http://biblioteca.d2g.com La edad de la razón Romina Doval Carolina se asomó a la pieza y miró a su mamá dormir. Una tortuga dada vuelta parecía. Se acercó despacito a la panza y, con mucho cuidado, apoyó la oreja. Qué te dije, le dijo su mamá. Ufa, dijo Carolina que nunca llegaba a escuchar nada ahí dentro. Por qué su mamá no era como las otras mamas embarazadas qne se tocan todo el día la panza y dejan que otros se la toquen. Me parece que éste va a salir negro, decía todo el tiempo. Carolina se enojaba. Cómo negro. Si sale negro, lo tiro por la ventana. No quería un hermano negro. Quería una hermana. Rubia y de ojos azules. Para cuidarla como una mamá, jugar a las muñecas y también a las visitas. Carolina salió de la pieza y fue a la sala de los libros. Se subió a una silla y sacó el libro gordo y naranja que el papá le había mostrado la noche anterior. Pesaba muchísimo. En la tapa había un bebé todo enrollado. Su hermana estaba así dentro de su mamá, le había dicho su papá que era doctor y de esas cosas sabía. Carolina lo abrió y se puso a mirar fotos. Había un bebé que se había hecho por la mitad, otro con una cabeza gigante como a punto de reventar, otro con dos cabezas y un solo cuerpo, y así un montón. Su mamá la llamaba. Carolina cerró el libro y, con mucho esfuerzo, lo dejó en su lugar. Cuando su mamá se levantaba de la siesta, le preparaba la leche. Licuado de banana con vainillas cuando hacía calor y chocolate caliente con galletitas surtidas cuando hacía frío. Ahí comenzaba lo más lindo del día. Su mamá tomaba la leche con ella y después la dejaba mirar los dibujitos animados. Quién elige el color de los ojos de los bebés, le preguntó a su papá cuando llegó del trabajo. Los papás. Y el del pelo. Los papás. Y el de la piel. Los papás. Carolina se quedó pensando. Si los papás hacían a los bebés, no entendía bien cómo podía haber papás que los quisieran feos o mal hechos. Debían ser malvados. Por suerte ella tenía papas buenos y lo único que esperaba era que su hermana no fuera negra y saliera toda completa. Como todas las noches, su papá le preguntó qué cuento quería escuchar. El del patito feo que se convierte en un cisne hermoso, dijo ella. O el de los hermanos abandonados en el bosque que hacen un camino de miguitas. ¿Otra vez?, dijo él. Ella dijo que sí con la cabeza. Su hermana tenía que venir más o menos el día de la comunión de su primo mayor y Carolina no paraba de preguntarle a su mamá cuánto faltaba. Poco, Carolina, muy poco. Su papá no quería que las dos se fueran por ahí porque, decía él, el bebé podía venir en un negocio o en un taxi. Carolina no quería que su hermana viniera en un taxi. Era más lindo si la traía la cigüeña como había hecho con ella y además se moría de ganas de verla venir colgada del pico de la cigüeña, igual que el dibujo que tenía el cuadrito de su nacimiento. Pero decirle a su mamá que no saliera era como un chiste. Cuando su papá se iba, le ponía a Carolina la campera y se iban a caminar mirando las http://biblioteca.d2g.com muñecas grandes detrás de los vidrios de los negocios. Cuando no tenga más esta panza, le decía a Carolina llevándola de la mano, vengo y me compro todo. El día de la comunión de su primo su mamá estaba como loca. Bailaba, se reía por cualquier cosa y no paraba de tomar y comer dulces hasta que pegó un grito que dejó a todos callados. Tuvieron que llevarla al hospital. A Carolina la dejaron con sus tías y, mucho tiempo después, la llevaron a ver a su mamá. En el hospital estaban sus abuelos, sus otras tías y primas. Su papá, con un guardapolvo y un gorrito de color verde, hablaba con todos al mismo tiempo y ni siquiera se dio cuenta de que ella estaba ahí en un banco, esperando ver a su hermana. En un momento Carolina se le acercó y le tiró del guardapolvo. Recién entonces su papá la miró y le dijo que tenía una hermana. Carolina saltó y gritó de alegría. Su papá la tomó de la mano y la llevó por unos pasillos hasta que llegaron a un vidrio grande. Del otro lado había varios bebés y su papá le señaló a su hermana. Se llama Camila, le dijo. Era horrible. Tenía los pelos negros parados y los ojos como los de una mosca. Carolina la saludó con la mano pero su hermana siguió llorando. Su papá debía haberse equivocado. Por qué llora. Sufre, dijo su papá. ¿Sufre?, preguntó Carolina. Es muy difícil venir al mundo, le explicó él que siempre hablaba difícil, su cuerpo es como una maquina nueva, imaginate el corazón como un reloj al que se le acaba de dar cuerda y hace tic—tac, tic—tac... ¿entendés? Carolina dijo que sí con la cabeza pero no entendió. Su hermana no era como una máquina y los corazones eran rojos como ésos que dibujaban sus primas gemelas y que ella todavía no sabía hacer. Al otro día su papá se fue a trabajar. Su mamá, al ver que Camila lloraba sin parar, se ponía nerviosa. Dios mío, esta chica va a tener la cólera de su padre. Qué es la cólera, preguntó Carolina. La cólera es cuando alguien está siempre enojado, rabioso como los perros. Pero si su papá no era rabioso. Cuando ella no hacía algo bien, le explicaba: por qué hay que comer, por qué no hay que gritar a la noche y así con todo. Su mamá sí que se enojaba, por cualquier cosa le gritaba y le pegaba. Carolina se quedó con la palabra "cólera" grabada y a la tarde, mientras su mamá hizo una siesta y ella hizo de mamá con Camila, la repitió un montón de veces hasta que comenzó a trabársele la lengua. Le gustaba hacer eso desde que su mamá le había enseñado el chiste del yacaré: tenerse la lengua y decir "yacaré" que nunca sale clarito y se entiende "ya cagué". Carolina le había enseñado el chiste a su papá pero a él no le había gustado nada y por eso, después, se había enojado con su mamá. A partir de entonces Carolina, por las dudas, se callaba. Cuando su mamá comenzó a darle chocolate caliente con galletitas surtidas, también encendió todas las estufas y se llevó la cuna a su pieza. Se pasaba todo el día ahí dentro y ya no tomaba la leche con ella. Carolina, sola en el comedor, no sabía qué hacer y se ponía a mirar la autopista que estaban construyendo. Cuando esté terminada, decía su mamá, los autos van a pasar por la ventana. Carolina soñaba con ese día pero la autopista estaba muy lejos para que los autos se metieran. Deberían vivir más cerca de la autopista, entonces ella saludaría por la ventana a todas las personas adentro de los autos y quizás alguno pararía y pediría un poco de agua o un poco de mate y se pondría a charlar con ella. De vez en cuando escupía a los chicos de la planta baja que tenían un patio enorme lleno de juguetes. Ellos nunca miraban para arriba. Quizás con el sol ellos no la veían o la saliva no llegaba entera como cuando los señores escupen en la calle. La primera vez que Carolina vio a un señor escupir en la http://biblioteca.d2g.com calle, quiso hacer lo mismo pero se escupió el vestido y su mamá le dio una cachetada. Por qué su mamá se pasaba todo el día en la pieza, quiso saber Carolina y se lo preguntó a su papá. Mamá está cansada, le explicó él, Camila llora toda la noche y ella tiene que atenderla. Carolina no entendió. Cuando, por las noches, ella se levantaba y abría apenas la puerta para espiar, era su papá el que tenía a Camila en brazos para hacerla dormir. Le cantaba bajito y por eso ya no iba más a leerle cuentos. Carolina se quedaba esperándolo pero al final nunca venía. Entonces agarraba los libros y se ponía a mirar las ilustraciones. Algunas parecían de verdad. En una de ésas todo eso existía del otro lado y ella sólo tenía que entrar por el dibujo para encontrarse con el lago de los cisnes o la casa de golosinas de la bruja malvada. Su mamá siguió encerrándose en la pieza hasta que una mañana, encendió la televisión y se puso a copiar los movimientos de una señora en la pantalla. Más tarde llamó a una amiga y le dijo: Estoy loquísima, me siento bien, quiero salir y hacer cosas diferentes, te las recomiendo, son mágicas. Hablaba de unas pastillitas que su papá le había traído del hospital. Carolina se puso contenta. Dentro de poco ella y su mamá iban a volver a salir como antes y ella no iba a aburrirse nunca más. Pero su mamá no salía a la calle. Limpiaba mucho la casa y ya no hacía más la siesta. Carolina la seguía por todos lados y le pedía que le diera algo para hacer. No ves que estoy ocupada, le gritaba. Lo peor era cuando Camila lloraba sin parar. Te vas a callar de una buena vez, le dijo un día sacudiendo bien fuerte la cuna. Carolina se asustó: No, ma, no le hagas eso que sufre. Su mamá la miró sorprendida. ¿Sufre? La única que sufre acá soy yo. Otra mañana Carolina escuchó que su mamá hablaba de mandarla al preescolar. Ya sé que no le gusta, decía en el balcón a la señora que vivía al lado, pero tiene que ir, yo quiero salir, hacer cosas, la verdad, estábamos tan bien con una sola. Carolina sintió un dolor en la garganta y tuvo ganas de llorar pero no lo hizo porque le dio vergüenza. No quería volver a la escuela. El año pasado la habían mandado al jardín y se había pasado todos los días llorando porque no le gustaba. Cuando su mamá entró del balcón, Carolina le dijo: No me querés más porque soy grande. Carolina quería que su mamá se agachara, la abrazara y le dijera que sí, que la quería un montón pero no hizo nada de eso y, en cambio, le dijo enojada: No digas pavadas, querés. Carolina se fue corriendo a su pieza y se quedó mirando por la ventana. Quería saltar, romperse un brazo, una pierna y quedar en silla de ruedas para siempre como la amiga de Heidi. Quizás así algún día su mamá volvería a quererla. A la semana siguiente Carolina, con un guardapolvo rosa y una corbatita verde, subió al colectivo que iba a llevarla a la escuela. Tenía miedo. La señora que cuidaba a los chicos le ató el pelo tirando bien fuerte porque, ella decía, había muchos piojos volando. Carolina sentía vergüenza con esa colita mal hecha pero no se animó a tocársela. La dejaron en una sala donde también había varones. Ellos tenían el mismo guardapolvo que las nenas pero en azul. La maestra, grandota y gorda, la recibió con una sonrisa también grandota y la puso en una mesa donde pintaban con crayones. Carolina tomó un crayón negro y empezó a dibujar. En un momento la maestra fue hacia ella y le preguntó qué estaba dibujando. Carolina tapó su dibujo con los brazos y no dijo nada. Estaba dibujando a su hermana. Después de los crayones, vinieron los papelitos. La maestra les dio hojas blancas y papelitos para pegar y construir una casa. Explicó y mostró cómo hacer una y después todos empezaron a pegar. Carolina no sabía muy bien dónde iba cada pedacito, pegó tres y se quedó con el pegamento en la mano, apretándolo. El nene que estaba a su lado miró su hoja y le dijo: Eso no es una http://biblioteca.d2g.com casa. Carolina miró las hojas de los demás y, aguantando las lágrimas, se acercó a la maestra y le dijo que quería irse a su casa. La maestra la sentó en sus rodillas y le acarició el pelo. Carolina se sintió rara. Ni su mamá ni su papá le hacían eso y no sabía muy bien si le gustaba. A la salida, la maestra le dijo que se quedara en el aula. Carolina se quedó sentada y, al rato, vio por la ventana a la maestra y a su papá en el patio. Hablaron un tiempo largo y después vinieron a buscarla. Su papá la tomó de la mano y, sin decirle nada, la llevó al auto ¿Entonces no te gusta el preescolar?, le dijo mientras manejaba. No, contestó Carolina. Pero hay que ir. Carolina quiso saber por qué y esa vez su papá no le explicó. Porque a la escuela hay que ir. Cuando su papá abrió la puerta de entrada, su mamá pasó delante de ellos con un pañal sucio y oloroso. Toma, regalo de tu hija, dijo arrojándoselo a su papá para correr al baño donde estaba lavando a Camila que, como siempre que la cambiaban, no paraba de llorar. Su papá se fue a la cocina a tirar el pañal y volvió cuando su mamá salió del baño con Camila en brazos. Yo ya no soy más una persona, soy una teta, eso es lo que soy. Su papá se quedó callado. Como si fuera poco, ahora tengo que darles de comer a ustedes. Dejó a Camila en la cuna y se fue a la cocina. Carolina fue hasta la cuna y trató de calmar a su hermana. ¿Qué haces?, le dijo su papá. La cuido. No podés, todavía sos muy chica. Pero mamá me deja. Sí, pero tu madre ya no sabe lo que hace. Porque vos sí que sabes lo que haces ¿no?, dijo su mamá desde la cocina. Carolina sintió olor a quemado y pensó que venía de allá porque su mamá siempre se olvidaba de la comida y la quemaba. Vos, en realidad, siguió diciendo ella, lo único que sabes hacer es drogar a la gente. ¿Ahora también sabes de esas cosas?, dijo su papá yendo hacia la cocina. No soy ninguna bruta como vos pensás. Carolina se dio cuenta de que el olor a quemado venía de la tabla de planchar que estaba al lado de la cuna. Bruta no, dijo él, idiota. Llamó a su mamá pero ella ahora gritaba más fuerte: ¡Por qué me casé con vos! Carolina fue hasta la cocina. Su papá vaciaba un frasquito de pastillas por la ventana: La próxima, en vez de anfetaminas, te traigo anticonceptivos. Hay humo, dijo Carolina. Los dos fueron rápido al comedor y Carolina se quedó allí. Su mamá tomó la plancha como si fuera a arrojársela a su papá. Carolina dejó de escuchar los llantos y sólo pudo sentir los latidos de su corazón. Sabes que soy capaz, dijo su mamá con la voz temblorosa como si fuera a llorar. Por favor, dijo su papá, está tu hija mirándote. Su mamá dejó la plancha en la tabla y volvió a la cocina. Carolina corrió hacia la cuna de su hermana, agarró el sonajero e intentó serenarla. Un golpe seco en la mejilla la confundió. Ándate a dormir, dijo la voz de su papá. Se llevó la mano a la mejilla y tardó en entender que su papá, por primera vez, le había pegado. Carolina se pasó despierta casi toda la noche. Tiritaba, transpirando. Los llantos de Camila venían y se iban como ecos. Tenía miedo. Su mamá podía levantarse, agarrar la plancha y quemarle la cara. Ya cagué, repetía su mamá, ya cagué. Su papá apareció con el gorrito verde del hospital en el balcón y se puso a hablar con la maestra que era la mujer del colectivo. Carolina entendió que estaba en la escuela y empezó a correr por unos pasillos hasta que llegó a la puerta de calle. Afuera, casas con rejas en forma de flecha tenían en sus puntas cabezas de personas con la lengua afuera. Carolina siguió corriendo con todas sus fuerzas. Tenía que volver a su casa pero no sabía el camino. http://biblioteca.d2g.com Antes de abrir los ojos, reconoció el olor a humedad de la pieza de sus abuelos y se puso contenta. Sus abuelos jugaban todo el tiempo con ella y le daban muchas golosinas. Carolina sintió que la garganta le picaba y tosió con dolor como si la tuviera lastimada. Su abuelo estaba al lado de ella con el muñeco del Pato Donald y le dijo que ella iba a quedarse unos días porque había tomado frío y ahora estaba enferma. Al rato, su abuela apareció con una sopa que Carolina tomó en la cama. Cuando quiso levantarse para ir a jugar, no la dejaron. Si se levantaba, iba a agarrar otra vez frío y enfermarse más. Carolina quiso saber por qué ella no podía estar en su casa y por qué su papá, que era doctor, no la curaba. Sus abuelos le explicaron que ella no podía quedarse en su casa porque podía contagiar a su hermana y que su papá estaba muy ocupado con gente más enferma que ella. Toda la noche, Carolina escuchó la voz de su mamá hablando por teléfono como si estuviera en la pieza de al lado: Ya no doy más con las dos. Quiero salir, hacer otras cosas. Estábamos tan bien con una sola. Una sola, queremos una sola... Los días pasaban todos iguales. Sus abuelos le traían muñecos y juegos para armar pero Carolina quería ir al patio. Cuando se mejoró un poco, hicieron venir a Facundo, un nene con el que ella siempre jugaba. Mi abuelo se fue al cielo, le dijo pasando el autito por la cómoda. ¿Al cielo?, dijo Carolina, es mentira, no se puede ir al cielo, parece cerca pero está lejos. Sí, nena, se puede. A Facundo se lo habían dicho sus papas. Y qué hace allá. Se enfermó, se murió y se fue a vivir allá. Para Facundo el cielo estaba lleno de personas invisibles sentadas en nubes. Dios también estaba allá sentado en una nube más grande porque era Dios. A la noche todos se volvían brillosos y hacían un agujerito en el cielo para mirar abajo. Por eso, le dijo Facundo, hay que portarse bien. Esa noche Carolina quiso dormir entre sus abuelos y ellos la dejaron. Antes de que apagaran la luz, Carolina quiso saber si era verdad que el abuelo de Facundo se había ido al cielo. Su abuelo le dijo que sí y Carolina quiso saber cómo era el cielo. Su abuela le contó que había un lugar hermoso para la gente que había sido buena y otro horrible para los que habían sido malos. ¿Y yo?, dijo Carolina, ¿yo me voy a ir allá también? Claro que no, dijo él riéndose, para eso hay que tomar mucho pero mucho frío. Además, dijo su abuela, los chicos tienen la suerte de ir todos al lugar hermoso. Por qué, quiso saber ella. Porque los chicos, le explicó, son todos buenos. A Carolina la vida en el cielo no le parecía tan hermosa. Y después de la vida en el cielo qué hay, preguntó. Nos quedamos allá para siempre, dijo su abuela. ¿Cómo para siempre? Le dijeron que se durmiera porque era tarde pero ella quería entender y no podía. En la oscuridad lloró en silencio. Acababa de descubrir algo horrible pero no sabía bien qué. Cuando Carolina estuvo mejor, su papá vino a buscarla. La dejó en la puerta del departamento, le dio un beso en la cabeza, tocó el timbre y se fue hacia la escalera. Cuando su mamá abrió la puerta, él empezó a bajar. Su mamá, cerrándose la bata, se asomó apenas al pasillo y dio un vistazo. Carolina miró a su mamá. Tenía la cara hinchada como si se hubiera levantado de la siesta. Carolina fue a ver a su hermana. En una de ésas Camila se había transformado como el patito feo del cuento. Pero no, la encontró igual que siempre. Lo que sí había cambiado era la autopista. Estaba llena de autos. Se fue corriendo al balcón para saludarlos. Carolina, le gritó su mamá, vas a volver a enfermarte. Carolina entró rápido porque no quería enfermarse más. Me voy a acostar un ratito, le dijo su mamá, cuida a Camila. Carolina se quedó al lado de su hermana hasta que se hizo de noche. Por qué su mamá dormía tanto. Carolina se http://biblioteca.d2g.com asomó a la pieza de su mamá y la espió. Estaba sentada en el borde de la cama con la cara marcada de lágrimas negras. Mamá, ¿estás triste? Su mamá la miró y sonrió sin decir nada. Carolina entró a la pieza: ¿por qué estás triste? Todavía sos muy chica. Siempre lo mismo, que era chica, que todavía era chica. Después de comer, Carolina se fue a dormir sin preguntar por su papá. Sabía que esa noche ya no iba a volver pero no sabía bien qué pasaría después. Lo extrañó un poco, sin él algo faltaba en la casa. Su hermana se pasó toda la noche llorando. Carolina, que se había acostumbrado al silencio de la casa de sus abuelos, no pudo dormir un solo minuto. Se puso de pie en la cama y se acercó a la ventana para mirar, por entre las rendijas, las estrellas. Su hermana tenía que terminar de sufrir. Todos tenían que dejar de sufrir. Al día siguiente, cuando su mamá se fue a hacer la siesta, Carolina abrió el ventanal, empujó el cochecito con su hermana hasta el balcón y lo dejó allí. El frío era insoportable y el ruido de los autos tan fuerte que su mamá no iba a poder escucharla. Entró rápido y cerró el ventanal justo antes de que su hermana se pusiera a llorar. Se sentó en el piso y se quedó mirando la autopista. Era verdad, el cielo no estaba tan lejos. http://biblioteca.d2g.com La intemperie Florencia Abbate Acababa de volver y sentía que nada era real. Ya me había olvidado de mis cosas, de su existencia, de su forma. Me había olvidado inclusive de cómo solía ser yo antes de irme... Yo, tan disímil a mí, no lograba encontrarme en estas calles. Ni en el cuerpo envejecido de mi madre; ni en los libros que me había guardado durante varios años con tanto entusiasmo. Ni siquiera en el espejo frente al cual me miraba asombrada lo único indudable: la cicatriz del viaje. Hacía colas para formar parte; horas y horas se perdían en trámites que sólo incrementaban la extrañeza. Pensé: la primera impresión dura unos días. Pero lejos de atenuarse continuaba, desconcertante. Compré en una farmacia las pastillas que me recetó un psiquiatra ocasional y después fui a llamar a una amiga. Mara insistía en recomendarme un chino; siempre tenía algún chino a mano para todo. Unos días más tarde me mudé a una casa muy amplia que ella compartía. Pasaba demasiado tiempo sola, pensaba tanto que mis propias ideas llegaban a asustarme; supuse que iba a ser más sano vivir acompañada. A los vecinos de la casa de al lado, no les gustábamos ninguno de nosotros. Formaban una feliz joven pareja, pero como de otro tiempo, a tal punto que él seguía discutiendo si existe la amistad entre el hombre y la mujer, y no registraba que su hermano mayor era transformista. El hermano del vecino tenía una sensibilidad bastante afín a la nuestra, y el aspecto de alguien que ya despilfarró una herencia y tan sólo le quedan los últimos centavos. Adoraba burlarse de sus taras y sus incapacidades. Y una vez en la puerta me dijo que había entendido, abrazado a los 33 kilos de su amante tumbado en una cama de hospital junto a decenas de pares, que no hay nada que valga la pena alcanzar o ambicionar, que el auténtico éxito no existe. Algo similar creía Flavio, de los seis que habitábamos la casa, el más reservado. Su presencia era casi subterránea. Mara juraba que no conocía otra persona con tanto talento: "Flavio me hace acordar al caballo de Roldán, que tenía las mayores cualidades pero estaba muerto; si hubiese vivido correría más rápido que el viento". Francisca decía que Flavio prefería atesorarse para tiempos mejores. Lucrecia aseguraba que un par de experiencias muy feas le habían dejado el deseo atrofiado: ningún reproche que hacerse por actos que ya no realizaba, ninguna vanidad por esas obras plásticas que ya no concebía, ninguna preocupación por gente que ya no le importaba. Pasaba todo el día recluido en su indolencia y de algún modo parecía amarla, como se ama también a un hijo malo. "No entiendo por qué esa tendencia a querer juntar datos sobre la persona que te da placer", interrumpía Lucrecia cuando yo comenzaba a preguntarle por su primo Marcus. "No hace falta saber", me cortaba, dando tal vez a suponer que podía ser un hombre trivial o un milagro, según cómo una eligiera interpretarlo. Nunca se dio la situación de despertar con él y compartir un rato. Casi al alba, saltaba de la cama y, en un alemán http://biblioteca.d2g.com empastado y sonámbulo, me anunciaba que era la hora de pasear a su perro. A mí me daba pereza escuchar otro idioma tan temprano. Asentía con los ojos cerrados; lo oía salir de la casa, y empezaba a soñar que se iba a hacer footing a la plaza, comandado por un personal trainner cuyo nombre era Dogo, que nevaba y su flamante ropa quedaba cubierta de copos de nieve, que pasaba junto a un banco en el que había una estatua de un mendigo y le daba unos rublos, que volvía a despertarme con el pelo emblanquecido y, masticando astillitas de hielo, me explicaba: "Las personas se dividen en dos clases: los que van bien vestidos y los que van mal vestidos. Pero igual predomina la justicia: la nieve es la misma para todos". A Andrés le encantaba conversar sobre ese tipo de fenómenos: los sueños, donde nada significa nada, por más grave que sea, el sexo y lo que resta de su mundo cuando llega la mañana, la lejana caída de la nieve, blanda, pero tajante; su otro tema preferido eran las cascadas repentinas, las abruptas caídas de su ánimo. Tenía una gata a la que había bautizado Eutanasia, y una novia tan celosa que leía sus mails y borraba los que la inquietaran. El día que la descubrió, ella le dijo "¿No te explicaron que es ingenuo poner como password el nombre de tu mascota?", en un tono sobrador pero a la vez como si el amor pudiese consistir también en eso. Las pasiones de Andrés se parecían bastante a sarpullidos. Y su ánimo cambiaba con una rapidez espantosa. Atinaba a anunciarlo con la frase "Estoy por derrapar", y de pronto su carácter mutaba. Esa capacidad para lograr que en un instante el aire se volviese denso, me molestaba igual que si me estrangulara. Ciertas noches Andrés monologaba por la casa como un zombie; fantaseaba con alquilar un vientre, quería tener un hijo solo, no concebía una familia de tres, nada más un varoncito al que pudiese llevar cada mañana con él al trabajo. Durante esos trances obsesivos usaba hasta cansarse la palabra mierda: "¿Para qué mierda encendés esa estufa?", "¿Pueden sacar esa música de mierda?", "Estos vecinos de mierda", "No sé qué mierda pretende esta mina", "Debo ser una mierda de persona". Una madrugada, sentados en el sillón del living en un silencio hecho de tensión contenida, oímos el murmullo de un refugio de ratas por debajo del piso de madera. Me agarré de su brazo y me dio una respuesta que fue entre sincera y agresiva: "Las ratas están ahí y corren. Ellas también tienen vida. ¿Qué mierda podemos hacer?". El sonido de las ratas me llevaba directo a la imagen de los pies de Flavio. Siempre andaba descalzo. Mara decía que estaba terminando una etapa de despojamiento. Andrés le llamaba a aquel proceso "el devenir villero", y revoleando en el aire una novela de un ruso disidente, ironizaba: "Tenemos que lavar las zapatillas, lustrar los zapatos, quitarles el barro... el caso de Flavio es diferente: él es un hombre libre, un Artista, y morirá descalzo". Andrés no sentía el más mínimo respeto por Flavio, y acentuaba su desprecio pronunciando la palabra "artista" en un tono explotado. Los contactos de Flavio con el mundo eran cada vez más esporádicos y, no sé por qué, a mí me atraía su misterio de reloj cucú. Me hubiese gustado preguntarle en qué lugar vivía: ¿en la punta de los dedos de sus pies?, ¿a través de los bigotes de Eutanasia?, ¿en los cuadros que había destruido el verano anterior en un rapto de rabia?, ¿en el fondo renegrido del agua de los sueños? ¿Dónde? Daba la impresión de que había desaprendido el grueso de la lengua y preservado solamente monosílabos. Las frases de Flavio eran enigmas, piedras dejadas ahí, guijarros de antimateria o señales que indicaban una ejecución imposible. Me hacía sentir que mis frases estaban muy llenas, rellenas: demasiado cargadas y no lo bastante vaciadas por la respiración. Alguna vez http://biblioteca.d2g.com me pregunté si eso se lograba dejando descansar los pies; si el acto de descalzarse era una forma de aprender a tolerar la intemperie. Su presencia profunda y fantasmal simulaba contrastar con el voluntarismo infatigable de Mara. Esperaba un Gran Cambio, ansiosa. Decidió "aplicar" con Francisca a no me acuerdo qué beca, y repetía esa palabra decenas de veces por día: aplicar, aplicar, aplicar; la palabra se volvía una goma que ella frotaba sobre cierta superficie, con esfuerzo y reiteradamente, borrando algo y deseando en secreto que se hiciera un agujero. Dedicaba gran parte del tiempo a navegar en la web hasta que al fin pescó algo. Delante de Lucrecia alardeaba: "Anoche recibí 15 mensajes de Jane en media hora". Lucrecia me había confesado: "Acostarse con Mara es imposible. Pero siempre volvemos a encontrarnos desnudas de nuevo, nos miramos y decimos: 'Por Dios, otra vez, ¡¿por qué lo hacemos?!'". Todos los jueves se reunía con una compañera de la Facultad. Parece que al salir del cuarto, la madre de la chica, que estaba encantada con ella, las esperaba siempre con masitas y té de durazno. Ni bien se enteró de que Lucrecia hizo un curso de tarot para ganar unos extras, la llamó completamente excitada. Con la mirada perdida en unas manchas de humedad del cielo raso, colgó y me dijo: "Esta mina supuestamente piensa que su hija y yo estudiamos; y pretende venir hoy a casa a que le tire las cartas, ¿qué onda?". Se reía pero sus carcajadas sonaban a roto. Esa noche, barriendo la cocina, se rascó la cabeza y murmuró: "¿Por qué será que casi toda mi vida está hecha de cosas que hubiese preferido no hacer?". Tomó unos cuantos tragos y, como se había quedado sin dinero suficiente para una salida nocturna, se puso a bailar sobre la cama, a todo volumen. Cayó despatarrada en el colchón y se largó a llorar. Le pregunté qué podía hacerle falta y respondió "No sé. Una familia. Algo apretado". Para entonces yo había empezado a soñar con nieve seca, y no atendía si en mi celular veía el número de Marcus. Que me negara tan drásticamente debió enardecerlo; llamaba con una persistencia de perro insobornable. Y Andrés acotaba: "No sos vos, sino el orgullito, lo que lo hace insistir". Soñé que se hinchaba la casa y que la cerradura se llenaba de nieve; la llave no entraba y Francisca soplaba el llavero de cada uno de nosotros, jurando que así comenzaba un experimento para reanimar corazones helados. Pero creo que el corazón de ella tampoco estaba bien. Había perdido su reloj en la pieza de un hotel al que fue con un tipo casado, dramaturgo. Contaba que a él se le paraba y se le bajaba al instante. Que llegado cierto punto se le fueron las ganas. Que él se obstinaba y que ella no quiso. Y que él le dijo que eso ocurría porque ella no era muy demostrativa, que no sabía lo que le pasaba, que ignorar sus emociones lo hacía sentir inseguro, etcétera. Su contestación había sido: "¿Lo que vos sentís y lo que a mí me pasa? A quién le importa". Se aburría demasiado de la gente y salía de compras, como si en las vidrieras se limpiara el aire. Su padre se enfermó de Alzheimer: "Una verdadera mutación para mal", me explicó una mañana. Ese mismo día apareció toda vestida de naranja y repleta de hebillas, y se puso a recitarnos la lista de proyectos que ganaron la famosa beca a la que Mara y ella se habían presentado: mecanismos de adquisición y consecuencias funcionales de dialectos de canto del chingolo (zonotrichia capensis); roles de la neurogénesis en la plasticidad del hipocampo adulto; cleptoparasitismo de gaviotas sobre el ostrero pardo en la albufera mar chiquita; degradación de materiales metálicos utilizados en cirugía ortopédica; metodología para animación facial automática en tiempo real: reproducción de expresiones faciales de una persona a través de un clon en un medio virtual. Hizo http://biblioteca.d2g.com un bollo con la lista y la arrojó con tanta fuerza que cayó en el balcón de los vecinos. Mara estaba a punto de llorar y Francisca argumentaba que debían celebrar porque todos los becarios se vuelven aburridos, insistía en que siempre había querido una vida apasionante: "No digo el África, pero sí grandes cosas". La casa tenía la apariencia de estar padeciendo escalofríos y vómitos; pero sin que la avería llegara a ser definitiva. Lucrecia era un péndulo oscilando entre la ira y la plegaria. Había colocado en una esquina de su cuarto un balde lleno de agua hasta la mitad. Se le ocurrió que se venía un incendio "más largo que los cuerpos, como la ausencia". Yo contemplaba la escena: Lucrecia inclinada sobre ese precipicio cilindrico, el agua turbia y en la superficie unos insectos lentos, su cabeza prácticamente hundida, como midiendo la distancia o queriendo llenar con un grito la otra mitad. Hablaba cada vez más despacio y parecía que algo se le iba perdiendo, exhausta. Pero sus ojos estaban encendidos, y había en ellos un brillo muy extraño, un frenesí. "No es lo mismo ganar a toda costa que jugar con estilo", me decía. "En este juego rendirse no vale", declaraba antes de irse a dormir. Jamás llegué a saber a qué se refería. Mará se compró una webcam y desayunaba todas las mañanas con su nueva novia, una chica de un rubio desvaído y ligeramente gorda, que comía cereales con forma de anillos de colores. La vi en el monitor una vez, mientras se despedían, con cara de sapo sedado y bigotes de nata, pidiéndole a Mara que no se olvidara de darnos sus saludos a los room mates. Después observé cómo Jane hacía un giro con su silla y le aclaraba a su madre que no había ningún terrorista entre nosotros; que sí, que era seguro, que Sudamérica no tenía nothing to do con Medio Oriente. Yo no comprendía que a Mara la entusiasmara tanto lo de mudarse a Texas, y menos aún que pudiera querer convivir con aquellas dos rubias, diferenciadas solamente por el hecho de que la madre ya era obesa y de mañana devoraba pollo frito. Francisca me regaló una suerte de consejo multiuso: "Hay que cambiar de perspectiva. No es saludable juzgar lo que ya es un hecho, y menos aún ponerse triste. Deberías limitarte a mirarlo, y pensar que así es como la gente de hoy hace las cosas". Traté de aplicar aquella fórmula en diferentes casos. Pero ni así conseguía quitarme la sensación de que se había estado yendo en cantidad todo aquello en lo que yo creía o que estimaba en algo. Los calendarios son muy convencionales. Los números que en ellos figuran no nos representan; se suele pensar que al dos de enero le sigue el tres de enero, y no inmediatamente el veintiocho, planteaba Andrés, pero esa sucesión ordenada en realidad no existe. Los días aparecen a su antojo. A veces descienden veloces como aves de presa, varios de golpe. O puede suceder que un día tarde muchos años en llegar. Entonces vivís en un vacío, gracioso, pero que hace sufrir, como esas actrices que salen a escena y encuentran un decorado equívoco. Ninguno sabía por qué pero lo nuestro ocurría en un tiempo difuso, como en un after, o en el espacio cerrado de un grano de arena inexplicable. Sólo Eutanasia parecía capaz de distinguir los movimientos de la vida, la captaba en lugares minúsculos, la olfateaba con desesperación, y la seguía. A esa altura Flavio ya no pronunciaba una sola palabra. Su actividad se reducía a poner un disco u otro en el equipo del living. Una tarde el equipo falló. Yo iba por el pasillo y vi a Lucrecia desenroscando una canilla en el baño. Me distraje porque justo llegó Andrés con un ojo morado y la noticia de que lo habían despedido. El agua brotaba a grandes chorros; la bañadera comenzó a desbordarse. Busqué la canilla por cada http://biblioteca.d2g.com rincón pero nada. Mara lloriqueaba con el rostro eclipsado en la luz muerta que cubría el monitor; un virus acababa de quemar el mother de su máquina. Francisca se había encerrado a ver televisión. Me llamó y ni bien abrí la puerta señaló la pantalla: se había acabado el uno a uno. Ella dijo "Los valores cambiaron". No le di la menor importancia porque andaba como loca rastreando a Lucrecia. Fui a la cocina y quedé detenida ante el reloj. No sé cuándo fue que entró Flavio. Nos miramos a los ojos y en un solo instante me di cuenta de que ya nunca iba a tener inspiración suficiente ni energía para volver a empezar. Era como un árbol sin ramas, girando sobre sí mismo sin llegar a escapar de sí mismo; como si se hubiese curado de alguna enfermedad y no quedara nada. Como si hubiese perdido la confianza en estar para algo. O tal vez, la fe en estar. Si fuera cine, acaso ahora el productor habría exigido el suicidio de algún personaje. Era un poco el clima, aunque no para tanto. En realidad el desastre eligió como mejor escenario la casa de al lado. La muerte no es negra; es blanca, igual que el primer fogonazo de flash ante nuestra sorpresa. Tras el fotógrafo vimos periodistas, un camión de bomberos, policías. Nosotros ni siquiera habíamos escuchado los gritos. Al vecino lo sacaron con esposas y a ella en ambulancia. El se veía como un empleado contable en un día pesado, nada más. Andrés prestó declaración y Francisca capturó varias escenas absurdas con su cámara. Lucrecia acompañaba la camilla en la que iba la vecina, doblada por un peso misterioso, murmurando que aquella mujer tenía pies perfectos, con la canilla que asomaba como un tótem del bolsillo de su saco. Mara hacía preguntas como qué significa ser normal, cómo cuernos se las ingenia alguien para congraciarse con el país donde nació, quién podría jurar que no vive con los ojos cerrados. Esa noche fue la primera vez que cenamos todos juntos. Jugábamos a pellizcarnos para salir de la duda. Aquel raro malestar se disipó en el tintineo de cristales, el olor a comida y nuestra charla. Compartimos los vasos, risas, chistes de humor negro, el descubrimiento impensado y placentero de un aire distendido en la casa, un sentimiento de alianza y comunión fugaz. Me fui a dormir acompañada por el eco de sus voces. Pero antes de meterme en la cama, me paré ante el espejo y cerré un ojo para ver la cicatriz del viaje, sobre el párpado, y pensé que tampoco en otras partes había encontrado el verano que buscaba. Soñé con ventanas heladas, cubiertas de nieve. Las limpiaba con la mano hasta encontrar mi reflejo y cuando al fin me veía sus alas se abrían de golpe; salía a la calle y empezaba a caminar bajo la luna, sentía que me iba a congelar y que el tiempo transcurría sin que amaneciera nunca, pasaba por la plaza y al cruzarla me resbalaba y caía, pensaba que siempre sería invierno y faltaría algo, y no quería levantarme porque así, hundida en la nieve, no sentía el frío. Unos pájaros cortaban el cielo. La música de su aleteo fugaba y volvía, fugaba y volvía...