Rosalía de Castro A ORILLAS DEL SAR II 4 Una luciérnaga entre el musgo brilla y un astro en las alturas centellea; abismo arriba, y en el fondo abismo; ¿qué es al fin lo que acaba y lo que queda? En vano el pensamiento indaga y busca en lo insondable, ¡oh ciencia! Siempre, al llegar al término, ignoramos qué es al fin lo que acaba y lo que queda. Arrodillada ante la tosca imagen, mi espíritu, abismado en lo infinito, impía acaso, interrogando al cielo y al infierno a la vez, tiemblo y vacilo. ¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana con sus ecos responde a mis gemidos desde la altura, y sin esfuerzo el llanto baña ardiente mi rostro enflaquecido. ¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan solo lo puedes ver y comprender, Dios mío! ¿Es verdad que los ves? Señor, entonces, piadoso y compasivo vuelve a mis ojos la celeste venda de la fe bienhechora que he perdido, y no consientas, no, que cruce errante, huérfano y sin arrimo, acá abajo los yermos de la vida, más allá las llanadas del vacío. Sigue tocando a muerto, y siempre mudo e impasible el divino rostro del Redentor, deja que envuelto en sombras quede el humillado espíritu. Silencio, siempre; únicamente el órgano con sus acentos místicos resuena allá de la desierta nave bajo el arco sombrío. Todo acabó quizás, menos mi pena, puñal de doble filo; todo, menos la duda que nos lanza de un abismo de horror en otro abismo. Desierto el mundo, despoblado el cielo, enferma el alma y en el polvo hundido el sacro altar en donde se exhalaron fervientes mis suspiros, en mil pedazos roto mi Dios, cayó al abismo, y al buscarle anhelante, sólo encuentro la soledad inmensa del vacío. De improviso los ángeles desde sus altos nichos de mármol, me miraron tristemente y una voz dulce resonó en mi oído: "Pobre alma, espera y llora a los pies del Altísimo; mas no olvides que al cielo nunca ha llegado el insolente grito de un corazón que de la vil materia y del barro de Adán formó sus ídolos." A la luna I ¡Con qué pura y serena transparencia brilla esta noche la luna! A imagen de la cándida inocencia, no tiene mancha ninguna. De su pálido rayo la luz pura como lluvia de oro cae sobre las largas cintas de verdura que la brisa lleva y trae. Y el mármol de las tumbas ilumina con melancólica lumbre, y las corrientes de agua cristalina que bajan de la alta cumbre. La lejana llanura, las praderas, el mar de espuma cubierto donde nacen las ondas plañideras, el blanco arenal desierto, la iglesia, el campanario, el viejo muro, la ría en su curso varia, todo lo ves desde tu cenit puro, casta virgen solitaria. II Todo lo ves, y todos los mortales, cuantos en el mundo habitan, en busca del alivio de sus males, tu blanca luz solicitan. Unos para consuelo de dolores, otros tras de ensueños de oro que con vagos y tibios resplandores vierte tu rayo incoloro. Y otros, en fin, para gustar contigo esas venturas robadas que huyen del sol, acusador testigo, pero no de tus miradas. III Y yo, celosa como me dio el cielo y mi destino inconstante, correr quisiera un misterioso velo sobre tu casto semblante. Y piensa mi exaltada fantasía que sólo yo te contemplo, y como que es hermosa en demasía te doy mi patria por templo. Pues digo con orgullo que en la esfera jamás brilló luz alguna que en su claro fulgor se pareciera a nuestra cándida luna. Mas ¡qué delirio y qué ilusión tan vana esta que llena mi mente! De altísimas regiones soberana nos miras indiferente. Y sigues en silencio tu camino siempre impasible y serena, dejándome sujeta a mi destino como el preso a su cadena. Y a alumbrar vas un suelo más dichoso que nuestro encantado suelo, aunque no más fecundo y más hermoso, pues no le hay bajo del cielo. No hizo Dios cual mi patria otra tan bella en luz, perfume y frescura, sólo que le dio en cambio mala estrella, dote de toda hermosura. IV Dígote, pues, adiós, tú, cuanto amada, indiferente y esquiva; ¿qué eres al fin, ¡oh, hermosa!, comparada al que es llama ardiente y viva? Adiós... adiós, y quiera la fortuna, descolorida doncella, que tierra tan feliz no halles ninguna como mi Galicia bella. Y que al tornar viajera sin reposo de nuevo a nuestras regiones, en donde un tiempo el celta vigoroso te envió sus oraciones, en vez de lutos como un tiempo, veas la abundancia en sus hogares, y que en ciudades, villas y en aldeas han vuelto los ausentes a sus lares. En las orillas del Sar (1884) Cerrado capullo de pálidas tintas, modesta hermosura de frente graciosa, ¿por quién has perdido la paz de tu alma? ¿a quién regalaste la miel de tu boca? A quien te detesta quizás, y le causan enojo tus labios de cándido aroma, porque busca la rosa encendida que abre al sol de la tarde sus hojas. En las orillas del Sar (1884) Cuando en las nubes hay tormenta suele también haberla en su pecho; mas nunca hay calma en él, aun cuando la calma reine en tierra y cielo; porque es entonces cuando torvos cual nunca riñen sus pensamientos. En las orillas del Sar (1884)