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LA FUERZA OMEGA No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya a la gente. El sencillo sabio ante quien nos hallábamos no procedía de nínguna academia y estaba asaz distante de la celebri-dad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobre-za pequefios inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletus de tranvía. Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingenio-sos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada a co-merciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequefios triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia o sonreía con amargura. —Eso es para comer —decía sencillamente. Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas, pues me-reciendo el tema la aflictiva piedad del públíco, aquellos a quienes interesa suelen disimular su predilección, no ha-blando de ella sino con sus semejantes.1 1 con sus semejantes; Le Lotus bleu, revista mensual de la So-ciedad Teosófica francesa (la fundadora del movimiento internacionál es Helena-Petrovna Blavatsky, y el presidente es el coronel inglés Henry S. Olcott) en su numero 7 de septiembre de 1898 saluda, con algunos meses de retraso, la publicación en Buenos Aires de la revista teosofista Philadelphia. En el núm. 9 de no-viembre de 1898 de Le Lotus bleu se menciona el contenido del 173 174 LEOPOLDO LUGONES LA FÜERZA OMEGA 175 Fue precisamente lo que pasó; y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar a aquel desdeňoso, pues des-de entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos. Todavía lo veo pasearse por su cuarto, recio, casi cua-drado, con su carota pálída y lampifla, sus ojos pardos de mirada tan singulár, sus manos callosas de gaňán * y de químico a la vez. —Anda por ahí a flor de tierra —solía decirme—, más de una fuerza tremenda cuyo descubrimiento se aproxima. De esas fuerzas interetéreas2 que acaban de modificar los numero de septiembre de Philadelphia, en donde se lee que Leopoldo Lugones colaboró con un artículo intitulado: La licantropía. También nos enteramos en Le Lotus bleu que en el numero de diciembre de 1898 de la revista Philadelphia, Lugones escribe un artículo que es como una profesión de fe: La acción de la Teoso-fia. Un aňo más tarde el presidente de la asociación internacional teosofista, el generál Olcott haría un viaje a America, y en particu-lar a Buenos Aires, donde "la semilla teosófica" "germina todos los días un poco más". La visita se concreta el 15 de septiembre de 1901. Es, pues, ocasión para que Olcott dé cuatro conferencias sobre diferentes aspectos del teosofismo. Teniendo en cuenta las men-ciones del hijo de Lugones al grupo ocultista en las notas de la edición euidada por él en 1966, y de que él afirma que los cuentos de Las fuerzas extraňas se escribieron antes de 1906, "los semejan-tes" no pueden ser más que los integrantes de la Sociedad Teosófica Argentina a la que pertenece Lugones. 1906 es la fecha del viaje a Europa, durante el cual irá en compaňía de Ruben Dario a visitar al escritor ocultista Papus, también teosofista y amigo de Lugones. Tengo la convicción de que todos los cuentos de Las fuerzas extraňas han de estudiarse teniendo en cuenta las convic-ciones teosofistas del escritor entonces, y, desde luego, la erudición científica que mdiscutiblemente poseía. Para el crítico, la tarea es, pues, doble. Pero sin la lectura profunda de la obra de Bla-vatsky y otros autores teosofistas, asi como de las diferentes revis-tas de propaganda de la Sociedad teosófica francesa (Vantimaté-rialiste, Le Lotus, La revue théosophique, Le Lotus bleu), tam-poco el estudio sería completo. 2 fuerzas interetéreas: en La Doctrine Secréte (que Lugones poseyó en su biblioteca junto con otřas obras de Blavatsky como L'Isis dévoilée y La clé de la théosophie y las de autores teosofistas o partidarios de esta secta ocultista y de sus principibs como más sólidos conceptos de la ciencia, y que justificando las afirmaciones de la sabiduría oculta, dependen cada vez más del intelecto humano. La identidad de la mentě con las Papus, Saint-Yves d'Alveydre, Louis Lucas, Williams Crookes, Eli-phas Leví y otros); en la tercera sección de la segunda parte, llamada Cosmogeněse, habla la autora de la substancia primordial y del pensamiento divino, los cuales son para ella el omega y el alfa respectivamente, dos aspectos de la existencia absoluta y uni-ca. El Éter sería, pues, esa "ideación cósmica" producta del pensamiento divino. Asi, esta fuerza etérica o interetérea que cons-tituye la fuerza Omega, ise halla acaso emparentada con lo que enuncia Blavatsky? Desde octubre-noviembre de 1887 Le Lotus habla del descubrimiento que en los Estados Unidos hizo en 1885 M. J. W. Keely: la fuerza etérica, gracias a un aparato que él había inventado y que conseguía concentrar una fuerza cuyo origen es el sonido que producen varios diapasones dispuestos en una caja, fuerza que luego de reunirla en un liberador se la puede proyectar fuera de éste ya sea para mover volúmenes como para desintegrar la masa de esos volúmenes. Obvio es el parecido entre las experiencias del héroe del relato de Lugones y las del sabio norteamericano origina-rio de Philadelphia, donde había nacido en 1827. Blavatsky alude a este motor y a su inventor en La Doctrine secréte (novena sección, segunda parte: Cosmogeněse) en un capí-tulo intitulado: La fuerza del futuro, sus posibilidades y sus im-posibilidades. Pálí, la fundadora del tesofismo reconoce que el sonido es una substancia y que si la fuente son diapasones dispuestos de manera a producir "acordes etéricos", éstos penetran todos aquellos cuerpos que se encuentren a su alcance y resultan bombardeados atómicamente. Pero, tal destrucción física, afirma, es en realidad el inicio de un desarrollo mucho más superior que el aparente: se trata de la liberación del éter puro fuera de la estructura molecular. Para ella esa fuerza existe en todos aquellos que pertenecen al grupo de los Dyans-Chohans (los primogénitos del Éter), y la tarea del sabio norteamericano es la verdadera tarea del mago innato, como lo llaman los cabalistas. Ahora se plantea el problema moral, acaba diciendo Blavatsky, de cómo utilizar esta fuerza, la cual, en un abrir y cerrar de ojos puede transfor-marse en una fuerza satánica. Es este aspecto el que utiliza, en cierta forma, Lugones como buen adepto teosofista. Le Lotus dará en noviembre de 1887 amplias citas de La Doctrine Secréte y un croquis de la máquina de Keely, con la famosa cajita liberadora de la fuerza etérica. En septiembre de 1888 el numero 18 de la revista le dedicará unas veinte páginas al descubrimiento: El secreto de Keely y Una visita a J. Keely. El núm. 4, de junio de 1899, anuncia el fallecimíento del inventor. 176 LEOPOLDO L U G O N E S LA F U E R Z A OMEGA 177 fuerzas directrices del cosmos —concluía en ocasiones, fi-losofando— es cada vez más clara; y día llegará en que aquélla sabrá regirlas sin las máquinas intermediarias, que en realidad deben de ser un estorbo. Cuando uno piensa que las máquinas no son sino aditaraentos con que el ser humano se completa, llevándolas potencialmente en sí, se-gún lo prueba al concebirlas y ejecutarlas, los tales apara-tos resultan en substancia simples modificaciones de la caňa con que se prolonga el brazo para alcanzar un fruto. Ya la memoria suprime los dos conceptos fundamentales, los más fundamentales como realidad y como obstáculo: el espa-cio y el tiempo, al evocar instantáneamente un lugar que se vio hace diez aňos y que se encuentra a mil leguas; para no hablar de ciertos casos de bilocación telepática, que de-muestran mejor la teória. Si estuviera en ésta la verdad, el esfuerzo humano debería tender a la abolición de todo in-termediario entre la mente y las fuerzas originales, a supri-mir en lo posible la matéria, otro axioma de filosofía ocul-ta; mas para esto, hay que poner el organismo en condicio-nes especiales, activar la mente, acostumbrarla a la comu-nicación directa con dichas fuerzas. Caso de mágia. Caso que solamente los miopes no perciben en toda su lumino-sa sencillez. Habíamos hablado de la memoria. El cálculo demuestra también una relación directa; pues si calculando se llega a determinar la posición de un astro desconocido, en un punto del espacio, es porque hay identidad entre las leyes que rigen al pensamiento humano y al universo. Hay más todavía: es la determinación de un hecho materiál por medio de una ley intelectual. El astro tiene que estar ahí, porque asi lo determina mi razón matemática, y esta san-ción imperativa equivale casi a una creación. Sospecho, Dios tne perdone, que mi amigo no se limi-taba a teorizar el ocultismo, y que su régimen alimenticio, tanto como su severa continencia, implicaban un entrena-miento; pero nunca se franqueó sobre este punto y yo fui discreto a mi vez. Habíase relacionado con nosotros, poco antes de los su-cesos que voy a narrar, un joven médico a quien sólo faltan sus exámenes generales, que quizá nunca llegue a dar, pues se ha dedicado a la filosofía; y éste era el otro confidente que debía escuchar la revelación. Fue a la vuelta de unas largas vacaciones que nos habían separado del descubridor. Encontrámoslo algo más nervio-so, pero radiante con una singulár inspiración, y su prime-ra frase fue para invitarnos a una especie de tertulia filo-sófica —tales sus palabras— donde debía exponernos el descubrimiento. En el laboratorio habitual, que presentaba al mismo tiempo un vago aspecto de cerrajería, y en cuya atmosféra flo-taba un dejo de cloro, empezó la conferencia. Con su voz clara de siempre, su aspecto negligente, sus manos extendidas sobre la mesa como durante los discur-sos psíquicos, nuestro amigo enunció esta cosa sorpren-dente: —He descubierto la potencia mecánica del sonido. Sahen ustedes —agregó, sin preocuparse mayormente del efecto causado por su revelación—, saben ustedes bastan-te de estas cosas para comprender que no se trata de nada sobrenatural. Es un gran hallazgo, ciertamente, pero no superior a la onda hertziana o al rayo Roentgen. A propó-sito, yo he puesto también un nombre a mi fuerza. Y como ella es la ultima en la síntesis vibratoria cuyos otros com-ponentes son el calor, la luz y la electricidad, la he llama-do la fuerza Omega. —Pero £el sonido no es cosa distinta?... —preguntó el médico. —No, desde que la electricidad y la luz están conside-radas ahora como matéria. Falta todavía el calor; pero la analógia nos lleva rápidamente a conjeturar la identidad de su naturaleza, y veo cercano el día en que se demuestre este postulado para mí evidente: que si los cuerpos se di-latan al calentarse, o, en otros términos, si sus espacios intermoleculares aumentan, es porque entre ellos se ha in-troducido algo y que este algo es el calor. De lo contrario, habría que recurrir al vacío aborrecido por la naturaleza y por la razón. El sonido es matéria para mí; pero esto resultará mejor de la propia exposición de mi descubrimiento. La idea, vaga aunque intensa hasta el deslumbra- 178 LEOPOLDO L U G O N E S LA F U E R Z A OMEGA 179 miento, me vino —cosa singulár— la primera vez que vi afinar una campana. Claro es que no se puede determinar de antemano la nota precisa de una campana, pues la fun-dición cambiaría el tono. Una vez fundida es menester re-cortarla al torno, para lo cual hay dos reglas: si se quiere bajar el tono, hay que disminuir la línea media llamada "falseadura"; si subirlo, es menester recortar la "pata", o sea el reborde, y la afinación se practica al oído como la de un piano. Puede bajarse hasta un tono, pero no subirse sino medio, pues cortando mucho la pata, el instrumento pierde su sonoridad. Al pensar que si la pierde, no es porque deje de vibrar, me vino esta idea, base de todo el invento: la vibración sonora se vuelve fuerza mecánica y por esto deja de ser sonido; pero la cosa se precisó durante las vacaciones, mientras ustedes veraneaban, lo cual aumentó, con la so-ledad, mi concentración. Ocupábame de modificar discos de fonógrafo y aquello me traía involuntariamente al terna. Había pensado construir una especie dé diapasón para des-tacar, y percibir directamente, por lo tanto, las armónicas de la voz humana, lo que no es posible sino por medio de un piano, y siempre con gran imperfección; cuando de repen-te, con claridad tal que en dos noches de trabajo concebí toda la teória, el hecho se produjo. Cuando se hace vibrar un diapasón que está al mismo tono con otro, éste vibra también por influencia al cabo de poco tiempo, lo que prueba que la onda sonora, o en otros términos el aire agitado, tiene fuerza suficiente para poner en movimiento el metal. Dada la relación que existe entre el peso, densidad y tenacidad de éste con los del aire, esa fuerza tiene que ser enorme; y, sin embargo, no es capaz de mover una hebra de paja que un soplo humano aventa-ría, siendo a su vez impotente para hacer vibrar en forma perceptible el metal. La onda sonora es, pues, más o menos poderosa que el soplo de nuestro ejemplo. Esto depende de las circunstancias; y en el caso de los diapasones, la cir-cunstancia debe ser una relación molecular, puesto que si ellos no están al unisono, el fenómeno marra. Había, pues, que aplicar la fuerza sonora, a fenómenos intermoleculares. No creo que la concepción de la fuerza sonora necesite mucho ingenio. Cualquiera ha sentido las pulsaciones del aire en los sonidos muy bajos, los que produce el nasardo de un órgano, por ejemplo. Parece que las dieciséis vibra-ciones por segundo que engendra un tubo de treinta y dos pies, y marcan el limite inferior del sonido perceptible, que no es ya sino un zumbido. Con menos vibraciones, el movimiento se vuelve un soplo de aire; el soplo que movería la brizna, pero que no afectaría al diapasón. Esas vibraciones bajas, verdadero viento melodioso, son las que hacen trepidar las vidrieras de las catedrales; pero no forman ya notas, propiamente hablando, y sólo sirven para reforzar las octavas inmediatamente superiores. Cuanto más alto es el sonido, más ses aleja de su seme-janza con el viento y más disminuye la longitud de su onda; pero si ha de considerársela como fuerza intermolecular, ella es enorme todavía en los sonidos más altos de los ins-trumentos, pues el del piano con el do septimo, que corres-ponde a un máximo de 4.200 vibraciones por segundo, tiene una onda de tres pulgadas. La flauta, que llega a 4.700 vibraciones, da una onda gigantesca todavía. La longitud de la onda depende, pues, de la altura del sonido, que deja ya de ser musical poco más allá de las 4.700 vibraciones mencionadas. Despretz3 ha podido percibir un 3 Despretz: César-Mansuěte Despretz es un sabio francés nacido el 11 de mayo de 1789 y que falleció ese mismo día en 1863. Ha dejado muchísimas obras, objeto en su mayoría de publcaciones de la Academia Real de Ciencias del Institut de France, sobre el limite de los sonidos graves y agudos, del enfriamiento de algunos metales, de las causas del calor animal, de la propagación del calor en los líquidos y un tratado elemental de fisica de gran difu-sión en institutos secundarios hasta finales del siglo xix, asi como de otro sobre los elementos de química teórica y practica. Todo lo que dice el héroe de este relato desde el párrafo anterior que comienza con "Cuando se hace vibrar un diapasón" está grandemente inspirado de las memorias sobre las investigaciones del sabio francés y del tratado de fisica (asi como las demás refe-rencias a otras investigaciones de otros sabios aqui citados son también exactas, segun lo que pude comprobar, dentro de mi ignorancia supina, la cual en este caso me hizo pensar que alguien idóneo en la materia debería disfrutar con el juego de ciencia- 180 LEOPOLDO L U G O N E S LA F U E R Z A OMEGA 181 do, que vendria a ser el decimo, con 32.770 vibraciones producidas por el frote de un arco sobre un pequenisimo diapason. Yo percibo sonido aun, pero sin determination musical posible, en las 45.000 vibraciones del diapason que he inventado. —i 45.000 vibraciones —dije—; eso es prodigioso! fiction que propone Lugones al lector). Yo diria que en particular el informe de la sesión del 28 de abril de 1845 de la Academia Real de Ciencias sobre la Observation de los límites en los soni-dos graves y agudos cuenta como fuente para este cuento. Más difícil de corroborar que las referencias a la obra teosófica de Blavatsky; sin embargo, hay aspectos muy interesantes que consi-derar, como la alusión a la experiencia con sonidos agudos por medio de dos diapasones que suenan el ut 6, intentando ir hasta el ut 11, lo cual, de haber sido logrado, hubiera doblado el numero de vibraciones (las 32.770 que sefiala el cuento), es decir, dar unas 73.000. El héroe del relato logra obtener ya más de 45.000. Más adelante, cuando el héroe da las razones que explican las vibraciones al unisono, se refiere a las experiencias que hizo en este sentido el físico y químico inglés W. H. Wollaston y que comenta también Despretz; claro que los conceptos en el cuento vienen adaptados. Asimismo, figuran en el tratado de física del sabio francés las relaciones matemáticas que existen entre las ondas que emiten las notas do, fa, sol, do, que, como dice el cuento, constituían las de la lira de Orfeo. Pero las fuentes no han de hacernos olvidar que en este relato, el aprendiz de brujo perece por su propio invento. En ello reside la semántica de la situación que se describe. Y poco le importan fuentes al lector, y sólo a éste le está dedicado el relato. Conside-rando detenidamente, iqaé pasa en concreto? El aparato sólo funciona si su inventor lo pone en marcha, es decir, que hay entre ambos, entre la fuerza etérica propia del inventor y la que él ha creado artificialmente, una simpatía. En el fondo, los diapasones de la caja liberadora y los diapasones (por asi decirlo) que elabo-ran las ondas cerebrales en el héroe comum'canse mutuamente la fuerza sonora y tangible, etérica. Y como la fuerza artificial, crea-da, podia destruir los átomos moleculares de cualquier substancia, pues destruyó la substancia que la habia creado. El poder divino, dueňo de las fuerzas y de las substancias volvió a poner en orden lo que de pronto parecia haberse salido de madre. Pero no como destruction, sino, como dice Blavatsky, como el inicio de una evolution superior, digna de quien fue capaz de descubrir una de las manifestaciones ocultas de la divinidad. lO es sólo un castigo? La magia del relato deja la conclusion abierta, como tarea epitá-nica para el lector. —Pronto vas a verlo —prosiguió el inventor—. Ten pa-ciencia un instante todavía. Y después de ofrecernos té, que rehusamos: —La vibración sonora, se vuelve casi recta con estas al-tísimas frecuencias, y tiende igualmente a perder su forma curvilínea, tornándose más bien un zig-zag a medida que el sonido se exaspera. Esto se ha experimentado prácticamen-te cerdeando un violín. Hasta aquí no salimos de lo cono-cido, bien que no sea vulgär. Pero ya he dicho que me proponía estudiar el sonido como fuerza. He aquí mi teória, que la experiencia ha con-firmado: Cuanto más bajo es el sonido, más superficiales son sus efectos sobre los cuerpos. Después de lo que sabemos, esto es bien sencillo. La fuerza penetrante del sonido depende, pues, de su altura; y como a ésta corresponde, según dije, una menor ondulación, resulta que mi onda sonora de 45.000 vibraciones por segundo es casi una f 1 echa ligerísi-mamente ondulada. Por pequeňa que sea esta ondulación, siempre es excesiva molecularmente hablando, y como mis diapasones no pueden reducirse más, era menester inge-niarse de otro modo. Había, además, otro inconveniente. Las curvas de la onda sonora están relacionadas con su propagación, de tal modo que su ampliación progresa con gran velocidad hasta anu-larla como sonido, imposibilitando a la vez su desarrollo como fuerza; pero tanto este inconveniente, como el que resulta de la ondulación en sí, desaparecerían multiplican-do la velocidad de traslación. De ésta depende que la onda no pierda la rectitud, que como toda curva tiene al comen-zar, y al logro de semejante propósito concurrió una ley científica. Fourier, el célebre matemático francés, ha enunciado un principio aplicable a las ondas simples —las de mi proble-ma— que puede traducirse vulgarmente asi: Cualquier forma de onda puede estar compuesta por cier-to numero de ondas simples de longitudes diferentes. Siendo ello asi, si yo pudiera lanzar sucesivamente un numero cualquiera de ondas en progresión proporcional, 182 LEOPOLDO LUGONES LA FUERZA OMEGA 183 la velocidad de la primera sería la suma de las velocidades de todas juntas; la proporción ehtre las ondulaciones de aquélla y su traslación, quedaba rota con ventaja, y liber-tada, por tanto, la potencia mecánica del sonido. Mi aparato va a demostrarles que todo esto se puede; pero aún no les he dicho lo que me proponía hacer. Yo considero que el sonido es materia, desprendida en partículas infinitesimales del cuerpo sonoro, y dinamizada en tal forma, que da la sensación de sonido, como las partículas odoríferas dan la sensación del olor. Esa materia se desprende en la forma ondulatoria comprobada por la cien-cia y que yo me proponía modificar, engendrando la onda aérea conocida por nosotros; del propio modo que la on-dulación de una anguila bajo el agua, es repetida por ésta en su superficie. Cuando la doble onda choca con un cuerpo, la parte aérea se refleja contra su superficie; la etérea penetra, produ-ciendo la vibración del cuerpo y sin ninguna otra conse-cuencia, pues el éter del cuerpo supuesto se dinamiza ar-mónicamente con el de la onda, difundido en él; y ésta es la explicación, que se da por primera vez, de las vibracio-nes al unisono. Una vez rota la relación entre las ondulaciones y su pro-pagación, el éter sonoro no se difunde en la masa del cuerpo, sino que la perfora, ya completamente, ya hasta cierta profundidad. Y aquí viene la explicación misma de los fe-nómenos que produzco. Todo cuerpo tiene un centro formado por lá gravitación de moléculas que constituye su cohesión, y que representa el peso total de dichas moléculas. No necesito advertir que ese centro puede encontrarse en cualquier punto del cuerpo. Las moléculas representan aquí lo que las masas planeta-rias en el espacio. Claro es que el más mínimo desplazamiento del centro en cuestión ocasionará instantáneamente la desintegración del cuerpo; pero no es menos cierto que para efectuarlo, venciendo la cohesión molecular, se necesitaría una fuerza enorme, algo de que la mecánica actual no tiene idea, y que yo he descubierto, sin embargo. Tyndall ha dicho en un ejemplo gráfico, que la fuerza del puříado de nieve contenido en la mano de un niňo, bas-taría para hacer volar en pedazos una montana. Calculen ustedes lo que se necesitará para vencer esa fuerza. Y yo desintegro bloques de granito de un metro cúbico... Decía aquello sencillamente, como la cosa más natural, sin ocuparse de nuestra aqUiescencia. Nosotros, aunque va-gamente, íbamonos turbando con la inminencia de una gran revelación; pero acostumbrados al tono autoritario de nuestro amigo, nada replicábamos. Nuestros ojos, eso sí, buscaban al descuido por el taller los misteriosos aparatos. A no ser un volante de eje solidísimo, nada había que no nos fuese familiär. —Llegamos —prosiguió el descubridor— al final de la exposición. Había dicho que necesitaba ondas sonoras sus-ceptibles de ser lanzadas en progresión proporcional, y a vuelta de muchos tanteos, que no es menester describirlo, di con ellas. Eran el do, fa, sol, do, que según la tradición antigua constituían la lira de Orfeo, y que contienen los intervalos más importantes de la declamación, es decir, el secreto musical de la voz humana. La relación de estas ondas es matemáticamente 1, 4|3, 3|2, 2; y arrancadas de la natu-raleza, sin un agregado o deformación que las altere, son también una fuerza original. Ya ven ustedes que la logica de los hechos iba paralela con la de la teoría. Procedí entonces a construir mi aparato; mas, para lle-gar al que ustedes ven aquí —dijo sacando de su bolsillo un disco harto semejante a un reloj de níquel— ensayé diversas máquinas. Confieso que el aparato nos defraudó. La relación de magnitudes forma de tal modo la esencia del criterio huma-no, que al oír hablar de fuerzas enormes habíamos pre-sentido máquinas grandiosas. Aquella cajita redonda, con un botón' saliente en su borde, parecía cualquier cosa menos un generador de éter vibratorio. —Primero —continuó el otro, sonriendo ante nuestra perplejidad— pense en cosas complicadas, análogas a las 184 LEOPOLDO LUGONES LA FUERZA OMEGA 185 sirenas de Koenig. Luego fui simplificando de acuerdo con mis ideas sobře la deficiencia de las máquinas, hasta llegar a esto que no es sino una solución transitoria. La delicade-za del aparato no permite abrirlo a cada momento; pero ustedes deben conocerlo —aňadió destornillando su tapa. Contenía cuatro diapasoncillos, poco raenos finos que cerdas, implantados a intervalos desiguales sobre un dia-fragma de maděra que constituía el fondo de la caja. Un sutilísimo alambre se íendía y distendía rozándolos, bajo la acción del botón que sobresalía; y la boquilla de que antes hablé, era una bocina microfónica. —Los vacíos entre diapason y diapason, tanto como el espacio necesario para el juego de la cuerda que los roza, imponían al aparato este tamaňo mínimo. Cuando ellos suenan, la cuádruple onda transformada en una, sale por la bocina microfónica como un verdadero proyectil etéreo. La descarga se repite cuantas veces aprieto el botón, pu-diendo salir las ondas sin solución de continuidad apre-ciable, es decir, mucho más próximas que las balas de una ametralladora, y formar un verdadero chorro de éter diná-mico cuya potencia es incalculable. Si la onda va al centro molecular del cuerpo, éste se desintegra en partículas řmpalpables. Si no, lo perfora con un agujerillo enteramente imperceptible. En cuanto al roce tangencial, van a ver ustedes sus efectos sobre aquel volante... —... iQué pesa?... —interrumpí. —Trescientos kilogramos. El botón comenzó a actuar con ruidecito intermitente y seco, ante nuestra curiosidad todavía incrédula, y como el silencio era grande, percibimos apenas una aguda estriden-cia, analoga al zumbido de un insecto. No tardó mucho en ponerse en movimiento la mole, y aquél fue acelerándose de tal modo, que pronto vibró la casa entera como al empuje de un huracán. La maciza rueda no era más que una sombra vaga, semejante al ala de un colibrí en suspension, y el aire desplazado por ella provocaba un torbellino dentro del cuarto. El descubridor suspendió muy luego los efectos de su aparato, pues ningún eje habría aguantado mucho tiempo semejante trabajo. Mirábamos suspensos, con una mezcla de admiración y pavor, trocada muy luego en desmedida curiosidad. El médico quiso repetir el experimente; pero por más que abocó la cajita hacia el volante, nada consiguió. Yo intenté lo propio con igual desventura. Creíamos ya en una broma de nuestro amigo, cuando éste dijo, poniéndose tan grave que casi daba en siniestro: —Es que aquí está el misterio de mi fuerza. Nadie, sino yo, puede usarla. Y yo mismo no sé cómo sucede. Define, si, lo que pasa por mí como una facultad analoga a la puntería. Sin verlo, sin percibirlo en ninguna forma material, yo sé dónde está el centro del cuerpo que deseo desintegrar, y en la misma forma proyecto mi éter contra el volante. Prueben ustedes cuanto quieran. Quizá al fin... Todo fue en vano. La onda etérea se dispersaba inútil. En cambio, bajo la dirección de su amo, llamémosle asi, ejecutó prodigios. Un adoquín que calzaba la puerta rebelde, se desinte-gró a nuestra vista, convirtiéndose con leve sacudida en un montón de polvo impalpable. Varios trozos de hierro su-frieron la misma suerte. Y resultaba en verdad de un efecto mágico aquella transformación de la materia, sin un esfuer-zo perceptible, sin un ruido, como no fuera la leve estri-dencia que cualquier humor ahogaba. El médico, entusiasmado, quería eseribir un artículo. —No —dijo nuestro amigo—; detesto la notoriedad, aunque no he podido evitarla del todo, pues los vecinos comienzan a enterarse. Además, temo los dafios que puede causar esto... —En efecto —dije—; como arma sería espantoso. —iNo lo has ensayado sobre algún animal? •—preguntó el médico, —Ya sabes —respondió nuestro amigo con grave man-sedumbre— que jamás causo dolor a ningún ser viviente. Y con esto terminó la sesión. 186 LEOPOLDO LUGONES LA PUERZA OMEGA 187 Los dias siguientes transcurrieron entre maravillas; y recuerdo como particularmente notable, la desintegraciön de un vaso de agua, que desapareciö de subito cubriendo de rocio toda la habitaciön. —El vaso permanece —explicaba el sabio— porque no forma un bloque con el agua, a causa de que no hay entre esta y el cristal adherencia perfecta. Lo mismo sucederia si estuviera hermeticamente cerrado. El Hquido, converti-do en particulas etereas, seria proyectado a traves de los porös del cristal... Asi marchamos de asombro en asombro; mas el secreto no podia prolongarse, y es imposible valorar lo que se per-diö en el triste suceso cuyo relato finalizarä esta historia. Lo cierto es —para que entretenerse en cosas tristes— que una de esas mananas encontramos a nuestro amigo, muerto, con la cabeza recostada en el respaldo de su silla. Fäcil es imaginär nuestra consternaciön. El aparato ma-ravilloso estaba ante el y nada anormal se notaba en el laboratorio. Miräbamos sorprendidos, sin conjeturar ni lejanamente la causa de aquel desastre, cuando note de pronto que la pared a la cual casi tocaba la cabeza del muerto se halla-ba cubierta de una capa grasosa, una especie de manteca. Casi al mismo tiempo mi companero lo advirtio tam-bien, y raspando con su dedo sobre aquella mixtura, excla-mö sorprendido: —jEsto es sustancia cerebral! La autopsia confirmö su dicho, certificando una nueva maravilla del portentoso aparato. Efectivamente, la cabeza de nuestro pobre amigo estaba vacia, sin un ätomo de sesos. El proyectil etereo, quien sabe por que rareza de direcciön o por que descuido, habiale desintegrado el ce-rebro, proyectändolo en explosiön atömica a traves de los porös de su cräneo. Ni un rastro exterior denunciaba la catäströfe, y aquel fenömeno, con todo su horror, era, a fe mfa, el mäs estupendo de cuantos habfamos presenciado. Sobre mi mesa de trabajo, aqui mismo, en tanto que fi-nalizo esta historia, el aparato en cuestion brilla, diriase siniestramente, al alcance de mi mano. Funciona perfectamente; pero el éter formidable, la sustancia prodigiosa y homicida de la cual tengo, iay!, tan desgraciada prueba, se pierde sin rumbo en el espacio, a pesar de todas mis vanas tentativas. En el instituto Lutz y Schultz han ensayado también sin éxito.