Cuando en Islandia estaba bien visto matar vascos Se ha derogado la ley islandesa del siglo XVII que permitía asesinar vascos en Islandia Una ley de 1615 permitía el asesinato de vascos en el distrito de los Fiordos Occidentales de Islandia y nadie se acordó de derogarla hasta el pasado 22 de abril. La ley la promulgó el rey danés Cristián IV y la hizo cumplir Ari Magnússon, jefe de la región, para que sus vecinos persiguieran a los balleneros vascos que acababan de sufrir un naufragio: mataron a 32, la mayor masacre de la historia de Islandia. El pasado 22 de abril se celebró una ceremonia de reconciliación en el pueblo de Hólmavik, a orillas del fiordo en el que se hundieron los tres galeones vascos. Colocaron una placa en una roca volcánica, las autoridades islandesas y guipuzcoanas dieron sus discursos, un descendiente de los asesinos y otro de los asesinados se abrazaron, luego leyeron poemas, escucharon música, visitaron un yacimiento arqueológico. Resultó bastante más agradable que la orgía de hachazos, pedradas, decapitaciones y desmembramientos de 1615. Animado por el buen ambiente, el señor Jónas Gudmundsson, presidente actual del distrito de los Fiordos Occidentales, anunció la buena noticia: queda derogada la ley que permitía asesinar vascos. Luego aclaró que era una broma. O sea: que antes tampoco se podía, que en Islandia tienen leyes que prohíben asesinar a personas en general, vascos en particular. Pero que la orden de 1615 estaba ahí, que era bonito anularla, que ahora los turistas vascos podrán ir con más tranquilidad. Al principio todo iba bien: el idioma vasco-islandés Que no se enfaden los islandeses, ahora que somos amigos, pero las cosas eran así: ellos no sabían cazar ballenas. Solo aprovechaban las que encallaban en la costa. Las remataban, se comían la carne y empleaban los huesos en la construcción de casas. La expresión islandesa para desear buena suerte es hvelreki, una palabra que incluye el sustantivo ballena y el verbo varar. Buena suerte: que una ballena quede varada en tu playa. Tampoco aprovechaban las ballenas a escala industrial, como hacían los vascos, que desplegaron sus factorías para fundir grasa y obtener aceite a lo largo del Atlántico Norte, desde las islas Svalbard hasta Terranova. Aquello sí que era un negocio: cada tonel de aceite de ballena se vendía en Europa por el equivalente a cinco mil euros actuales, y había galeones que transportaban mil o dos mil toneles en cada temporada. Cuando los vascos llegaron a Islandia, mantuvieron buenas relaciones con los locales: pagaban tasas por el derecho a cazar ballenas en sus aguas, por el derecho a desembarcar en tierra firme para descuartizarlas y fundir la grasa, por el derecho a recoger madera. Se las pagaban directamente a los jefes islandeses, lo que rompía el monopolio del rey de Dinamarca, soberano también de Islandia. Además, los vascos y los islandeses se compraban y vendían mercancías. El rey danés empezó a mosquearse. La relación entre balleneros y locales fue buena y duradera. Lo demuestra la existencia de un rudimentario idioma vasco-islandés, lo que los expertos llaman un pidgin: una lengua improvisada, un chapurreo que en este caso incluía términos vascos, islandeses, ingleses y franceses. En un instituto de Reikiavik se conservan dos glosarios del siglo XVII que recogen 745 palabras: es el primer diccionario de otra lengua, después del latín, en la historia de Islandia. Mucho de los términos en euskera pertenecen al dialecto labortano, de lo que se deduce que la mayoría de los balleneros procedían del puerto de San Juan de Luz. En los glosarios se recogen cientos de palabras sueltas como schularua (del vasco eskularrua: guante), eskora (aizkora: hacha) o unat (hunat!: ¡ven aquí!). Y un buen número de frases: “Christ Maria presenta for mi balia, for mi presenta for ju bustana”. Es decir: si Cristo y María me dan una ballena, para mí el cuerpo y para ti la cola. O algo parecido. Así fue la masacre En 1615 las cosas se torcieron. Islandia, seguramente el país más pobre de Europa, llevaba varios inviernos horribles y bordeaba la hambruna. También había sufrido ataques piratas. De hecho, las primeras veces que aparecieron los galeones balleneros vascos, los tomaron por atacantes. Esa primavera, el rey danés Cristián IV proclamó que los islandeses tenían derecho a atacar a los vascos, tomar sus barcos, saquear sus posesiones y, si hacía falta, matarlos. Ese año llegaron tres galeones guipuzcoanos y se instalaron en un fiordo del oeste de Islandia. Hubo algún rifirrafe: un grupo de pescadores islandeses atacó a dos chalupas balleneras atrapadas entre los hielos de una bahía, “para adquirir cierta fama matando vascos”, según Jón Gudmunsson, cronista del siglo XVII, autor del relato más detallado de la masacre: ‘Un relato verdadero de los naufragios y las luchas de los españoles’. Un granjero islandés robó grasa de ballena, unos vascos robaron unas ovejas, unos y otros se enzarzaron en pequeñas broncas. A pesar de todo, la campaña transcurrió bien. Los vascos cazaron once ballenas, fundieron la grasa y vendieron la carne, muy barata, a los islandeses. Cuenta Gudmunsson que incluso arponearon unas ballenas pequeñas para regalárselas a los habitantes de algunas aldeas costeras. El 19 de septiembre, los tres capitanes vascos echaron cuentas, cerraron la campaña, prepararon los barcos para regresar a San Sebastián y celebraron una cena con vino tinto. Esa noche llegó el desastre: la tormenta, las olas como murallas, los bloques de hielo lanzados contra los cascos, la madera reventada, la inundación, los galeones a pique con las bodegas repletas de aceite. Y al final, cuando callaron los gritos, 83 hombres en tierra firme. 83 hombres empapados y congelados en tierra firme, bajo una tormenta, en un páramo subártico, sin comida, sin barcos, con un invierno de seis meses por delante. Cerca de ellos, algunas aldeas de campesinos y pastores famélicos, agotados tras un invierno que duraba ya cuatro años sin tregua, con las cuatro ovejas esqueléticas que aún sobrevivían. Las ovejas: el capitán donostiarra Martín de Villafranca pretendió comprar algunas. Los islandeses se negaron, no querían morir de hambre. Villafranca visitó al sacerdote Jón Grímsson, le reclamó unas deudas de los islandeses por una cantidad de grasa de ballena que semanas atrás no importó nada, y que ahora era argumento de vida o muerte. Villafranca quería que Grímsson le pagara la deuda en ovejas. El sacerdote dijo que no le debía nada. Los hombres de Villafranca lo agarraron, lo zarandearon, le colocaron una soga al cuello, hicieron el amago de ahorcarlo, lo dejaron y se fueron. Esa sería la acusación más grave contra Villafranca y sus hombres, en un juicio que se celebraría dos semanas después sin su presencia: las amenazas de muerte al sacerdote. Ari Magnússon, jefe de la región de los Fiordos Occidentales, esgrimió ante doce jueces la carta del rey danés que les permitía matar a los vascos. Y dieron la orden. Para entonces, ya habían matado a los primeros. Las tripulaciones del capitán Aguirre y del capitán Tellería, 51 hombres en total, remaron por la costa en varias chalupas hasta que encontraron un velero en un pequeño puerto. Lo robaron, siguieron por la costa islandesa, pasaron varios meses pescando, robando ovejas, sobreviviendo como podían, y se sabe que al final consiguieron otro barco mayor y zarparon de regreso a San Sebastián. No consta si llegaron. De los 32 hombres del capitán Villafranca, en cambio, no se salvó ninguno. Se dispersaron en varias chalupas y a uno de los grupos, formado por 14 hombres, lo sorprendieron pasando la noche en una cabaña de la costa. Una tropa de campesinos islandeses asaltó la cabaña, mató a los vascos y se entretuvo un buen rato con los cadáveres. Fueron “mutilados, deshonrados y hundidos en el mar, como si fueran paganos de la peor especie y no pobres e inocentes cristianos”, escribió el cronista Gudmundsson, a quien se le nota la repulsa por sus compatriotas y la compasión por los vascos, que fueron cazados durante varias semanas a través de Islandia. En los siguientes episodios, los islandeses fueron encontrando y matando a los vascos desperdigados. Les clavaron cuchillos en los ojos, les cortaron las orejas, las narices y los genitales, les rajaron el cuello, luego ataron los cadáveres de dos en dos, espalda con espalda, los pasearon por los pueblos y los lanzaron al mar. La escena final puso frente a frente a los dos protagonistas: al capitán Martín de Villafranca y al jefe Ari Magnússon. Villafranca estaba con sus dos últimos hombres en una cabaña, intentando calentarse con una hoguera, cuando las tropas de Magnússon llegaron pegando tiros. El capitán donostiarra se rindió y se puso de rodillas delante de Magnússon y del cura Grímsson, que le acompañaba. Dice el relato que Villafranca habló en latín al cura para pedirle perdón y clemencia, que el cura lo perdonó, y que en ese momento uno de los islandeses se echó encima del vasco y le pegó un hachazo en el pecho. Villafranca echó a correr hasta la orilla, se zambulló en el mar y cumplió un prodigio: nadó. Un prodigio: los islandeses no sabían nadar. En ese océano helado nadie nadaba, porque nadie podría sobrevivir en ningún caso. Dice el cronista, rendido de admiración por el capitán donostiarra, que Villafranca nadó mientras cantaba en una lengua extraña la canción más conmovedora que jamás habían oído los islandeses. Los hombres de Magnússon no parecían demasiado sensibles a los cantos bellos, porque saltaron a una chalupa gritando con furia y remaron a por Villafranca. “Nadaba como una foca o una trucha”, dice la crónica. Uno de los islandeses le acertó con una pedrada en la cabeza y lo recogieron medio muerto del agua. Terminaron el trabajo a conciencia: lo llevaron a la orilla, lo desnudaron y con un cuchillo lo rajaron desde el pecho hasta el ombligo. Villafranca intentó ponerse de pie, escribe Gudmundsson, y sus entrañas se desparramaron. El capitán donostiarra, que tenía 27 años, se desplomó y murió. Los islandeses se rieron ante el cadáver destripado, “alguno mostró curiosidad por ver lo que hay dentro de un hombre”, y luego fueron a matar a los dos vascos que quedaban vivos. Así terminaron con los 32 balleneros vascos, en la mayor masacre de la historia de Islandia. Limpiaron sus cuchillos, Ari Magnússon dejó en vigor la ley que permitía matar vascos en sus dominios de los fiordos occidentales y la semana pasada, el 22 de abril de 2015, un sucesor en su cargo la anuló.