KľCIIlCOSUCIO Mi família cree que estoy loca porque elegi vivir en la casa familiar de Constitution, la casa de mis abuelos pater-nos, una mole de piedra y puertas de hierro pintadas de verde sobre la calle Virreyes, con detailes art déco y antiguos mosaicos en el suelo, tan gastados que, si se me ocurriera encerar los pisos, podria inaugurar una pista de patinaje. Pero yo siempre estuve enamorada de esta casa y, de chica, cuando se la alquilaron a un buffet de abogados, recuerdo mi malhumor, cuánto extranaba estas habitaciones de ven-tanas altas y el patio interno que parecía un jardin secreto, mi frustración porque, cuando pasaba por la puerta, ya no podia entrar Hbremente. No extranaba tan to a mi abuelo, un hombre callado que apenas sonreia y nunca jugaba. Ni siquiera lloré cuando niurió. Lloré mucho más cuando, después de su muerte, perdimos la casa, al menos por unos anos. Después de los abogados Uegó un equipo de odontólo-gos y, ŕinalmente, fue alquilada a una revista de viajes que cerró en menos de dos afios. La casa era hermosa y cómoda y estaba en notables buenas condiciones reniendo en cuen-ta su antigiiedad; pero ya nadie, o muy pocos, querian es- 9 tablecerse en el barrio. La revisra de viajes lo hizo sólo porque el alquiler, para entonces, era muy barato. Pero ni eso los salvo de la rápida bancarrota y ciertamente no ayudó que robaran en las oficinas: se llevaron todas las computa-doras, un horno a microondas, hasta una pesada fotocopia-dora. Constitución es el barrio de la esración de trenes que vienen del sur a la ciudad. Fue, en el siglo xjx, una zona donde vivía la aristocracia portena, por eso existen estas casas, como la de mi familia -y hay muchas más mansiones convertidas en hoteles o asilos de ancianos o en derrumbe del otro lado de la esración, en Barracas- En 1887 las fa-milias aristocráticas huyeron hacia el norte de la ciudad escapando de la fiebre amarilla. Pocas volvieron, casi ningu-na. Con los afios, familias de comerciantes ricos, como la de mi abuelo, pudieron comprar las casas de piedra con gárgolas y Uamadores de bronce. Pero el barrio quedó mar-cado por la huida, el abandono, la condición de indeseado. Y está cada vez peor. Pero si uno sabe moverse, si endende las dinámicas, los horarios, no es peligroso. O es menos peligroso. Yo sé que los viernes por la noche, si me acerco a la plaza Garay, pue-do quedar atrapada en alguna pelea entre varios contrincan-tes posibles: los mininarcos de la calle Ceballos que defien-den su territorio de otros ocupantes y persiguen a sus perpetuos deudores; los adictos que, descerebrados, se ofenden por cualquier cosa y reaccionan atacando con botellas; las travestis borrachas y cansadas que también deŕien-den su baldosa. Sé que, si vuelvo a mi casa caminando por la avenida, estoy más expuesta a un robo que si regreso por la calle Solíš, y eso a pesar de que la avenida está muy ilu-minada y Solíš es oscura porque tiene pocas lámparas y muchas están rotas: hay que conocer el barrio para aprender li i iiatcgias. Dos veces me robaron en la avenida, las dos, chicos que pasaron corriendo y me arrancaron el bolso y me tiraron al suelo. La primera vez hice la denuncia a la policías la segunda vez ya sabía que era iniitil, que la polícia les tenia permitido robar en la avenida, con limite en el puente de la autopista -tres cuadras liberadas- como inter-cambio de los favores que los adolescentes hacian para ellos. Hay algunas claves para poder moverse con tranquilidad en este barrio y yo las manejo perfectamente, aunque, claro, lo impredecible siempre puede suceder. Es cuestión de no tener miedo, de hacerse con algunos amigos imprescindibles, de saludar a los vecinos aunque sean delincuentes -especial-mente si son delincuentes-, de caminar con la cabeza alta, prestando atención. Me gusta el barrio. Nadie entiende por que. Yo si: me hace sentir precisa y audaz, despierta. No quedan muchos lugares como Constitución en la ciudad, que, salvo por las villas de la periféria, está más rica, más amable, intensa y enorme, pero fácil para vivir. Constitución no es fácil y es hermoso, con todos esos rincones que alguna vez fueron lujosos, como templos abandonados y vueltos a ocupar por inŕieles que ni siquiera saben que, entre estas paredes, alguna vez se escucharon alabanzas a viejos dioses. También vive mucha gente en la calle. No tanta como en la plaza Congreso, a unos dos kilómetros de mi puerta; ahí hay un verdadero campamento, justo frente a los edificios legislativos, prolijamente ignorado pero al mismo tiempo tan visible que, cada noche, hay cuadrillas de voluntarios que le dan de comer a la gente, chequean la salud de los chicos, reparten frazadas en invierno y agua ŕresca en verano. En Constitución la gente de la calle está más abandonada, pocas veces llega ayuda. Frente a mi casa, en una esquina que alguna vez ŕue una despensa y ahora es un edificio ta- 10 11 piado para que nadie pueda ocuparlo, las puertas y ven tanas bloqueadas con ladrillos, vive una mujer joven con su hijo. Está embarazada, de unos pocos meses, aunque nunca se sabe con las madres adicras dei barrio, tan delgadas. El hijo debe tener unos cinco anos, no va a la escuela y se pasa el día en el subterráneo, pidiendo dinero a cambio de estam-pitas de San Expedito. Lo sé porque una noche, cuando volvía a casa desde el centro, lo vi en el vagón. Tiene un rnétodo muy inquietante: después de ofrecerles la estampi-ta a los pasajeros, los obliga a darle la mano, un apretón breve y mugriento. Los pasajeros contienen la pena y el asco: el chico está sucio y apesta, pero nunca vi a nadie lo sufi-cientemente compasivo como para sacarlo del subte, llevár-selo a su casa, darle un bano, llamar a asistentes sociales. La gente le da la mano y le compra la estampita. El tiene el ceno siempre fruncido y, cuando habla, la voz cascada; sue-le estar resfriado y a veces ruma con otros chicos del subte o del barrio de Constitución. Una noche, caminamos juntos desde la estación de subte hasta mi casa. No me habló pero nos acompafiamos. Le pregunté algunas tonterías, su edad, su nombre; no me contestó. No era un chico dulce ni tierno. Cuando líegué a la puerta de mi casa, sin embargo, me saludó. -Chau, vecina -me dijo. —Chau, vecino -le contesté. El chico sucio y su madre duermen sobre tres colchones tan gastados que, apilados, tienen el mismo alto que un so mier común. La madre guarda la poca ropa en varias bolsas de basura negras y tiene una mochila liena de otras cosas que nunca alcanzo a distinguir. Ella no se mueve de la esquina y desde ahí pide plata con una voz lúgubre y mo- nótona. La madre no me gusta. No sólo por su irres po nsa-bilidad, porque fuma paco y la ceniza le quema la panza de embarazada o porque jamás la vi tratar con amabilidad a su hijo, el chico sucio. Hay algo más que no me gusra. Se lo decía a mi amiga Lala mientras eíla me cortaba el pelo en su casa, el ultimo lun es feriado. Lala es peluquera, pero hace rato que no trabaja en un salón: no le gustan los jefes, dice. Gana más dinero y tiene más tranquilidad en su departa-mento. Como peluquerta, el depattamento de Lala tiene algunos problemas. El agua caliente, por ejemplo, que llega de manera intermitente porque el calefón le ŕunciona pési-mo y a veces, cuando me está lavando el pelo después de la tintura, recibo un chorro de agua ŕría sobre la cabeza que me hace gritar. Ella pone los ojos en bianco y expiica que todos los p lom eros la engaŕlan, le cobran de más, nunca vuelven. Le creo. -Esa mujer es un monstruo, chiquita -grita mientras casi me quema el cuero cabelludo con su antiguo secador de pelo. También me hace doler cuando acomoda las mechas con sus dedos anchos. Hace anos que Lala decidió ser mujer y brasileňa, pero habfa nacido varón y uruguayo. Ahora es la mejor peluquera travesti del barrio y ya no se prostituye; fingir el acento portugués le resultaba muy útil para seducir hombres cuando era puta en la calle, pero ahora no tiene sentido. Igual, está tan acostumbrada que a veces habla por teléfono en portugués o, cuando se enoja, levanta los brazos hacia el techo y le reclama venganza o piedad a la Pomba Gira, su exú personal, para quien tiene un pequeňo altar en el rincón de la sala donde corta el pelo, justo al lado de la computadora, que está encendida en chat perpetuo. -A vos también te parece un monstruo, entonces. -Me da escaíofríos, mami. Está como maldecida, yo no sé. -^Por qué lo decís? -Yo no digo nadá. Pero acá en el barrio dicen que hace cualquier cosa por plata, que hasta va a reuniones de bmjos. —Ay, Lala, qué brujos. Acá no hay brujos, no te creas cuaíquier cosa. Me dio un tirón de pelo que me pareció intencionado, pero pidió perdón. Fue inrencionado. -Qué sabrás vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís acá, pero sos de otro mundo. Tiene un poco de razón, aunque me molesta escucharlo asi, me molesta que elía, tan sinceramente, me ubique en mi lugar, la mujer de clase media que cree ser desafiante porque decidló ví vir en el barrio más peligroso de Buenos Aires. Suspiro. -Tenés razón, Lala, Pero quiero decir, vive frente a mi casa y está siempre ahí, sobre los colchones. Ni se mueve. —Vos trabajás muchas ho ras, no sabés qué hace. Tam poco la controlás a la noche. La gente en este barrio, mami, es muy... ;cómo se dice? Ni te das cuenta y te atacaron. —(iSigilosa? —Eso. Tenés un vocabulario que da envidia, ;o no, Santa? Es fina eila. Sarita está esperando que Lala termine con mi pelo desde hace unos quince minutos, pero no le molesta esperar. Hojea las revistas. Sarita es una travestí joven, que se prostituye en la calle Solíš, y es muy hermosa. -Contale, Sarita, contale lo que me contaste a mí. Pero Sarita frunce los labios como una diva de eine mudo y no dene ganas de contarme nada. Mejor. No quiero escuchar las historias de terror del barrio, que son todas inverosímiles ycreíbles al mismo tiempoyque no me dan miedo; al menos, de día. Por la noche, cuando trato de terminar trabajos atra-sados y me quedo despierta y en silencio para poder concen- ir.intic, ,i veces rccitcrdo las liistorias que sc cuciuan en voz baja. Y compruebo que la puerta de calle esté bien cerrada y tiimbtén la del balcón. Y a veces me quedo mirando la calle, tíobie todo la esquina donde duetmen el chico sucio y su ni.i: en las veredas solía haber restos de vidrios, de botellas rotas, y no quería que se lastimara. Él caminaba descalzo ion gran scguridad, estaba acostumbrado. Esa noche, las Urs cuadras estaban casi vacías de travestis pero estaban llcnas de altares. Recordé lo que se celebraba: era 8 de enero, cl d (a del Gauchito Gil. Un santo popular de la provincia de Corrientes que se venera en todo el pais y especialmente en los barrios pobres -aunque hay altares por toda la ciudad, incluso en los cementerios-. Antonio Gil, se cuenta, rue uses i nado por desertor a fines del síglo xix: lo mató un po-llcía; lo colgó de un árbol y lo degolló. Pero, antes de morir, cl gaucho desertor le dijo: «Si querés que tu hijó se cure, ten és que rezar por mí.» El policia lo hizo porque su hijo estaba muy enfermo. Y el chico se euro. Entonces, el policia bajó a Antonio Gil del árbol, le dio sepultura y, en el lugar do nde se había desangrado, se rue levantando un santuario, que existe hasta hoy y que todos los veranos recibe a miles de personas. Me encontré contándole la história del gaucho milagro-so al chico sucio y paramos frente a uno de los altares. Ahí titaba el santo de yeso, con la camisa celeste y el panuelo rojo al cuello -una vincha roja también- y una cruz en la espalda, también roja. Había varias teías rojas y alguna ban-dera chica roja: el color de la sangre, el reeuerdo de la injus-ticia y el degiiello. Pero nada era macabro o siniestro. El gaucho trae suerte, eura, ayuda y no pide mucho a cambio, ftpenas que se le hagan estos homenajes y, a veces, un po-quito de aicohol. O la peregrinación al santuario de Měrce- des, en Corrientes, con un calor de cincuenta grados y los devotos que ílegan a pie, en buses, a caballo, de todas partes, hasta desde la Patagonia. Las velas alrededor lo hacian par-padear en la semioscuridad. Le encend/ una de las que se hab fan apagado y con la llama prendí u n cigarrillo. El chico sucio parecia inquieto. —Ya vamos a la heladeria -le dije. Pero no era eso. —El gaucbo es bueno —dijo—. Pero el otro no. Lo dijo en voz baja, mirando las velas. -Que otro -le pregunté. -El esqueleto -me dijo-. Allá atrás hay esqueletos. En el barrio, «alla atras» es una referencia al otro lado de la estación, pasando los an denes, ahí donde las vías y sus terraplenes se pierden hacia el sur. Ahí suelen aparecer shares para santos menos amables que el Gauchito Gil. Sé que Lala lleva hasta el terraptén -siempre de día porque puede ser peltgroso— sus ofrendas para la Pomba Gira, sus platos coloridos y sus polios comprados en el supermercado porque no se anima a matar una gallina. Y ella me contó que hay montones de San La Muerte «alla atras», el santito esqueleto con sus velas roj as y negras. -Pero no es un santo malo -le dije al chico sucio, que me miró con los ojos muy abiertos, como si le estuviera diciendo una locura-. Es un santo que puede hacer mal si le piden, pero la mayoría de la gente no le pide cosas feas: le pide pro-tección. ;Tu mamá te lleva allá atrás? -le pregunté. -Sí, pero a veces voy solo -contestó. Y después nie tiro-neó del brazo para que siguiéramos hasta la heladería. Hacía mucho calor. La vereda de la heladería estaba pegajosa, tan tos helados debían haber chorreado; pense en los pies descalzos del chico sucio, ahora con toda esta nueva mugre. El entró corriendo y pidió, con su voz vieja, uno grande de dulce de leche granizado y chocolate. Yo no pedí ii.ulu. II cilur ine qiiiraba cl lianibre y no sabŕa qué debía Ii.ii tľ con cl chico si su madre no aparecía. ^Llevarlo a la i ninisaríar jA un hospital? ^Hacer que se quedara en casa hasta que ella volviera? jExistía algo asi como servicios so-■ i a les en esta ciudad? Existia, si, un numero para llamar durante cl invierno, para avisar si alguna persona que vivia en la calle estaba pasando demasiado frío. Pero yo no sabia dr m ucho más. Me daba cuenta, mientras el chico sucio se tm 11.1 los dedos chorreados, de lo poco que me importaba l.i genre, de lo naturales que me resultaban esas vidas desdi-chadas. Cuando se terminó el hetado, el chico sucio se levantó del banco en el que nos habíamos sentado y saiió caminan-do para la esquina donde vivia con su madre, sin prestarme dcmasiada atención. Lo segui. La calle estaba muy oscura, Ne había cortado la luz; solía pasar las noches de mucho Cftlor. Lo vera bien, de todos modos, por las luces de los autos; también lo iluminaban, a él y a sus pies ya comple-lamente negros, las velas de los altares improvisados. Llega-mos a la esquina sin que volviera a darmé la mano ni me dirigiera la palabra. Su madre estaba sobre el colchón. Como todos ios adic-tos, no tenia noción de la temperatuta y llevaba un buzo ubrlgado y la capucha puesta, como si lloviera. La panza, enorme, estaba des nuda, la remera demasiado corta no podia cubrirla. El chico sucio la saludó y se sentó en el colchón. No dijo nada. Ella estaba furiosa. Se me acercó rugiendo, no hay otra lorma de describir el sonido, me recordó a mi perra cuando se rompió la cadera y estaba enloquecida de dolor pero I u bia dej ado de quejarse y solamente gruňía. -^Adónde te lo llevaste, hija de puta? ;Qué le querés hacer, eh, eh? jNi se te oeurra tocar a mi hijó! 18 19 Estaba tan cerca que le veia cada uno de los dientcs, cömo le sangraban las encfas, los labios quemados por la pipa, el olor a alquiträn en el aliento. -Le compre un helado -le grite, y retrocedi cuando vi que tenia mia botella rota en la mano, con la que pensaba atacarme. -jRajä o te corto, hija de puta! El chico sucio miraba el suelo, como si no estuviera pasando nada, como si no nos conociera, ni a su madre ni a mi. Me enoje con dl. Que" desagradecido el pendejo, pense, y sali corriendo. Entre en mi casa lo mäs räpido que pude, aunque las manos me temblaban y me costö encon-trar la llave. Encendf todas las luces, en mi cuadra no se habi'a cortado la electricidad, por suerte: tenia miedo de que la madre mandara a alguien a buscarme, a pegarme, no sabi'a que podia pasarle por la cabeza, no sabi'a que amigos tenia en la cuadra, no sabi'a nada de ella. Despues de un rato, subf al primer piso y la espie desde el balcön. Estaba acostada, boca arriba, fumando un cigarrillo. El chico sucio parecia dormir a su lado. Me fui a la cama con un libro y un vaso de agua, pero no pude leer ni prestarle atenciön a la tele; el calor parecia mas intenso con el ven-tilador encendido, que solo revolvfa aire caliente y atenua-ba los ruidos de la calle. A la manana, me obliguö a desayunar antes de salir a trabajar. El calor ya era sofocante y el sol apenas terminaba de salir. Cuando cerre la puerta, lo primero que note fue la ausencia del colchön en la esquina de enfrente. No quedaba nada del chico sucio y su madre, no habian dejado atras ni una bolsa ni una mancha ni una colilla de cigarrillo. Nada. Como si nunca hubiesen estado ahi. Iii i ii<-11><> apareciö una semana despuös de la desapari- ......del chico sucio y su madre. Cuando volvi de trabajar, »on tos pies liinchados por el calor y sonando con la frescu-i.i de mi casa de techos altos y ambientes grandes que ni el Wrano mas infernal podia calentar del todo, encontre la ■ Ufldra enloquecida, con tres patrulleros de la policia, la i iiii.t amarilla que aisla las zonas donde ocurriö un delito y ennridad de gente amontonada justo ruera del perfmetro. No ine costö reconocer a Lala, con sus zapatos de taco blan-00a y su rodete dorado; estaba tan nerviosa que se habfa ntvidado de ponerse las pestanas postizas del ojo izquierdo y su cara parecia asimerrica, casi paralizada de un lado. —;Que paso? -Encontraron a una criatura. -;Muerta? -Qu6 te parece. jDegollada! ^Tends cable, amor mi'o? A Lala le habian cortado la conexiön por falta de pago hticla meses, Nos metimos en mi casa, nos acosramos en la i ,iin;i a ver televisiön, con el ventilador de techo dando giros I nhgrosos de tan rapidos y la ventana del balcön abierta por 11 '.nichäbamos aigo desde la calle que vatiera la pena. Sobre In cama, en una bandeja, puse una jarra helada de jugo de 11,i [,iuja y Lala reinö sobre el control remoto. Era extrano ver niicstro barrio en la pantalla, eseuchar por la ventana a los periodistas que corn'an, asomarnos y encontrar las camione-tus de los diferentes canales. Era extrana la decisiön de espe-in los detalles del crimen por televisiön, pero las dos cono-i:famos bien la dinamica del barrio: nadie iba a hablar, no Con la verdad, al menos durante los primeros dfas. Primero, il silencio, por si alguno de los involucrados en el crimen mereefa lealtad. Aunque fuera el horrible crimen de un chi-ni. Primero, la boca callada. En unas semanas empezarian l.is historias. 'Ibdavi'a no. Aliora era el momento de la tele. Temprano, alrededor de las ocho de la noche, cuando Lala y yo empezamos una larga velada que arrancó con jugo de naranja, siguió con pizza y cerveza y terminó con whisky -abrí una botella que me había regalado mi padre-, la in-formación era escuera: en el estacíonamiento en desuso de la calle Solís había aparecido un chico muerto. Degollado. Habían colocado la cabeza a un costado del cuerpo. A las diez, se sabía que la cabeza estaba pelada hasta el hueso y que no se había encontrado pelo en la zóna. También, que los párpados estaban cosidos y la lengua mordida, no se sabía si por el propio chico muerto o -y esto le arrancó un grito a Lala— por los dientes de otra persona. Los programas de noticias siguieron con la información hasta la trasnoche, renovando periodistas, cubriendo en vivo desde la calle. Los policías, como de costumbre, no decían nada ante las cámaras, pero suministraban información constantemente a la prensa. Para la medianoche, nadie había reclamado el cuerpo. También se sabía que había sido torturado: el torso estaba cubierto de quemaduras de cigarrillos. Sospechaban un ataque sexual, que se confirmó alrededor de las dos de la maňana, cuando se filtró un primer informe de los peritos forenses. Y, a esa hora, nadie reclamaba el cuerpo. Ni un familiär. Ni madre ni padre ní hermanos ni tíos ni primos ni vecinos ni conocidos. Nadie. El chico decapitado, decía la televisión, tenía entre cin-co y siete anos, era difícil calcularlo porque, en vida, había estado mal alimentado. —Me gustaría verlo -le dije a Lala. -No seas loca, jcómo van a mostrar a un chico decapitado! ^Para qué lo querés ver? Qué macabra que sos. Siempre fuiste mostrita, la condesa morbosa en el palacio de la calle Virreyes. ľ,s i]iu\ I .il.i, nit- |>.nľ(v <|iir lo Lonozco. ;A (|uicn conocés, a la criatura? Lc dije que sí y me puse a Ilorar. Estaba borracha, pero i.miltk'n estaba segura de que el chico sucio era ahora cl chico decapitado. Le conté a Lala el encuentro, esa noche que me había tocado el timbre. jPor qué no lo cuidé, por qué no averigiié cómo sacárselo a la madre, por qué al menos no le di un bano! Si tengo una banadera antigua, hermosa, grande, que apenas uso, en la que me doy duchas rápidas Bola, que muy de vez en cuando disfruto con un bano de iumersión, ^por qué, al menos, no quitarle la mugre? Y, no sé, comprarle un patito y esos palitos para hacer burbujas y < i ne jugara. Tranquilamente podría haberlo banado y después nos íbamos a tomar el helado. Y sí, era tarde, pero en la ciudad hay hipermercados que no cierran nunca y venden zapatillas, y le podría haber comprado un par, (xómo lo deje andar descalzo, de noche, por estas calles oseuras? No tendría que haberlo dejado volver con su madre. Cuando ella me amenazó con la botella, tendrfa que haber llamado a la polícia para que la metieran preša y quedarme yo con el chico o ayudar a que entrara en adopción con una família que lo quisiera. Pero no. Me enojé con él por malagradecido, porque no me defendió jde su madre! ;Me enojé con un chico aterrorizado, hijó de una madre adicta, un chico de cinco .mos que vive en la calle! [Que vivia en la calle porque ahora está muerto, degollado! Lala me ayudó a vomitar en el inodoro y después ŕue a comprar pastillas para mi dolor de cabeza. Yo vomitaba de borracha y de asustada y también porque estaba segura de que era él, el chico sucio, víolado y degollado en un estacionamiento quién sabe por qué. -Por qué le hicieron esto, Lala -le pregunté, acurrucada 22 23 en sus brazos fuertes, otra vez en la cama, las dos fumando lentamente nuestros cigarrillos de la madrugada. -Mi princesa, yo no se* si es tu chico el que mataron, pero, cuando sea la hora, vamos a la fiscali'a, asi rc quedäs tranquila. -;Me acompanas? -Por supuesto. -Pero por que, Lala, por que hicieron una cosa asi. Lala apagö el cigarrillo en un plato que estaba al lado de la cama y se sirviö otro vaso de whisky. Lo mezclö con Coca-Cola y revolviö el hielo con un dedo. —Yo no creo que sea tu chico. A este que mataron... Se ensanaron. Es un mensaje para alguien. -jEs unavenganza narco? -Nomas los narcos matan asi. Nos quedamos calladas. Tuve miedo. < Habia narcos asi en Constituciön? ;Como los que me sorprendi'an cuando leia sobre Mexico, diez cadäveres sin cabeza colgando de un puente, seis cabezas arrojadas desde un auto a la escalinata de una legislatura, una fosa comün con setenta y eres muer-tos, algunos decapkados, otros sin brazos? Lala fumö en silencio y puso el despertador. Decidi faltar a la oficina para ir directo a la fiscal ia y contar todo lo que sabi'a sobre el chico sucio. Por la mafiána, todavía con dolor de cabeza, preparé café para las dos, para Lala y para mí. Ella pidió usar el bano, escuché la ducha y supe que iba a pasar al menos una hora ahí dentro. Encendi otra vez el televisor: el diario no tenia información nueva. Tampoco iba a encontrarla en internet, que, sobre todo, seria un caldero de minores y locura. El noticiero de la manana decia que habia aparecido una 24 iniijci :i tvclamar al chico decapitado. Una mujer llamada Nora, que habia Ucgado a la morgue con un bebe reden nai iilu en brazos y algunos familiäres. Cuando escuché lo de «bebe recién nacido», el corazón me dio un golpe en el pecho. Era definitivamente el chico sucio, entonces. La in.idre no habia ido a buscat el cuerpo antes porque -qué casuatidad más espantosa- la noche del crimen habia sido In noche del parto. Tenia sentido. El chico sucio habia que-* 1.14.lo solo mientras su madre paría y entonces... ■tEntonces qué? Si era un mensaje, si era unavenganza, no podia estar dirigido a esa pobre mujer que habia dormi-do frente a mi casa tantas noches, esa chica adicta que debia BUier poco más de veinte anos. A lo mejor, el padre: eso, el padre, ^Quién seria el padre del chico sucio? Pero entonces las cámaras enloquecieron, los camaró-prafos corrian, los cronistas se quedaban sin afiento, todos se arrojaban sobre la mujer que salia de la fiscalia y gritaban: «Nora, Nora, ^quién cree que le hizo esto a Nachito?» -Se llamaba Nacho -susurré. Y de pronto ahí estaba, en pantalla, Nora, un primer piano de su Uanto y sus gritos. Y no era Ia madre del chico sucio. Era una mujer completamente diferente. Una mujer de unos treinta anos, ya canosa, mořena y muy gorda, los kilos que habia ganado en el embarazo, seguramente. Casi lo contrario de la madre del chico sucio. No se entendia lo que gritaba. Se caia. Alguien la soste-liia pordetrás; una hermana, seguramente. Cambié de canal, pero todos tenían a esta mujer gritando hasta que un policia se interpuso entre los micrófonos y los gritos y aparecio un patrullero para llevarsela. Habia muchas novedades. Se las conté a Lala sentada en el inodoro, mientras ella se afei-taba, arreglaba su maquillaje, se recogia el pelo en un pro-lijo rodete. 25 -Se llama Ignacio. Nachito. Y la familia lo habia denun-ciado desaparecido el domingo, pero cuando vieron por television lo que pasaba, no pensaron que era su hijo porque este chico, Nachito, desaparecio en Castelar. Son de Castelar. —jPero es leji'simo eso! ;C6mo termino aca? Ay, princess, que espanto todo esto. Yo levante todos mis turnos, ya de-cidi. No se puede cortar el pelo despues de esto. —Tiene el ombligo cosido, tambien. -^Quien, la criatura? -Si. Parece que le arrancaron las ore)as. -Reina, en este barrio nadie ducrme mas, yo te digo. Aca seremos delincuentes, pero esto es satanico. —Eso estan diciendo. Que es satanico. No, satanico no. Dicen que fue un sacrificio, una ofrenda a San La Muerte. -;Salve Pomba Gira, salve Maria Padilha! -Anoche te conte que el chico me dijo de San La Muerte. No es el, Lala, pero el sabfa. -Lala se arrodillo frente a mi y me clavo sus enormes ojos oscuros. —Usted, princesa, no va a decir nada de esto. Nada. Ni a la fiscal ni a nadie. Anoche yo estaba loca de dejarla ir a ver a la jueza. Nada de nada, nosotras somos una tumba, con perdon de la palabra. La escuche. Tenia razon. Yo no tenia nada que decir, nada que con tar. Apenas una caminata nocturna con un chico de la calle que habia desaparecido, como solian de-saparecer los chicos de la calle. Sus padres se rnudan de barrio y se los llevan con ellos. Se unen a una bandita de ladrones ninos o de limpiavidrios en la avenida o de mulas de droga; cuando los usan para vender droga, tienen que cambiarlos de barrio seguido. Hacen campamento en una estacion de subte. Los chicos de la calle no se quedan nunca en un solo lugar; pueden durar un tiempo, pero siempre se van. Tambien se escapan de sus padres. O se van porque aparece un Icjano que se compadece y se los lleva a su casa, lejos, en i'l Mir, una casa sobre una calle de tierra, a compartir una bftbitaci6n con cinco hermanos, pero, al menos, a estar bajo in Lo. No era raro, para nada, que madre e hijo hubiesen ■ I .iparecido de un dia para el otro. El estacionamiento ilonde habia aparecido el chico decapitado no quedaba en cl recorrido que el chico sucio y yo habiamos hecho esa Roche. ^Y lo de San La Muerte? Casualidad. Lala decia que cl barrio estaba lleno dc devotos de San La Muerre, todos l<>^ inmigrantes paraguayos y la gente de Corrientes eran I iilies del santito, pero eso no los convertia en asesinos; ella |TB devota de la Pomba Gira, que tiene el aspecto de una inujer demonio, con cuernos y tridente, ;y eso la convertia en una asesina satanica? Claro que no. -Quiero que te quedes unos dias conmigo, Lala. -Pero claro, princesa, yo misma me preparo mis apo- jtntos. A Lala ie encantaba mi casa. Le gustaba poner musica bien alto y bajar las escaleras lentamente, con su turbante y Lin cigarrillo, una mujer fatal negra, «soy la Josephine Baker», decfa, y despues se lamentaba por ser la unica travesti de ( lonstitucion que tenia la remota idea de quien era Josephine Baker, no tenes nocion de lo brtttas que son estas chicas nuevas, ignorantes y huccas como una caneria. Cada vez vienen peor. Esta todo perdido. Me costaba caminar por el barrio con la seguridad de antes del crimen. El asesinato de Nachito habia ejercido un efecto casi narcotico en esa zona de Constitution. De noche no se escuchaban peleas, los dealers se habian mudado unas cuadras mas al sur. Habia demasiada policia custodiando el 26 27 lugar donde se habi'a encontrado el cuerpo, Que, decfan los diarios y los investigadores, no habi'a sido la escena del crimen. Alguien lo habi'a depositado, ya muerto, en el viejo estacionamiento. En la esquina donde solian dormir el chico sucio y su madre, los vecinos hicieron un altar para el Degolladito, como lo llamaban. Y pusieron una foto que decia «Justicia para Nachito». A pesar de las aparentes buenas intenciones, los investigadores no se crefan del todo la conmociön del barrio. Al contrario: pensaban que estaban encubriendo a alguien. Por eso la fiscal habia ordenado interrogara muchos vecinos. A mi tambien me Uamaron a declarar. No Je avise a Lala para que no se desesperara. A ella no le habi'a Uegado la notificaciön. Fue una entrevista muy corta y no dije nada que pudiera servirles. Esa noche habi'a dormido profundamente. No, no escuche nada. Hay varios chicos de la Calle en el barrio, si. Me mostraron la foto de Nachito. Negue haberlo visto. No mentia. Era completamente distinto a los chicos del barrio: un gordito con hoyuelos y pelo bien peinado. Jamäs habi'a visto a un chico asi (,y sonriente!) por Constituciön. No, nunca vi altares de magia negra en la calle ni en ninguna casa. Solamente del Gauchito Gil. Por la calle Ce-ballos. ;Si sabi'a que el Gauchito Gil habia muerto degollado? Si, todo el pais conoce el mito. Yo no creo que tenga que ver con el Gauchito, ,;ustedes si? No, claro, no tienen que contestarme nada. Bueno, como sea, yo no creo, pero no se nada sobre rituales. Trabajo como disefiadora grafica. Para un diario. Para el suplemento Moda & Mujer. ,:Por que vivo en Constitu- l Hin-' Es la casa de mi lamilia y es una casa hermosa, la pMeilen ver cuando vayan para el barrio. t l.iio que les aviso .si escucho de algo, por supuesto. S(, me euesta dormir, como a todos. Tenemos mucho miedo. Estaba claro que no sospechaban de mi, pero tenian 1111 e hablar con los vecinos. Vblvi a casa en colectivo para eviiar las cinco cuadras que debia caminar si usaba el sub-terräneo. Desde el crimen, preferia no usar el subterraneo porque no quen'a encontrarme con el chico sucio. Y, al irii.sino tiempo, queria volver a verlo de una manera obse-piva, enfermiza. A pesar de las fdtos, a pesat de las ptuebas —incluso de las fotos del cadaver, que un diario habia pu-lilieado para falso escandalo y horror del publico, que Igotö varias ediciones con el chico decapitado en portada-, yo segui'a creyendo que el chico sucio era el muerto. O que serfa el proximo muerto. No era una idea racio-n.il. Se lo dije a Lala en la peluqueri'a la tarde que decidi volver a tenirme las puntas de rosa, un trabajo de horas. Ahora nadie hojeaba revistas ni se pintaba las unas ni man-daba mensajes de texto cuando tenia que esperar su turno cn la peluqueri'a de Lala. Ahora nada mäs se hablaba del Ilegolladito, El tiempo de silencio prudencial se habia ter-minado, pero yo todavia no habia oido que nadie nombra-ra a un sospechoso mäs que de manera general. Sarita contaba que, en su pueblo, en el Chaco, habi'a pasado algo Minilar, pero con una nena. —La encontraron con la cabeza al costado, tambien, y muy violada, pobre almita, toda cagadita alrededor estaba. —Sarita, por favor te pido —dijo Lala, i ■ -Pero si fue asi, ^qu6 queres que cuente? fistas son cosas de brujos. -La policfa cree que son narcos -dije yo. -Esta Ueno de narcos brujos -dijo Sarita-. Alla en el 28 29 Chaco no sabés lo que es. Hacen rituales para pedtr prorec-ción. Por eso le cortaron la cabeza y la pusieron del lado izquierdo. Creen que si hacen estas ofrendas, no los agarra ía polícia porque las cabezas tienen poder. No son narcos nada más, también están en la venta de mujeres. -Pero <;te parece que habrá acá, en Constitución? -Esrán en todos lados -dijo Santa. Sofie con el chico sucio. Yo sal/a al balcón y él estaba en medio de la calle. Yo le hacía sefias con la mano para que se moviera porque venia un camión muy rápido. Pero el chico sucio seguía mirando para arriba, mirándome a mi y al balcón, sonriendo, los dientes mugrientos y chiquitos. Y el camión lo atropellaba y yo no podía evitar ver cómo la rue-da le reventaba el vientre como si fuese una petota de fútbol y arrastraba los intestinos hasta la esquina. En el medio de la calle quedaba la cabeza del chico sucio, todavía sonriente y con los ojos abiettos. Me desperté transpirada, tembfando. Desde la calle Uegaba una cumbia sonolienta. De a poco, volvían algunos sonidos del barrio, las peleas de borrachos, la música, las motos con el cano de escape suelto para que hiciera ruido, un favorito de los adolescentes. La investigación estaba bajo secreto de sumario, una manera de decir que la desorienta-ción era total. Visité varias veces a mi madre y cuando me pidió que me mudara con ella, un tiempo al menos, le dije que no. Me acusó de loca y discutimos a los gritos, como nunca antes. Esa noche volvía tarde porque, después de la oficina, había ido a la fiesta de cumpleanos de una companera de trabajo, Era una de las últimas noches dei verano. Vbiví en coíectivo y me bajé antes, para caminar por el barrio, sola. Ya sabía m overme de vuelta. Si uno sabe moverse, Constitución es bastante fácil. Iba fumando. Entonces la vi. La madre del chico sucio era delgada, siempre había sido dclgada, inctuso durante el embarazo. De atrás, nadie hu-bicra adivinado su panza. Es el físico típico de las adictas: las caderas siguen siendo estrechas como si se resistieran a dcjar íugar para el bebé, el cuerpo no produce grasa, los muslos no se ensanchan; a los nueve meses, las piernas son ilos palitos endebles que sostienen una pelota de básquet, una mujer que se tragó una pelota de básquet. Ahora, sin la panza, la madre del chico sucio parecía más que nunca una udolescente, apoyada contra un árbol, tratando de encender su pipa de paco bajo la luz de la lámpara, sin importarle la policía -que rondaba m ucho más el barrio después del crimen del Degolíadito- ni los otros adictos ni nada. Me le acerqué despacio y, cuando me vio, hubo un in-mediato reconocimiento en sus ojos. ;InmedÍato! Los ojos sc achicaron, se achinaron: quiso salír corriendo, pero algo la paró. Un mareo, quizá. Esos segundos de duda me alcan-zaron para impedirle el paso, pararme frente a ella, obligar-la a hablar. La empujé contra el árboí y la sostuve ahí. No tenía la fuerza suficiente para resistirse. -Dónde está tu hijó. -Qué hijo. Soltame. Las dos hablábamos bajo. -Tu hijo. Sabés bien de lo que te hablo. La madre del chico sucio abrió ia boca y me dio náuseas su aliento a hambre, dulce y podrldo como una fruta al sol, mezclado con el olor médico de la droga y esa peste a que-mado; los adictos huelen a goma ardiente, a fábrica toxica, a agua contaminada, a muerte química. —Yo no tengo hijos. La apreté más contra el árbol, la agarré del cuello. No 30 31 sé si sentía dolor, pero le clavé las unas. Igual, no iba a re-cordarme dentro de unas horas. Yo tampoco le tenia miedo a la policía. Además, no iban a preocuparse demasiado po r una pelea entre mujeres. —Me vas a decir la verdad. Hasta hace poco estabas era-barazada. La madre del chico sucio quiso quemarme con el encen-dedor, pero alcancé a verle la intención, la mano delgada que quería acercar la llama a mi pelo, quería incendiarme, la hija de puta. Le apreté la muneca tan fuerte que el encen-dedor cayó a la vereda. Dejó de resistirse. -;YO NO TENGO HIJOS! -me gritó, y el grito de su voz demasiado gruesa, enferma, me despertó. ^Qué estaba haciendo? ,;Ahorcando a una adolescente moribunda frente a mi casa? A lo mejor mi madre renía razón. A lo mejor tenia que mudarme. Alo mejor, como me había dicho, tenia una fijación con la casa porque me permitía vivir aislada, porque ahí no me visitaba nadie, porque estaba deprimida y me inventaba historias románticas sobre un barrio que, la verdad, era una mierda, una mierda, una mierda. Eso gritó mi madre y yo jure no volver a hablarle pero ahora, con el cuello de la joven adicta entre las manos, pense que podia tener algo de razón. Que no era la princesa en el castillo, sino la loca ence-rrada en la torre. La chica adicta se soltó de mis manos y empezó a correr, despacio: estaba medio ahogada. Pero cuando Uegó a mitad de cuadra, justo donde la iluminaba el farol principal, se dio vuelta. Se reía y la luz dej aba ver que le sangraban las encias. -jYo se los di! -me griró. El grito fiie para mi, me miraba a los ojos, con ese horrible reconocimiento. Y después se acarició el vientre vacío con las dos manos y dijo, bien claro y alto: -Y a éste también se los di. Se los prometí a los dos. I .i i...... peili cm tápid.t. < > w li.iliú viicliu rápida de I.....no, no sé. Cruzó la plaza Garay como un gato y logré ' i iinl.i, pero cuando el tráfico se largó en la avenida, ella 11 ' i .iguió eruzar entre los autos y yo no. Ya no podía respirar. Mi icmblaban las piernas. Alguien se acercó a preguntarme i 11 chĺca me había robado y dije que si, con la esperanza de QUi la persiguieran. Pero no: solamente me pregunraron si CNtaba bien, si quería tomar un taxi, qué me habían robado. Un taxi, sí, dije. Pare uno y le pedí que me Uevara a mi Ca*a, a solamente cinco cuadras. El chofer no se quejó. Es-titba acostumbrado a este tipo de viajes breves en este barrio. 0 a lo mejor no tenia ganas de rezongar. Era tarde. Debia H i su ultimo viaje antes de volver a su casa. Cuando cerré la puerta no senti el alivio de las habita- 1 nines frescas, de la escalera dc madera, del patio interno, . I< los azulejos antiguos, de los techos altos. Encendí la luz y l.i lámpara parpadeó: se va a quemar, pense, voy a quedar u oscuras, pero finaímente se estabilizó. Aunque daba una In/ amarillenta, antigua, de baja tension. Me senté en el piso, 11 m la espalda contra la puerta. Esperaba los golpes suaves :de la mano pegajosa del chico sucio o el ruido de su cabeza 11 n l.indo por la escalera. Esperaba al chico sucio que iba a Mdirme, orra vez, que lo dejara pasar. 32 33 I A MOSTl-RÍA El humo del cigarrillo le daba náuseas, siempre le pasa-ba lo mismo cuando su madre fumaba en el auto. Pero no le atrevía a pedirle que lo apagara porque ella estaba de muy mal humor. Resoplaba y el humo le salía por la nariz y se le mctía en los ojos. En el asiento de atrás escuchaba música mi liermana Lali con los auriculares incrustados en los oídos. Nadie hablaba. Florencia miró por la ventanilla las mansio-■- de Los Sauces y espero con ganas el tunel y el dique y 08 cerros colorados. Nunca se cansaba del paisaje, a pesar de que lo veía varias veces por afio, cada vez que iban a la t asa de Sanagasta. Este viaje era distinto. No era por gusto. Su papá casi las habfa obligado a irse de La Rioja. La noche anterior Florencia liahia escuchado la pelea y a la maňana la decisión estaba imnada: hasta las elecciones, mientras su papá estuviera en campana para concejal por la capital, ellas se iban a Sanagas-II 11 problema era Lali. Salía todos los fines de semana y se i inborrachabay tenía muchos novios. Lali tenía quince afios, 11 pelo largo por debajo de la cintura, lacio y oscuro. Era hcrmosa, aunque tenía que usar menos maquillaje, abandonar los ufias largas y coloradas y aprender a caminar con tacos. 35 8537 Florencia la veía con sus botas nuevas y le daba risa cómo caminaba ran chueca y lenta, con tanto cuidado; le parecía ridícula la sombra azul que usaba en los párpados y los aros de perlas tan horribles. Pero entendía que a los hombres les gustara y que su papá no la quisiera dando vueltas por La Riojadurante la campana. Florenciahabía tenido que defender a su hermana varias veces después de clases, a las pinas. Tu hermana la puta, la trola, la petera, la chupapijas, ya le hicieron el čulo o qué. Siempre eran chicas las que insultaban a Lali. Una vez había vuelto a casa con un labio partido después de una pelea en la plaza y, mien tras se lavaba en el baňo y pensaba la mentira que iba a decides a sus padres -que le habían dado un pelotazo en la cara en el entrenamiento de vóley—, se sintió una estúpida. Su hermana nunca le agradecía que la defendiera. Nunca le hablaba, en realidad. No le im-portaba lo que dijeran de ella, no le importaba que Florencia se peleara por ella, no le importaba Florencia. Se la pasaba en su habitación probándose ropa y escuchando música estúpida, pavadas románticas, vas a verme llegar, vas a otr mi canción, vas a entrar sin pedirme la llave, la dištancia y el tiempo no saben la falta que le haces a mi corazón, todo el día la misma canción, daban ganas de matarla. A Florencia le caía mal su hermana, pero no podía evitar enojarse cuando la trataban de puta. No le gustaba que trataran a nadie de puta: se hubiera peleado por cualquiera. A ella nunca iban a tratarla de puta, eso Io tenia clarísi-mo. Abrió la ventanilla para ver mejor el dique y la Pollera de la Gitana, esa parte del cerro que parecía la marca de una catarata de sangre ya seca. El aire apenas húmedo le Uenó la boca. A ella iban a decide tortillera, mostra, enferma, quién sabe qué cosas. Mamá, poné música, ,;querés?, que se me gastaron las pilas, dijo Lali. No jod as, luja, que se me parte la cabeza y tengo que m.im .-j.n. Qué aburrida que sos. ( filiate, Lali, porque te reviento. Cómo estaba la cosa, pensó Florencia. A su mamá no le I 11 i .iba Sanagasta. Como muchos riojanos, se iba al pueblo 1 11 el verano, cuando el calor de la capital alcanzaba los i nu tienta grados y a la siesta no se podía dormir y daban l'iii.is de morirse. Siempre hablaba de Uspal lata o del mar, CMuba harta de ese pueblo sin restaurantes, con gente cerra-• 11 v antipática y el mereado de artesanías que nunca varia-I • i Ii oferta, ;ni siquiera cambiaban las cosas de lugar! Esta- I m harta de la procesión de la Virgen Nina, de las grutas por todas partes, de que en el pueblo hubiera tres iglesias y ningún bar para tomarse un café. Si alguien le decía que se podía tomar un café en la Hostería, se sulfuraba también. iístaba harta de la Hostería. De la amabilidad de Elena, la duifia, que a ella le resultaba una mujer falsa y ereída. Har-tft de que la única diversion ŕuera cenar pollo al horno en la II osrería, jugar a la ruleta y a las maquinitas en el casino de Li I lostería, conocer a algún turista europeo en la Hostería. Pol suerte, solía decir, ellos tenían pileta de natación en su Cftsa; si no habría tenido que usar la de la Hostería y ahí ella ilvía loca. Ni una parrilla había en el pueblo, rezongaba. N i una parrilla. Llegaron a Sanagasta al mismo tiempo que la primera Combi de la tarde, cerca de las seis y media. El sol, ya bajo, les cambiaba el color a los cerros y el verde de los árboles del Valle era de musgo aterciopelado. Lali lloraba. Ella detestaba Sanagasta y estaba tan enojada, tan convencida de que, cuando terminara la secundaria, se escaparía a Córdoba, donde Ivía uno de sus novios... Florencia habia escuchado el pian ■ Ii huida cuando se lo contaba por teléfono a una amiga. 36 37 22 La casa estaba bastante fresca y su mamá, siempre trio-lenta, encendió la estufa. Florencia salió al parque: la casa de fin de semana de su família era bastante pequeňa porque su papá había preferido un terreno muy grande para tener pileta, árboles, mucho espacio para que los perros corrieran, una glorieta y hasta florcs, le encantaban las flores, mucho más que a su mamá, que prefería los cactus. Florencia se sentó en el sillón-hamaca y empezó a identificar los colores: naranja y ŕucsia de las flores, turquesa de la pileta, verde tuna, rosado de la casa. Le mandó un mensaje a su mejor amiga, Rocío, que vivía en Sanagasta: «Ya llegué, pasame a buscar.» Tenían mucho de que hablar: Rocío le había ade-lantado por mail que había problemas en su casa también. Es decir, que había problemas con su papá, porque la família de Rocío era minima: su mamá estaba muerta, y no tenía hermanos. Rocío mensajeó que se encontraran en el quios-co, que ya estaba abierto, y Florencia salió corriendo sin avisar, con algo de piata en el bolsillo para tomar una Coca. De todo lo que le gustaba de Sanagasta, una de sus cosas favoritas era poder irse sin avisar y que sus padres no se enojaran ni se asustaran. Había olor a quemado en el aire, probablemente una fogata de hojas caídas. Era el momento más lindo del día. Rocío la esperaba sentada en una de las sillas de plástico del quiosco, que servía sándwiches y empanadas a la noche, con shorts de jean desflecados, una remera blanca, el pelo suelto y la mochila abajo de la mesa. Florencia la besó, se sentó y no pudo evitar mirarle las piernas, el vello dorado que con la luz del atardecer parecía brillantina derramada. Pidieron una Coca de dos litros y Florencia quiso saber todo. Hacía anos que el padre de Rocío trabajaba en la Hoste-ría como guía turístico: llevaba a los huéspedes al parque arqueológico, al dique, a la cueva de la Salamanca. Era el 38 cniplcado favoritu de los jeŕes: usaba la 4x4 de la duena i uando se le rompía la camioneta, comía grátis en el restau-i.mie t u.nulu qucría, usaba el pool y el metegol sin pagar y i n el pueblo decían que era amante de Elena. Rocío lo nelíha, su papá no iba a meterse con la duena de la Hostería, IMcstiiada, deda. Florencia había hecho todoslos recorridos ftirísl icos con Rocío y su papá. Él era un guía increíble, cui-dadoso y simpático: era tan entretenido que uno no se can-■ I u aunque estuviera trepando cerros bajo un sol tremendo. No te puedo creer que la Elena lo echo a tu papá, (-qué |. is.i:' Rocío se limpió la Coca-Cola que le había quedado K>bre el labio, un bigote marrón. Las cosas andaban medio mal, le contó, porque Elena li ni.i problemas de piata y estaba histérica, pero se ŕue todo i l,i mierda cuando su papá les contó a unos turistas de Bue-nm Aires que la Hostería había sido una escuela de polícia li ii u treinta anos, antes de ser hotel. Pero tu papá siempre cuenta eso en los paseos cuando • 111 n ta la história del pueblo, dijo Rocío. Y sí, pero Elena no sabía. A esos turistas el dato les rein-li i.\ó, quisieron saber más y le preguntaron a Elena direc-11111 ctite. EUa se enteró ahí de que mi papá contaba lo de la Wcuela de polícia, se pelearon y lo echó. ^Por qué se enojó tanto? No quierc que los turistas piensen mal, dice mi papá, pot que ŕue escuela de policía en la dictadura, ^te acordás de inif lo estudiamos en el colegio? iQué, mataron gente ahí? Mi papá dice que no, que Elena se persigue, que ahí ŕue .....ela de policía nomás. Rocío dijo que era una exeusa de Elena lo de la escuela ili policía en la dictadura, que no le importaba nada esa 39 historia, si había comprado la Hosrería hacía diez afios. Quc cstaba de culo con su papá y lo quería echar, se agarró dc eso. Andaba mal de plata, tenía que echar gente. Elena Ic había quitado a su papá ta llave de la Hostería, le había pedido unos pesos para arreglar algunas cosas de la camio-neta que él no había roto, que estaban deterioradas por el uso, nada más, y le había prohibido que hiciera los tours por su cuenta con amenaza de juicio. Y todo sin pagarle el ultimo mes de trabajo. Pero él los puede hacer igual los paseos, qué tiene que ver. No los va a hacer más, no quiere tener problemas. Aparte, dice que está harto de los sanagastefios, se quiere ir de acá. Rocío se terminó su vaso de Coca y llamó al perro del quiosco, que se acercó enseguida y pareció decepcionado cuando recibió caricias en vez de comida. Yo no me quiero ir, me gusta acá, quiero hacer la secundaria en La Rioja, con vos y las chicas. Florencia se agachó a acariciar las orej as del perro, que se le había acercado para probar suerte, asi ella podia escon-der un poco la cara. No quería que Rocío la viera a punto de llorar, si se iba de Sanagasta se escapaba con ella, no le importaba nada. Pero entonces escuchó la mejor noticia posible, la mejor noticia que había escuchado en su vida. Le dije, le pedí que nos quedáramos y mi papá me dijo que de Sanagasta nos íbamos, pero nomás para La Rioja, él ya habló para un trabajo ahí con la secretaría de turismo, ;no es buenísimo? Florencia apretó los labios y después dijo que era genial. Se terminó su vaso de Coca-Cola para tragarse la emoción. Vamos para la plaza de las rosas, dijo Rocío, que se abrieron los pimpollos, no sabés lo lindas que están las flores. I I perro las acompafió y también un resto de Coca-I i en la botella. Ya era casi de noche. Todas las calles del ii ii.....|c Sanagasm csiaban asfaltadas c iluminadas. A través i|i Ii-, vcniiin.is iL algunas casas se podia ver a la gente reu-ňlilu, muchas mujeres, rezando el rosario. A Florencia le dikm un poco de miedo esas reuniones, sobre todo cuando I,. 1.1.1 velas cncendidas y el resplandor titilante iluminaba Ii .in y los ojos cerrados. Parecía un funeral. En su fami-li i i Li«. I ic- iv/aba. En eso cran muy raros. Rocío se sentó en uno de los bancos y dijo por fin: Flor, ■ i ic puedo contar, allá en el quiosco no daba, a ver si lins fscucliaban. Me tenés que ayudar con una cosa. ( on qué. No, primero decime que me vas a ayudar, prometeme. Bueno. Aliora te puedo mostrar, entonces. Rocío abrió la mochila que había cargado todo el cami-m.. Ii.ista la plaza y le mostró el contenido, que bajo la luz ,|, I I.udI luzo saltar a Florencia: le pareció que esa carne era ii ii .in i mal muerto, un pedazo de cuerpo humano, algo in ii ubro. Pero no: eran chorizos. Para aliviarse y para que Ilm (o no se riera de su momento de pánico, dijo qué querés, . 111.- ic ayude a hacer un asado? No, boluda, es para hacerla cagar a la Elena, intonces Rocío explicó su plan y en sus ojos se notaba Blic odiaba a Elena. Sabía, se le notaba, que era novia de su |iii|>;i. Sabía que habían discutido por el terna de la escuela I policía, pero que el ptoblema verdadero era otro. Sin mbargo, no lo admitía. Solamente era obvio por cómo , il ilaba de ella, porque le temblaba la voz de alegría cuando . unaginaba humillada. Era obvio que quería castigar a Klena y defender a su mamá. Florencia hizo fuerza con la 111 11le habían dicho una vez que, si deseaba algo de ver- 40 41 dad, podía lograr que sucediera y ella querfa que Rocío confiara en ella, que se confesara. Si lo hacía, serían de verdad inseparables. Pero Rocío no lo hizo y a Florencia sólo le quedó aceptar reunirse con ella, después de cenar, en la parte de atrás de la Hostería, con una linterna. Se podía entrar por la pileta, esa parte siempre estaba abierta. En Sanagasta nadie cerraba las puertas con Uave, además. La Hostería estaba ŕuera de temporada, asi que todo el edificio grande que rodeaba como una herradura el parque de la pileta permanecía cerrado. Solamente se usaba el edificio de adelante, que daba a ía calle; la separáciou entre ambos era el casino, ubicado en el medio, también cerrado en esa época del ano, salvo que alguien lo alquilara para un evento especial. La forma de la Hostería era extrana y, en efecto, se parecía muchísímo a un cuartel. Florencia y Rocío entraron descalzas para no hacer rui-do. Tenían llaves porque el papá de Rocío se había quedado con un juego de la puerta de atrás y una copia de la llave maestra de las habitaciones. Seguramente pensaba devolver-las y, en el ŕuror de la pelea, se había olvidado, pensaba Rocío. En cuanto ella las vio, tuvo la idea: entrar en la Hostería por la noche, cuando la encargada dormía en una habitación del edificio de adelante, bien lejos. Entrar en varias habitaciones, hacer agujeros en los colchones -que eran dc gomaespuma: para tajearlos ni siquiera se necesitaba un buen cuchillo-, meter un chorizo adentro de cada uno y volver a hacer las camas. En un par de meses, el olor a carne en descomposi-ción iba a resultar insoportable y, con suerte, iban a tardar mucho en encontrar el origen de la peste. A Florencia la sorprendió la maldad del pian y Rocío le dijo que había visto el método en una película. No bien abrieron la puerta, apareció el Negro, uno de loi pcrros de la Hostería, el más guardián. Pero el Negro Utnocía a Rocío y le lamió la mano. Para tranquilizarlo to-divia más, ella le dio uno de los chorizos y el Negro se ŕue i i ntnerlo cerca de un cactus. Entraron sin problemas. El ■ i .illo estaba muy oscuro y cuando Florencia encendió la lll terna, sintió un miedo bestial: estaba segura de que iba a iluiiiinat una cara blanca que correría hacia ellas o que el Im/ de luz dejaríaver los pies de un hombre escondiéndose |n un rineón, Pero no habíanada. Nada más que las puertas .1. Lis habitaciones, algunas sillas, el cartel que indieaba los fclAos, la salita de internet, con la computadora apagada y ftlgunas fotos enmarcadas de las Chayas de anos arueriores; U Hostería siempre se llenaba en la Chaya y se organizaban Icstivales chayeros en el parque. Rocío le hizo seňas para que se apurara. Estaba muy h 111 la en la oseuridad, pensó Florencia, con el pelo atado en un.i cola de caballo y un pulóver oscuro porque de noche • ii Sanagasta siempre hacía frío. En el silencio del edificio ■ i. to podía escuchar su respiración agitada. Estoy renervio-iu, le susurró Rocío al oído, y se llevó la mano de Florencia q ne no cargaba la linterna al pecho. Sentí cómo me late el . ■ >i .tzón. Florencia dejó que Rocío apretara su mano contra Čiu tibieza y tuvo una sensación extrana, ganas de hacer pis, un hormigueo debajo del ombligo. Rocío le soltó la mano y se metió en una dc las habitaciones, pero la sensación quedó ahí y Florencia tuvo que agarrar la linterna con las dus manos porque la luz temblaba. Tajear el colchón con el cuchillo de cocina que traían MMiltó fácil, tal como Rocío había vaticinado. Tampoco costó introducir el chorizo por el agujero. De costado, la dbertura del cuchillo se no raba, pero cuando entre las dos pusieron las sábanas otra vez, el truco resultaba perfecto. 42 43 Nadie podría darse cuenta de que el colchón ocultaba carne; por lo menos, no enseguida. Hicieron lo mismo en dos habitaciones más y Florencia, que empezaba a tener miedo, dijo: por que no nos vamos, ya está. No, me quedan seis chorizos, vamos, dijo Rocřo, y Florencia tuvo que seguirla. Se metieron en una habiración que daba a la calle, tenian que tener mucho cuidado para que no se viese desde afuera la luz de la linterna porque la persiana que daba al exterior no estaba bien cerrada, hasta entraba un poco de la ilumina-ción de los faroles. A esa hora no andaba nadie por Sanagas-ta, pero nunca se sabia. si alguien se pensaba que habia ladrones en la Hostería y les disparaban? Todo podia ser. Lograron hacer el tajo, meter el chorizo y armar la cama sin problemas. Ay, estoy cansada, dijo Rocío, tirémonos un rato. Sos loca vos. No pasa nada, dale, descansemos. Pero cuando iban a acostarse sobre la cama matrimonial recién hecha, desde afuera llegó un ruido que las obligo a agacharse, asustadas. Fue repentino e imposible: el ruido del motor de un auto o de una camioneta, a un volumen tan alto que no podia ser real, tenia que ser una grabación. Y después otro motor más y entonces alguien empezó a golpear con algo metálico las persianas y las dos se abrazaron en la oscuridad gritando porque a los motores y los golpes en las ventanas se les agregaron corridas de muchos pies alrededor de la Hostería y gritos de hombres; y los hombres que corrían ahora golpeaban todas las ventanas y las persianas e ilumi-naban con los faros del camión o camioneta o auto la habi-tación donde ellas estaban, por entre las rendijas de la persiana podían ver los faros, el coche estaba subido al jardín y los pies seguían corriendo y las manos golpeando y algo metálico también golpeaba y se escuchaban gritos de hom- I.k . nm. hos gritos de hombre; alguno decía: «Vamos, va-10108», se escuchó un vidrio roto y se escucharon más gritos. I lo J encia sintió cómo se hacía pis, no pudo contenerse, no pudo y tampoco podía seguir gritando porque el miedo po la dejaba respirar. Los faros del auto se apagaron y la puerta de la habitación M abrió de par en par. 1 ,as chicas intentaron levantarse, pero temblaban dema-,i,iilo. Florencia creyó que se iba a desmayar. Escondió la i.iľ.i en el hombro de Rocío y la abrazó hasta lastimarla. I [abían entrado dos personas. Una encendió la luz y las i hicas reconocieron apenas a Elena, la duena de la Hostería, y a la empleada que cuidaba el lugar a la noche. Qué hacen m í, dijo Elena cuando las reconoció, y la empleada bajó la I'iMola que tenia en la mano. Enojada, las levantó por los hombros, pero se dio cuenta de que las chicas estaban de-masiado asustadas: las había escuchado gritar como si las cNtuvieran matando. Sus propios gritos las habían delatado. Las chicas no le tenían miedo a ella, algo más había pasado, pero Elena no se explicaba qué y, cuando intentó interro-garlas, ellas lloraban o le preguntaban si eso había sido la alarma de la Hostería, qué había sido ese ruido y los tipos BUe golpeaban. Qué alarma, dijo Elena varias veces, de qué lipos hablan, pero las chicas no parecían entender. Una de las dos, la hija del abogado candidato a concejal de La Rio-jft, se habia hccho pis encima. La hija de Mario tenia una mochila liena de chorizos. Qué era todo eso, por Dios. Por qué habian gritado asi y durante tanto tiempo. Telma, la impleada, decía que las había escuchado llorando y aullan-ílo unos cinco minutos. Fue la hija de Mario la que habló primero y con más tranquilidad: dijo que habian escuchado autos, que habian visto faroles, habló otra vez de corridas y golpes en las ven- 44 45 tanas. Elena se enojó. La pendeja le mentía, se inventaba esa história de fantasmas para arruinarle la Hosteria como habia querido arruinársela Mario; la traicionaba como Mario, seguramente por orden de él. No quiso escuchar más. Llamó por teléfono a la mujer del abogado y a Mario, les contó que habia encontrado a las chicas en la Hostería, y les pidió que vinieran a buscarlas. Esta vez no Uamo a la policía, les dijo, pero, si vuelve a pasar, van a la comisaría. Rocío y Florencia se separaron de su abrazo a los tirones cuando vinieron a buscarlas. Maňana te Uamo, se dijeron, fue todo cierto, nos puso una alarma, no, no era una alarma, se decían cosas al oído y no escuchaban el enojo de sus padres, que exigían explicaciones, explicaciones que no iban a recibir esa noche. La mamá de Florencia le cambió los pan-talones meados a su hija en silencio, con cara de preocupa-da. Maňana me contás todo, dijo, y le costaba seguir fin-giendo enojo: se la notaba un poco asustada. Ah, y no la ves más a tu amiga, eh. Hasta que tu padre diga que volvemos a La Rioja, te quedás en casa todo el tiempo. Castigada y sin protestar. Pendejas de mierda a mi quién me mando esta desgracia se puede saber. Florencia se subió la frazada hasta casi taparse la cara y decidió que nunca más iba a apagar el velador. No le preocu-paba la amenaza de no ver a Rocío: tenia el celular con mucho crédito y sabía que, al final, su mamá iba a aflojar. Ahora le preocupaba mucho más dormir. Tenia miedo de los hombres que corrian, del auto, de los faros. ^Quiénes eran, adónde se habían ido? ;Y si venían a buscarla otra vez, otro día? ;Y si la seguían hasta La Rioja? La puerta de su habitación estaba entreabierta y empezó a transpirar cuando vio que alguien se movía en el pasillo, pero era solamente su hermana. Qué pasó. 46 N.kI.i, dcjame. lě measte. Algo pasó. I >ejame. Lili frunció la boča y después le sonrió. Y.i vas a contar, no te va a quedar otra, una semana m , irada conmigo en esta casa de mierda. Olvidate de tu liníguita. Andate a cagar. Audá a cagar vos. Y te conviene contarme o si no... Si no qué. Si no, le cuento a mamá que sos tortita. Todo el mundo ■ li cuenta menos ella. Te agarraron a los chupones con tu .....ga, ;no? Lili se rió, senaló a Florencia con un dedo y cerró la |HKTia. 47