocos cientos de caballeros que han interiorizado los códigos del duelo, tal como se formularon en los siglos XVIII y XIX, y lo practican en caso de ofensa, con arma blanca o con arma de fuego, según convenga; tuve ocasión de entrevistar a tres de sus integrantes y coincidían precisamente en la palabra gesto, en la necesidad de recuperar ciertos gestos físicos, en una época como la nuestra presidida por la pantalla, donde el cuerpo desaparece o se convierte en una representación; fue así, paulatinamente, como para cada uno de nosotros, para cada uno de los habitantes del siglo XXI, la Historia comenzó a ser no sólo un discurso, no sólo lenguaje, sino también gestualidad y acción». Quiere decir: no sólo palabras, sino también venganza, incendios, terrorismo, bombas, balas, la posibilidad cada vez más evidente de una Tercera Guerra Mundial. Los gritos de Anthony han penetrado de nuevo en la noche como una antigua tormenta con sus truenos. Eran gritos animales, de chimpancé o de mono aullador o de animal encerrado en un laboratorio farmacéutico; gritos incansables, a veces proferidos como ráfagas, otras, espaciados por largos e inquietantes intervalos de silencio. Sólo regresa a su celda para comer y para chillar. Chang nos convenció de que no era conveniente que volviéramos a colocar la placa en el suelo, porque de ese modo el destierro de nuestro prisionero –pues lo sigue siendo en el sótano– sería irreversible; y de que lo alimentáramos, para no cargar con su muerte por inanición en nuestras conciencias. –Nadie puede vivir de la oscuridad y el polvo –nos dijo. Oscuridad somos y en oscuridad nos convertiremos. Es él quien le deja, cada día, antes de irse a dormir, nuestros restos fríos en un bol. Concentrándome en la pantalla, trato de no pensar en mi doble desquiciado del subsuelo. La bandera de Argentina ondea monótonamente. Da igual en qué página, en qué sección entres, la bandera de Argentina, la eterna albiceleste sigue ondeando en el extremo superior izquierdo de la pantalla. «Embassy of Argentina in Australia» se lee a su lado, en la página principal. Cuatro imágenes constituyen la puerta de entrada a un país traducido: la incombustible fuerza motriz de las cataratas, el Noroeste como paleta de rosas y rojos y arcillas y ocres, los glaciares de un azul antiguo, esa impostura que llamamos Caminito. La idea de patria siempre funciona por sinécdoque. Iguazú, el Cerro de los Siete Colores, el Perito Moreno y esa callecita famosa de Buenos Aires a la que nunca fui: eso es la Argentina. Acostumbro a entrar en «Argentina in brief», aunque resulte redundante, porque me agrada sentir en mi pecho esa ambigüedad ante el mapa de la madre patria. Ese cosquilleo irredento ante la representación de un territorio destruido como todos. El magnetismo del origen gana intensidad cuando sabes que no puedes volver. Los países son nada. Las naciones no existen. Las confederaciones, los imperios, las alianzas militares, las uniones, los tratados de comercio, las fronteras no son más que palabras que escribo, palabras con historia pero sin contenido, limitadas por su propia grafía, sin realidad más allá de los puntos donde termina la tinta negra y empieza el blanco que es su contexto. La toponimia es lo único que está en castellano en argentina.org.au: cada provincia es de un color diferente, pero los países limítrofes están representados en el mismo tono marfil. La idea de patria siempre funciona por oposición. Los ocho vínculos de la izquierda permanecen inoperativos, supongo que conducían a nuevas galerías de fotos de los atractivos turísticos. Un australiano sólo podría estar interesado en la Argentina como destino vacacional. En «Events» se anuncian misas criollas y espectáculos de tango. La idea de patria siempre opera a través de lo folklórico y lo típico. Cuando me embarga la melancolía, miro los cuatro videos de tres minutos de duración que muestran algunas variantes del baile made in Argentina: el tango, la cumbia, la milonga y el folklore. Faltan las sevillanas y la sardana del Club Español, el vals de la colonia austriaca, las clases de danza del vientre que se impartían en el Club Sirio, la murga que plagiamos de Uruguay y los bailes de carnaval, de origen africano, que copiamos de Brasil. Con tres compañeros del secundario fuimos un par de años seguidos a Entre Ríos. No recuerdo si fue en el primer o en el segundo viaje cuando me empaté con aquella mina brasilera, de ojos muy grises, morocha, casi mulata, de no más de veinticinco años, que bailaba como una diablesa y poseída, completamente alcoholizada, nos acusaba de haberles robado la tradición y nos desvirgó a los cuatro amigos en tres noches consecutivas, a modo de venganza. No extraño todo lo que copiamos de dos continentes ni el guitarreo entrerriano ni el paisaje con cientos de matices ni la música rock ni los acentos de cada provincia ni el cuadril y el vacío y el asado de tira y el chimichurri ni a los chantas de la tele ni hablar por el micromóvil con mis amigos mientras camino por los Bosques de Palermo ni la infancia ni el mate amargo ni el bar de la esquina ni el vino tinto de Cafayate ni las tiendas de discos de la calle Florida ni el boliche de San Martín de los Andes donde me besaron por primera vez ni leer el diario el domingo en un café ni la Pampa ni los aterrizajes en Ezeiza ni los paseadores de perros ni el Sur ni la sensación de tener raíces ni los domingos en San Telmo ni la previsión de la siguiente crisis económica ni los maxiquioscos ni las rotiserías ni la bagna cauda de mi tía Esmeralda ni la vista desde la Torre Porteña ni los conciertos en el Luna Park ni las medialunas ni a mis viejos ni los vecinos de mis viejos ni siquiera a la viuda alegre ni el barrio de Once en que todos ellos convivían en idiomas diversos pero el mismo acento ni la voz de mi madre por teléfono ni el repulgue de las empanadas ni mi departamento de soltero ni la Biblioteca Nacional ni las clases del Instituto Británico ni a mi profesora Sally y su acento de Manchester ni el Botánico ni la pizza con fainá ni las librerías de Corrientes ni ver los episodios finales de la NCF en el cine de mi barrio ni comprar pasta rellena los domingos en la tienda del tano ni las radionovelas ni siquiera a Laura. –No. Extraño el sexo, pero no aquellos ojos grises y su ritmo endiablado o los gritos de mi profesora de inglés cuando acababa y empezaba a arrepentirse ni las seis o siete mujeres argentinas con quienes me acosté hace tanto tiempo, porque el sexo, que es lo segundo que más echo de menos, la segunda ausencia más inmediata en mis carnes, nunca fue para mí algo relacionado con la idea de patria. La idea de patria en mi caso tiene que ver, lamentablemente, con la genética, con la herencia que transmitimos en la sangre y en el semen. Para llegar a la palabra «tradición» (transmisión de conocimiento de generación en generación) tengo que atravesar antes las acepciones de la palabra «tormento»: «Atormentar o atormentarse. Angustia o dolor físico. Dolor corporal para obligar al reo a confesar. Máquina de guerra. Congoja o aflicción. Decir o manifestar fácilmente lo que sabe. Persona o cosa que causa dolor físico o moral: Sus zapatos de tacón son un tormento; su hija es un tormento». Después de casi una hora de conversación trivial, Mario me ha preguntado qué me pareció Los muertos. Recuerdo vagamente esa serie, de la que vi algunos capítulos aislados, pero que nunca me acabó de llamar la atención: demasiado confusa, demasiados personajes, si te despistabas veinte minutos ya era imposible recuperar el hilo. A Laura le pasó lo contrario: vio todos los capítulos y me insistió en que no podía perdérmela. Como tantas otras veces no la escuché, y ahora es demasiado tarde; quiero decir que en aquella época el aplazamiento tenía sentido (la veré, recuerdo que le dije, te prometo que durante alguna de las próximas vacaciones veré Los muertos), pero ahora ya no lo tiene. No la vi, a Laura le encantó, pero yo no encontré tiempo para verla. Daría cualquier cosa por tener conmigo Los muertos, me ha dicho, por poderla volver a ver, pero todas las copias se evaporaron con la Nube o se quedaron en el campamento. ¿Por qué?, he escrito, en inglés, en mi pantalla, mientras pensaba en el milagro que significaba que la misma pregunta apareciera, en el mismo momento, en la suya, mientras la radiación se extendía por mar y tierra y aire entre nosotros. Porque siento que me perdí algunos de sus significados. ¿Y tan importantes son para ti? Sí, Marcelo, sí, en ellos están las razones por las que estoy aquí. ¿A qué te refieres? Se ha cortado la comunicación. Siempre que ocurre eso pienso que jamás podré volver a intercambiar palabras con Mario. La realidad se empeña en desmentirme: la comunicación siempre regresa, pero no prosigue por el mismo camino que se cortó. Quiero decir que lo más probable es que la próxima vez que hable con Mario no me acuerde de preguntarle sobre Los muertos. Supongo que en el fondo no importa demasiado de qué hablamos, lo que alimenta nuestra amistad es el mismo hecho de poder hablar, es decir, de poder escribirnos: la necesidad irremplazable de ese lenguaje bidireccional y compartido. Si Los muertos, Juego de tronos o Eternidad, de las que Laura era una auténtica fanática, no consiguieron atraer mi atención (lo que me separó aún más de ella), como tampoco lo hizo la Gran Novela Americana (un relato audiovisual virtualmente infinito, creado por miles de autores amateurs a partir de unas líneas maestras definidas por Jimbo Wales y su equipo de Wikipedia), en la década siguiente –en cambio– la New Chinese Fiction despertó en mí al fan que en la adolescencia había idolatrado las diversas partes de Matrix. Ahora me doy cuenta de que mi adicción, compartida con millones de televidentes globales, se debía justamente al miedo, porque ése era el sentimiento que Laberintos y sus seis subseries trataba de conjurar, como un exorcismo en cada episodio. Mientras proliferaban las superbombas nucleares y la Nueva Guerra Fría y la Era de la Crisis se incrustaban en lo más hondo de nuestras conciencias, el Ministerio de la Ficción de China producía la obra que arrebataría a los Estados Unidos su monopolio teleserial. Para entonces, las sesiones dobles de series ya eran habituales en los cines; era incluso común que en un multisalas sólo se proyectara un par de películas, de Hollywood o nacionales, y que el resto de la cartelera estuviera ocupada por las nuevas entregas de las series más exitosas. La primera temporada de Laberintos se estrenó simultáneamente en decenas de miles de cines de todo el mundo. Con un reparto internacional, rodada tanto en inglés como en mandarín, la ficción planteaba la existencia de un grupo de náufragos o de prisioneros o de supervivientes –nunca fue aclarado– que aparecía en el interior de una estructura conformada por túneles metálicos. La tensión narrativa se lograba tanto mediante la exploración de esa topografía angustiante, plagada de trampas (placas movedizas, gases de la risa, jaulas polimórficas, pozos sin fondo, duplicaciones de los personajes, enfermedades contagiosas, la amenaza constante de la locura) y de sorpresas arquitectónicas (salas de espejos, oasis, pirámides invertidas, bosques artificiales, ventanas a un exterior inverosímil e inaccesible, espacios sin eco o sin gravedad), como gracias al carisma o la repulsión que caracterizaban a los protagonistas, cuyo único rasgo en común era cierto código, un tanto abstracto, de honor. Los guiones comentaban, semana tras semana, en una clave que muy pronto aprendieron a descifrar los televidentes, los grandes acontecimientos de la agenda geopolítica internacional, deslizando pistas sobre las inminentes decisiones del gigante asiático, de modo que a la discusión del contenido dramático por parte de los seguidores se unió la de los mensajes ocultos que afectaban al equilibrio global. Se aunaron, por tanto, en el espacio del cine y de la pantalla privada, el consumo de evasión y el del comentario político, la telenovela y el telediario. Ningún ciudadano informado de ningún rincón del planeta podía ignorar el desarrollo semanal de la NCF, porque en él se cifraba el del mundo. En la escena final de la primera temporada, cuando parecía que Li Sum, Mo Herrera, Jonathan McCoy, Karl Steven, Harumi Tse y Lolita Electra habían encontrado la salida del laberinto, se revelaba que en realidad sólo iban a salir de una pequeña estructura para penetrar en otra cien veces mayor. Fue entonces cuando se estrenaron las seis subseries, una por cada uno de los protagonistas de Laberintos, en los cines de todo el mundo y, una semana después, en las seis páginas web de la superserie. A modo de flash-backs, con decenas de subactores y una única estrella, narraban los seis caminos personales que tenían que confluir en la escena inicial de Laberintos, en el ingreso a la pesadilla. Tras la emisión del capítulo sexto de las subseries, se estrenó la segunda temporada de la serie principal, de modo que en muchas salas se emitía cada día de la semana el nuevo capítulo de cada una de las siete series simultáneas. Yo no me perdía, los martes por la noche y los domingos por la tarde, las nuevas entregas de La Ciudad Prohibida, la subserie protagonizada por Mo Herrera, y de la propia Laberintos; y, con cierta demora, veía los otros cinco capítulos semanales de la superproducción. Me doy cuenta ahora de que ese consumo satisfacía mi necesidad de ficción, de manera similar a como un bazar chino podía satisfacer tus necesidades domésticas o los informes colmaban mi necesidad de realidad. Nunca olvidaré la última semana de la NCF, la Navidad de 2034, la misma Navidad en que la gripe española se convirtió en una pandemia internacional, a diez años exactos del nacimiento del fenómeno, décima temporada de la serie principal, novena de las seis subseries, un acontecimiento cultural que nos permitió olvidarnos, durante algunos días, de la bionostalgia, de los neonazis, de las superbombas y de la pandemia. La secuencia final de Laberintos está grabada en lo más profundo de mi cerebro, como el nacimiento de Gina, como el nacimiento de Thei, como el superhongo sobre Buenos Aires. Se descubre que cada uno de los laberintos de cada una de las diez temporadas eran en realidad partes de una maqueta, una suerte de hormiguero artificial en que convivían, sin encontrarse nunca, decenas, centenares, miles de microscópicas comunidades humanas. Eso es la ficción, recuerdo que pensé. Durante una década habíamos sido testigos de la evolución dramática de seis personajes que no eran más que minúsculas motas de polvo en un desierto diseñado, en el interior de una urna o de un acuario, por un científico de proporciones divinas, en un laboratorio con las dimensiones del cosmos. Justo antes del fundido en negro definitivo, veíamos cómo sus manos, levemente amarillentas, cogían aquella superestructura que durante diez años había sido el continente de nuestras emociones, de nuestra interpretación del mundo, de nuestras pesadillas, de pronto una miniatura en manos de un dios sin rostro, unas manos y una bata blanca, y la introducía en una ranura en la pared. Una década de ficciones se deslizaba por un túnel de paredes blancas y caía al espacio sideral. Junto a los títulos de crédito, con el logo del Ministerio de la Ficción de China, ciento treinta millones de telenautas vimos aquella red de laberintos soldados entre sí flotar, como una nave galáctica, por el vacío sin rumbo. Al día siguiente, el gigante asiático le declaró la guerra a Corea del Norte y a la República Independiente de Hong Kong. Siempre he visto ese día como el fin de la segunda fase de un fenómeno histórico que se inició casi un siglo antes. El 1 de septiembre de 1945, tan sólo diecisiete días después de la rendición de Japón, miles de ciudadanos de la ciudad de Nueva York acudieron al salón de baile del Henry Hudson Hotel, donde el alcalde de la ciudad ejecutó, con toda la pompa que requerían las circunstancias, el primer movimiento de una partida de ajedrez por radiotelégrafo entre las selecciones de Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A ocho mil kilómetros de distancia, desde el Club Central de Maestros del Arte de Moscú, respondieron al cabo de unos minutos. Fue la primera competición oficial en que participó la U.R.S.S. Hoy me tocaba fregar los platos, de modo que he tenido que permanecer en el refectorio hasta que todos se hubieran acabado sus raciones de sopa en sobre y sus peras en conserva. Los trocitos de verdura flotaban en mi cuenco como astillas o moscas, lejanamente emparentados con los pimientos, los zapallitos y las zanahorias que quizá fueron antaño, cuando ese tipo de asociaciones eran aún posibles. No podía comer al ritmo frenético en que habitualmente lo hago, porque si no la espera sería literalmente insoportable. Por supuesto, lo peor de los días en que tengo que lavar los platos es que alguien puede trabar conversación conmigo, como ha ocurrido en otras ocasiones. La insensata ha sido Susan esta vez: –¿Estás durmiendo mejor últimamente, Marcelo? –me ha preguntado en su inglés británico, tan extraño en nuestra comunidad de anglófonos imperfectos y obligados, desde la mesa cercana–. Últimamente casi no hablas solo... He tardado unos segundos en contestar: –¿Tú también has escuchado el gato hidráulico? Susan ha mirado a Esther y a Kaury, buscando su complicidad, y la ha encontrado; enseguida me he arrepentido de mis palabras y he tratado de disimular. –Perdona, Susan, no había entendido bien tu pregunta, sí, estoy durmiendo un poco mejor. Las tres mujeres se han vuelto a mirar entre ellas, asintiendo. Su portavoz ha proseguido: –La otra noche te vi recorrer el dormitorio, como si estuvieras sonámbulo, era por eso que dices del gato hidráulico… –¿Sonámbulo? ¿Yo? Qué tontería… –he cometido un error imperdonable, no puedo permitir que duden de mi cordura, no otra vez, tengo que olvidarme de la hipótesis del gato hidráulico, del movimiento invisible de Anthony bajo mis pies, de su sombra constante en el sótano, de los crujidos de insecto que no puede neutralizar el Diccionario. –Nos mirabas como si fuéramos animales en una jaula, animales dormidos… –sus palabras han quedado en suspenso cuando Chang se ha sentado a mi lado, con el platito con su pera vibrante en la mano. –¿No os parece muy interesante que los animales tengan la animación, el ánima, es decir, el alma en su propio nombre y que nosotros en cambio no la tengamos? –les he preguntado, excitado de pronto, moviendo la cabeza para abarcar con la mirada a mis cuatro interlocutores–. Homo, homo hábil, homo austral, homo erecto, homosexual, homologar, homólogo, las palabras del hombre no tienen ánima, alma… –En efecto –dice Chang, sin énfasis–, es muy interesante, nunca había pensado en ello. Susan, Esther y Kaury asienten de nuevo. –Hablábamos de los paseos nocturnos de Marcelo –dice Susan mirando el pecho de nuestro coordinador, porque es menos incómodo que abordar su mirada inclemente, sobre todo cuando aparece de pronto al auxilio o al acecho–, le preguntábamos si sigue teniendo problemas de sueño. –Durante algunas noches pensé que había solucionado mis problemas de insomnio –les confieso–, pero por lo que parece no ha sido tan definitivo como creí. Mientras me escuchan, sin bajar la mirada hacia la mesa, clavan con el tenedor pequeños trozos de pera gelatinosa que ingieren enseguida. Siento sus ocho ojos, en esos rostros devastados, clavados en mí; y sus cuatro mandíbulas, en esas bocas terribles, masticar, ensalivar, triturar y tragar esa masa atiborrada de conservantes. Escucho los mordiscos animalescos e ínfimos, como gatos hidráulicos a muchos metros de profundidad en sus gargantas. –Pero no os preocupéis, que la crisis no va volver a repetirse, la tengo bajo control, estoy haciendo una especie de terapia… –Todos esperamos que tu diccionario sea más efectivo en esta ocasión –me dice Chang. –No me refiero al Diccionario… –¿Por eso has empezado a escribir? –prosigue Susan. De pronto he pensado que la desaparición de Anthony ha eliminado el único espectáculo que había en el búnker. Hasta hace unas semanas era posible ir a la celda como quien iba al circo o al zoo, a mirar el pene enrojecido del mono. Ahora sólo nos tenemos a nosotros: ver cómo Chang recorre incansablemente el búnker, cómo Thei dibuja ideogramas con su pincel, cómo Marcelo se desahoga escribiendo. Mientras aguardan mi respuesta y siguen masticando la gelatina insípida, entiendo a Anthony, su hartazgo, su exilio. –¿Escribes sobre nosotros? –inquiere Kaury, con su acento peruano–. ¿Me he convertido en un personaje del escritor Marcelo Ibramovich? Ellas sonríen; en cambio él parece reprenderlas con el ceño fruncido, pero nadie firmaría una interpretación unívoca de ese gesto, que podría significar también complacencia ante una pregunta tan impertinente. –No, no… Son sólo ejercicios de autocontrol… Sin voluntad literaria. –No nos mientas, Marcelo –interviene Esther. –Sabemos que escribes sobre nosotras –dice Susan. –Nos hemos convertido en personajes de una novela –insiste Kaury–, una novela titulada El búnker, del escritor argentino Marcelo Ibramovich, mundialmente conocido en los metros cuadrados subterráneos de Qianmen y sus alrededores. –Dios es el único que puede escribir nuestros destinos, Marcelo –Esther. –Tenemos nuestros derechos, no puedes convertirnos en personajes sin nuestro consentimiento –Susan. –La arrogancia de los porteños es célebre en toda América Latina… –remata Kaury. –Ya sabes lo que ha pasado siempre con las minorías cuando han tomado conciencia de serlo y se han organizado como tales –me increpa Esther–: los afroamericanos, los homosexuales, el pueblo de Israel… –Los incas, los mapuches, los maya-quiché y el resto de etnias latinoamericanas… –prosigue Kaury. –La clase obrera inglesa en los años 20 de este siglo –remata Susan–. Imagina que nosotros cobramos conciencia de ser un grupo representativo, una minoría amenazada por tu novela, víctimas de la mirada masculina de Marcelo Ibramovich… –Como todo el mundo sabe… –desorientado, arrinconado en la esquina más inhóspita del patio del colegio, trato de ganar tiempo mientras recuerdo si ha existido alguna posibilidad de que hayan leído las páginas de este documento– …los seres humanos tenemos derechos y los seres de ficción también los tienen, yo tengo mis derechos y vosotras tenéis los vuestros… –cambio la clave de mi ordenador cada día–. Y yo, yo no estoy escribiendo sobre vosotras, porque eso tal vez podría vulnerar vuestros derechos –nunca me lo he dejado encendido al ir a comer o al lavabo–. Sólo redacto ejercicios de autocontrol sin importancia, si queréis os los enseño ahora mismo… Es imposible que hayan leído ni una sola línea de este libro que jamás será leído por nadie, así que he mentido. Sólo entonces las tres mujeres han empezado a reír. No han sido las carcajadas de los viejos tiempos, sino una risa escasa y nerviosa repartida entre tres bocas, pero risa al fin y al cabo. Me estaban gastando una broma. Son tan pocas las novedades que acontecen aquí que mi dedicación a la escritura ha sido objeto de comentario y de burla por parte de mis compañeros de encierro. Chang lo corrobora: –Me temo que las damas sólo querían bromear un poco, Marcelo –comenta impávido–, hace tiempo que no lo hacían, de modo que espero que no te lo tomes a mal. Ya hemos terminado todos, así que en cuanto te acabes la sopa podrás lavar los platos e irte a dormir, seguro que duermes mejor con el estómago lleno. Con el recuerdo de esas risas tan similares a arcadas, las mujeres se retiran; y enseguida lo hace nuestro líder; y entonces me bebo la sopa en tres cucharadas y me doy cuenta de que, en efecto, duermo mucho mejor las noches en que me he terminado la cena. Es extraño el humor. Mientras crecía el interés global por la reanimación histórica, en el pequeño pueblo de Collinsville, Nuevo Texas, saltó la alarma. Los vecinos no quieren comentar lo ocurrido. Harry McGuire, de The Voice of New Texas, habla de vergüenza y de miedo, tras la intervención de ciento diez agentes del FBI en una operación que fue portada de todos los diarios y de todos los noticieros del mundo. Se podría añadir la palabra «culpa». Ninguno de los mil setecientos habitantes de Collinsville puede tirar la primera piedra. Los que no se enmascaraban ni prendían fuego ni propinaban latigazos ni asesinaban son hermanos, primos, vecinos, padres, conocidos, compañeros de clase o del club atlético de los que sí asesinaban, golpeaban, quemaban, se enmascaraban. Sabían qué estaba pasando y no lo denunciaron. Todos callan porque son cómplices. El 2 de junio de 2018 se reúnen en la biblioteca municipal los profesores de la Escuela Secundaria de Collinsville Tony Carpenter, Jane Morrison y Carl Henderson; han decidido llevar su interés por el Ku Klux Klan, que han estado estudiando durante los últimos años, al ámbito de la reanimación histórica. Se constituyen como sociedad cultural sin ánimo de lucro, piden una subvención estatal y comienzan a programar actividades. La primera, inmediata, es la publicación de un boletín mensual, de dieciséis cuartillas fotocopiadas, donde se exponen los resultados de sus estudios de la historia del Ku Klux Klan en Collinsville (disponible en la biblioteca, en el club de jubilados, en la papelería y en el ayuntamiento; y descargable en la página web de la entidad). La segunda, al cabo de seis meses, es una convocatoria para investigadores especializados en la historia de la organización racista y criminal, con la intención de organizar un congreso el año siguiente con el título «El Ku Klux Klan en la memoria local». La tercera actividad, la más importante, es la recreación de un ritual de la asociación racista, con los papeles invertidos, que fue convocado para el 18 noviembre. Carpenter, Morrison y Henderson son afroamericanos. Con la ayuda de las asociaciones por la dignidad racial del pueblo y de los pueblos vecinos, convocan, por todo lo alto, un Día de la Reconciliación Histórica. Durante semanas se reparten folletos, se cuelgan carteles y pancartas, se reúnen fondos. Los blancos y los negros de Collinsville se hermanan en la preparación de la jornada. Al fin llega el gran día. Las atracciones de feria, las representaciones teatrales ensayadas en la escuela primaria, la exposición fotográfica, el concurso de tartas de zanahoria: todo es un éxito. Anochece. Para el acto de clausura, Carpenter, Morrison y Henderson hacen traer una gran cruz de madera, que es plantada en un agujero que había sido excavado con ese fin. Para sorpresa de todos, los tres líderes se visten con sendas túnicas negras y cubren sus cabezas con un capirucho enfundado en una máscara también negra. Suben al escenario y dicen: «Hermanos de cualquier raza, para que el Día de la Reconciliación Histórica concluya como es debido, es necesario consumar un ritual». Le prenden fuego a la cruz. «Los hermanos blancos, en señal de perdón, deben apagar esta cruz en llamas con aquellos cubos de agua. Sólo así podremos hablar de una auténtica reconciliación.» La propuesta podía parecer lógica si se tenía en cuenta, como hacían Carpenter, Morrison y Henderson, el contexto general (sin salir de América: la gira política de Emílio Cardozo, presidente de Portugal, por Brasil, pidiendo perdón por el genocidio implícito en la mayoría de las conquistas; el reconocimiento público, por parte de la dictadura cubana, de la minoría taína; la clausura de los edificios de Ellis Island y la columna de luz que relumbra cada noche en ella, como reparación histórica por las vejaciones y el trato a los inmigrantes estadounidenses que se dio en aquella institución). Pero no era comprensible en el contexto local. A aquellas horas, tras casi diez de celebración, la cerveza había corrido por doquier. Alguien gritó: «¡Y una mierda!». Alguien le respondió: «¡Calla, imbécil!». Otro intervino diciendo: «Que se calle la madre que te parió». Y lo que tenía que ser un ritual simbólico de reconciliación se convirtió en una batalla campal. A la luz de la cruz en llamas, los blancos y los negros de Collinsville se golpean, se pelean, se arañan, se vapulean, se lanzan objetos, corren, huyen, regresan empuñando bates de béisbol y barras de hierro. El balance es terrible: catorce heridos y un muerto. El muerto es negro. William C. Blake, diecisiete años, último curso de secundaria, estrella del equipo de baloncesto del Instituto de Collinsville. Al parecer, la población blanca del pueblo no se planteó en ningún momento añadir cizaña al conflicto. La población negra, en cambio, desde el principio estuvo convencida de la necesidad de la venganza. En una reunión multitudinaria que se produce en la parroquia el 1 de enero de 2019, presidida por Carpenter, Morrison y Henderson, después de cinco horas de debate acalorado, se llega a una decisión sorprendente. Y se sella un pacto. Desde entonces, cada tres o cuatro meses, un blanco desaparece. Sumarán diecinueve hombres blancos. Ahora sabemos que sus cuerpos fueron enterrados en el mismo lugar, a veintitrés kilómetros de Collinsville, sobre la fosa común en que fueron enterrados diecinueve hombres de color entre 1867 y 1871. Tras haber sufrido las mismas vejaciones que éstos sufrieron: cien latigazos, crucifixión e incendio. Durante seis años, la minoría blanca de Collinsville vive dividida entre el temor y la culpa. El cadáver de William C. Blake planea sobre el pueblo como un santo o un diablo, como una niebla, recordando tantos otros cadáveres de jóvenes negros, un siglo y medio de cadáveres negros en un pueblo que todavía se ve a sí mismo, contra toda evidencia estadística, como eminentemente blanco. Carpenter, Morrison y Henderson siguen recibiendo subvenciones estatales para la realización de sus investigaciones y congresos. Mientras el plan de las diecinueve víctimas, inspirado en los sucesos de 1867–1871, continúa en marcha, descubren que no sólo el segundo KKK, durante las primeras cuatro décadas del siglo XX, también realizó sus rituales criminales en las cercanías de Collinsville, causando al menos tres víctimas mortales, sino que en los años 60 una célula independiente autoproclamada Nietos del Ku Kluk Klan también actuó en el pueblo. Deciden entonces descubrir a sus integrantes entre los ancianos que aún están vivos. Cuando se interesan por Sebastian Brno, que ha pasado los últimos quince años de su vida en una residencia geriátrica, son detectados por el FBI, que investiga a Brno como posible torturador checoslovaco y espía ruso, huido de su país en 1958 y residente en el pequeño pueblo de Nueva Texas desde entonces. La muerte natural de Brno probablemente evitó su secuestro y asesinato por parte del BKKK (Black Ku Klux Klan) y despertó las sospechas del FBI sobre los actos criminales cometidos en Collinsville. A los tres meses, Carpenter, Morrison y Henderson fueron detenidos como líderes de una asociación criminal, en una espectacular intervención federal. Gracias a la llegada de un equipo de forenses especializados en fosas comunes, los diecinueve cuerpos fueron encontrados en avanzado estado de descomposición, mezclados con huesos más antiguos, de ciudadanos afroamericanos del siglo XIX, según los análisis. Y se inició un juicio que todavía no ha terminado. Hoy se cumplen trece años y cuatro meses de encierro; por tanto, hoy se cumplen diez años y tres meses del suicidio de Ling y de Frank; por tanto, hace ciento veinticuatro meses que reconstruyo los hechos sin que ninguna versión me resulte del todo satisfactoria. Porque desde entonces, siempre que es posible, cuando estoy hablando con alguno de los testigos fuerzo la conversación para que me repita el relato de lo que ocurrió aquel día, la narración de aquella ruptura, según el fragmento del espejo que cada cual fue recogiendo del suelo tras la incineración de los cadáveres. Lo único indiscutible es la existencia de un vínculo entre la pérdida de la comunicación con Catherine y sus hijos, Mel y Lian, y la decisión de tomar las píldoras. Catherine es (o era) la hija mayor de Frank. En enero de 2034, ella, su marido y sus dos hijos habían conseguido llegar a una finca de Connecticut reconvertida en refugio nuclear, en cuyo laberinto de kilómetros subterráneos se estaba refugiando gran parte de la red Conqueror, a la que pertenecía la familia. Cuando se cerraron las puertas de nuestro búnker, todavía existía internet tal como lo conocíamos, de modo que Chang y Ling pudieron comunicarse regularmente con su familia desde Pequín. Para entonces, eran el de Connecticut y el de Pequín los dos únicos núcleos familiares en contacto, el resto de los parientes o habían muerto o jamás recobrarían la comunicación con Frank y Ling, por un lado, o con Mel, Lian, Catherine y el padre y marido cuyo nombre nunca supe y nadie recuerda, cuya existencia es todavía más improbable que la de su pareja y sus hijos, de quienes se perdieron las fotografías, los registros, como si su destino fuera ingresar en el mismo territorio donde moran (debo escribir esas palabras) el padre, los abuelos, qué más da si naturales o políticos, todos ellos retazos de un mismo exterminio. Pero en junio de 2035, cayó la Red. De modo que el lugar donde hubiéramos buscado la respuesta a la razón de su propia caída, de pronto dejó de tener respuestas, porque impidió la posibilidad de la búsqueda. La desactivación de los buscadores y de la mayor parte de los servidores globales convirtió la Red en un archipiélago de islas fuera de contexto. A partir de aquel momento, la única manera de encontrar una página web es teclear directamente la dirección exacta en la barra del explorador. Y tener suerte. No puedo saber qué porcentaje de páginas sobreviven, pero son pocas. Yo recordaba al menos ochenta y cinco direcciones; sólo nueve existen todavía. El perfil de Mario, que tuvo la suerte de haber escogido Biomemory como servidor. Y las ocho páginas que sobreviven a mis ojos: la del Museo Británico, la de la Embajada de Argentina en Australia, la de la compañía aérea Magic Wings, la de la tienda de ortopedia Models de Edimburgo, la del club de tenis Parque Roca, la de la red social Mypain, la de la ciudad de San Francisco y la de un parque de atracciones de Moscú. No he encontrado más. La enumeración de esas nueve direcciones que poseo constituye la enumeración de mis nueve vínculos con el exterior. Mis nueve balones de oxígeno. Ni que decir tiene que no conozco forma alguna de comunicarme con Laura ni con Gina, si es que el azar quiso que sobrevivieran. De tanto abrir y cerrar sus fotografías, siento cómo se van perdiendo los píxeles, cómo se van desdibujando sus auras, es decir, sus almas que no existen, es decir, mi capacidad de identificar en las imágenes el recuerdo de mi mujer y de mi hija, sus cuerpos reales, los que toqué algún día. Cuando era niño, soñaba periódicamente que era capaz de volar: sin alas, con mover los brazos era suficiente para elevarme y recorrer el barrio, los bosques y la costanera. Desde que estoy aquí, la pesadilla recurrente me enfrenta a las deformidades de mi hija y de mi ex mujer, que caminan sin pausa por el laberinto de mi cerebro con la piel corroída por las costras, sin pelo, monstruosamente desnudas, a veces ciegas, otras sin labios, sin dientes, sin lengua, sin palabras, aúllan, gimen, producen con la garganta despellejada sonidos guturales, intentan abrazarme, pero yo no lo permito y me despierto. El búnker de mis sueños también ha sido inundado por la luz amarilla, que tiñe sus carnes como el yodo empapa una gasa. Cuando, minutos u horas más tarde, abro el archivo de sus fotografías, las imágenes se han teñido de sepia, de una pátina amarillenta y algún detalle de sus fisonomías se me revela absurdamente deforme. ¿Esas pupilas no son demasiado grandes? ¿Son cinco o seis los dedos de esa mano? A los siete días de haber perdido la comunicación con su hija y con sus nietos, porque cayó el perfil de Lian, Frank tomó la decisión de quitarse la vida. Según los datos que he ido recabando, es muy probable que no le comunicara a nadie su decisión, ni siquiera a Ling, con quien vivía desde la llegada de Frank a Pequín en 2029 como corresponsal de la CNN. Con el pretexto de hacer un reportaje en profundidad sobre los búnkeres de Mao, después de los primeros misiles coreanos sobre Shangai y San Francisco, Frank se las ingenió para instalarse aquí con su pareja. Según me confesaría más tarde Shu, en aquellos meses previos al encierro definitivo, Chang, que llevaba años trabajando en la conversión del búnker en un museo real y gracias a ello se había alejado del enrarecido clima de la Universidad Popular, tenía miedo de reconocer que su intención era cerrar las compuertas cuando cayera la primera bomba, porque él estaba convencido de que el bombardeo llegaría y de que sería mundial y definitivo. Todos aquéllos que no eran chinos y encontraron un buen argumento para entrar, se quedaron. A través de fragmentos de relatos y de confesiones, he ido archivando las vías de acceso de cada cual. Carl ya trabajaba aquí, era la mano derecha de Chang; Xabier y Gustav eran compañeros de Chang en la universidad, los únicos extranjeros; Kaury iba a ser la encargada de la traducción al español de las indicaciones del museo y con esa excusa accedió al búnker, tres días antes de la gran detonación; Ulrike se alojaba en un hotelito de un hutong cercano y se refugió aquí atemorizada por la violencia de las primeras manifestaciones contra la guerra; Anthony era alumno de doctorado de Chang; Esther, que vivía en la misma urbanización cercana al aeropuerto, siguió a Shu desde su casa el día que fue a buscar las primeras maletas, la siguió por el túnel ya poblado de vagabundos, la cogió fuertemente del brazo cuando se encontraba frente a la puerta y le exigió o le suplicó, quién sabe, que no la dejara afuera; Carmela había sido la empleada doméstica de Shu y Chang y la amante de éste y lo amenazó con destruir su matrimonio si no la protegía; yo llegué porque al aterrizar en Pequín, pálido como un tísico, llamé a Shu y ella me respondió desde casa, cuando estaban a punto de abandonarla, y me dijo que en media hora pasarían a buscarme; a Susan la salvaron su idioma y su determinación y el azar, esa abstracción que tanto alivia, y quizá también su brutalidad, que nos prefiguró, clarividente. Qué sencillo parece el párrafo que acabo de redactar. Como si fuera posible enumerar los caminos que conducen a un búnker. Como si cada biografía no precisara, al menos, de una serie de relatos para empezar a ser comprendida. «Revelador»: «Líquido que contiene en disolución una o varias sustancias reductoras, el cual aísla finísimas partículas de plata negra en los puntos de la placa o película fotográfica impresionados por la luz». La luz. –La luz, que sólo debería ser blanca. «Revelar»: «Descubrir o ignorar lo ignorado o secreto». ¿Cómo consiguieron Xabier y Gustav ser profesores titulares de la Universidad Popular? ¿Qué hizo Chang para lograrlo? ¿De qué huían Ulrike y Susan? ¿Por qué Esther dejó atrás a su familia, aparentemente sin remordimientos? ¿Qué matices explican sus relaciones con la maternidad? ¿Ven ellas en Thei a sus hijas y a sus hermanas? ¿O a las amigas que besaron y palparon cuando eran adolescentes? ¿Por qué decidió Chang proteger a Anthony? ¿Qué relación, qué pactos, qué secretos existen entre ambos? ¿Sabía Shu que su marido la engañaba? ¿Por qué me lo confesó Carmela? ¿A qué se debe la chinofobia de Chang? ¿Qué excusa le dio Shu para justificar que yo, en vez de ponerme en contacto con él, la llamara a ella para salvarme? ¿Teníamos tres o cuatro gatos hidráulicos en el almacén? «Revelar»: «Proporcionar indicios o certidumbres de algo». «Revelar»: «Manifestar Dios a los hombres lo futuro o lo oculto». Ling no tenía que estar allí, sino en su puesto de trabajo. Pero, de pronto, sintió que una gota escapaba de uno de sus orificios nasales y atravesaba sus labios. Por un acto reflejo, sorbió el sabor de la sangre. Corrió hacia el lavabo, con el dedo índice, horizontal, presionando. Fue entonces cuando vio salir a Frank del dispensario e introducir la hoja de insumos en el buzón. Entonces se olvidó de su propia sangre y se acercó al buzón, introdujo por la ranura sus dedos, que recuerdo finos y largos como pinzas, extrajo la hoja y la leyó. No dijo nada. Se limitó a esperar. Cuando encontró en la litera que compartían el cuerpo sin vida de él con el frasco de píldoras cobijado en la mano cerrada, la abrió para coger el envase y hacerse con un puñado de muerte, que se metió en la boca, masticó y tragó sin decir nada. Llegabas a la caja para pagar tu compra y el escáner leía el código de barras de tu muñeca. Los lectores de iris, de saliva, de huellas dactilares, de ADN, de voz o de códigos de barra te permitían acceder a tu casa, realizar trámites en línea, facturar tu equipaje en el aeropuerto, arrancar tu coche o demostrarle a una pareja ocasional que no tenías enfermedades venéreas. Todo era legible. Por eso no fue extraña la emergencia de lectores genéticos, para quienes el ADN era un texto similar a un teorema o a una novela. Se expandieron las bases de datos microbianas, encriptadas mediante enzimas: ristras artificiales de información genética sintetizada. Acuarios, piscinas, lagos de información conectados a supercomputadoras. Memorias biológicas cuyas unidades mínimas eran bacterias y microbios, letras de una variedad sin precedentes. Redes vivas de inteligencia artificial: millones de bacterias conectadas, capaces de jugar partidas de ajedrez. Miro mi código de barras. Es absurdo. No sé entenderlo. No sería difícil, con uno de los bisturíes del dispensario, con sumo cuidado, con extrema precisión, recortarlo sin dañar los músculos ni los tendones ni las venas, separar de mi cuerpo ese rectángulo de piel ensangrentada, mi número de serie, el color de mis ojos, mi nacionalidad de origen, los sellos de mi pasaporte, los números de mis cuentas bancarias, mi altura, mi grupo sanguíneo, el patrón de mi ADN, mi año de nacimiento. Lo quemaría, piel y carne y sangre ardientes. O lo guardaría, disecado, en la caja de mis tesoros, junto al peón de plata, las fotos y el bombón. O se lo regalaría a Thei: te entrego el pasado, niña, la identidad del que fui antes del encierro, mi libertad codificada, el gráfico en blanco y negro del sujeto fiscal que pagaba caras habitaciones de hotel y champán para cogerse a tu madre y para engañar a tu padre y traicionar su confianza y su conocimiento, mucho antes de empezar a mirar a las preadolescentes con la lascivia que no sabes leer en mis ojos. Han pasado veinte años desde que viajé desde Pequín hasta Estocolmo para entrevistar a Abraham Eisenstein, el fundador de la red Gran Israel: seis millones de judíos antisionistas con seis millones de números tatuados en sus muñecas. Era ciego. Ciego y venerable, como un gran patriarca. Odioso y fanático, como todos los grandes patriarcas. Patriarca, de pater, niña, de padre. Nunca le he hablado a Mario de las costras, la ceguera, el yodo amarillento de mis sueños ilegibles. Llevo muchas noches sin dormir, me confiesa Mario, en inglés, pensando en la lluvia. ¿Dónde duermes? En una esterilla, junto al escritorio donde tengo la computadora… Durante los primeros años debieron de abundar las lluvias radioactivas. Me imagino que sí. Debía de ser increíble: un espectáculo alucinante. Me gustaría haberlo visto a través de un vidrio blindado, me dice Mario. Yo vi el hongo atómico. ¡No mames, güey! –cambia al mexicano–. El que yo vi era tan pequeño, estaba tan lejos, era tan inofensivo, que no cuenta. Te lo juro, a lo lejos, los dos hongos que destruyeron Buenos Aires. ¿Te acuerdas de King? Claro que sí, le he dicho. A veces yo escribía «bomba atómica» en el buscador y veía, como un idiota, el relato multimedia, las fotografías en blanco y negro de físicos centenarios, planos y esquemas de bombas y de aviones bombarderos, los videos de las pruebas en el desierto de Nevada y en el océano Pacífico y en China y en Paquistán, que se iban encadenando, atravesados por la voz en off, como si aquellas piezas pudieran realmente ser parte del mismo puzle. A mí me ocurría lo mismo con Sharon Stone. King encontraba todas sus fotos, todos sus videos, todas sus películas, todas sus declaraciones y te armaba un cuento: su infancia, el reportaje de Playboy, las películas eróticas, sus metamorfosis de madurez, su oposición a George Bush, su retiro en el Tíbet, su polémica operación de facing para que su otro rostro fuera el de ella misma a los treinta… ¿No digas que te gustaba esa anciana? Un poco de respeto, Mario, no ha habido nadie como Sharon. ¿Sharon? ¿La tuteas? ¿Era tu amiguita? Sharon Stone podría haber sido mi madre, pero con ella, en aquella escena del polvo… ¿El polvo? La cogida, no sé cómo le decís allá en tu país, la follada, the sex scene, con Michael Douglas, se seducen en la discoteca y se van a una cama, con aquel maravilloso espejo… Are you crazy? Are you talking about Basic Instinct? ¡No puedo creerlo! Es la película más tramposa de la historia del cinema noir… Yo no sé nada de cine, Mario, pero sí sé que nunca he podido ni he querido sacarme el cuerpo de Sharon de la cabeza. Yo creí en el cine, Marcelo, en un cine que es justamente la Némesis, el Supervillano, el opuesto perfecto de ese cine, su reverso, tal vez yo ya creyera en él antes de llegar al Mar Rojo, pero de algún modo George, a principios de 2001, antes de que cayeran las Torres, cuando el siglo XX todavía no se había terminado del todo, me hizo creer todavía más en él, hasta un nivel intolerable, la fe absoluta en el cine, en un cine extremo, en un cine más allá del cine. Sharon Stone me cambió la vida, sí señor, mi primera paja. Un cine que estaba en todas partes: incluso en la pantalla del televisor y en la del ordenador. Incluso en los museos y en las chisteras y en las pupilas. Incluso en una isla dejada de la mano de los dioses. Sharon Stone antes de sus operaciones. Sharon Stone, portada en Playboy, donde no la habían querido antes por ser demasiado petisa. Te estás poniendo sentimental, Marcelo. Soy un jodido sentimental. No te creo. ¿A qué te refieres? No creo que puedas ser un sentimental en ese búnker, no creo que en ese búnker haya espacio para un sentimental. ¿Y para un semental? Ya empiezas con las palabras… Tienes razón, hace siglos que no hablaba con nadie sobre Sharon, hace siglos que no hablo con nadie que no sea contigo, Mario, eres mi único interlocutor, tú y el Diccionario, pero el motherfucker del Diccionario nunca me responde. Pues tendrás que conseguir que te responda. ¿Por qué? Porque yo me estoy yendo, Marcelo, tienes que empezar a pensar qué harás cuando me haya ido del todo. No digas tonterías… … ¿Será pronto? No me ha respondido; pero sé que estaba allí: mirando la pantalla, acechando los doce caracteres de mi pregunta, parpadeantes. Sin hambre; no he cenado y me he acostado pronto. Gina y Laura, Laura y Gina, cogidas de las manos, vagabundas, los ojos sin córneas, los brazos tatuados con cifras y barras ininteligibles, toda la noche, suplicándome que las abrazara, por el laberinto de mis pesadillas tintadas de yodo, es decir, por el laberinto de mis ficciones, y cuando yo trataba de hacerlo, me daba cuenta de que ellas no tenían brazos y de que al final de los míos no existían dedos, yemas ni huellas dactilares. Esta mañana he entrado una vez más en la web de Gorky Park. Gustav me dijo hace tiempo que es un célebre parque de atracciones de Moscú, que incluso dio nombre a una película de Hollywood. No hemos vuelto a hablar del tema. Las fotografías están pixeladas. No puedo entender ni una sola de las palabras que, sobre fondo naranja, son repetidas eternamente por el publicista anónimo que las redactó, cuyo nombre quizá esté en la sección de créditos. Un maldito jeroglífico. Sólo los números son descifrables: 9500 rublos (¿el precio de la entrada? ¿algún tipo de abono?) y 8-800-100-04-24 (¿el número de información telefónica?). En la parte inferior de la página hay dos videos domésticos. La cámara del de la derecha enfoca los raíles, la estructura metálica de la montaña rusa, y la ciudad de Moscú, que desde el aire, con el puente al fondo, podría ser Dublín o Buenos Aires. La del izquierdo, en cambio, enfoca sobre todo a una muchacha de larga cabellera castaña que sonríe al principio y se desternilla de risa al final, cuando aumenta la velocidad y llegan los loops y se despeina, el pelo, desordenado, invade su cara, la oculta a intervalos, pero jamás tapa su risa, despreocupada y sincera, dientes blancos como la perla que cuelga de su cuello engarzada en una cadenita de plata. No me canso de mirarla. Antes estudiaba cada una de las fotos, incluso trataba de imaginar qué podían significar aquellas palabras escritas en un alfabeto remoto; ahora sólo veo el video de la izquierda. Ella tiene la edad que tendría Gina ahora. Un minuto y veintiséis segundos. Su risa contagiosa. Y pulso play. Su risa virgen. Y pulso play. Sus dientes perfectos, su pelo sin culpa. Y pulso play. La perla que salta. Las imágenes ostentan a veces sobre mí el mismo poder que las palabras: la misma capacidad para ensimismarme. Ver ese video es como pensar en la palabra «culpa» o en la palabra «duelo» o en la palabra «secreto» o en la palabra «Thei». Como mirarla cuando, en el comedor, disuelve con la cucharilla la leche en polvo en el agua caliente. Como estudiarla cuando, con uno de los pinceles que su padre guarda, con celo extremo, en algún rincón que desconozco, crea de la nada caracteres milenarios y negros sobre la blancura del papel. Como observarla cuando nos hipnotiza a todos, sin previo aviso, como un faro o una santa, en cualquier parte. Como espiarla e imaginarla en la ducha, ese abismo. Ayer ocurrió algo extraordinario. –Sí, sí, extraordinario. Me encontraba espiando los pies de Thei a través del hueco inferior de la puerta (sus pies desnudos, mojados, enjabonados, envueltos en el vapor que asfixia, enjuagados, empapados, con esas arrugas que aparecen en ellos cuando llevan más de cinco minutos inmersos en esos pocos centímetros de agua) cuando vi que se separaban más de lo normal. Thei acostumbra a situar cada uno de sus pies a unos diez centímetros a lado y lado del desagüe, donde el cemento se agrieta ligeramente, en forma de cicatriz o de fósil. No los mueve durante los doce minutos que dura, por lo general, su ducha (menos cuando los enjabona, levantando primero el derecho y después el izquierdo, con infrecuentes pero graciosas pérdidas de equilibrio, durante las cuales yo, invariablemente, me debato entre el impulso de ayudarla y el miedo extremo a ser descubierto). Pero hoy sí los ha movido. Mucho. Como si bailara. O dudara. O estuviera muy nerviosa. O temblara, febril. La ducha ha durado unos dieciocho minutos, durante la mitad de los cuales los pies se han estado moviendo; se ha puesto de puntillas; ha rectificado la posición tras pisar repetidamente el desagüe; y, sobre todo, se han separado muchísimo, a veinte o treinta centímetros del agujero, mientras le temblaban las pantorrillas. El ruido del agua a presión no me ha dejado escucharla, pero estoy seguro de que en su garganta estaba el sentido. La destrucción de la Puerta de Brandemburgo constituye la consecuencia más importante de la reanimación histórica en Alemania. Ocurrió el pasado 21 de diciembre de 2024. La capital presumía de su iluminación navideña; los Papá Noel ofrecían caramelos a la puerta de los comercios; los turistas iban hacia la Isla de los Museos, fotografiaban el atardecer desde la cúpula del Reichstag, circulaban incesantemente por Mitte, se fotografiaban entre los nichos marmóreos del Monumento a los Judíos. Berlín se preparaba para otro fin de año de la Era de la Crisis. Tras el anochecer, los flujos de población se movilizaron hacia sus hogares; los de turistas, hacia sus hoteles. La Puerta de Brandemburgo era, a las tres y cuarto de la madrugada, según las imágenes de las cámaras de seguridad, una mole imperial recortada contra un cielo de acero inoxidable. A las tres y dieciocho minutos: ruinas. El estruendo. La polvareda. La noche fugazmente gaseosa. Ruinas sin muertos. Por un automatismo que aún sobrevive de principios del siglo, las hipótesis oficiales apuntaron hacia un ataque del terrorismo islámico. Era una interpretación inverosímil; pero una interpretación –la única imaginable– al fin y al cabo. Han transcurrido tres meses desde entonces y ya se ha impuesto una versión mucho más fehaciente, que se consigna en este informe. La versión daría para un thriller o una novela negra. Se obviarán aquí el misterio y cualquier atisbo de clímax. Dos son los datos que explican lo sucedido. El atentado fue perpetrado con dinamita substraída de un complejo minero de Renania: el mismo que en 1913 fue asaltado por el comando anarquista Rose, con el objeto de volar una fábrica de cemento reconvertida en factoría militar (operación que no concluyó con éxito). Cuando en 1995 se abrió un concurso internacional de proyectos para la edificación de un Monumento a los Judíos Asesinados en Europa, el artista conceptual Horst Hoheisel propuso la demolición de la Puerta de Brandemburgo y la conservación de sus ruinas a modo de homenaje a las víctimas del exterminio. El argumento último de su propuesta era inobjetable: la larga tradición del imperialismo germánico condujo al nazismo, de modo que la Puerta de Brandemburgo, potenciada por la retórica del nazismo, era un símbolo tan peligroso como la cruz esvástica. Destruirlo era la mejor forma de rendir homenaje y pedir perdón a un pueblo destruido. Y conservar las ruinas de piedra y bronce era la única manera de evidenciar plásticamente que la identidad alemana posterior a 1945 no era la continuación armónica de la anterior a esa fecha infame. La responsabilidad del atentado ha recaído en la Asociación Ayer, probablemente la más importante de la reanimación histórica alemana. El juicio a su comité director se prevé largo. La opinión pública lo comienza a percibir como un juicio al propio Estado, ya que la Asociación Ayer fue enfáticamente apoyada por la presidenta Angela Merkel a finales de 2013 y principios de 2014, como modelo de compromiso cívico y como motor de recuperación económica, y desde entonces ha recibido cuantiosas subvenciones públicas para la aplicación de su programa de actividades de reanimación histórica, que han empleado a 73.400 trabajadores, cuyo sueldo procede en gran parte de esas partidas del Ministerio de la Memoria. En el editorial de Die Zeit del pasado 3 de marzo se lanzaba la pregunta de si el atentado terrorista que ha reducido la Puerta de Brandemburgo a un naufragio de escombros no ha sido de hecho pagado por el Gobierno de la República Federal Alemana. De ser así: ¿no se debería procesar al presidente por financiación de atentado terrorista? La situación se ha vuelto más compleja al descubrirse que se trata de la segunda acción criminal de la Asociación Ayer, pues a finales de 2009 miembros suyos fueron los responsables del robo del célebre letrero («Arbeit macht frei») de la puerta de Auschwitz. La policía lo recuperó a los dos días. Pero se ha sabido ahora cuál era el objetivo de los reanimadores: recibir el año 2010 con la colocación del letrero sobre la Puerta de Brandemburgo. En 1997 Hoheisel proyectó una imagen de la puerta del campo de exterminio sobre la superficie de la Puerta de Brandemburgo, de modo que el artista ha sido cómplice involuntario de dos acciones criminales. Asediado por la prensa, se ha negado a recibirme, pero me ha dicho por teléfono: «El deber del arte es pasar de la contemplación a la acción, pero vuelvo a repetir que no tenía noticia alguna de las intenciones de los miembros de Ayer». Desconocido Mario tenía hoy un mal día. Puedo percibir su grado de nerviosismo según la lengua que utiliza. Cuando está tranquilo, me escribe en español, sin acentos; cuando está nervioso, utiliza el spanglish sin ningún tipo de complejo; cuando, en fin, está completamente fuera de sus casillas, se expresa en inglés y en mayúsculas. Era el caso de hoy. Ha escrito tres veces la palabra «SUICIDE»; ocho, la palabra «MOTHERFUCKER»; quince, la palabra «DEAD»; veinte, la palabra «ART». En cierto momento he dejado de ser capaz de absorber su depresión, así que he empezado a teclear sin leer lo que él previamente había escrito, es decir, he roto la conversación y he iniciado un monólogo. Él no se ha detenido, de modo que nuestro chat de hoy ha sido un doble monólogo simultáneo: uno en minúsculas, en español, con acentos, y el otro en mayúsculas, en inglés, desaforado. He tratado de equilibrar sus exabruptos y su insistencia en la muerte hablándole una vez más –aprovechando que no me leería– de Laura y de Gina. Del día en que conocí a mi mujer, en un concierto de fado de una cantante altísima y soberbia, en un boliche minúsculo de Barrio Norte, a la luz de unas velas que a ella la hacían más linda y a mí más canchero, cuando un vinito llevó a otro y el remis nos condujo a su cama en Vicente López y después un cine, otro concierto, un fin de semana en unas termas del Interior y un asado con sus tíos y mis dos años en Salamanca mientras ella terminaba la carrera y mi regreso y mis oposiciones a la ONU y las suyas al CONICET, dos puntos unidos por una línea zigzagueante que a veces parpadeaba, y un año más, la boda en Lagartos, tres años, la cátedra de Laura en la UBA, doce días de retraso, ocho meses y llegó Gina, que estaba destinada (es una forma de hablar, de escribir) a crear un triángulo, prematura, la cesárea que fue la primera herida que compartimos, tan pequeña en mis brazos exactamente el día en que llegué desde Ginebra, adonde regresé de nuevo con una excusa, una semana más tarde, y ella crecía y yo estaba lejos, a lo sumo una vez cada tres meses, en Buenos Aires o en algún lugar de Europa, yo podía tomarla en mis brazos o agarrarla de la mano, cuando ya caminaba, o aguantarle la bicicleta o ponerle los patines o aplaudirla cuando ganaba un partido de tenis o apagaba las velas de su tarta de cumpleaños, cómo pasa el tiempo, Mario, de pronto cumplía once años y no habíamos pasado más de un año y medio juntos, sumando los fines de semana, las vacaciones, la excedencia de tres meses que pedí para intentar salvar mi matrimonio, nuestro matrimonio, que en realidad me sirvió para descubrir que Damián me había reemplazado en el tercer vértice del triángulo, nos presentó la propia Gina, la pequeña Gina, mi niña, en el club de tenis, con una naturalidad que me provocó un escalofrío demoledor (sentí que se congelaba mi médula ósea y que, no obstante su congelación, se expandía por mi columna vertebral, para agrietarla, quebrarla, pulverizarla: bajo la piel, cada una de mis vértebras se reducían a polvo, junto con la médula, junto con cada uno de los átomos de mis vértebras, de mis huesos, de mi osamenta, un osario). Se ha interrumpido la conexión. Pero he seguido escribiendo. Decidí pedir un permiso de tres meses y quedarme en Buenos Aires, reconstruir mi matrimonio, darle a mi hija la presencia constante de un padre. Durante las primeras semanas se instauró entre nosotros la ilusión de que eso era posible. Laura compraba facturas, pan y el diario por la mañana, antes de irse al laburo; yo pasaba un par de horas haciendo pequeños trabajos de fontanería en casa o estudiando etimología, y preparaba las milanesas con puré de papas y de calabaza, o los ñoquis, o el arroz con verduras, o el bife con papas fritas del almuerzo; por la tarde, mientras la niña merendaba un donut con un vaso de Coca-Cola mirando la televisión, nosotros compartíamos un mate amargo y medialunas con dulce de leche; Laura cocinaba una tarta de zapallitos o de choclo o una pizza cuatro quesos para la cena. Con puntualidad suiza, yo le contaba un cuento y le deseaba buenas noches a mi hija a las nueve y media. Tras ver el capítulo de alguna serie o las noticias de la BBC, entrábamos en la cama como en un campo minado, midiendo el alcance y la intensidad de cada paso, siempre a punto de retroceder. Las veces que hicimos el amor fue con forro y sin preámbulos: de espaldas, con la luz apagada, los orgasmos tardaban en llegar, pero nos sumían después en unos minutos de cariño apaciguador y placentero. En una tregua. Antes de dormirme evocaba escenas de sexo oral y de amor sin plástico, del frenesí sin límites de los primeros años, cuando yo volvía de Europa y los orgasmos se sucedían durante horas en todas las cavidades del cuerpo, sin ningún lugar sagrado. El mayor placer consistía en ir a buscar a Gina al colegio y cruzar por el parque con ella de la mano, poner rostro a sus amigas, a los padres y madres de sus amigas, a sus maestras, después de tantos años de distancia telefónica, en que su mano no tenía peso ni tacto y en que todos aquellos nombres no eran más que una nube de etiquetas. Los martes y los jueves, Laura, que daba clases en el máster de una universidad privada, tenía tiempo de recogerla y de llevarla a sus clases de tenis. Los miércoles la encargada de recibir a los padres a la puerta del colegio y de entregarles a sus hijos era la bellísima Romina Grasse, profesora de dibujo y de música, de cara y espalda y piernas y mirada y manos afiladas, que al caminar recortaban el aire, a quien el día antes de volver a Ginebra invité a tomar un café, en un lugar que colindaba con un telo. Antes de eso, Gina, Laura y yo hicimos un viaje. Durante semanas fantaseamos con las cataratas y, de hecho, llegamos a hacer una reserva; pero en el último momento unas lluvias torrenciales en Misiones provocaron que la agencia nos desaconsejara la visita y nos propusiera, a cambio, el destino de Puerto Madryn, porque era aquélla temporada de ballenas. Fui yo quien atendió la llamada telefónica. Me volví para consultar la alternativa con mis mujeres y sus reacciones fueron opuestas: mientras Gina daba saltitos de alegría y sus aplausos acompasaban la repetición de la palabra «¡ballenas!», Laura empalidecía al mismo tiempo que decía sí con la cabeza, de acuerdo. Olvidé esa palidez durante los días siguientes, durante el vuelo desde Aeroparque hasta Madryn, durante la cena del primer día en un bar de lomitos y hamburguesas, durante la noche en la habitación con tres camas y vistas a un mar cuyo movimiento cetáceo iluminaba la luna, y durante el desayuno al día siguiente en el bufet del hotel, que hizo enloquecer a mi hija con su surtido de panes y mermeladas caseras; la recordé de pronto, como un bofetón, cuando subimos en el microbús de la excursión a Península Valdés y Gina gritó: «¡Damián!» y corrió a darle un abrazo. Los cuatrocientos kilómetros por caminos de ripio, el cielo azulísimo, las once horas siguientes, los pingüinos, los turistas españoles y franceses, el desierto patagónico barrido por el viento, la jovencísima tenista que acompañaba al profesor de Gina, los leones marinos, la lancha desde donde divisamos las ballenas, el oleaje, el acento español, las palabras en francés, la ensalada del almuerzo, los prismáticos, los flashes de las cámaras, las arcadas de aquella mujer tan gorda de Perpiñán, los baches, la metralla que golpeaba las ventanas del vehículo, el cansancio, las miradas inevitables entre Damián y Laura, Laura y Damián, todo se confunde en mi recuerdo en una nauseabunda sucesión de vértigo. Sólo recuerdo con claridad la excitación de la niña, su felicidad al estar viendo aquel espectáculo electrizante junto a las tres personas que más quería del mundo. Fue la última vez que la vi reír. Abandoné Argentina al cabo de seis días, con la intención de no regresar. Pero las intenciones sólo existen para ser quebradas. No sé interpretar las miradas de Susan y de Esther cuando se cruzan con las de Thei, porque en ese instante acuden a mi cabeza «turbación», «amor», «temor», «veneración», «deseo», «esperanza», «memoria», «futuro»: palabras irreconciliables. Cuando Susan sale del vestuario, por ejemplo, cada tres días, dejando a la niña dentro, su mirada está claramente inflamada, pero soy incapaz de adivinar las razones de ese fuego que no había visto en este búnker durante más de una década. –Obviamente, Thei se masturba. No puedo ver sus dedos; no puedo oír sus gemidos; pero no hay duda de que el nerviosismo de sus piernas, abiertas bajo el chorro y el jabón, responde al placer solitario. –Hoy me he pajeado mientras ella lo hacía. Muy rápidamente, con un miedo atroz a ser descubierto (hasta ahora nadie ha entrado mientras yo espero mi turno), sin abrir la cremallera ni bajarme los pantalones, por encima del tejido (la mancha ha coincidido con el perfil del bolsillo). Después, mientras era yo quien se duchaba, he pensado en su descubrimiento. En la rareza de su descubrimiento. En el búnker no hay sexo. Somos una comunidad monástica, que ha transferido los impulsos animales a la esfera del trabajo, que ha somatizado el trauma de todas las pérdidas gracias a la disciplina y al olvido, que ha reprimido la vida bajo el bálsamo inquietante de la luz amarilla, que ha transferido el impulso sexual del colectivo al loco –prisionero–, el pene sucio arrastrándose por el polvo entre los pilares del subsuelo. Somos una comunidad asexuada. En casi catorce años sólo he escuchado tres veces gemidos de carácter erótico. Los tres fueron a causa de la masturbación y los tres se produjeron durante los cuatro primeros años de encierro, en el anonimato uniforme de las cuchetas. Anthony es un animal, no cuenta. Es probable que al principio hayan existido coitos entre nuestras paredes, como los de Carmela y yo; pero estoy seguro de que hace tiempo que se extinguieron. –Coito, he escrito «coito». Es el ambiente más difícil al que se podría enfrentar una adolescente. La naturaleza, pese a vivir en un invernadero, impone su ritmo: ella florece a su debido tiempo, sus hormonas celebran una orgía, su clítoris se activa, su pelvis se ensancha, su útero sangra, crecen sus pechos y sus pezones se erizan, los labios reclaman el deslizamiento de sus dedos. Imagino, bajo el agua, una violación colectiva. Hombres adultos definitivamente desquiciados, con nombres propios: Carl, Xabier, Gustav, Marcelo y Anthony –que emerge de un agujero inesperado con un gato hidráulico en las manos– entran en el vestuario, abren la puerta y la sacan de la ducha con violencia. Ella tarda en reaccionar, no es capaz de entender que sus amigos, sus compañeros de encierro, sus tíos, sus parientes políticos, sus maestros, los amigos de su padre, la estén agarrando con tanta fuerza y la estén obligando a ponerse boca abajo sobre el banco. Ha intentado agarrar la toalla, sin lograrlo. Las yemas de sus dedos tensan, acarician el perímetro de la nada. Y ahí está, con su cuerpecito trémulo contra la superficie metálica. Primero llora; enseguida grita. –Papá, grita, papá, papá, ayúdame, papá. El llanto hace que deje de vocalizar; se van apagando sus quejas. Ni siquiera ha pasado por su mente la idea del sexo, de que eso que está viviendo pueda ser una agresión sexual, porque para ella la sexualidad eran sus dedos resbalando por su entrepierna, sus dedos girando, vertiginosos, alrededor del clítoris, sus dedos y ella, nadie más, ni siquiera la posibilidad de alguien más. El primero en penetrarla es Carl, la torre Carl: sus nalgas, en tensión como sus cuadriceps y sus gemelos, se contraen a cada envite. La vamos penetrando todos, por turnos; mientras su concha está ocupada, nos masturbamos con los pantalones bajados. El grifo continúa abierto y el ambiente ha sido nublado por el vapor. Tal vez por eso, por el vapor que abre nuestros poros y nos hace sudar y recubre la escena de una película espectral, nos damos cuenta de que hay más agujeros que podemos colmar. La boca. El ano. En ese momento aparece su padre bajo el umbral de la puerta, sin dar crédito a sus ojos, grita. Arremete contra nosotros y muere, a causa de una golpiza propinada por hombres desnudos de penes erectos y ojos inyectados en sangre. No dramatices. Controla tu abyección. No seas ridículo. Controla tus palabras: son lo único que tienes. Antes de dormir, vuelvo atrás y busco «orgasmo» en el Diccionario: «Culminación del placer sexual. Exaltación de la vitalidad de un órgano». Leo diez, veinte, treinta veces esa definición en la que trabajé hace más de un año. Recuerdo, una a una, las palabras. Las pronuncio sin sonido. Me calmo. La decisión de crear una red de metro en Moscú se tomó tarde. En 1931 ya había metro en Londres, en Nueva York y en Buenos Aires, entre otras muchas ciudades occidentales. La tardanza, sin embargo, dio lugar a una de las obras de arte más fascinantes del mundo: todas las estaciones planificadas por la Metrostroi fueron concebidas como un único complejo arquitectónico, como una obra colectiva en que muralistas, escultores, vidrieros, arquitectos e ingenieros alumbraron una obra armónica, excesiva y sobre todo memorable. Durante la segunda gran guerra, la red de metro se convirtió en una red de refugios antiaéreos, de búnkeres. En la actualidad, cerca de 300 kilómetros de vías unen los centros y las periferias de esta megalópolis de dieciséis millones de habitantes. Boris Kajpov me cita en el café de la estación de Kíyevskaya. «Espero que le parezca un lugar agradable para nuestra charla», me dice, «esta estación fue construida por los arquitectos Katonin y Golubev, en 1954, en honor del tercer centenario de la reunificación de Rusia con Ucrania, si se fija en los mosaicos verá que representan escenas de fraternidad entre los dos pueblos… Mire aquél de allí, los fusiles, los soldados: rusos y ucranianos lucharon juntos, codo con codo, durante la Gran Guerra Patria, cuatro años, desde 1941 hasta 1945.» Es un cincuentón rechoncho, de aspecto modesto pero de mirada desafiante. No tenía aún treinta años cuando institucionalizó el movimiento de reanimación histórica conocido como Ostalgie. Si en el cambio de siglo se conoció con ese nombre al sentimiento no organizado de nostalgia hacia las formas de vida bajo la República Democrática de Alemania, desaparecida en 1990, a partir de 2013, cuando Kajpov crea la Fundación Ostalgie, se expande el significado de la palabra para referirse a la nostalgia que todos los antiguos países comunistas sienten por el socialismo real. En diciembre de 2000, un 75% de los ciudadanos rusos confesaba echar de menos aspectos substanciales de la Unión Soviética; durante la primera década del siglo ese porcentaje fue oscilando, pero siempre se mantuvo por encima del 22%; en 2009, con las alianzas explícitas que el gobierno de Barack Obama suscribe con el de Hu Jintao, las estadísticas se dispararon. El sentimiento de pérdida se incrementó muy rápidamente y se extendió geográficamente. Los habitantes de Rusia, de las antiguas repúblicas soviéticas y del resto de la Europa del Este, en estos momentos, pese a sus diferencias nacionales y nacionalistas, se están sintiendo progresivamente unidos por la Ostalgie. La nostalgia del Este. Y tengo ante mí, si no a su inventor, sí a quien convirtió ese sentimiento de orfandad en una fuerza política de primer orden. «Nuestro objetivo era sencillo: recuperar silenciosamente los hábitos, las formas de vida, los principios del comunismo», me dice mientras nos tomamos un café y llegan y se van trenes subterráneos de otra época. El culto al pasado tenía que convertirse en un culto al presente. «Había que acabar con los excesos, con el consumo por el mero hecho de consumir, era necesario instaurar una ética del ahorro para que este país pudiera volver a ser una potencia y un ejemplo, y la mejor forma de hacerlo era recurrir a los modelos del pasado, vestir ropas sin marca, desplazarnos en transporte público o en pequeños vehículos nada ostentosos, comer, vivir, hacer vacaciones, proscribiendo el lujo, esa enfermedad.» Rastrear las huellas que nos interesan del pasado, seguirlas, avanzar por el camino que proponen. En el este de Europa la sociedad es absolutamente neoliberal, pero se han ido imponiendo costumbres, formas de vida espartanas. La Fundación Ostalgie tiene ahora sesenta y tres millones de socios en quince países; está a punto de constituirse en el primer partido político transnacional de la historia, con el objeto de presentarse a las elecciones legislativas de esos quince países durante los próximos cuatro años. «No hay duda de que la reanimación histórica es buena», me dice Kajpov mientras apura su café, «no sólo Rusia ha inclinado muy favorablemente su balanza comercial en los últimos años, el ahorro ha permitido una subida consentida de los impuestos, que está permitiendo el rearme nuclear con tecnología punta, el control de las dictaduras vecinas y el reequilibrio global, que durante el cambio de siglo había tenido a los Estados Unidos y a China como protagonistas únicos.» Una multitud desciende de los vagones mientras es observada por los sonrientes personajes de los mosaicos. «Deje, deje, yo invito, y conserve esto, es un regalo», me dice Kajpov a modo de despedida. Sobre la barra hay un dólar de plata. Un falso dólar de plata, acuñado por una impriforma seguramente esta misma mañana, pero que relumbra como si fuera cierto, como si la época a la que pertenece estuviera barnizada de certezas. Rusia, precisamente, ha sido la responsable de una escalada militar sin precedentes en lo que va de siglo, mediante la fabricación de superbombas atómicas o Bombas Y, que ha sido imitada por China, la India, Japón, Corea del Norte y los Estados Unidos. Hay estadistas que la llaman la Nueva Guerra Fría. Si la Guerra Fría nació el día 6 de agosto de 1945, festividad cristiana de la Transfiguración, fiesta de luz, cuando el bombardero B-29 estadounidense lanzó la Little Boy sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, es decir, cuando la carne humana empezó a derretirse, a desprenderse, cuando el sol, por vez primera, descendió a la tierra, la Nueva Guerra Fría ha empezado, en cambio, sin un hecho fundacional, sin calor, sin explosión, como si su lógica fuera la inversa, ir del frío al calor, de la invisibilidad a la historia. –Se ha producido un cambio irreversible. Anthony se ha escapado de madrugada y ha iniciado un juego demencial. –No sabemos cómo ha sido capaz de abrir la puerta de su celda. Como cada dos o tres días, mientras dormíamos, ha salido del sótano por el agujero para comer y beber. Pero esta vez no ha gritado, porque su sed era otra. Silenciosamente, camuflado por la luz amarilla, puedo imaginarlo escondiéndose en las esquinas, agazapándose en las penumbras, avanzando a cuatro patas como un perro, hasta llegar al dormitorio. Con máximo sigilo, consciente de que aquí no puede darse el sueño profundo, se ha acercado a la cucheta de Kaury, quizá ha deslizado su mirada –como un escáner– por el desorden, por los instrumentos musicales, buscando una herramienta, cualquier objeto capaz de saciar su sed de destrucción: un cojín, el cojín en que se sentaba Kaury cuando tocaba la guitarra, por las noches, en los viejos tiempos, ha sujetado el cojín con ambas manos y lo ha puesto sobre la cara de su víctima. Ha presionado con brutalidad y con firmeza. Hasta ahogarla. Puedo imaginar las manos de ella, en el brusco despertar, buscando en el aire alguna razón que explicara aquel dolor extremo; sus pies, golpeando el colchón sin fuerza suficiente como para que el ruido despertara a Susan, que duerme en la litera vecina. Kaury ha muerto. Nadie se ha despertado. –Su muerte ha convivido con nuestro sueño. La voz de alarma la ha dado Carl, bastante tiempo después del asesinato. Hemos sido despertados por su voz apremiante, enseguida secundada por la de Chang; los dos estaban muy nerviosos. El cadáver de Kaury significaba una aberración, un cortocircuito en nuestro sistema: un fenómeno incomprensible. Como pacientes psiquiátricos antes de una ducha helada, nos hemos arremolinado alrededor de la litera y nos hemos quedado allí, mirando la muerte como quien ve agua a presión. La luz amarilla empalidecía su lividez, le daba al dormitorio el aspecto de una morgue. Finalmente, Xabier se ha acercado al catre y le ha tomado el pulso. –No hay nada que hacer. Del barrote de su litera colgaba la funda de su guitarra. –Dice Carl que ha sido Anthony, hay que comprobar si aún está en el búnker o si ya ha regresado al sótano –ha ordenado Chang. Nuestra descoordinación y nuestra torpeza han sido patéticas. Podríamos haber cogido tuberías, o cuchillos, pero supongo que a causa de la novedad y de nuestra inexperiencia, hemos recorrido el búnker con las manos desnudas, mirándonos con miedo, sin ser totalmente conscientes de lo que estábamos haciendo. Cada vez que nos agachábamos para mirar debajo de una cama o de una mesa; cada vez que abríamos una puerta o una compuerta para registrar una habitación, un temblor ridículo se nos contagiaba como un salpullido (o como la histeria). Detrás de cada recodo se escondía un susto. Nunca hemos sido tan conscientes de las trampas que tiende la luz amarilla como en los minutos que ha durado la búsqueda, que sólo podía culminar en comunión o en sacrificio, el cuerpo y la sangre. Carl y Chang nos han llamado desde el extremo oriental. Paralizados en el umbral, sin atravesarlo, las miradas magnetizadas por lo que veían adentro. La calva de Carl y la piel cetrina de Chang relumbraban, como si sus miradas necesitaran de un aura que hiciera más elocuente su mensaje. Carl, armado con un bate de béisbol. Chang con las manos desnudas. Mirad, nos decían, miradlo. A medida que llegábamos, íbamos siendo también magnetizados por aquella visión. Por Anthony. Por su desnudez gloriosa y ridícula, bellísima e hiriente, recubierta por una segunda piel de polvo. Anthony se había situado exactamente bajo el extractor de humos. Desnudo: erecto. El cuerpo vestido de vello, de cabello, que el ventilador removía, esparcía, en una vibración inquietante: desordenada. Parecía un monstruo. La melena hasta los tobillos. Parecía un hombre. La barba blanca y bíblica. Parecía un dios. Su largo pene que recordaba a una ballesta. O una bestia. Las piernas y los brazos recorridos por costras, sangre reseca, magulladuras, cicatrices, lepra. Un dios, un monstruo, un hombre o una bestia enloquecidos, con los brazos extendidos y la mirada perdida hacia el ventilador. Hacia lo alto. Ángel caído: a medida que llegábamos, nos iba mirando, uno por uno. He regresado de mi destierro borracho de oscuridad, parecía decirnos con su mirada. Esto habéis conseguido, locos. Soy vuestra obra. El heraldo del sótano, el mensajero del espejo opaco, la encarnación del otro camino, de la senda que no recorristeis. Soy vuestro engendro. –Me pertenecéis y os pertenezco. Se ha reído. Jamás he escuchado una carcajada tan dolorosa. Tanto para él (sus cuerdas vocales sufrían con esa risa) como para nosotros (nos ha partido el alma, porque nos ha despertado de la estupefacción que su juego había causado en nosotros; de pronto nos hemos dado cuenta de que, años después del suicidio y de la enfermedad mortal, el asesinato también había penetrado en el búnker, de manera que todo lo de afuera podía también afectarnos adentro: absolutamente todo; de pronto nos hemos percatado de que nosotros habíamos creado a esa criatura, porque nuestra decisión de mantenerlo encerrado no había sido suficientemente meditada ni discutida, de que nosotros habíamos matado a Kaury y de que ese cuerpo nos contenía y nos reflejaba, éramos nosotros en potencia, nosotros tras consumar ciertos sacrificios). Después Anthony ha mirado hacia la puerta abierta de su celda, hacia el agujero por el que podría volver a desaparecer. Pero no lo ha hecho. Ha saltado en cambio sobre Esther, que se había adelantado, anonadada, y se encontraba a dos metros de él, y ha tratado de estrangularla. Gustav y yo hemos intentado separarlo de ella, pero era un abrazo de piedra, una gárgola, como si el encierro o el ventilador o el ritual hubieran blindado sus brazos, le hubieran investido de una fuerza sobrehumana. Entonces: la detonación y el silencio. Detonar: «Iniciar una explosión o un estallido, llamar la atención, causar admiración o asombro». Silencio: «Falta de ruido, pausa musical, toque militar que ordena el silencio, omisión de algo por escrito, perpetuo silencio, imponer silencio». Anthony ha caído de espaldas y su pene, erecto y pétreo, ha concentrado nuestras miradas. Rodeado de los pelos rizados de los testículos, del vello del abdomen y de las piernas, y de heridas abigarradas y resecas, se alzaba para apuntar hacia el rostro, súbitamente plácido pese a los ojos tan abiertos. Ha sido la existencia del pecado, de esa prueba de la animalidad del loco, el centro de su ser que concentraba nuestras miradas, lo que ha hecho que tardáramos varios segundos en descubrir la sangre que manaba del boquete. El boquete rojo. Entre dos costillas. El boquete rojo que convertía a Anthony en el segundo cadáver de la noche y cuya existencia, al fin descubierta, nos obligaba a unir la detonación con la herida, como antiguamente asociábamos el relámpago con el trueno. Nos giramos como un grupo de pacientes psiquiátricos que presienten la camisa de fuerza o la cama de electroshocks a sus espaldas. Y en efecto: allí estaban. Chang tenía algo en la mano. Eso: humeaba. Algo: de metal caliente. Una pistola. En efecto: Chang tenía una camisa de fuerza o un generador eléctrico en la mano, porque sostenía en la diestra una pistola todavía caliente. Durante trece años y medio hemos ignorado que existiera un arma en el búnker. Durante trece años y medio Chang ha ejercido el poder y la represión sólo con miradas, sonrisas y palabras, aunque en el bolsillo transportara siempre, de día y de noche, una pistola. Ésa. Al parecer, algunos días después de nuestros monólogos paralelos, Mario leyó lo que yo le había escrito, y escribió un post al respecto, a sabiendas de que yo soy su único lector. Su post es tan demencial que prefiero no reproducirlo. Está escrito en español, spanglish e inglés, en alternancia ilógica de minúsculas y mayúsculas. Me habla en él de su propio triángulo. Me habla en él de Vanessa, su novia durante los dos últimos años en el Departamento de Artes Visuales de la Universidad de Chicago, a quien conoció –si he entendido bien– cuando ambos trabajaban en la biblioteca. Ella era de Phoenix, Arizona, estaba becada, vivía en el quinto piso de una residencia de la propia universidad, en una habitación con vistas al lago Michigan, con sus heladas orillas invernales y su panorama canadiense cada verano. Les gustaba hacer el amor («REAL LOVE») de pie, contra la vidriera, barnizar el cristal de vaho, me ha escrito, mientras las luces de los barcos avanzaban y desaparecían, de camino hacia la frontera. Les gustaba, me ha escrito, quedarse en la biblioteca hasta tarde, cada uno a lado y lado de la misma mesa, descalzos, con un gran vaso de plástico lleno a rebosar de café con leche con polvo de chocolate y de vainilla, los libros amontonados irregularmente, como un skyline entre ellos. Mario vivía en un departamento compartido, en Pilsen, pero pasaba cuatro o cinco noches por semana en la habitación de Vanessa. Y cuando, en agosto, ella se iba al pequeño rancho de Phoenix donde vivían sus padres y sus dos hermanos, él se sentía más huérfano («BUT WE’RE NOW THE REAL & FUCKING ORPHANS») que nunca. Por eso, el verano en que él se graduó, decidió pasar tres meses –tal vez un poco más– viajando por Europa. Y es en el viaje cuando su post empieza a volverse críptico. Esto es, como una película filmada en blanco negro con cámara digital de principios de siglo, sin trípode y mal montada, me dice en spanglish en algún momento. Fue un viaje por la galaxia de mis mitos, me escribe en perfecto castellano. Aterrizó en Londres y tomó un bus hacia Stratford-on-Avon (Shakespeare: «THE KING AND THE KEY»), desde allí fue a Liverpool (The Beatles) y las Tierras Altas (Highlander); cruzó el Canal de la Mancha en un tren que lo dejó en París (Morrison, Rohmer, Celan, Godard), donde pasó tres semanas («until my shoes dijeron no más, man»); después: Gijón (su abuelo), Madrid («como tu con laura quien sabe si no nos cruzamos y yo pense que guapa es esa chava como envidio a ese guey que felices parecen», Zulueta, Lorca, «NO PASARÁN»), Barcelona (Picasso, el grandísimo Picasso, Hemingway), Florencia (Dante), Venecia (Byron, Mann, Visconti), Trieste (Joyce, Magris), Viena (Zweig), Cracovia (Kantor), Sarajevo (Sacco: «I always dreamed con hacer en cine you know lo que he was doing en sus comicbooks»), Tirana (Kadaré), Atenas (Sófocles, Ulysses’ Gaze). A los tres días de vagar por las librerías de Atenas se dio cuenta de que no quería proseguir su viaje por las islas, como tenía previsto, y decidió invertir los treinta días que le quedaban en recorrer Oriente Medio. No había películas ni escritores ni cantantes tras su decisión. El viaje dio un giro de ciento ochenta grados («MAYBE POLITICAL MYTHS?»). Voló a Trípoli. En autobuses locales, viajó a Beirut, Damasco, Palmira, Amán, Petra, Jerusalén, Tel Aviv, el Mar Muerto, el Mar Rojo. Allí conoció a George. Y todo cambió: «todo MOTHERFUCKER todo absolutely EVERYTHING todo todito TODO». Sólo compartieron tres días, en un youth hostel del Mar Rojo; pero la intimidad alcanzó tal grado que ya hablaron entonces de la isla. La idea de la isla, me dice Mario, nació aquel jodido culo del mundo. Era enero. Quedaron en verse a final de año en Nueva York («¡LOS VIVOS! OH, MY GOD ¡LOS VIVOS!»). Éramos unos putos críos y el 11S nos convirtió de pronto en unos putos viejos. George siguió viajando por Jordania. Mario regresó a Atenas y de allí a Chicago. Vanessa lo esperaba en su departamento, un carguero se alejaba por el lago Michigan, hacia una abstracción llamada Canadá. Por primera vez, cogieron en la cama. «¿Has estado con alguien?», le preguntó ella. «NO, LE RESPONDI YO I SWEAR». Pero no era del todo cierto. Éramos tres en aquella cama. Mi triángulo, pese al cuerpo ausente, Marcelo, me ha dicho Mario. El triángulo de las Bermudas donde empecé a desaparecer de todos los radares. Supongo que George y yo estuvimos desde el principio fatalmente enamorados («BUT NOTHING GAY, NO ME CHINGUES»). Pero fue tras la muerte de su hermano en Afganistán cuando él decidió adoptarme. Y Los muertos ocupó el lugar de todos los hijos que nunca tuvimos. El disparo me ha abierto los ojos. Como si del boquete brotara una sangre capaz de entintar el velo que nos envuelve, de modo que los ojos tuvieran que enfrentarse a partir de ahora a una capa de rojo que neutraliza la máscara amarilla y revela la falsedad, que carga las tintas en la dimensión ficcional de los trece años y medio de nuestra vida aquí adentro. Por eso he observado los cuerpos que me circundan con mirada microscópica e infrarroja. Las heridas minúsculas y circulares que tatúan los brazos de Ulrike, como picadas de zancudo: tan sólo prestándoles la atención que nadie les dedica he descubierto que son causadas por la aguja con que se hiere por las noches, pinchazo a pinchazo, cientos de ellos, hasta que se queda dormida. Las pastillas que ingiere Esther, con un disimulo que no consigue apagar del todo la ansiedad, por lo común una por la mañana y otra a media tarde, pero algunos días, dos, tres, cuatro, vertidas precipitadamente sobre la palma de la mano, en cualquier rincón, como si nadie la viera, desesperada: yo estaba allí, a tres metros, observándola fijamente, y no se percató de mi presencia. Las largas conversaciones que Xabier mantiene consigo mismo, mientras comemos o mientras trabajamos, sin apenas mover los labios, como si masticara un chicle, disimulo perfecto logrado a fuerza de gestos de represión, de años de represión, para que nadie se diera cuenta de que habla solo, de que es un loco que habla solo. –De que todos nosotros estamos locos, que hablamos solos. –Como yo aquí, para nada ni para nadie. Y el rictus que, periódicamente, recuerda que la cara de Gustav es una máscara tallada a golpes de machete, como si actuara constantemente y de vez en cuando tuviera que reajustar, frunciendo el ceño, forzando una sonrisa, levantando una ceja, dilatando la nariz, la otra piel que cubre sus facciones; como si se hubiera sometido a una operación de facing y a copia de no activar su otra cara, la suya se hubiera visto obligada a absorber parte de la fisonomía ajena, en tensión con la propia, si es que no son las dos suyas, para no explotar. Para no explotar: ésa ha sido la clave de la contención de Chang durante todos estos años. Pero ahora ha explotado. Su pistola. Ha explotado a través de ella: su válvula de escape. Y en vez de disculparse o de darnos una explicación, ha optado por continuar actuando como siempre, o casi, porque ahora no oculta la amenaza latente, el además posible: si no me obedeces, si te excedes, si rompes las normas, si no eres capaz de contenerte, si no respetas el Pacto, si nos amenazas, si me amenazas, te pego un tiro. –Como hice con Anthony, parece decirnos. Su funeral y el de Kaury han sido tensos hasta el preámbulo del sismo. Decíamos nuestras oraciones, seguíamos las consignas de nuestras religiones, en silencio, mientras sus cuerpos entraban en el horno, mientras todos mirábamos, con mayor o menor disimulo, cómo Esther se tapaba enfermizamente el hematoma del cuello, mientras todos mirábamos, frontalmente o de soslayo, cómo Chang acariciaba enfermizamente su pistola por encima de la tela de la camisa, y pensábamos que era capaz de sacarla en cualquier momento y de dispararnos, para acabar de una vez con esta agonía, una bala para cada uno, sólo una bala, para morir desangrados al mismo tiempo que los muertos devenían ceniza en el horno donde cada dos días incineramos nuestra basura, cuerpos descompuestos, inmerecidamente tristes, podridos, en el interior de un búnker de Pequín, quizá esqueletos de un yacimiento arqueológico en el futuro remoto, tal vez, en el caso de que hubiera balas para todos, porque nadie sabe cuánta munición esconde Chang. «La reanimación es una constante histórica», afirma la investigadora árabe-israelí Rayah Lévi, «no hay más que observar el desarrollo de la moda, en el sentido más amplio del término.» Nos encontramos en su despacho de la Universidad de Basilea. A sus cuarenta y cinco años, aúna determinación y un poso de candidez, como si hubiera sido una adolescente muy ingenua o una joven provinciana y su vida en Europa estuviera tratando aún de borrar de su fisonomía la ingenuidad y la periferia. Es linda. Grandes ojos castaños, pómulos hundidos, labios muy pintados de un granate discreto. Según me explica, los últimos tres milenios de la vestimenta humana se pueden examinar como una recurrente combinación de los mismos elementos, que se abandonan y se recuperan, en una constante metamorfosis. «De la coraza al chaleco y del chaleco al chaleco antibalas, para entendernos, o de las pinturas faciales de las tribus primitivas al maquillaje femenino y de éste al de camuflaje», me sonríe, «y no me mire así, porque la moda es una manifestación profunda del estado de la historia: las mujeres de Tánger, en los años 80, vestían minifaldas y bebían cerveza en público, fue la recuperación de ciertos códigos religiosos y la inmigración rural de la década siguiente las que interrumpieron esa tendencia, que parecía imperecedera, e hicieron que regresara el velo al norte de Marruecos». Lo ha dicho mirándome a los ojos, como una campesina desafiante. Hace dos años que Rayah Lévi documenta cómo Global Justice ha pasado de ser un movimiento de reanimación histórica eminentemente teórico a ser una guerrilla armada y ejecutora de carácter internacional: «Los últimos siete nazis, ancianos casi centenarios, que habían cumplido los veinte años durante la Segunda Guerra Mundial, no fueron juzgados en Alemania ni en Israel; murieron de un tiro en la sien o de una dosis de cianuro en pleno siglo XXI». Como si yo fuera su alumno aventajado, prosigue: «Una vez se hicieron públicas, a la velocidad de internet, esas ejecuciones de ancianos nazis y su justificación, es decir, las pruebas que demostraban su culpabilidad en masacres ocurridas hace ochenta años», las manos apoyadas en el escritorio, «empezaron a ser ejecutados represores de dictaduras latinoamericanas, torturadores del Pacto de Varsovia, verdugos de las matanzas étnicas africanas y asesinos oficiales de los regímenes comunistas asiáticos». Los tres casos más célebres –por eso mismo no abundaré en ellos– son los asesinatos del vicepresidente de los Estados Unidos Dick Chenney, del ex presidente español José María Aznar y del ex ministro de Defensa de Gran Bretaña Geoff Hoon, ocurridos en un intervalo de poco más de cuatro meses, probablemente por su implicación en las invasiones ilegales de Afganistán y de Irak de principios de siglo. Según Rayah Lévi, esos magnicidios prueban el grado de sofisticación de las tácticas terroristas de esas organizaciones, a menudo nutridas por ex mercenarios de servicios de inteligencia. Al menos cincuenta y tres asociaciones vinculadas directa o indirectamente con las políticas oficiales de recuperación y reanimación de la memoria histórica decidieron pasar, a mediados de los años 20 de nuestro siglo, del trabajo social, de la divulgación o del estudio académico a la lucha armada en la clandestinidad. Salvo en casos aislados, se trató siempre de la acción punitiva de un grupo organizado, con un alto grado de investigación previa y con pruebas sólidas de la culpabilidad de la víctima. Si a principios de siglo el Estado fue delegando en las asociaciones de reanimación histórica la responsabilidad de la gestión de gran parte de la memoria común y de un porcentaje significativo de la recuperación económica, durante la tercera década del siglo éstas se adueñaron de la responsabilidad penal del Estado en lo que atañía a la injusticia histórica. Las leyes de perdón y los pactos de silencio se mostraban inútiles varias décadas después de su promulgación, cuando se reanimaban los contextos de represión y de violencia institucionales que los habían precedido. «Le pondré un ejemplo», me dice, «si ya era relativamente difícil mantener el control social en la franja de Gaza durante la primera década de este siglo, imagínese qué ocurrió cuando, ¿cómo podría traducirse?, algo así como la Ola de la Genealogía recorrió los pueblos ocupados, con el apoyo financiero de la Unión Europea y de varias oenegés de los Estados Unidos; bajo ese paraguas institucional, centenares de nietos de víctimas de la guerra de 1948 decidieron comprender a sus abuelos, en una primera fase, y reencarnarlos, después.» «¿Reencarnarlos?», le pregunto, como un bobo, «¿a qué se refiere?». «Me refiero a una suplantación: el deseo de ser tu abuelo, de entender sus razones, de experimentar su frustración, su rabia, su miedo, de sentir lo que él sintió, de vivir lo que él vivió.» La Ola de la Genealogía comenzó creando centros de documentación; prosiguió con acciones educativas en escuelas de los pueblos ocupados y con obras de teatro callejero cuyo objetivo era tanto concienciar a la población palestina sobre los hechos de 1948 como localizar a nuevos nietos de víctimas de la guerra; terminó como una organización terrorista de justicia histórica, que acabó con la vida de veintisiete militares retirados israelíes, cuya participación, cuando eran muy jóvenes, en los fusilamientos y los atropellos de 1948 era indudable. Obviamente, todos esos crímenes no siempre quedaron impunes. Se abrieron investigaciones policiales, hubo encausados, juicios, penas de cárcel. La condena con mayor repercusión mediática fue la pena de muerte, en Alabama, dictada contra los hermanos Stillman, de 20 y 22 años de edad, que asesinaron a quemarropa a los también hermanos Hesse, de 97, 99 y 102 años de edad, antiguos miembros de las SS, granjeros ciudadanos de los Estados Unidos desde 1957, después de haber pasado doce años en la Patagonia chilena. Pero este tipo de acciones criminales provocaron menor actividad penal que diplomática. El asesinato de Ta Sei Wan, que había dirigido un centro de detención durante el régimen de los jemeres rojos en Camboya y regentaba un hotel de playa en una pequeña isla tailandesa, por parte de un comando internacional de la red Global Justice, integrado por dos alemanes, un estadounidense, un israelí y un ecuatoriano, provocó el primer conflicto diplomático remarcable, cuando fueron llamados a consultas los embajadores de Tailandia en esos cuatro países y se descubrió que Global Justice, de hecho, hasta 2019 había recibido subvenciones por parte de los gobiernos de Alemania, Estados Unidos, Ecuador e Israel. La subvención de la historia había desembocado en la financiación de la violencia homicida de un terrorismo que poseía, si no el respaldo, sí la simpatía de buena parte de la población informada mundial. Durante el último mes me he refugiado en el Diccionario como nunca antes lo había hecho. El disparo ha reforzado la autoridad de Chang, pero –paradójicamente– ha cuestionado su función de coordinador. Ahora yo no me atrevería a coger una lata del almacén sin anotarla en la hoja de consumos, pero en cambio no tengo problema alguno en dedicar mi jornada laboral al trabajo en el Diccionario. Como si Chang hubiera dejado de ser mi jefe, mi supervisor civil, para convertirse en el policía. La palabra «tiempo» me ha tenido ocupado durante varios días con sus noches. El Diccionario registra veinticuatro acepciones de la voz, más un sinfín de expresiones y de sentidos figurados. Es fascinante, desde el principio: «Duración de las cosas sujetas a mudanza, época en la que vive una persona, en tiempo de Trajano, estación del año, edad, estado atmosférico; en esgrima, golpe que a pie firme ejecuta el tirador para llegar a tocar al adversario; referencias a la época relativa en que se ejecuta o sucede la acción del verbo». –La ejecución de las acciones. No hay duda de que la palabra «tiempo» es fascinante; no hay duda de que mi trabajo en el Diccionario me fascina. Pero me pregunto si estoy actuando correctamente, si no permito que la lectura me impida pasar a la acción, si la lectura y el subrayado y la memorización no son pretextos para no actuar, para no realizar los gestos que aguardan ser realizados. Después del disparo, quiero decir, después del disparo y de aquello que el disparo ha revelado, ¿no debería permitir que mi lenguaje se descontrolara y descontrolarme yo mismo? Sin espasmos, sin vómitos, con descontrol controlado, para llevar a cabo un plan que restaure la justicia. –Porque Thei merece un futuro justo. El «tiempo de pasión», dice el Diccionario, «el que comenzaba en las vísperas de la domínica de pasión y acababa en las nonas del Sábado Santo». Ya nunca mencionamos a los que dejamos afuera; y si en alguna ocasión a alguien se le escapa un comentario, ni en su tono ni en nuestras miradas podrá detectarse atisbo alguno de culpa. Si acaso, un punto de envidia. Estoy convencido de que todos nosotros hemos pensado en algún momento que fueron ellos los que en realidad se salvaron. No sé si albergamos alguna vez esperanza, pero si lo hicimos, la dosificación ha conducido a las últimas existencias. Por momentos, creo que sería posible aferrarme desesperadamente a ellas, tratar de hablar con algunos de mis compañeros (con Xabier, quizá, quién sabe si también con Gustav o con Esther), resucitar en ellos primero la voluntad de conversar, más tarde la discusión de lo que ha ocurrido, finalmente la posibilidad de intervenir, investigando los hechos, reclamando justicia. Quizá sea demasiado tarde para volver a sentir deseo, furia, sentimientos impropios de unos ancianos; me conformo con que nos regresen, aunque sea tan sólo durante algunas semanas, las ganas de vivir. Temporal. Tempus Fugit. Temporizador. Cuenta atrás. Tiempo geológico, edad, absoluto, compuesto, época, tiempos heroicos, tiempo relativo, fruta del tiempo, tiempo sidéreo, tiempo solar verdadero, de reverberación, pascual, plenitud de los tiempos, perdido, tiempo perdido, tiempos heroicos, propios de los héroes de antaño, inmemorial, bomba de los tiempos, la noche de los tiempos, muerto, para siempre muerto. Magnitud física que permite ordenar la secuencias de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, cuya materia (este texto) altera. Se acorta. Se agota. En esta residencia geriátrica de las estribaciones de Marraquech se aloja Fayid Al-Hasid, uno de los máximos expertos mundiales en reanimación histórica. Tras cuarenta años de docencia e investigación en La Sorbona, regresó a su país de origen para morir en él. La enfermera me acompaña hasta el jardín y, a la sombra de una higuera, me acomoda en una butaca frente a la que ocupa el señor Al-Hasid. Lo sé todo sobre él. Unos meses atrás, entrevisté en Lyon a su hija; el año pasado tuve ocasión de conversar a fondo con dos de sus discípulos. Hace años que leo sus artículos y sus libros, que tanto Wo Chang como Rayah Lévi citan siempre con respeto. Pero ellos son eruditos, académicos, teóricos. Al-Hasid, en cambio, pasó a la acción. Realizada en la Universidad de Nueva York y dirigida por Hayden White, su tesis doctoral versó sobre la ficcionalización de la historia colonial en los manuales escolares franceses. La hipótesis era la siguiente: ¿la incapacidad de un estado para asumir la culpabilidad desemboca siempre en la ficción histórica? La respuesta, tras el análisis de los libros de historia utilizados en la educación primaria y secundaria francesa desde 1950 hasta 1980, era afirmativa. La tesis se convirtió en el célebre Histoire et fiction. Le problème éternel, que le abrió las puertas de la academia francesa, pese a la fuerte oposición de intelectuales de la talla de Henri Meschonnic o Jean Bollack, que veían en su análisis retórico de cómo la historia se relata desde los parámetros de la ficción una defensa del relativismo y, por extensión, del negacionismo. Nada más lejos de la intención del joven Al-Hasid, que defendía en realidad la necesidad de reconocer que los discursos históricos eran ficcionalizados por el Estado y sus agentes, como primer paso hacia una recuperación historiográfica de los hechos tal como ocurrieron. En cualquier caso, gracias a la protección de Pierre Bordieu, entró en la cátedra de Sociología, desde donde inició su proyecto de historiar las tergiversaciones conscientes de la historia francesa y europea y su derivación en supuestas verdades asumidas tanto por la novela o el cine de intención histórica como por la población en general (incluidos los profesores). Tras veinticinco años de docencia, la oficialización de la reanimación histórica supuso para Al-Hasid la oportunidad de dejar temporalmente las aulas para –con una generosa beca de la Fundación Larry Page– estudiar en tiempo real la evolución del fenómeno. Durante tres años redactó el primer Balance oficial sobre la reanimación histórica, que yo leí durante mi curso de formación en Ginebra y que, debidamente reescrito como un texto de divulgación, se convirtió en el manual de referencia sobre el tema, Conflicto de ficciones. Una década de reanimación histórica. Al mismo tiempo, desarrolló el concepto de museo real, que fue de referencia en los años posteriores, según el cual la transmisión de la historia no pasa por la transformación de espacios del pasado en parques temáticos, sino por conservar o restaurar fiel y austeramente, sin concesión alguna al espectáculo, el espacio original. Tras dos años más como consultor externo de la ONU sobre el tema y como profesor a tiempo parcial de La Sorbona, se jubiló. Era viudo. Su única hija se había casado pero no había tenido hijos. Sin el pasatiempo de los nietos, decidió quedarse en París y seguir estudiando el tema en que se había especializado; pero entonces conoció a Pierre. No se conoce su apellido. Nadie ha conseguido localizarlo. Sabemos de su existencia sólo por los diarios de Al-Hasid, una selección de los cuales su hija publicó en Liberation cuando se descubrió todo y ya era demasiado tarde. Pierre había leído Conflicto de ficciones y asistió a una conferencia de su autor con la intención de conseguir una dedicatoria autografiada. Algo le dijo durante aquellos segundos, algo que llamó poderosamente la atención del profesor, algo que no podemos traducir en palabras porque no fue consignado en el diario; pero que hizo que se citaran al cabo de tres días en una cafetería de Montparnasse. Pierre estaba convencido de que la tesis principal de Al-Hasid, según la cual la reanimación histórica era un movimiento de ficcionalización de la historia, un movimiento eminentemente teatral, en que los sujetos interpretaban biografías ajenas, pretéritas, era errónea. La reanimación histórica era una forma de la verdad. La reanimación histórica era una revolución. La reanimación histórica no conducía a relatos, sino a actos, a hechos, a acciones, a la transformación social y política de lo real. Tres citas más tarde, los argumentos de Pierre (o del hombre que Al-Hasid llamó «Pierre» en sus diarios y que sólo describió como un hombre cansado, cuyo rostro estaba recorrido por arrugas y por cicatrices) desembocaron en una revelación. Él era parte de la Resistencia. No de una asociación llamada Resistencia, sino de la Resistencia. La Resistencia francesa. La misma Resistencia que se había opuesto al ejército alemán durante la ocupación. Deslizó un pasaporte por la superficie de mármol de la mesa, entre las dos tazas. El profesor lo abrió: le había sido expedido el 12 de noviembre de 1938 a alguien llamado «Pierre» (los apellidos no fueron anotados en el diario). El viejo profesor franco-árabe miró a su interlocutor con expresión desconcertada. Entonces Pierre alzó la mano derecha y se acarició el lóbulo de la oreja derecha con los dedos índice y pulgar. Su rostro vibró, se desencajó, tembló violentamente durante apenas tres o cuatro segundos: entonces la cara de Pierre, la cara de Pierre en el año 2025, fue reemplazada por la cara del otro Pierre, la cara de Pierre en el año 1938. Desaparecieron las agudas arrugas de la frente, la gran cicatriz del pómulo, la breve cicatriz de la ceja izquierda, la casi imperceptible cicatriz de la barbilla. Aparecieron una poblada barba y el arrojo de quien tiene veinte años y está comprometido con una lucha que flirtea con la muerte. Fayid Al-Hasid había visto en televisión algún caso de facing, pero nunca había contemplado una metamorfosis en directo. Tardó en darse cuenta de lo que estaba descubriendo. Quizá balbuceó. O derramó café. O tiró sin querer la cucharilla o la servilleta de papel al suelo. Se trataba de una transformación molecular, física: gracias a aquella tecnología, un hombre podía ser dos hombres. Si alguien había estudiado a fondo la biografía y la personalidad de otra persona, hasta interiorizarlas, la operación de cirugía estética le permitiría encarnarla. Ser su carne. La reanimación histórica entraba en una nueva fase. El facing era ya una realidad global: en aquel mismo instante podían existir un millón, diez millones de personas como Pierre, como los dos Pierre. Pertenecía a una célula de la periferia parisina, formada por catorce hombres que se habían sometido como él a operaciones de facing. Provenientes de mundos en progresiva desarticulación, como el agrícola o el industrial, se habían conocido en un curso de ocupación laboral, en que se les adiestró para explicar en primera persona la Segunda Guerra Mundial a alumnos de cuarto y quinto año de primaria. Durante los primeros tiempos de la reanimación histórica, esos quehaceres habían recaído en auténticos veteranos de guerra; pero su progresiva desaparición, mientras aumentaba la demanda de esas actividades, cada vez más presentes en los programas escolares, llevó a la formación de hombres maduros, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y ocho años, que se encontraran desempleados, como sustitutos de los veteranos originales. Pierre y sus compañeros jamás se habían interesado por la historia europea del siglo pasado, pero empezaron a hacerlo a través del fetichismo (la transcripción de las conversaciones con Pierre fue obviamente tergiversada por el profesor Al-Hasid, que integró su propia interpretación en las palabras de su informante), es decir, de los uniformes, las medallas, las armas antiguas, las fotos de época, por la admiración que todos esos objetos despertaban en los jovencísimos estudiantes. Viudos, divorciados o solteros empedernidos, pronto se volvieron adictos a aquellas dosis de empatía. Comenzaron a quedar los fines de semana para asistir a conferencias o a cursos sobre la segunda gran guerra; se intercambiaban novelas históricas, biografías, atlas bélicos; y los domingos por la mañana iban al mercado de antigüedades de la Place de la Contraescarpe a la zaga de boinas, petacas, cigarreras, navajas o viejos relojes de bolsillo. Fue allí, un año y medio más tarde, cuando detectaron a Hans Peter. Uno de los vendedores a quien preguntaban habitualmente si había recibido novedades del frente (Al-Hasid pone el acento en cómo el lenguaje de la futura Resistencia se iba codificando, se iba aislando, se iba convirtiendo en una isla dentro del idioma francés) les dijo que acababa de venderle un diccionario de cifrado, francés-alemán, publicado en Weimar en 1937, a un curioso personaje que aparecía también todos los domingos, solo, a primera hora de la mañana, llamado Hans Peter. Siete días después, tras ponerse de acuerdo con el vendedor, Pierre y Mathias se apostaron en un extremo de la plaza y esperaron la llegada del alemán. Compró una bala. La estuvo mirando, largamente, en un café cercano; lo siguieron a través de varias calles, una plazoleta, dos líneas de metro, una avenida, tres calles más, un callejón y el laberinto de un polígono industrial. No entendían las razones de aquella persecución: la estaban llevando a cabo porque sentían que así debía ser, en modo de piloto automático (de ese modo llamaron, a partir de aquel día, a los raptos de la voluntad, al dejarse llevar). Hans Peter entró en una nave de cristales barnizados de polvo. Una nave que parecía abandonada. Y, en efecto, la planta baja, un almacén de unos trescientos metros cuadrados, estaba vacía y sucia; pero el primer piso, al que accedieron por la escalera de incendios de un callejón donde permanecían aparcados tres jeeps, en cambio, estaba habitado. No podían creer lo que estaban viendo. Era una suerte de cuartel: una cocina de campaña y una gran mesa de madera con restos del desayuno; otra mesa, mayor, cubierta de mapas, tres escritorios con computadoras al fondo, junto a seis literas; dos enormes impriformas, industriales, las mayores que habían visto en sus vidas; estanterías por doquier, con latas, con garrafas, con cajas, con armas, con dinamita, con libros; y entre la cocina, las mesas, los escritores, las literas y las estanterías, once soldados alemanes con uniformes de las SS. Reconocieron el mobiliario, los uniformes y la atmósfera por las viejas fotos de los años cuarenta que coleccionaba Jean-François, el más joven del grupo. Ver las imágenes convertidas en volúmenes, en cuerpos, les provocó un temblor que los atenazó durante todo el trayecto de regreso a París. El resto de la investigación fue exclusivamente informática. Marcel Louis era adicto a los videojuegos bélicos en red y hacker aficionado. Gracias a las matrículas de los jeeps, la dirección de la nave industrial y los datos que habían reunido sobre Hans Peter a través del vendedor (nacido en Múnich, cuarenta y cinco años, aproximadamente una década en Francia, antiguo empleado de la planta parisina de Renault, coleccionista de objetos sobre la Segunda Guerra Mundial), fue descubriendo una maraña de la que aquellos once soldados alemanes eran tan sólo una pequeña parte. Tanto ellos como otros ciento doce individuos se habían sometido a una operación de facing en la misma clínica del XI Arrondissement. Marcel Louis accedió a sus archivos. Extrajo de ellos los rostros de la identidad originaria y los de la nueva identidad, con los nombres que correspondían a ambas. A través de Google Person buscó pacientemente hasta dar con la clave: los ciento veintitrés soldados eran ahora otros tantos miembros del escuadrón de las SS que estuvo activo en París entre 1941 y 1945. Veintitrés de ellos murieron durante la guerra. Dieciséis fueron juzgados. Tres fueron extraditados desde Brasil a Núremberg en 1947. Uno fue capturado por una célula del Mossad en 1956 y fue juzgado en Tel Aviv y condenado a muerte. A los demás se les perdió el rastro. No es difícil suponer lo que ocurrió después: atracaron un taller mecánico, consiguieron 17.500 euros en efectivo y tres coches deportivos descapotables, que les reportaron 42.000 euros más, y con ese dinero resucitaron a catorce miembros de la Resistencia histórica y empezaron a prepararse para la llegada de la guerra. Cuando Pierre y Al-Hasid se conocieron, hacía ya tres años que el último miembro de la Resistencia se había sometido a la operación de facing. Habían perpetrado dos atracos más; tenían un almacén alquilado, con abundante armamento y explosivos; habían localizado a otros dos escuadrones de las SS y vigilaban sus movimientos; Marcel Louis se había especializado en criptografía y Gustave y Pierre habían aprendido alemán. Al-Hasid vivió todos aquellos descubrimientos con fascinación: después de tantos años de estudio teórico de la reanimación histórica, estaba viendo con sus propios ojos hasta dónde había sido capaz de llegar. Hasta aquel momento, Global Justice, la red Gran Israel, el movimiento Ostalgie, la Comunidad de los Duelistas, la red Conqueror, la Asociación Ayer y tantos otros movimientos, asociaciones, redes, comunidades, asociaciones o clubes de reanimación histórica habían sido para él palabras, textos, informes, artículos. Era la primera vez que tocaba la historia reanimada con las yemas de sus dedos. El rostro del otro Pierre, aquel rostro de los años cuarenta, las bombas de gas mostaza y lacrimógeno, los pasaportes, los uniformes: todo era auténtico. No una reconstrucción, no un simulacro, no una ficción: pura historia viva. Pura historia viva avanzando hacia la muerte. ¿Debía denunciarlos a las autoridades? ¿Debía hacer públicos todos aquellos descubrimientos? La respuesta a aquellas preguntas ya la había formulado por su cuenta Arthur, el líder de la Resistencia. El viejo profesor lo descubrió demasiado tarde. Por eso no puede responderme. Por eso la saliva resbala por la comisura de sus labios sin que él pueda evitarlo. Por eso sus ojos están perdidos y no varían ante mis palabras, pues aunque pueda escucharlas, seguramente no alcanza a entenderlas. Soy consciente de que esta peregrinación no tiene sentido: pero tenía que hacerla. Para darle las gracias. «Gracias» le digo, a la sombra de la higuera, sin atreverme a cogerle las manos. Su mirada desnortada, su boca cerrada y no obstante babeante. Yo me voy, ellas se quedan. La ausencia de Mario, controlar la palabra «tiempo» y espiar a Thei con obsesión microscópica e infrarroja ha propiciado algunos resultados. He descubierto que Kaury llevaba años cosiendo, remendando, adaptando la ropa femenina que hay en el búnker al crecimiento de la niña; que Ulrike guarda varios cirios en una caja de cartón, debajo de su cama, a partir de los cuales fabrica pequeñas velas, decoradas con cenefas, pintadas con delicadeza y tesón, para regalárselas a la adolescente; que Susan y Esther lavan, por turnos, su ropa interior, periódicamente manchada de sangre. Aunque durante el desayuno y durante la cena recibe exclusivamente las atenciones de sus protectoras, la persona con quien más tiempo comparte, más que con su propio padre, es Carl. Carl, la mosquita muerta. Durante el almuerzo, he escudriñado en vano sus rostros (los finos rasgos de Thei, sus ojos levemente rasgados y tal vez perfilados con un lápiz heredado de Kaury; la frente inacabable de Carl, prolongada por la calva sin mácula), los puntos que constituyen pacientemente sus caras, porque su expresión era de máxima contención; pero al cabo de unos minutos me he dado cuenta de que sus piernas se rozaban, fugazmente, y que él aguantaba (firme) la mirada de la niña, mientras ella se ruborizaba durante un segundo. Carl, el cincuentón. Él la prepara como futura operadora de la sala de control; pero no hay duda de que la relación que existe entre ellos tiene poco que ver con la habitual entre un profesor y su alumna. Carl, el técnico, el tecnócrata, el presunto robot, la torre negra. Después de la cena, Thei ha regresado a la sala de control, a todas luces fuera de su horario de formación. Carl: hijo de la gran puta. La he seguido. Carl y sus doscientas flexiones diarias. La puerta estaba cerrada; pero en uno de los extremos de la sala hay un diminuto respiradero que comunica con un pasillo. El cuerpo de Carl: negándose a envejecer. Los he espiado. Carl, la madre que te remil parió. Había música. Miraban una pantalla, que bañaba sus caras con destellos. Él ha sacado una botellita de licor y dos pequeños vasos de plástico. El controlador de las provisiones tiene sus propias reservas. Tras servirle dos dedos, Carl le ha enseñado a Thei cómo hay que beberlo: de un trago. Ella le ha obedecido y después se ha puesto a toser, lo que ha sido recibido por él con una carcajada, que a su vez ha provocado la risa nerviosa de ella. Ya te acostumbrarás, creo que le ha dicho. Han hablado, sin mirarse, con los ojos hipnotizados por la pantalla, durante cerca de una hora. Después ella se ha ido. He provocado un encuentro casual en el pasadizo: me ha dicho «buenas noches, Marcelo», en un hilo de voz y con el aliento ligeramente alcoholizado. Yo he estado a punto de entrar en la sala de control y destrozar cada una de las pantallas utilizando la cabeza de Carl como bate de béisbol. Para calmarme, he trabajado, subrayado, memorizado una única palabra, durante horas, la misma palabra, «transfiguración»: «Del latín, transfiguratio. Femenino. Acción y efecto de transfigurar o transfigurarse. En religión: Estado glorioso en que Jesucristo se mostró ante Moisés y Elías en el monte Tabor, ante la presencia de tres de sus discípulos». Actuar. Perseverar. Ser paciente. Acudir al respiradero. Espiarles, asomarme a sus vidas. Descubrirlo. Saberlo. Saber que ven porno. Me susurra, memorizado, el Diccionario: «pornografía»: «Tratado acerca de la prostitución, carácter obsceno de obras literarias o artísticas». Sin literatura y sin arte, el porno aumentado, la realidad virtual pornográfica, el sexo con muñecas replicantes, el porno tridimensional, el porno en primera persona, aquel mundo virtual a escala 1:1 que recubrió por completo nuestra realidad, al desaparecer nos dejó a solas con nuestra memoria del placer, con el itinerario de nombres (huellas) que conducía hacia las ruinas (de los cuerpos). –Ven porno juntos. Porno antiguo, elemental, primitivo, pero porno. El hijo de las remil putas, la mosquita muerta, el redivivo de Carl ha encontrado una página porno y le ha enseñado a Thei qué es el porno y ha creado un oasis de exceso, de voyeurismo, de libertad en su sala de control. Es probable que en términos jurídicos se trate de perversión de menores, pero desde un punto de vista estético es bello y siniestro y estremecedor. –Y profundamente envidiable. Es una envidia muy distinta a la que provocaba en mí que Anthony hubiera conseguido escapar de la luz amarilla. Es una envidia punzante, que zozobra y me desestabiliza. A menudo beben juntos y el licor los relaja y ríen, charlan, escuchan música, como dos viejos amigos o como dos desconocidos cuyas vidas acaban de cruzarse, qué más da. Lo importante es que Thei hace lo que debería hacer cualquier chica de su edad. El problema es que su pareja es cuatro décadas más viejo. Los viernes por la noche, mientras Chang juega su partida de ajedrez semanal con Xabier, Thei y Carl ven videos porno. Los he espiado por tercera vez. Ven diez o doce videos de algunos minutos de duración. Los primeros, en silencio. A partir del tercero o el cuarto, Carl humedece su dedo índice, desliza su mano derecha en el interior de los pantalones de Thei hasta alcanzar su entrepierna y la acaricia, con suavidad y con insistencia, sin mirar cómo la niña pestañea con lentitud, se relame, se encoge leve, nerviosamente de hombros; hasta que ella acaba mordiéndose los labios. Eso ocurre hacia el octavo o el noveno video. Después, ella masturba al viejo. La semana pasada estuvo a punto de hacerlo con la boca, pero se reincorporó en el último momento y prosiguió con la manita. Yo me muero de rabia, desde el respiradero; me muero de odio; de celos. Me muero de ganas de matarlos. Envidio sobre todo la mirada de ella: los ojos muy abiertos, imantados a la pantalla, la boca pronunciando, sin emitir sonido alguno, los gemidos, el placer, los orgasmos de los actores y actrices, profesionales o amateurs, proferidos en silencio. «Transfijo»: «Atravesado o traspasado con un arma o cosa puntiaguda». «Transfixión»: «Acción de herir pasando de parte a parte; frecuentemente hablando de los dolores de la Virgen». Cuando yo mismo me alivio, desaparecen mi violencia y mi odio y se atenúa mi envidia. Y empiezo a admirar a Carl, que ha sabido crear una burbuja de deseo y de placer en este monasterio desabrido y apocalíptico. Pero eso no quita que no sienta a veces la tentación de descuartizarlo. Y que no piense muy a menudo en decírselo a Chang. Creo que Thei todavía se preserva. No tienen más que un ritual, un ritual que realizan sentados, verticales, sin considerar la posibilidad de acostarse. Un ritual extraño, barroco como todo lo que es filtrado por la luz amarilla, que no riñe con la virginidad. No obstante: ¿para quién se reserva la virginidad de Thei? ¿Quién será el afortunado o el maldito? ¿Quién la violará o responderá a sus insinuaciones? Todos tenemos más de cuarenta y cinco años; ella aún no ha cumplido los catorce. Si algo no tiene sentido en este pozo, es considerar la posibilidad de la perpetuación de la especie. Nunca imaginé que me reuniría con un informante en una milonga de mi propia ciudad, porque toda mi vida huí del tango. Me ha citado a las doce en punto, en la mesa más alejada de la pista, donde media docena de parejas formadas por minas asiáticas y ancianos locales bailan sin énfasis. Aparece con esmoquin y un clavel rojo en la solapa. «Buenas noches, usted debe de ser Marcelo», me saluda. «Y usted Joaquín Pellegrini», le digo, a mi vez. «En efecto», se sienta y me pregunta si me parece bien que pida una botella de Chandon. Entre sendas copas y un platito de maníes, con un cigarrillo rubio apagado en su boquilla de nácar, me narra su experiencia en la Comunidad de los Duelistas. «Bailo tango desde siempre, mis viejos me inculcaron la necesidad de ser fiel a las tradiciones y yo he hecho lo propio con mis hijos, por eso ellos van al Club Milanés cada sábado, a la cancha de River cada domingo y a clases de tango un par de veces por semana; en el rubro profesional, fui árbitro de fútbol durante muchos años y ahora laburo como contable de la Federación», habla muy pausadamente, como si además de masticar las palabras, las fuera digiriendo, «se puede decir que mi vida era bastante convencional, ordenada, digamos, casi perfecta; pero hace ahora exactamente diez años descubrí que mi esposa estaba teniendo una aventura con un compañero de trabajo.» No supo cómo reaccionar. Aprovechó una convención en Mendoza para discutir el nuevo reglamento que entraría en vigor en la temporada 2028-29, para tomarse unos días de descanso y afrontar su problema personal. «Una noche, en el hotel, a las dos o las tres de la madrugada, después del quinto whisky, un árbitro mexicano, experto en historia de los reglamentos, me habló de la Comunidad de los Duelistas, a la que él decía pertenecer, un club de personas que habían recuperado los valores tradicionales, que creían en el honor y lo defendían mediante el duelo.» Cuando regresó a Buenos Aires, visitó la página web de la comunidad y profundizó en ella. A medida que fue entrando en nuevos niveles de información, fue sometiéndose a formularios personales que, una vez superados con éxito, le brindaban claves de acceso a documentos sobre la historia del duelo, sobre el reglamento consensuado por la Comunidad, sobre cómo conseguir armas adecuadas, sobre cómo comunicar el reto, escoger a los padrinos o llevar a cabo el duelo en sí. «Yo no estaba demasiado abierto a las asociaciones de reanimación histórica», me confiesa, «porque en la Argentina están muy politizadas, sobre todo por los peronistas, recuerde cómo se empezaron a regalar alegremente viajes a Malvinas o a Tucumán sólo para conseguir votos y para que se embolsaran la guita los amigos hoteleros de los políticos turros; pero esto era algo diferente, una manera muy pensada de recuperar los valores perdidos, los valores en los que yo siempre había creído, pese a que concretamente el del honor, el del derecho irrenunciable al honor, no lo hubiera considerado con la atención que merece.» Las historias que avalan la recuperación de la tradición del duelo, vigente hasta bien entrado el siglo XX, son elocuentes. «¿Conoce usted la historia de la Curie?», me pregunta mientras se lleva la copa de champán a los labios. Ante mi negativa, me comenta: «Cuando se descubrió que la dos veces premio Nobel Marie Curie mantenía una relación adúltera con el también científico Paul Lengevin, que estaba casado, la prensa atacó duramente a la física francesa, trasladando la cuestión moral a su integridad profesional, por su condición de hembra; la restitución de su honor pasó por cinco duelos, los cinco a propuesta de otros tantos defensores de la dama, ante los ataques furibundos de la prensa y de sus enemigos». Tras mucho pensar en ello, Joaquín Pellegrini declaró su intención de ingresar en la comunidad, fue sometido a una entrevista por un miembro de Buenos Aires, fue aceptado, pagó su cuota, solicitó asesoría sobre su caso, compró dos revólveres Smith and Wesson de principios del siglo pasado, fue a ver a su rival a la oficina donde trabajaba su mujer, lo abofeteó con un guante de piel, le entregó un sobre con las características del reto y se fue: «El tipo nunca se presentó en el galpón, mis dos padrinos, compañeros de la comunidad, me dijeron que era normal, que no me preocupara; mi esposa pasó un mes en un hotel, después regresó a casa y me pidió perdón por todo; ahora somos una familia bastante feliz». La mía no es una familia feliz. En la misma ciudad en que Joaquín Pellegrini rehízo su vida, se ha deshecho la mía. Es agradable estar aquí, rodeado de bailarines, sintiendo las burbujas en el cielo de la boca, hablando sobre la inofensiva Comunidad de los Duelistas, postergando informes sobre otros movimientos y grupos que sí son peligrosos, que sí contribuyen a la desestabilización de la geopolítica internacional, que sí amenazan la seguridad internacional. Tengo que viajar a Santiago de Chile para entrevistarme con Amadeo Gutiérrez, analista de la bionostalgia: un movimiento eco-terrorista que considera necesaria la recuperación de especies biológicas extinguidas, como virus, bacterias, algas, corales, insectos o cepas de enfermedades. En Ciudad del Cabo me espera James Keltridge, uno de los fundadores de la Apartheid Association, que durante más de una década ha defendido las supuestas ventajas sociales de la política racista sudafricana, sobre todo mediante la elaboración de videojuegos, y que ahora se plantea concurrir a las elecciones parlamentarias. Y debo entrevistar en San Diego a Mario Luis Santana, presidente de la red América Hispana, que durante dos décadas ha reivindicado las raíces católicas e hispánicas de los Estados Unidos y que muy probablemente sea el candidato demócrata a las próximas elecciones presidenciales. Me despido de Joaquín Pellegrini, un poco ebrio, y tomo un taxi. Me voy al hotel de Chacao donde me alojo y comienzo a redactar este informe. Como ustedes saben, estoy casado y tengo una hija; viven aquí, en Buenos Aires, pero no paso la noche con ellas, sino en este hotel que ustedes pagan como pagaron el Chandon y el taxi. Como pagarían a la puta de lujo, una de ésas que enseñan las lolas operadas en los programas de televisión, si ahora mismo levantara el teléfono y pidiera una. Ni siquiera voy a verlas. Viven con otro hombre. Tienen otro padre, otro marido, que me vuelve innecesario. Y es por culpa de ustedes. De estos informes que ustedes me encargaron redactar, hace ya tantos años. Es culpa de ustedes que yo haya perdido a mi hija. No, no me miren así, supongo que algo de culpa también es mía, si es que alguien está ahí, mirando. No hubo una investigación sobre la fuga de Anthony. Asumimos el exilio en el sótano y la apertura de su celda, la muerte de Kaury, su desnudez bestial o divina, el hematoma de Esther, el disparo y el entierro de la víctima y del verdugo, unidos en la cremación, dos tallas desiguales y sin voz quemándose en la misma llama, sin preguntarnos por qué ocurrió. Nos hemos acostumbrado a que la realidad sea constantemente truncada, me ha respondido el Diccionario. Truncado: adjetivo geométrico, el enésimo cilindro. «Truncar»: «Cortar una parte o alguna cosa; cortar la cabeza al cuerpo del hombre o de un animal; interrumpir una acción, dejándola incompleta; quitar a alguien las ilusiones o esperanzas; dejar incompleto el sentido de lo que se escribe o lee». Pero he descubierto un nuevo monitor. A fuerza de horas de espiar a Thei y a Carl a través del respiradero de la sala de control, he podido identificar cada uno de los instrumentos, de los aparatos, de las computadoras, de las pantallas. Hay una que nunca se enciende cuando Thei está adentro. Es un monitor pequeño, de unos quince centímetros por veinte, muy antiguo, de los años noventa, que Carl sólo conecta cuando se encuentra a solas. Es imposible descubrir qué ve con él desde el ángulo de los agujeros donde siempre que puedo me apuesto a observarlos. Sólo puedo interpretar sus ojos. Fascinados. Severos. Controladores, mientras observan lo que ese pequeño televisor proyecta. Como aquellas tardes de la adolescencia, que transcurrían en la espera frenética, febril, del momento en que Sabina Monteforte, la dueña de la lavandería, con sus grandes y grávidos pechos, siempre enfundados en vestidos negros, cerrara el negocio, subiera los dos pisos de escaleras, entrara en su casa a menudo cantando canzonettas napolitanas, dejara la barra de pan en el mármol de la cocina, pusiera al fuego la pava, abriera la puerta del cuarto de baño, entrara con desparpajo en el cuarto de baño, se situara frente al espejo del cuarto de baño y, tras arreglarse el cabello con los dedos, se llevara las manos a la espalda para bajar la cremallera y permitir que el vestido de luto se deslizara por su cuerpo para enseñarme, a través de la ventana del cuarto de baño, sus negras bombachas de encaje, incapaces de contener aquellas nalgas carnosas, sus enormes tetas sin sostén, que recuerdo pesadas y rotundas, con los pezones morados, como si las viera ahora, toda una vida más tarde, porque vi la misma película muchos días seguidos, casi un año, hasta que conoció a otro hombre y se mudó; como en una película a cámara lenta, yo veía, aquellas tardes de verano, plano a plano, a Sabina Monteforte en el salón, en la cocina, en el baño, a través de las tres ventanas que daban al patio de vecinos que compartíamos, sin saber nunca si aquellos minutos de desnudez que me brindaba la única viuda del bloque de departamentos eran inconscientes o un regalo para mi imaginación y mi mano derecha; así ha transcurrido el día, en el mismo infierno de la espera, pero la excitación era terror, un terror que me excitaba. Porque a las siete de la mañana he cogido laxante del dispensario sin consignarlo. He tenido la cajita, todo el día, en el bolsillo izquierdo de mis pantalones. Por momentos me parecía una rata, muy viva, que trataba en vano de salir de su encierro. Una ratita de laboratorio que me hacía cosquillas en el muslo. Pasaban las horas, comíamos en el refectorio, trabajábamos, nos dispersábamos por el búnker. Me encontraba siempre con Carl, en todas partes. Deseaba tanto laxarme yo mismo, por miedo a ser descubierto; dudaba, siempre a punto de abandonar el plan que me había impuesto. No esconderme, arriesgarme, actuar esta vez, para no acumular más pérdidas, ver a Sabina Monteforte desnuda aunque pudiera descubrirme y por tanto me arriesgara a que no volviera a dejar la ventana abierta del cuarto de baño -como hacía por la mañana, antes de desnudarse para la ducha–, a que no pudiera volver a disfrutar de sus pezones morados ni de sus nalgas palpables que solamente en sueños pude palpar. Finalmente ha llegado el momento de la cena. He sido el primero en servirme. Garbanzos mezclados con el contenido de la última lata de albóndigas en salsa atiborrada de conservantes. A cada cual le correspondía un puñado de garbanzos y una albóndiga. Me he comido la mitad, con ansia, y he deshecho una pastilla bajo la otra mitad. El polvo blanco ha sido tintado por el tuco. Cuando han ido llegando los demás, ya no había garbanzos en mi plato. Me he levantado, con la intención de tirar los restos de albóndiga al cubo de la basura, pero Carl me ha cogido el brazo: –¿No me digas que vas a tirar eso? –me ha preguntado. La rata insistía en mi bolsillo, con la piel morada por los nervios. En su mirada había aflorado un deseo vasto, incalculable. –Estoy desganado –le he dicho. Ha pinchado el manjar con su tenedor y me ha dado las gracias. Entonces, la mirada de Thei se ha interpuesto entre nosotros. Por lo general, en estos casos la comida que sobra se le da a ella; pero por primera vez me he dado cuenta de que la adolescente es consciente de ese poder. Había desafío en sus ojos, una tiranía que ha chocado frontalmente con el deseo de Carl. Ha vacilado durante un instante, durante el cual me ha angustiado imaginar la diarrea de la niña Thei, las horas en el retrete, su ano irritado; pero él se ha zampado enseguida el trozo de albóndiga envenenada. No es momento de analizar las razones de ese conflicto. –Lo importante es que ha ingerido suficiente laxante como para mantenerlo en el baño al menos una hora. Y he esperado a que volvieran al centro de control. Más nervioso aún que durante el día, recorrida mi piel por huellas palpitantes de ratas moradas, pensando en el inminente espectáculo pornográfico que verían mis ojos, he aguardado a que llegara mi momento. Cuarenta minutos más tarde, Carl ha improvisado una excusa para que Thei se fuera y ha salido corriendo de su feudo en dirección a los retretes, sin detenerse a sellar la puerta con la clave de seguridad. Yo he entrado y he conectado el monitor misterioso. Y he descubierto algo que era mejor seguir ignorando. Que era mejor que permaneciera cubierto. Porque significa que debo dejar de una vez el refugio del Diccionario; que debo intervenir. En el monitor, cada cuatro segundos, se ve una dependencia del búnker. El comedor, el gimnasio, la celda, el dormitorio, el almacén, el dispensario, la sala de descanso y el incinerador. Desde diferentes perspectivas. Una docena. Hay un sistema de circuito cerrado. Hay cámaras en el búnker. Somos vigilados. Somos vigilados por Carl. Somos registrados por Carl, la mosquita muerta, el hijo de remil putas, el panóptico Carl. Me he ido. Temblando. El temblor de todo el día multiplicado por mil ratas moradas, por mil viudas vecinas, exhibicionistas, desnudas y muertas. Sin dejar rastro de mi presencia. Con todas mis palabras hirviéndome en el reverso de las cuencas de los ojos, más negros que nunca, me he enterrado en el catre. «Transverberación»: «Transfixión. La fiesta de transverberación del corazón de Santa Teresa». Tras demasiadas semanas de ausencia, Mario ha regresado para formularme la pregunta de siempre: ¿Has llegado ya a la palabra «utopía»? No todavía, pero lo haré pronto, ya estoy trabajando en la u. He vuelto a visitar la website de SF, me ha dicho Mario. Que yo sepa, San Francisco es la única ciudad que continúa existiendo en la red. Te pasas tres décadas acostumbrándote a encontrar, con un clic, cualquier calle de cualquier ciudad del mundo, sus líneas de metro, sus monumentos, sus imágenes emblemáticas y también las marginales, su belleza y sus cloacas, todo, y de pronto te quedas sólo con una única ciudad, la última de las ciudades virtuales. No puede ser casual que sea San Francisco. Es absolutamente casual, porque todo lo es. Me he pasado cerca de dos horas dando vueltas por la web, es muy aburrida, pero toda esa política es fascinante, supongo que porque ya no existe. Es una página web aburridísima, plagada de fotografías y de videos de mítines políticos y de información administrativa; pero contiene una imagen que se me antoja crucial. La red de metro. La red de metro de San Francisco era una cruz. Una cruz inclinada. Sus cuatro extremos son las estaciones de Crossroads y Fremond (noroeste, sudeste) y End-city y Barack District (suroeste, noreste). Creo que en esa cruz está el sentido oculto de la ciudad. Algunas de las estaciones tienen, como la propia ciudad, nombres latinos: Embarcadero, San Bruno, San Marcos, El Cerrito, Castro, San Francisco, San Diego, Nueva Tijuana… También en el bilingüismo está la clave. Los extremos en inglés, conteniendo los topónimos en castellano. Están todas las claves, pero no sabemos descifrarlas… O peor aún, podemos descifrar el detalle, pero no el todo… Marcelo, estás raro, y mira que te lo dice uno que siempre está raro, ¿qué ocurre en el búnker? Tengo que pensar aéreamente, ver la ciudad desde el cielo, tratar de recubrir ese mapa con las capas que le faltan, el asfalto, las aceras, las plantas de los edificios, las azoteas, ver el todo, interpretar el todo. Okey, okey… ¿Tienes un plano del búnker? Dibújalo, si no lo tienes, te ayudaré a pensar tu mundo desde arriba… Desde el cielo. El cielo no existe. Vivimos sin cielo. Vivimos contra natura. Somos una aberración. Aberrantes. No merecemos existir. Mi deber es investigar la apertura de la celda de Anthony, encontrar al culpable de la muerte de Kaury, quitarle la pistola a Chang, detener la perversión de Carl, salvar a Thei. Chang no lo sabe. Chang decidió que de todos los miembros de la comunidad el más adecuado para Thei era Carl. Chang lo sabe. Por eso sigue cediendo a la partida de ajedrez de los viernes por la noche. Chang decidió antes de que todo eso ocurriera que su hija tenía que ser educada por Carl, que de él heredaría la sala de control, la información, el contacto más real que poseemos con el exterior, el lugar donde algún día quizá sabremos –o sólo sabrá ella, porque los demás habremos ya muerto– que podemos abrir la puerta, que la vida afuera vuelve a ser posible. Chang ha sacrificado una parte del alma de su hija sólo por esa posibilidad. Yo bauticé a George, me ha dicho Mario, no sé si entiendes las consecuencias de eso, de un bautismo en Tierra Santa, recrear a una persona, enterrarla en el lodo y sacarla, renovada, de él, bañarlo en ti, en lo que tú representas, impulsarlo en una nueva dirección, definitiva. Y su alma de padre entera. O no. Chang sabe que hay cámaras. O no lo sabe. Qué importa. El alma no existe. Sospecha de algo que está escondido o por suceder. Chang tiene una pistola y no dudará en volver a utilizarla. ¿A quién de los dos debería retar a duelo? ¿Quién sería mi padrino? ¿Con qué armas batirnos si sólo hay una de fuego? ¿Has llegado ya a la palabra «utopía»? No todavía, pero lo haré pronto, ya estoy trabajando en la u. He vuelto a visitar la website de SF, me ha dicho Mario. Hoy Thei me ha pedido que le cuente la Guerra. El temario de Ulrike acabó en 2025, me ha dicho en tono de queja, quiero saber qué pasó después… Hablaba sin afectación, transparente: era sincero su deseo de saber qué ocurrió, por qué estamos aquí, las líneas intermitentes que conducen hasta su nacimiento y nuestro encierro. Cerca de catorce años no han sido suficientes para prepararme para ese momento. Durante todo este tiempo de luz amarilla no he hecho más que releer mis informes y pensar en las causas de la Guerra, en la sucesión de factores que la provocaron; pero para ser sincero conmigo mismo debo confesar que poco o nada he pensado sobre la Guerra en sí. Evoca en mí un archipiélago: la metáfora fundamental para pensar un mundo que hasta hace casi catorce años fue representado por la metáfora de la red. Pero hoy Thei me ha pedido que le cuente la Guerra. Y le he prometido un relato. Tengo que pensar en cómo imaginar los puentes que unen las causas con el archipiélago. Reconstruir esa maraña de puentes. Porque por vez primera nos encontramos con una guerra sin relato. Con una guerra sin historiadores. Con una guerra sin cuadernos de campo. Con una guerra que demasiado pronto dejó de ser narrada por corresponsales de guerra. Con una guerra sin sentido impuesto a posteriori. Con una guerra sin datos. Con una guerra agujero negro. Con una guerra sin aviones derribados ni cajas negras de aviones caídos en combate. Sin enciclopedias. Sin videojuegos. Sin seminarios universitarios ni actas de congresos. Sin restos de helicópteros calcinados a las puertas de un museo. Con una guerra sin videos hechos por soldados, sin mensajes de soldados, sin juicios sumarios por filtración de informes secretos. Sin clases de historia que expliquen las causas y las consecuencias de la guerra. Ni documentales ni simulaciones holográficas. Sin películas bélicas. Sin museos de la guerra. Sin memoriales. Sin rutas turísticas por campos de batalla o por ciudades devastadas. Sin mutilados de guerra. Sin turismo de guerra. Sin novelas históricas. Sin víctimas civiles con nombre y con apellidos y con rostros y con heridas cicatrizadas. Sin veteranos de guerra. Sin balance de víctimas. Sin discusión sobre el balance de víctimas. Sin revisionismo. Sin negacionismo. Sin niños que jueguen a la guerra. Una guerra vacía. Sí: vacía. Como un puente que ha sido dinamitado y cuyos restos se ha llevado un río que con el paso del tiempo se ha quedado yermo, seco. –Te contaré la guerra –le he dicho–, déjame unos días para que me prepare la clase, pero antes tienes que ver esto. Y le he mostrado, en la pantalla de mi ordenador, mi perfil de Mypain.com. Con Ulrike trabajó la historia de internet, porque ella posee mucha información en papel sobre el tema. Le he preguntado si sabía lo que era una red social y me ha dicho que sí. De todas las redes a las que yo pertenecía, le he explicado, sólo ésta continúa activa, aunque ya no se puede añadir información ni interaccionar con nadie, sí es posible mirar los perfiles tal como quedaron petrificados. –Esta red era una especie de juego, un juego muy serio, cada uno de los participantes debía escoger un personaje de ficción que hubiera muerto, que hubiera sido asesinado por su creador, si se puede decir así, y tenía el deber de resucitarlo, de dignificar su memoria en su nueva vida. Yo escogí a Hans Castorp, Thei, el protagonista de una novela de Thomas Mann que se llama La montaña mágica; no queda claro si muere o no, porque en las últimas páginas Mann escribe «bajo la lluvia del crepúsculo», y se despide de él por nosotros, diciendo «¡Adiós, Hans Castorp, hijo mimado de la vida!», dejándolo en un limbo entre la vida y la muerte, pero yo asumí su muerte y lo reencarné. La pólvora, la imprenta, el telégrafo, la dinamita, la bomba atómica, de cómo todo eso nació de una causa noble, de la sed de conocimiento, pero fue conducido hacia la infamia y la destrucción, ése es el tema que aborda Thomas Mann. Lee esas citas, Thei, que seleccioné de la novela. Lee esto: «El filántropo no puede admitir diferencia entre la política y la no política. No hay no política, todo es política». Y lee ésta, aquí, en la columna de la derecha: «Sin duda Hans Castorp le veía temblar como individuo ante tal acto de terrorismo, pero veía también cómo se hinchaba el pecho al pensamiento que se trataba de un acto que liberaba a un pueblo y que iba dirigido contra el objeto de su odio». Siéntate en mi ordenador, Thei, navega por Mypain, lee perfiles, pasajes de novelas, comentarios: eso es lo más parecido que ahora tenemos a la Historia. No sé si habrá entendido que yo pronunciaba la palabra con la inicial en mayúscula. Sumamente nervioso por otra responsabilidad que cargar sobre mis espaldas, he ido al Diccionario y me he propuesto llegar hasta la palabra que siempre me reclama Mario. Se lo debo. He tardado siete horas. Uralonito, ursina, usanza, usina, usuario, ustión, útero (matriz de la mujer y de los animales hembras), utilero, utilidad, utilitario, utilitarismo, utilizable, utilización, utilizar, útilmente, utillaje, «utopía o utopia»: «Lugar que no existe; plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». «Utopista»: «Que traza utopías o es dado a ellas». He pensado en Morgan Go y en Susan Taylor Boyle durante mis días en Nápoles. Hay en esa historia una teoría optimista de los gestos que perviven, un saliente al que agarrarse para no caer por el precipicio de la Historia. No sé si todavía se leen en voz alta los chistes del New Yorker y del New York Times en la Little Chess Society de Tribeca; no sé cuál es la duración de la gestualidad que significa una memoria. Pero en las calles de Nápoles he leído «Panificio» en la puerta de una panadería y me he acordado de las panificadoras de Buenos Aires; y en una novela policiaca ambientada aquí me he encontrado con la costumbre de acompañar la pizza con cerveza, lo que siempre hice con mi abuelo y con mi viejo y con los muchachos, los domingos de partido, en la cancha o en el bar de Julio; y Gino Saviano me ha recibido en su casa, para hablarme de la Società del Ricordo Violento, en el décimo piso de un condominio, la palabra que utilizamos en la Argentina para referirnos a este tipo de edificios. Laburo, chibo, birra, zuchini, qué culo, rotisería, laborar, tarantela, raviolis, el gesto de juntar las cinco yemas de los dedos y moverlas a la altura de los ojos, el fútbol con Messi al frente, cierta tendencia a la teatralidad, sabores, la corrupción, la pasta, la pizza, el sistema académico, la cultura de la queja. Mi abuelo paterno y mi tatarabuela materna eran napolitanos. Casualmente, ambos pasaron sus infancias en la misma calle, la Via Toledo. He tenido que tomar el tren para entrevistar a otros dos miembros de la Società del Ricordo Violento. La misma línea ferroviaria me ha llevado primero a Castellammare di Stabia y más tarde a Sorrento, en una de cuyas terrazas frente al mar escribo este informe mientras el sol vibra como una bola de cristal al rojo vivo en la boca de quien inocula con su aire el vidrio ardiendo. El tren, de los años cincuenta, tenía asientos reservados para mutilados de guerra. Por si no ha quedado claro, este informe no contiene la transcripción de las entrevistas que he venido a hacer. Escribo lo que me apetece. Después de tanto tiempo de hacerme el boludo (tengo que ser fiel, también a esas palabras), ha llegado el momento de afrontar la realidad. Hace años que viajo adonde me viene en gana, sin superior alguno que apruebe o desapruebe mis desplazamientos, sin supervisor alguno que decida la conveniencia o la importancia de algún encuentro o entrevista determinados. Jamás he recibido ningún tipo de respuesta concreta acerca de alguno de mis informes, que demuestre que han sido realmente leídos y no sólo procesados. Mis tarjetas de crédito, que supuestamente son controladas, jamás se han negado a pagar ninguno de mis gastos (tampoco los de los hoteles de lujo adonde llevé a Mari Carmen, a Susan, a Rayah y a Shu, las facturas de los restaurantes, el alquiler de limusinas, los balnearios, los masajes, el champán francés de madrugada). No he recibido ninguna reclamación o queja por esos gastos, sufragados por las Naciones Unidas, ni tampoco por el hecho de que ya haga un año que escribo los informes en castellano y no en inglés; y que uso la primera persona; y que emito juicios de valor; y que describo situaciones emocionales; en fin, que no sigo el manual de estilo. No es descabellado imaginar que los ordenadores de la Comisión de Informes de Estrategias de Recuperación de la Memoria Histórica albergan millones de informes como los que he escrito durante los últimos años, que nadie lee, que no importan, que no son más que la justificación de un gasto anual, de un presupuesto que tiene que ser consumido para ser reeditado. Supongo que estoy condenado a ser un escritor sin lectores. Un escritor que se ha profesionalizado como adicto a la distancia y como informante y que ha escrito para nada, para nadie, para un ordenador sin conciencia lectora. Un escritor en un búnker, escribiendo para sí mismo, después de haber perdido a su mujer y a su hija. Un escritor huérfano entre huérfanos. Un enorme pelotudo. Eso es todo. Eso es todo: le digo a Thei. He hablado durante cinco horas y media. Estoy exhausto. He generado una cronología, una sucesión de hechos, cuatro hilos conductores (las biografías de cuatro posibles protagonistas), anécdotas puntuales, una cartografía mundial, momentos de tensión, incluso diálogos inventados y un sinfín de elipsis. Hormiguea por todo mi cuerpo la sensación de que esas elipsis se han convertido en focos de infección o en cánceres o en hematomas o en hernias discales. Como si me hubieran dado una paliza o hubiera sufrido un contagio o un accidente y las consecuencias fueran para siempre, irreversibles. He dicho al menos cien veces «inexplicablemente». Al menos cincuenta veces «demencia». He dicho al menos veinte veces «lo siento». Tantas veces: «Tercera Guerra Mundial», como si eso, sin su tradición discursiva, sin su enciclopedia, sin sus versiones cinematográficas, significara realmente algo. Eso: algo: exactamente. Thei no me ha interrumpido ni una sola vez. Me estudiaba, totalmente concentrada en mi discurso, mirándome a los ojos cuando no debía prestar atención a los esquemas que yo garabateaba sobre el papel, sin la afectación o la impostura de cuando era niña y simulaba un interés hiperbólico en las letras que trazaba o en las palabras que leía. Era su atención absoluta y sincera no sólo la razón de ser de mi reconstrucción, sino también la de la propia Guerra. Quiero decir que la Guerra ha existido durante cinco horas y media porque ella ha tenido la fuerza de voluntad tanto para formular la pregunta como para escuchar la respuesta. Durante cinco horas y media «Guerra» ha sido una palabra que se dilataba y se dilataba, para albergar cada vez más contenido. De hecho, sólo he mencionado una vez la palabra «paz». Al final de mi soliloquio, sin venir a cuento, cuando le he dicho: «Yo conocí a tu madre el día que a Bob Dylan le dieron el premio Nobel de la Paz». No sabía quién era Bob Dylan, pero sí estudió en su día la biografía de Alfred Nobel, de modo que algo ha podido comprender en el horizonte de los mitos que no compartimos. –No entiendo por qué nunca hablabais de la Guerra –ha dicho cuando he callado–, empezaba a creer que no teníais las historias ni las palabras necesarias para ello. No le he dicho que a veces dudo de la existencia de Stephanie Meyer, Rayah Lévi, Gino Saviano y Boris Kajpov, porque esos cuatro nombres se han ido vaciando de biografía para convertirse en palabras, es decir, en símbolos. No le he dicho que cuando la Ficción vence su enésima partida de ajedrez contra la Historia, ganamos algo, importante, decisivo, pero perdemos muchísimo más. No le he dicho que ella ha sido y será mi única lectora, aunque no haya leído todavía ni una sola de mis líneas. –Mann tiene razón, todo es política, pero también todo es Historia, con hache mayúscula –ha dicho Thei, toda una mujer. A la vejez, tras tantos años dedicados a escribir informes, hoy he empezado a creer en la literatura oral. –Pero no hay duda de que el pasado no existe sin el futuro, sin un lugar que existe en el hoy, que demuestre que el pasado tuvo, que sigue teniendo sentido y que puede sostener un proyecto de futuro –ha proseguido–, por eso necesitaba que me contaras la Guerra, Marcelo, muchas gracias –me ha cogido las manos, trémulas, y de pronto me he dado cuenta que, tras cinco horas y media sin conciencia de sexo, era de nuevo un hombre sublevado–. A renglón seguido me ha preguntado si teníamos La montaña mágica en nuestra biblioteca. He experimentado un dolor finísimo, bisturí de láser, en el centro del corazón, una transfixión cardiaca, al responderle que lo sentía pero que no, porque pocas veces la oscuridad ingobernable de la Historia y del Lenguaje ha sido domesticada tan justamente en páginas blancas. Entonces ella se ha ido y yo he sentido que se llevaba consigo la Guerra, la Guerra entera, la Guerra que durante estos últimos días yo había llevado, sólida, sobre mis hombros o en el interior de mi estómago, o líquida, en la médula ósea o en las venas y arterias. –Ahora es tuya, para siempre, cuídala: te pertenece. Desde que fue fundada por la ONU el 13 de enero de 2013, la Comisión de Informes de Estrategias de Recuperación de la Memoria Histórica produjo –según datos oficiales– cerca de cien mil series de informes, firmados por informantes como yo. Ésa fue la participación principal de Naciones Unidas en la reanimación histórica: registrar, documentar, levantar acta de lo que había ocurrido y estaba ocurriendo, con la intención de informar a los organismos de control económico y a los países miembros sobre el desarrollo del fenómeno. Así, después de tanto esfuerzo para ingresar en el cuerpo de funcionarios internacionales con sede en Ginebra, me vi a mí mismo participando en algo que hasta entonces había sido poco más que una ráfaga inconexa de noticias leídas sin demasiada atención. Lo que se conocía como «reanimación histórica». Enseguida comenzaron los viajes, el principal atractivo de las misiones, que en la Era de la Crisis, de la desmaterialización absoluta del conocimiento, seguían creyendo en la importancia de informarse in situ, en el lugar en que se estaban produciendo los hechos. Descubrir las grandes metrópolis del orbe, sin repetirlas, sin límite de tiempo, con todos los gastos cubiertos, significó realizar un proyecto que yo había alimentado durante toda mi vida, con la determinación que sólo dedicamos a los propósitos que nunca se formulan del todo. Un proyecto inconcreto que de pronto, en cada nuevo hotel, ante el espejo de cada nuevo hotel, cobraba forma, se hacía tridimensional, cuando yo repetía mi nombre, mirándome a los ojos, a veces con una mujer dormida en la cama, otras completamente solo, «Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce», como si en esas sílabas confluyeran Europa y América, la herencia histórica que había en mi sangre judía y en mi educación argentina, Croacia, Italia, la España de mi idioma, el catolicismo de mi madre, pronunciadas con mi acento porteño, menos acento en cada nuevo hotel, en cada nuevo espejo, más español o más gringo o más francés, según el mes, según el año, según el grado de alejamiento de mi familia, de Laura, entregada a su carrera y quién sabe si a sus amantes, cuyos cuerpos a veces yo imaginaba como el reverso de los cuerpos de mis propios amantes, sus amantes nacionales se tornaban complementarios de mis amantes internacionales, en fantasías que olvidaban la existencia de Gina, a quien recordaba con violencia, de nuevo, cada mañana, todas y cada una de las mañanas, tanto si me levantaba solo como si lo hacía acompañado, sobre todo mientras me afeitaba, mientras deslizaba la cuchilla por el mentón, en efecto, Gina, su voz y sus pequeñas manos, estaban ahí, entre el vaho y la sangre, con mayor realidad que la de un fantasma. Espejo a espejo, hotel a hotel, ciudad a ciudad, iba acumulando sin darme cuenta más duelos de los que en tres vidas sería capaz de digerir, capas de duelo, arrugas de duelo, soplos cardiacos, déficit de aire, abrasado el reverso de la piel, sin darme cuenta, entre tanto viaje y tanto placer y tanta información sin procesar, por nadie, ni siquiera por mí, la vida convertida en mera supervivencia, observando sin actuar, simple espectador, alejándome cada vez más, acercándome al otro, a través de los cuerpos de mis informadoras, cada vez más lejos, más hondo, aproximándome al otro lado de mí mismo, trabajando en paralelo (pero sin ningún tipo de contacto) a centenares de individuos que también recababan información, la ordenaban, generaban relatos, relatos de la reanimación histórica que probablemente no tenían nada que ver con los míos, que seguramente mencionaran a otros testigos clave, a otras asociaciones y redes, otros hechos fundamentales de una historia que estaba demasiado viva y era demasiado compleja (mucho más que la NCF, mucho más que una novela, que una biblioteca atestada de novelas), porque la reanimación histórica era un sinfín de movimientos simultáneos, a menudo contradictorios como todo lo humano. –Los enviábamos a una central de la que raramente recibíamos respuesta, en fin, informábamos, mientras viajábamos incesantemente por los circuitos mundiales en que la reanimación histórica iba creciendo por gemación, migrando como un cáncer, ¿me entiendes, Thei?, como un cáncer imparable. Pero Thei no está. No se lo he dicho a Thei. Me lo he dicho a mí mismo. Thei nunca volverá a estar. Nunca volverá a escucharme. Nunca. El Diccionario se ha convertido en un sótano. Carl duerme unas cinco horas por día. Sólo durante ellas, más la media hora del almuerzo y los veinte minutos de la cena, se ausenta de la sala de control. La puerta tiene un código de acceso que algunas noches, irracionalmente, he tratado de descubrir marcando cifras al azar, sin éxito, por supuesto. He dejado pasar más de un mes para que se olvidara de la diarrea y bajara la guardia. No ha sido fácil dejar que el tiempo corra. Mario no se conecta. Sólo puedo conversar con el Diccionario, ensimismarme en él como en un cuerpo desconocido y eléctrico. Vadear. Vado. Vagabundear. Vagabundo. Vagar. Vampiresa. Vampírico. Vapor. Vaporoso. Vaporosa. Veda. Vedado. Védico. Vegetal. Vencer. Vencido. Vender. Venderse. Verde. Verdor. Verga. Vejestorio. Vejez. Viajar. Viaje. Viajero. Viejo. Virgo. Virguería. Volver. Vulgar (hacer vulgar o común una cosa; darse uno al trato y comercio de la gente del vulgo, o portarse como ella), vulgaridad, vulgarmente, vulgata (versión latina de la Sagrada Escritura, declarada auténtica por la Iglesia), vulgo, vulnerabilidad, vulnerable (que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente), vulneración, vulnerar (herir), vulva. La herida. He acabado con la uve; el fin se acerca y me apremia. Por eso he forzado un encuentro con Carl en el pasadizo que conduce a la sala de control y le he ofrecido el bombón. Posiblemente el último de los bombones sobre la faz de la tierra. –No te agradecí que me cambiaras el turno de la ducha, no podía soportar ni un día más tocar con mis pies el mismo jabón con que antes se había duchado Gustav. –El bueno de Gustav, cada día está más loco… Es un regalo excesivo, Marcelo. Todos tenemos nuestras manías. Pero ten en cuenta que el favor me lo hiciste tú a mí, porque creo que es mejor no estar tan cerca de Thei ahora que se está haciendo mujer –me guiña el ojo–, y menos ahora que sabemos que su padre tiene una pistola –a veces la luz amarilla rompe los tabúes, nos hace libres o, peor aún, temerarios–, porque supongo que sabes que el turno de ducha de Thei es justo antes que el tuyo… He simulado que no lo sabía, mientras continuaba sosteniendo en mi mano la bolita de chocolate, envuelta en papel rojo y plateado. Él dudaba. Hacía tiempo que no lo veía tan nervioso, quizá desde el mismísimo día del encierro, porque cuando violenta a la niña en la sala de control de su semblante emana una tranquilidad absoluta, como si sólo el sexo compartido pudiera darnos aquí la paz. La paz os dejo, la paz os doy. Su mirada permanecía adherida con gran intensidad al anzuelo envuelto en oropel. Por momentos desaparecían las ojeras, la calva, las arrugas, la dureza de las facciones y Carl era un tierno niñito de cinco años poseído por el deseo de su mirada. Quiero ese caramelo, decían sus pupilas. No ha podido resistir ni un segundo más y ha aceptado. Me ha mirado con una expresión de agradecimiento totalmente incongruente con las líneas ariscas de su cara y de su cuello y de su espalda, con la perversión de Thei, con los videos porno, con el control del búnker: –Muchísimas gracias, Marcelo. Ha perdido absolutamente la compostura. Ha sido el niño Carl, aquel muchachito de una ciudad de provincias de la remota Ucrania, quién sabe si con pantaloncitos cortos y camisa blanca y dientes de leche, quien ha deshecho con ansia el envoltorio del bombón y ha extraído la bolita de chocolate y la ha mirado durante una milésima de segundo, el tiempo que ha tardado en introducirla en su boca. Pero quien se ha comido el bombón no ha sido el niño Carl, sino la babosa Carl, el hijo de ramera de Carl, con sus modales de bestia y su torre rabiosa, el hijo de remil putas que llamamos Carl y de cuyo pasado casi nada sabemos. A juzgar por la dilatación de sus fosas nasales, por la avidez nauseabunda y por el relamido, el chocolate, caducado hace años, seguramente rancio, le ha sabido a gloria. Con el lacrimal excitado, súbitamente consciente de la patética escena que acababa de protagonizar, se ha chupado los dedos índice y pulgar, se ha despedido de mí, ha avanzado tres pasos, ha marcado el código en el teclado de la cerradura, ha entrado en la sala de control y ha cerrado la puerta. Todavía se me acelera el pulso al recordar mi mirada: 7–5–4–1, me han revelado la saliva y el cacao. Carl duerme poco, pero intensamente, con un ronquido grave y acompasado, que suele mantenerse durante poco más de cinco horas de sueño ininterrumpido. He regresado a la sala de control de madrugada. Huele a esa colonia de hospital que gasta su amo y señor. Hay pocos objetos personales: tres bates de béisbol de equipos gringos colgados de la pared; una fotografía en color de Carl, con pelo, entre otros reclutas; algunas botellas vacías cubiertas de cera fundida; una figurita de la Virgen de Lourdes. El sillón es mullido, de cuero gastado, y se desliza gracias a cuatro ruedas giratorias que tardo unos segundos en controlar. Las cámaras nos graban durante las veinticuatro horas del día y están numeradas del uno al doce. El monitor es antiguo, pero se encuentra conectado a una computadora de los años veinte, por tanto los archivos son digitales y el buscador permite acceder a ellos indicando el número de estancia, la fecha y la hora. Lo primero que he hecho ha sido verme hace casi catorce años, el día del encierro. No me he reconocido. La pantalla es pequeña y refulge con una luz extraña, de una blancura poderosa capaz de neutralizar los efectos de la luz amarilla; pero no era una cuestión tecnológica, sino existencial. No era yo. –No: no lo era. Durante cuatro horas y media no he hecho otra cosa que estudiarme. Viéndome a mí mismo: quieto o en acción, en participio o en gerundio. Horrorizado ante el parto de Thei y la muerte de Shu y las compuertas que se cierran, no necesariamente en ese orden; durmiendo o tratando de dormir, dando vueltas en la cama, frotándome los ojos; masturbándome de espaldas a la cámara (ese mínimo temblor sólo puedo identificarlo yo, tal vez sea el gesto que me ha ido constituyendo durante estos años, en el sexo o en las manos); comiendo con apetito o sin él, al principio en compañía y solo con el paso de los años; perdiendo los modales como se pierden las ganas de hablar; con una carcajada en los labios, cuando era otro; viendo una película; charlando con Xabier y con Carmela en los viejos tiempos, confesándoles quizá a qué me había dedicado durante los últimos años, hablándoles tal vez sobre las entrevistas y los informes que me condujeron al búnker; caminando por los pasadizos, palpando las paredes de hormigón, paralizado de pronto ante uno de los focos de luz amarilla; hablando solo, frente a alguno de los espejos, o hablándole a Mario, frente a la pantalla, con una frecuencia de la que no quería ser consciente; jugando a ajedrez con Xabier, los viernes por la noche de los primeros años de encierro, para simular que era posible aquí tener amigos; discutiendo con Chang, a gritos, sobre cualquier minucia, sobre cualquier detalle, aunque en realidad estuviera discutiendo sobre Shu, sobre lo que tras su muerte interpreté como amor por Shu, pero sin mencionar a Shu, sin que él perdiera su media sonrisa, inmune a mis reproches, a mis celos, la última, la única vez que le levanté la voz; haciendo gimnasia, aerobic, abdominales, flexiones, estiramientos, cansándome del cuerpo que yo era; besando y desnudando, cada vez con menos delicadeza, con peores modales, en la sala de meditación y descanso o en la cocina, a Carmela, arrancándole sus remeras talla M para descubrir aquellos pezones que olían a suavizante, cuando yo aún me afeitaba cada día, cuando yo aún recordaba a Gina al afeitarme, cada día; vaciándome en el último forro o condón sin caducar, la última vez que cogimos o follamos, de pie, en el almacén, nuestros rostros desencajados por la evidencia del fin; dándole clases a Thei cuando era niña, con su trenza negrísima como una serpiente en la espalda (¿cuándo mi mente enferma empezó a desearla? ¿fue realmente el día en que cumplió trece años?); trabajando, sentado o tumbado, en el catre o en cualquier rincón, con un lápiz siempre en la mano, en el Diccionario; reparando una cañería o un fogón o un inodoro; trabajando durante mi turno, cada día, hasta que la constancia se volvió desgana tras el disparo; envejeciendo en televisión; viviendo en televisión; horas y horas frente al Diccionario; cayendo en la desesperación, en la abulia, en la decadencia; avanzando hacia la muerte, prematuramente, pero con paso firme, por los pasadizos de ese búnker de paredes de cemento y tuberías a la vista; la crisis, la crisis, la crisis, petrificado ante la bestialidad angelical de Anthony, brutal y desnudo, ante el disparo, ante su muerte que me abrió los ojos; espiando a Thei en la ducha. –¿Carl lo sabe? ¿Estaba mirando la pantalla en aquel preciso instante? ¿Por eso me cambió el turno de la ducha? ¿Para que cayera en la tentación vulgar de la vulva de la virgen sin pecado concebida? ¿Para tenerme en sus manos? –No lo sé. No lo sé. No puedo saberlo. Pero sí puedo, en cambio, leer en mis labios las conversaciones de los primeros años, cuando todavía hablábamos entre nosotros, nos contábamos nuestras vidas mientras compartíamos, dosificándola, una cerveza o una botella de whisky. Aquellos días menos oscuros, más fácilmente legibles, que siguen existiendo en estos archivos. Carl, el archivero, el bibliotecario, la memoria del búnker. –El hijo de remil putas. Acelero y ralentizo la película de nuestras vidas. Busco momentos identificables. En esas imágenes, por ejemplo, no hay duda de que estoy hablando de Laura y de Gina: de cuánto las amo y las extraño, de la familia perfecta, del perfecto triángulo, para pasar sin solución de continuidad a la tragedia, a la primera detonación en Puerto Madero, a la segunda detonación en la autopista hacia Mar de Plata, el doble resplandor en forma de superhongos que yo pude ver desde el avión que me traía a Pequín, con una escala en Santiago de Chile que no pudo realizarse, dos nubes infernales y simultáneas, inverosímiles en la lejanía, fundiéndose con la nubosidad del Río de la Plata, en el vuelo, enajenado. Casi nada era real, pero yo lo contaba con convicción, creyéndomelo, convencido de que mi ficción era un absoluto verosímil. Narrar, pese al utópico deseo de verdad, es ir acumulando mentiras. A menudo hablábamos también (¿cómo he podido olvidarlo?) de la Bóveda Ártica. Corrían las bromas a costa de la Bóveda Ártica. Claro que sí: ese día, por ejemplo, estamos comiendo y de pronto alguien, quizá Xabier, dispara su comentario y ya no podemos parar de reír. Parece mentira: son risas, no convulsiones ni arcadas, esos movimientos que hacen vibrar nuestras mandíbulas. Nos reímos, mientras comemos, de un chiste sobre la Bóveda Ártica. Sería mentira si no estuviera esa pantalla para demostrarme que fue verdad. Narrar, pese a la necesidad de la mentira, es la búsqueda de la verdad. Y en esas otras imágenes, por ejemplo, lo recuerdo a la perfección, le cuento a Carmela mi último viaje por Estados Unidos. Lo recuerdo a la perfección, es decir, lo reconstruyo. Dejo el play. La película se desarrolla al ritmo en que lo hizo la realidad. Me concentro en la imagen, en mi boca que habla, con la intención de controlar el lenguaje del pasado, el lenguaje que me constituía cuando era otro. Cuando hablaba así: «Al descubrir que nadie leía los informes decidí empezar a viajar por mi cuenta, a dejarme guiar por mis obsesiones personales, y es por eso que fui a Foley dos meses antes de la primera detonación, cuando todavía era posible viajar sin restricciones, porque después de la aniquilación de El Cairo comenzaron las restricciones y sólo el personal diplomático y algunos individuos con autorización especial pudieron embarcar en los escasos vuelos comerciales que mantenían sus rutas, y después de la destrucción de Buenos Aires se cancelaron los vuelos internacionales y sólo permanecieron los militares y los domésticos, hasta que la guerra llegó a Europa y fue el fin, nada que no sepas, Carmela, perdona que divague, fui a Foley por aquella historia que te conté, la de Bobby Fisher y Morgan Go, en busca de alguna pista que pudiera dignificar a mis ojos la figura de Morgan Go, lo cierto es que esto es una tontería o, peor aún, una locura, me decía a mí mismo a la barra de aquel bar, después de pedir un desayuno completo y de preguntarle a la camarera si conocía a alguien del pueblo que hubiera conocido a Bobby Fisher, “¿Bobby qué?”, fue su respuesta, de modo que me convertí en el fantasma de un fantasma, repitiendo el mismo error que Morgan Go había cometido muchos años antes, tres días espectrales, desayunando, almorzando y cenando en el mismo bar, atendido por Peggy Blue, a quien me hubiera gustado conocer como te conozco a ti, Carmela, bíblicamente», digo y en ese momento, pese a la lejanía de la cámara, puedo adivinar cómo le guiño el ojo, mejor dicho, recuerdo a la perfección que le guiñé el ojo y que ella aprovechó la pausa para preguntarme si al final encontré o no alguna pista de Fisher y yo le respondí que sí, que «Max, el de la gasolinera, me dijo al tercer día que la única persona del pueblo que pudo haber conocido al Campeón de Ajedrez, así dijo, Campeón de Ajedrez, como si no existieran Capablanca, Karpov, Kasparov, Anand o Carlsen, esa persona tenía que ser Ridley Anderson, campeón del mundo de tenis de mesa, que había nacido en Foley y había pasado toda su vida en la Costa Este y se había jubilado en Foley y en Foley seguía viviendo, así que fui a ver a Ridley Anderson, que en aquel momento estaba jugando a ping-pong con su nieto, a quien le dijo que subiera a su habitación a ver una película, y me invitó a un café y charlamos sobre Fisher, sobre su amigo Bobby, con quien acostumbraba a jugar largas partidas de damas, feroces partidas de tenis de mesa y divertidísimas partidas de bolos, y a quien regalaba antiguos números de Playboy de vez en cuando; que murió en Reikjavik en 2008, veinte años exactos después de sus últimas partidas precisamente allí, en casa de Ridley, como demostraban las fotos que me enseñó, instantáneas innegables de una amistad construida al margen de la locura, aunque todos estemos locos, me dijo Anderson, como ese tal Morgan Go, que viajó aquí en 1989, es decir, cuando yo hacía tan sólo dos años que había regresado a mi hogar, y no supo encontrarme, son bellas esas locuras, ¿no cree, Marcelo?». «¿No crees, Carmela?», recuerdo o quiero recordar que le pregunté. Carmela asiente en la pantalla, tres veces, con una determinación que muy pronto desaparecería de este búnker. Si es que sigue siendo el mismo. Porque narrar es ensayar voces que no te pertenecen en espacios que están siempre a punto de desaparecer. Tras darme cuenta de que me había dormido sobre el teclado, a las tres y media, agotado, he regresado a mi catre. Gracias a la caricia del Diccionario (no sé decir si suya o mía), he logrado dormirme. Me he pasado el día esperando la noche, trémulo como uno de aquellos flanes que hacía mi vieja y que se pasaban el día refrigerándose a la espera del momento de ser cubiertos de dulce de leche como postre de la cena, enormes flanes familiares que vibraban cada vez que alguien abría y cerraba la puerta de la heladera. –Marcelo, ¿estás bien? Me ha preguntado la sombra XL de Chang, en su inglés neutro, perfecto, diplomático, pese a los años y la pistola. He tardado unos segundos en encontrar su cara, en mirarle a los ojos, en decirle: –No, no estoy bien, no estamos bien, Chang, nadie está ya bien, envejecemos, te tememos, tememos tu arma, Chang, nos desesperamos, enloquecemos, poco a poco, sin llamar la atención, sin escenas ni dramatismos, porque no somos bestias, Chang, no somos ángeles ni diablos como Anthony, pero no estamos bien, Chang, para qué te voy a mentir, no estamos bien, querido y odiado Chang. Le he dicho, en voz baja, pero él no se había detenido a la espera de mi respuesta. Estaba demasiado nervioso como para cenar. Poco después de media noche he regresado a la sala de control. Lo primero que he hecho ha sido constatar que aquí no hay ninguna cámara, que el controlador no es controlado. Debería haberlo comprobado antes. ¿Qué ocurriría si me descubrieran? Poner al descubierto el secreto de Carl, que quizá sea también el secreto de Chang, someterlo a discusión, enfrentarlo: quizá sería la manera de reactivarnos, de provocar una cadena de reacciones, de volver a comportarnos como una comunidad. ¿O sería mejor callar? ¿Es irreversible nuestro letargo? Tengo tiempo para pensarlo. De momento, no me han descubierto. Puedo seguir mirando. ¿Cuándo se lo contarán a Thei? ¿En qué momento de su formación sabrá ella que existen las cámaras? ¿Cómo le afectará esa información? ¿Se buscará en las imágenes mudas? ¿Me buscará? ¿Le importo? No hay cámaras en esta habitación, no quedará registro alguno de lo que aquí ha sucedido: con los años pensará que su iniciación sexual fue un sueño o una ficción. Un efecto más de la telarañosa luz amarilla. Yo no debería saber todo esto. Las cámaras, el monitor, Carl, el sexo, Thei, nuestro pasado televisado. La pistola de Chang. No puedo sacármela de la cabeza: como si estuviera enfundada en mi cerebro. Su presencia se opone, poderosa, a la del Diccionario. ¿Y si nos ocultara otros objetos igualmente poderosos? ¿Una botella de Jack Daniels, una impriforma, una bomba capaz de destruirlo todo? Veo algunos de los archivos de los primeros meses. Reconstruyo nuestros debates. Adivino ciertas palabras en nuestros labios. Palabras que se repiten, auténticas contraseñas que nosotros pronunciábamos con fe, pero que los años se ocuparían de vaciar de contenido. Democracia. Esperanza. Temporal. Exterior. Calma. Futuro. Fe. Cooperación. Comunidad. Sociedad. Libertad. Colaboración. Utopía. Era Anthony quien decía siempre «es nuestra oportunidad para la utopía». Cómo pude olvidarlo, lo siento, Mario, te fallé, yo debería haberte bautizado, no sé si sabrás perdonarme. Esas imágenes mudas, con el aura blanquísima de la pantalla, me hacen recordar las palabras que transportan, asociadas, bajo los píxeles, como una sucesión de documentos adjuntos. Palabras que ya no tenemos presentes. Utopía. ¿En qué momento empecé a creer en la distopía? ¿Ante las ruinas de la Puerta de Brandemburgo? ¿En la estación de Koyevskaya? ¿En el avión que escapaba de dos superhongos? Democracia. Futuro. Fe. En cierta ocasión, Mario, me diste la definición de la palabra «distopía»: «Utopía más tiempo». Acaricio a Carmela (su silueta deseable) y el dedo índice se me recubre de luz pastosa como semen. Vuelvo a ver cómo hacemos el amor. Una, dos, diez veces: nuestra desesperación, nuestra triple lejanía. Al fondo del plano, en un pasado remoto, cuando éramos otros. Para Shu, Chang era un tabú, un misterio que la devoraba y que no podía compartir. En cambio, era el tema favorito de conversación de Carmela. Por ella supe que Chang fue renunciando a su influencia en la universidad y se fue dedicando enfermizamente a la rehabilitación del búnker porque no soportaba estar perpetuamente rodeado de chinos: «Intentaba trabajar con colegas europeos y acostarse conmigo, que soy latinoamericana. Se embadurnaba con cremas occidentales, con perfumes carísimos, con texturas y olores que disimularan su raza, su origen. Nunca me ha tocado en el búnker, nunca, como si la muerte de Shu o la vida de Thei le incapacitaran para el erotismo». Por ella supe que trataba de pasar el menor tiempo posible con Shu y que ella tuvo otros amantes, «no tan ardientes como tú», me dice en este momento, apretándome la nalga y mirándome a los ojos, descarada y mentirosa, convertida en un espectro radiante gracias a la blancura cegadora de esa luz. Busco también el cuerpo de Carmela el día del infarto. También la deseo entonces, mientras se lleva la mano al pecho y desfallecen sus rodillas y cae al suelo. Dios mío, ese escalofrío que me recorre la espina dorsal, desde el cerebro hasta el pene. Fue bella incluso en el momento de la muerte. Ella quería irse y se fue: hasta ese deseo vio cumplido. No fue un peón sacrificado: cómo pude ni siquiera concebir semejante estupidez. Se rindió, con elegancia, como una reina que ve cómo su ciudad, sitiada, ha perdido la capacidad de resistir. Me doy cuenta de que con ella desapareció del búnker, al menos de mi búnker, del búnker que se corresponde con el mapa de mi piel, con los límites de mi cerebro, precisamente el deseo, que –proscrito durante años– no regresó hasta que Thei cumplió trece años. O tal vez fuera después, la primera vez que vi sus pies desnudos en la esquina de su cama o junto al desagüe. Siento una erección dolorosa: no sé si por ella o por Thei. A Carmela le hubiera gustado, aunque ambiguo, este homenaje. Entonces miro a Thei. La Thei de los últimos meses. Sus ojos ligeramente rasgados, más vivos que nunca, entre las ranuras de una melena negra que le cae por la frente; sus pasos incansables por el búnker, casi puedo oír ese eco; la progresiva seguridad de sus gestos. Deslizando la negra punta del pincel por el papel blanco, dibujando ideogramas bajo la atenta supervisión de su padre. Entrando y saliendo de este maldito cubículo. Caminando por el pasadizo con un bulto en la mano (el zoom revela aquella vieja y sucia muñeca, que ya había olvidado). Entrando y saliendo de la sala de meditación y descanso. Recibiendo en el refectorio, cuando ya todos nos hemos ido, un regalo de Esther, que extrañamente se arrodilla para dárselo. Desnuda, entrando en la ducha, minutos antes de que llegue yo: un cuerpo menudo y perfecto, una postal congelada, una flor que empieza a abrirse –una vez más el declive pastel de mi lenguaje–. En el refectorio, en su litera, caminando por los pasadizos, en cualquier parte, en todas partes, multiplicándose para nosotros, para que haya siempre juventud a nuestro lado, creciendo a una velocidad excesiva. La Thei ya casi mujer. Ya casi Shu. –Quizá más madura ahora de lo que nunca fue su madre. Crece un cuerpo y se convierte en la huella viva de otro, precedente. Son las cuatro y cuarto de la mañana cuando decido poner fin a la sesión. Extiendo la mano para apagar la computadora, pero no soy capaz de resistirme a una tentación nueva, inesperada: ver demoradamente (esas palabras) los primeros minutos de nuestro encierro. En efecto: ahí está Shu, adorable pese al dolor extremo, en el suelo, dilatando, a punto de dar a luz a Thei, esforzándose, sufriendo, alumbrando finalmente a su hija, minúscula y ensangrentada, con las piernas desgarradoramente abiertas sobre las toallas que ha dispuesto de cualquier manera, de urgencia, Carmela, de una juventud increíble, a su lado, acariciándole el cabello sudado, entrelazados sus dedos a los de la parturienta. Supongo que en esos momentos Chang (fuera de campo) cierra definitivamente la puerta, porque no tarda en aparecer por la derecha del encuadre. Lleva una pistola en la mano. No la recordaba. Su pistola. Nadie la recordaba. O quizá sí. No hemos hablado sobre eso. La sucesión de imágenes (el tiempo) no me deja pensar ni recordar. La memoria es un montaje. La unión de Thei con su madre es cercenada: el cordón umbilical cae al suelo, sucio de polvo y placenta. Chang se lleva al bebé sin dedicarle una última mirada a su esposa, que ha muerto. O que muere. O que va a morir. Imposible saberlo. Después del último esfuerzo se ha convertido en un bulto inerme y quieto, sobre un colchón informe de toallas sucias. Yo no puedo más, mi mareo es perceptible en mi mirada y en mi palidez: desaparezco. A los pocos minutos, Carmela se queda a solas. Mira a derecha y a izquierda para asegurarse de ello. Entonces, introduce sus dos manos en la vagina dilatada de Shu, hurga en sus entrañas mientras sigue girando la cabeza a derecha y a izquierda para cerciorarse de su soledad con el cuerpo aún caliente. Con dificultades, finalmente, extrae un feto muerto. Siento una punzada infernal (ardor y frío y ácido) en el ombligo. En un saco de plástico, Carmela mete las toallas y los desechos, antes de que Xabier y Gustav lleguen con la funda negra en cuyo interior, al día siguiente, será incinerada Shu. No conservo imágenes animadas de Shu anteriores al parto. A duras penas puedo recordar cómo era el hotel donde hicimos el amor. De la bañera, grande y ligeramente ondulada, no tardaba en salir vapor. Había un espejo frente a la cama, sobre un tocador con un cenicero de vidrio y un jarrón sin flores. Había cenefas en el marco del espejo y en la madera de caoba del tocador, pero no sabría dibujarlas. El recuerdo de nuestras imágenes debió borrarlo alguna de las primeras bombas. En el principio fue el grito. Es el primer video: nuestro génesis. Nuestro génesis son dos cadáveres, uno explícito y el otro invisible, como las dos orillas de un puente en un día de niebla. –Y los aullidos. No te olvides de los aullidos sordos de los que dejamos afuera, de su aniquilación, no te olvides de ellos ni de ella. Ni siquiera después de coger, cuando los relatos se vuelven de verdad íntimos, me contó Carmela su secreto. Alivió a los habitantes del búnker de un poco de muerte y sobre todo a la niña de la carga de su hermana muerta. –Por qué no me lo contaste nunca, Carmela. Por qué decidiste que éste no era un lugar donde la intimidad fuera posible. Tampoco hablamos nunca de dinero: del sueldo que te pagaba Chang por la limpieza de la casa y el sexo esporádico, del coste de la vida en Ciudad de México y en Pequín, de tus tarjetas de crédito y de mis planes de ahorro, de la emigración económica o la diáspora de América Latina. Narrar, pese a su búsqueda de luz, es coleccionar eclipses. Son casi las cinco cuando al fin me voy, con los ojos hinchados por la excitación y el agotamiento. Por miedo a cruzarme con Carl de camino al dormitorio, me hago un ovillo y me oculto en un rincón del vestuario. En mi mente sigue fluyendo la película de las últimas horas, esa película que nunca se detiene y que nadie edita, doce ríos subterráneos y simultáneos que van a dar a un mar que posiblemente nadie contemple jamás. Otro día de espera: mero tránsito. Sólo hay tres espejos en el búnker: dos están en los lavabos, al lado de las duchas, el tercero se encuentra en la sala de meditación y de descanso. Una corazonada me ha hecho revisar las imágenes de ese espejo durante los últimos dos años. La intuición era acertada: ahí está Thei, mirándose atentamente a los ojos, como si buscara dentro de sí; Thei, desabrochándose muy lentamente la camisa, tocando con timidez sus senos incipientes, pellizcándose unos pezones que quiero imaginar rosados aunque se vean, en el claroscuro, amarillos; Thei, golpeando con el puño la pared de azulejos hasta gritar por el dolor; Thei, sobre todo, mirándose con atención a los ojos y hablándose. Porque siempre se habla, a través del espejo, y su soliloquio es acompañado a veces por risas o por guiños o por llanto o por hombros que se encogen, pero habitualmente es inexpresivo, monótono como un grifo abierto. Se toca el lóbulo derecho, con insistencia. Si sumara todas las horas que Thei ha pasado ante ese espejo, tendríamos meses de conversación consigo misma, sin respuesta, a menos que ella misma se interrogue y se responda, como dos espejos frente a frente. ¿Y Chang? ¿Qué hace Chang? Mientras su hija recibe lecciones, lee en su catre, ayuda en la cocina o se esconde y se castiga en la sala de meditación y de descanso, Chang recorre incansablemente el búnker. He reconstruido uno de esos recorridos. Uno cualquiera. El de nuestro décimo segundo aniversario: por ejemplo. Aunque entre plano y plano desaparezca fugazmente, he podido seguir sus pasos a cámara rápida durante unas 12 horas. Se levanta a las seis y media. Se asea. Viene a la sala de control. Sale a las siete y cuarto. Con su sonrisa invariable, desayuna en compañía de quien se encuentre en el comedor: Kaury, Esther, el discreto Gustav y Ulrike, aquel día. Yogurt, copos de avena, café. Abre la compuerta de la sala de meditación: como si quisiera comprobar que no hay nadie. Recorre los pasadizos tenuemente iluminados. Chequea las máquinas de ventilación. Revisa los consumos del dispensario y del almacén. Observa las fechas de caducidad de algunas latas. Conversa brevemente con Xabier. Saluda a Thei, que en ese momento está dibujando una casa y un sol mientras Susan la observa. Supervisa el trabajo de Kaury y el mío. Habla brevemente con Anthony, quien aparece sumiso al otro lado de los barrotes. Acompañado por el resto de la comunidad, almuerza en el refectorio un plato de espaguetis, toma el té verde a breves sorbos y parece alegrarse ante las doce velas que apaga Thei. Regresa al centro de control. Vuelve a chequear la maquinaria de ventilación. Entra en la cocina mientras Gustav prepara la cena: pone unas gotas en uno de los platos de guiso de alubias. Comprueba que los tubos y las llaves del gas no se han deteriorado; desliza el dedo índice por la superficie de los platos. Lava algunos de los utensilios. Espera a que lleguemos al refectorio y me da el plato que había dejado aparte. Mi doctor Chang: me ha estado administrando calmantes desde la crisis. Sigue caminando, saludando, supervisando, comprobando datos, asegurándose de que todo está en orden. En doce horas no se ha sentado más de veinte minutos. Saluda, ordena, dispone, siempre con su media sonrisa. Cuando está solo, Chang no sonríe, no mira, no comunica, es difícil imaginar respiración en esa boca siempre cerrada: no hay palabra que pueda reproducir esa expresión. No puedo creer que sea inmutable. Él también se debe de haber desgastado. Busco hasta que lo encuentro. En efecto, congelo la imagen: ese rictus es de dolor. De tormento. Mi hija es un tormento. Al día siguiente: nada. Dos días después: vomita. Vomitar, vomitada, vomitado, vomitona, vómito. El vómito se esparce por el vestidor, de camino al retrete; pero diez segundos más tarde, Chang regresa con una fregona y un cubo y enseguida el vómito es limpiado, borrado, olvidado. El autocontrol tiene sus límites. Chang sigue un plan, un plan que desconozco, un plan imperturbable que guarda relación con los afectos, es decir, con lo que nos afecta, con sus afectos, que está llevando a cabo sin afectación, sin contemplaciones, pese al desgaste y los sacrificios, sin que le importen las consecuencias. Un día más esperando la noche. Esta noche la dedicaré a las duchas: a nuestros cuerpos, a nuestra intimidad. Imagino a Carl, en esta misma silla, excitado ante la desnudez de Carmela, doce o trece años atrás, esos pechos tridimensionales, ese pubis oscuro cuyo espectro amarillento borra la luz blanca de la pantalla, esos muslos carnosos, que ella cubre de loción corporal, porque al principio disponíamos de cremas hidratantes y antiarrugas, de maquillaje sin estrenar, de perfumes, de champúes con fragancias y de lociones reparadoras; imagino a Carl, en esta misma silla, cuando él quizá no había encontrado aún las páginas porno (al escribirlo me doy cuenta de que, extrañamente, no las he buscado todavía), excitándose como yo mismo me excito ante la contemplación de ese cuerpo arrogante que fue mío, parcialmente, como tantos otros, porque nunca tuve acceso a ninguna totalidad, porque nunca dominé las palabras que conducen al todo y si lo hice fue durante tan poco tiempo que no llegué a ser consciente de ello. Sin esperarlo, encuentro unas imágenes que me congelan y las congelo. –No puedo creer lo que estoy viendo. Tardo cerca de una hora (avance y retroceso) en asimilar, es decir, en poder traducir en palabras lo que estoy viendo. 2 de febrero de 2046. La protagonista es Kaury. Ha salido de la ducha y se está vistiendo. Mientras introduce las piernas por los agujeros de las bombachas se forman dobleces en la grasa de sus brazos y de sus piernas. Son las 3.35 a.m. Tenemos prohibido ducharnos entre las 24 y las 5 horas. Quién sabe si está ahí por necesidad de aseo o por necesidad de transgresión. Sin que ella lo advierta, alguien entra en el plano desde la izquierda; lleva una capucha en las manos. Mientras con un brazo inmoviliza a Kaury, con la mano libre le cubre la cabeza con la capucha. No sé decir si la resistencia es real o fingida. Ha habido unos segundos de forcejeo, pero no estoy seguro de su grado de violencia. Podría ser un ritual. Un juego. La representación de una obra escrita por alguno de sus dos actores. El rostro de él permanece en la penumbra; ella está desnuda y resbaladiza; él se baja los pantalones; ella se agacha sobre la banqueta; él apoya su antebrazo derecho en la espalda de ella, obligándola a permanecer inclinada y dejándole las manos libres; ella se agarra al respaldo de la banqueta y apenas mueve la cabeza, cubierta por la tela negra, cabeza sin facciones ni mirada ni grito, atrapada en este sistema de vigilancia sin sonido. Después la viola. Cuarenta y tres minutos; una única postura; dos orgasmos (el semen blanco, dos veces, sobre la espalda de ella). Al fin deja de presionarle la espalda, pero no le quita la capucha. El agresor se va corriendo; pero durante un segundo mira hacia la cámara y sonríe. Es ese segundo lo que primero he visto: el que congelo y me congela. Porque no es nadie. Porque no lo reconozco. Porque no existe: esa cara de hace dos años no se corresponde con ninguna de las nuestras, ni de entonces ni de ahora. Narrar es precisamente eso. Kaury tarda unos segundos en incorporarse. Se quita la capucha con parsimonia. Hay indiferencia en sus facciones. Con la mano recoge el semen de su espalda y lo huele. Las lentes, con la vibración de la banqueta, se le han caído al suelo; las recoge, se las pone; observa con atención la substancia viscosa que imagino todavía en la palma de su mano. Ahora son las tres y cuarto; podría permanecer aquí un par de horas más; pero me siento agotado, sin fuerzas ni para continuar sentado. Durante todo el día he pensado que la próxima vez, es decir, ésta, sólo buscaría a Thei: que en su crecimiento, que en su formación, que en su infancia y en su adolescencia estaban el contrapeso de nuestra decadencia; que en su frescura estaba el antídoto de nuestra podredumbre. Pese a las heridas. Pese a sus soliloquios. Tengo que creer en Thei. Tenemos que creer en Thei, nuestra reina. Pero en vez de buscarla, atormentado de repente por la tentación de actuar, por la obligación de asumir mi responsabilidad, asaltado por dudas sobre la propia capacidad de Thei para redimirnos, me he dedicado a ver los videos de la celda. Supongo que alguien tenía que llevar a cabo la investigación que Chang decidió no hacer. Supongo. Durante el primer año: sólo gente que pasa, de vez en cuando, frente a una despensa o un armario, con barrotes y vacío. El día en que Anthony fue encerrado: Xabier y yo (mi viejo yo, mi yo anterior al que he sido y soy) lo sujetamos por los brazos, lo empujamos con una brutalidad a todas luces innecesaria. Nuestras expresiones parecen indicar que pronunciamos, tal vez gritamos, algún insulto. De pronto, nos salió el policía que todos llevamos dentro. Quiero creer que Anthony se resistió, que trató de librarse de nosotros, que incluso nos escupió: quiero creer que hubo una provocación, quiero creerlo. La mayoría de los videos sólo muestran el vacío: la celda al fondo, con dos manchas diminutas que de vez en cuando irrumpen en la linealidad de los barrotes, como lo harían dos manos blancas sobre dos líneas negras; alguien, por lo general una mujer, le trae la bandeja con la comida. Los primeros siete años son idénticos. Al menos ésa es mi impresión, que construyo a partir de fragmentos: sólo veo pasajes, escenas, algunos minutos entre forward y forward, a la zaga de una anomalía que no encuentro. Durante el octavo año todo cambia. Las anomalías se multiplican. Por las tardes, Kaury comienza a ir a la celda. Pasa horas apostada contra los barrotes, de espaldas a la cámara, imagino que hablando, pese a que no se aprecie el movimiento de su boca. Pero sí se ve que, transcurridos unos meses, adquiere la costumbre de levantarse la falda, para incrustar las nalgas entre dos barrotes y dejarse penetrar salvajemente por el salvaje enjaulado. Su boca se abre como en un parto. Cada día. Todos los días. Se sube la falda. Incrusta sus nalgas. Es convulsamente penetrada. Las manos de ella quizá se entrelazan con las de él, a la altura de los hombros, en los dos barrotes a los que se agarra para no caer. Puedo escuchar los gritos, aunque no estén. –Aunque sean ausencia. Cada día, todos los días. La época en que a Kaury le dio por llevar falda. Hasta el año decimoprimero (hay que preservar esas palabras), cuando de un día para otro Kaury deja de asistir a su cita diaria. Retrocedo veinticuatro horas para asistir al último encuentro entre ellos dos: el 2 de febrero de 2046, a las cinco y media de la tarde. Es idéntico a tantos otros. De pie, de espaldas, las manos en los barrotes, la boca muy abierta. Nunca son descubiertos; nadie acude en auxilio de esos gritos; nada, nadie, nunca. ¿Dónde está Kaury? ¿Qué hace para no acudir a su cita? Está en la cama. Se pasa dos días enteros en la cama, con las manos sobre el vientre, durmiendo a intervalos, las dos manos sobre el vientre, con los ojos muy abiertos a veces, acariciándose, presionándose, abrazándose el vientre. Es Thei quien la arranca de ese letargo: su cuerpecito talla M se acerca al catre con la guitarra en las manos y se la ofrece; su profesora de música vacila durante varios minutos, sin atreverse a sonreír, pero finalmente se incorpora y coge el instrumento y lo toca para la niña, quien sentada en el suelo mueve la cabecita, de espaldas a la cámara, al ritmo de esa música que ya no existe. Para entonces es Esther quien le lleva la bandeja de comida a Anthony. –Día tras día, durante años. Me estremezco al ver cómo se va erosionando su sonrisa, cómo van cicatrizando sus labios hasta devenir una muesca, un fósil en nuestro espacio repleto de cicatrices. Simultáneamente, el modo en que deja la bandeja en el suelo, junto a los barrotes, también va dejando de ser amable. La aridez de la boca se contagia a sus gestos. Empieza a dejar caer la bandeja justo antes de posarla en el suelo. Empieza a lanzarla. Se derrama la sopa, se cae el arroz, se desparraman los guisantes por el suelo. Algunos días, escupe en la comida antes de dársela. Un día, el último en que realiza ese servicio, se quita las bragas y se mea sobre las albóndigas y estampa la bandeja contra los barrotes. Lluvia dorada disuelta en luz amarilla. Aparece entonces la cara de Anthony, pugnando por emerger entre los dos barrotes que la retienen, con los ojos desorbitados y la boca muy abierta, gritando o riendo y sus gritos o sus carcajadas se funden con la carcajada de Esther, que puede oírse pese a la ausencia de sonido. Es justamente esa ausencia la que impide entender la presencia de Anthony en ese contexto: porque, a falta de su cuerpo, de su imagen, lo único suyo que hay en ese espacio es su voz, que la tecnología le niega. Aquella voz que periódicamente perturbaba de madrugada nuestro descanso para recordarnos a todos su razón de ser. El año pasado, la anomalía la encarnó Chang. Empieza a ir todas las noches a la celda de Anthony. Se diría que habla y habla y habla, incansablemente, con él. Aunque la mayor parte del tiempo el rostro de nuestro coordinador permanece oculto, cuando se vuelve se percibe claramente que su boca no cesa de moverse, que el motivo de su visita diaria es precisamente ése. Hablarle. Pasan las semanas y Chang comienza a acariciarle la cabeza, como a un perro guardián, sin dejar de hablarle, porque las manos de Anthony, cada día, se deslizan por los barrotes, como si ante el discurso de su amo sintiera la obligación de postrarse a sus pies, hasta arrodillarse por completo. No puedo estar seguro, porque esa zona es la más alejada de la cámara, pero creo que, tras varios meses de visitas nocturnas, Chang adquiere la costumbre –cada noche, antes de irse– de bajarse la cremallera y ofrecerle al perro su entrepierna. A cambio, un día le regala una palanca. Una palanca de hierro de un metro de largo. Eran tres gatos hidráulicos, pelotudo. No puedo ver el interior de la celda: pero sí soy perfectamente capaz de imaginar cómo Anthony lima durante días el perfil de una de las dos placas que conforman el suelo de su hogar y cómo finalmente, gracias a la herramienta, con un esfuerzo propio de un dios o de una bestia, abre una puerta hacia el sótano, porque a partir de entonces Chang sólo aparece a las diez de la noche para dejar un bol junto a los barrotes. Eso ocurre durante muchos días seguidos, hasta que una noche nuestro líder, después de posar el cuenco en el suelo, se sienta en el suelo y espera hasta que Anthony acude en busca de comida y habla con él, que se arrodilla, y le pide la palanca y se baja la cremallera y se gira sin habérsela subido y lo hace frente a la cámara. No puedo ver su verga, pero la imagino atroz. –Sólo para ti es un búnker asexuado. Inmediatamente después: ejecuta su gesto. Los videos de la celda registran, durante cerca de catorce años, nuestra caída. Caída libre: aberrante, abismal, absurda, corrosiva, degradante, delirante, deprimente, inmoral, irreversible, kamikaze, obscura y oscura, pútrida, radical, sucia, suicida, terrible, vulgar: ¿cuántos adjetivos serían necesarios para describirla? No existe un contrapeso de esa caída, no hay antídoto ni salvación posibles. Aunque no la haya visto ni una sola vez junto a la celda, Thei también ha sido alcanzada por la corrupción salvaje. La mudez de Anthony es la nuestra: no hay lenguaje que pueda expresar nuestro hundimiento. Estas páginas no son más que una capitulación. Me rindo cada vez que tecleo una coma, que pongo un punto, que cambio de línea. No he sido capaz de aprender la lección profunda del Diccionario. Fue Chang quien abrió la celda, quien permitió el juego ritual y la estrangulación y el disparo. Se subió la cremallera; acarició la cabeza del perro; abrió la puerta; y se fue. –Se fue. Pese al riesgo de llamar la atención, me ducho antes de ir a mi catre: froto, froto, froto, bajo el agua a presión, froto diez, cien veces froto, pero no, no hay manera de que el estruendo elimine las voces que me vuelven loco ni que la presión borre el yodo que embadurna la piel. –Malduermo. Otro día vacío: puro esperar que llegue la noche digital. He acudido a la sala de control con la intención de ver qué cuenta la cámara del dispensario. A media tarde, cuando he visto cómo Esther ingería su segunda pastilla del día, me he dado cuenta de que todos mentimos sobre nuestros consumos. El bombón que he ocultado durante tantos años, a la espera del momento de utilizarlo, o el laxante que robé el otro día sin rellenar el impreso correspondiente no son más que minucias. Hurtos sin ningún tipo de importancia. No creo que Esther informe de los calmantes o ansiolíticos que devora. No creo que nadie sea realmente honesto sobre sus obsesiones, sus necesidades o sus dependencias. Pero antes de preocuparme realmente por nuestras reservas de alimentos, necesito ver con mis propios ojos qué ocurre en el dispensario y en el almacén. Tecleo la clave de acceso a la sala de control. No se abre la puerta. La vuelvo a teclear. Sin éxito. –Ha cambiado el código. Han pasado exactamente cinco noches desde mi primera visita: no puedo saber si Carl lo ha cambiado porque lo hace rutinariamente o porque sospecha de la intrusión. Hace trece días que Mario no se conecta. A causa de mis nervios de las últimas semanas, tengo miedo de no haber detectado señales suyas de despedida o de auxilio. Repetía que estaba contando hormigas para no perder la cabeza; contarlas, seguirlas por el suelo o la pared, mantener el contacto con un ser vivo, autónomo, móvil. La pantalla no puede ser mi única vida, me decía, ¿me entiendes, Marcelo? Te entiendo, Mario, claro que te entiendo. La pantalla es bidimensional, la vida se da en todas las dimensiones. Es cierto, Marcelo, mis personajes eran bidimensionales, aspiraban a mucho más, pero tenían sólo dos dimensiones, porque nacieron para la pantalla y habitaban en ella. ¿Qué personajes, Mario? Los que nos trajeron a la isla. ¿A qué te refieres, Mario? Es una larga historia, no puedo contártela ahora; sólo puedo intentar resumirla. Soy todo ojos. George y yo, no sé si te he hablado de él, trato de no hacerlo, pero lo cierto es que es, era mi mejor, mi único amigo, pero qué digo, seguro que te he hablado de él, seguro que te he hablado mucho más de él que de mi abuelo y de mi madre y de mis novias. Así es, camarada. Él y yo creamos una historia, contratamos a unos actores para que representaran a sus personajes y les hicimos firmar un contrato de por vida en que juraban no volver a interpretar a ningún otro. Mi amigo y yo nos vinimos a esta isla con esos actores. La coherencia, Marcelo, sólo pretendíamos ser coherentes. Ha enloquecido, pensé, por una vez habla en un único idioma, sin mayúsculas, pero es la lucidez de quien se está yendo. Debo estar atento: esto es una despedida. Magos, Marcelo, queríamos ser magos. Los Houdinis del siglo XXI. La magia tenía que ser nuestro camino hacia la utopía. Y así, por arte de magia, aparecimos en la isla, cargados de tablones de madera, tornillos, clavos, martillos, sierras, motosierras, todo tipo de herramientas, tiendas de campaña, ropa, agua, melocotones en almíbar, leche en polvo, ron, mucho ron, juegos de mesa, pelotas y redes, muchísimos metros de lona y de aislante, carne y atún en conserva, sal, condones, miles de condones, azúcar, café, mucho café, miles de películas, un proyector y una pantalla gigante, un par de poderosas antenas parabólicas, ladrillos, uralita, tubos, kilómetros de cable y de cañería, tecnología portátil, barajas de póquer, sombreros de copa, palomas blancas, pañuelos larguísimos y multicolores. Nuestra intención era aislarnos, ser autónomos, pero seguíamos comunicados con el mundo a través de nuestros teléfonos y de nuestras computadoras. Nos llegaban invitaciones a congresos que teníamos que declinar, por la coherencia, claro, por la utopía. Tuvimos que organizar, además de los turnos de trabajo en el campamento, un club de lectura, un cinefórum, campeonatos de natación y de volley, porque éramos setenta y siete personas, entre actores, actrices, especialistas, fotógrafos, cámaras, maquilladoras, decoradores, realizadores, montadores, técnicos y operarios diversos, a quienes George había convencido durante años de la importancia de la isla, de la necesidad de la isla, de nuestra aportación a la historia del cine, de la televisión, de la literatura, del arte contemporáneo, de la magia, éramos una comunidad de elegidos, un reducto de la cultura que se estaba extinguiendo fuera del perímetro de nuestra isla y que nosotros, en cambio, mantendríamos viva. Éramos los guardianes del fuego en la isla de Prometeo. Nuestra isla, la llamaba, como si no fuera solamente suya. George era así, se sacaba los argumentos de la chistera con una facilidad que durante años me fascinó y acabó por asustarme. Siempre ethos, nunca pathos, repetía. No pasarán, Mario, no pasarán. Y soltaba carcajadas contagiosas que podían ser, también, muy incómodas. Nuestra historia podría resumirse así: conseguimos ser éticos durante la mayor parte de nuestras vidas, pero acabamos sumidos en el patetismo. Yo, durante el día, imprimía fotos de Vanessa que horas más tarde, en la playa, ebrio de ron, quemaba imaginando barcos cargueros que se dirigían hacia alguna frontera, imaginando, digo, escribo, porque no se divisaban barcos desde la isla, ni surcaban las luces de los aviones nuestro espacio aéreo, estábamos solos, Marcelo, completamente solos, éramos los mejores, habíamos cambiado la historia del arte occidental, la chingada, ni más ni menos, éramos los más coherentes, los más utópicos, los grandes magos del siglo XXI, los catalizadores de la reanimación histórica, los donjuanes de la pantalla, los rompecorazones de cuantas vanessas se nos pusieran por delante, los devoradores de las ostras y mejillones que arrancábamos de las rocas y de los vinos y quesos franceses y de las fresas californianas y de los jamones españoles que nos traían en helicóptero o en hidroavión, regularmente, cuando la coherencia no se había roto y la utopía era utópica. Porque después pasaron los años y llegaron, en un solo paquete, la duda y el aburrimiento, y empezamos a abusar de la tarjeta de crédito y el helicóptero nos trajo cocaína y antidepresivos y ácidos y hongos y contactamos con grupos de fans y las invitamos a la isla e hicimos sesiones de fotos y cenas en la playa que a veces terminaban en orgías e incluso rodamos un par de pelis porno, con fans y con actores y con actrices de la teleserie, sí, sí, no se lo digas a nadie. Y Anita se enamoró de mí, su piel negra, yo la fotografiaba, la filmaba, desnuda, disfrazada, la humillaba cuando estaba demasiado drogado como para darme cuenta de lo lejos que estaba yendo, violentaba su contrato de por vida, me pasaba por el culo la coherencia, pero no se lo digas a nadie, Anita, es el único nombre que te he dado de alguien de la isla, Anita, George y Mario, los únicos nombres que posees, los únicos nombres que te he entregado, son ofrendas, sacrifícalas, Marcelo, en el altar de tu búnker, imagina que somos Laura, Gina y Damián, que yo soy Damián, que me cogí a Laura como hice con Anita, que adopté a Gina como George me adoptó a mí, mátame, Marcelo, te suplico que me mates, antes de que me convierta en una paloma blanca, o peor aún, negra, negrísima, antes de que salga volando de este sombrero de copa, antes de que abra la compuerta y muera ipso facto, mientras contemplo el osario que tendría que atravesar para ser libre, Houdini: dime cómo puedo escapar del acuario en que me encuentro, con su agua radioactiva, con las cadenas, con los candados sin llave, con la llave maestra en la boca cerrada, los labios que se despellejan, las mejillas que se caen a pedazos y dejan ver los músculos, la quijada, la mandíbula, el adentro, como un telón que se abre o que se cierra, la lengua que ya no sabe qué más decir, si es que algo puede decirse todavía… Así empezó la despedida de Mario. Supongo que corté la conexión, sin decirle adiós. No podía soportar el desvarío, el descontrol de su lenguaje (porque el texto que aquí he reproducido no sólo ha sido corregido y puntuado, también ha sido editado). Pero sobre todo no podía soportar que aquello fuera su despedida. Me colapsé. Y no ha vuelto a aparecer en mi pantalla. Y ahora la ausencia de esa despedida late en mí como un tercer pulmón, porque temo que esté en un rincón de su búnker, vomitando el melocotón en almíbar hasta la deshidratación o el desangre, o que lleve seis días contando hormigas y persiguiéndolas por los rincones, o que se haya suicidado –sin más–. Porque yo dejé de jugar a ajedrez los viernes por la noche, Chang tiene su coartada. La excusa. El pretexto para dejar a Thei en brazos de Carl. La perversión de Thei es culpa mía. No soportaría que se quedara embarazada. Porque Chang es, en verdad, la dama: suyo es el poder de ejecución, suya es la omnipresencia. Porque Thei es, en realidad, el rey: sin ella, se acaba la partida. El tablero no está conformado por un casillero blanquinegro, sino por una superficie laberíntica sin bandos delimitados, sin bien ni mal, sin maniqueísmo, sin fronteras que nadie debiera traspasar, un espacio único e indivisible de luz amarilla. Comemos bajo la luz amarilla, trabajamos bajo la luz amarilla, nos masturbamos, hablamos, cagamos, cocinamos, limpiamos, rezamos, incluso mentimos y algún día nos amamos bajo la luz amarilla. Ella es la máscara. Ella es lo real. La luz amarilla ha distorsionado nuestras funciones vitales, las relaciones personales, el diálogo con Dios, la percepción de nuestras facciones y de nuestros gestos. La luz amarilla es Dios. Las mil manos de Dios. Su omnipresencia. Ahora me doy cuenta de que la luz amarilla ha ocupado el lugar de la realidad. Porque sólo en una realidad usurpada, ajena, es concebible que alguien (¿un extraño? ¿lo soñé? ¿cuántos días pasé sin dormir? ¿durante cuántos días no recurrí al alivio del Diccionario?) haya violado con cegadora impunidad, ante una cámara, sin que jamás ninguna de sus víctimas lo haya denunciado. ¿Fue sólo una vez? No lo creo. ¿Cuántas se prestaron a ese juego? ¿Fue un juego? ¿Acaso lo sabe Chang? ¿Habrán ido ellas a confesarle su oprobio? ¿Será ésa la razón del sacrificio de su propia hija? ¿O el pacto entre Carl y él es más antiguo, anterior al cierre de la compuerta, anterior a la muerte de Shu? Sólo en una realidad paralela puedo entender que el Pacto haya podido conducir a la aceptación del crimen por parte de una víctima, refutación absoluta de que la Historia pueda ser un ejemplo o un escarmiento. Me acabo sin ganas la sopa de lentejas. –Mi dosis de calmantes. Esther sigue llevando un pañuelo roñoso en el cuello, pese a que ya no tenga que ocultar los hematomas que le causaron las manos brutales de Anthony. Los brazos de Ulrike continúan tatuados por centenares de pinchazos, el cuello, las manos, plagadas de cicatrices, pequeñas costras rojizas, los cráteres de su propia extinción. De camino a mi catre, es decir, a la oscuridad y a la luz, a la oscura luz del Diccionario, Carl me detiene. Veo su mano, en forma de pistola, a la altura de mi pecho: sus dedos meñique, anular y corazón sujetan la empuñadura imaginaria, su dedo pulgar ha adquirido la forma del martillo y el índice, como un cañón, me señala el pecho a la altura exacta de mis latidos. Apuntándome directamente al paréntesis de vacío que separa cada sístole de cada diástole. Hay que imaginar el gatillo y ese mismo dedo índice apretándolo, para que se produzca la detonación, para que la bala imaginaria salga de la carne del dedo, atraviese la uña y los tres centímetros de aire que la separa de mi pecho, atraviese mi viejo suéter de lana gris, mi viejo pecho velludo, mis viejos músculos desgastados, mi viejo corazón. Levanto los ojos, lentamente, desde su mano hacia su rostro, donde interpreto odio, tal vez furia, por el laxante, por la trampa del chocolate, por el espionaje, por los descubrimientos que nos ponen a todos contra el paredón, a la espera de que alguien, Dios, el jugador supremo, la atmósfera de yodo, nos ajusticie; pero enseguida me doy cuenta de que es un efecto –uno más– de la luz amarilla, una de esas distorsiones a las que no logro habituarme casi catorce años después. Me está sonriendo. –Mira, Marcelo –me dice en su inglés dubitativo–, no sabía cómo agradecerte el bombón del otro día… Pero quería, bueno, darte las gracias de nuevo… Y regalarte esto… Me mete algo en el bolsillo del pantalón. Y se va. Mi corazón es una demencial caja de resonancias demenciales. Hasta que no llegue a mi catre y me tape con la manta no me atreveré a ver su regalo. Es la miniatura de una botella de Jack Daniels, con once centilitros de whisky en su interior. Extraño terriblemente a Mario. Ahí está su último post. Extraño terriblemente el lenguaje que era yo cuando conversaba con Mario, un lenguaje de adolescentes o de viejos amigos, un lenguaje –ahora me doy cuenta– totalmente ajeno al búnker. Sin él ya sólo me queda esto, eso, lo podrido circundante. Y ese post. Hace tres días que me di cuenta de su presencia: fue colgado hace trece días, pero no lo había descubierto porque el chat permanecía inactivo y porque no me esperaba una despedida así. Ese texto sigue ahí, sin ser leído. Es una botella lanzada al mar seco de internet, es la carta de despedida de un muerto. Se acerca nuestro aniversario y no soy capaz de leer las últimas palabras de Mario. En realidad no son las últimas palabras de Mario, porque sus últimas palabras serán, siempre: «si es que algo puede decirse todavía». No he vuelto a abrir el Diccionario y me resisto a leer ese mensaje. Pasan los días, siguen pasando. He borrado y escrito y borrado y reescrito tantas veces este párrafo. Me constituyen las renuncias, los cambios de opinión, las deserciones. Ni siquiera estas palabras, que no son las últimas pero llegan más tarde, voy a respetarlas. Las puntuaré, las acentuaré, las traduciré, las traicionaré: Vimos el primer hongo, o quizá debería decir megahongo, a lo lejos, tan lejos que parecía un amanecer prematuro, a ras del horizonte, un trailer del amanecer. Nos sentimos como Gutiérrez, aquel personaje nuestro que se hunde en el mar con las piernas atrapadas en un bloque de cemento y que se despide de la luz y del aire al ritmo de los versos de un poeta español, también republicano, que fue amigo de mi abuelo. La construcción del búnker había sido una especie de broma privada, un juego, George siempre decía que alguno de nosotros debería ser encerrado allí y obligado a teclear siempre los mismos números, hasta que fuera descubierto mucho después, por los siguientes habitantes de la isla, y fuera tomado por un loco o por un dios, como los soldados japoneses que vivieron durante años escondidos sin saber que la segunda gran guerra había terminado o como Kurtz en el corazón vietnamita de sus tinieblas. Nos trajeron placas de acero reforzado, vigas, dos hormigoneras y una tonelada de hormigón. Fue nuestro hobby durante casi un año: diseñar los planos, abrir la fosa, erigir la estructura, acondicionar el interior. Lo utilizábamos como almacén. Entonces: aquel trailer del futuro inminente. Llevábamos muchos meses sin hablar apenas. Más de veinte años en la isla habían limado nuestro carácter, nos habían vuelto ariscos, viejos prematuros de palabras escasas; pero era la actualidad internacional la que nos había quitado definitivamente las palabras de la boca. Las noticias que nos llegaban eran deprimentes y preocupantes. Tras la ola de violencia étnica en Europa del Este y Rusia en contra de ciudadanos de origen asiático, que habían inmigrado tras la Perestroika y ahora eran percibidos como agentes ajenos al nuevo espíritu ruso, y el consiguiente éxodo hacia Oriente de centenares de miles de personas, se había levantado un ciclón de odio racial, con linchamientos y matanzas en diversos puntos del planeta, y el Gobierno chino había enviado fragatas, unidades de élite y batallones para proteger a sus comunidades en cualquier lugar del mundo donde estuvieran amenazadas. Ver las fotografías que mostraban cómo Chinatown, el barrio de Chicago a cuyas fiestas de Año Nuevo yo siempre acudía con mis amigos, se había convertido en una fortaleza rodeada de alambre de espino y protegida por una docena de tanques del Ejército Popular Chino me retorcía las entrañas. Ver la Plaza Roja de Moscú latiendo al ritmo de las pancartas de Stalin y de las proclamas anticapitalistas era un espectáculo retro insoportable. Ver a Julio César, a Jesús, a Alejandro Magno, a Mahoma, a Felipe V, a Napoleón, a Churchill, a Roosevelt, a Gandhi, a Franco, a Ceausescu, a Hitler, a Obama, a Hugo Chávez, resucitados, multiplicados gracias al facing, rodeados de cientos de miles de seguidores o confinados en la celda de un hospital psiquiátrico, qué más da, nos convertía a George y a mí en cómplices involuntarios de la hecatombe. Jugar en red a la Tercera Guerra Mundial, liderando a cualquiera de las potencias implicadas se me antojaba un delirio peligroso, tan peligroso como hacer de la Memoria y no de la Historia un asunto de Estado, como convertir la política en una cuestión de pasado y no de futuro. Pero yo no lo veía como un asunto personal. George, en cambio, sí. Era nuestra culpa. Me lo dijo aquella misma noche, la que cerró el día que había nacido con el hongo diminuto, a lo lejos, completamente borracho, tan borracho como sólo lo había visto el día en que nos conocimos, cuando tras descubrir que la chica con quien viajaba y con quien se había acostado un par de veces se había dejado seducir por el recepcionista del hostel, el típico donjuán de balneario, me preguntó si yo jugaba al ajedrez y comenzamos a hablar de Alan Moore, de Quentin Tarantino y de Ridley Scott, a quien entonces admiraba hasta la hipérbole, y de nuestros abuelos y sus guerras y la culpa que era injusto heredar. Y treinta años más tarde resultaba que todo era culpa nuestra. Nosotros sólo sintonizamos con el espíritu de nuestra época, le respondí. Estás equivocado, me gritó, nosotros lo despertamos. Supongo que para entonces ya estaba loco, pero durante mucho tiempo lo había disimulado. Ansiolíticos, calmantes, toda esa mierda: muchísima mariguana. Pasaba las noches fumado, con el último grupo de fans que había llegado a la isla y que ya no había podido regresar y llevaba en la mirada el odio de no haber sido padre. Tú tienes la esperanza de haber dejado preñada a tu prima, me dijo alguna vez, completamente ebrio, pero yo ni siquiera puedo consolarme con eso. No se afeitaba y se bañaba sólo en el mar, bajo el vuelo circular de los albatros. Apedreaba, si se cruzaba con él, al oso hormiguero. Sólo leía a Guy Debord: de todos sus autores de cabecera, acabó eligiendo al que con más violencia había traicionado. Si mencionaba a Picasso era sólo para preguntarme quién de los dos había sido Sabartés. Como tantas otras veces, los reproches y los gritos, el martilleo de la culpa, a golpe de tragos, se fueron suavizando, se convirtieron en abrazos, en el búnker donde guardábamos las botellas de whisky, en promesas, en algún chiste abortado. Estábamos demasiado cansados para el humor y veinticuatro horas antes habíamos visto una explosión nuclear: las bromas no cabían en esta cámara acorazada. Nadie descubrió la complejidad de nuestra obra, balbuceó. Lo sé, repuse, pero Ciudad de Máquinas y Sombras y los cómics y las novelas y los videoclips y las decenas de páginas web interconectadas existieron, dialogaron entre ellos y con sus lectores aislados, quién sabe si también con alguno que lograra unir todas las piezas, contribuyeron modestamente a otro modo de leer la ficción, ese laberinto, le dije, en que con tanta fuerza creímos. Fuimos creyentes, Mario, creímos como hacía un siglo que nadie era capaz de creer, pero no fue suficiente. Nos faltó genio, nos faltó pasión, la entrega absoluta de aquéllos que configuran la estirpe a la que quisimos pertenecer. Cuando me desperté, con un fuertísimo dolor de cabeza, eran las cinco de la tarde y la puerta estaba cerrada. Según la pantalla del ordenador, la fase intimidatoria había terminado y ya se podía hablar de Tercera Guerra Mundial. No me atreví a abrir la puerta. Aquella noche fueron lanzadas siete bombas más en aquellos archipiélagos. Es un milagro que un búnker diseñado y construido por aficionados haya resistido todo este tiempo. Jamás abrí la puerta. George entendió que aquel hongo lejano era el principio del fin y yo, como siempre, no entendí nada. George los mató a todos y me salvó a mí. George se suicidó y me salvó. En la nota que encontré al despertarme me decía su letra: «Quiero creer que triunfamos sin transigir, sin renunciar, quiero creerlo y por eso grito por última vez: ¡No pasarán!, (aunque no pueda reconocer mi propia voz)». Todo es borroso. Se hundió para salvarme. Siempre fue así. Por eso no quise reemplazarlo contigo. Por eso no he querido bautizarte. Voy a salir. No me esperes levantado. En poco menos de un mes, trabajo, subrayo, memorizo todas las palabras que empiezan por w, por x y por y. De la vigésimo sexta letra del abecedario español, y vigésimo primera de sus consonantes, hasta yuyuba (fruto del azufaifo), pasando por wagneriano, westfaliano, wólfram o wolframio, xenofobia, xerografiar, xilógrafo, yaacabó (pájaro insectívoro de América del Sur; su canto es parecido a las sílabas de su nombre, y los indios lo tienen por pájaro de mal agüero), yacimiento, yantar, yedra, yerba (mate), yodar, yodo (violeta, amarillento), yoyó, yugo, yunque, yusión (mandato, precepto) y yuxtaposición. Los veintiséis días se suceden entre la jornada laboral y las horas consagradas al Diccionario, porque no hay nada más que pueda hacer. Pasear por el búnker significa buscar inconscientemente las cámaras e imaginar los planos desde la mirada de Carl, sentado en su butaca, amo y señor panóptico de nuestro aberrante encierro; hablar con los demás significa obviar sus palabras, desconfiar de sus miradas, obsesionarme con esas verdades que no debería conocer pero conozco, que les desmiente y les desnuda; cruzarme con Thei significa desearla más allá de lo tolerable y sufrir con fantasías insanas, pobladas de espejos y de desdoblamientos; ver a Chang significa ponerme a temblar; navegar significa mirar durante horas la página principal de un club de tenis, el monopolio de su verde, su verde hipnótico, porque Mario no va a regresar y ni siquiera me despedí de él. ¿Quién será el violador? ¿Xabier, Gustav, Carl, Chang? ¿Yo? Nuestro polizonte, nuestro extraño pasajero. A los catorce años menos dos días de encierro, llego a la z de «zulo»: «Lugar oculto y cerrado para esconder ilegalmente cosas o personas». No estamos en un búnker, estamos en un zulo. Nuestra situación nunca ha sido legal ni moralmente aceptable. Dejamos morir a tantos. Coaccionamos, espiamos, mentimos, lloramos, suplicamos para ser los escogidos, para formar parte de la minoría universal que iba a salvarse, sin haber hecho méritos para ello. El Diccionario es mi zulo dentro del zulo. Me alimento de palabras y de latas de judías con carne y conservantes. Me masturbo como un simio, con el pudor del que carecía Anthony, bajo la manta, cada día, al acostarme y al despertarme. Pero he llegado por segunda vez a la zeta. Zapato, zombi, zorra, zorro, zumbar, zumbido, zulú. Las palabras están muertas: son cadáveres en descomposición o totalmente descompuestos, huesos con carne putrefacta o esqueletos de limpio marfil, elefantes a punto de morir, que se acercan al abrevadero, al infinito charco de la oquedad, la trompa cada vez más pesada, menos útil para transportar el agua hasta la boca, el cuerpo cada día más profundamente anclado al fango, la boca cada hora más cerca del agua, hasta que es imposible retroceder, salir, la muerte es un elefante que en la ciénaga, en el lago, se desploma, ataúd de agua, cementerio de marfil, una montaña de osamentas como la que probablemente tapone, desde afuera, la compuerta. Zulo, zulo, zulo, zulo. Del euskera: agujero. Tras casi un mes de trabajo, porque memorizar es trabajar, con el cerebro bombardeado por la esfera léxica de la palabra «duelo», por la obligación de batirme en duelo, cierro el Diccionario. Por fortuna, sigue funcionando la página web de Magic Wings. Me consuelo con ella. Busco vuelos: para el día 22 de febrero, entre veinte y veintidós horas, de Pequín a Buenos Aires; perfecto: llegaré a las 10 de la mañana y a las 12 ya estaré en el Botánico con Gina, podremos almorzar en Puerto Madero, cómo extraño compartir un pacú con ella en el restaurante de comida entrerriana, que le encanta desde aquel fin de semana que pasamos juntos en Rosario, aprovechando que Laura tenía un congreso en Brasil, veremos a través de la vidriera un canal del Río de la Plata mientras degustamos el río Paraná, después pasearemos por la Reserva Ecológica, podemos incluso alquilar unas bicicletas y recorrer los senderos pedaleando, con los rascacielos del Complejo Faena Júnior a la izquierda y el Puente Interestatal a la derecha, una franja de naturaleza casi salvaje encajonada entre dos obras faraónicas que, gracias a que esto no es más que una novela, habrían sobrevivido a las explosiones atómicas tan sólo para que yo las evocara un día, junto a mi hija, en bicicleta. Ya no soy una niña, me diría, y yo le respondería que a los adultos también nos gusta ir en bicicleta por la costanera del Río de la Plata, que la fabulación no sabe de edades, que es tan humana como el amor o la envidia, como la amistad o los universos paralelos, como la luz artificial o el acelerador de partículas, como la admiración o el suicidio, que la ficción es tan humana como los hechos y que los poemas y los cuentos son tan humanos como las crónicas y los informes clínicos y los inventarios y las esquelas, que tampoco son inmunes a la ficción, pues junto a los datos objetivos (un nombre, un apellido, una fecha, una edad), idealizamos al fallecido, maquillamos poéticamente su desaparición, añadimos mitología (una estrella, una media luna, una cruz) y deseos cuyo cumplimiento no podremos verificar (que descanse en paz). Las únicas fotos de Gina que conservo son instantes de la infancia que me perdí. Por eso, después de rastrear durante los primeros seis o siete años todas las palabras del Diccionario que apuntaban hacia ella, durante los siete u ocho siguientes he navegado por las páginas web que la señalan: a partir de esas imágenes he ido construyendo un retrato robot de mi hija, que ahora tiene veintitrés años y es bellísima, el pelo lacio que puede cambiar cada día su peinado (no es pelo, papi, es la tecnología, estos moldeadores no existían cuando mamá era joven), castaño como el de su madre, dientes perfectos, luminosos cuando me sonríe, estudia abogacía, quiere especializarse en derechos humanos, no tiene novio todavía (no tengo tiempo para estar de novia, papi, eso es para viejos como vos), siempre visita los parques de atracciones de las ciudades adonde viaja y odia que la trate como a la niña que ya no es. No guardo copia de mis últimos informes. Sólo queda uno por unir a este diario de mi décimo tercer año de encierro. No conservo los de San Francisco, Ciudad de Panamá, Sao Paulo y Buenos Aires, mis últimas paradas antes del vuelo definitivo hasta Pequín. Dejé de archivarlos, de fatigarlos (esas palabras), porque dejaron de importarme. Fueron escritos con prisa, sin cuidado, sin acentos, sin corrección gramatical ni sintáctica; a sabiendas de que, tras el email de «Informe recibido», con el código de clasificación correspondiente generado automáticamente, no sería realmente procesado, ni leído, ni tomado en consideración. Empecé a viajar sin escribir. Gina en la montaña rusa, riendo a mandíbula batiente. Paso cerca de ocho horas mirando las páginas de siempre. Soy el último en servirme la cena y como tan lentamente que me quedo a solas en el refectorio, masticando con dilación los últimos espaguetis que nos quedan, bañados en nada y más calmantes. Todavía no me he llevado el último fideo a la boca cuando llegan Xabier y Chang. Me saludan. En la mirada del francés hay sorpresa. Chang, medio sonríe como siempre. Se sientan en la mesa más alejada a la mía. Colocan las piezas sobre el tablero. Comienzan a jugar. No mueven las piernas porque no están en tensión, incluso comentan las jugadas o bromean acerca de los movimientos del otro. Tras depositar el plato, el tenedor y el vaso en el fregadero, me acerco. En poco más de media hora, las blancas de Chang han conseguido abrir una diagonal y una columna sobre el enroque negro de Xabier. Las dos torres, los dos caballos, un alfil y la dama blancos apuntan hacia los peones y los caballos negros. –Chang, ¿has visto a Thei? Nuestro coordinador no separa la vista del tablero y tarda unos segundos en contestar. –Debe de estar en el almacén, como siempre, últimamente. Asiento, sin saber exactamente por qué, y después le digo lo que hace diez horas que espero para decirle: –Deberíamos jugar tú y yo una partida, Chang, si a Xabier no le importa, por supuesto… Hay en la mirada de mi viejo amigo una capacidad de penetración que no he visto en ningún fenómeno natural ni artificial: en ningún taladro, en ninguna luz, en ninguna bala, en ningún pene. Lo había olvidado. Hay un reproche irrefutable en esa mirada grisácea, que entra por las cuencas de mis ojos y se entromete en mis arterias y en mis pulmones, sin voluntad de ser refutada ni perdonada. En la de nuestro líder, en cambio, la serenidad no puede ser perturbada, al menos por el que he sido yo durante los últimos diez u once años. –Por supuesto que a Xabier no le importa –me contesta mientras captura con un caballo el peón de rey enemigo–. Jaque mate. El señor Chang me espera en un Starclash del aeropuerto de Narita. Nos ponemos al día sucintamente: él viene de un congreso sobre turismo e historia en la Universidad de Hiroshima, donde ha presentado una ponencia sobre la transformación del imaginario de las teleseries norteamericanas de culto en rutas culturales por la ciudad de Nueva York; y yo, de entrevistar en Estambul a Freddy Muhammad Knight, que a principios de siglo inventó el taqwacore o punk islámico y que en la década de los 30 comenzó a abanderar el movimiento Sufíes modernos, que predica la práctica de danzas giróvagas, por parte tanto de hombres como de mujeres, en espacios públicos, como parques, centros comerciales y discotecas, con la intención de armonizar los rituales seculares musulmanes con la moderna y europea Turquía. Después de tomar un café, hemos subido al Narita Superexpress y en veintidós minutos nos encontrábamos en nuestro hotel de Ginza. «Descanse», me ha dicho, «que mañana será un largo día.» Nuestro recorrido por Tokio ha comenzado temprano en el puente de Harajuku, donde en los años 80 del pasado siglo se inició la subcultura cosplay. «Durante cerca de treinta años, en ese rincón», señala hacia la entrada de un templo sintoísta, en un extremo del puente, «se reunieron cada domingo adolescentes disfrazados de sus personajes de manga y de anime favoritos; durante esas horas dominicales se hacía explícita una identificación que, en la mayor parte de los casos, durante el resto de la semana permanecía oculta: pero seguía existiendo, porque la idolatría iba por dentro, el joven pensaba, actuaba, se veía a sí mismo a través del modelo de su héroe o heroína, aunque fuera vestido de estudiante de secundaria o de empleado de supermercado.» La ficción no precisa de máscaras, actúa en el interior del cerebro. No importa cómo te perciben los demás cuando tú mismo te has ficcionalizado; más de lo habitual, quiero decir, porque en cada psicología conviven tantas certidumbres contrastables como intuiciones o construcciones que son pura ficción. Y las ficciones individuales, por supuesto, conducen a las ficciones colectivas. «No hay duda que se trata de factores que explican, parcialmente, las particularidades de la reanimación histórica japonesa; pero, como siempre», me dice el señor Chang, «me interesa el modo en que ese fenómeno particular fue absorbido por las estructuras de los discursos turísticos.» Seguimos caminando y el señor Chang me explica que durante la primera década de este siglo las reuniones dominicales de los cosplayers se convirtieron en un atractivo recomendado por las revistas y guías de viaje. Cuando un turista llegaba a Tokio sabía que un día tenía que madrugar para asistir a la subasta de pescado en el mercado de Tsukiji, que el viernes y el sábado por la tarde eran los momentos adecuados para ir a Shibuya a fotografiar a las gals y que en el puente de Harajuku chicos y chicas vestidos de dollers, ángeles, guerreros o personajes de Final Fantasy posarían ante sus cámaras y les brindarían, también gratis, la oportunidad de llevarse a casa un exótico souvenir. Hacia 2012, no obstante, sólo cuatro o cinco anacrónicos representantes de la subcultura acudían al puente los domingos. En 2015 ya se había extinguido por completo: «De modo que las fotos de los turistas que viajaron a Tokio antes de esa fecha constituyen valiosos documentos no sólo de la existencia de una tribu urbana en peligro de extinción, sino también de un hábito turístico en vías de desaparición». Cuando el señor Chang ha fotografiado aquel recodo del puente, hoy domingo, por tanto, ha fotografiado un vacío. La Historia no ha dejado rastros. La memoria de cientos de personas que fueron jóvenes en el cambio de siglo y de la atracción turística que alimentaron con sus cuerpos travestidos ya habría sido olvidada de no ser por una placa plateada, que en el muro que da a la estación de metro reza: En memoria del movimiento cosplay (1980-2015), fundamental en el desarrollo de una cultura pop genuinamente japonesa. Esa placa figura en las guías de Tokio de nuestros días: en dos líneas, mientras se enumeran los atractivos de este barrio, se menciona aquel fenómeno de la historia reciente como una curiosidad no demasiado destacable. «Ninguna guía, y he estudiado medio centenar en varios idiomas, señala la relación entre los cosplayers y los kimonoplayers, la subcultura juvenil que lentamente la sucedió y que tenemos que observar en su relación con la reanimación histórica», prosigue el señor Chang, mientras entramos en el recinto del santuario de Meiji Jingu, «porque el turismo trabaja con la simplificación y esa relación es sumamente compleja.» En las dos últimas décadas se ha ido imponiendo en Japón lo que se conoce como estética antigua. «No se trata de rescatar del armario los kimonos de los abuelos, no estamos ante una ética de la humildad como en el caso de la Ostalgie, ni siquiera ante la recuperación de valores tradicionales, porque esos jóvenes», en efecto, nos rodean varios grupos de amigas y algunas parejas, todos adolescentes, ataviados con bellos kimonos, «visten a la última moda, kimonos que casi nunca son de seda, llevan peinados que les provocaría un infarto a sus tatarabuelas y hablan y se comportan como modernos habitantes de una megalópolis de cuarenta millones de habitantes.» Le pregunto que, de ser así, dónde ve el vínculo con la reanimación histórica: «El caso japonés es distinto a la gran mayoría, es sumamente particular, mi tesis es que aquí se partió de la imagen hacia la esencia, al contrario de en tantos otros casos». Es decir, si en el mundo árabe o en el ámbito germánico la voluntad de defender valores religiosos o políticas xenófobas, respectivamente, llevó a la convicción ética de que la adopción de una estética determinada era necesaria, en Japón fueron las consecuencias de la moda de vestirse a la manera antigua las responsables de un cambio radical en la historia contemporánea del país. «Los diseñadores y las marcas entendieron que los kimonoplayers estaban llamados a dejar de ser una subcultura para convertirse en mainstream y se volcaron en la nueva tendencia», me comenta el señor Chang mientras se lava las manos a las puertas del templo, «no tiene más que mirar a su alrededor para ver cómo la sociedad japonesa, después de más de un siglo de lenta adaptación a los hábitos occidentales, viró en un sentido inesperado.» Nunca había escuchado una interpretación semejante. Miro a mi alrededor: menos nosotros y cuatro o cinco turistas occidentales, todos los visitantes visten kimono y sandalias de madera. Rebobino. En el metro, en la calle, en el hall del hotel, en el restaurante del hotel, en el tren, en el aeropuerto: la mayor parte de los centenares de japoneses con que me he cruzado desde que aterricé en esta ciudad ayer por la tarde vestían a la manera tradicional. Incluso el uniforme de las azafatas de Japan Airlines tenía forma de kimono. Las variaciones respecto a la ropa de las películas de samuráis, si las buscas, son evidentes: esas amigas llevan kimonos de marca (Nike, Smile y Puma); esa pareja viste una suerte de kimono de sport, el de ella más entallado que el de él; no hay duda de que esa atractiva treintañera sólo lleva la ropa interior bajo el suyo, según me revela al situarse a trasluz. Más tarde, la ruta que ha diseñado el señor Chang nos conduce al Ministerio de la Ficción, creado el año 2031, el primero de los trece que existen actualmente en otros tantos países del mundo: «En los discursos académicos sí que se acostumbra a citar ese hito en la cronología de la reanimación histórica, porque significó que finalmente el ser humano otorgaba a lo imaginario la relevancia política que merecía, al tiempo que se reconocía que la reanimación era en realidad una ficcionalización de la historia: además de asumir las funciones del Ministerio de Cultura, la nueva institución se encargó de gestionar las complejas implicaciones que la llegada de la reanimación histórica al gobierno estaban provocando». Tras la muerte de Haruki Murakami, el primer ministro japonés de Asuntos Ficcionales, el puesto fue ocupado por el cineasta Ryukichi Kerao. A diferencia de su predecesor en el cargo, que jamás asumió como propias las consignas del partido, Kerao vistió kimono y siguió la senda de los samuráis desde los hechos de febrero de 2028. Hemos llegado al Templo de Yasukuni. «Durante los últimos ochenta años, diversos primeros ministros nipones acudieron a este lugar para recordar a los caídos en la Segunda Guerra Mundial, otros trataron de no hacerlo, porque aquí se rinde homenaje por igual a los caídos en combate y a los que se suicidaron por honor, a los soldados y a los torturadores, a los oficiales que merecen respeto y a los criminales de guerra que no deberían atesorarlo; pero aquel 18 de febrero se produjo una diferencia fundamental respecto a las visitas precedentes. El primer ministro Dai Maroto se encontró aquí con cien mil samuráis», prosigue el señor Chang. El resurgimiento del imperialismo japonés se había fraguado durante mucho tiempo, si no desde la recuperación económica de los años 60 del siglo pasado, al menos desde que en 2010 China pasó a ocupar el segundo lugar de la economía global y empezaron a multiplicarse los conflictos fronterizos; pero había sido reprimido de forma tácita por la sociedad donde se estaba incubando, sobre todo tras el duelo colectivo por los muertos del desastre de 2011. Si aquel día salieron a la calle cien mil personas ataviadas como samuráis, con sus espadas y sus kimonos, es porque durante los años previos se habían entrenado en el difícil bushido, la senda del samurái, habían practicado artes marciales, habían asumido como propio un código de honor secular y severo. Y, finalmente, estaban preparadas para la acción. Mientras me relataba el auge del imperialismo japonés y su relación con el facing masivo, en el bar del hotel, tomándonos un whisky, por primera vez he visto fascinación, incluso admiración, en la mirada de Wo Chang. En China, me ha contado, el cosplaying, como el que se practicó durante décadas en Taiwan, «nunca llevó a un fin tan elevado, porque los chinos, pese a que no queramos reconocerlo, siempre hemos envidiado la superficie de nuestros rivales, el capitalismo de Europa y los Estados Unidos, la estética y las tradiciones de Japón, nuestras copias de esas superficies han sido siempre perfectas, pero nunca han podido penetrar en el interior, en la esencia de esos fenómenos, porque nos falta la capacidad de sacrificio de los japoneses, de los europeos, de los norteamericanos, que renunciaron a su alma por la economía, por la belleza, por las tradiciones, porque el alma es un lastre que no te deja ser quien deseas ser, quien mereces ser». Se ha quedado mirando el océano de rascacielos que se extiende hacia la Torre Tokio y el Complejo Toyota y la Torre Mishima y los trasciende. Su rostro es inescrutable, siempre a medio camino entre la sonrisa –que nunca llega– y la dureza –que jamás es absoluta–. Es uno de los máximos expertos internacionales en reanimación histórica, respetado tanto en la Universidad Popular de Pequín como en los departamentos de cultura contemporánea de las universidades más importantes del mundo, vive en una casa envidiable con vistas a la Gran Muralla, está casado con una mujer bellísima. Pero es un hombre incompleto. «Tengo un regalo para usted, Marcelo», me ha dicho, cuando ya el licor había desaparecido y sólo los restos de los cubitos de hielo ocupaban el vacío de los vasos. Se ha sacado del bolsillo interior de la americana un pequeño paquete envuelto en papel dorado. En su interior había una caja. Y dentro de ella, un peón de plata. «Sé que le gusta el ajedrez, a este país llegó tarde, porque la tradición dicta que los hombres elegantes y cultos deben profundizar en la práctica del go, y el ajedrez siempre se vio como un pasatiempo extranjerizante, pero cuenta con sus maestros y con sus grandes maestros y con sus artesanos, de modo que le encargué a uno de Hiroshima que hiciera esta réplica de una de las piezas del célebre tablero del emperador Hiroshito, espero que no le ofenda que sea un peón y no un rey, Marcelo», me ha mirado a los ojos y ha sonreído, por vez primera lo he visto sonreír, y había malicia en aquellos labios arqueados, «me parecía lo más adecuado para culminar una jornada, como la de hoy, que tenía que versar sobre el sacrificio, sobre el sacrificio que es capaz de acometer un hombre, unos hombres, una cultura, para que la comunidad en que se inscriben sea poderosa, porque un samurái sabe que, si tiene que matar a su hijo o a su mujer porque lo han traicionado o si tiene que batirse por una ofensa, que si es su deber eliminar a alguien a quien ama o suicidarse él mismo, sólo lo podrá hacer si esa acción favorece al conjunto de la comunidad, como los peones, que son sacrificados para sacar ventaja, para salvar al rey, para ganar la partida.» Nos hemos enzarzado en una compleja india de rey. Los peones se bloquean mutuamente en el centro del tablero, como ladrillos blanquinegros. Son apoyados por los caballos y los alfiles. Él ha ubicado su reina en la segunda casilla de su alfil, cubriéndole a éste las espaldas, en la misma diagonal blanca. Yo, en cambio, la he llevado a la tercera casilla de mi alfil de rey, para que defienda el único peón que no está encasillado, que amenaza y es amenazado por el peón suyo de rey, en la única tensión explícita hasta ahora. En contra de mis viejos hábitos, quizá precisamente por violentar al que era yo hasta hace una hora, me enroco largo. La partida tiene todos los visos de convertirse en una carrera contrarreloj: quien antes abra las columnas que apuntan hacia el rey del adversario, quien antes destruya el enroque contrario, quien antes consiga penetrar con sus piezas mayores en las líneas defensivas del enemigo, si ha logrado mientras tanto que sus propias defensas se mantengan mínimamente sólidas pese al acoso indiscriminado, podrá ganar. Xabier y Chang no han parado de hablar durante esta primera hora. Las drogas inconscientes me ayudan a tolerar ese ruido de fondo. No había reparado en la complicidad (un tanto fría, pero complicidad al fin y al cabo) que existe entre ellos. Locuaces, casi bromistas, como si llevaran años aguardando este momento. Vaya con Marcelo, no se ha oxidado en todo este tiempo. Tendría que haber sido el maestro de ajedrez de Thei, un deporte científico es el mejor antídoto contra el misticismo. Buena jugada, me quito el sombrero. Una india de rey, sí señor, como en los viejos tiempos. No puedo creer lo que ven mis ojos: ¡se ha enrocado! No hay duda de que a Shu le hubiera gustado asistir a este espectáculo, no me cabe duda de ello. Ahora ya sabemos lo que hacía todo el día en la cama o frente a la pantalla de su ordenador, sin hablar con nadie, estaba estudiando, estaba preparando esta partida. –Este duelo –le corrijo a mi viejo amigo. Entonces, Xabier, en pie desde que había sido obligado a cederme su asiento, se deja caer en un banco cercano; y Chang, que jugaba muy erguido, dividiendo su mirada entre el tablero y el rostro de su cómplice, entrecruza sus manos formando un triángulo equilátero con los brazos y hace reposar en el puño único su barbilla, para clavar su atención en las piezas enfrentadas. Prepara el asalto de su caballo de reina a la casilla central, protegido por dos peones y, tras ellos, la pareja de alfiles. No hay nada más molesto que un caballo en esa posición: dificulta los movimientos de tus piezas, constituye el perfecto aliado de cualquier táctica de ataque y puede regresar, en un único tiempo, a las labores defensivas. Mi alfil negro, que me gustaría destinar al ataque de su enroque, protege esa casilla que él desea ocupar con su caballo. Lo hace. Y, sin dejar pasar un instante, contra toda sensatez, cambio mi alfil por su caballo. Ahora es un peón negro el que ocupa ese lugar maldito. No se lo esperaba. Peones doblados. No sé por qué lo he hecho. Trato de concentrarme de nuevo. Xabier sonríe, siento su sonrisa como un dardo en mi mejilla. Muevo mi pie, nerviosamente, como si apretara un pedal, un acelerador; mi adversario, en cambio, permanece quieto. No sé cuánto tiempo pasa y hay un vaso a mi lado y otro al lado de mi oponente y otro en la mano de mi viejo amigo y de los tres emana el mismo olor a vodka, tan sólo dos dedos. –¡Por el duelo! –propone Xabier. Chang medio sonríe y levanta también su vaso; yo, torpemente, tardo unos segundos en reaccionar, cojo el mío, lo elevo, desconcertado por el clinc del cristal casi opaco. Ellos agotan sus vasos; yo, que hace siglos que no bebo, doy un brevísimo sorbo. Esa botella, en la mesa de Xabier, es inverosímil. Una botella recién abierta de vodka ruso, ni más ni menos. –Es de mi reserva personal, querido Marcelo –me explica Chang. –Alguna ventaja debe tener ser el pasatiempo del jefe –añade Xabier. Imagino un escondite lleno de pistolas, munición y botellas de vodka. Un escondite escondido lleno de armas y bombas y balas y metralla y cajas de cartón con litros y litros de vodka ruso en un escondrijo. Imagino una madriguera, una recámara, una caja fuerte, un rincón remoto, recóndito, una cueva alíbabesca, una alacena, el doble fondo de una maleta o de la funda de un violoncelo, un zulo, un recoveco, un sótano, el subsuelo, las alcantarillas, un entero sistema de alcantarillado imagino. Parece que estoy concentrado en mi próximo movimiento, pero en realidad han conseguido distraerme. Ése era su propósito. Tengo que apartar las palabras y regresar a las piezas. Las miro, una por una. Peón, peones, alfil, caballo, torre, reina o dama, rey: las miro y las nombro, una por una. Así, regreso a la partida, a ese peón central y doblado, a mis torres que desean apoyar esos peones del flanco de rey, que empiezo a avanzar hacia su enroque. No más brindis. Ni más comentarios. Que permanezcan callados. –No te has acabado el vodka –Xabier, de nuevo. –Sabes que no puedo concentrarme si no paras de hablar, nosotros siempre jugábamos en silencio… No me responde. Aprieta el puño, me taladra con los ojos, pero no me responde. Ha acumulado tanto odio, Xabier, durante todos estos años, y yo no me he dado cuenta. Durante diez o quince minutos habla sin decir nada, como si masticara un chicle. –Buenas noches –y se va. Al fin a solas. Con el gusto del licor aún en la punta de la lengua, me convenzo de que he esperado este momento durante toda mi vida. O, al menos, durante los últimos quince años de mi vida. Desde que Shu me confesó, aquella tarde remota, en la misma bañera de siempre, que le tenía miedo. O desde que él me regaló el peón de plata, como quien regala una amenaza. O desde el parto. O desde que vi a Thei sumergiendo su mano en la entrepierna de Carl, hijo de mil putas y de remil rameras. Este duelo. Espalda contra espalda, sin padrinos, diez, veinte pasos, dos disparos: un único muerto. Al avance de mis peones por el flanco de rey ha replicado con el avance de los suyos por el flanco de dama. A mis torres comunicadas a la altura de su enroque ha respondido con las suyas comunicadas a la altura del mío. Los peones de ambos llegan al mismo tiempo: chocan contra los de la defensa contraria, alguno se pierde en la escaramuza. Su fianchetto dificulta mi incursión; mi enroque es más débil. Pero doblo las torres en la última columna. Apuntalo mis caballos: uno en la defensa del rey propio, el otro en el ataque al rey contrario. Llevo mi alfil al hueco que abre el triángulo de su enroque. Alfil por alfil. Torre por alfil. Saca al monarca de la casilla del peligro. Devoro con mi torre su peón. Lo pone a salvo en la segunda casilla de rey. Sólo he ganado un peón, tengo que incrementar la presión sobre su castillo en ruinas. Concentro mis neuronas en esa zona del tablero y empiezo a generar variantes de ataque para mis adentros. En su mayoría son combinaciones de jugadas que conducen a una clara ventaja, a través de jaques que son ataques dobles; en algunas de ellas incluso alcanzo el jaque mate. Cuando llego a ese momento de mis anticipaciones, no puedo reprimir la sonrisa al ver –como si hubiera ya pasado y fuera cierto ya– la derrota de Chang, cómo sin mirarme derriba su rey, se rinde, para evitar que yo pronuncie las dos palabras que certifican mi victoria. Puedo ganar. Voy a ganar. Va a llegar la estocada definitiva, el disparo certero, el fin que esta situación se merece, preámbulo de un reinicio que todos necesitamos como agua de mayo (las viejas expresiones o herencias). Llevo finalmente mi dama a primera línea de combate. El principio del fin. Él medita durante muchos minutos. El silencio se disuelve en la luz amarilla. Los números y las letras que organizan, blanquinegros, el ámbito del duelo, se elevan desde las casillas, se combinan, se abrazan, bailan entre las piezas, un movimiento que entre tanta quietud es sin duda la orgía de la victoria, de mi victoria, al fin he actuado: lo reté, jugué limpio, sin ceder a la tentación de usar los ardides deshonestos del adversario, gané, estoy ganando, las letras y los números eso dicen, eso representan. Han pasado al menos veinte minutos cuando despega el codo de la mesa, alarga los dedos huesudos hacia su reina y la acerca al monarca en peligro. Un movimiento defensivo. Ha calibrado sin duda la magnitud de la amenaza y renuncia al ataque. No sólo eso. Un momento. –Piensa. En efecto. Desde la nueva casilla, la reina cumple un doble propósito, defiende y amenaza mi propia dama. Me rindo a la evidencia. No puedo sacrificar mi reina a cambio de la suya. Sus torres y las mías quedarían tácitamente en equilibrio: yo ganaría algunos peones en ese flanco, los mismos que él en el otro, torre por torre, quién sabe si torres por torres, un alfil contra un caballo, tres o cuatro peones en cada bando, acabaría el medio juego, entraríamos en un agotador final. Esa diagonal. No había visto esa diagonal. Su dama no sólo protege a su rey y amenaza a mi reina, también ha ocupado una diagonal ciega que conduce directamente hacia una casilla desprotegida, demasiado cercana a mi propio monarca. Si cierro los ojos, proyecto los movimientos que desembocan en el jaque mate. No me queda más remedio que matar su dama con la mía y dejar que su rey acabe con mi reina. En un abrir y cerrar de ojos, mueren las torres, muere el alfil y el caballo, quedan tan sólo dos islas de peones enfrentadas, orfandades siamesas, con su peón doblado al frente. –¿Tablas? ¿He sido yo quien ha formulado esa pregunta? ¿Un nuevo acto impremeditado, reflejo, absurdo? ¿Una nueva renuncia? ¿Hemos errado ambos en nuestros disparos? ¿Dónde están los padrinos? ¿Son necesarios? ¿Puede uno batirse en solitario, sin aliados, sin alianzas? ¿Qué necesita Chang para sacar de nuevo su pistola? ¿Cuál es el resorte que activará otra vez la ejecución de la violencia? ¿Por qué he jugado al ajedrez con un asesino? ¿Por qué el tacto de las piezas de madera me ha recordado el del Diccionario? ¿Cuándo abrirá la celda y dejará libre a la bestia de nuevo? ¿Le he ofrecido tablas? ¿Le he suplicado tablas? ¿He vuelto a perder el control de las palabras? –¿Tablas? –repite Chang, ofreciéndome la mano derecha. Asiento, cabizbajo, ante mí esa mano que se tiende inverosímil hacia él; encajan esas manos ajenas; me levanto; me giro; avanzo; él ha empezado enseguida a recoger las piezas, puedo oír cómo las introduce, una a una, en la caja; salgo del refectorio, sin mediar palabra. Al entrar en la penumbra del pasadizo, respiro, aliviado. Debe de estar en el almacén, como siempre, últimamente. Cincuenta y dos pasos me separan de esa habitación iluminada por decenas de velas encendidas, la cera derretida y petrificada sobre el suelo de cemento; de esos barrotes cubiertos por fotografías; de ese altar que he ignorado durante demasiado tiempo. La antigua celda se ha convertido en un santuario de luz macilenta e imágenes de un pasado lejano, casi ficticio. Frank y Ling, tan elegantes como sonrientes, con la Torre Eiffel a lo lejos. Carmela con un vestido blanco; Carmela con Thei en brazos, sonriendo a cámara; la cara jovial de Carmela. Anthony en la adolescencia, sentado en un escritorio, con la mirada retraída bajo unas lentes que nunca antes había visto. Más cuerpos y rostros, que no reconozco, imágenes en color y en blanco y negro, caras impresas en tres dimensiones, cabellos y ojos y labios y bocas y cuellos y orejas y manos y brazos y jerséis y dedos y uñas y chaquetas y pantalones y gafas de seres que significaron algo para mis compañeros de encierro. En el interior de la celda, se alza un altar con cirios más gruesos, botellas vacías con collares y rosarios y abalorios en sus cuellos; en el centro se encuentra la vieja y sucia muñeca de Thei, vestida de blanco, acostada en un nido de trapos, ante un retablo de cartón con dibujos de flores y de estrellas en el lugar que deberían ocupar las flores y las estrellas reales que desaparecieron. Sus ojos ámbar refulgen como los de un gato. Y me increpan. He sido el ciego de un país lleno de tuertos. Por alguna inexplicable razón, hasta ahora no reparo en las fotografías de Shu. Son cuatro. Han sido atadas al mural de los barrotes con alambre y conforman una secuencia: camina, tapándose parcialmente la boca con una mano y sosteniendo una sombrilla nívea con la otra, por la Ciudad Prohibida, mientras mira a cámara, como si la mirada quisiera contradecir el pudor del gesto. Un discreto vestido blanco, con minúsculas margaritas estampadas, cubre su cuerpo frágil. Los brazos desnudos. Sin tacones; sin maquillaje. Me mira. Cuatro instantes de un mismo momento. Yo le tomé esas cuatro fotos, es mía esa mirada fósil, era el tercer mes de su embarazo. Siento una mano en mi hombro. Oigo una voz que dice, a mis espaldas: –Yo también la echo de menos. La luz de las velas y los cirios se está apagando. Huele a cera fundida. Chang señala los barrotes cubiertos de fotografías: él es una sombra que no deja huellas, a mis espaldas, sólo veo su mano y escucho su voz. –Lo dispuse todo para que, de ser atacado por una nueva crisis, fueras el nuevo inquilino de ese lugar; pero la Historia es impredecible –hace ademán de posar su mano en mi hombro, pero se corrige enseguida y la hace retroceder–. Mientras continúen creyendo en Thei, este espacio tendrá que seguir siendo un santuario o un memorial y no una celda. Mientras tanto, seguiremos empatados. La decisión de hacer una copia de seguridad de la Red se tomó a mediados de 2019, cuando los países miembros de la ONU se concienciaron de la necesidad de combatir la erosión inexorable de internet, la desaparición diaria de millones de datos que no estaban registrados en ningún lugar físico y por tanto no eran recuperables, un fenómeno que avanzaba a un ritmo mil veces mayor que la desertización global. Se decidió realizar una copia de la Red cada diez años. Para tal efecto se destinaron cien kilómetros cuadrados de la Zona. El proceso duró tres meses. Como un escáner del tamaño de un planeta, megamillones de células fueron avanzando por las ondas espaciales archivando a su paso el espejo del mundo, su representación virtual a todas las escalas que los seres humanos habían creado hasta entonces. La Copia, también conocida como el Reverso, el Doble y La Otra Red, era Internet tal como existía el día 1 de enero de 2020, aunque para entonces, por supuesto, ya había quedado desactualizada. Durante la década siguiente se fracturó el consenso de la ONU en tantos ámbitos que fue imposible reeditar la operación. Cuando estalló la Guerra y desparecieron la mayor parte de los servidores y fueron borradas las compañías informáticas, la tridimensionalidad de la Red desapareció y con ella lo hicieron quince años de datos, infinita información archivada en el espejo. La Red, suplantada por la Copia, es decir, por su propia madre, desapareció para siempre. Con ella lo hicieron aquellas fotografías de Shu. Pero ella las había impreso. Y las guardó su marido. Y las heredó su hija. Hubiera tenido que buscar en las grabaciones de las cámaras la tarde anterior al parto: haber vuelto a leer en sus labios lo que entonces me dijo. Pero no lo hice. Tampoco busqué el video de aquella noche en que Carmela, tumbados sobre los cojines de la sala de meditación y descanso, me dijo que me quería. Ni aquel almuerzo del primer año durante el que le conté a Xabier cómo fue para mí vivir a distancia la primera amigdalitis de Gina. Por alguna razón que no entiendo, porque durante años me pareció el evento crucial de nuestro encierro, tampoco se me ocurrió volver a ver la pelea entre Gustav y Carl, a raíz de un desacuerdo que nadie pudo explicarse y que guardaba relación con cuestiones irresueltas del pasado, sendos puñetazos y muchos gritos que nos arrancaron durante algún tiempo del letargo; desde entonces Gustav dejó de hablar en público y, cuando tiene que comunicarse, fuerza la conversación íntima, en un rincón, fuera del alcance de los oídos del resto. Nada de eso busqué en las cámaras y ya lo estoy olvidando. Porque eso es la vida: olvidar. Porque eso es hacerse viejo: morar (esas palabras) progresivamente al otro lado, el del olvido. –La zona abisal donde desaparece el recuerdo de las últimas palabras que me dedicó Shu. La llamé en cuanto aterricé en Pequín. El avión había llegado de milagro, apurando hasta la última gota de la reserva de combustible, con todo el personal de la embajada de China en Buenos Aires a bordo y, en los asientos sobrantes, algunos privilegiados porteños que, como yo, tenían pasaporte diplomático. En el reverso de la córnea me brillaban aquellos dos hongos atómicos. Shu estaba en casa. –Chang se encuentra en el cuarto de al lado –me dijo en un susurro– Buenos Aires ha sido destruido, vi las explosiones… –después de diez horas de avión en silencio, con los ojos muy abiertos y la mirada muy perdida, cerré los ojos, recuperé la mirada y rompí a llorar. –Chang no quiere a nadie más en el búnker. –No tengo a dónde ir. –Si le digo que te recojamos en el aeropuerto, se enterará de mis sentimientos especiales por ti. –No me importa, Shu, no me importa, va a haber más bombas, por Dios, tienes que ayudarme. Durante algunos segundos (años luz) ella permaneció en silencio. Escuché la voz de su marido, a lo lejos, preguntando: «¿Quién es?». –Espéranos en la parada de taxis, te recogeremos en media hora. Y colgó. El aeropuerto era un caos. Mientras avanzaba entre la muchedumbre, arrastrando mi maleta, me sentía en el preámbulo del apocalipsis: informaciones contradictorias, buscavidas al acecho, familias que llevaban acampadas varios días con sus noches entre mantas y maletas, vuelos que se cancelaban por efecto dominó, imágenes de explosiones nucleares en pantallas gigantes, gritos, políticos escoltados por soldados, carteristas, lavabos encharcados a cuyas puertas había azafatas que ofrecían felaciones a cambio de transporte, familias enteras con anacrónicas máscaras de gas, empujones, carreras, el aeropuerto será cerrado en las próximas horas, últimas noticias desde El Cairo, desde Washington, desde Sidney, desde Tokio, desde Ciudad del Cabo, un agujero negro rodeado de tierra, el cordón desatado del zapato. Cuando me agaché para atármelo, arrodillado, un escalofrío fulminante me recorrió la columna vertebral. No vendrán. Shu no ha convencido a su marido. Llegué al fin a la parada de taxis. No había taxis. Hasta los taxistas están buscando su refugio, dijo alguien en inglés. Los vehículos particulares aparcaban y se iban a gran velocidad, asediados por quienes suplicaban ser llevados a cualquier parte que fuera un poco más segura. Fui empujado en dos o tres ocasiones antes de ver el coche del señor Chang. Shu, sin bajar la ventanilla, me hizo un gesto desde el asiento trasero. Subí desorientado y torpe al vehículo en marcha; me senté al lado del conductor con la maleta en brazos; cerré la puerta al tiempo que la maleta y yo éramos sacudidos por un terrible acelerón. Alguien alcanzó a golpear el maletero con un puño o un bastón. Me volví para decir «gracias». Habían pasado dos meses y medio desde nuestro último encuentro: pese al maquillaje, se advertía que tenía el rostro muy hinchado; pese al vestido, ancho y negro, estaba claro que yo me había equivocado en mis cuentas durante el vuelo, cuando desesperado por no pensar en mi propia muerte, recordé todos los cumpleaños de Gina, todas las mujeres a las que había besado desde la adolescencia y las semanas de embarazo de Shu. Era su cuadragésima semana. –Todo esto es demasiado peligroso –dijo Chang, con los pómulos hundidos por la tensión, y no volvió a abrir la boca. Me agarré al asidero que había sobre la ventanilla y dirigí la vista hacia el asfalto, los monorraíles vacíos, los escasos vehículos que circulaban, las masas humanas que se movían a pie o en bicicleta por la periferia, sin rumbo, buscando refugios que no podrían acogerlos a todos. En los anillos urbanos, nos cruzamos con decenas de coches abandonados, con dos contenedores humeantes y con una barricada. Chang sabía que yo había llamado a Shu a su micromóvil. El cielo era una nube de gas mostaza al atardecer. Chang sabía que su mujer y yo nos habíamos visto a escondidas, nos habíamos acostado, habíamos cogido. Hasta conocía la existencia de la bañera y del espejo. Por eso me había regalado el peón de plata. Pero, en vez de sacrificarme entregándome a la marabunta anónima del aeropuerto, me había recogido. Recuerdo la mirada de reproche de una niña sentada en el asiento trasero de un taxi desvencijado, junto a su media docena de hermanos y hermanas. Imaginé el parto en el búnker al que nos dirigíamos, el bebé de piel blanca y de ojos redondeados. Imaginé a Chang clavándome en el corazón una espada de samurái. Me imaginé penetrando a Shu por última vez. Me vi a mí mismo abriendo la puerta, saltando del coche, rodando por el asfalto, corriendo hasta desaparecer. Llegamos al barrio de Qianmen. –Lo siento –dije. Sin darme cuenta, había arrancado el asidero, lo tenía en la mano. –Lo siento mucho. En algún momento Chang detuvo el automóvil y nos ordenó que nos bajáramos. Me dio el baúl con ruedas que ocupaba por completo el maletero. Dejó el motor en marcha y las puertas abiertas, para atraer a algunos de los que se arremolinaban en la entrada del túnel. En efecto, una decena de ellos salieron corriendo hacia el vehículo abandonado, despejando el acceso. No puedo evocar sus facciones. La mano derecha de Chang estaba en el interior del bolsillo de su gabardina, mientras que la izquierda sujetaba firme por la cintura a su esposa encinta y la empujaba levemente, para que no se opusiera a penetrar en aquella oscuridad que él conocía tan bien. Yo era un criado, el chico de las maletas, circundado por bultos al acecho. En algún momento se llevó la mano a la oreja, llamó, dijo «estamos llegando», le abrieron Carl y Anthony, que con sendos bates de béisbol mantuvieron a raya a los que trataron de entrar con nosotros. La puerta se cerró tras nuestro paso. Mi mirada se entrelazó entonces en el vientre de Shu, secuestrada por la palabra «vientre». Ventral, ventrisca, vientre, vientres redondos, vientres rotundos como embarazos, sistemas solares de música esférica, huevos que se quiebran para alumbrar retoños, bebés, dragones, cuerpos celestes, planetas preñados de satélites y de soles, esferas de luz a punto de ser dadas a luz, la partida que es todo parto. Me arrancó de mi primer ensimismamiento la voz de Carl, que le decía a Gustav que estaba cayendo Internet, que estaba emergiendo la Copia, que las pantallas de la humanidad retrocedían hasta el 1 de enero de 2020, atestados de noticias lejanas, pero que eran comentadas por sujetos desesperados y vivos, nuestros contemporáneos. Textos e imágenes pretéritas con notas a pie de página de un futuro en extinción. El pasado le ganaba la partida al futuro, pero éste se resistía, con estertores léxicos, con palabras del presente. En la grabación de la tarde anterior al parto hubiera visto los labios de Shu cuando me decía, escondidos los dos en la sala de meditación y de descanso, que a partir de ahora todo tenía que ser diferente, que me olvidara de ella, que entendiera que estaba a punto de ser madre, que hoy, quizá mañana sería madre, y que la guerra y que el búnker y que Chang, pero yo no pensaba en sus labios, yo no pensaba en poseerla, yo ni siquiera pensaba en que «amor» pudiera ser una palabra puente entre nosotros, yo sólo ardía en deseos de preguntarle si Chang había descubierto lo nuestro. En aquellas imágenes vería mi sudor, mi miedo. Le temía a Chang. Shu, finalmente, se dio cuenta. Bajó la mirada. No me estás escuchando. Todas mis cábalas eran falsas. Decepcionada, como si hubiera escuchado mi mente durante todo aquel trayecto desde el aeropuerto hasta las cercanías del búnker, me dijo: «No te preocupes, la niña no es tuya y le dije a Chang que habías llamado al teléfono de casa». Y se palpó el vientre, aquel vientre de nueve meses, para consolarse. Sabía que había dos bebés en su interior y que uno estaba muerto. Sin embargo: he vuelto a hablar con Thei. Me pareció ver una cucaracha: sus ocho patas peludas y la curva negra de su abdomen; pero no, era una hormiga: sus ocho patas sin pelos y las curvas negras de su abdomen; una hormiga que huía del agua, si fuera posible que aquí haya hormigas, si fuera concebible que aquí habiten insectos, como las hormigas que contaba Mario, hormigas que sólo pueden significar vida en el exterior, vida que se introduce por las grietas minúsculas del búnker, una hilera de vida que llega hasta nosotros, los desamparados, para decirnos que la radiación pasó, que podemos salir e iniciar el viaje, porque salir de aquí sólo puede significar eso, el éxodo, la búsqueda mesiánica de las comunidades supervivientes, la procreación, la reconstrucción verdadera, la repoblación del mundo que destruimos, por eso es mejor olvidar la posibilidad de la grieta y de la hormiga y centrarse en el agua, en la música del agua, en su tacto de adoración y placer. El agua, al salpicar contra el cemento, iba empapando la tela de mis pantalones. Primero, las rodillas, después también los muslos y, desnudas, las palmas de las manos, que palpaban el suelo como si fueran las de un fiel en su mezquita, finalmente el sexo, mi sexo, doblemente humedecido, como mis mejillas, que recibían la humedad fría de la ducha y la cálida de mis lágrimas, mojado por dentro y por fuera, a punto de derretirme o de morir, mientras los pies de Thei bailaban y sus pantorrillas depiladas se estremecían y sus rodillas, dubitativas, miraban hacia el exterior y hacia el interior de sus muslos, por donde el agua bajaba y nos ensordecía. La presión del agua, el vapor, la consternación han amortiguado su grito. En un primer momento ha retrocedido hasta pegar su cuerpo contra la pared de la ducha, pero enseguida –por un acto reflejo– ha abierto la puerta de una patada y yo he aparecido ante sus ojos, arrodillado, mojado, incapaz de sentir excitación alguna ante su desnudez al fin conseguida. Ella, mientras se tapaba con las manos un pecho y la entrepierna, quería gritar. Yo le suplicaba con mis ojos enrojecidos que no lo hiciera. Ha comprendido rápidamente que no era la primera vez. Ha entendido en pocos segundos que ella tenía todo el poder: que yo era su súbdito, su esclavo, un feligrés de su húmedo templo, un pobre diablo consumido por el deseo. En tres segundos ha desaparecido el respeto que le merecí durante los años en que le enseñé a redactar y a leer, y la admiración que sintió por mí el día en que le entregué la memoria de la Guerra; y esa doble desaparición, unida al falso recuerdo, la falsa interferencia de su mano enfundando la verga de Carl, ha alargado mis brazos, ha convertido mis manos en tenazas, ha hecho que agarrara sus tobillos. Me levantaría, cerraría la puerta de la ducha, me la cogería durante horas, por delante y por detrás, sin contemplaciones, acabando en su boca abierta, en su concha de mujer, en su orto de niña, en su piel sin raza. Eso es: sin contemplaciones, como ya hice con su madre y con ella y con su hermana muerta, hace tanto tiempo, en hoteles de lujo pagados por la ONU, hoteles de esponjosas toallas grandes como sábanas y enormes bañeras ligeramente onduladas y espejos que pronto serían borrados de la faz de la tierra. –Borrados de la faz de la tierra. Pero la luz amarilla me paraliza y regresa el llanto, multiplicado, me deshago, sin desprenderme de sus tobillos, convulso, epiléptico, mi frente y mi nariz golpean el suelo de cemento a través del charco, como un muñeco a pilas fuera de control. Hasta que Thei cierra el grifo de la ducha, se agacha para acariciarme el pelo y dice «tranquilo, Marcelo, tranquilo», con una voz capaz de apaciguar a un caballo desquiciado. Entre sollozos, balbuciente, le pregunto que por qué eligió a Carl, por qué a Carl, por qué a él y no a mí. –No me lo hace a mí. No lo hago yo –me dice, extremada y confusamente tranquila–. Es la otra. No soy yo –te lo mostraré, me susurra, mientras se toca nerviosamente el lóbulo derecho–, yo permanezco a salvo, me entrego a Susan y a Esther, porque tú piensas en la Historia, pero alguien tiene que pensar en el Futuro y en la Fe. En la cama, enfebrecido, me bebo de un trago mi botella de Jack Daniels. La última noche en Buenos Aires, veinte horas antes de mi vuelo, de mi huida, de los dos hongos nucleares, bebido, llamé a Laura. Damián había dejado el apartamento unos meses antes, para siempre, Gina estaba en casa de una amiga, el taxi me dejó en la puerta al cabo de veinte minutos, la primera vez acabé en su boca, de pie, en el recibidor; la segunda, en su concha o en su coño, qué más da, sobre la alfombra arrugada; la tercera, ya en la cama, entre sábanas que olían a viejo, en su ano dilatado. Sin forro. En algún momento de la conversación posterior, que se demoró hasta el alba, me recriminó que ella y yo nunca hubiéramos hablado de dinero: que yo no le hubiera revelado nunca cuánto cobraba y que ella jamás hubiera hablado conmigo sobre su herencia. –Lo más íntimo es la economía, Marcelo, eso fue lo que me ofreció Damián desde el primer momento, un diálogo sincero sobre el dinero, nuestro dinero. Siempre supe que en tu celo por el dinero había en realidad un plan de huida. Antes de irme, volvió a chupármela y, con la boca llena de semen, me dijo «te lo debía». Laura, que no me había dejado penetrarla durante el embarazo. Durante los días siguientes, me releo. Vuelvo a trabajar en mis propias anotaciones, en mis propios subrayados. No soy capaz de dejar de hacerlo. –Nada: nadie. Cuando me siento irrevocablemente triste me sumerjo en la contemplación de la página de color verde electrónico. Sigo escribiendo. La hermana de Thei me deja espiarla en la ducha: la puerta entreabierta, apenas unos tres centímetros, jamás cruza su mirada con la mía; a menudo no soy capaz de excitarme, pero sigo mirándola, inerme. Y Thei pasa las mañanas en la sala de control y las tardes y noches en el santuario, rezando, rodeada de las velas prendidas y de quienes desean que les contagie su paz. A veces me siento junto a Susan, Ulrike, Gustav y Esther, en posición de loto, y cierro los ojos y me dejo llevar por la música monótona y tranquilizante que entonan, como el eco de un coro. Siento que voy creciendo hacia mi fin, aumentando hacia mi propio final. Carl morirá, Chang morirá, irá cediendo el peligro, se irá extinguiendo la radioactividad letal que nos ha mantenido aquí dentro, y aunque otros hereden la pistola y el control, se difuminará el peligro y finalmente todos moriremos. De esta fiesta mundial de la muerte, de este temible ardor febril que incendia el cielo inexistente, lluvioso y radioactivo del crepúsculo continuo y amarillo, ¿escapará algún día Thei, se elevará algún día el amor? ¿Acaso caminará durante años, como líder o como rebaño, hacia la Cúpula Ártica o del Apocalipsis, ese lugar donde fueron almacenadas todas las semillas del futuro? ¿La acompañará alguno de nosotros, el penúltimo superviviente? –Si no soy yo el elegido por el azar, la casualidad, el destino o el maestro supremo, dedícame una semilla, Thei, sólo una, la semilla que transfigurarás en campo, silo, granero, reino de la espiga. Una semilla por aquella hormiga cuya existencia no revelé, porque es mejor así, que el mundo se reconstruya y ella siga aquí, protegida por estos ancianos, quemando años, que el mundo prosiga con su reconstrucción y cree los relatos del mesías que habrá de llegar, que todavía sigue bajo tierra, ese cuento que un día será interpretado como lectura verosímil del futuro. Ahora que el búnker ya no existe para nadie, porque sólo existía para Mario y Mario (acéptalo) ya no está, se ha ido para siempre. Por las noches, cuando nadie me ve, escondo latas en el agujero de la antigua celda, por si alguna vez entro en crisis y tengo que tomar el camino del exilio. Debo dejar de escribir este texto, que ya ha terminado, que se transforma en legado. Mi herencia para Thei. Estoy en deuda con ella (me ha revivido) y con su madre (nunca sabré cómo convenció a Chang para que vinieran a buscarme al aeropuerto). El pase del testigo. Mi herencia para nada, para nadie, para mí, para ti, para Thei, quién sabe, nadie puede saberlo. Empiezo ahora a reescribir el Diccionario, porque ya me lo sé de memoria y ahora es preciso que lo integre en mí, definitivamente, a través de todas y cada una de sus grafías. Con el lápiz, resigo la letra, la preposición, la vocal «a»; los sustantivos «dirección», «persona», «pertenencia», «vocal», «letra», «preposición»; el verbo «indicar»; la palabra «abecedario». Continúo con la segunda palabra, «as», la punta del lápiz resigue el perfil de la letra «a» y el de la letra «s» y después de cada una de las letras que componen las palabras que a su vez componen su definición, que yo compongo a través de sus varias definiciones. Y prosigo. Sólo me queda el lenguaje, pero no todo el lenguaje, sólo este lenguaje, el que está contenido en el baúl que es el Diccionario, en mi búnker o zulo dentro del zulo o búnker o baúl o cámara acorazada. Y continúo. Mi Copia. Toda la noche. Hasta llegar a «atemporal», «atenerse», «aterrar», «atizar», «atolondrar», «átomo». No me detengo. Ni siquiera en la palabra «átomo», la unidad básica de la materia según teorías antiguas, con sus neutrones orbitantes, ni siquiera en la palabra «átomo» me detengo. Me ocupará varios años este proyecto de reescritura. Pero el tiempo no es un problema cuando has dominado la palabra «tiempo». No es problema. No. En absoluto. Y cuando acabe, si acaso lo logro algún día, tanto si el destierro me roba definitivamente la luz amarilla como si no lo hace, seguiré leyendo, por supuesto, seguiré leyéndome, porque somos lenguaje, un texto interminable que como un mapa nos recorre el reverso de la piel. Cuando llegue ese momento, si acaso llega, giraré mis globos oculares, dirigiré mis pupilas hacia mí mismo y leeré mi propia oscuridad. Venezuela, España, Italia y Francia. Junio de 2009 - marzo de 2012  (Revisado en mayo de 2014). Desconocido     Publicado por: Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 1.º 1.ª A 08037-Barcelona info@galaxiagutenberg.com www.galaxiagutenberg.com   Edición en formato digital: septiembre 2014   © Jorge Carrión, 2014 Según acuerdo con Literarische Agentur Mertin, Inh. Nicole Witt e. K. Frankfurt am Main, Alemania. © Galaxia Gutenberg, S.L., 2014 Imagen de portada: Glasgow3 © Xevi Vilaró, 2008   Conversión a formato digital: Maria Garcia Depósito legal: B. 16388-2014 ISBN: 978-84-16072-79-8   Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. 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