O B R A S C O M P L E T A S D E J O S E O R T E G A Y G A S S E T JOSÉ ORTEGA Y GASSET BRAS COMPLETAS TOMO IV ( 1 9 2 9 - 1 9 3 3 ) S E X T A E D I C I Ó N REVISTE DE OCCIDENTE M A D R I D PRIMERA EDICIÓN: 1947 SEGUNDA EDICIÓN: 1950 TERCERA EDICIÓN: 1955 C U A R T A EDICIÓN: 1957 Q U I N T A EDICIÓN: 1962 SEXTA EDICIÓN: 1966 © Copyright by Revista de Occidente, S. ñ. Madrid -1966 Depósito Legal: M. 3.319-1961.-N.° Rgtro.: 1.052-66 Impreso en España por Talleres Gráficos de «Ediciones Castilla, S. A.». - Maestro Alonso, 23. - Madrid A R T Í C U L O S (1929) SOBRE EL VUELO DE LAS AVES ANILLADAS i DADAS las circunstancias, es tal vez lo más oportuno escribir algo sobre el vuelo de las aves anilladas. Desde hace algún tiempo, los periódicos dedican una sección a dar noticias sobre las aves capturadas que volaban con el anillo de la ciencia en la pata de la naturaleza. Hacen muy bien esos periódicos en facilitar de este modo un estudio tan interesante como el del vuelo migratorio de los pájaros. Desde siempre, el doble vuelo anual de ciertas especies aladas ha hecho meditar y ha hecho soñar. Aquel vuelo ha engendrado a menudo estos otros dos. Cuando Homero necesita la gran metáfora romántica, deja escapar de sus hexámetros las grullas emigrantes en jeroglífico vuelo angular. Y su gótico hermano menor, Dante, compara las bandadas de amantes arrastrados sobre el vacío por el viento infernal a las grullas «que van cantando su endecha». Esta volada que hace el pájaro cuando va o viene de gran travesía no se parece nada, ni aun fisiognómicamente, a su otro revolar. Además acontece en las sazones que ponen los horizontes más conmovedores: primavera, otoño. En tales jomadas la luz está templada, ni poca ni excesiva, y bajo su influjo los cielos se hacen más profundos y combados. Entonces vemos pasar altaneras las bandadas emigrantes; van rectilíneas, con urgencia, como obsesionadas por un lugar de ultranza, y todo ello proporciona a su vuelo una unción de misterio y solemnidad. Esto no es desdeñar los demás aleteos. Todo vuelo es encantador y significa siempre un poco de delicia, de evasión y de triunfo. Se comprende muy bien que el mayor placer de Leonardo, enigmático, fuera bajar al mercado de las aves 11 en Florencia, comprarlas todas y soltarlas de las jaulas. Vuelo. Li- bertad. De los pájaros, son unos estables; otros, emigrantes. Estos nos interesan más, y para estudiar sus desplazamientos se ha ideado anillarlos. Antes no había manera de identificar los individuos volátiles, y las ideas sobre sus emigraciones eran confusas y mitológicas. Aristóteles creía que en invierno muchas de las aves duermen, como las tortugas, y por eso no se las encuentra en el paisaje. La primera noticia discreta aparece, como es natural, en el libro de un cazador. Toda ciencia es de origen deportivo, y, según es notorio, la zoología comenzó en la afición a tener una ménagerie. «El coleccionista, el amateur, es antes que el naturalista, el hombre de ciencia», dice Scheler. El emperador Federico II, gran cetrero, escribe en el xni su tratado De arte venandt cum avibus, y en él comunica las primeras observaciones atinadas. En el siglo xvín llega el sabio e instala su grave artefacto metódico ante este puro elemento del paisaje que es la gracia volátil de los pájaros. Es el gran Linneo: 1750, Dissertatio académica migrationes avium sistens. Linneo escribe estos latines con la misma pluma con que el pájaro emigra y, desde Suecia, donde vive el naturalista, se traslada a El Cairo y entreteje sus minaretes. Desde que este libro aparece a la fecha, la literatura sobre el tema ha crecido pavorosamente. Y o conozco sólo una docena de publicaciones que manejan el asunto. No soy, pues, un especialista. En lo que voy a decir sigo ante todo la obra mayor, titulada «Los secretos de la emigración de las aves. Su solución mediante los experimentos de la aviación y del anillamiento», por Federico von Lucanus (1). Lo de la solución es, claro está, una manera de decir. El autor tiene una idea muy vaga de lo que es verdaderamente una solución; no menos vaga que su idea de experimento. Ni los anillos ni la aviación permiten experimentar sobre los vuelos de las aves del buen Dios; tan sólo nos proporcionan observaciones. El anillamiento tiene ya una historia casi centenaria. En 1722 un teólogo alemán propuso señalar a las cigüeñas con un anillo metálico; pero nadie le hizo caso. Otro alemán, en 1740, estudió el vuelo de las golondrinas poniéndoles un hilito en la pata. La primera noticia, acaso, de un pájaro señalado que sufre cap,tura, aparece, como no podía menos, en pleno romanticismo: 1825. Se trata de un gavilán anillado en Prusia y cazado en Damasco. (1) Tercera edición de 1929. Langensalza. 12 La emigración alada enlaza casi siempre en parejas sorprendidas temperaturas contrapuestas. En 1835, el doctor Koch anuncia en una revista ornitológica que ha señalado tres cigüeñas poniéndoles sendos escuditos de plomo en el cuello. No se ha sabido nada de estas tres zancudas. Y hubiera sido emocionante encontrarlas en Abisinia, en Tombuctú o en Jerusalén. Porque en el escudo había inscrito el doctor Koch estas palabras: «Heiligenfeld en Vrusia Oriental, el 3 de agosto de 1835. I Macab. 12, Vers. 17, 18». Lo emocionante no hubieran sido las cigüeñas, sino el misterio que aportaban con esa cita bíblica. ¿No hubiera sido un momento grato volver de la cacería con las tres cigüeñas al hombro y abrir la Biblia para averiguar lo que decían esos versículos? (El lector puede satisfacer la curiosidad buscando en su Biblia el lugar. Pero sospecho que en muy pocas casas españolas existe una Biblia. Los españoles son muy «religiosos», según oye uno decir todos los días; pero si sólo ellos existiesen, Jehová se habría fatigado en vano inspirando su libro). El tercer caso de ave con señal que fue cobrada se refiere a España. Una cigüeña con una plaquita de latón sale de Rusia en 20 de agosto de 1888 y es cogida en la provincia de Gerona el 24 del mismo mes. El anillamiento propiamente tal data de 1903. Fue iniciado por el observatorio de Aves Rositten, de la Sociedad Ornitológica Alemana. Los demás países han seguido el ejemplo, y puede —con vaga aproximación— calcularse que hoy habrá un millón de aves anilladas en el planeta. El número es, pues, muy reducido. Se trata de un uso incipiente. Los anilladores han tenido que habérselas con ese poder extraño, aunque estimable, con que tropieza siempre el europeo actual cuando toca a un bicho: la Sociedad Protectora de Animales. Hace tiempo deseo escribir unas páginas sobre la moral de la Sociedad Protectora de Animales. A mí me parece muy bien esta Sociedad y esta protección; pero sólo serán fecundas cuando sus principios resplandezcan con claridad. No basta decir que es inmoral maltratar a los animales; es preciso definir un poco lo que se entiende por maltrato. Si la Sociedad concretase sus ideas sobre el asunto, veríamos que no estábamos nadie © casi nadie de acuerdo con ella. Hay aquí un difícil problema de ética, tan difícil como todo el resto de la ética. El tema interesa muy especialmente a los españoles, por causa de los toros. ¿Es tan claro, tan evidente como algunos presumen, que no se puede —moralmente hablando— hacer daño ni al toro ni al caballo? ¿Es de mejor ética que el toro bravo 13 —una de las formas más antiguas, en rigor arcaica, extemporánea, de los bóvidos— desaparezca como especie y que individualmente muera en su prado sin que muestre su gloriosa bravura? Es un error creer que la capacidad de sentir resonar en nosotros el dolor sufrido por un animal sirve de medida para nuestro trato moral con él. Apliqúese el mismo principio al trato de los hombres y se verá su falsedad. La evitación del sufrimiento es una norma ética; pero nada más que una, y sólo adquiere dignidad de mandamiento cuando se articula con las demás. Resulta desproporcionado rozar tan alta cuestión con motivo de si se pone o no a una avecica un anillo de aluminio que pesa 0,05 gramos (para las aves mayores —grulla, águila, avutarda— es de 0,5 gramos); pero la exorbitancia en la mezcla de ambos temas refleja simplemente la impertinencia de la Sociedad Protectora de Animales, al protestar contra esas centésimas de gramo de desmán. La verdad es que el anillo ni grava al pájaro, ni le daña, ni le preocupa. Al poco rato se ha habituado a su sortija. Ello es que el anillamiento, a pesar de su reducida expansión, comienza ya a aclarar el complicado tema de las emigraciones orníticas. Como es sabido, la emigración o migración consiste en un viaje de otoño y otro de primavera. Las aves viajeras viven, pues, medio año en un paraje y medio en otro. No entran en consideración las traslaciones dentro de una comarca. Se trata sólo del desplazamiento desde un territorio a otro lejano separado de aquél por un tercer espacio donde el animal no reside nunca. De esas dos mitades anuales, la del verano tiene un carácter taxativo: es la época de la cría. Vienen estas aves a hacer en el Norte su crianza, y en otoño, cuando se aproximan los fríos, se movilizan hacia el Sur. Tienen una patria, que es la tierra de sus hijos, como Nietzsche, futurista, quería que fuese siempre la patria; y además tienen otra patria donde simplemente vacan a su nutrición y placer. Hacia febrero comienza el retorno a Europa. ¿Cómo se explica este uso de la gente alada? La verdad es que no se explica, sino que se intenta explicarlo. Unos lo entienden de este modo: los animales actuales se forman en la época terciaria, durante la cual todo el globo gozó de suave temperatura, inclusive en las zonas árticas. Las aves emigrantes fueron entonces de condición estable en nuestras tierras, donde habían sido modeladas. Al sobrevenir los períodos de glacialización tuvieron poco a poco que correrse hacia los trópicos durante los inviernos, buscando temperatura y alimento. Al volver la estación favorable volvían a su solar. Esta es la explicación geológica. Tiene en su abono la 14 advertencia de que las aves primigenias no pudieron ser emigrantes porque sus alas, poco formadas, verdaderos bocetos de alas, no les permitían la gran altura aérea. Sin embargo, no es verosímil que muchas de las actuales especies emigrantes fueran nunca autóctonas de las tierras al Norte. Por eso Dixon (i) propuso otra hipótesis. Esas aves son nativas de los trópicos. Durante la época glacial se vieron apretadas en torno al Ecuador, produciéndose una sobrepoblación que les obligaba a buscar hacia el Norte lugares francos donde criar. Donde iba cediendo la glacialización, la cría se fue haciendo más arriba. Buena fuera cualquiera de estas dos ideas si valiese para todas las especies. Pero todo indica que una parte de las emigrantes procede del Norte, y otra del Sur, con lo que se desbaratan ambas explicaciones. Por eso Deichlers propuso una intermedia: habría, según él, especies que crían hacia el Norte para huir de la excesiva población; pero hay otras que se desplazan en otoño simplemente porque son frioleras. Habría, según él, aves «veraneantes» e «invernantes»; es decir, las que vienen sólo para criar, a fines de primavera, y apenas cumplen tal menester escapan de nuevo al Sur, mientras las otras llegan muy al despuntar la primavera y parten en las postrimerías del otoñó. Kurt Graser, en su libro La emigración de las aves (1904), pone las cosas boca abajo e intenta así una acrobática explicación. Con el desarrollo de la volatilidad surge en los pájaros, según él, un instinto frenético de vagabundeo, de viaje, de fuga, un como nomadismo o gitanería espontáneos. Las aves anduvieron un tiempo por todas partes sin solar ni rumbo fijos. De esta omnímoda errabundez, por selección natural, fueron fijándose ciertas rutas dominantes para la emigración, cierta normal periodicidad, e incluso en algunas especies la estabilización. Esta teoría, que no hace sino trasponer ad pedem litterae al fenómeno migratorio el esquema escolástico del razonamiento darwiniano, supone, como éste, una situación originaria de caos inicial, de universal movilización en la gente alada que parece por completo gratuita. De todas suertes, no hay espectáculo más sugestivo que esta tenacidad del hombre al golpear con su ingenio la córnea dureza de un enigma cósmico. La abundancia de sutilezas que este mínimo problema del vuelo periódico ha provocado bastaría para demostrar que es la inteligencia el lujo mayor del universo, su gracia más pura, (1) Migration of birds, etc. 1892. 15 su deporte más ágil y auténtico. Porque aún quedarían por enumerar otros muchos intentos de explicación. Así, los que atribuyen la emigración al descenso otoñal de la temperatura, a la reducción de la luz diurna, al cambio de estructura que en el aire produce este acortamiento de la insolación, al aumento de la presión barométrica. Esta última idea parece interesante, por ser el pájaro, en efecto, un registrador barométrico más delicado que los demás animales. No sólo sus pulmones y su circulación sanguínea son influidos, como en nosotros acaece, por el peso del viento y sus variaciones, sino que dentro de él hay sacos de aire, y sus mismos huesos son neumáticos. Pero es menester abandonar la pregunta ¿por qué emigran los pájaros?, a fin de sesgar algunas otras no menos interesantes, como éstas: ¿Qué dirección y rutas lleva el vuelo? ¿Cómo se orienta el animal en su travesía? ¿A qué altura llega? ¿Qué velocidad alcanza? EJ So/, 13 de agosto de 1929. II En nuestro continente, la mayor parte de las aves emigrantes comienzan su gran itinerario volando, como las estrellas, de Oriente a Occidente. Luego inflexionan la ruta y se dirigen de Norte a Sur, resultando para la totalidad del viaje una línea esquemática NordesteSudoeste. Pronto salta a la vista la misteriosa coincidencia de este rumbo con el que ha predominado en las emigraciones históricas y, lo que es aún más sorprendente, con el desplazamiento de las especies vegetales desde el Asia hasta nuestro Occidente. Como el payaso que corre sobre el balón avanzando en dirección opuesta al rodar del globo elástico bajo sus pies, todo lo viviente, a lo que parece, se afana en sentido inverso a la terráquea rotación. ¿Qué arcano impulso hostiga al ser orgánico para que siga al sol en su carrera? ¿Qué vana aspiración se oculta aquí de anular la noche y prolongar el día acompañando el curso de la gran linterna? Sin embargo, a este itinerario general en que se suma la tendencia a Occidente con la tendencia hacia el Sur se oponen algunas excepciones. Así, las golondrinas emigran sólo verticalmente: buscan rectas el Sur. Las cigüeñas del Weser y no pocas especies de Hungría, van hacia Oriente y se ponen en Palestina. Lo mismo los lánidos de Francia, que, en vez de venir a España, resbalan por el Mediterráneo e invernan en Siria. No faltan pájaros contradictores que en otoño se van más al Norte. En Asia es general el simple descenso de Norte a Sur, y en América, no siendo posible a las aves la desviación hacia Occidente, porque se perderían en el Pacífico, la emigración toma el rumbo Sur-Este. Las Antillas y Centroamérica son el lugar de invernada. No obstante, esta aparente anomalía oculta una extraña coincidencia. El eje mayor de las emigraciones europeas, como de casi todas las demás, es indiscutiblemente de sentido Norte-Sur. La inclinación a Occidente es secundaria y obedece, casi sin duda, a la mayor suavidad de clima que promete el Adántico. Esto se advierte con claridad en las aves británicas, que del canal se dirigen bordeando las costas a Portugal. Ahora bien, los pájaros yanquis no harían sino mostrar a su modo pareja afición al Adántico, desdeñando los litorales del Pacífico. TOMO I V . — 2 17 En realidad, cada especie posee su particular itinerario, y aun en una misma especie no es raro que existan divergencias. En los cuervos se observa un sencillo corrimiento del lugar donde crían a la inmediata región más al Sur para invernar. El cuervo báltico baja al centro de Europa, como Keyserling, y el cuervo de Baviera se alarga hasta los Apeninos. No cabe tampoco reducir a fórmula cuál sea la zona donde la emigración concluye. Cada especie prefiere una latitud. Nuestras golondrinas rasgan en otoño el raso del cielo con su vuelo de tijeras hasta el África Ecuatorial; en cambio, la codorniz suele detenerse al borde norte del Sahara. Von Lucanus cree poder definir cuatro grandes rutas migratorias: primera, la de la costa occidental desde el mar del Norte a Inglaterra, Francia, España y norte de África; segunda, la adriáticotunecina; tercera, la italoespañola (desde Austria y Hungría, rodeando los Alpes sobre Italia del Norte, Córcega, Baleares, Provenza y España); cuarta, la del Bósforo-Suez. Estas son las grandes vías romanas del mundo volátil. Mas no debemos imaginarlas como carriles angostos. En el aire todo es ancho, y estos caminos de lo alto se abren largamente en una amplitud de trescientos y más kilómetros. Gracias al anillamiento son conocidas hoy las trayectorias de más de cien especies. No se ha logrado, en cambio, aclarar el misterio de la orientación. ¿Por qué el pájaro sigue esa ruta y no otra? ¿Qué plano previsto le dirige? Palmer y Weissmann, adelantan una explicación pedagógica: los pájaros viejos que ya han hecho el viaje guiarían a los más mozos, recién salidos de sus nidales. Para estos dos sabios debe ser indiscutible que, al menos en la especie humana, los jóvenes aprenden de los viejos. Pero ¿es esto cosa tan palmaria? Sólo en los antiguos libros retóricos ve uno que, en efecto, el joven aprenda del viejo. Fuera de esas ingenuas áreas con blanco sobre negro, lo que se observa es más bien lo contrario: el joven a quien el viejo enoja y aburre y la tendencia de aquél a hacer lo contrario de cuanto éste le sugiere. Este antagonismo entre las edades impide el estancamiento de la humanidad en una posición o dirección constante y hace que en cada nueva generación se inicie algo distinto, se haga un imprevisto viraje y se queden sin cumplir los proyectos de la anterior. Entre los pájaros no hay tal vez igual hostilidad; pero acontece, contra la idea de Palmer y Weissmann, que son los pájaros nuevos los primeros que parten migratoriamente, como si tuviesen prisa 18 por hacer el primer vuelo. Los individuos de vieja pluma permanecen todavía semanas en su lugar de estivada. El caso del cuclillo es aún más decisivo, porque el joven cuco ni siquiera ha sido incubado por su madre, sino en un nido de azar y como hospiciano. No obstante, parte sin titubeo a fines de agosto o primeros de septiembre, y además hace señero el viaje. Así, pues, el pájaro nuevo emprende su genial travesía sin pedagogo adjunto. ¿Quién o qué le guía? Tal vez el calor les va dirigiendo, el horno del Sur, como el ciego se acerca a la-chimenea. Pero esto no explicaría la variedad de direcciones e itinerarios. Según Marek, sería el aumento de la presión barométrica: el pájaro avanzaría del lugar de mayor presión al de menos. Pero no se comprende por qué estas variaciones de presión influyen sólo cuando llegan las fechas de periódica partida. Además, no es cierto que esa relación de presiones coincida con las épocas de la emi- gración. Igualmente inservibles son los supuestos de que el ave se orienta hacia el polo magnético, o que vuela siempre exactamente según los puntos cardinales. La verdad verdadera, hoy por hoy, es que la emigración procede de un instinto. Decimos de una operación animal que procede de un instinto cuando no sabemos de dónde procede. Por eso la definición del instinto se reduce a la negación de todas las demás causas. Se hace por instinto lo que no se hace por fuerza mecánica, ni por memoria, ni por experiencia, ni por reflejo, ni por reflexión. El nombre de «instinto» es un vocablo precioso, mágico, lleno de lucecitas y promesas interiores que no se sabe de dónde vienen ni qué significan. Pero es un hecho que el pájaro nuevo parte a su fecha —no rigorosa, como cree el vulgo, pero sí aproximada—, toma la ruta milenaria y, en general, sin descarriarse, llega a la zona de invernada, distante miles y miles de kilómetros. Cuando el ave está prisionera en jaula, muestra en esos días un desasosiego superlativo. El nisus hacia el Sur, el afán de trashumar, de ir más allá, actúa misterioso en su organismo. Le pasa algo grave y no sabe lo que le pasa, como si fuese un hombre. En cuanto a la altura del vuelo, la aerostación y aviatismo contemporáneos han permitido rectificar viejas fábulas. Ahora sabemos que, en general, el vuelo migratorio es poco elevado. Según los aviadores, es muy raro encontrar aves a más de cuatrocientos metros. Sin embargo, los cuervos, cigüeñas y cisnes suben hasta 1.500 y 1.800 metros. Las águilas y milanos, por excepción, a 2.000 y 3.200. 19 Es innegable: el hombre vuela más alto que el pájaro. Verdad es que desde cierta altura sólo con medios técnicos se puede conservar la vida. Pero además —y esto es lo conmovedor— el pájaro, ser aéreo, ama la tierra y los cuerpos sólidos. Necesita ver monte y valle bajo sí. Por eso no vuela en la niebla. Cuando un globo asciende entre nubes y halla un pájaro por malaventura perdido en la masa gaseosa, pronto le ve posarse sobre el aparato, o al menos acostarse a él. Una alondra extraviada de este modo a tres mil metros de altura, vuela en torno al globo largo rato; mas apenas un desgarrón de las nubes descubre un poco de paisaje, la alondra —«saeta vehemente», como ha dicho Claudel— desciende recta a clavarse en él. La velocidad del vuelo oscila sobremanera. La paloma mensajera avanza 66-69 kilómetros por hora, como un automóvil. Pero esa paloma no es emigrante. Se trata de un producto artificial: ha sido seleccionada y adiestrada por el hombre para servir de expreso volátil y consigue una ligereza anómala. El cuervo hace sólo cincuenta kilómetros por hora. El estornino llega a setenta y cuatro; el gavilán, a cuarenta y uno. Diariamente la bandada viajera recorre entre doscientos y cuatrocientos kilómetros. La cigüeña, que va de Europa a Suráfrica en unos cincuenta días, hace en primavera el mismo camino en la mitad de tiempo. El caso, para mi gusto, más sorprendente, es el de una golondrina costera —sterna macrura—, que cría junto al Polo Norte y va a invernar junto al Polo Sur. Atraviesa todos los años dos veces la comba del planeta. El pájaro que primero llega en nuevo año es la golondrina, y de Europa, es España lo que primero toca. La fecha, mediados de febrero; viene negra cuando el almendro andaluz da su blanco. Su aparición suele tener lugar en Gibraltar. Cada grado de latitud hacia arriba representa dos días y medio de retraso. Codornices, tordos, cuervos, emigran en enormes bandadas. En cambio, las grullas se asocian en pequeños grupos de cincuenta o sesenta individuos. Mas el cuco y la abubilla viajan solitarios. No puede decirse que anden por la madurez los problemas principales planteados por los vuelos periódicos. El anillamiento ha aportado en poco tiempo datos rigorosos que aprietan un poco esas cuestiones, pero no las resuelven. Fuera acaso más fértil que lucubrar soluciones generales comenzar por enigmas menores y perseguirlos hasta su plena aclaración. Así, yo creo que sería muy útil estudiar los pequeños desplazamientos que no tienen el carácter migratorio. Una especie de aves que hace un año era creciente en 20 tal paraje, es hoy allí rara o nula; en cambio, se la encuentra unos kilómetros más allá, donde hace un año escaseaba. ¿Por qué? Este es un tema muy circunscrito que permite una solución precisa. Es notorio, por ejemplo, que en invierno la población volátil de la ciudad aumenta con especies que en la estación benigna prefieren vagar por la campiña. En este caso parece claro que es la mengua de alimento en el campo quien inspira esa transitoria urbanización. Otros hechos concretos reciben de esta suerte, antes o después, fácil esclarecimiento. Ciertos cuervos de Siberia o Japón vienen a Europa de cada cinco años sólo cuatro. Esta anomalía obtuvo completa explicación cuando se reparó en que esa especie se nutre con el fruto del pinus cimbra siberica, que fructifica sólo cada cinco años. Sin embargo, esta investigación de detalle no debe ocultar el último misterio que actúa al fondo de este amplísimo fenómeno. Por debajo de todas las explicaciones mecánicas o de utilitarismo superficial opera, sin duda posible, en el uso migratorio, algo profundamente radicado en el organismo del ave, algo, en efecto, «instintivo». La mayor prueba de ello es que cuando este afán de viaje comienza a actuar, ceden todos los demás instintos; el gavilán perdona al pájaro menor, su víctima habitual. Hambre, miedo, fatiga, callan sus imperativos. Es evidente, pues, que el nisus migratorio se halla instalado dentro del animal a la misma altura, esto es, en la misma profundidad biológica que los otros grandes instintos. Sólo un instinto tapa la boca a otro instinto. E/ Sol, 18 de agosto de 1929. K A N T (1929) Se incluyen bajo el título general Kant dos estudios: el primero, Reflexiones de centenario, fue publicado en los números de abril y mayo de 1924 de la Revista de Occidente, y posteriormente, en folleto, en 1929; el segundo, Filosofía pura (Anejo a mi folleto «Kant»), apareció en el número de julio de 1929 de la misma Revista. R E F L E X I O N E S DE C E N T E N A R I O 1 7 2 4 - 1 9 2 4 I DURANTE diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión. Y o dudo mucho que quien no haya hecho cosa parecida pueda ver con claridad el sentido de nuestro tiempo. En la obra de Kant están contenidos los secretos decisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limitaciones. Merced al genio de Kant, se ve en su filosofía funcionar la vasta vida occidental de los cuatro últimos siglos, simplificada en aparato de relojería. Los resortes que con toda evidencia mueven esta máquina ideológica, el mecanismo de su funcionamiento, son los mismos que en vaga forma de tendencias, corrientes, inclinaciones, han actuado sobre la historia europea desde el Renacimiento. Con gran esfuerzo me he evadido de la prisión kantiana y he escapado a su influjo atmosférico. No han podido hacer lo mismo los que en su hora no siguieron largo tiempo su escuela. El mundo intelectual está lleno de gentiles hombres burgueses que son kantianos sin saberlo, kantianos a destiempo que no lograrán nunca dejar de serlo porque no lo fueron antes a conciencia. Estos kantianos irremediables constituyen hoy la mayor remora para el progreso de Ja vida y son los únicos reaccionarios que verdaderamente estorban. A esta fauna pertenecen, por ejemplo, los «políticos idealistas», curiosa supervivencia de una edad consunta. De la magnífica prisión kantiana sólo es posible evadirse ingiriéndola. Es preciso ser kantiano hasta el fondo de sí mismo, y luego, por digestión, renacer a un nuevo espíritu. En el mundo de las ideas, como Hegel enseña, toda superación es negación; pero toda verda- 25 dera negación es una conservación. La filosofía de Kant es una de esas adquisiciones eternas—X7jfjai<; eí<; deí—que es preciso conservar para poder ser otra cosa más allá. Después de haber vivido largo tiempo la filosofía de Kant, es decir, después de haber morado dentro de ella, es grato en esta sazón de centenario ir a visitarla para verla desde fuera, como se va en día de fiesta al jardín zoológico para ver la jirafa. Cuando vivimos una idea, tiene ésta para nosotros un valor absoluto y nos parece situada fuera de la línea histórica, donde todo adquiere una fisonomía limitada y se halla adscrito a un tiempo y un lugar. En rigor, cuando vivimos una idea, ella no vive, sino que se cierne impasible sobre la fluencia de la vida, más allá de ésta, cubriendo todo el horizonte y, por lo mismo, sin perfil, sin fisonomía. Cuando hemos dejado de vivirla, la vemos contraerse, descender, hacerse un lugar entre las cosas, alojarse en un trozo del tiempo, concretar su rostro, iluminarse de colorido, recibir y emanar influjos en canje dramático con las realidades vecinas; la vemos, en suma, vivir históricamente. A una distancia secular, contemplamos hoy la filosofía de Kant perfectamente localizada en un alvéolo del tiempo europeo, en ese instante sublime en que va a morir la época Rococó y va a comenzar la enorme erupción romántica. ¡Hora deliciosa del extremo otoño, en que la uva, ya toda azúcar, va a ser pronto alcohol, y el sol vespertino se agota en rayos bajos, que orifican los troncos de los pinos! No sería excesivo afirmar que en este instante culmina la historia europea. Los hombres de ahora ni siquiera nos acordamos de que en otros tiempos la vida era otra cosa. Y no se trata de la consueta diferencia que hay entre cada día y el anterior; no se trata de que los contenidos de nuestro afán, de nuestra fe, de nuestros apetitos sean hoy distintos de los de ayer. La divergencia a que aludo es mucho más grave. Se trata de que la forma misma del vivir era otra. Hasta la Revolución, las sociedades europeas vivían conforme a un estilo. Un repertorio unitario de principios eficaces regulaba la existencia de los individuos. Estos adherían a ciertas normas, ideas y modos sentimentales de una manera espontánea y previa a toda deliberación. Vivir era, de una u otra suerte, apoyarse en ese sólido régimen y dejar cada uno que en su interior funcionase aquel estilo colectivo. Daba esto a la existencia una dulzura, una suavidad, una sencillez, una quietud que hoy nos parecerían irreales. La Revolución escinde la sociedad en dos grandes mitades incom- 26 patibles, hostiles hasta la raíz. Antes, las luchas habían sido meras colisiones de la periferia. Desde entonces, la convivencia social es esencialmente un combate entre dos estilos antagónicos. Nada es firme e inconcuso; todo es problemático. Y aun es falso hablar sólo de dos estilos. El romanticismo significa la moderna confusión de las lenguas. Es un «¡sálvese quien pueda!». Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida —no puede apoyarse en nada preestablecido. ¡Adiós dulzura, suavidad, quietud! Por muy revueltas o picadas que parezcan las superficies, cuando penetramos en el alma del siglo x v m nos sorprende su fondo de densa tranquilidad. Hoy, viceversa, nos sorprende hallar que en el hombre de aspecto más tranquilo truena una remota tormenta abisal, una congoja profunda. La forma de la vida ha cambiado mucho más que sus contenidos: hoy es inminencia, improvisación, acritud, prisa y aspereza. No se crea, sin embargo, que siento una preferencia nostálgica por esas edades en que el hombre ha vivido según un estilo colectivo. Si las llamo dulces y a la nuestra agria, es simplemente porque encuentro en ellas ese diverso sabor. Esto no implica que las edades agrias no tengan sus virtudes propias, que faltan a las dulces. Sería interesante señalar las virtudes que nuestro tipo de vida rota, dura, áspera, puede oponer a la de esos tiempos más coherentes y suaves. Pero ello nos llevaría tan lejos, que no podríamos ya volver a nuestro tema. Quede para otra ocasión. Ahora me complace más filiar en unos breves apuntes las facciones principales del kantismo. II Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el conocimiento de la realidad, de las cosas, del mundo. Es una mente que se vuelve de espaldas a lo real y se preocupa de sí misma. Esta tendencia del espíritu a una torsión sobre sí mismo no era nueva, antes bien, caracteriza el estilo general de filosofía que empieza en el Renacimiento. La peculiaridad de Kant consiste en haber llevado a su forma extrema esa despreocupación por el universo. Con "audaz radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u ontológicos y retiene exclusivamente 27 el problema del conocimiento. No le importa saber, sino saber si sabe. Dicho de otra manera, más que saber, le importa no errar. Toda la filosofía moderna brota, como de una simiente, de este horror al error, a ser engañado, a être dupe. De tal modo ha llegado a ser la base misma de nuestra alma que no nos sorprende, antes bien, nos cuesta mucho esfuerzo percibir cuanto en esa propensión hay de vitalmente extraño y paradójico. Pues qué —preguntará alguien—, ¿no es natural el empeño de evitar la ilusión, el engaño, el error? Ciertamente; pero no es menos natural el empeño de saber, de descubrir el secreto de las cosas. Homero murió de una congoja por no haber logrado descifrar el enigma que unos mozos pescadores le propusieron. Afán de saber y afán de no errar son dos ímpetus esenciales al hombre, pero la preponderancia de uno sobre otro define dos tipos diferentes de hombre. ¿Predomina en el espíritu el uno o el otro? ¿Se prefiere no errar, o no saber? ¿Se comienza por el intento audaz de raptar la verdad, o por la precaución de excluir previamente el error? Las épocas, las razas ejercitan un mismo repertorio de ímpetus elementales, pero basta que éstos se den en diferente jerarquía y colocación, para que épocas y razas sean profundamente distintas. La filosofía moderna adquiere en Kant su franca fisonomía al convertirse en mera ciencia del conocimiento. Para poder conocer algo, es preciso antes estar seguro de si se puede y cómo se puede conocer. Este pensamiento ha encontrado siempre halagüeña resonancia en la sensibilidad moderna. Desde Descartes nos parece lo único plausible y natural comenzar la filosofía con una teoría del método. Presentimos que la mejor manera de nadar consiste en guardar la ropa. Y , sin embargo, otros tiempos han sentido de muy otra manera. La filosofía griega y medieval fue una ciencia del ser y no del conocer. El hombre antiguo parte, desde luego, sin desconfianza alguna, a la caza de lo real. El problema del conocimiento no era una cuestión previa, sino, por el contrario, un tema subalterno. Esta inquietud inicial y primaria del alma moderna, que le lleva a preguntarse una y otra vez si será posible la verdad, hubiera sido incomprensible para un meditador antiguo. El propio Platón, que es, con César y San Agustín, el hombre antiguo más próximo a la modernidad, no sentía curiosidad alguna por la cuestión de si es posible la verdad. De tal suerte le parecía incuestionable la aptitud de la mente para la verdad que su problema era el inverso, y se preguntaba una vez y otra: ¿Cómo es posible el error? 28 Se dirá que Platón desarrolla también en sus diálogos, con reiteración casi fatigosa y usando idéntica expresión que los pensadores modernos, la grave pregunta: ¿Qué es el conocimiento? Pero esa aparente coincidencia no hace sino subrayar la distancia enorme que hay entre su alma y la nuestra. Bajo esa fórmula, Descartes, Hume o Kant se proponen averiguar si podemos estar seguros de algo, si conocemos con plenas garantías alguna cosa, cualquiera que ella sea. Platón no duda un momento de que podemos con toda seguridad conocer muchas cosas. Para él la cuestión está en hallar entre ellas algunas que, por su calidad perfecta y ejemplar, den ocasión a que nuestro conocimiento sea perfecto. Lo sensible, por ser mudadizo y relativo, sólo permite un conocimiento inestable e mpreciso. Sólo las Ideas, que son invariablemente lo que son —el triángulo, la Justicia, la blancura—, pueden ser objeto de un conocimiento estable y rigoroso. En vez de originarse el problema del conocimiento en la duda de si el sujeto es capaz de él, lo que inquieta a Platón es si encontrará alguna realidad capaz por su estructura de rendir un saber ejemplar. Véase cómo este tema, de rostro tan técnico, nos descubre paladinamente una secreta, recóndita incompatibilidad entre el alma antigua medieval y la moderna. Porque merced a él sorprendemos dos actitudes primarias ante la vida perfectamente opuestas. El hombre antiguo parte de un sentimiento de confianza hacia el mundo, que es para él, de antemano, un Cosmos, un Orden. El moderno parte de la desconfianza, de la suspicacia, porque —Kant tuvo la genialidad de confesarlo con todo rigor científico— el mundo es para él un Caos, un Desorden. Fuera un desliz oponer a esto el semblante equívoco de los escépticos griegos. Es indiscutible que el pensamiento moderno ha aprendido algo de ellos y ha utilizado no pocas de sus armas. Pero el escepticismo es un fenómeno de sentido rigorosamente inverso al criticismo moderno. En primer lugar, el escéptico griego no parte de un estado de duda, sino que, al contrario, llega a ella, mejor aún, la conquista, la crea merced a un heroico esfuerzo personal. La duda, que en el moderno es un punto de partida y un sentimiento precientífico, es en Gorgias o en Agripa un resultado y una doctrina. En segundo lugar, el escéptico duda de que sea posible el conocimiento porque acepta la idea de realidad que su época tiene y usa confiado el razonamiento dogmático De aquí el hecho —incomprensible en otro caso— de que precisamente cuando el estado de duda se ha hecho general y nativo, como aconteció en la Edad Moderna, no haya 29 habido formalmente escépticos. «El escepticismo no es una opinión seria», pudo decir Kant. La razón es muy sencilla. El primer gran dubitador moderno, Descartes, del primer brinco de duda eficaz, supera, anula y responde a todo el escepticismo antiguo. Duda en serio de la noción antigua de realidad y advierte que, aun negada ésa, queda otra—la realidad subjetiva, la cogífatio, el «fenómeno». Ahora bien: todos los tropos o argumentos del escepticismo griego son innocuos, si, en vez de hablar de la realidad trascendente, nos referimos sólo a la realidad inmanente de lo objetivo. De todas suertes, fueron los escépticos clásicos una vaga aproximación y como anticipación del espíritu moderno. Precisamente por ello se destacan, como una antítesis, sobre el fondo del alma antigua, que sentía ante ellos un raro espanto, como si se tratase de una especie zoológica monstruosa. La tranquila unidad del griego típico se estremecía ante estos hombres que dudaban. Dudar es dubitare, de duo, dos—como %wcifeln, de ¡yvei. Dudar es ser dos el que debe ser uno... Y los llamaban «escépticos», palabra que se traduce inmejorablemente por «desconfiados», «suspicaces». SxéTtxofxai significa «mirar con cautela en torno de sí». Heroica adquisición en el tiempo antiguo, se ha hecho la suspicacia un estado de espíritu nativo y común que sirve de fondo psíquico a todos los movimientos del alma moderna. Ya Descartes hace de la cautela un método para filosofar. En esta tradición de la desconfianza, Kant representa la cima. No sólo fabrica de la precaución un método, sino que hace del método el único contenido de la filosofía. Esta ciencia del no querer saber y del querer no errar, es el criticismo Cuando se piensa que los libros de más honda influencia en los últimos ciento cincuenta años, los libros en que ha bebido sus más fuertes esencias el mundo contemporáneo y donde nosotros mismos hemos sido espiritualmente edificados, se llaman Crítica de la Ra%ón Pura, Crítica de la Ra%ón Práctica, Crítica deljuicio, la mente se escapa a peligrosas reflexiones. ¿Cómo? ¿La sustancia secreta de nuestra época es la crítica? ¿Por tanto, una negación? ¿Nuestra edad no tiene dogmas positivos? ¿Nuestro espíritu se nutre de objeciones? ¿Es para nosotros la vida, más que un hacer, un evitar y un eludir? La aptitud específica del pensamiento moderno es, en efecto, la defensiva intelectual. Y paralelamente, el derecho de nuestra época, bajo el nombre de libertad y democracia, consiste en un sistema de principios que se proponen evitar los abusos, más bien que establecer nuevos usos positivos. 30 Cuando veo en la amplia perspectiva de la historia alzarse frente a frente, con sus perfiles contradictorios, la filosofía antigua-medieval y la filosofía moderna, me parecen dos magníficas emanaciones de dos tipos de hombre ejemplarmente opuestos. La filosofía antigua, fructificación de la confianza y la seguridad, nace del guerrero. En Grecia, como en Roma, y en la Europa naciente, el centro de la sociedad es el hombre de guerra. Su temperamento, su gesto ante la vida saturan, estilizan la convivencia humana. La filosofía moderna, producto de la suspicacia y la cautela, nace del burgués. Es éste el nuevo tipo de hombre que va a desalojar al temperamento bélico y va a hacerse prototipo social. Precisamente porque el burgués es aquella especie de hombre que no confía en sí, que no se siente por sí mismo seguro, necesita preocuparse, ante todo, de conquistar la seguridad. Ante todo, evitar los peligros, defenderse, precaverse. El burgués es industrial y abogado. La economía y el derecho son dos disciplinas de cautela. En el criticismo kantiano contemplamos la gigantesca proyección del alma burguesa que ha regido los destinos de Europa con exclusivismo creciente desde el Renacimiento. Las etapas del capitalismo han sido, a la par, estadios de la evolución criticista. No es un azar que Kant recibiera los impulsos decisivos para su definitiva creación de los pensadores ingleses. Inglaterra había llegado antes que el continente a las formas superiores del capitalismo. Esta relación que apunto entre la filosofía de Kant y el capitalismo burgués no implica una adhesión a las doctrinas del materialismo histórico. Para éste, las variaciones de la organización económica son la verdadera realidad y la causa de todas las demás manifestaciones históricas. Ciencia, derecho, religión, arte, constituyen una superestructura que se modela sobre la única estructura originaria, que es la de los medios económicos. Tal doctrina, cien veces convicta de error, no puede interesarme. No digo, pues, que la filosofía crítica sea un efecto del capitalismo, sino que ambas cosas son creaciones paralelas de un tipo humano donde la suspicacia predomina. Cualquiera que sea el valor atribuido por nosotros a una obra de la cultura —un sistema científico, un cuerpo jurídico, un estilo artístico—, tenemos que buscar tras él un fenómeno biológico—el tipo de hombre que la ha creado. Y es muy difícil que en las diversas creaciones de un mismo sujeto viviente no resplandezca la más rigorosa unidad de estilo. Esto permite, a la vez, orientarnos sobre nosotros mismos. ¿A 31 qué tipo de hombre pertenece el actual? ¿Es una prolongación del temperamento cauteloso y burgués? La respuesta tendría que partir de un análisis de la nueva filosofía. Este es difícil, tal vez imposible, porque la nueva filosofía se halla aún en germinación y no podemos verla completa, conclusa y a distancia, como vemos los sistemas de Grecia o el de Kant. Pero hay un punto del que puede ya, sin grave riesgo, hablarse. La nueva filosofía considera que la suspicacia radical no es un buen método. El suspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puede eliminar su propia ingenuidad. Antes de conocer el ser no es posible conocer el conocimiento, porque éste implica ya una cierta idea de lo real. Kant, al huir de la ontologia, cae, sin advertirlo, prisionero de ella. En definitiva, mejor que la suspicacia es una confianza vivaz y alerta. Queramos o no, flotamos en ingenuidad, y el más ingenuo es el que cree haberla eludido. Según esto, el kantismo podía denominarse con el subtítulo de la obra de Beaumarchais: «El barbero de Sevilla, o JLa inútil precaución-». III El hombre moderno es el hombre burgués. Con esto le hemos aplicado un atributo sociológico. Pero, además, el hombre moderno es un europeo occidental, y esto quiere decir que es, más o menos, germánico. Con esto le hemos dado una calificación etnológica. En la Europa meridional, el germano ha recibido dentro de sí una contención mediterránea. En Francia, una compensación celta. Kant es un germano sin compensaciones —no se advierte en él ningún síntoma del eslavismo que a veces apunta en el prusiano—, es un alemán No basta la suspicacia para explicar psicológicamente la filosofía de Kant. Suspicaces fueron Descartes y Hume, y, sin embargo, sus filosofías se diferencian mucho— dentro del estilo común a la época— del idealismo trascendental. Ahora debemos preguntarnos: si Kant tiene de común con Descartes y Hume la desconfianza, ¿en qué se distingue de ellos? Evidentemente, se distinguirá en el modo de aquietar aquélla. Puestos los tres gigantes a sospechar de las realidades, llegará al cabo un momento en que cada cual encuentre alguna satisfactoria, donde su cautela se rinda. Parejos al dudar, serán diferentes al creer. Pues bien, ¿en qué cree Kant? 32 El alma alemana y el alma meridional son más hondamente diversas de lo que suele creerse. Una y otra parten de dos experiencias iniciales, de dos impresiones primigenias radicalmente opuestas. Cuando el alma del alemán despierta a la claridad intelectual se encuentra sola en el mundo. El individuo se halla como encerrado dentro de sí mismo, sin contacto inmediato con ninguna otra cosa. Esta impresión originaria de aislamiento metafísico decide de su ulterior desarrollo. Sólo existe para él con evidencia su propio yo; en torno a éste percibe a lo sumo un sordo rumor cósmico, como el del mar batiendo los acantilados de una isla. Por el contrario, el meridional despierta, desde luego, en una plaza pública; es nativamente hombre de agora, y su impresión primeriza tiene un carácter social. Antes de percibir su yo, y con superior evidencia, le son presentes el tú y el ¿/, los demás hombres, el árbol, el mar, la estrella. La soledad no será nunca para él una sensación espontánea; si quiere llegar a ella, tendrá que fabricársela, que conquistarla, y su aislamiento será siempre artificial y precario. Las consecuencias de esta opuesta iniciación son incalculables. Tiende el espíritu a considerar como realidad aquello que le es más habitual y cuya contemplación le exige menos esfuerzo. En cada uno de nosotros parece ir la atención, por su propio impulso y predilectamente, a una cierta clase de objetos. El naturalista de vocación atenderá con preferencia a los fenómenos visibles que toleran la medida; el temperamento financiero gravitará hacia los hechos económicos. Vano será el empeño de oponerse a esa espontánea inclinación; en el fondo, creerán siempre que la realidad definitiva consiste en aquel estrato de objetos preferidos. Sabido es que, si se exceptúa a los psiquíatras, suelen los médicos padecer una incapacidad gremial para la investigación psicológica. Habituados por su oficio a ver en el enfermo un cuerpo que es preciso por medios físicos reparar, llega a serles imposible la visión de los fenómenos psíquicos. E l médico es corporalista nato. Pues bien, el alma meridional ha propendido siempre a fundar la filosofía en el mundo exterior. La cosa visible es para ella prototipo de realidad. Le es más evidente y primaria la existencia de las cosas en torno y de los otros hombres que la suya propia. De sí mismo sólo percibe —espontáneamente— la periferia, el sobrehaz del yo, donde parecencias cosas chocar, dejando su huella o impresión. En el alemán, por el contrario, la atención se halla como vuelta de espaldas al exterior y, enfocando la intimidad del individuo. Ve el mundo, no directamente, sino reflejado en su yo, convertido en TOMO I V — 3 33 «hecho de conciencia», en imagen o idea. Es un hombre que para mirar el paisaje se inclina sobre el borde del estanque y lo busca allí espejado en su fondo, transformado en líquido fantasma que el viento estremece, como el personaje de Lope de Vega en La Angélica, puesto de pechos sobre la borda de la nao que está anclada junto a Sevilla: y por beber la octava maravilla que la ciudad famosa representa, como bebiendo él mismo él agua mueve, piensa que casas y edificios bebe. Al meridional puro le será siempre problemática, esquiva, evanescente, esa realidad del Yo-Conciencia, del Interior por antonomasia. Pero, además, reconozcamos que, no sólo desde el punto de vista meridional, sino racionalmente, es el hecho de la sensibilidad alemana algo muy extraño, sorprendente y punto menos que patológico (i). No existe la conciencia si no es conciencia de algo. El objeto extraconsciente es, pues, en el orden natural, el que parece ser primario. El darse cuenta de la conciencia, es decir, la conciencia como objeto, es un fenómeno secundario que supone el primero. Esta paradoja de una sensibilidad que empieza por lo que es segundo y hace de ello lo propiamente primario, debe ser reconocida como tal, bien subrayado su heteróclito carácter, si se quiere entender el espíritu alemán. Como Midas encuentra cuanto toca permutado en oro, todo lo que el alemán ve con plena evidencia, lo ve ya subjetivado y como contenido en su yo. La realidad exterior, ajena al yo, le suena a manera de equívoco eco o resonancia vaga dentro de la cavidad de su conciencia. Vive, pues, recluso dentro de sí mismo, y este «sí mismo» es la única realidad verdadera. Como decían los cirenaicos cuando imaginaron una propensión parecida, está condenado a habitar «cual en una ciudad sitiada» —àairep év iroXiopxúj—, separado del universo, encerrado en sus estados personales. (1) Convendría indicar aquí en qué sentido ese fenómeno de introversión es o puede ser patológico. Su influencia en la historia de las artes, del pensamiento y, en general, de la vida europea moderna, es enorme. Por esto mismo, me será forzoso ocuparme de él en la segunda parte de mi ensayo Sobre el punto de vista en las artes. (Véase el número VIII de la Revista de Occidente y las páginas 443-457 de este volumen.) A fin de no repetirme, dejo ahora intacto el tema. 34 Kant es un clásico de este subjetivismo nativo propio al alma alemana. Llamo subjetivismo al destino misterioso en virtud del cual un sujeto lo primero y más evidente que halla en el mundo es a sí mismo. Todo ulterior ensayo de salir afuera, de alcanzar el ser transubjetivo, las cosas, los otros hombres, será un trágico forcejeo. El contacto con la realidad exterior no será nunca, en rigor, contacto, inmediata evidencia, sino un artificio, una construcción mental precaria y sin firme equilibrio. El carácter subjetivo de la experiencia primaria se dilatará hasta el confín del universo, y dondequiera que el afán intelectual llegue, no verá sino cosas teñidas de Y o . La Crítica de la Ra^dfj Pura es la historia gloriosa de esta lucha. Un Y o solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Y o —pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí. Y es curioso que éste ha sido perennemente el signo de la filosofía alemana, aun en las épocas más hostiles a su ingénita sensibilidad. Puesto que el yo significa la realidad ejemplar, entenderá el alemán por filosofía el ensayo de construir intelectualmente un mundo que se parezca en lo posible a un Yo. El que nace solitario jamás hallará compañía que no sea una ficción. En cambio, el meridional, que comienza inversamente por percibir el hecho radical de la existencia ajena —cosas, personas—, vivirá recíprocamente condenado al barullo de la gran plazuela cósmica y no se hallará jamás verdaderamente solo. Su problema, al revés que para el alemán, consistirá en penetrar dentro de sí mismo, en comprender el hecho del Y o . Llega a sí mismo después de haber visto las cosas corporales y el tú; llega de rebote sobre ellos y trayendo hacia su interior la norma de esas primarias evidencias. Tenderá, pues, a interpretar el yo desde fuera, como vemos desde fuera las cosas y los otros sujetos. De aquí que en toda la filosofía puramente meridional se haya construido el Y o en forma parecida al cuerpo y en unión con éste (i). Platón y Aristóteles ignoran el jo, la conciencia de sí mismo, esa realidad sorprendente que consiste en (1) H a y una gran excepción; verdad es que se trata de un hombre en todos sentidos y órdenes excepcional y aun extraño: San Agustín. E s la única mente del mundo antiguo que sabe de la Intimidad característica de la experiencia moderna, esto es, germánica. Durante toda la Edad Media combaten en los claustros los hombres del Norte con los del Sur por libertar el alma de toda corporeidad y hacerla íntima. Hugo de San Víctor, Duns Scoto, Occam, Nicolás de Autrecourt, buscarán el intimismo; Tomás de Aquino, buen italiano, renovará la idea aristotélica del alma «cor- poral». 35 un saberse a sí propio, en un encorvarse hacia sí formando una absoluta Intimidad. Lo que no es cuerpo es casi-cuerpo, y lo llaman alma. El alma aristotélica es de tal modo una entidad semi-corporal, que se halla encargada lo mismo de pensar que de hacer vegetar la carne. Esto revela que el pensar no está aún visto desde dentro, sino como un hecho cósmico parejo al movimiento de los cuerpos. Es de suma importancia esta distinción entre el ver desde dentro o desde fuera, entre la visión stricto sensu íntima, inmanente, y la visión extrínseca. Un ejemplo tosco que la aclara puede ser la diferencia que hay entre ver correr a otro o sentirse uno corriendo. El que corre percibe su carrera desde el interior de su cuerpo como un conjunto de sensaciones musculares, de dilatación y constricción de los vasos, de aceleración del flujo sanguíneo. El prójimo que corre es, en cambio, un espectáculo visual y externo, un desplazamiento de una forma corporal sobre un fondo de espacio. Es interesante advertir que en algunas lenguas de pueblos salvajes se expresa con palabras de distinta raíz la acción que uno ejecuta y la que ve ejecutar a los demás. Se trata, en efecto, de dos fenómenos completamente distintos. El griego halla originariamente ante sí los movimientos de los cuerpos y los pensamientos de los otros hombres—estos últimos bajo la especie corpórea de la palabra, logos. El movimiento no sabe que se mueve. Tampoco el pensamiento que el griego ve sabe que piensa. Va recto a su objeto, se materializa en el verbo. Para el alemán, por el contrario, es esencial al pensamiento saberse a sí mismo. Por eso le llama conciencia—término central de toda filosofía moderna (i). El Y o alemán no es alma, no es una realidad en el cuerpo o junto a él, sino conciencia de sí mismo—Selbstbewusstsein, un término que aún no ha podido verterse cómodamente a nuestros idiomas de tradición meridional. Durante quince años de cátedra he podido adquirir la más amplia experiencia de la enorme dificultad con que una cabeza española llega a comprender este concepto. En cambio, me sorprendió muchas veces en los seminarios filosóficos alemanes la facilidad con que el principiante penetra dentro de él. Era el pato recién nacido que se lanza recto a la laguna, su elemento. ¡Extraña naturaleza la de este Y o ! Mientras las demás cosas se limitan a ser lo que son —la luz a iluminar, el son a sonar, la blan(1) E n el español usual conserva todavía la palabra conciencia su puro sentido germánico de reflexividad; sobre todo, cuando no se omite la 8. Consciencia es darse cuenta de sí mismo, de nuestras ideas, pasioaes, etc.; en suma, de nuestro yo. 36 cura a blanquear—, ésta sólo es lo que es en la medida en que se da cuenta de lo que es. Fichte, que fue el enfant terrible del kantismo, que dice a voz en grito lo que Kant musitaba o retenía, define taxativamente el Y o como el ser que se sabe a sí mismo, que se conoce a sí mismo. Su realidad no es otra que esta reflexividad. El yo está siempre consigo, frente a frente de sí mismo; su ser es un Ser-para-sí. A Hegel debemos la acuñación de esta nueva categoría—Fürsichsein (i). Cuando Sócrates propone a los griegos su gran imperativo Conócete a ti mismo, pone al descubierto el secreto meridional. Para el alemán no puede valer tal mandamiento; el alemán no conoce bien sino a sí mismo. En vez de un desiderátum, es para él su realidad auténtica, la primaria experiencia. Pero el griego sólo conoce al prójimo —el yo visto desde fuera—, y su yo es, en cierto modo, un tú. Platón no usa apenas, y nunca con énfasis, la palabra yo. En su lugar, habla de nosotros. Es el hombre agoral y de foro. Viceversa, el puro germano, ¿por qué es tan torpe en la percepción del mundo plástico? ¿Por qué carece de gracia en sus movimientos? ¿Por qué es tan poco perspicaz en todo lo que implica fina intuición del prójimo? —en la política, en la conversación, en la novela. Evidentemente, porque no ve con claridad el tú, sino que necesita construirlo partiendo de su yo. El alemán proyecta sujo en el prójimo y hace de él un falso tú, un alter ego. Su convivencia social será un perpetuo desacierto. El tú empieza precisamente donde el jo acaba, y es lo absolutamente distinto de mí. Precisamente, esta diferencia entre mí y el otro es lo que el meridional considera como jo. De aquí su gracia incomparable en el trato, su astucia psicológica, su maquiavelismo originario. Percibe del tú y del jo las vertientes contrapuestas que el uno presenta al otro en el tráfico social. Casi hemos perdido la noción de la sociabilidad antigua. Para un romano o un griego, el destierro, el quedarse solo, era una de las penas máximas. Como el yo alemán vive de sentirse a sí mismo, el yo del Sur consiste principalmente en mirar al tú. Separado de éste, queda vacío. Cuando en las postrimerías del mundo antiguo el alma melancólica de Marco Aurelio intenta quedarse sola, sus Soliloquios nos suenan extrañamente a diálogo. N o (1) En cambio, Aristóteles, sólo al cabo de su metafísica, cima y última adquisición de su conocimiento, descubre este fenómeno del pensarse a sí mismo, y le parece cosa tan sublime y remota, que lo considera como exclusivo de Dios. 37 vemos allí un espíritu que se recoge dentro de sí mismo, sino, al contrario, un yo que se proyecta fuera de sí en ficticia duplicación, que hace de sí mismo un amigo exterior y le dirige prudentes amonestaciones y tibias confidencias. En la obra de Marco Aurelio falta precisamente intimidad. Sólo sabe de intimidad quien sabe de soledad: son fuerzas recíprocas. BÁnsamkeit, Innerlichkeit... Tal vez no haya otras palabras que resuenen más insistentemente a lo largo de la historia alemana. En plena Edad Media, tiene la audacia el maestro Eckhart de afirmar que la realidad suma —la divina— se halla, no fuera, sino en lo más íntimo de la persona, y llama a esa realidad «el desierto silencioso de Dios». Leibniz fabricará intelectualmente un mundo compuesto de Yosy en cada uno de los cuales nada penetra. Las mónadas no tienen ventanas. Kant da el paso decisivo. Deja sólo una mónada, deja un solo y único Y o , centro y periferia de toda realidad. Descartes y Kant, las dos figuras mayores de la filosofía moderna, levan ancla con idéntico estado de ánimo: la suspicacia. Mas pronto surge la modalidad dispar en ambos. A primera vista parece que siguen coincidiendo; en los dos, la duda concluye cuando encuentran eljo. Pero Descartes no encuentra éljo solitario, sino junto, al lado de la materia, de la corporeidad. Para él son pernee y étendue dos realidades igualmente primarias. La consecuencia es que la pensée en Descartes queda teñida de una cierta materialidad meridional. La prueba es que la pensée se le convierte en alma, la cual habita en la extensión, es inquilina de lo externo. Y no le basta con localizarla vagamente, sino que la aloja en la glándula pineal. ¿Se concibe el Y o de Kant avecindado en una glándula? La subjetividad de Kant es incompatible con toda otra realidad: ella es todo. Nada positivo queda fuera. Se ha abolido el Fuera, hasta el punto de que, lejos de estar la conciencia en el espacio, es el espacio quien está en la conciencia. Añadamos, pues, a la suspicacia esta segunda facción de la filosofía kantiana: subjetivismo. El sistema de Kant y los de sus descendientes han quedado en la historia de la filosofía con el título más bonito. Se los llama «idealismo». El bloque del idealismo alemán es uno de los mayores edificios que han sido fabricados sobre el planeta. Por sí solo bastaría para justificar y consagrar ante el Universo la existencia del 38 continente europeo. En esa ejemplar construcción alcanza su máxima altitud el pensamiento moderno. Porque, en verdad, toda la filosofía moderna es idealismo. No hay más que dos notables excepciones: Spinoza, que no era europeo, y el materialismo, que no era filosofía. Con audacia y constancia gigantes, durante cuatro siglos el hombre blanco de Occidente ha explorado el mundo desde el punto de vista idealista. Ha cumplido hasta el extremo su misión, ensayando todas las posibilidades que él incluía. Y ha llegado hasta el fin —ha llegado a descubrir que era un error. Sin esa magnífica experiencia de error, una nueva filosofía sería imposible; pero, viceversa, la nueva filosofía —y la nueva vida— sólo puede tener un lema cuya fórmula negativa suene así: superación del idealismo. De ser la fórmula más exacta de cultura, todo gran punto de vista pasa por agotamiento a ser una fórmula de incultura. Porque cultura, en su mejor sentido, significa creación de lo que está por hacer, y no adoración de la obra una vez hecha. Toda obra es, frente a la actividad creadora, materia inerte y limitada. Así, el idealismo, un tiempo nombre de empresas y hazañas peligrosas, se ha convertido en un fetiche de la beatería cultural, de los negros de la cultura. Las vagas resonancias de tan bella palabra provocan en la gente de retaguardia deliquios estáticos. Conviene, pues, advertir que el término «idealismo», en su uso moderno, tan poco semejante al antiguo, tiene uno de estos dos sentidos estrictos: Primero. Idealismo es toda teoría metafísica donde se comienza por afirmar que a la conciencia sólo le son dados sus estados subjetivos o «ideas». En tal caso, los objetos sólo tienen realidad en cuanto que son ideados por el sujeto— individual o abstracto. La realidad es ideal. Este modo de pensar es incompatible con la situación presente de la ciencia filosófica, que encuentra en pareja afirmación Un error de hecho. El idealismo de «ideas» no es sino subjetivismo teórico. Segundo. Idealismo es también toda moral donde se afirma que valen más los «ideales» que las realidades. Los «ideales» son esquemas abstractos donde se define cómo deben ser las cosas. Mas habiendo hecho previamente de las cosas estados subjetivos, los «ideales» serán extractos de la subjetividad. El idealismo de los «ideales» es subjetivismo práctico. 39 IV Dime lo que prefieres y te diré quién eres. Toda predilección es auténtica confesión. El hecho de que Kant, dando voz a la secreta tradición de su raza, se resuelva a hacer de la reflexividad substrato del universo nos pone de manifiesto el arcano mecanismo del alma alemana. jHay tantas otras formas de «realidad más obvias que ésta! ¿Por qué preferirla? Hay la realidad de lo sensible, la Jactes mundi que decía Spinoza; hay la realidad inmaterial de los números que escapa a la mano y al ojo, pero tanto mejor se deja prender por la razón; hay la realidad del espíritu espontáneo... Armado de suspicacia, Kant pasa a la vera de todo eso con indómito desdén, y como el unicornio sólo se inclina ante la mujer, cede sólo ante la realidad que se da cuenta de sí misma, la conciencia de reflexión. Nótese el problema psicológico que la reflexividad plantea. Para que la conciencia se dé cuenta de sí misma, es menester que exista; es decir, hace falta que antes se haya dado cuenta de otra cosa distinta de sí misma. Esta conciencia irreflexiva que ve, que oye, que piensa, que ama, sin advertir que ve, oye, piensa y ama, es la conciencia espontánea y primaria. El darnos cuenta de ella es una operación segunda que cae sobre el acto espontáneo y lo aprisiona, lo comenta, lo diseca. Ahora bien; ¿a cuál de estas dos formas de conciencia corresponde la hegemonía? ¿Dónde carga nuestra vida su peso decisivo, en la espontaneidad o en la reflexividad? La psique alemana y la española son dos máquinas que funcionan de manera muy distinta. Observemos lo que pasa en ambas cuando una excitación del contorno llega a ellas y reciben una impresión. ¿Quién es más impresionable, el alemán o el español? La pregunta es equívoca porque de cualquiera de ellos podemos decir que es más impresionable que el otro. El español es más fácilmente impresionable; el alemán, más hondamente impresionable. Ante una excitación, el español reacciona más pronto y reacciona ante estímulos más sutiles. El alemán responde tardamente y muchas excitaciones pasan para él desapercibidas. En cambio, cuando el alemán reacciona lo hace todo él. Imaginemos dos esferas, A y B, que fuesen de materia sensible. Sensibilidad es en A una actividad distinta que en B. Cuando del exterior llega una excitación a un punto de la esfera española A , 40 sentir es para ella conmoverse ese punto y, por sí mismo, como si él solo fuera la esfera toda, responder hacia el contorno. En la esfera alemana B, al ser herido un punto no vibra convulsivamente como en A; su irritabilidad es inferior; pero, en cambio, propaga elásticamente su estado a los demás puntos de la esfera. Es ésta, pues, en su integridad, quien se impresiona, y la respuesta hacia afuera proviene del volumen esférico integral. En el primer caso, el sentir consiste en la simple recepción del estímulo con toda su intensidad, calidad y pureza. La reacción es automática como un movimiento reflejo. En el segundo caso, sentir es articular la impresión primaria con todo el resto de la intimidad, y la reacción, más bien que respuesta al estímulo singular, será un compromiso entre éste y todo lo demás que el sujeto encierra y es. Aquí la impresión queda reducida a un factor mínimo y todo lo pone la reflexión. Esta contraposición esquemática nos permite deslizar una mirada en lo recóndito de dos organizaciones psicológicas diversas. El español es un haz de reflejos; el alemán, una unidad de reflexiones. Aquél vive en un régimen de descentralización espiritual, y su yo es, en rigor, una serie de yos, cada uno de los cuales funciona en su momento, sin conexión ni acomodo con el resto de ellos. El alemán vive centralizado; cada uno de sus actos viene a ser como el escorzo de toda su persona, que se halla en él presente y activa. Las virtudes y defectos de ambas razas proceden de esta opuesta constitución de su aparato psíquico. Vano será buscar en el español cohesión y solidaridad íntimas. Rebasa por la vida en una existencia, por decirlo así, puntiforme, hecha toda de momentos discontinuos. En cambio, si tomamos aislados cada uno de esos momentos, nos sorprenderá la gracia y la impulsividad de su conducta. A lo que debemos renunciar es a hallar concordancia entre dos momentos sucesivos. La insolidaridad nacional de nuestro pueblo no es más que la proyección en el plano histórico de la insolidaridad del individuo consigo mismo. Eljo del español es plural, tiene un carácter colectivo y designa la horda íntima. Inversamente es el alma alemana sobremanera elástica y solidaria. El momento inicial de la impresión en que un punto de su periferia se encuentra solo frente a frente del mundo, le produce terror. No se siente fuerte sino cuando la impresión ha sido arropada, amparada por todo el resto del alma. Decía Federico Alberto Lange que un boticario alemán no puede machacar en su mortero si antes no se ha puesto bien claro lo que ese acto representa en el sistema del 41 universo. De aquí la inevitable lentitud del tempo vital que caracteriza la existencia alemana. Es incapaz de acertar en el presto de la improvisación; su alma tardígrada se moviliza lentamente, y es como una caravana donde no parte el primer camello mientras no está apercibido el último. Tácita o paladinamente, la vida de cada ser es un ensayo de apoteosis. De lo que en nosotros hallamos mejor, quisiéramos hacer lo óptimo del universo. Según Voltaire, si un pavo real pudiera hablar, diría que tiene alma, y que ese alma está en su cola. La filosofía de Kant es una gigantesca apología de la reflexión y una diatriba contra todos los primeros movimientos. En lógica descalifica a la percepción, que es un acto primario de la conciencia. Lo que ella contiene no será conocimiento; éste empieza donde la reflexión se apodera de lo percibido y, descuartizándolo, lo reorganiza según los principios del entendimiento, que son formas subjetivas o, como las llama también, «determinaciones de la reflexión» —Reflexions-bestimmungen. En ética deniega el atributo de bondad a todo acto espontáneo, a todo sentimiento que emerge autóctono del fondo personal. Como la percepción en el conocimiento, la emoción en moral debe ser paralizada, examinada, y sólo será honesta cuando la razón reflexiva le haya dado su visto bueno, elevándola al rango de «deber». Una misma acción será mala si es querida espontáneamente por ella, y buena cuando la reflexión la ha investido con la forma o uniforme de «deber». Dondequiera vemos a Kant suspender toda espontaneidad, como si ella fuese sólo una infra-vida, y empezar a vivir de esa actividad segunda que es la reflexividad. Sin que ello rompa la unidad de la psique alemana, descubrimos que en Kant el yo espontáneo es como un menor de edad, siempre acompañado de un yo pedagogo. Y lo más curioso del caso es que Kant cree que el espontáneo es este último, invirtiendo escandalosamente los términos. Ahora bien, en esta tergiversación consiste esencialmente la pedantería. Pedante, es quien de la reflexión se hace una espontaneidad. En esta famosa pedantería radica la fuerza mental de los alemanes. Porque ciencia es, ineludiblemente, reflexión. Quien no se contente con ser un hombre de mundo y quiera ser un hombre de ciencia, habrá de hacerse por fuerza un poco pedante, es decir, un poco alemán. El espíritu de Kant se estremece con vago terror ante lo inmediato, ante todo lo que es simple y clara presencia, ante el ser en sí. Padece ontofobia. Cuando la realidad radiante le cerca, siente la 42 necesidad de abrigo y coraza para defenderse de ella. En los Nibelungos de Hebbel, cuando Brunilda llega a las tierras claras de Borgoña desde su patria, donde reside una noche eterna, dice: No puedo acostumbrarme a tanta luz. Me hace daño, me parece como si estuviese desnuda. Como si ningún vestido fuera suficientemente tupido. Esta sensación de cósmico pavor ha hecho que, desde Kant, la filosofía alemana deje de ser filosofía del ser y se convierta en filosofía de la cultura. La cultura es el traje que Brunilda solicita para defender su desnudez, es la reflexión que pretende sustituir a la vida. La egregia faena del idealismo trascendental lleva a una intención defensiva y se parece un poco a la del gusano que de su propia saliva urde un capullo aislador. La vida de un alemán es siempre más sencilla que la de otro europeo cualquiera. Esto es tan verdad como la viceversa; los pensamientos de un europeo cualquiera son siempre más sencillos que los de un alemán. Este acertará en la ciencia y se equivocará en la existencia, incapaz de apresar prontamente la gracia transeúnte. Hay en las Memorias de Madame Récamier una anécdota que recomiendo a la atención de mis amigos alemanes. Esta mujer, la más hermosa de su tiempo, había impuesto dondequiera ese imperio automático que logra la belleza con su mera presencia. Inglaterra le había hecho una recepción oficial —sólo porque era de rostro divino. Chamisso cuenta que en una isla del mar del Sur sorprendió a unos indígenas rindiendo culto a una imagen. Al acercarse, vio que se trataba de un retrato de Madame Récamier arribado a la isla no se sabe cómo. Una mañana, hallándose en los baños de Plombières, le entregan la tarjeta de un alemán. No era la hora habitual de recibir, pero el tudesco rogaba con insistencia que Madame Récamier le permitiese verla, otorgándole así un honor que ambicionaba sobremanera. Habituada Madame Récamier a tales homenajes insistentes, no halló en ello nada de extraño y recibió al alemán, que era un joven de muy buen aire. El visitante, después de saludarla, se sentó y se puso a contemplarla en silencio. Esta muda admiración, halagüeña, pero embarazosa, amenazaba prolongarse. Madame Récamier se aventura a inquirir si algún compatriota del joven le había hablado de ella, y a esta circunstancia se debía el deseo que de verla había manifestado. —No, señora —repuso el joven alemán—; nadie me ha hablado 43 nunca de usted; pero habiendo oído que se hallaba en Plombières una persona que lleva un nombre célebre, no hubiera querido, por nada del mundo, volver a Alemania sin haber contemplado una mujer tan próxima al ilustre doctor Récamier y que lleva su nombre. V He intentado que penetremos en el alma de Kant, como los israelitas en Jericó: aproximándonos a ella en rodeos concéntricos y dando al aire un vario son de trompetas que distraiga al señor de la fortaleza y nos permita sorprenderlo. Pero ahora llega el instante ineludible de cargar hasta el fondo e invadir el centro mismo de ese espíritu gigante y poderoso. Los primeros movimientos son torpes, inseguros en el alemán. Está dotado, en cambio, de una reflexión atlética. No nos extraña, pues, que haga de ésta el sostén de su universo. Mas para ello existe otra razón de muy superior rango. Kant desdeña todo primer movimiento, porque en él no se mueve el alma por sí misma, sino que es movida por los objetos. Al ver, al oír, al desear, on n'agit pas, on est agi. La conciencia primaria es receptiva, y la recepción es pasividad. La actividad del sujeto no comienza hasta que entra en juego la reflexión. En ésta el sujeto vive por su propia cuenta, de sus fondos enérgicos —compara, organiza, decide—; en suma, actúa. Tanto vale, pues, decir que el alemán posee una recia facultad de reflexión, como decir que el yo alemán es superlativamente activo. Aquí tropezamos con el resorte último que pone en marcha el kantismo y, en general, toda la filosofía alemana. Cuanto hemos dicho hasta ahora resulta externo y adjetivo en comparación con esta nueva nota de soberano activismo. Sólo mirados desde este carácter definitivo adquieren su verdadero valor, su justo sentido los restantes atributos. Así la suspicacia aparecerá ahora como una mera tintura histórica y ocasional. Kant es suspicaz, no porque nativamente lo sea, sino a fuer de hombre moderno. Su cautela, su burguesismo y ese extraño piétinement ante lo real cobran, a la postre, un cariz inverso y se revelan súbitamente como ardides de guerra. Y o no sé si se me entenderá bien; pero creo que un hombre del Sur, dueño de algún olfato, no puede menos de husmear en el tnagister Kant el tufo del eterno vikingo que en un medio incompatible busca la única salida franca a su temperamento extemporáneo. 44 Más aún que el criticismo, caracteriza a Kant en la historia de la filosofía el haber hecho de la ética una pieza esencial en el sistema ideológico. Si de los libros éticos griegos nos trasladamos al de Kant, pronto advertimos en el cambio de tono el cambio de espíritu. Desde la Crítica de la Ra^ón Práctica, hablar de moral es ya prejuzgar la cuestión, tomándola en un temple trágico y terrible. Cuando hoy decimos «inmoral», sentimos algo violento y capaz de poner espanto en el ánimo, como si viéramos ya a toda la sociedad aniquilando al así calificado y, sobre todo, al firmamento derrumbándose sobre él para aplastarlo. La ética en Kant se hace patética y se carga de la emoción religiosa vacante en una filosofía sin teología. ¡Cuan otra tonalidad gozaba en el mundo antiguo! En vez de «moral» e «inmoral», se decía lo laudable y lo vituperable. El deber en el estoico era xò xa.brix.ov, lo decente, xò xaxd6p(ü|j.a, lo correcto. Diríase que para el mundo antiguo la moral empieza en el plano supérfluo de las finuras vitales, que es una destreza y como una gracia más de la persona, pero no un sino trágico y elemental de la vida. Se trata sencillamente de fijar el régimen más certero de la conducta, a fin de que nuestra existencia sea intensa, armoniosa y ornada. «Busca el arquero con los ojos un blanco para sus flechas, y ¿no lo buscaremos para nuestras vidas?» Con este ademán deportivo comienza Aristóteles la Moral a Nicómaco, y da al viento gentilmente su dardo vital. La lógica o metafísica de Kant culmina en su ética. No es posible entender aquéllas sin ésta. Ahora bien; la ética no es filosofía del ser, sino de lo que debe ser. La perenne tradición clásica encuentra, entre las cosas que son, algunas tan perfectas que les reconoce esa dignidad y como segunda potencia del ser, que consiste en «deber ser». De esta manera queda «lo que debe ser» incluido en el ámbito ingente de lo que es y el pensamiento ético se subordina al lógico o metafísico. Pero he aquí que Kant proclama el Primado de la Ra^ón práctica sobre la teórica. ¿Qué quiere decir esto? Hasta él la razón había sido sinónimo de teoría, y teoría significa contemplación del ser. En cuanto teoría, la razón gravita hacia la realidad, la busca escrupulosamente, se supedita humilde a ella. Dicho de otra manera, lo real es el modelo y la razón la copia. Pensar es aceptar. Mas como la realidad no es razón, estará ésta condenada a recibir la norma y la ley de un ajeno poder i-racional o a-racional, incongruente con ella. Este es el momento en que Kant arroja la máscara. Por detrás de su primer gesto cauteloso se resuelve a la audacia sin par de declarar que mientras la razón sea mera teoría, pulcra contemplación, la razón será irracional. La razón verdadera sólo puede 45 recibir la ley de su propio fondo, autonómicamente; sólo puede ser razón de sí misma, y en lugar de atender a la realidad irracional, —por tanto, siempre precaria y problemática— necesita fabricar por sí un ser conforme a la razón. Ahora bien; esta función creadora, extraña a la teoría, es exclusiva de la voluntad, de la acción o práctica. No hay más razón auténtica que la práctica. El conocimiento deja de ser un pasivo espejar la realidad y se convierte en una construcción. Eso que vulgarmente se llama realidad es mero material caótico y sin sentido que es preciso esculpir en cuerpo de universo. No creo que en toda la historia humana se haya ejecutado una inversión más osada que ésta. Kant la llama su «hazaña copernicana». Pero, en rigor, es mucho más. Copérnico se limita a sustituir una realidad por otra en el centro cósmico. Kant se revuelve contra toda realidad, arroja su máscara de magister y anuncia la dictadura. De contemplativa, la razón se convierte en constructiva y la filosofía del ser queda íntegramente absorbida por la filosofía del debe ser. Conocer no es copiar, sino, al revés, decretar. «En vez de regirse el entendimiento por el objeto, es el objeto quien ha de regirse por el entendimiento». Consideraba Platón que el filósofo no es más que un filotheamón, un amigo de mirar. Para Kant, el pensamiento es un legislador de la Naturaleza. Saber no es ver, sino mandar. La quieta verdad se transforma en imperativo. Nosotros, gente mediterránea y, por lo tanto, contemplativa, quedaremos siempre estupefactos viendo que Kant, en vez de preguntarse: ¿cómo habré yo de pensar para que mi pensamiento se ajuste al ser?, se hace la opuesta pregunta: ¿cómo debe ser lo real para que sea posible el conocimiento, es decir, la conciencia, es decir, Y o (i)? La actitud de la inteligencia pasa de humilde a conminatoria. Entonces nos acordamos de los magníficos bárbaros blancos que irrumpieron un día en las glebas blandas e irradiantes del Sur. Eran un tipo nuevo de hombres que, como dice Platón de los Escitas, se caracterizaban por su ímpetu— 6u¡xoc. Con ellos entra en la historia un principio nuevo, al cual se debe la existencia de Europa; la voluntad personal, el sentido de la independencia autónoma frente al Estado y al Cosmos. Bajo su influjo, la vida, que era clásicamente (1) Véase sobre Fichte el reciente libro de Heinz Heimsoeth Fichte (Revista de Occidente, Madrid), tal vez el único bueno que hasta ahora existe sobre tan difícil filósofo. E n qué medida este prurito reformista de lo real sea común a toda época moderna, puede verse en mi ensayo El ocaso de las revoluciones de El tema de nuestro tiempo. (Véase tomo I I I de estas Obras Completas.) 46 una acomodación del sujeto al universo, se convierte en reforma del universo. La posición pasiva queda abolida y existir significa esforzarse. Dondequiera que la pura inspiración germánica sopla germina un principio activista, dinámico, voluntarista. A la física de Descartes, que es inerte geometría, Leibniz agrega la noción de fuerza —vis, ímpetus, conatio. La realidad no es otra cosa sino afán. Y del seno de Kant, como el fruto revelador de la simiente, va a emerger frenético Fichte sustentando paladinamente que la filosofía no es contemplación, sino aventura, hazaña, empresa— Tathandlung. He aquí lo que yo llamo una filosofía de vikingo. Cuando a lo que es se opone patéticamente lo que debe ser, recelemos siempre que tras éste se oculta un humano, demasiado humano yo «quiero». F I L O S O F Í A P U R A ANEJO A MI FOLLETO «KANT» HE publicado aparte las páginas sobre Kant que en 1924 aparecieron en la Revista de Occidente. Estas páginas no son más que una jaculatoria de centenario. No se habla en ellas propiamente de la filosofía de Kant, sino de la relación entre Kant y su filosofía. Esta manera de tratar una filosofía no hablando de ella misma, sino de su articulación con el hombre que la produjo, no es un capricho ni una curiosidad complementaria. Y o creo que en ello consiste la verdadera sustancia de una historia de la filosofía. Una idea o* sistema de ideas pueden ser consideradas desde dos puntos de vista opuestos: desde dentro o desde fuera. Cuando miramos una doctrina desde su interior, nos encontramos rodeados de ella; es ella nuestro horizonte, estamos solos ella y nosotros, y nuestra faena intelectual sólo puede consistir en comprenderla y juzgar si es verdadera o errónea. Pero una vez que la hemos comprendido, podemos salir de ella al aire libre, y entonces somos ya tres: cada cual, la doctrina y el gran mundo físico e histórico que nos cobija a ambos. Entonces vemos la doctrina por su exterior como un hecho entre otros innumerables , situado en nuestro paisaje histórico. La doctrina es un hecho mental, por tanto, algo que ha acontecido en un hombre. Vista así, la filosofía kantiana aparece como una serie de ideas que le ocurrieron al hombre Kant. De las ideas, es decir, de aquello que nuestros actos de pensar actualizan, suele decirse que son eternas. Esto es en muchos sentidos un error, pero en algunos un error inocente. Las ideas, en rigor, son intemporales, y la intemporalidad sólo coincide con la eternidad en ser invulnerable al diente del tiempo, máximo roedor. 48 Su parecido, pues, se parece, a su vez, al que tienen las ostras con los caballos por no subirse a los árboles. Es evidente, sin embargo, que dondequiera nos interese decir que algo no varía con el tiempo y nada más que esto, podemos impunemente confundir lo eterno y lo intemporal. Al hacerlo cometemos un delito de conocimiento —un error—, pero de tal linaje que no existe pena adscrita a él en el código del Universo. Claro es que donde quepa esta sustitución de calidades diferentes sin riesgo alguno, no se trata de una actuación propiamente cognoscitiva, sino de una «operación» intelectual. En la «operación» el intelecto no usa las ideas como órganos de conocer, sino como utensilios privados, que le sirven en su doméstica economía. La matemática emplea a toda hora estas sustituciones que, en rigor, son confusiones, porque, más que otra ciencia, consiste en mera «operación». No hay, empero, ciencia alguna que en algún momento no deje de pensar sensu stricto para ocuparse en simple agitación operatoria. Toda igualdad o identificación basada en pura negación es, como conocimiento, vacía, pero acaso útil a la técnica mental. Al hacer constar el carácter intemporal de todo idea, subrayamos, no más, la imposibilidad de añadirle inmediatamente como predicado tal o cual fecha. No obstante, esas ideas tan intemporales cobran un cariz de temporalidad al proyectarse en una mente. El acto en que las pensamos va esencialmente anclado en un instante del tiempo, como toda realidad. Y a que no ellas, su presencia y ausencia en la mente humana tienen, pues, una historia. Esta aventura que a algunas ideas sobreviene de pasar por el hombre, plantea el siguiente problema al conocimiento: si ellas existen indiferentes al tiempo, intactas de él, en puro acronismo, ¿por qué en tal tiempo tal hombre descubre tal idea? Se nos impone la imagen inmarcesible de Platón: un mundo sobreceleste, sin transcurso temporal, donde las ideas residen, y otro inframundo, temporal, donde los hombres arrastran su existencia crónica. De pronto, una de esas ideas se filtra desde su trasmundo al nuestro. Evidentemente ha encontrado un poro de formato apropiado para deslizarse en nuestro orbe. Ese poro es la mente de un hombre, es un hombre. La historia de las ideas —expresión incorrecta— investiga el proceso del descendimiento y expulsión de las ideas sobre y de la mente humana. En ella no nos ocupamos in modo recto de las ideas— lo que sería sistema y no historia—, ni tampoco de los hombres —lo que sería, sin más, historia, pero no historia de ideas—, sino que estudiamos el modo de conTOMO I V — 1 49 tacto entre aquéllas y éstos. Si hasta Kant no se piensan tales ideas, es evidente que entre tales ideas y el hombre Kant existe alguna afinidad. ¿Cuál es ésta? Todo problema es una agresión a nuestro intelecto; por eso, desde siempre, la filosofía le ha dado como atributo cuernos. No cloroformicemos el que ahora se acerca a nosotros, no disminuyamos su violencia agresiva. Las ideas, por lo pronto e inmediatamente, no se parecen nada a los hombres. El teorema de Pitágoras no se parece a Pitágoras. Entre las ideas y la mente no hay más semejanza que la existente entre los objetos de uso y la mano que los toma y maneja. Por consiguiente, aquella afinidad es una gran cuestión, la cuestión que justifica el cultivo de una magnífica disciplina, aun en sus años menores: la historia de la filosofía. Lo que todavía suele presentarse bajo esta denominación es sólo el espectro de una verdadera historia de la filosofía. ¿Qué acostumbra a ofrecernos? La serie temporal de las doctrinas, la continuidad aparente entre ellas. Los sistemas se suceden como engendrados mágicamente, arcana emanación unos de otros. Asistimos, en efecto, a una sucesión, a un movimiento; pero, como acontece en la cinemática, se nos describe un punto en traslación, pero no se nos dice por qué se mueve, no se nos habla de las fuerzas impulsoras. Toda la historia de la filosofía al uso es, en este sentido, pura cinemática. No se vea en esto censura; con que sea eso no es ya poco. La mera inteligencia de las doctrinas pasadas es cosa que no se había logrado hasta ahora. Puede decirse que ésta es la primera generación que, en verdad, comienza a entender lo que se ha pensado sobre filosofía en el pretérito. La anterior no entendía, y, por lo mismo, inventaba los sistemas. Pero claro es que en una historia cinemática el nombre de historia va empleado sin su pleno sentido. Esa historia conserva de la auténtica tan sólo algunos momentos abstractos, como son la consideración temporal o sucesiva y la intención de restablecer su continuidad. Pero en ella las ideas caen dentro del regazo de cada tiempo sin que se sepa cómo: no se asiste a su génesis. Vemos lo pensado, pero no la actividad de pensar hirviendo la materia para alquitarar la doctrina. Pasan los dogmas en hierática procesión, sin pisar sobre la tierra, sin peso ni angustias. Es una historia de espectros. Frente a esa cuasi-historia, yo postulo una historia dinámica en que no se vean sólo las ideas en línea, sino que averigüe cuáles fuerzas históricas efectivas sostienen cada punto de esa línea y lo empujan. Ahora bien, el atributo «histórico» sólo posee su íntegro sentido cuando se refiere a la totalidad de la vida humana. 50 Toda consideración de la serie temporal de los sistemas que no muestre a éstos emergiendo de la íntegra vida de sus autores es abstracta, y si no se da cuenta de ello, es falsa, Un ademán en esta dirección—y nada más—pretende ser mi folleto sobre Kant. Cuanto va dicho no implica, ni remotamente, la opinión de que sea la historia del kantismo, y, en general, la consideración histórica de la filosofía, lo que más puede interesarnos. Aunque parezca mentira, acaece que aún no somos dueños plenamente de la ideología kantiana. En la literatura filosófica actual faltan dos libros sobre Kant. Uno de ellos sería una exposición del kantismo que estuviese a la altura de los tiempos. Que yo sepa, este libro no existe. Kant fue descubierto hacia 1870. Aquella generación hizo un genial esfuerzo para reconstruir el pensamiento kantiano. Eran tiempos de positivismo, que quiere decir no-filosofía. Los neokantianos —Cohén, Riehl, Windelband— eran hombres de su tiempo, de alma positivista. Pero su sensibilidad filosófica les hizo presumir que el positivismo no era filosofía, sino ciencia particular aplicada a temas filosóficos. Por eso buscaron un maestro de filosofía bajo cuya disciplina cupiese reconquistar el nivel propiamente filosófico. Les faltaba ante Kant libertad; era ya faena sobrada conseguir reentenderle. Se nota en los grandes libros de exégesis kantiana aparecidos entonces —y que siguen siendo los libros canónicos sobre el pensador regiomontano—la angustia del esfuerzo para capturar la sutileza kantiana. No llegan nunca a la plenitud de la idea. Pero, además, era para ellos el kantismo, a la par que un hecho histórico, su propia filosofía. Y como eran de alma positivista no podían ver en Kant sino lo que era compatible con su modo de sentir. Este es el inconveniente de que un sistema pretérito se convierta en una doctrina actual. La necesidad presente enturbia la pureza del hecho histórico y la letra histórica traba la ideación libre. De aquí que en los grandes libros de Cohén y Riehl abunde el kabalismo, la interpretación forzada o arbitraria, y, sobre todo, que se dejen fuera haces enteros de la inspiración kantiana. Así resulta de esos libros completamente incomprensibles cómo después de Kant vinieron los postkantianos y no, desde luego, los neokan- tianos. La generación siguiente a estos restauradores de Kant fue discipular, y no hizo otra cosa que mantenerse dentro del perfil trazado por los maestros de 1870. Ahora a il grido una tercera generación, que tiene las manos completamente libres frente a la letra kantiana 51 y además ha pasado por la escuela neokantiana. El Kant de estos nuevos es lo que echamos de menos. Tal vez Heimsoeth se decidirá a componerlo: un Kant sin neokantismo, es decir, sin limitación positivista, sin angustia, sin detenerse en cuestiones previas y elementales que hace sesenta años eran, en efecto, tremendas; por ejemplo: la evitación de psicologismo, y sobre todo que nos dibuje un Kant del cual puedan salir Fichte y Schelling y Hegel (i). Pero al lado de este libro yo entreveo otro no menos necesario y de tema completamente distinto. En él no se trataría de fijar el sentido de la letra kantiana, de exponer la ideología que Kant formalmente pensó. Lo que Kant formalmente pensó no es ya para nosotros tema vivo. Ni lo es su criticismo —menos rigoroso que el nuestro—, ni lo es su idealismo, que hoy nos parece enfermo de «subjetivismo». ¿No hay en Kant algo más profundo, original, grave, fértil, qué todo eso? Si sólo eso fuese, ¿seguiría instalado al fondo de nuestro horizonte como una serranía aún no del todo traspuesta? Porque la situación es, innegablemente, ésta: Todo el mundo—se entiende, todo el mundo que cuenta—no sólo no es kantiano, sino que cree ser antikantiano, y, sin embargo, todo el mundo siente que Kant no ha muerto, no es íntegramente un ilustre pasado. ¿Qué hay de actual, de vivo, en Kant? ¿Cómo se puede entender esa situación contradictoria? Y o respondería —hablando esquemáticamente— de este modo: la doctrina de Kant, los pensamientos formulados en sus libros, no diré que han muerto, para no correr riesgo de practicar asesinato, pero sí que son inactuales. Con esto no se pretende sentenciar que sean en todo o en parte erróneos. No hay duda que trozos enteros de Kant, con pequeñas modificaciones, siguen siendo verdad, por ejemplo, su teoría de la ciencia física. Pero aun eso que es verdad, lo poseemos hoy en forma superior y más rigorosa que la de su letra y aun que la de su concreta intención. En cambio, lo que hay vivo en Kant es su gran problema, el que por vez primera él toca y gracias a él penetra en nuestro horizonte intelectual. Este problema es más hondo que las soluciones kantianas. Kant no lo domina, lo entrevé, lo palpa, lo tropieza. Ahora bien, nosotros nos encontramos casi en la misma situación, es decir, que su problema es el nuestro; (1) El libro tan celebrado de Kroner, Von Kant zu Hegel, me parece un gran error, porque adopta la actitud menos aceptable, cual es explicar a Kant desde Hegel, como si Hegel fuese la actualidad. Con ello renuncia a todos los medios que la técnica filosófica presente nos proporciona para aclarar las Críticas. 52 entiéndase bien, es nuestro problema, es lo que vemos delante y no dominamos aún—por eso es lo vivo en Kant. Nada es vivo sino en la medida en que es y sigue siendo problema, y esto vale, no sólo para la vida teorética, sino para todos los demás órdenes. Ensaye el lector realizar el pensamiento de una vida que consistiese en pura dominación y no constase esencialmente de elementos que no dominamos y nos oprimen en torno. Este pensamiento es imposible; por eso la vita beata es un delicioso cuadro redondo que el cristianismo propone consciente de su imposibilidad. ¿Cuál es ese problema que palpita en el subsuelo del kantismo? N o es fácil de enunciar y dudo mucho que lo perciba quien no se ocupa muy rigorosamente de asuntos filosóficos. Para hallarlo en Kant es preciso desentenderse de la «filosofía» de Kant, como hay que desentenderse de la planta cuando interesa la raíz. Pero, hablando enérgicamente, ¿puede decirse que hay una «filosofía» de Kant? Los neokantianos han contribuido sobremanera a oscurecer el hecho indiscutible de que los libros de, Kant, sus geniales Críticas, no contienen la filosofía de Kant. Jamás éste las consideró como expresión de su sistema. Son sólo preparación y «propedéutica», son praeambula fidei. Como a los neokantianos les interesaba sólo el criticismo, se obstinaron en cegarse para tan evidente hecho. La verdad es que en las Críticas no reside la auténtica filosofía de Kant, por la sencilla razón de que Kant no llegó a poseer una filosofía. Es curiosa la siguiente coincidencia. Los dos filósofos más originales de la humanidad y, a la vez, los dos que han ejercido más radical influencia—Platón y Kant—, no han llegado a poseer una filosofía. No es ello el menor motivo para que hayan sido ambos pensadores tema inagotable de disputas interpretatorias. Tal coincidencia se complica con esta otra: ni Platón ni Kant llegaron a tener una filosofía, porque fueron dos mentes de lento desarrollo y no arribaron a la madurez de su inspiración sino cuando había ya pasado la de sus vidas. De Kant nadie lo ignora. En cambio, el público culto, y aun parte del filosófico, suelen representarse a Platón como una criatura feliz que, en su florida juventud y sin esfuerzo, encuentra un sistema redondo de pensamientos que la exalta, proporcionándole una vida embriagada de confianza y de luz—algo, en suma, parecido a Rafael de Urbino. La verdad es lo contrario. La vida de Platón es una de las cosas más tristes y lamentables y sordamente trágicas que se pueden contar. Ahora resulta que Platón no llegó a poseer jamás la famosa «teoría de las ideas» que desde siempre se le 53 atribuye. Fueron más bien las «Ideas» quienes le poseyeron a él y lo trajeron y llevaron azacanado toda su vida sin un momento de reposo y claridad doctrinal. Una relativa madurez de su propio descubrimiento no es lograda por Platón hasta después de los sesenta años—aún más tardío que Kant. Puede precisarse este momento en el diálogo Sophistes. Y esta madurez consistió en advertir Platón que se había equivocado toda su vida al creer que lo importante es ir de las cosas a la Idea, cuando la verdadera cuestión está en mostrar cómo la Idea reside en las cosas. A esta convicción llega Platón, probablemente, empujado por las subversiones de sus discípulos, sobre todo de Aristóteles. En esa altura de la vida cae en la cuenta de que está todo por hacer, pero ya no tiene tiempo para construir efectivamente su filosofía. Parejamente, se afana Kant en sus últimos años por edificar un sistema. Mas las fuerzas declinan y quedan sólo los fragmentos de su Opus postumum (i). Por eso importaría mucho sumergirse audazmente en Kant y extraer de su fondo la perla rara, su suprema originalidad. Reduciendo el asunto a su última cifra se trata, a mi juicio, de lo siguiente: Se dice que la sustancia del pensamiento kantiano es su idealismo trascendental, y se resume éste en la frase textual «que nosotros no conocemos de las cosas sino lo que hemos puesto en ellas». Más técnicamente formula lo mismo Kant diciendo: «Las condiciones de la posibilidad de la experiencia son las mismas que las condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia.» Cohén, Natorp y los demás neokantianos ortodoxos, reducen esta posición a la tradicional del idealismo para el cual «el ser es pensar». Y ocurre que la filosofía ha sido y será siempre, ante todo, pregunta por el ser. Pero esta pregunta: ¿qué es el ser?, contiene un equivoco radical. Por un lado significa la pesquisa de quién es el ser, de qué género de objetos merecen primariamente ese predicado. La historia de la filosofía, casi íntegramente, desde Tales a Kant, consiste en la serie de respuestas a pregunta tal. Y en solemne procesión vemos pasar los diferentes objetos o algos que han ido tomando sobre sí la unción de ese predicado desde la «humedad» en Tales y la «Idea» en Platón hasta la mónada leibniziana. El idealismo, en todas sus especies, no es sino una de esas respuestas a la misma susodicha pregunta. Siempre que se ha dicho «el Ser es el Pensar», se ha en(1) Véase KarUs Opus postumum, crítica y exposición por Erich Adickes. Berlín, 1920. 54 tendido que el pensar —sea el pensar berkeleyano o realidad psíquica, sea el pensar como objeto ideal o concepto— era el Ente, era la «cosa» propietaria auténticamente del predicado Ser. Pero la pregunta ¿qué es el Ser?, significa también, no quién es el Ser, sino qué es el Ser mismo como predicado, sea quien quiera el que es o el ente. Para todo el pasado hasta Kant, esto no era cuestión —salvo tal vez los ¡sofistas!—, o, por lo menos, no era cuestión aparte de la otra y previa a ella. Parecía tan indiscutible que ni se reparaba en ello o, mejor, viceversa, no se discutía porque no se vislumbraba. El Ser era lo propio del ente— con lo cual la investigación quedaba disparada sobre éste. Y como el ente era siempre una «cosa» —sea la materia palpable, sea la «cosa» supersutil o idea— el ser significa el carácter fundamental y más abstracto de la «cosa, su «cosidad» o realitas, en suma, su en-sí. Esta es la noción latente del ser en todo el pretérito hasta Kant: el ensimismamiento del ser. (Para que se me entienda sin dificultad diré que la idea menos posible en todo ese pasado habría sido la afirmación de que ser es un algo relativo, que consiste en una relación subsistente). La reforma de Descartes, con ser tan radical, se detiene aquí y es la única cosa de que no se le ocurre dudar. El ente metódicamente primario es el «yo», pero el ser del yo no es, como ser, diferente del de los cuerpos cuya existencia le parece sospechosa. El «yo» de Descartes es también en sí. Pero he aquí que, según Kant, los entes cognoscibles no son en sí, sino que consisten en lo que nosotros ponemos en ellos. Su ser es nuestro poner. Pero, a diferencia de Cartesio, el sujeto que ejecuta la posición no tiene tampoco ser en sí. Este poner es un poner intelectual, es pensar, y así llegamos a la tradicional fórmula idealista: el ser es pensar. Mas éste es el punto donde yo quisiera retener la atención del lector, suponiendo que algún lector me haya seguido por tan ásperos vericuetos. El doble sentido de la pregunta: ¿qué es el ser?, se reproduce en la respuesta: el ser es el pensar. Antes de Kant, esta vieja fórmula significa que no hay más realidad que el pensamiento, pero que el pensamiento es en sí, que el pensamiento es la «cosa» en verdad existente. Mas en Kant tiene, por lo menos, otro significado que es el nuevo, el original, el insospechado. Kant —sin darse tal vez cuenta perfecta de ello— ha modificado el sentido de la pregunta ontológica y, en consecuencia, la significación de la respuesta. Kant no quiere decir que las «cosas» del mundo se reducen a la «cosa» pen- 55 Sarniento, que los entes sean modos secundarios del ente primario pensamiento —lo que Kant rechaza y que llama «idealismo material». Pero no se trata de los entes, sino de que el ser de los entes —cualesquiera que éstos sean, corporales o psíquicos, en tanto que cognoscibles— carece de sentido si no se ve en él algo que a las cosas sobreviene cuando un sujeto pensante entra en relación con ellas. Por lo visto, el sujeto pone en el universo el ser; sin sujeto no hay ser. Él, el sujeto por sí o en sí, tampoco tendría ser si él mismo no se lo pusiera al conocerse. De este modo se convierte el ser de "cosa" en acto. Pero no se recaiga en lo que precisamente queremos evitar: no se trata de que ahora lo único que es (donde ser=en sí) resulte un acto, con lo cual no haríamos sino convertir al acto en una cuasi-cosa o quisicosa. No es el acto quien es, sino que el acto«produce» el ser, lo pone (i). Dicho en otra forma: ser no es ninguna cosa por sí misma ni una determinación que las cosas tengan por su propia condición y solitarias. Es preciso que ante las «cosas» se sitúe un sujeto dotado de pensamiento, un sujeto teorizante para que adquieran la posibilidad de ser o no ser. Del mismo modo, una cosa no es igual a otra si no hay además de ellas un sujeto que las compara. Pues así como la igualdad es una calidad que en las cosas surge como reacción a un acto de comparar y sólo en función de éste tiene sentido, así, generalizando, tendremos que el ser o no ser brota en las cosas al choque con la actividad general teorética. Teoría es acto de un sujeto y es siempre, ante todo, pregunta, y esta pregunta teorética es siempre pregunta por el ser. El comparar es ya una especificación del preguntar. Este descubrimiento de que el ser sólo tiene sentido como pregunta de un sujeto, sólo podía hacerlo quien ha disociado las dos significaciones del término ser y se ha atrevido a reformar el valor inveterado del concepto ser como él en-si. Ahora resulta todo lo contrario: el ser no es él en-si, sino la relación a un sujeto teorizante; es un para-otro y, ante todo, un para-mí. De aquí que en Kant, por primera vez —salvo los ¡sofistas!—, resulte imposible hablar sobre el ser sin investigar antes cómo es el sujeto cognoscente, ya que éste interviene en la constitución del ser de las «cosas, ya que las «cosas» son o no son en función de él. Y , sin embargo, que el ser sea pregunta y, porque pregunta, (1) E n los últimos años preocupa vivamente a Kant esta noción de poner y ponerse a sí mismo el Yo, que surge indeliberada en sus Críticas y v a a ser tan magníficamente cabalgada por Fichte, Schelling y Hegel. 56 pensamiento, no obligaba lo más mínimo a Kant para adoptar una solución idealista. Esto es, a mi juicio, lo ultravivo en el kantismo, lo que no vieron nuestros maestros neokantianos, ni sé si los pensadores actuales (i). Que el ser no tenga sentido y no pueda significar nada si se abstrae de un sujeto cognoscente, y, por tanto, que el pensar intervenga en el ser de las cosas poniéndolo, no implica que los entes, que las cosas, al ser o no ser, se conviertan en pensamiento, como dos naranjas no se transforman en algo subjetivo porque su igualdad sólo exista cuando un sujeto las compara. Kant protesta siempre que presume una interpretación idealista, es decir, subjetivista, de sus «objetos de la experiencia», porque según su intención radical, la intervención del pensamiento y, por tanto, del sujeto en el ser de las cosas, no traía consigo la absorción de las cosas en el pensamiento ni en el sujeto. De hecho, el desarrollo de su ideología le lleva al idealismo subjetivista; pero yo sostengo que el estrato más hondo del kantismo, su núcleo original, se puede libertar perfectamente de esta interpretación. Subrayo esa raíz de la ideología kantiana como lo más vivo hoy en ella, porque creo que el tema de nuestro tiempo en filosofía coincide con ella. Hasta 1900, la filosofía es subjetivismo, paladino o larvado. Fue preciso curar tal error y conquistar la objetividad, libertarse de las equivocaciones —esto eran en resumen— que nutrían al subjetivismo. Pero ahora que la nueva técnica conceptual permite despreocuparse de tales confusiones, es necesario otorgar al sujeto valientemente todo lo que le corresponde, y reconocer las más urgentes perogrulladas. El caso más crudo de éstas es que el conocimiento, sin vacilación posible, consiste en actividades de un sujeto que es el hombre; por tanto, que el conocimiento es subjetividad de arriba abajo, y que, precisamente por serlo, llega en principio a aprehender la más estricta objetividad. Así, todo concepto o significación concibe o significa algo objetivo (toda idea lo es de algo que no es ella misma), y, no obstante, es innegable que todo concepto o significación existe como pensado por un sujeto, como elemento de la vida de un hombre. Resulta, pues, a la vez subjetivo y objetivo. Esta situación resulta paradójica, porque está vista desde un nivel filosófico, que es precisamente el que, a mi juicio, hemos superado. Si en vez de (1) Hartmann, en su estudio Más allá del idealismo y del realismo, se queda, como suele, en formalidades. Está anunciado un libro de Heidegger sobre Kant y el problema de la metafísica; espero de él un paso decisivo en la dirección que arriba apunto. E n la fecha de entregar estas páginas no ha aparecido aún. 57 definir sujeto y objeto por mutua negación, aprendemos a entender por sujeto un ente que consiste en estar abierto a lo objetivo; mejor, en salir al objeto, la paradoja desaparece. Porque, viceversa, el ser, lo objetivo, etc., sólo tienen sentido si hay alguien que los busca, que consiste esencialmente en un ir hacia ellos. Ahora bien; este sujeto es la vida humana o el hombre como razón vital. La vida del hombre es en su raíz ocuparse con las cosas del mundo, no consigo mismo. El moi-même de Descartes, que sólo se da cuenta de sí, es una abstracción que acaba siendo un error. El je ne suis qu'une chose qui pense es falso. Mi pensamiento es una función parcial de «mi vida» que no puede desintegrarse del resto. Pienso, en definitiva, por algún motivo que no es, a su vez, puro pensamiento. Cogito quia vivo, porque algo en torno me oprime y preocupa, porque al existir yo no existo sólo yo, sino que «yo soy una cosa que se preocupa de las demás, quiera o no». No hay, pues, un moi-même sino en la medida en que hay otras cosas, y no hay otras cosas si no las hay para mí. Y o no soy ellas, ellas no son yo (anti-idealismo), pero ni yo soy sin ellas, sin mundo, ni ellas son o las hay sin mí para quien su ser y el haberlas pueda tener sentido (anti-realismo). Y he aquí cómo llegamos a una actitud radicalmente liberada de todo «subjetivismo» y que, sin embargo, da de pronto un significado imprevisto a la sentencia más desacreditada de todo el pasado filosófico: la frase de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son». ¿Por qué ha indignado siempre tanto esta doctrina y esta fórmula? Verdad es que cuando algunos la han hecho suya —como los positivistas y los relativistas— la han desprestigiado gravemente, convirtiéndola en una estolidez. Pero ¿cómo dudar de su evidencia? Debiera haber bastado con meditar un poco sobre lo que es «medida» para que resplandeciese su soberbia verdad. Las cosas por sí no tienen medida, son desmesuradas, no son más ni menos, ni así ni del otro modo, en suma, ni son ni no son. La medida de las cosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no de la otra manera, es su ser, y este ser implica la intervención del hombre (i). En esta dirección fuera, en mi entender, fecundo estudiar las entrañas del kantismo. Ello nos daría, frente al Kant que fue, un Kant futuro. ¡Qué fisonomía más distinta de la tradicional nos ofre(1) El cardenal Cusano hacía profundos retruécanos derivando mensura de mena. 58 cerían estos góticos edificios de las Críticas! Porque lo dicho es sólo una ligerísima insinuación sobre un solo punto, bien que decisivo. A éste fuera necesario añadir otro más grave aún, si cabe, y que puede enunciarse así: ¿Qué es, hablando con precisión y lealtad, la «razón práctica», esa razón que, a diferencia de la teorética, es «incondicionada», absoluta, bien que válida sólo para el sujeto como tal y no para las cosas de la ciencia física ni de la metafísica? La razón práctica consiste en que el sujeto (moral) se determina a sí mismo absolutamente. Pero... ¿no-es esto «nuestra vida» como tal? Mi vivir consiste en actitudes últimas —no parciales, espectrales, más o menos ficticias, como las actitudes sensu stricto teoréticas. Toda vida es incondicional e incondicionada. ¿Resultará ahora que bajo la especie de «razón pura» Kant descubre la razón vital? (i). (1) Sobre todo esto hablo largamente en mi estudio Sobre la razón vital, que no tardará en publicarse. Allí espero apuntar por qué y cómo es preciso, a mi juicio, replantear la cuestión del «pensar sintético», otro gigantesco descubrimiento de Kant. I A R T Í C U L O S ( 1 9 3 0 ) V I C I S I T U D E S E N L A S C I E N C I A S Es interesante estudiar la historia de las ciencias bajo la imagen de que cada una de ellas fuese una persona, o, mejor, una serie de personas que se suceden con el tiempo, representando las generaciones. Bajo tal supuesto, aparece cada ciencia comportándose como un individuo, dotada de determinado carácter, reaccionando ante los demás acontecimientos humanos, soberbia y agresiva en unos tiqmpos, humilde en otros. La vemos, como el héroe de una biografía, atravesar vicisitudes innumerables, gozar de horas triunfantes, sufrir desdenes, ser reina (regina scientiarum) o caer en situación anciliar (ancilla theologia fue la filosofía en la Edad Media). Cada ciencia tiene su individual destino, como si fuese un hombre. Pero lo más curioso que cada historia de las ciencias nos mostraría es que también, como los hombres, a pesar de tener cada una su destino individual, dentro de cada época se comportan en ciertos órdenes con perfecta homogeneidad. Por mucho que los contemporáneos discrepemos unos de otros, nos parecemos en muchas más cosas. Así, durante el siglo xix, todas las ciencias ejercitaron el más desaforado imperialismo. Era éste el modo vital que inspiró a toda esa época en todos los órdenes. Y como un pueblo pugnaba por imperar a los demás y un arte a las otras artes y una clase social a las demás, apenas hubo ciencia que no hiciese su campaña imperialista, obstinándose en mandonear a las demás, tal vez reformarlas radicalmente. Durante una temporada todo quiso ser física; 63 luego todo quiso ser historia; más tarde todo se convirtió en biología; luego todas las ciencias aspiran a ser matemáticas y gozar los beneficios del axiomatismo. Las épocas de imperialismo son sazones de ambición y de envidia; el fuerte se hace ambicioso, y el débil practica esa forma rentrée y estrangulada de la ambición que es la envidia. Por muy diferentes que esas dos pasiones humanas sean, se parecen en una cosa: bajo su impulso el hombre no vive absorto y sumido en su propio destino, sino que mira con una pupila a los ajenos. Si soy ambicioso, no me contento con ser lo que soy, sino que siento la urgencia de dominar a los prójimos; vivo, pues, en función de ellos, afanado en ser más que ellos. Al mismo tiempo que vivo mi vida vivo la ajena; es decir, bizqueo. Parejamente, el envidioso vive sufriendo no ser el otro mejor dotado, y es, por tanto, una manera bizca de existir. El siglo xix fue el gran siglo bizco. Y así, cada ciencia, o para dominar o para envidiar, andaba fuera de sí, preocupada de las otras. La filosofía sentía desdoro por no ser física, y lo mismo la biología. La matemática se avergonzaba de no ser lógica, de no poder constituirse en pura deducción conceptual, sino estar encadenada como un humilde can a la intuición. La teología, ciencia de lo divino, anhelaba con voluptuoso afán ser manejada como las ciencias humanas; quería ser racional y razonable, igual que aquellos misteriosos hijos de Dios que aparecen en el Génesis seducidos por las encantadoras hijas de los hombres. Lo más característico del siglo pasado fue que en él cada cual vivía empeñado en ser otro del que era. Nadie aceptaba su destino. La edad del «fuera de sí». En los treinta años que han corrido del xx, las ciencias se han comportado de muy otra manera. En muchas ocasiones he hecho notar ya el extraño fenómeno. Sin ponerse de acuerdo; más aún, sin advertirlo las unas y las otras, todas han ido coincidiendo en una resolución opuesta a la que obedecían cincuenta años ha. Consiste ésta sencillamente en que cada ciencia ha decidido no preocuparse de las demás ni para bien ni para mal. Sin propósito de imperar sobre las otras, sin descontento de no poseer la una las ventajas de la otra, cada cual se ha encajado en sí misma y ha aceptado su destino; por lo menos se ha abrazado sin reserva a su propia limitación, a lo que medio siglo antes sentía como su defecto congénito. Por ejemplo, la física no puede llegar a construir sus objetos por métodos puros, como la matemática; su exactitud no es de orden primario, sino que es sólo exactitud de aproximación; es la inexac- 64 titud dentro de ciertos límites. La razón de ello está en que entre la física y las cosas que intenta conocer se interpone inevitablemente la necesidad de la medida. El matemático captura su objeto —el espacio, el número—, o con el puro concepto, según unos, o con la intuición, según otros. Pero ambos medios de captura son inmediatos al conocimiento matemático. El triángulo está, según él es, íntegro en la definición axiomática o intuitiva que el matemático da de él. Pero el físico no tiene la realidad de los astros ni de los cambios de la materia inmediatamente en su intuición. Las cosas de la física tienen que ser capturadas con la mensuración. La medida es al físico lo que la intuición (o la axiomática) es al matemático. Pero la medida es, por su misma esencia, relatividad. No hay medida sin metro, y el metro, como tal, no es una cosa cósmica, no es una realidad, sino una arbitrariedad. Es una cosa humanísima. Cuando Protágoras decía que el hombre es la medida de todas las cosas, decía algo superfetatorio. Porque ser medida es ya ser algo humano. Dios no mide. Porque últimamente ningún ser hace nada que no tenga sentido para él, que no lo haga para algo, que, por tanto, no le sea necesario. El hombre mide las cosas materiales porque no las posee, porque no las tiene en su inteligencia. Tiene que salir de sí para conocerlas. Por sí mismo es indigente, no contiene en su interior mental ni un punto de realidad cósmica. Va en busca de las cosas; pero éstas se le escapan, son incompenetrables con su mente. En vista de que no puede apresar las cosas, se contenta con tomarles las medidas, que son los esquemas y fantasmas de aquéllas. Su mente —mens—es medida— mensura (calembour del cardenal Cusano). Dios no mide. No hay un dios de las pesas y medidas. Dios es desmesurado (exuperantissimus). En Galileo, fundador de la física late una contradicción. Por un lado define maravillosamente la nueva ciencia que entre las manos le nace: «Consiste —dice— en medir todo lo que se puede medir y en conseguir que pueda mediarse lo que no se puede medir». (Ejemplo de esto último, el calor. La física del calor consiste en inventar el termómetro). Hoy más que nunca, la física confirma esa definición bautismal de Galileo y se da cuenta de que no es sino cosmometría. Mas, por otro lado, Galileo cree que la física es matemática; es decir, que los fenómenos naturales se comportan matemáticamente. En todos ellos intervienen como ingredientes el espacio y el tiempo. Galileo cree a pies juntillas que la espacialidad y la temporalidad de las cosas son el espacio y el tiempo matemáticos, no el espacio y el tiempo métricos. TOMO I V — 5 65 Ahora bien; ésta es una creencia errónea, y es importante advertir que a esa creencia errónea se debe la instauración de la física. Un ejemplo curioso de la providencialidad del error. El hombre, para acertar, necesita poner todo, hasta su ilustre capacidad de equivocarse. Como el caso es, en verdad, ejemplar, permítaseme exponerlo. La ciencia física, que comienza en el siglo xvr, no se debe a que ciertos hombres, abandonando los razonamientos puros, la especulación de los filósofos, se resolvieran a observar los hechos —como si los antiguos y medievales, que no tuvieron física, no hubiesen observado concienzudamente la naturaleza y no la hubiesen sometido a experiencias. Ni por un momento se presenta Galileo como el hombre del experimento frente a los escolásticos. Todo lo contrario. Contra su ley de inercia son los escolásticos quienes hacen constar la experiencia. Galileo no puede demostrarla por el experimento. Creer que lo característico de las ciencias físicas es la observación o experiencia, en este vulgar sentido del término, es un padecimiento que hoy sufre sólo algún señor Homais, farmacéutico del rincón provincial. No la observación produjo la física, sino la exigencia de la observación exacta. Y exactitud es un vocablo que sólo tiene sentido propio, auténtico, en matemática. Lo nuevo de la nuova Scien^a de Galileo fue la introducción formal de la matemática en la observación, la cuantificación radiad de los fenómenos por su radical mensuración; por tanto, la experiencia matemática. Pero esta aplicación que Galileo hace de las leyes matemáticas a los fenómenos físicos hubiera sido imposible si Galileo no hubiese padecido el prejuicio de que los fenómenos físicos obedecen, sin duda alguna, a las leyes matemáticas; por ejemplo, si no hubiese creído de antemano y previamente a toda experiencia que en la naturaleza hay ángulos rectos y que en un triángulo corporal la suma de sus ángulos es igual a dos rectos. Para la física, la cuestión era averiguar a qué otras leyes especiales obedecían los fenómenos materiales, además de obedecer, esto era para él incuestionable, a las leyes geométricas. Por eso dice: «La verdad está escrita en la naturaleza con letras matemáticas». La física trata de leer las palabras, pero ni siquiera discute el abecedario. Por eso Galileo no se ocupa de hacer experimentos con el fin de demostrar físicamente si hay en la naturaleza ángulos rectos. Quiere ello decir que para la física, hasta hace unos cincuenta años, era una cosa indiscutible y evidente que las leyes geométricas por sí y a potiori, son leyes físicas; que los cuer- 66 pos obedecen dócilmente a aquéllas. La física, pues, comienza no por experimentar, sino, al revés, por no experimentar, por prejuzgar la docilidad geométrica-de la materia. Imagínese ahora que un físico se dijese radicalmente: «Para mí, como físico, no hay más realidad que el resultado de mis medidas». Con ello no haría sino insistir en la voluntad de Galileo; pero, más consecuente que él, caería en la cuenta de que entonces la realidad no coincide con la matemática; mejor dicho, que ninguna matemática rige, da leyes a la realidad. Ninguno de los espacios construidos por las puras geometrías es el espacio real de la física. La inercia no es una ley física, porque supone al cuerpo exento de influjos dinámicos, de variaciones apreciables con la medición y, sin embargo, pretende decir lo que pasará a ese cuerpo. En Galileo, la rectilineidad, que es un carácter puramente matemático, se comporta como una fuerza física, y esto no es menor magia que el afán de moverse circularmente, supuesto en los cuerpos por Aristóteles. La materia no tiene preferencias geométricas. Actitud tal en un físico indica que por un lado no acepta el imperio de la matemática sobre su ciencia. La declara independiente, autómata. Física es medir. Acepta el físico este destino de mundimensor. Se contenta con él. Se encierra en él. Por otro lado, no pretende que ese destino suyo reobre sobre la matemática; es decir, no niega —como intentó Helmholtz y el positivismo— la independencia métrica de la matemática, no dice que las leyes matemáticas no valgan para sus objetos imaginarios. Al contrario, cuanto más irreal, menos experimental sea la geometría, mejor le sirve para su faena: le sirve para ordenar sus medidas. La realidad no se compone de letras matemáticas —tal fue el error de Galileo. Lo que pasa es que el físico usa la matemática como un instrumento más para sistematizar sus observaciones. Esta es la actitud de Einstein. De lo que resulta que hoy, cuando más matemática y más complicada se emplea en física, es cuando la matemática tiene menos intervención sustantiva por sí en la física. De ser en rigor un principio de la «realidad» física, ha pasado a ser un nuevo instrumento de la «teoría» física, como el nonius y la balanza. No manda, sino que obedece. La instauración de la física se debe, pues, a un error. Si Galileo hubiese contado con medios métricos más precisos y se hubiera encontrado con que la materia no es euclidiana, la física no hubiese podido nacer, porque el hombre de entonces no contaba con una matemática a la altura de tales precisiones de mensuración. Respe- 67 temos estas cegueras, que permiten al hombre ver algo. Todo lo que somos positivamente lo somos gracias a alguna limitación. Y este ser limitados, este ser mancos, es lo que se llama destino, vida. Lo que nos falta y nos oprime es lo que nos constituye y nos sostiene. Por tanto, aceptemos el destino. EJ Sol, 9 de marzo de 1930. POR Q U E HE ESCRITO «EL HOMBRE A LA D E F E N S I V A » YA he recibido las primeras andanadas de ataques y de insultos que me dirigen los jóvenes escritores argentinos. Ya puedo, por consecuencia, escribir este artículo. Por otro de Victoria Ocampo, publicado en Ea Nación hace meses, tuve las primeras noticias del enojo que mis ensayos La Pampa... promesas y El hombre a la defensiva, habían producido. Poco después, una página de Caras y Caretas, firmada por el señor Alberti, me confirmaba el hecho. Ambos escritores se adelantaban, generosos, a mi defensa y destacaban argumentos para aminorar la hostilidad contra mí germinante. Y o agradezco de corazón a ambos espontáneos paladines la efusión de su defensa, pero han de permitirme añadir que no era necesaria. Nadie que conozca aún vagamente la Argentina, puede dudar un momento de que al escribir yo aquellos ensayos sabía que iba a condensar sobre mi cabeza todas las electricidades del iracundo denuesto. Pero si nadie puede dudar de que presumía esa violenta repercusión, nadie puede dudar que había en mí la resolución de concitarla. Ninguna fuerza externa me obligaba a pensar, manuscribir y publicar aquellos ideogramas. Si todo ello lo hice Ubérrimamente, claro es que asumía, Ubérrimamente también, sus enojosas consecuencias. Sobre esto conviene que no exista la más leve incertidumbre. Entonces, ¿es que yo quería, con franco albedrío, ver funcionar a mi costa la procacidad habitual de esa juventud literaria? A decir verdad, no tenía empeño alguno en ello, pero, por fuerza, habla de quererlo también, ya que era imprescindible si quería pubUcar E/ hombre a la defensiva. Quien no sea, por completo, pueril, al querer la causa quiere conjuntamente la variada prole de sus efectos. Todo 69 se retrotrae, pues, al hecho rotundo de que yo he tenido la inquebrantable voluntad de escribir aquellas páginas. ¿Por qué la he tenido? La intención de insinuarlo engendra las líneas siguientes, donde el lector hallará todo menos arrepentimiento. Es seguro que no pocas personas de la Argentina se habrán dicho al leer mi último Espectador: «Por dos veces hemos recibido a este señor en nuestro país con exuberante amabilidad. ¿Es admisible que este señor pague aquellas atenciones diciendo de nosotros cosas que en parte son sobremanera. desagradables?» Y o acepto que el asunto se plantee así, sólo que necesito intensificarlo hasta un grado superlativo. No se trata sólo de que la Argentina me haya recibido con reiterada amabilidad. Esta es una expresión tibia, frivola y oficial. Se trata de mucho más. En una comida que la revista Nosotros organizó en mi obsequio durante mi última permanencia en Buenos Aires, tomó la palabra el Dr. Alejandro Korn y dijo que en algún capítulo de la historia argentina habría, tal vez, que citar mi nombre. Sus palabras fueron, en rigor, mucho más taxativas, pero yo las traduzco al modo dubitativo y condicional, con el fin de no complicar en mis peligrosas andanzas a un hombre a quien quiero, estimo y respeto tanto como a Korn. Las traigo, no obstante, a mención para poder añadir que si ellas son posiblemente, dubitativamente, condicionalmente verdad, lo es con verdad radical, indubitable y categórica que no podría escribirse mi biografía —dado que ella tuviese algún interés— sin dedicar algunos capítulos centrales a la Argentina. Es decir, que yo debo, ni más ni menos, toda una porción de mi vida —situación, emociones, hondas experiencias, pensamientos— a ese país. Así, absolutamente así. La vida, que es siempre de alguien, es para ese alguien lo absoluto. Todo lo demás que exista llega al través de su vida dentro de su vida. Así yo no tengo en el universo y del universo más que mi vida y resulta que una parte muy importante de ella se debe a la Argentina. Se trata, pues, no de deber atenciones a ese país como a tantos otros transeúntes acontecerá, sino de algo fabulosamente más grave: se trata de que debo una parte sustancial de mí mismo, de mi vida, a la Argentina. Y esto son ya palabras gruesas. Y mi vida, que a los demás no tiene por qué interesar, a mí me interesa enormemente. Tanto, que es lo único que me interesa del universo. A cada cual, si se analiza y entiende lo que digo, le acontece lo propio —porque su vida, repito, es lo único que tiene del universo, porque su vida es, en verdad, el universo. 70 Quiere decirse, pues, que yo tengo una deuda enorme con ese país. Y esto no son palabras, temblor de aire, caligrafía. No es que yo diga que tengo esa deuda, sino que la tengo, dígalo o no; la tengo a ella, no a su enunciación; la tengo y sostengo sobre mi existencia efectiva y no verbal, la llevo y la arrastro con sucesivos crecimientos desde que hace catorce años, escritor español desconocido, entré por la boca bicorne del puerto bonaerense. Es notorio que yo he alardeado duran: z un decenio de ese gravamen. En una revista de esa capital leí hace unos meses una entrevista con el conde de Keyserling, donde este amigo mío e incalculable conde hacía constar que el único europeo que hablaba con fervor de la Argentina era yo. Apuntemos la exageración del exclusivismo y queda una pura verdad. Dígaseme ahora si puedo aceptar que se plantee el asunto de mi saldo de deuda con la Argentina mediante expresión tan tibia, frivola y oficial como la antedicha. No: yo debo completamente en serio y he de pagar no menos en serio. Ya he empezado. Las páginas irritantes del séptimo Espectador son las primeras monedas. La forma del pago no podía para mí ser dudosa. Tenía que ser homogénea a la deuda. Y si la Argentina ha contribuído a hacer mi vida, yo tengo que contribuir, bien que en la cuantía mínima posible a un escritor, a hacer la vida de la Argentina. ¿Sería contribuir a hacer la vida de la Argentina verbalizar elogios sobre ese país que a nadie interesarían ni a nadie convencerían? Pero aun en el caso de que interesasen y convenciesen, eso no sería hacer la vida argentina, sino, a lo sumo, hacer la opinión de los demás sobre ésta. Y resultado tal me parece demasiado inoperante. Lo decisivo es lo que seamos, no lo que opinen los demás. Una vida bien metida en un auténtico destino no vive de la benevolencia crítica de los prójimos. Pero además, quien conozca la Argentina actual sabe que nada puede hacerle tanto daño como alabarla, como interesarla en la opinión ajena sobre ella, antes bien, es preciso empujarla hacia sí misma, recluirla en su inexorable ser. Esto se propone El hombre a la defensiva. En él se dice que es la Argentina «el pueblo con resortes históricos más fuertes que hoy existe». Esto no se dice por decir: se dice dos veces y con letra especial para que conste. Lo cual indica que yo tengo muchas cosas laudatorias que decir sobre la Argentina—por lo visto las que propago por Europa, según Keyserling. Y esas cosas son, en parte, óptimas como esa- frase indica. Y o podría, pues, 71 con entera sinceridad de escritor y siguiendo mi ininterrumpido uso de no escribir sino lo que cfeo hasta la raíz de mí mismo, haber magnificado ante el público europeo esa nación irritable. Es más, nadie que siga mi obra intelectual dudará de que tras esa frase sobre los resortes históricos de la Argentina, se ocultan teorías sobre lo social y lo histórico que piafan en puras ganas de expresarse. Mas yo las he reprimido y de todo ello enuncio sólo ese teorema sobre la vitalidad histórica de la Argentina, teorema que formulado en seco me compromete evidentemente ante mis lectores europeos, los cuales verán en él una paradoja y una arbitrariedad. Cada cual se maneja con el aparato de su conciencia. La mía me invitaba a detener la alabanza a la Argentina. ¿Se quería que con loas pagase yo mi deuda? ¿Que mi pago consistiera en hacer algo que la Argentina... me agradeciese? ¿Que pagase a mi acreedor haciéndole deudor mío? ¿Que rescatase las antiguas «atenciones» dando motivo a otras nuevas? Todo eso me parece ridículo, petit bourgeois, extemporáneo y repugnante. Pero, además, no es cuestión de que me parezca a mí bien o mal. Si para devolver a la Argentina el beneficio de su intromisión en mi vida yo tenía que colaborar en la suya y entrometerme en ella, el asunto quedaba fuera del área de mi elección. Todo vivir, individual o colectivo, es un hacer; más precisamente, un hacerse. De aquí que la vida se presente siempre, en su más íntimo y radical aspecto, como una tarea. Y si la conciencia no anda turbia, vemos con indomable evidencia el plano de esa tarea y en él el lugar y la porción de esfuerzo que nos corresponde. No hay más que una manera de colaborar en la vida de otro: arrimar resueltamente el hombro allí donde uno ve que hace falta. Ahora bien: yo he visto que hoy el problema más sustantivo de la existencia argentina es su reforma moral. Me irrita este vocablo «moral». Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé bien qué añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la contraposición moralinmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital eficiencia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida 72 y por ello no crea ni fecunda ni hinche su destino. Para mí la moral no es lo que el hombre debe ser, pero por lo visto puede prescindir de ser, sino que es simplemente el ser inexorable de cada hombre, de cada pueblo. Por eso, desde siempre y una vez más en mis conferencias últimas de Buenos Aires, cuando anunciaba yo un posible curso de Ética—que ya no sé bien si haré—proclamaba como imperativo fundamental de la mía el grito del viejo Píndaro: guenoio hos eisi—llega a ser el que eres. En este sentido, el hombre argentino está desmoralizado, y lo está en un momento grave de su historia nacional, cuando —después de dos generaciones en que ha vivido de fuera— tiene que volver a vivir de su propia sustancia en todos los órdenes: económico, político, intelectual. Tal es mi convicción madurada calladamente durante muchos años y que no es fácil hagan vacilar lo más mínimo las diatribas, insolencias y chistes de esos jóvenes intelectuales argentinos que emplean en gesticulaciones narcisistas su tiempo, en vez de arrimar el hombro, como yo, sin posturas, sin «maneras», a la tarea de hacer una nación que, por fortuna no merecida de ellos, puede ser una formidable nación. ¿Saben esos jóvenes que emplean sus plumas más que para escribir—para esa soberana labor de crear que es el escribir— tan sólo, como el pavo real, para hacer la rueda—saben esos jóvenes lo que es nacer en* un pueblo que puede ser una gran nación? ¿Saben que hay muy pocos pueblos que puedan serlo? Y o no podía elegir mi tarea. No he hecho más que aceptarla y comenzar a cumplirla. Es preciso llamar al argentino al fondo auténtico de si mismo, retraerle a la disciplina rigorosa de ser sí mismo, de sumirse en el duro quehacer propuesto por su individual destino. Sólo así podrá modificarse la moral colectiva, el tipo de valores preferidos, el standard de virtudes y modos de ser que, prestigiados, informen con fértil automatismo la existencia argentina. Un primer empujón hacia esto significan mis páginas del Espectador. Son drásticas, son enojosas, son antipáticas. Pero dudo mucho que pueda conseguirse en otra forma esa llamada a fondo. Otra cosa serían unas páginas lindas para ser leídas, que atrajesen un aplauso hacia su autor. Pero no se trataba de una obra literaria — E l hombre a la defensiva está mal escrito—, sino de una obra operante, que actuase inclusive sobre el que más hostil fuese a ella. Podrá haber en mi ensayo cuantos errores de detalle quieran encontrarse, pero su sustancia—el planteamiento de su propia intimidad como problema para el argentino—no puede borrarse ni sofisticarse: está ahí, operando ya como un alcaloide sobre el alma argentina, inclu- 73 yendo la de los jóvenes literatos que me dedican el homenaje de un insulto. Por lo mismo, no debo exagerar las proporciones de mi sacrificio. La convicción de haber intentado lo que mi destino me proponía me hace automáticamente impermeable a todos los denuestos, y me anestesia por anticipado para todas las vulneraciones. Ahora vendrán aquéllos y éstas. Pero luego, andando no mucho tiempo, grupos de otros jóvenes de vida más auténtica —en alguna Universidad, en la misma sociedad patricia de la Argentina— pensarán de otro modo. Y yo he escrito esas páginas, con muchas más que a su hora verán la luz, para que acontezca primero lo uno y luego lo otro. Beethoven tituló una de sus sonatas: Hacia la alegría por el dolor. Y o podía haber titulado estas páginas mías: Hacia la gratitud por el insulto. L,a Nación, de Buenos Aires, 13 de abril de 1930. N O S E R H O M B R E DE P A R T I D O i ¿QUIÉN E S USTED? UNA de las cosas que más indigna a ciertas gentes es que una persona no se adscriba al partido que ellas forman ni tampoco al de sus enemigos, sino que tome una actitud trascendente de ambos, irreductible a ninguno de ellos. A eso se llama colocarse au dessus de la mêlée y para esas gentes nada hay más intolerable. Y o creo, por el contrario, que esa exigencia de que todos los hombres sean partidistas es uno de los morbos más bajos, más ruines y más ridículos de nuestro tiempo. Por fortuna, comienza ya .a ser arcaica, extemporánea y se va convirtiendo en vana gesticulación. Crece, en cambio, el número de personas que consideran esa exigencia, además de tonta, profundamente inmoral, y que siguen con fervor esta otra norma: «No ser hombre de partido». Es innegable, sin embargo, que el imperativo del partidismo gozó en los últimos veinte años de gran influjo, hasta el punto de caracterizar ese período que incluye a la hora presente. Era y es un grueso síntoma del tiempo que merece un detenido análisis. Lo que sigue no pretende ser éste y se reduce a destacar algunos de sus in- gredientes. Antes de examinar una doctrina conviene fijarse bien en quien la emite y sustenta. Ello nos ahorra, a veces, buena porción del trabajo. Así en este caso. Los que se irritan contra quienes, según ellos, se colocan au dessus de la mêlée, son gentes siempre de una misma vitola. Por lo pronto no son nunca los que pensaron originariamente la idea en torno a la cual se formó el partido y que provocó la mêlée. No son, pues, gentes que hayan, por sí mismas, pensado nunca en nada. Se han encontrado con un partido hecho que pasaba delante 75 de ellos y lo han tomado como se toma un autobús. Lo han tomado a fin de no caminar con la fatiga de sus propias piernas. Lo han tomado para descansar de sí mismas. Porque hay gente cansada de sí misma desde que nace. No se vaya a creer que este cansancio es un detalle accidental. El hombre nativamente hastiado de sí mismo es un tipo categórico de humanidad. Ese hastío es el centro mismo de su ser y todo lo demás que hace lo hace en virtud de la necesidad de huir de sí a que ese cansancio le obliga. Se preguntará de dónde, a su vez, provienen ese extraño hastío y fuga de sí. La pregunta es pavorosa para hecha así, en medio de un artículo. Responderla supondría resumir todo un sistema de psicología, de metafísica—y no es posible intentarlo aquí. Ensayemos en pocas palabras dibujar un escorzo mínimo de la cuestión. Si yo preguntase con urgencia y rigor al que me lee: ¿quién es usted? —¿quién es ese a quien al hablar llama usted mismo «yo» y que tiene además un nombre civil?—, la respuesta más próxima sería ésta: yo soy mi cuerpo y mi «alma», psique, conciencia o como se lo quiera denominar. Pero yo le haría advertir que su cuerpo y su alma son cosas con que él se ha encontrado al encontrarse viviendo. Se ha encontrado con un cuerpo fuerte o débil, rápido o cojo, se ha encontrado con que no tiene buena memoria de palabras, pero sí buena memoria de fechas, con que le es fácil el razonamiento matemático, pero, en cambio, con que no puede fiarse de su «fuerza de voluntad». Esto revela que cuerpo y alma son medios —mejores o peores—con que ese a quien llama «yo» se ha encontrado para vivir, medios que son para esta su vida los más inmediatos e importantes, los más «suyos», pero, en definitiva, medios al igual que su traje, que una rica herencia, que la tierra donde habita, que la sociedad en que se mueve. Su cuerpo, su alma, su fortuna, su tierra, su nación, son todas cosas, en algún sentido, suyas, y, por lo mismo, no son él. ¿Quién es, pues, él? Él es el que tiene que vivir con todo eso. Decir que somos materia o espíritu es expresar mitos, a lo sumo hipótesis plausibles, pero nada más. Hay que aprender a libertarse de la idea tradicional que nos arrastra a hacer consistir siempre la realidad en alguna cosa, sea corporal o sea mental. El «yo» de que habla el lector en casi todas sus frases, ni es materia ni es espíritu. Es algo previo a todas esas respuestas «teóricas», es sencillamente el que tiene que vivir una cierta vida. Nótese, una cierta vida. No una vida cualquiera, sino, por el contrario, una vida estrictamente determinada. Así, por ejemplo, el lector es el que sólo sería capaz de amar una mujer que tuviese tales y tales calidades. Es inútil que el con- 76 torno le presente figuras sustitutivas y que él ponga su mejor voluntad para enamorarse: si aquella mujer peculiarísima no aparece en su horizonte, el lector habrá fracasado en una de las grandes dimensiones vitales. Parejamente: el lector es el que tiene que ser hombre de mundo. Pero ha nacido en una familia humilde, sin medios de fortuna, no ha tenido suerte en sus negocios y posee un talle sobremanera desgarbado. El lector no podrá entonces llegar a vivir su vida. Su «yo», el que él es, no llegará a realizarse, pero esto no quita que él siga siendo eso, el que tiene que ser hombre de mundo. Somos el que somos indeleblemente y sólo podemos ser ese único personaje que somos. Si el mundo en torno —incluyendo nuestro cuerpo y nuestra alma—no nos permite realizarlo en la existencia, tanto peor para nosotros. Pero es vano pretender modificar ese que somos. Si en vez de ser nuestro auténtico yo fuese sólo algo nuestro —como el traje, el cuerpo, el talento, la memoria, la voluntad—, podríamos intentar Corregirlo, cambiarlo, prescindir de él, sustituirlo. Pero ahí está, es nuestro ser mismo, es el que, queramos o no, tenemos que ser. Se dirá que entonces nuestra vida tiene una condición trágica, puesto que, a lo mejor, no podemos en ella ser el que inexorablemente somos. En efecto, así acontece. La vida es constitutivamente un drama, porque es siempre la lucha frenética por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto. El «yo» del lector es, por lo pronto, un proyecto de vida. Pero no se trata de un proyecto ideado por él, preferido libremente. Este proyecto se lo encuentra ya formado al encontrarse viviendo. Los antiguos usaban confusamente de un término cuyo verdadero significado coincide con ese que he llamado proyecto vital: hablaban del Destino y creían que consistía en las cosas que a una persona le pasan. Pronto se advierte que una misma aventura puede acontecer a dos hombres y, sin embargo, tener en la vida de uno y otro valores distintos y hasta opuestos, ser para uno una delicia y para el otro un desastre. Lo que nos pasa, pues, depende para sus efectos vitales que es lo decisivo, de quien seamos cada uno. Nuestro ser radical, el proyecto de existencia en que consistimos, califica y da uno y otro valor a cuanto nos rodea. De donde resulta que el verdadero Destino es nuestro ser mismo. Lo que fundamentalmente nos pasa es ser el que somos. Somos nuestro Destino, somos proyecto irremediable de una cierta existencia. En cada instante de la vida notamos si su realidad coincide o no con nuestro proyecto, y todo lo que hacemos lo hacemos para darle cumplimiento. Porque así como ese proyecto que 77 somos no consiste en un plan Ubérrimamente dibujado por nuestra fantasía, tampoco se halla ahí, como éste, atenido a nuestro buen deseo de cumplirlo o no. Lejos de esto, es un proyecto que por sí mismo se proyecta sobre nuestra vida, que la oprime rigorosamente porque impone su ejecución. Por eso decía yo antes: el lector es el que tiene que vivir una cierta vida. Pero la vida no es sólo nuestro «yo», sino que es también el mundo en que ese yo tiene que realizarse. El proyecto es un programa de actuación en el mundo y tropieza, por lo tanto, con lo que éste sea. Más o menos, siempre hallará dificultades. Y aquí aparece la otra dimensión de nuestro yo. ¿Aceptamos ese proyecto que somos no obstante las dificultades que se oponen a su ejecución? O, por el contrario, ¿decidimos en éste, en el otro caso, traicionar al que tenemos que ser, renunciando a soportar los enojos que nos traiga? Es decir, que si somos un proyecto vital, somos también, inseparablemente, el que decide o no su aceptación. Esta decisión es previa a todo acto de voluntad. Hay quien inequívocamente acepta su destino, su ser, pero se encuentra mal dotado de voluntad. Y o decido no fumar porque perjudica mi salud y estorba mi trabajo, que es mi destino. Mi decisión es plena y auténtica. Sin embargo, sigo fumando porque mi voluntad es débil. Nuestro idioma habla muy agudamente del hombre «decidido», que es cosa muy distinta del hombre dotado con fuerte voluntad. El «decidido» es el que está, desde luego e íntegramente, puesto a su destino, que lo ha aceptado, que desde siempre y para siempre está encajado en. él. Hállase, pues, por completo al servicio de aquel que tiene que ser. Imagínese ahora el tipo de hombre opuesto a éste. Al primer choque de su «yo» con el mundo sintió que no era capaz de ser fiel a aquél, de comportarse en cada situación vital según su proyecto íntimo le demandaba. No se ha resuelto a sufrir por su destino y se habitúa a abandonarlo. A veces es un hombre capaz de sufrir grandes penalidades por satisfacer un apetito de su cuerpo o de su alma —por ejemplo, lujuria o ambición—, pero es específicamente incapaz de esa forma mucho más radical de sufrimiento que es padecer por su Destino. Como la vida es siempre drama, también lo es, y más horrible, la de este hombre. Porque quien renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida, es el suicida en pie. Su existencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad auténtica que podía ser. Nada de lo que hace lo hace directamente por sincera inspiración de su programa vital, sino, al revés, cuanto haga lo hará 78 para compensar con actos adjetivos, puramente tácticos, mecánicos y vacíos, la falta de un destino auténtico. Toda maldad viene de una radical: no encajarse en el propio sino. De aquí que no haya maldad creadora. Todo acto perverso es un fenómeno de compensación que busca el ser incapaz de crear un acto espontáneo, auténtico, que brota de su Destino. El adagio popular dice que una mentira hace ciento. La mentira es un ejemplo particular de acción en que el hombre abandona su verdadero ser. Toda verdad del hablar supone la verdad del pensar. Pero no hay verdad en nuestro pensar si no hay una verdad anterior a uno, la verdad de ser, de ser el que auténticamente se es. Y , quien miente en su mismo ser sólo puede sostenerse en la existencia fingiendo un universo falso. Nietzsche y Scheler han estudiado en el resentimiento otro de esos que llamo fenómenos compensatorios. Pero las formas de éstos son innumerables. Ahora vamos a ver en el «partidismo» un caso más de compensación. ha Nación, de Buenos Aires, 15 de mayo de 1930. II PARTIDISMO E I D E O L O G Í A Muchas veces he hecho notar que la ignorancia de la historia padecida por el hombre culto de ahora es una de las más grandes desdichas que aquejan a nuestro tiempo. Son innumerables los motivos que obligan a pensar así. Entre ellos, he aquí el que nos importa en este momento. La vida tiene siempre un pasado inmediato, que encuentra en sí misma bajo la especie de recuerdo y que no necesita averiguar por medio de la historia. Así hoy encontramos en nosotros, como fondo de pretérito sobre el cual emerge nuestra vida, el famoso siglo xix. Ahora bien: ese pasado inmediato, único que tenemos sin un esfuerzo especial, tiende naturalmente a significar para nosotros todo el pasado. Lo que en él hubo y aconteció parecerá lo que ha habido y ha acontecido siempre. Esto es un error de óptica siempre funesto, porque no hay ningún siglo que pueda 79 pretender asumir la representación adecuada de todos los demás. Pero en nuestro caso, la ilusión visual es funestísima. Porque unos siglos son más normales que otros, o, si se prefiere, menos anormales. Mas el siglo xrx ha sido superlativamente anormal, uno de los grandes siglos críticos en el destino humano, sea dicho en su honor y en su vituperio. En él germina buena parte de nuestras manías y desmesuramientos. De aquí que necesitemos curar nuestro error visual pidiendo a la historia que nos salve de la falsa normalidad propuesta a nuestros ojos por esa centuria. Esto aparece muy claro en el asunto del «partidismo». Es falso que la existencia de partidos como tales haya sido normal entre los hombres. Más o menos, habrán existido siempre grupos combatientes; pero esto no quiere decir que fuesen «partidos». Tal individuo formula y proclama un deseo latente en otros muchos; éstos se agrupan en torno de aquél y se inicia una lucha con el resto de la sociedad para obtener la satisfacción de aquel deseo. La lucha lleva a la victoria o a la derrota. Una y otra tienen el mismo efecto: disuelven el grupo combatiente, y con él, el grupo contrincante. Suprimidos ambos, la lucha se desvanece también y la sociedad retorna a la convivencia pacífica y unitaria. A nadie se le ocurre perpetuar los grupos hostiles ni el temple mismo de hostilidad después de la victoria o la derrota. La existencia de los «partidos» en el sentido contemporáneo de la palabra supone una interpretación de la vida social muy distinta de la que llevó a esas transitorias agrupaciones de combate. Si en éstas lo sustancial era el deseo, sinceramente sentido, de obtener tal o cual ventaja, y sólo en vista de él se agrupaban los hombres y luchaban, en el «partido» lo sustancial es el «partido» mismo. Se quiere que la sociedad esté normalmente escindida en grupos, haya o no pretexto para ello. Cuando no lo hay, se inventa. Es preciso nutrir al partido refrescando su programa bélico. Se considera que la lucha es la forma esencial de la convivencia entre hombres. Cualesquiera sean los antecedentes y gérmenes de ella (i), parece cierto que hasta el siglo xix no surge la idea de que la historia está constituida por una lucha perenne. Tal vez Guizot es el primer pensador que habla formalmente de la lucha de clases como motor radical del proceso histórico. Hasta entonces había parecido ésta una anormalidad, tan frecuente como lamentable, pero siempre algo adventicio y en modo alguno consustancial con la convivencia (1) Por ejemplo, en Juan Bautista Vico. 80 humana. La contienda permanente tenia lugar sólo entre sociedades separadas —ciudades, pueblos, Estados—, y era, por lo mismo, síntoma de insociabilidad. Para el griego y el romano la sociedad se presenta bajo la especie de ciudad, y la ciudad, bajo la especie de ayuntamiento entre antiguos enemigos, de acuerdo para vivir juntos en paz y unitariamente (el synoikismós). De aquí que para ellos el prototipo de la anormalidad civil era precisamente la lucha civil. Sin duda, la lucha intestina es un hecho frecuentísimo a lo largo del pasado humano. Por lo mismo sorprende ver la diferente reacción ante él de unas y otras épocas. Las anteriores lo interpretaban como una desdicha y, en consecuencia, como algo anómalo y accidental. El siglo xix, por el contrario, alardea de no hacerse ilusiones, de tomar la realidad según ella es. Pero esto lo lleva primero a un prurito pesimista. Del accidente desdichado hará la sustancia misma. La sociedad será en su propia esencia lucha y nada más que lucha. Convivir es pelear—franca o artificiosamente. Parejamente, los psicólogos de entonces intentaban convencernos de que la percepción del mundo exterior consistía en una alucinación consuetudinaria. En vista de que a menudo erramos, consideraban la verdad como un error habitual. Y así en todo. A este pesimismo en la concepción de la realidad siguió un cinismo singular en la moral. Puesto que la vida social es constitutivamente lucha —se dijo—, dediquémonos todos de manera concienzuda a luchar. Neguemos el derecho de hacer otra cosa. Y como la lucha necesita de grupos beligerantes, hagamos de éstos la forma sustantiva de existencia humana. Lo más importante del mundo será el partido, la organización sobreindividual para el combate. Los individuos no interesan, porque mueren, y es preciso perpetuar los partidos. Todo hombre será miembro de algún partido, y sus ideas y sentimientos serán partidistas. Nada de ajustarse a la verdad, al buen sentido, a lo justo y a lo oportuno. No hay una verdad ni una justicia; hay sólo lo que al partido convenga, y ésa será la verdad y la justicia—se entiende que habrá otras tantas cuantos partidos haya. El marxismo es la teorización de este partidismo cínico. Como todo cinismo, se reduce a cambiar el signo del vicio que se padece y proclamarlo como virtud. La operación no fue hecha arbitraria y ligeramente por Marx. Toda la marcha de las ideas desde el siglo xvin preparaba la posibilidad que Marx genialmente aprovechó. El racionalismo de aquella centuria no concebía más que una verdad TOMO I V — 6 81 esquemática, sin evolución ni modulación. De aquí que no pudiese explicar cómo en la historia habían existido modos de pensar incoincidentes con el suyo. Las religiones, las formas del derecho antiguas, etc., sólo se comprendían como imposturas, esto es, como falsificaciones deliberadas que el interés inspiró a algunos hombres. Bajo esta idea de que el pensar opuesto al nuestro es una falsificación, se inician las luchas políticas de la época contemporánea. Napoleón creó el vocablo para denominar ese pensar falso cuando llamó a sus enemigos, despectivamente, ideólogos. Desde entonces una ideología significó el conjunto de ideas inventadas por un grupo de hombres para ocultar bajo ellas sus intereses, disfrazando éstos con imágenes nobles y perfectos razonamientos. La filosofía romántica se apodera de este término y le quita su mal sentido. Al mostrar cómo la razón, sin perder su última unidad, vive evolutivamente, toma diferentes aspectos en épocas y pueblos, justifica la pluralidad de opiniones. Cada «espíritu popular»—Volksgeist—posee una ideología propia inexorable e inalienable. Entonces interviene Carlos Marx y funde ambos sentidos del vocablo ideología, el peyorativo y el óptimo. La historia es lucha, y especialmente lucha de clases económicas. Cada clase piensa el mundo según la inspiración de su interés. Mientras combate por el predominio, su interés es la verdad; pero cuando triunfa, su interés es defensivo, y sus ideas reflejan sólo el statu quo de la infraestructura económica. En uno y otro caso, el hombre no es libre en sus opiniones sobre la realidad; antes al contrario, sus opiniones dependen de cuál sea su realidad social. Hay una «verdad burguesa» que, claro está, no es verdad, sino que es sólo la ideología de esa clase. Una ideología es, pues, la falsificación de la verdad que el hombre comete no deliberadamente (no como impostura), sino inexorablemente, por estar adscrito a una clase. La fórmula de Marx es ésta: «No es la mentalidad de los hombres quien determina su realidad, sino su realidad social quien determina su mentalidad.» (Crítica de la economía política). Toda opinión nace afectada del lugar público desde el cual ha sido pensada —desde abajo o desde arriba. O lo que es igual: toda idea es partidista. Consecuencia: puesto que esto es así, seamos lo más partidistas que podamos (i). Como se ve, el pensamiento de Marx es en este punto uno entre innumerables brotes del relativismo diecinuevesco y arrastra todos los inconvenientes anejos a éste. El descubrimiento de las ideologías (1) Véase Karl Mannheim: Ideologie und Utopie. 82 de clase es de primera importancia si se le reduce a los términos dentro de los cuales tiene un sentido serio; a saber: si en la ideología de clase se ve únicamente un hecho empírico, la tendencia frecuente en muchos hombres a dejarse influir en sus ideas por sus intereses. Pero en Marx tiene un carácter absoluto y metafísico, que es, a todas luces, exorbitante y falso. Marx no puede, probar ni que todo individuo coincida con el temperamento de su clase, ni que fatalmente queden supeditados a ésta sus pensamientos. Más o menos frecuente que el hecho de esta supeditación, pero al fin y al cabo tan hecho como ella, es la existencia de hombres que pugnan por liberar su ideación de su estado económico y que a veces lo consiguen. Ejemplo: Carlos Marx. La gran porción de verdad que hay en el materialismo histórico ha arrancado muchas máscaras, ha desnudado muchas caras de «idealistas». Pero él mismo, confiéselo o no, aspira a ser la verdad pura. Por una necesidad inexorable, la raíz del ser humano aspira a no ser partidista, y cuando se queda solo consigo, le angustia su partidismo. La Nación, de Buenos Aires, 15 de mayo de 1930. LA MORAL DEL AUTOMÓVIL EN ESPAÑA AL acrecer los aranceles para la entrada de automóviles y sus accesorios, el Gobierno se ha propuesto exclusivamente una finalidad política que usa en este caso de un expediente hacendístico. Y o no sé si política y económicamente tal disposición es buena o es mala. Supongamos que es pésima. No obstante, la aplaudo fervorosamente, por una razón inesperada en que el Gobierno no ha pensado un momento. Esta razón, impolítica y tal vez antieconómica, es una razón moral. Si estuviese en mi mano, yo haría subir diez veces más los derechos sobre importación de estos admirables artefactos. Acaso extrañe al lector hallar que manifiesto opinión semejante, ya que es bastante notorio mi entusiasmo por este objeto semoviente. Pero quizá es este mismo entusiasmo quien me ha hecho reflexionar un poco sobre el comportamiento de mis compatriotas con el automóvil y me ha llevado a descubrir que es sencillamente inmoral. Se trata nada más que de un detalle, ya lo sé; pero es un detalle ejemplar. La conducta del español en su trato con el automóvil puede valer como un paradigma de la inmoralidad general en que, no sé bien desde cuándo, ni si años o siglos, ha decidido consti- tuirse. Conviene saber que es España uno de los países donde hay mayor número de automóviles, proporcionalmente al número de habitantes. En alguna estadística he visto que ocupaba el cuarto lugar. Aun cuando fuese éste algo más bajo, debería sorprendernos. Porque estamos habituados al bochorno de que en casi todas las estadísticas sobre actividades humanas positivas, nuestro país ocupa el 84 último puesto, o simplemente no ocupa ninguno, porque nuestro país es el único que no se ha molestado en hacer lo más ingenuo que en un orden cualquiera cabe hacer; esto es: una estadística. Pero si en vez de formar ésta buscando la proporción con los habitantes, se investiga la proporción con la riqueza, que es la contracifra más expresiva cuando se trata de posesión de máquinas, el puesto de España sería el segundo, si no era resueltamente el primero. No importa al caso la exactitud de esta evaluación, porque de todas suertes resplandecería la más extraña desproporción entre la pobreza española y el número de sus automóviles. Es sobremanera raro que nuestra casta manifieste entusiasmo por cosa alguna del universo; pero mucho más que resulte de súbito enardecerse por una máquina y en general por un uso modernísimo. Cuando esta regla sufre alguna excepción, la causa no suele ser de buen jaez. Así, la rápida extensión del alumbrado eléctrico se debió a un error. Se creyó que, por fin, la desventaja que para la vida económica del país representaban sus desniveles iba a convertirse en un provecho holgadísimo y de muy sencilla obtención. Pero hubo error en el aforo de los torrentes, y las fábricas de electricidad arrastran el peso del estiaje, y España está ciertamente alumbrada de punta a punta por la luz eléctrica, pero una luz eléctrica mala y cara. Quedamos, pues, en que es nuestra nación una de las que más automóviles poseen y en que esto es un poco sorprendente. Pero no para aquí la maravilla. Cuando el señorito madrileño se asoma a Francia vuelve lleno de desdén por los franceses, que «gastan» unos coches mal tenidos, sucios y de calidad inferior. En cambio, en Madrid no sólo hay un número proporcionalmente fabuloso de automóviles, sino que éstos suelen ser de superior calidad y están siempre lucientes, lustrosos, como recién salidos de la fábrica. Y el señorito madrileño se queda sumamente satisfecho, orgulloso con la averiguación. Pero este superlativo de la maravilla resulta francamente excesivo, y a todo el que no posea una cabeza de cartón, como la usufructuada por esos señoritos, le pone en la pista para descubrir lo que verdaderamente significa el automóvil en España. Francia se caracteriza por la suciedad y modestia de sus coches. Está bien. Pero se caracteriza no menos por haber sido el país inventor del automóvil, por haber creado la primera industria cronológicamente de este utensilio, por haber vencido las dificultades técnicas mayores que se presentan siempre en la primera etapa de una 85 creación mecánica. España, en cambio, sobresale por el lucimiento y repulidez de sus coches, que van por esas calles y paseos como si acabasen de abandonar las fábricas. Pero sobresale también por ser el único país europeo de gran población donde no hay fábricas nacionales de automóviles. ¿Por qué se satisfacen los señoritos celtíberos mirándose en el espejo de charol que sus vehículos les presentan? Ni ellos, ni sus familias, ni sus compatriotas han producido esos prodigiosos objetos. Si al menos lavasen ellos mismos sus coches, aún tendrían algún derecho a envanecerse de su brillo. Pero aquí viene otra grave diferencia con Francia, y en general con el resto del mundo. El esplendor de nuestros coches se debe simplemente a estas dos causas: Primera. Que es España el país donde proporcionalmente hay menos «autos» sin mecánico asalariado, lo cual a su vez procede de los siguientes hechos deplorables: a), que el criado es todavía barato en España, síntoma terrible de retraso político, económico y moral; b)y que el automóvil no es lo que es ya en todas partes: un aparato de utilidad para facilitar el ejercicio de las profesiones, y no exclusivamente de lujo. Por eso fuera de España usa del automóvil muchísima gente que lo necesita y no tiene fortuna para pagarse un chauffeur. De aquí su descuidado aspecto. Segunda. Los coches españoles brillan mucho por su resplandeciente pintura, pero brillan mucho más por su ausencia de las carreteras. Aquí está la esencia de lo que el automóvil es para el español. No lo usa, como el francés o el alemán, para viajar a sus negocios ni para recorrer curiosamente las tierras, sino para darse una vuelta por los paseos urbanos y lucir el vehículo. La cosa sería inverosímil en cualquier otro pueblo donde no pulule el «señorito»; pero entre nosotros es así. Y por esta razón de vanidad la nación española, que es muy pobre, hace el sacrificio de'comprar al extranjero proporcionalmente más coches que otra ninguna. El señorito es la especie de criatura humana más despreciable y estéril que puede haber. Y o conozco sólo dos pueblos donde se produzca con abundancia bastante para constituir una clase de hombres predominante y saturar con su modo de existencia la vida colectiva: España y la Argentina (i). El señorito es el único ente de nuestra categoría zoológica que no hace nada, sino que toda su vida le es hecha. Incapaz de producir, todas las cosas del mundo, al llegar (1) Y aun este emparejamiento es por ventura un poco injusto, porque el señorito argentino suele ocuparse de algo, y el español, de nada. 86 a él, se convierten en meros dijes y ornamentos, que pone sobre su persona para vanidoso lucimiento. Así se explica la contradicción que hay entre que España posea tantos automóviles y sea el lugar donde menos empeño existe por tener una industria de ellos. Es verdaderamente inconcebible y vergonzoso que el español no se haya dado aún cuenta de que el automóvil significa hoy un artículo de primera necesidad, si no para todo individuo, para toda la colectividad nacional. Poner tal fuego al servicio de lo que estos trebejos puedan representar como vanidad, y tan ningún esfuerzo en lo que son como menester en la vida pública, revela una desmoralización profunda del hombre español. Irrita y subleva conocer la cantidad de estupidez que gobierna en España cuanto al automóvil se refiere. Porque no hay sólo ausencia de fabricación y entrega a la producción extranjera, sino que ni siquiera la compra se hace en condiciones económicas. El español tolera que los representantes de fábricas extranjeras le pidan por un coche mucho más de lo debido. Así acontece que, aun descontando el sobreprecio de importación y la pérdida del cambio, cuestan en España los coches más que en cualquiera otra parte del mundo. Y lo propio pasa con todos los accesorios. Ya que no fabricarlos, podríamos al menos tener discretos talleres de reparación. Pero todo el mundo sabe que los talleres indígenas son de una incompetencia desesperante y de una carestía criminal. Nada significaría moralmente esta acumulación de absurdos si hubiésemos asistido a ensayos enérgicos para corregirla, aunque los ensayos hubiesen fracasado. Pero no creo que haya habido intento alguno apreciable para conseguir que el automovilismo en España se comporte con sentido común. Y nada mejora el juicio que los hechos enunciados imponen advertir que el automóvil no es en España sólo cosa de señoritos, como lo demuestra el crecido número de camiones industriales. Para mí es esto mucho peor. Pues aún se comprende que el vanidoso haga el sacrificio a su vanidad sin preocuparse del sentido común; pero es ininteligible que los industriales no se preocupen de tener vehículos y poder usarlos en las condiciones normales hoy donde- quiera. La única entidad que hace años trabajó beneméritamente para poner algún orden y decoro en esta materia de locomoción, fue el Real Automóvil Club. Pero el calibre de lo que hoy fuera urgente 87 acometer rebosa por completo los medios de cualquiera asociación particular y deportiva. El inri lo pone en todo esto la complacencia con que suele hablar ahora el señorito de nuestras nuevas carreteras. Va muy bien con la contextura de su testa justificar el advenimiento nada menos que de una Dictadura, poniendo en su abono la mejora de algunos caminos. N o será fácil hacerles notar la monstruosidad del razonamiento, aunque ella frisa en la deficiencia mental, de la que podría valer como síntoma clínico. Cuando durante años y años se ha andado y rodado por los caminitos de España, como yo he hecho, se sabe muy bien que de todas las cosas del universo, la menos urgente eran magníficas carreteras para automóviles. Por la sencilla razón de que esas carreteras han estado y siguen estando solitarias. Ahora empiezan a encontrarse algunos autobuses; pero el señorito que habla de nuestros excelentes caminos no aparece por ellos. En cambio, las vías francesas están llenas de coches que marchan ruidosos, sucios y sin primor. El Sol, 23 de agosto de 1930. ¿POR QUÉ SE VUELVE A LA FILOSOFÍA? EN febrero de 1930 comencé un curso en la Universidad de Madrid titulado: «¿Qué es filosofía?» El cierre de la Universidad por causas políticas y mi dimisión consiguiente me obligaron a continuarlo en la profanidad de un teatro. Como tal vez algunos lectores argentinos pudieran interesarse en los temas de aquel curso, hago el ensayo de publicar en 1M Nación sus primeras lecciones. En ellas reproduzco algunas cosas de mis conferencias en Amigos del Arte y en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. I E L D R A M A D E L A S G E N E R A C I O N E S En un período de treinta años, la actitud del filósofo ante su propia labor ha cambiado. No me refiero ahora a que el contenido doctrinal de la filosofía sea hoy distinto del de hace un cuarto de siglo, sino a que antes de elaborar y poseer este contenido, al iniciar su trabajo, se siente el filósofo con un temple o predisposición muy diferentes de los que el pensador de las generaciones próximas encontraba en sí. Los sesenta postreros años del siglo xrx han sido una de las etapas menos favorables a la filosofía. Fue una edad antifilosófica. Si la filosofía fuese algo de que radicalmente cupiese prescindir, no es dudoso que durante esos años habría desaparecido por com- 89 pleto. Como no es posible raer de la mente humana, despierta a la cultura, su dimensión filosofante, lo que se hizo fue reducirla a un mínimum. Ahora bien: el temple o predisposición con que hoy inicia su trabajo el filósofo consiste precisamente en un claro afán de salir nuevamente a una filosofía de alta mar, plenaria, completa; en suma, a un máximum de filosofía. Y es natural que ante cambio parejo se nos ocurra preguntar: ¿cómo se produjo aquella reacción y encogimiento del ánimo filosófico, y qué ha acontecido después para que de nuevo se dilate, cobre fe en sí mismo y hasta vuelva a tomar la ofensiva? La aclaración suficiente de uno y otro hecho sólo se hallaría definiendo la estructura del hombre europeo en uno u otro tiempo. Toda explicación que para entender los cambios visibles que aparecen en la superficie histórica no descienda hasta hallar los cambios latentes, misteriosos, que se producen en las entrañas del alma humana, es a su vez superficial. Podrá, como la que vamos a intentar del cambio aludido, bastar para los efectos limitados de nuestro tema; pero a sabiendas de que es insuficiente, de que quita al hecho histórico su dimensión de profundidad y convierte el proceso de la historia en un plano de sólo dos dimensiones. Pero inquirir en serio por qué acontecen esas variaciones en el modo de pensar filosófico, o político, o artístico, equivale a hacerse una pregunta de tamaño excesivo; equivale a plantearse la cuestión de por qué cambian los tiempos, por qué no sentimos ni pensamos hoy como hace cien años, por qué la humanidad no vive estacionada en un idéntico, invariado, repertorio, sino que, por el contrario, anda siempre inquieta, infiel a sí misma, huyendo hoy de su ayer, modificando a toda hora lo mismo el formato de su sombrero que el régimen de su corazón. En suma, por qué hay historia. No es necesario anunciar que vamos a sesgar respetuosos tan peraltada cuestión pasando de largo. Pero me importa decir que los historiadores han dejado hasta ahora intacta la causa más radical de los cambios históricos. El que uno o varios hombres inventen una idea nueva o un sentimiento nuevo no hace variar el cariz de la historia, el tono de los tiempos, como no cambia el color del Atlántico porque un pintor de marinas limpie en él su pincel cargado de bermellón. Pero si de pronto una masa ingente de hombres adopta aquella idea y vibra con aquel sentimiento, entonces el área de la historia, la faz de los tiempos, se tiñe de nuevo colorido. Ahora bien: las masas ingentes de hombres no adoptan una idea, no vibran con un peculiar sentimiento, simplemente porque se les predique. Es 90 preciso que esa idea y ese sentimiento se hallen en ellos preformados, nativos, prestos. Sin esa predisposición radical, espontánea de la masa, todo predicador sería predicador en desiertos. De aquí que los cambios históricos suponen el nacimiento de un tipo de hombre distinto en más o en menos del que ya había: es decir, suponen un cambio de generaciones. Desde hace años, yo predico a los historiadores que el concepto de generación es el más importante en historia, y debe haber llegado al mundo una nueva generación de historiadores, porque veo que esta idea ha prendido, sobre todo en Alemania (i). Para que algo importante cambie en el mundo es preciso que cambie el tipo de hombre —se entiende— y el de la mujer; es preciso que aparezcan muchedumbres de criaturas con una sensibilidad vital distinta de la antigua y homogénea entre sí. Eso es la generación: una variedad humana en el sentido rigoroso que al concepto de «variedad» dan los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, disposiciones, preferencias, que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. (Véase El tema de nuestro tiempo.) Pero esta idea inocula súbita energía y dramatismo al hecho tan elemental como inexplorado de que en todo presente coexisten tres generaciones: los jóvenes, los hombres maduros, los viejos. Porque esto significa que toda actualidad histórica, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres «hop> diferentes; o dicho de otra manera: que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. «Hoy» es para unos veinte años; para otros, cuarenta; para otros, sesenta; y eso que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo «hoy» declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha: 1929 parece un tiempo único; pero en 1929 viven un muchacho, un hombre maduro y un viejo, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y a la vez abarca los tres; es la unidad de un tiempo histórico de (1) Lorenz, Harnack, Dilthey, insinuaron en su hora algo sobre la idea de las generaciones; pero la manera m á s radical de tomar el asunto, que v a apuntada en algunos de mis libros, es reconocida, por ejemplo, en el libro de Pinder, Das Problem der Oenerationen, segunda edición, 1928. 91 tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera, pero contribuímos a formarlos en tiempo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos; urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad (i). Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna. Alguna vez he representado a la generación como «una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación. Tal vez en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal, la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos. Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar odoración». «El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que antes o después todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es una moda integral de existencia que se fija indeleble sobre el individuo. E n ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser irremediablemente» (2). «Esta fatalidad, como todas, tiene algunos poros por donde ciertos individuos genialmente dotados saben evadirse. Hay quien conserva hasta la senectud un poder de plasticidad inexhausto, una juventud perdurable, que le permite renacer y reformarse dos y aun tres veces durante la vida. Hombres así suelen tener el carácter de (1) Pinder, en el libro citado, echa de menos esta distinción en mi idea de las generaciones, cuando es todo s u nervio. Verdad es que sólo ha podido leer de mi obra las partes traducidas al alemán. E n el ensayo Origen deportivo del Estado, de 1925, h a y inclusive un título que. suena así: El instinto de la coetaneidad. [Incluido en El Espectadort tomo VII. En Obras Completas, tomo II.] (2) [Para la historia del amor. Obras completas, tomo III.] 92 precursores, y la nueva generación presiente en ellos un hermano mayor de advenimiento prematuro. Pero estos casos pertenecen al orden de las excepciones, que en el biológico más que en ningún otro reino confirman la regla.» Pero yo quería simplemente decir que la articulación de tres generaciones en todo presente produce el cambio de los tiempos. La generación de los hijos es siempre un poco diferente a la de los padres: representa como un nuevo nivel desde el cual se siente la existencia. Sólo que, de ordinario, la diferencia entre los hijos y los padres es muy pequeña; de suerte que predomina el núcleo común de coincidencias, y entonces los hijos se ven a sí mismos como continuadores y perfeccionadores del tipo de la vida que llevaban sus padres. Mas a veces la distancia es enorme: la nueva generacón no encuentra apenas comunidad con la precedente. Entonces se habla de crisis histórica. Nuestro tiempo es de esta clase y lo es en superlativo. Aunque el cambio venía preparándose subterráneamente, ha brotado con tal brusquedad y prontitud, que en pocos años ha transformado la faz de la vida. Conviene que hayamos tomado este primer contacto con el tema de las generaciones. Mas lo dicho sólo es, en efecto, un primer contacto, un aspecto externo de este hecho tremendo y radical con el cual vamos a tropezar en forma mucho más vigorosa y decisiva cuando nos llegue la hora de palpar eso que tan galantemente y sin temblor, por no saber bien lo que decimos, llamamos «nuestra vida». Pero ahora se trata de indicar los motivos más inmediatos que produjeron la retracción y angostamiento del ánimo filosófico en los sesenta años últimos del siglo xix y los que, inversamente, han fomentado su actual expansión y robustecimiento. La Nación, de Buenos Aires, 31 de agosto de 1930. II IMPERIALISMO D E L A FÍSICA Toda ciencia o conocimiento tiene un tema —lo que esa ciencia conoce o trata de conocer— y, además, tiene un modo de saber lo que sabe. Así la matemática posee una tema —números y extensión— distinto del tema propio a la biología, que son los fenómenos orgá- 93 nicos. Pero, además, la matemática se diferencia de la biología en su modo de conocimiento, en su clase de saber. Para el matemático, saber, conocer, es poder deducir una proposición mediante razonamientos fundados en evidencias indubitables. En cambio, la biología se contenta con generalizaciones aproximadas de hechos imprecisos que nos ofrecen los sentidos. Como modos de conocimiento poseen pues, ambas ciencias un rango muy distinto; el matemático es ejemplar; el biológico es sumamente tosco. Tiene, en cambio, la matemática el inconveniente de que los objetos para quienes valen sus teorías no son reales, sino, como Descartes y Leibniz decían, «imaginarios». Pero he aquí que en el siglo xvr comienza una disciplina intelectual —la nuova setenta, de Galileo—, que por un lado posee todo el rigor deductivo de la matemática y por otro nos habla de objetos reales, de los astros y, en general, de los cuerpos. Por vez primera acontecía esto en los fastos del pensamiento; por vez primera existía un conocimiento que, obtenido mediante precisas deducciones, era a la par confirmado por la observación sensible de los hechos; es decir, que toleraba un doble criterio de certeza; el puro razonamiento por el que creemos llegar a ciertas conclusiones y la simple percepción, que confirma esas conclusiones de pura teoría. La unión inseparable de ambos criterios constituye el modo de conocimiento, llamado experimental, que caracteriza a la física. No es extraño que, desde luego, ciencia dotada de tan venturosa condición comenzase a destacarse sobre las demás y a atraerse el entusiasmo de los mejores. Aun desde un punto de vista exclusivamente teórico, aun como mera teoría o estricto conocimiento, no tiene duda que es la física una maravilla intelectual. Sin embargo, no se ocultaba a nadie, desde luego, que la coincidencia entre las conclusiones deductivas de la física racional y las observaciones sensibles del experimento no eran ya exactas, sino sólo aproximadas. Verdad es que esta aproximación era tan grande, que no impedía la marcha práctica de la ciencia. Es seguro, no obstante, que estos dos caracteres del conocimiento físico —su práctica exactitud y su confirmación por los hechos sensibles (no olvidemos la patética circunstancia de que los astros parezcan someterse a las leyes que los astrónomos les dictan y que con rara fidelidad acuden a la cita que éstos les dan a tal hora en tal punto del firmamento)— esos dos caracteres, digo, no hubieran bastado para llevar al extremo triunfo que luego logró la ciencia física. Una tercera peculiaridad vino a exaltar desaforada este modo de conocer. Resultó que las verdades físicas, sobre sus calidades teóricas 94 tenían la condición de ser aprovechables para las conveniencias vitales del hombre. Partiendo de ellas, podía éste intervenir en la Naturaleza y acomodarla en beneficio propio. Este tercer carácter —su utilidad práctica para el dominio sobre la materia— no es ya una perfección o virtud de la física como teoría y conocimiento. En Grecia esta fertilidad utilitaria no hubiera alcanzado influjo decisivo sobre los ánimos, pero en Europa coincidió con el predominio de un tipo de hombre —el llamado burgués— que no sentía vocación contemplativa, sino práctica. El burgués quiere alojarse cómodamente en el mundo, y para ello intervenir en él modificándolo a su placer. Por eso la edad burguesa se honra ante todo por el triunfo del industrialismo, y en general de las técnicas útiles de la vida, como son la medicina, la economía, la administración. La física cobró un prestigio sin par porque de ella emanaban la máquina y la medicina. Las masas medias se interesaron en ella no por curiosidad, sino por interés material. En tal atmósfera se produjo lo que pudiéramos llamar «imperialismo de la física». Para nosotros, nacidos y educados en una edad que participa de este modo de sentir, nos parece cosa muy natural, la más natural y discreta, que se otorgue el primado entre los modos de conocimiento, a aquel que, sea como sea en cuanto teoría, nos proporcione el dominio práctico sobre la materia. Pero aunque nacidos y educados en aquella edad, algún ciclo nuevo empieza en nosotros, puesto que ya no nos contentamos con ese primer pronto que nos hace ver tan natural la utilización práctica como norma de la verdad. Al contrario, empezamos a caer en la cuenta de que ese empeño en dominar la materia y hacerla cómoda, de que ese entusiasmo por el confort es, si se hace de él un principio, tan discutible como cualquier otro. Y puestos en alerta por esa sospecha, comenzamos a ver que el confort es simplemente una predilección subjetiva—dicho grosso modo, un capricho—que la humanidad occidental tiene desde hace doscientos años, pero que no revela por sí solo superioridad ninguna de carácter. Hay quien prefiere lo confortable a todo; hay quien no le da mayor importancia. Mientras Platón meditaba los pensamientos que han hecho posible la física moderna y con ella el confort, llevaba, como todos los griegos, una vida muy áspera, y en punto a trebejos, vehículos, calefacción y ajuar doméstico, verdaderamente bárbara. En la misma fecha, los chinos, que jamás han pensado un pensamiento científico, que jamás han hilado una teoría, hilaban telas deliciosas y fabricaban objetos usaderos y construían artefactos de exquisito confort. Mientras en Atenas la Academia Platónica 95 inventaba la pura matemática, en Pekín se inventa el pañuelo de bolsillo. Conste, pues, que el afán de confortabilidad, última ratio de preferencia para la física, no es índice de superioridad. Lo han sentido unos tiempos, y otros no. Todo el que sabe mirar el nuestro con mirada un poco perforante cree prever que, no obstante las presentes apariencias, va a entusiasmarse mediocremente con el imperativo de comodidad. Va a usar de ésta, a atenderla, a conservar la lograda y procurar acrecerla; pero justamente, sin entusiasmo, y no por ella misma, sino para poder vacar a ejercicios incómodos. Puesto que el afán de confort no es.sin más señal de progreso, sino que aparece en la historia repartido como el azar sobre épocas de muy diferente altitud, sería un tema curioso para el curioso averiguar en qué coinciden éstas; o dicho de otro modo: qué condición humana suele llevar a esta devoción por lo cómodo. Ignoro cuál sería el resultado de esa pesquisa. Sólo, al paso, subrayo esta coincidencia: los dos lugares históricos de mayor atención al confort han sido esta última bicenturia europea y la civilización china. ¿Qué hay de común entre esas dos turbes humanas tan diferentes, tan disparejas? Que yo sepa, sólo esto: en esa época reinó el «buen burgués», el tipo de hombre que representa la voluntad de la prosa, y, por otra parte, el chino es notoriamente el filisteo nato; sea dicho esto al desgaire, sin insistencia ni formalidad ningunas (i). Ello es que el filósofo de la burguesía, Augusto Comte, expresará el sentimiento del conocimiento con su conocida fórmula: Science d'oú prévqyance; prévqyance d'oú action. Es decir, el sentido del saber es el prever, y el sentido del prever es hacer posible la acción. De donde resulta que la acción —se entiende ventajosa— es quien define la verdad del conocimiento. Y en efecto: ya a fines del siglo pasado, un gran físico, Boltzmann, dijo: «Ni la lógica, ni la filosofía, ni la metafísica, deciden en última instancia de si algo es verdadero o falso, sino que únicamente lo decide la acción. Por este motivo no considero las conquistas de la técnica como simples precipitados secundarios de la ciencia natural, sino como pruebas lógicas de ésta. Si no nos hubiésemos propuesto esas conquistas prácticas, no sabríamos cómo debemos razonar. No hay más razonamientos correctos que los que tienen resultados prácticos» (2). En su Discurso (1) Sobre el filisteísmo de los chinos véase lo que dice Keyserling en Diario de viaje de un filósofo. (2) Véase Scheler: Formas del saber y la sociedad. 96 sobre el espíritu positivo, el mismo Comte había ya sugerido que la técnica regimenta a la ciencia, y no al revés. Según este modo de pensar, no es, pues, la utilidad un precipitado imprevisto y como propina de la verdad, sino al revés: la verdad es el precipitado intelectual de la utilidad práctica. Poco tiempo después, en los albores pueriles de nuestro siglo, se hizo de este pensamiento una filosofía: el pragmatismo. Con el simpático cinismo propio de los yanquis, propio de todo pueblo nuevo —un pueblo nuevo, a poco bien que le vaya, es un enfant terrible—, el pragmatismo norteamericano se ha atrevido a proclamar esta tesis: «No hay más verdad que el buen éxito en el trato con las cosas». Y con esta tesis tan audaz como ingenua, tan ingenuamente audaz, ha hecho su ingreso en la historia milenaria de la filosofía el lóbulo norte del continente americano (i). No se confunda la escasa estimación que el pragmatismo merece en cuanto filosofía y tesis general con un desdén preconcebido, arbitrario y beato hacia el hecho del practicismo humano en beneficio de la pura contemplación. Aquí intentamos retorcer el pescuezo a toda beatería, inclusive a la beatería científica y cultural que se extasía ante el puro conocimiento sin hacerse dramática cuestión de él. Esto nos separa radicalmente de los pensadores antiguos —dé Platón como de Aristóteles— y ha de constituir uno de los temas más graves de nuestra meditación. Al descender al problema decisivo, que es la definición de «nuestra vida», trataremos de hacer una valiente anatomía de esa perenne dualidad que desdobla a la vida en vita contemplativa y vita activa, en acción y contemplación, en Marta y María. Ahora se pretende únicamente insinuar que el triunfo imperial de la física no se debe tanto a la calidad en cuanto conocimiento como a un hecho social. La sociedad se ha interesado en la física por su fecunda utilidad, y ese interés social ha hipertrofiado durante un siglo la fe que en sí mismo tiene el físico. Le ha acontecido en general lo que en especie acontece al médico. Nadie considerará a la medicina como un modelo de ciencia; sin embargo, el culto que en las casas de los valetudinarios se dedica al médico (como en otros tiempos al mago) le proporciona una seguridad en su oficio y persona; una audacia impertinente tan graciosa como poco fundada en (1) Con lo cual insinúo que en el pragmatismo, al lado de la audacia y de su ingenuidad, hay algo profundamente verdadero, aunque centri­ fugado. TOMO I V . — 7 97 tazón, porque el médico usa, maneja los resultados de algunas ciencias, pero no suele ser, ni poco ni mucho, hombre de ciencia, alma teórica. La buena fortuna, el favor del ambiente social, suele exorbitarnos, nos hace petulantes y agresivos. Esto ha acontecido al físico, y por eso la vida intelectual de Europa ha padecido durante casi cien años lo que pudiera llamarse el «terrorismo de los laboratorios». La Nación, de Buenos Aires, 21 de septiembre de 1930. m L A «CIENCIA» E S M E R O SIMBOLISMO En lo anterior era mi propósito enunciar las causas inmediatas —aun a sabiendas de que constituyen una insuficiente explicación— de por qué hace un siglo se contrajo y angostó el ánimo de los filósofos y por qué, en cambio, hoy vuelve a dilatarse. Pero sólo pude hablar del primer punto. La filosofía —dije— quedó aplastada, humillada por el imperialismo de la física y empavorecida por el terrorismo intelectual de los laboratorios. Las ciencias naturales dominaban el ambiente, y el ambiente es uno de los ingredientes de nuestra personalidad, como la presión atmosférica es uno de los factores que componen nuestra forma física. Si no se nos apretase y limitase, tocaríamos con el occipucio en las estrellas, como Horacio quería; es decir, seríamos informes, indefinidos e impersonales. Cada uno de nosotros es por mitad lo que él es y lo que es el ambiente en que vive. Cuando éste coincide con nuestra peculiaridad y la favorece, nuestra persona se realiza por entero, se siente por el contorno corroborada e incitada a la expansión de su resorte íntimo. Cuando el ambiente nos es hostil, como está también dentro de nosotros, nos obliga a una perpetua disociación y forcejeo, nos deprime y dificulta que nuestra personalidad se desarrolle y plenamente fructifique. Esto aconteció a los filósofos bajo la atmósfera impuesta por la tiranía de los Soviets experimentales. No es necesario decir que ninguna de estas palabras mías, que a veces llevan de sobra acusado su perfil, significa censura ni moral ni intelectual para aquellos hombres de ciencia ni para aquellos filósofos. Fueron como tenían que ser, y ha sido sobremanera fértil que fuera así. No pocas calidades de la nue- 98 ya filosofía son debidas a aquella etapa de forzada humildad, como el alma hebrea se hizo mucho más sutil e interesante 'después de la esclavitud de Babilonia. Y a veremos, en concreto, cómo después de haber sufrido con sonrojo los filósofos que los hombres de ciencia los desdeñasen, echándoles en cara que la filosofía no es una ciencia, hoy nos complace, al menos a mí, ese denuesto, y recogiéndolo en el aire lo devolvemos, diciendo: «La filosofía no es una ciencia porque es mucho más». Pero ahora conviene preguntarse por qué se ha producido este nuevo entusiasmo de los filósofos por su filosofía, esta confianza en el sentido de su labor y este aire resuelto que nos lleva a ser filósofos sin medrosidad ni timidez, audazmente, jovialmente. Dos grandes hechos, a mi juicio, han favorecido esta mutación. Hemos visto que la filosofía había quedado reducida o poco menos a la teoría del conocimiento. Así se titulaban la mayor parte de los libros filosóficos publicados entre 1860 y 1920. Y notaba yo el hecho demasiado sorprendente de que en esos libros así titulados no se encontrase jamás planteada en serio esta cuestión: ¿Qué es conocimiento? Como esto es un poco y aun un mucho monstruoso, sorprendemos aquí uno de esos casos de ceguera determinada que produce en el hombre la presión de un ambiente, imponiéndole como evidentes e indiscutibles ciertos supuestos que son precisamente lo que más convendría discutir. Estas cegueras varían de una época a otra; pero nunca faltan y nosotros tenemos la nuestra. La razón de esto nos ocupará otro día, cuando veamos' que el vivir se hace siempre «desde» o «sobre» ciertos supuestos, que son como el suelo en que para vivir nos apoyamos o de que participamos. Y esto, en todos los órdenes: en ciencia, como en moral o política, como en arte. Toda idea es pensada y todo cuadro es pintado desde ciertas suposiciones o convenciones tan básicas, tan de clavo pasado para el que pensó la idea o pintó el cuadro, que ni siquiera repara en ellas, por lo mismo no las introduce en su idea ni en su cuadro, no las hallamos allí puestas, sino precisamente su-puestas y como dejadas a la espalda. Por eso, a veces, no entendemos una idea o un cuadro: nos falta la palabra del enigma, la clave de la secreta convención. Y como, repito, cada época —voy a precisar más: cada generación— parte de supuestos más o menos distintos, quiere decirse que el sistema de las verdades y el de los valores estéticos, morales, políticos, religiosos, tiene inexorablemente una dimensión histórica, son relativos a una cierta cronología vital humana, valen para ciertos hombres nada más. La verdad es histórica. Cómo, no obstante, pue- 99 de y tiene que pretender la verdad ser sobrehistórica, sin relatividades, absoluta, es la gran cuestión. Muchos de mis lectores saben ya que para mí el resolver dentro de lo posible esa cuestión constituye «el tema de nuestro tiempo». El supuesto indiscutible o indiscutido que el pensador de hace ochenta años llevaba en la masa de la sangre era que no hay más conocimiento del mundo sensu stricto que la ciencia física; que no hay más verdad sobre lo real que la «verdad física». Entrevimos vagamente el otro día que acaso existen otros tipos de «verdad», y que la «verdad física», aun mirada desde fuera, tiene, ciertamente, dos admirables cualidades: su exactitud y el ir regida por un doble criterio de certidumbre: la deducción racional y la confirmación por los sentidos. Pero estas cualidades, con ser magníficas, no bastan para asegurar que no hay más perfecto conocimiento del mundo, más alto «tipo de verdad» que la ciencia física y la verdad física. Para afirmar esto fuera menester desarrollar en toda su amplitud la pregunta: ¿Qué sería lo que llamaríamos conocimiento ejemplar, prototipo de verdad, si llenásemos con precisión el sentido que en sí lleva la palabra conocer? Sólo cuando sepamos qué es, en su significación plenaria, conocimiento, podemos ver si los que el hombre posee llenan o no esa significación o se aproximan a ella meramente. Mientras no se haga esto, no puede hablarse en serio de teoría del conocimiento, y, en efecto, con haber pretendido la filosofía de los últimos tiempos no ser sino eso, resulta que no ha sido ni eso. Pero, entretanto, la física crecía, y en los últimos cincuenta años llegaba a una amplitud y perfección tales, a un grado de precisión y a una esfera de observaciones tan gigantescas, que fue preciso reformar sus principios. Sea esto dicho para quien vulgarmente cree que la modificación de un sistema doctrinal indica poca firmeza de una ciencia. La verdad es lo contrario. Porque los principios de Galileo y Newton eran válidos, fue posible el portentoso desarrollo de la física, y este desarrollo llegó a un límite que hacía forzoso ampliar —purificándolos—aquellos principios. Esto ha traído la «crisis de principios» —la Grundlagenkrise— que hoy padece la física y que es una venturosa enfermedad de crecimiento. No sé por qué solemos entender la palabra «crisis» con un significado triste. Crisis no es sino cambio intenso y hondo; puede ser cambio a peor, pero también cambio a mejor, como acontece con la crisis actual de la física. No hay mejor síntoma de la madurez en una ciencia que la crisis de principios. Ella supone que la ciencia se halla tan segura de sí 100 misma que. se da el lujo de someter rudamente a revisión sus principios; es decir, que les exige mayor vigor y firmeza. El vigor intelectual de un hombre, como de una ciencia, se mide por la dosis de escepticismo, de duda, que es capaz de digerir, de asimilar. La teoría robusta se nutre de duda y no es la confianza ingenua que no ha experimentado vacilaciones; no es la confianza inocente, sino más bien la seguridad en medio de la tormenta, la confianza en la desconfianza. Ciertamente que es aquélla, la confianza, la que queda triunfando en ésta y sobre ella, quien mide el vigor intelectual. En cambio, la duda no sojuzgada, la desconfianza no digerida es... «neurastenia». Los principios físicos son el suelo de esta ciencia. Sobre ellos camina el investigador. Pero cuando hay que reformarlos, no se pueden reformar desde dentro de la física, sino que hay que salirse de ésta. Para reformar el suelo es preciso, evidentemente, apoyarse en el subsuelo. De aquí que los físicos se viesen obligados a filosofar sobre su ciencia, y en este orden el hecho más característico del momento actual es la preocupación filosófica de los físicos. Desde Poincaré, Mach y Duhem hasta Einstein y Weyl, con sus discípulos y seguidores, se ha ido constituyendo una teoría del conocimiento físico debida a los físicos mismos. Claro es que han recibido todos ellos grandes influencias del pasado filosófico; pero lo curioso del caso es que, mientras la filosofía misma exageraba su culto a la física como tipo de conocimiento, la teoría de los físicos concluía descubriendo que la física es una forma inferior de conocimiento; a saber: que es un conocimiento simbólico. El director del «Kursaal», que cuenta las perchas del guardarropa, averigua así el número de tapados y sobretodos que colgaron de las perchas, y merced a ello, conoce aproximadamente el número de personas que asistieron a la fiesta. Sin embargo, ni ha visto las prendas de vestir ni el público. Si se compara el contenido de la física con lo que es el mundo corpóreo, no se hallaría apenas similitud. Son como dos idiomas diferentes que permiten únicamente la traducción. La física no es más que correspondencia simbólica. ¿Por qué sabemos que es eso la física? Porque son muchas las correspondencias igualmente posibles; como es posible en las formas más diversas la ordenación de cosas. En cierta ocasión solemne resumía Einstein la situación de la física, en cuanto modo de conocimiento, con estas palabras (1918, discurso a Planck en sus sesenta años): «La evolución de nuestra 101 ciencia ha' mostrado que entre las construcciones teoréticas imaginables, siempre hay una en cada caso que demuestra decididamente su superioridad sobre las demás. Nadie que se haya penetrado bien del asunto negará que el mundo de nuestras percepciones determina prácticamente sin equívocos qué sistema teórico hay que elegir. Sin embargo, no hay ningún camino lógico que conduzca a los principios de la teoría». Es decir, que muchas teorías son igualmente adecuadas, hablando con rigor, y que la superioridad de una se funda en motivos prácticos. Los hechos la recomiendan, pero no la imponen. Sólo en ciertos puntos toca el cuerpo doctrinal de la física con el real de la Naturaleza: son los experimentos. Y el experimento es una manipulación nuestra mediante la cual intervenimos en la Naturaleza, obligándola a responder. No es, pues, la Naturaleza, sin más y según ella es, lo que el experimento nos revela, sino sólo su reacción determinada frente a nuestra determinada intervención. Por consiguiente, y esto me importa dejarlo subrayado en expresión formal, la llamada realidad física es una realidad dependiente y no absoluta, una cuasi realidad, porque es condicional y relativa al hombre. En definitiva, llama realidad el físico a lo que pasa si él ejecuta una manipulación. Sólo en función de ésta existe esa realidad. Ahora bien: la filosofía busca, precisamente, como realidad lo que es con independencia de nuestras acciones, lo que no depende de ellas; antes bien, éstas dependen de la realidad plenaria aquella. La Nación, de Buenos Aires, 28 de septiembre de 1930. IV L A S CIENCIAS E N R E B E L D Í A Ha sido vergonzoso que después de tanta teoría del conocimiento fabricada por los filósofos tuvieran que encargarse los físicos mismos de dar la última precisión al carácter de su conocimiento y revelarnos que, lejos de representar la ejemplaridad y prototipo del conocer, es en rigor una especie inferior de teoría, distante del objeto que intenta penetrar. 102 Resulta, pues, que estas ciencias —sobre todo la física— avanzan haciendo de lo que era su limitación el principio creador de sus conceptos. Por tanto, para mejorar, no, intentan utópicas saltar fuera de su sombra, superar su fatal y nativo término, sino, al revés, aceptan éste alegremente, y apoyándose en él, instalándose sin nostalgias dentro de él, consiguen llegar a la propia plenitud. La actitud opuesta a ésta era la dominante en el último siglo: entonces cada cual aspiraba a ser ilimitado, a ser lo que eran los demás y él no era. Es el siglo en que una música —la de Wagner— no se contenta con ser música, sino sustituto de la filosofía y hasta de la religión; es el siglo en que la física quiere ser metafísica y la filosofía quiere ser física, y la poesía, pintura y melodía, y la política no se contenta con serlo, sino que aspira a ser credo religioso y, lo que es más desaforado, a hacer felices a los hombres. ¿No hay en la nueva actitud de las ciencias, que prefieren recluirse cada cual en su recinto y órbita, como él indicio de una nueva sensibilidad humana que ensaya resolver el problema de la vida por un método inverso, aceptando cada ser y cada oficio su propio destino, hincándose en él, y en lugar de extraviarse ilusoriamente, llenar bien y sólidamente hasta los bordes su auténtico e intransferible perfil? Quede aquí de paso apuntado esto, que otro día tropezaremos frente a frente. Ello es que esta reciente capitis diminutio de la física como teoría ha actuado sobre el estado espiritual de los filósofos, liberándolos para su vocación. Superada la idolatría del experimento, recluido el conocimiento físico en su modesta órbita, queda la vía franca para otros modos de conocer y viva la sensibilidad para los problemas verdaderamente filosóficos. Ahora creemos que fue una superstición la que nos mantuvo rendidos ante la llamada «verdad científica»; se entiende la clase de verdad propia de la física y disciplinas congéneres. Pero otro hecho muy importante ha contribuido a la liberación. Recuérdese que el anteriormente descrito podía formularse así: cada ciencia acepta su limitación y hace de ella su método positivo. El hecho que ahora voy rápidamente a diseñar es un paso más adelante en el mismo sentido: cada ciencia se hace independiente de las demás, es decir, no acepta su jurisdicción. También aquí nos ofrece la nueva física el ejemplo más claro y conocido. Para Galileo, la misión de la física consistía en descubrir las leyes especiales que rigen sobre los cuerpos, «además de las leyes generales geométricas». De que estas últimas imperaban en los 103 fenómenos corpóreos no se le ocurrió dudar ni un momento. Por ello, no se ocupó en disponer experiencias que demostrasen la docilidad de la naturaleza a los teoremas euclidianos. Aceptaba de antemano, como cosa por sí misma evidente e ineludible, la jurisdicción superior de la geometría sobre la física—o diciendo lo mismo en otra forma—, creía que las leyes geométricas eran leyes físicas ex abundantia o en grado eminente. Para mí el punto de más enérgica genialidad en la labor de Einstein está en la decisión con que se liberta de este tradicional prejuicio: cuando observa que los fenómenos no se comportan según la ley de Euclides y se encuentra con el conflicto entre la jurisdicción geométrica y la exclusivamente física, no vacila en declarar ésta soberana. Comparando su solución con la de Lorentz, se advierten dos tipos mentales opuestos. Para explicar el experimento de Michelson, Lorentz resuelve, siguiendo la tradición, que la física se adapte a la geometría. El cuerpo tiene que contraerse para que el espacio geométrico siga intacto y vigente. Einstein, al revés, decide que la geometría y el espacio se adapten a la física y al fenómeno corpóreo. Actitudes paralelas hallamos en las otras ciencias con frecuencia tal que me sorprende también no haber visto en ninguna parte advertido este carácter tan general y acusado en el pensamiento reciente. La reflexología de Pavlov y la teoría del sentido lumínico de Hering son dos ensayos, clásicos a estas horas, de construir una fisiología independiente de la física y de la psicología. En ellos se toma el fenómeno biológico como tal en lo que tiene de ajeno a la condición común de hecho físico o psicológico y se le trata por métodos de investigación exclusivos a la fisiología. Pero donde más agudamente, casi escandalosamente, aparece este nuevo temperamento científico, es en la matemática. Su supeditación a la lógica había llegado en las últimas generaciones hasta hacerse casi identidad. Pero he aquí que el holandés Brouwer descubre que el axioma lógico llamado del «tercer excluso» no vale para las entidades matemáticas y que es preciso hacer una matemática «sin lógica», fiel sólo a sí misma, indócil a axiomas forasteros. No puede sorprendernos —una vez que hemos atisbado esta tendencia del nuevo pensamiento—la aparición reciente de una teología que se rebela contra la jurisdicción filosófica. Porque hasta la fecha fue la teología un afán de adaptar la verdad revelada a la razón filosófica, un intento de hacer para ésta admisible la sinrazón del misterio. Mas la nueva «teología dialéctica» rompe radicalmente con tan añejo uso y declara al saber de Dios independiente y «total- 104 mente» soberano. Invierte así la actitud del teólogo, cuya faena específica consistía en tomar desde el hombre y sus normas científicas la verdad revelada; por tanto, habla sobre Dios desde el hombre. Esto daba una teología antropocêntrica. Pero Barth y sus colegas vuelven del revés el trámite y elaboran una teología teocéntríca. El hombre, por definición, no puede saber nada sobre Dios partiendo de sí mismo y de su intra-humana mente. Es mero receptor del saber que Dios tiene de sí mismo y que envía en porciúnculas al hombre mediante la revelación. El teólogo no tiene otro menester que purificar su oreja donde Dios le insufla su propia verdad, verdad divina inconmensurable con toda verdad humana y, por lo mismo, independiente. En esta forma se desentiende la teología de la jurisdicción filosófica. La modificación es tanto más notable cuanto que se ha producido en medio del protestantismo donde la humanización de la teología, su entrega a la filosofía, había avanzado mucho más que en el campo católico. Domina hoy, pues, las ciencias una propensión diametralmente opuesta a la de hace treinta o cuarenta años. Entonces una u otra ciencia intentaba imperar sobre las demás, extender sobre ellas su método doméstico, y las demás toleraban humildemente esta invasión. Ahora cada ciencia no sólo acepta su nativa manquedad, sino que repele toda pretensión de ser legislada por otra. (Nótense fenómenos paralelos en el arte y en la política actuales). Estos son los caracteres más importantes del estilo intelectual que en estos últimos años se manifiestan. Y o creo que ellos pueden llevar a una gran época de la intelección humana. Con sólo una salvedad. No es posible que las ciencias se queden en esa posición de intratable independencia. Sin perder la que ahora han conquistado, es menester que logren articularse unas en otras —lo cual no es supeditarse. Y esto, precisamente, esto sólo pueden hacerlo si toman de nuevo tierra firme en la filosofía. Síntoma claro de que caminan hacia esta nueva sistematización, es la frecuencia creciente con que el científico particular se siente forzado a calar—por la urgencia misma de sus problemas—en aguas filosóficas. Pero mi asunto ahora no me deja desviarme a consideraciones sobre el porvenir de la ciencia, y lo que he insinuado sobre su presente vino sólo para mostrar las condiciones intelectuales atmosféricas que han predispuesto el retorno a una filosofía mayor corrigiendo el encogimiento de los últimos cien años. El filósofo encuentra en la combinación del aire público nuevo coraje para hacerse también independiente y fiel a la limitación de su destino. 105 Pero hay otro motivo más fuerte que los apuntados para que sea posible un renacimiento filosófico. La tendencia a aceptar cada ciencia su propia limitación y a proclamarse independiente son sólo condiciones negativas, bastantes para quitar los estorbos que durante un siglo han paralizado la vocación filosófica, pero no nutren ni menos provocan enérgicamente a ésta. ¿Por qué vuelve, pues, el hombre a la filosofía? ¿Por qué vuelve a ser normal la vocación hacia ella? Evidentemente se vuelve a una cosa por la misma razón esencial que llevó a ella la primera vez. Si no, es que el retorno carece de sinceridad, es una falsa vuelta, un fingir que se vuelve. Esto nos obliga a plantearnos la cuestión de por qué al hombre se le ocurre en absoluto hacer filosofía. La Nación, de Buenos Aires, 2 de noviembre de 1930. V ¿Por qué al hombre —ayer, hoy u otro día— se le ocurre filosofar? Conviene traer con claridad a la mente esa cosa que solemos llamar filosofía para poder luego responder al «por qué» de su ejercicio. Lo primero que ocurriría fuera definir la filosofía como conocimiento del universo. Pero esta definición, sin ser errónea, puede dejarnos escapar precisamente todo lo que hay de específico, el peculiar dramatismo y el tono de heroicidad intelectual en que la filosofía, y sólo la filosofía vive. Parece, en efecto, esa definición un contraposto a la que podríamos dar de la física diciendo que es el conocimiento de la materia. Pero es el caso que el filósofo no se coloca ante su objeto —el universo— como el físico ante el suyo, que es la materia. El físico comienza por definir el perfil de ésta, y sólo después comienza su labor e intenta conocer su estructura íntima. Lo mismo el matemático define el número y la extensión, es decir, que todas las ciencias particulares empiezan por acotar un trozo de universo, por limitar su problema, que al ser limitado deja en parte de ser problema. Dicho en otra forma: el físico y el matemático conocen de antemano la extensión y atributos esenciales de su objeto; por tanto, comienzan, no con un problema, sino con algo que dan o toman por sabido. Pero el universo, en cuya pesquisa parte audaz el filósofo como un argonauta, no se sabe lo que es. Universo es el 106 vocablo enorme y monolítico que como una vasta y vaga gesticulación oculta más bien que enuncia este concepto rigoroso: todo cuanto hay. Eso es, por lo pronto, el universo. Eso, nótenlo bien, nada m¿6 que eso, porque cuando pensamos el concepto «todo cuanto hay», no sabemos qué sea eso que hay; lo único que pensamos es un concepto negativo; a saber: la negación de lo que sólo sea parte, trozo, fragmento. «El filósofo, pues, a diferencia de todo otro científico, se embarca para lo desconocido como tal». Lo más o menos conocido es partícula, porción, esquirla de universo. El filósofo se sitúa ante su objeto en actitud distinta de todo otro conocedor; el filósofo ignora cuál es su objeto, y de él sabe sólo: primero, que no es ninguno de los demás objetos; segundo, que es un objeto integral, que es el auténtico todo, el que no deja nada fuera y, por lo mismo, el único que se basta. Pero precisamente ninguno de los objetos conocidos o sospechados posee esta condición. Por tanto, el universo es lo que radicalmente no sabemos, lo que en su contenido positivo absolutamente ignoramos. En otro giro podíamos decir: a las demás ciencias les es dado su objeto; pero el objeto de la filosofía como tal es precisamente lo que no puede ser dado, porque es todo, y porque no es dado tendrá que ser en un sentido muy esencial «el buscado», el perennemente buscado. Nada hay de extraño en que la ciencia misma cuyo objeto hay que empezar por buscar, es decir, que hasta como objeto y asunto es ya problemática, tenga una vida menos tranquila que las otras y no goce a primera vista de lo que Kant llamaba der sichere Gang. Este paso seguro, tranquilo y burgués no lo tendrá nunca la filosofía, que es puro heroísmo teorético. Ella consistirá en ser también, como su objeto, la ciencia universal y absoluta que se busca. Así la llama el primer maestro de nuestra disciplina —Aristóteles: filosofía, la ciencia que se busca. Pero si preguntamos de dónde viene ese apetito de universo, de integridad del mundo, que es raíz de la filosofía, Aristóteles nos deja en, la estacada. Para él la cuestión es muy simple, y comienza su «metafísica» diciendo: «Los hombres sienten por naturaleza el afán de conocer.» Conocer es no contentarse con las cosas según ellas se nos presentan, sino buscar tras ellas su «ser». ¡Extraña condición la de este «ser» de las cosas! No se hace patente en ellas sino, al contrario, pulsa oculto siempre debajo de ellas, «más allá» de ellas. A Aristóteles le parece «natural» que nos preguntemos por el «más allá», cuando lo natural sería que, consistiendo primariamente nuestra vida en hallarnos rodeados de cosas, nos contentásemos con 107 éstas. De su «ser» no tenemos por lo pronto la menor noticia. Nos son dadas puramente las cosas, no su ser. Ni siquiera hay en ellas indicio positivo de que tengan un ser a su espalda. Evidentemente, el «más allá» de las cosas no está en manera ninguna dentro de ellas. Se dice que el hombre siente nativamente curiosidad. Y esto es lo que piensa Aristóteles cuando a la pregunta: «¿por qué el hombre se esfuerza en conocer?», responde como un médico de Moliere: porque le es natural. «Señal—^prosigue— de que le es natural este afán su prurito por percibir», sobre todo, por mirar. Aquí Aristóteles se acuerda de Platón, que situaba a los hombres de ciencia y a los filósofos en la especie de los filotheamones, de los «amigos de mirar», de los que van a espectáculos. Pero mirar es lo contrario que conocer: mirar es recorrer con los ojos lo que está ahí —y conocer es buscar lo que no está ahí: el ser de las cosas. Es precisamente un no contentarse con lo que se puede ver, antes bien, un negar lo que se ve como insuficiente y un postular lo invisible —el «más allá» esencial. . Aristóteles con esta indicación y con otras muchas que abundan en sus libros, nos revela cuál es su idea del origen del conocimiento. Según él, consistiría ésta simplemente en el uso o ejercicio de una facultad que el hombre tiene, como mirar sería no más que usar de la visión. Tenemos sentidos, tenemos memoria que conserva los datos de aquéllos; tenemos experiencia en que esa memoria se selecciona y decanta. Todos ellos son mecanismos natos del organismo humano, que el hombre, quiera o no, ejercita. Pero nada de eso es conocimiento. Ni aunque añadamos las otras «facultades» más estrictamente llamadas intelectuales, como abstraer, comparar, colegir, etc.. La inteligencia, o conjunto de todos esos poderes, es también un mecanismo con que el hombre se encuentra dotado y que evidentemente sirve, más o menos, para conocer. Pero el conocer mismo no es una facultad, dote o mecanismo; es, por lo contrario, una tarea que el hombre se impone. Y una tarea que acaso es imposible. Hasta tal punto no es un instinto el conocimiento! Al conocer usamos dé nuestras facultades, pero no por un simple afán de ejercitarlas, sino para subvenir a una necesidad o menester que sentimos, la cual necesidad no tiene por sí misma nada que ver con ellas y para la que tal vez estas facultades intelectuales nuestras no son adecuadas o, por lo menos, suficientes. Conste, pues, que conocer no es, sin más, ejercitar las facultades intelectuales, pues no está dicho que el hombre logre conocer; lo único que es un hecho es que se esfuerza penosamente en conocer, que se pregunta por el trasmundo del ser y se extenúa en llegar a él. 108 Siempre se ha desvirtuado la verdadera cuestión sobre el origen del conocimiento suplantándola con la investigación de sus mecanismos. No basta tener un aparato para usarlo. Nuestras casas están llenas de aparatos fuera de uso, que no manejamos porque no nos interesa ya lo que ellos proporcionan. Juan es un hombre con enorme talento para la matemática, pero como sólo le interesa la literatura, no se ocupa de hacer matemática. Pero además, como he indicado, no es ni mucho menos seguro que las dotes intelectuales del hombre le permitan conocer. Si por «naturaleza» del hombre entendemos como Aristóteles el conjunto de sus aparatos corpóreos y mentales y su funcionamiento, habremos de reconocer que el conocimiento no le es «natural». Al contrario, cuando usa de todos esos mecanismos, se encuentra con que no logra plenamente eso que él se propone bajo el vocablo «conocer». Su propósito, su afán cognoscitivo trasciende sus dotes, sus medios para lograrlo. Echa mano de cuantos utensilios posee —sin conseguir nunca plena satisfacción con ninguno de ellos ni con su conjunto. La realidad es, pues, que el hombre siente un extraño afán por conocer y que le fallan sus dotes, lo que Aristóteles llama su «naturaleza». Esto obliga, sin remisión m escape, a reconocer que la verdadera naturaleza del hombre es más amplia y que consiste en tener dotes, pero también en tener fallas. El hombre se compone de lo que tiene «y de lo que le falta». Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta, y a fin de conseguirlo moviliza, claro está, los medios que posee. El error radicalísimo de todas las teorías del conocimiento ha sido no advertir la inicial incongruencia que existe entre la necesidad que el hombre tiene de conocer y las «facultades» con que cuenta para ello. Sólo Platón entrevio que la raíz del conocer, diríamos, su sustancia misma, está precisamente en la insuficiencia de las dotes humanas, que está en el hecho terrible de que el hombre «no sabe». Ni el Dios ni la bestia tienen esta condición. Dios sabe todo, y por eso no conoce; La bestia no sabe nada, y por eso tampoco conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente, el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora. Esto es lo que conviene analizar. ¿Por qué al hombre le duele su ignorancia, como podía dolerle un miembro que nunca hubiese tenido? 1M Nación, de Buenos Aires, 16 de noviembre de 1930. LA R E B E L I Ó N DE LAS MASAS (1930) P R O L O G O P A R A F R A N C E S E S i ESTE libro—suponiendo que sea un libro—data... Comenzó a publicarse en un diario madrileño en 1926 y el asunto de que trata es demasiado humano para que no le afecte demasiado el tiempo. Hay, sobre todo, épocas en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. Además, como este libro ha circulado mucho durante estos años fuera de Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías anónimas y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión para practicar la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: no publicar libros supérfluos. Y o he hecho todo lo pasible en este sentido —va para cinco años que la casa Stock me propuso su versión—; pero se me ha hecho ver que el organismo de ideas enunciadas en estas páginas no consta al lector francés y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su meditación y a su crítica. No estoy muy convencido de ello, pero no es cosa de formalizarse. Me importa, sin embargo, que no entre en su lectura con ilusiones injustificadas. Conste, pues, que se trata simplemente de una serie de artículos publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi todo lo que he escrito, fueron estas páginas para unos cuantos españoles que el destino me había puesto delante. ¿No es sobremanera improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar? Mal puedo esperar mejor fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele TOMO I V . — 8 113 creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica tácitas reservas y cuando no se la interpreta así produce funestos resultados. Así ésta. L o de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. No: lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista con que solemos escucharla. Porque ella misma no nos asegura que mediante el lenguaje podamos manifestar, con suficiente adecuación, todos nuestros pensamientos. No se compromete a tanto, pero tampoco nos hace ver francamente la verdad estricta: que siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor aproximación algunas de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero, de ordinario, no usamos estas reservas. Al contrario, cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que esos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si mudos, procurásemos adivinarnos. Se olvida demasiado que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Este varía cuando aquéllas varían. Dúo si idem dicunt non est idem. Todo vocablo es ocasional (i). El lenguaje es por esencia (1) Véase el ensayo del autor titulado «History as a System» en el volumen Philosophy and History. Homages to Ernst Cassirer. London, 1936. (V. edición española Historia como sistema, Madrid, 1942.) [Véase el tomo V I de estas Obras Completas.} 114 diálogo y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es bueno en la medida en que nos trae un diálogo latente, en que sentimos que el autor sabe imaginar concretamente a su lector y éste percibe como si de entre las líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su persona, que quiere acariciarla—o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo. Se ha abusado de la palabra y por eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuso en el uso sin preocupaciones, sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos se ha creído que hablar era hablar urbi et orbiy es decir, a todo el mundo y a nadie. Y o detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo. Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo, a que concurrieron, aportando su homenaje, representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el rebordé de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban adelantando ante el público y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de estentor, los iba anunciando: «Monsieur le Représentant de l'Angleterre!» y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L'Angleterre! Ah, Shakespeare!» El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de FEspagne!» Y Víctor Hugo: «L'Espagnel Ah,. Cervantes!» El ujier: «Monsieur le Représentant de rAllemagne!» Y Víctor Hugo: «L'Allemagne! Ah, Goethe!» Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!» Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah, l'Humanité!» He referido esto a fin de declarar, sin la solemnidad de Víctor Hugo, que yo no he escrito ni hablado nunca para la Mesopotamia 115 y que no me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la humanidad, que es la forma más sublime, y, por lo tanto, más despreciable de la demagogia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites y que siendo, por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración. II Esta tesis, que sustenta la exigüidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, podía parecer invalidada por el hecho mismo de que este volumen haya encontrado lectores en casi todas las lenguas de Europa. Y o creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra cosa, de otra grave cosa: de la pavorosa homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo el Occidente. Desde la aparición de este libro, por la mecánica que en él mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma angustiosa. Digo angustiosa porque, en efecto, lo que en cada país es sentido como circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su efecto deprimente cuando el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el continente donde no acontezca estrictamente lo misno. Podía antes ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan sobre otro. Pero ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio. De aquí la sensación opresora de asfixia. Job, que era un terrible pince sans rire, pregunta a sus amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde sapientia venit et quis est locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del mundo donde la inteligencia exista?» Conviene, sin embargo, que en esta progresiva asimilación de las circunstancias distingamos dos dimensiones diferentes y de valor contrapuesto. Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que, conforme cada uno iba formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Más aún. Este destino que les haría, a la par, progresiva- 316 mente homogéneos y progresivamente diversos ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario: cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana engendra las iglesias nacionales; el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado; la «restauración de las letras» en el siglo xv dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del hombre como «razón pura» crea los distintos estilos intelectuales que modelan diferencialmente hasta las extremas abstracciones de la obra matemática. En fin, y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo xvni, según la cual todos los pueblos han de tener una constitución idéntica, produce el efecto de despertar románticamente la conciencia diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar a cada uno hacia su particular vocación. Y es que para estos pueblos llamados europeos, vivir ha sido siempre —claramente desde el siglo xi, desde Otón III— moverse y actuar en un espacio o ámbito común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir con los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como las de los mozos dentro de una aldea o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán». Lo de menos es que a ese espacio histórico común donde todas las gentes de Occidente se sentían como en su casa, corresponda un espacio físico que la geografía denomina Europa. El espacio histórico a que aludo se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia —es un espacio social. Ahora bien, convivencia y sociedad son términos equipolentes. Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la convivencia. De suyo e ineluctablemente segrega ésta costumbres, usos, lengua, derecho, poder público. Uno de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es, aproximadamente, lo contrario de aquella. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las voluntades. Al revés, todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en 117 precisar Una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los. bueyes. Porque el derecho, la realidad «derecho» —no las ideas sobre él del filósofo, jurista o demagogo—es, si se me tolera la expresión barroca, secreción espontánea de la sociedad y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente no viven en efectiva sociedad, me parece —y perdóneseme la insolencia—tener una idea bastante confusa y ridicula de lo que el derecho es. No debe extrañar, por otra parte, la preponderancia de esa opinión confusa y ridicula sobre el derecho, porque una de las máximas desdichas del tiempo es que, al topar las gentes de Occidente con los terribles conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechados con un utillaje arcaico y torpísimo de nociones sobre lo que es sociedad, colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución, etc. Buena parte del azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de nuestras ideas sobre los fenómenos físicos y el retraso escandaloso de las «ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista, suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No es perfectamente natural que sea el barbero suburbano quien dé la tonalidad del tiempo? (i). Pero volvamos a nuestra ruta. Quería insinuar que los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad, en el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla. Esa sociedad manifiesta todos los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos fenómenos sociales se dan en la forma adecuada al estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que no es, claro está, tan avanzado como el de sus miembros componentes, las naciones. (1) Justo es decir que ha sido en Francia, y sólo en Francia, donde se inició una aclaración y mise au point de todos esos conceptos. E n otro lugar hallará el lector alguna indicación sobre esto y, además, sobre la eausa de que esa iniciación se malograse. Por mi parte he procurado colaborar en este esfuerzo de aclaración partiendo de la reciente tradición francesa, superior en este orden de temas a las demás. El resultado de mis reflexiones v a en el libro próximo a publicarse, El hombre y la gente. Allí encontrará el lector el desarrollo y justificación de cuanto acabo de decir. 118 Por ejemplo, la forma de presión social que es el poder público funciona en toda sociedad, incluso en aquellas primitivas donde no existe aún un órgano especial encargado de manejarlo. Si a este órgano diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le quiere llamar Estado, dígase que en ciertas sociedades no hay Estado, pero no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública, ¿cómo podrá faltar un poder público si éste no es más que la violencia colectiva disparada por aquella opinión? Ahora bien, que desde hace siglos y con intensidad creciente existe una opinión pública europea —y hasta una técnica para influir en ella—es cosa incómoda de negar. Por esto, recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación de una posible, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que existen y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos signos verbales. Mas por otra parte es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión a un «idealismo» que detesto y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que me lleva a pensar así. Ha sido el realismo histórico quien me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho de muy vieja cotidianeidad. Ahora bien, una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico. La figura de ese Estado supernacional será, claro está, muy distinta de las usadas como, según en esos mismos capítulos se intenta mostrar, ha sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron los antiguos. Y o he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y sociedad que la tradición europea nos propone. Al pensamiento greco-romano no le fue nunca fácil concebir la realidad como dinamismo. No podía desprenderse de lo visible o sus sucedáneos, como un niño no entiende bien de un libro más 119 que las ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para trascender esa limitación fueron vanos. En todos sus ensayos para comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que es, para ellos, la «cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un Estado donde la unidad tenga el carácter de contigüidad visual; por ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa visible le parece, en cuanto tal, simple máscara aparente de una fuerza latente que la está constantemente produciendo y que es su verdadera realidad. Allí donde la fuerza, la dynams, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo cosas diversas. Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en su poder público interior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos —y con conciencia de ello desde hace cuatro— viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el «equilibrio europeo» o balance of Power. Ese es el auténtico gobierno de Europa que regula en su vuelo por la historia al enjambre de pueblos, solícitos y pugnaces como abejas, escapados a las ruinas del mundo antiguo. La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes. Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. Ya en el siglo xvni el historiador Robertson llamó al equilibrio europeo the great secret of modern politics. ¡Secreto grande y paradojal, sin duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo. Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu: UEurope n'est qu'une nation 120 composée de plusieurs (i) y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la grande famille continentale, dont tous les efforts tendent á je ne sais quel mystère de civilisation (2). III Esta muchedumbre de modos europeos, que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella manteniéndola, es el tesoro mayor del Occidente. Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de la unidad y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas tiranías de Oriente. Triunfa hoy sobre toda el área continental una forma de homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate— snob (3). Este universal snobismo, que tan claramente aparece, por ejemplo, en el obrero actual, ha cegado las almas para comprender que, si bien toda estructura dada de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de hacerse esto sin pérdida grave de su interior plu(1) Monarchie universelle: deux opúsculos. 1891, pág. 36. (2) Oeuvres Completes (Calmann-Lévy). Vol. XXII, pág. 248. (3) E n Inglaterra las listas de vecinos indicaban junto a cada nombre el oficio y rango de la persona. Por eso, junto al nombre de los simples burgueses aparecía la abreviatura s. nob., es decir, sin nobleza. Este es el origen de la palabra snob. 121 ralidad. Como el snob está vacío de destino propio, como no siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer. Con extraña facilidad todo el mundo se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. N o pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo ¡ Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y clara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además en él una intuición de lo que Europa ha sido, altamente perspicaz. Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone la civilización europea a las demás haciendo notar que en ella no ha triunfado nunca en forma absoluta ningún principio, ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto se debe su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos de poner el oído atento (i). Este nombre sabe lo que dice. La expresión es insuficiente porque es negativa, pero sus palabras nos llegan cargadas de visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, vemos que este hombre llega efectivamente del profundo pasado de Europa donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los primeros años del siglo xix, tiempo retórico y de gran confusión, se (1) «La coexistence et le combat de principes divers». Guizot, Histoire de la civilisation en Europe, pág. 35. E n un hombre tan distinto de Guizot como Ranke encontramos la misma idea: «Tan pronto como en Europa un principio, sea el que fuere, intenta el dominio absoluto, encuentra siempre una resistencia que sale a oponérsele de los más profundos senos vitales» Oeuvres Completes, 38, pág. 110. E n otro lugar (tomos 8 y 10, pág. 3): «El mundo europeo se compone de elementos de diverso origen, en cuya ulterior contraposición y lucha vienen precisamente a desarrollarse los cambios de las épocas históricas». ¿No hay en estas palabras de Ranke una clara influencia de Guizot ? U n factor que impide ver bien ciertos estratos profundos de la historia del siglo x i x es que no esté bien estudiado el intercambio de ideas entre Francia y Alemania, digamos desde 1790 a 1830. Tal vez el resultado de ese estudio revelase que Alemania ha recibido en esa época mucho más de Francia que inversamente. 122 haya compuesto un libro como la Histoire de la Civilisation en Europe. Todavía el hombre de hoy puede aprender allí cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y cómo ambas constituyen la permanente entraña de Europa. Pero Guizot ha tenido siempre mala prensa, como, en general, los doctrinarios. A mí no me sorprende. Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes, hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de mi decantando la experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de afirmar que este grupo de los doctrinarios, de quienes todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en la política del continente durante el siglo xrx. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno y distante, en medio de la chabacanería y la frivolidad creciente de aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas las normas con que la sociedad presta una continencia al individuo, no podía éste constituirse una dignidad si no la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna exageración, aunque sea sólo para defenderse del abandono orgiástico en que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster Keaton, el hombre que no ríe (i). Ño se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de protestantes nimeses que habían vivido en perpetuo alerta, sin poder flotar a la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado en ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar». Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad intelectual; es decir, de lo que más ha faltado a los intelectuales europeos desde 1750, defecto que es, a su vez, una de las causas profundas del presente desconcierto. Pero yo no sé si aun dirigiéndome a lectores franceses puedo (1) Con cierta satisfacción refiere a Mme. de Gasparin que hablando el Papa Gregorio X V I con el embajador francés, decía refiriéndose a Guizot: «E un gran ministro. Dicono che non ride mai.» Oorrespondance aveo Mme. de Oasparin, pág. 283. 123 aludir al doctrinarismo como a una magnitud conocida. Pues se da el caso escandaloso de que no existe un solo libro donde se haya intentado precisar lo que aquel grupo de hombres pensaba (i), como, aunque parezca increíble, no hay tampoco un libro medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-Collard (2). Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca un soneto. Pero, en fin, pensaron, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves de la vida pública europea y construyeron el doctrinal político más estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la historia de ésta si no se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes cuestiones ante estos hombres (3). Su estilo intelectual no es sólo diferente en especie, sino como de otro género y de otra esencia que todos los demás triunfantes en Europa antes y después de ellos. Por eso no se les ha entendido, a pesar de su clásica claridad. Y , sin embargo, es muy posible que el porvenir pertenezca a tendencias de intelectos muy parecidas a las suyas. Por lo menos, (1) Si el lector intenta informarse, se encontrará una y otra v e z con la fórmula elusiva de que los doctrinarios no tenían una doctrina idéntica, sino que variaba de uno en otro. Como si esto no aconteciese con toda escuela intelectual y no constituyese la diferencia más importante entre un grupo de hombres y un grupo de gramófonos. (2) E n estos últimos años M. Charles H . Pouthas ha tomado sobre sí la fatigosa tarea de despojar los archivos de Guizot y ofrecernos en una serie de volúmenes un material sin el cual sería imposible emprender la ulterior faena de reconstrucción. Sobre Royer-Collard no hay ni eso. A la postre resulta que es preciso recurrir a los estudios de Faguet sobre el idearium de uno y otro. N o hay nada mejor, y aunque son sumamente vivaces, son por completo insuficientes. (3) Por ejemplo: nadie puede quedarse con la conciencia tranquila —se entiende, quien tenga «conciencia» intelectual— cuando ha interpretado la política de «resistencia» como pura y simplemente conservadora. Es demasiado evidente que los hombres Royer-Collard, Guizot, Broglie, no eran conservadores sin más. La palabra «resistencia», que al parecer en la cita antedicha de Ranke, documenta el influjo de Guizot sobre este gran historiador, cobra, a su vez, un súbito cambio de sentido y, por decirlo así, nos enseña sus arcanas visceras cuando en un discurso de R o yer-Collard leemos: «Les libertes publiques ne sont pas autre chose que des résistances». (Véase de Barante: La vie et les discours de Royer-Collard, II, 130). H e aquí una vez más la mejor inspiración europea reduciendo a dinamismo todo lo estático. El estado de libertad resulta de una pluralidad de fuerzas que mutuamente se resisten. Pero los discursos de Royer-Collard son hoy tan poco leídos que sonará a impertinencia si digo que son maravillosos, que su lectura es una pura delicia de intelección, que es divertida y hasta regocijada, y que constituyen la última manifestación del mejor estilo cartesiano. 124 garantizo a quien se proponga formular con rigor sistemático las ideas de los doctrinarios, placeres de pensamiento no esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente distinta de las usadas. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que el hombre se compromete consigo mismo a buscar cosas absolutas; pero a diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y revolucionarios, que encuentran lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo histórico como el verdadero absoluto. La historia es la realidad del hombre. Nó tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal y como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre que vuelve al galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos (i). Los doctrinarios despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos «metafísicos», abstracciones e irrealidades. Los verdaderos derechos son los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y consolidándose en la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la magistratura, las «capacidades». De alentar hoy hubieran reconocido el derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales no hemos llegado todavía a esa estación. Tal vez desde tiempo de Alcuino, vivimos cincuenta años cuando menos retrasados respecto a los ingleses. Parejo desconocimiento del viejo liberalismo padecen los colectivistas de ahora cuando suponen, sin más ni más, como cosa incuestionable, que era individualista. En todos estos temas andan, como he dicho, las nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados solían llamar a Rusia «el Colectivo». ¿No sería interesante averiguar qué ideas o imágenes se desperezaban al conjuro de ese vocablo en la mente un tanto gaseosa del hombre ruso, que tan frecuentemente, como el capitán italiano de que habla Goethe, bisogna aver una confusione nella testa? Frente a todo ello yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para aceptarlas, sino para que sean discutidas y pasen luego a sentencia, las tesis siguientes: Primera: el liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo XVIII; inspira, en parte, la legislación de la Revolución francesa, pero muere con ella. Segunda: la creación característica del siglo xix ha sido precisamente el colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido (1) Véase el citado ensayo del autor, Historia como sistema. 125 y que a lo largo de sus cien años no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el horizonte. Tercera: esta idea es de origen francés. Aparece por vez primera en los archirreaccionarios de Bonald y de Maistre. En lo esencial es inmediatamente aceptada por todos, sin más excepción que Benjamín Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en SaintSimon, en Ballanche, en Comte y pulula dondequiera (i). Por ejemplo, un médico de Lyon, M. Amard, hablará en 1821 del collectisme frente al personnalisme (2). Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica U Avenir contra el individualismo. Pero más importante que todo esto es otra cosa. Cuando, avanzando por la centuria, llegamos hasta los grandes teorizadores del liberalismo —Stuart Mili o Spencer— nos sorprende que su presunta defensa del individuo no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino todo lo contrario, en que beneficia o interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del título que Spencer escoge para su libro — J E / Individuo contra el Estado— ha sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros más que los títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos meros órganos de un único sujeto— la sociedad. Y lo que se discute es si ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada más. El famoso «individualismo» de Spencer boxea continuamente dentro de la atmósfera colectivista de su sociología. Resulta, a la postre, que tanto él como Stuart Mili tratan a los individuos con la misma crueldad socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los cuales ceban para chuparles luego la sustancia. ¡Hasta ese punto era la primacía de lo colectivo el fondo por sí mismo evidente sobre que ingenuamente danzaban sus ideas! (1) Pretenden los alemanes ser ellos los descubridores de lo social como realidad distinta de los individuos y «anterior» a éstos. E l Volksgeist les parece una de sus ideas más autóctonas. Este es uno de los casos que más recomiendan el estudio minucioso del intercambio intelectual francogermánico de 1790 a 1830 a que en nota anterior m e refiero. Pero el término Volkgeist muestra demasiado claramente que es la traducción del volteriano esprit des natioixs. El origen francés del colectivismo no es una casualidad y obedece a las mismas causas que hicieron de Francia la cuna de la sociología y de su rebrote hacia 1890 (Durkheim). (2) Véase Doctrine de Saint-Simon, con introducción y notas de C. Bougló y E . Halóvy (pág. 204, nota). Aparte de que esta exposición del saintsimonismo, hecha en 1829, es una obra de las más geniales del siglo, la labor acumulada en las notas por MM. Bougló y Halóvy constituye una de las contribuciones más importantes que y o conozco a la efectiva aclaración del alma europea entre 1800 y 1830. 126 De donde se colige que mi defensa lohengrinesca del viejo liberalismo es, por completo, desinteresada y gratuita. Porque es el caso que yo no soy un «viejo liberal». El descubrimiento —sin duda glorioso y esencial— de lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos hombres palpaban, más que veían, el hecho de que la colectividad es una realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían bien en qué consistía y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los fenómenos sociales del tiempo camuflaban la verdadera fisonomía de la colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los individuos. No había aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación y del reparto en todos los órdenes. De aquí que los «viejos liberales» se abriesen sin suficientes precauciones al colectivismo que respiraban. Mas cuando se ha visto con claridad lo que en el fenómeno social, en el hecho colectivo, simplemente y como tal, hay por un lado de benéfico, pero, por otro, de terrible, de pavoroso, sólo puede uno adherir a un liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer, en la línea misma del horizonte. Ni era posible que siendo estos hombres, como eran, de sobra perspicaces no entreviesen de cuando en cuando las angustias que su tiempo nos reservaba. Contra lo que suele creerse ha sido normal en la historia que el porvenir sea profetizado (i). En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, encontramos predibujada nuestra hora. Véase, por ejemplo, lo que hace más de ochenta años escribía Stuart Mili: «Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien, como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla (1) Obra fácil y útil que alguien debería emprender, fuera reunir los pronósticos que en cada época se han hecho sobre el próximo porvenir. Yo he coleccionado los suficientes para quedar estupefacto ante el hecho de que haya habido siempre algunos hombres que preveían el fu- turo. 127 de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar» (i). Pero lo que más nos interesaren Stuart Mili es su preocupación por la homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente. Esto le hace acogerse a un gran pensamiento emitido por Humboldt en su juventud. Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione es necesario, según Humboldt, que exista «variedad de situaciones» (2). Dentro de cada nación, y tomando en conjunto las naciones, es preciso que se den circunstancias diferentes. Así, al fallar una quedan otras posibilidades abiertas. Es insensato poner la vida europea a una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secreto acierto de Europa hasta el día, y la conciencia de ese secreto es la que, clara o balbuciente, ha movido siempre los labios del perenne liberalismo europeo. En esa conciencia se reconoce a sí misma como valor positivo, como bien y no como mal, la pluralidad continental. Me importaba aclarar esto para que no se tergiversase la idea de una supernación europea que este volumen postula. Tal y como vamos, con mengua progresiva de la «variedad de situaciones», nos dirigimos en vía recta hacia el Bajo Imperio. También fue aquél un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos subrayado y analizado de lo que debiera: los hombres se han vuelto estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, que el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los Alejandrinos, no van a hacer más que repetir, estereotipar. Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida —y lo uno por lo otro— que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio, está donde menos podía (1) Stuart Mili: La liberté, trad. Dupont-White (págs. 131-132). (2) Gesammelte Schriften. I, 106. 128 esperar y donde todavía, que yo sepa, nadie lo ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela en cambio y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado «latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad indo-europea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste, que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. jQué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianeidad se adivinan tras este seco artefacto lingüístico! El otro carácter aterrador del latín vulgar es precisamente su homogeneidad. Los lingüistas, que acaso son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y Galia, Tingitania y Dalmácia, Hispânia y Rumania. Y o , en cambio, que soy bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento fatiga unas cañas, no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece sencillamente atroz. Verdad es que trato de representarme cómo era por dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, tranquilamente, como homogeneidad; procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es la quieta impronta. Consta, claro está, que había africanismos, hispanismos, galicismos. Pero al constar esto quiere decirse que el torso de la lengua era común e idéntico, a pesar de las distancias, del escaso intercambio, de la dificultad de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. ¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutetia, el mauretano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulificando sus vidas? TOMO I V — 9 129 El latín vulgar está ahí en los archivos, como un escalofriante petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones». I V Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías. Hay obligación de trabajar sobre las cuestiones del tiempo. Esto, sin duda. Y yo lo he hecho toda mi vida. He estado siempre en la brecha. Pero una de las cosas que ahora se dicen —una «corriente»— es que, incluso a costa de la claridad mental, todo el mundo tiene que hacer política sensu stricto. Lo dicen, claro está, los que no tienen otra cosa que hacer. Y hasta lo corroboran citando de Pascal el imperativo eTabêtissement. Pero hace mucho tiempo que he aprendido a ponerme en guardia cuando alguien cita a Pascal. Es una cuatela de higiene elemental. El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política, es una y misma cosa con el fenómeno de rebelión de las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que política, una política exorbitada, frenética, fuera de sí, puesto que pretende suplantar al conocimiento, a la religión, a la sagesse— en fin, a las únicas cosas que por su sus- 130 tanda son aptas para ocupar el centro de la mente humana. La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que se usan para socializarlo. Cuando alguien nos pregunta qué somos en política, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos. Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos temas nueva claridad. Para esto está ahí, no para hacer la rueda de pavo real en las reuniones académicas. Y es precido que lo haga pronto o, como Dante decía, que encuentre la salida. ...studiate il passo Mentre que VOccidente non é'annera. (Purg., X X V I I , 62-63.) Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga probabilidad la solución del tremendo problema que las masas actuales plantean. Este volumen no pretende, ni de muy lejos, nada parecido. Como sus últimas palabras hacen constar, es sólo una primera aproximación al problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a fondo no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la escafandra y descender a lo más profundo del hombre. Esto hay que hacerlo, sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro próximo a aparecer en otros idiomas bajo el título El hombrey la gente. Una vez que nos hemos hecho bien cargo de cómo es este tipo humano hoy dominante, y que he llamado el hombre-masa, es cuando se suscitan las interrogaciones más fértiles y más dramáticas: ¿Se puede reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que si no se los extirpa producirán, de modo inexorable la aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior. 131 La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda posibilidad de salud, es ésta: ¿pueden las masas, aunque quisieran, despertar a la vida personal? No cabe desarrollar aquí el tremebundo tema, porque está demasiado virgen. Los términos en que hay que plantearlo no constan en la conciencia pública. Ni siquiera está esbozado el estudio del distinto margen de individualidad qué cada época del pasado ha dejado a la existencia humana. Porque es- pura inercia mental del «progresismo» suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal, como creía el honrado ingeniero, pero nulo historiador, Herbert Spencer. No: la historia está llena de retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la vida en nuestra época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona. Al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones de seres humanos, que van y vienen por sus calles o se concentran en festivales y manifestaciones políticas, se incorpora en mí, obsesionante, este pensamiento: ¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un proyecto de vida que tenga figura individual y que, por tanto, necesitaría realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no notará que es, si no imposible, casi improbable, porque no hay a su disposición espacio en que poder alojarla y en que poder moverse según su propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, como la vida del prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no sólo a todo acto, sino hasta á todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará para sí una vida standard, compuesta de desiderata comunes a todos y verá que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en colectividad con los demás. De aquí la acción en masa. La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en que van hallándose casi todos los europeos. En una prisión donde se han amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover un brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos de los demás. En tal circunstancia, los movimientos tienen que ejecutarse en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera esta cruel imagen es una solución. La termitera humana es imposible, porque fue el llamado «individualismo» quien enriqueció al mundo 132 y a todos en el mundo y fue esta riqueza quien prolificó tan fabulosamente la planta humana. Cuando los restos de ese «individualismo» desaparecieran, haría su reaparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y la termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. Quedarían muchos menos hombres, que lo serían un poco más. Ante el feroz patetismo de esta cuestión que, queramos o no, está ya a la vista, el tema de la- «justicia social», con ser tan respetable, empalidece y se degrada hasta parecer retórico e insincero suspiro romántico. Pero, al mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de esa «justicia social» es posible y es justo conseguir, caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, por lo demás, inoperante, porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales, antes bien rezuma sólo vagas filantropías. La primera condición para un mejoramiento de la situación preserte es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante, que hacía exclamar a Macaulay: «En todos los siglos, los ejemplos más viles de la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos» (i). Pero no es un hombre demagogo simplemente porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones una magistratura sacrosanta. La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de degeneración intelectual, que como amplio fenómeno de la historia europea aparece en Francia hacia 1750. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en Francia? Este es uno de los puntos neurálgicos del destino occidental y especialmente del destino francés. Ello es que, desde entonces, cree Francia y, por irradiación de ella, casi todo el continente, que el método para resolver los grandes problemas humanos es el método de la revolución, entendiendo por (1) Histoire de Jacques II, I , 643. 133 tal lo que ya Leibniz llamaba una «revolución general» (i), la voluntad de transformar de un golpe todo y en todos los géneros (2). Merced a ello esta maravilla que es Francia llega en malas condiciones a la difícil coyuntura del presente. Porque ese país tiene o cree que tiene una tradición revolucionaria. Y si ser revolucionario es ya cosa grave, ¡cuánto más serlo paradójicamente, por tradición! Es cierto que en Francia se ha hecho una Gran Revolución y varias torvas o ridiculas, pero si nos atenemos a la verdad desnuda de los anales, lo que encontramos es que esas revoluciones han servido principalmente para que durante todo un siglo, salvo unos días o unas semanas, Francia haya vivido más que ningún otro pueblo bajo formas políticas, en una u otra dosis, autoritarias y contrarrevolucionarias. Sobre todo, el gran bache moral de la historia francesa que fueron los veinte años del Segundo Imperio, se debió bien claramente a la botaratería de los revolucionarios de 1848 (3), gran parte de los cuales confesó el propio Raspail que habían sido antes clientes suyos. En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo concreto: por eso es consustancial a las revoluciones el fracaso. Los problemas humanos no son, como los astronómicos o los químicos, abstractos. Son problemas de máxima concreción, porque son históricos. Y el único método de pensamiento que proporciona alguna probabilidad de acierto en su manipulación es la «razón histórica». (1) «Je trouve même que des opinions approchantes s'insinuant peu à peu dans l'esprit des hommes du grand monde, qui règlent les autres et dont dépendent les affaires, et se glissant dans les livres à la mode disposent toutes choses à la révolution générale dont l'Europe est menacée.» Nouveaux Essais sur l'entendement humain, IV, Chap. 16. Lo cual demuestra dos cosas. Primera: que un hombre, hacia 1700, fecha aproximada en que Leibniz escribía esto, era capaz de prever lo que un siglo después aconteció; segunda: que los males presentes de Europa se' originan en regiones más profundas cronológica y vitalmente de lo que suele presu- mirse. (2) «... notre siècle qui se croit destiné à changer les lois en tout genre...» D'Alembert: Discours préliminaire à la Encyclopédie. Oeuvres: 1, 56 (1821). (3) «Cette honnête, irreprochable, mais imprévoyante et superficielle révolution de 1848 eut pour conséquence, au bout de moins d'un an, de donner le pouvoir à l'élément le plus pesant, le moins clairvoyant, le plus obstinément conservateur de notre pays.» Renan: Questions contemporaines. X V I . Renan, que en 1848 era joven y simpatizó con aquel movimiento, se ve en su madurez obligado a hacer algunas reservas benévolas a su favor, suponiendo que fue «honrado e irreprochable». 134 Cuando se contempla panorámicamente la vida pública de Francia durante los últimos ciento cincuenta años, salta a la vista que sus geómetras, sus físicos y sus médicos se han equivocado casi siempre en sus juicios políticos y que han solido, en cambio, acertar sus historiadores. Pero el racionalismo físico-matemático ha sido en Francia demasiado glorioso para que no tiranice la opinión pública. Malebranche rompe con un amigo suyo porque vio sobre su mesa un Tucídides (i). Estos meses pasados, empujando mi soledad por las calles de París, caía en la cuenta de que yo no conocía en verdad a nadie de la gran ciudad, salvo las estatuas. Algunas de éstas, en cambio, son viejas amistades, antiguas incitaciones o perennes maestros de mi intimidad. Y como no tenía con quién hablar, he conversado con ellas sobre grandes temas humanos. No sé si algún día saldrán a la luz estas «Conversaciones con estatuas», que han dulcificado una etapa dolorosa y estéril de mi vida. En ellas se razona con el marqués de Condorcet, que está en el Quai Conti, sobre la peligrosa idea del progreso. Con el pequeño busto de Comte que hay en su departamento de la rué Monsieur-le-Prince he hablado sobre el pouvoir spirituel, insuficientemente ejercido por mandarines literarios y por una Universidad que ha quedado por completo excéntrica a la efectiva vida de las naciones. Al propio tiempo he tenido el honor de recibir el encargo de un enérgico mensaje que ese busto dirige al otro, al grande, erigido en la plaza de la Sorbonne y que es el busto del falso Comte, del oficial, del de Littré. Pero era natural que me interesase sobre todo escuchar una vez más la palabra de nuestro sumo maestro Descartes, el hombre a quien más debe Europa. El puro azar que zarandea mi existencia ha hecho que redacte estas líneas teniendo a la vista el lugar de Holanda que habitó en 1642 el nuevo descubridor de la raison. Este lugar, llamado Endegeest, cuyos árboles dan sombra a mi ventana, es hoy un manicomio. Dos veces al día —y en amonestadora proximidad— veo pasar los idiotas y los dementes que orean un rato a la intemperie su malograda hombría. Tres siglos de experiencia «racionalista» nos obligan a recapacitar sobre el esplendor y los límites de aquella prodigiosa raison cartesiana. Esa raison es sólo matemática, física, biológica. Sus fabulosos triunfos sobre la naturaleza, superiores a cuanto pudiera soñarse, subrayan tanto más su fracaso ante los asuntos propiamente (1) J . R . Carro, La Phüoaophie de Fontenelle, pág. 143. 135 humanos e invitan a integrarla en otra razón más radical, que es la «razón histórica» (i). Esta nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo que sea intentar la transformación súbita de una sociedad y comenzar de nuevo la historia, como pretendían los confusionarios del 89. Al método de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las revoluciones tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Kohler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian' del hombre por lo que hablando rigorosamente llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define al hombre superior como el ser «de la más larga memoria». Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace que fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: «La continuité est un droit de l'homme; elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la bete» (2). (1) Véase Historia como sistema. (2) E n su prólogo a su traducción de La Liberté, de Stuart Mili, página 44. 136 Delante de mí está un periódico donde acabo de leer el relato de las fiestas con que ha celebrado Inglaterra la coronación del nuevo rey. Se dice que desde hace mucho tiempo la Monarquía inglesa es una institución meramente simbólica. Esto es verdad, pero diciéndolo así dejamos escapar lo mejor. Porque, en efecto, la Monarquía no ejerce en el Imperio Británico ninguna función material y palpable. Su papel no es gobernar, ni administrar la justicia, ni mandar el Ejército. Mas no por esto es una institución vacía, vacante de servicio. La Monarquía en Inglaterra ejerce una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar. Por eso el pueblo inglés, con deliberado propósito, ha dado ahora inusitada solemnidad al rito de la coronación. Frente a la turbulencia actual del continente ha querido afirmar las normas permanentes que regulan su vida. Nos ha dado una lección más. Como siempre —ya que siempre pareció Europa un tropel de pueblos— los continentales, llenos de genio, pero exentos de serenidad, nunca maduros, siempre pueriles, y al fondo, detrás de ellos, Inglaterra... como la nurse de Europa. Este es el pueblo que siempre ha llegado antes al porvenir, que se ha anticipado a todos en casi todos los órdenes. Prácticamente deberíamos omitir el casi. Y he aquí que este pueblo nos obliga con cierta impertinencia del más puro dandysmo a presenciar un vetusto ceremonial y a ver cómo actúan —porque no han dejado nunca de ser actuales— los más viejos y mágicos trebejos de su historia, la corona y el cetro, que entre nosotros rigen sólo el azar de la baraja. El inglés tiene empeño en hacernos constar que su pasado, precisamente porque ha pasado, porque le ha pasado a él, sigue existiendo para él. Desde un futuro al cual no hemos llegado nos muestra la vigencia lozana de su pretérito (i). Este pueblo circula por todo su tiempo, es verdaderamente señor de sus siglos, que conserva en activa posesión. Y esto es ser un pueblo de hombres: poder hoy seguir en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro, poder existir en el verdadero presente, ya que el presente es sólo la presencia del (1) N o es una simple manera de hablar, sino que es verdad al pie de la letra, puesto que vale en el orden donde la palabra «vigencia» tiene hoy su sentido mas inmediato, a saber, en el derecho. E n Inglaterra, «aucune barrière entre le présent et le passé. Sans discontinuité le droit positif remonte dans l'histoire jusqu'aux temps immémoriaux, Le droit anglais est un droit historique. Juridiquement parlant, il n'y a pas «d'ancient droit anglais». «Donc, en Angleterre, tout le droit est actuel, quel qu'en soit l'âge.» Lévy-Ullmann: Le système juridique de VAngleterre, I, pags. 38-39. 137 pasado y del porvenir, el lugar donde pretérito y futuro efectivamente existen. Con las fiestas simbólicas de la coronación, Inglaterra ha opuesto, una vez más, al método revolucionario el método de la continuidad, el único que puede evitar en la marcha de las cosas humanas ese aspecto patológico que hace de la historia una lucha ilustre y perenne entre los paralíticos y los epilépticos. V Como en estas páginas se hace la anatomía del hombre hoy dominante, procedo partiendo de su aspecto externo, por decirlo así, de su piel, y luego penetro un poco más en dirección hacia sus visceras. De aquí que sean los primeros capítulos los que han caducado más. La piel del tiempo ha cambiado. El lector debería, al leerlos, retrotraerse a los años 1926-1928. Ya ha comenzado la crisis en Europa, pero aún parece una de tantas. Todavía se sienten las gentes en plena seguridad. Todavía gozan de los lujos de la inflación. Y , sobre todo, se pensaba: ¡ahí está América! Era la América de la fabulosa prosperity. Lo único de cuanto va dicho en estas páginas que me inspira algún orgullo es no haber padecido el inconcebible error de óptica que entonces sufrieron casi todos los europeos, incluso los mismos economistas. Porque no conviene olvidar que entonces se pensaba muy en serio que los americanos habían descubierto otra organización de la vida que anulaba para siempre las perpetuas plagas humanas que son las crisis. A mí me sonrojaba que los europeos, inventores de lo más alto que hasta ahora se ha inventado —el sentido histórico—, mostrasen en aquella ocasión carecer de él por completo. El viejo lugar común de que América es el porvenir había nublado un momento su perspicacia. Tuve entonces el coraje de oponerme a semejante desliz, sosteniendo que América, lejos de ser el porvenir, era, en realidad, un remoto pasado, porque era primitivismo. Y , también contra lo que se cree, lo era y lo es mucho más América del Norte que la América del Sur, la hispánica. Hoy la cosa va siendo clara y los Estados Unidos no envían ya al viejo continente 138 señoritas para—como una me decía a la sazón—«convencerse de que en Europa no hay nada interesante» (i). Haciéndome asimismo violencia he aislado en este casi-libro, del problema total que es para el hombre, y aun especialmente para el hombre europeo, su inmediato porvenir, un sólo factor: la caracterización del hombre medio que hoy va adueñándose de todo. Esto me ha obligado a un duro ascetismo, a la abstención de expresar mis convicciones sobre cuanto toco de paso. Más aún: a presentar con frecuencia las cosas en forma que si era la más favorable para aclarar el tema exclusivo de este estudio, era la peor para dejar ver mi opinión sobre esas cosas. Baste señalar una cuestión, aunque fundamental. He medido al hombre medio actual en cuanto a su capacidad para continuar la civilización moderna y en cuanto a su adhesión a la cultura. Cualquiera diría que esas dos cosas —la civilización y la cultura—no son para mí cuestión. La verdad es que ellas son precisamente lo que pongo en cuestión casi desde mis primeros escritos. Pero yo no debía complicar los asuntos. Cualquiera que sea nuestra actitud ante la civilización y la cultura, está ahí, como un factor de primer orden con que hay que contar, la anomalía representada por el hombre-masa. Por eso urgía aislar crudamente sus síntomas. No debe, pues, el lector francés esperar más de este volumen, que no es, a la postre, sino un ensayo de serenidad en medio de la tormenta. J O S É O R T E G A Y GASSET «Het Witte HUÍS». Oegstgeest-Holanda, mayo, 1937. (1) Véase el ensayo Hegel y América, 1928, y los artículos sobre Loa Estados Unidos, publicados poco después. [Véanse respectivamente los tomos I I y IV de estas Obras Completas.'] PRIMERA PARTE LA REBELIÓN DE LAS M A S A S I E L HECHO D E L A S A G L O M E R A C I O N E S (i) HAY un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas. Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar, desde luego, a las palabras «rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar. Tal vez la manera mejor de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara. Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del «lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos (1) E n mi libro España invertebrada, publicado en 1921, en un artículo de El Sol, titulado «Masas» (1926), y en dos conferencias dadas en la Asociación de Amigos del Arte, en Buenos Aires (1928), me he ocupado del tema que el presente ensayo desarrolla. Mi propósito ahora es recoger y completar lo y a dicho por mí, de manera que resulte una doctrina orgánica sobre el hecho más importante de nuestro tiempo. 143 de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio. Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual? Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico cromatismo interior. ¿Qué es lo que vemos y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo los asientos el ferrocarril y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de esos establecimientos y vehículos solía estar lleno, y ahora rebosan, queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra sorpresa. Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumhrados. La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora? Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, di- 144 vergente, disociada, distante. Cada cual —individuo o pequeño grupo— ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro. El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es «el hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramente cantidad —la muchedumbre— en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con esta conversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de ésta comprendemos la génesis de aquélla. Es evidente, hasta perogrullesco, que la formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser en los individuos que la integran. Se dirá que es lo que acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial diferencia. En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí solo excluye el gran número. Para formar una minoría, sea la que sea, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior a haberse cada cual singularizado, y es, por tanto, en buena parte una coincidencia en no coincidir. Hay casos en que este carácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí mismos «no conTOMO I V . — 1 0 145 formistas», es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ilimitada. Este ingrediente de juntarse los menos precisamente para separarse de los más va siempre involucrado en la formación de toda minoría. Hablando del reducido público que escuchaba a un músico refinado, dice graciosamente Mallarmé que aquel público subrayaba con la presencia de su escasez la ausencia multitudinaria. En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales —al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden—advierte que no posee ninguna calidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa». Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre si mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva. Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos religiones distintas: una, más rigorosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana —«gran vehículo» o «gran carril»— y el Hinayana—«pequeño vehículo», «caxnino menor». Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno u otro vehículo, a un máximo de exigencias o a un mínimo. La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo y mientras lo fueron de verdad, hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras las inferiores están normalmente constituidas por individuos sin calidad. Pero, 146 en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la cualificación, se advierte el progresivo triunfo de los seudointelectuales incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza» masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas egregiamente discipli- nadas. Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y consecuentemente no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso, o bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas —calificadas, por lo menos, en pretensión. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría congruentemente que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social. Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos aparecerán inequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la masa. Todos ellos indican que ésta ha resuelto adelantarse al primer plano social y ocupar los locales y usar los utensilios y gozar de los placeres antes adscritos a los pocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados para las muchedumbres, puesto que su dimensión es muy reducida y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje visible el hecho nuevo: la masa, que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías. Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías, no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así —anticipand o lo que luego veremos—, creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de 147 entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Y o dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia. Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo» no es «todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa. Este es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de su apariencia. II L A SUBIDA D E L N I V E L HISTÓRICO Este es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de su apariencia. Es, además, de una absoluta novedad en la historia de nuestra civilización. Jamás, en todo su desarrollo, ha acontecido nada parejo. Si hemos de hallar algo semejante, tendríamos que brincar fuera de nuestra historia y sumergirnos en un orbe, en un elemento vital, completamente distinto del nuestro; tendríamos que insinuarnos en el mundo antiguo y llegar a su hora de declinación. La historia del Imperio Romano es también la historia de la subversión, del imperio de las masas, que absorben y anulan las minorías dirigentes y se colocan en su lugar. Entonces se produce también el fenómeno de la aglomeración, del lleno. Por eso, como ha observado muy bien Spengler, hubo que construir, al modo que ahora, enormes edificios. La época de las masas es la época de lo colosal (i). Vivimos bajo el brutal imperio de las masas. Perfectamente; ya hemos llamado dos veces «brutal» a este imperio, ya hemos pagado nuestro tributo al dios de los tópicos; ahora, con el billete en la mano, podemos alegremente ingresar en el tema, ver por dentro el espectáculo. ¿O se creía que iba a contentarme con esa descripción, tal vez exacta, pero externa, que es sólo el haz, la vertiente, bajo los cuales se presenta el hecho tremendo cuando se le mira desde el pasado? Si yo dejase aquí este asunto y estrangulase sin más mi presente ensayo, quedaría el lector pensando, muy justamente, que (1) Lo trágico de aquel proceso es que, mientras se formaban estas aglomeraciones, comenzaba la despoblación de las campiñas, que había de traer la mengua absoluta en el número de habitantes del Imperio. 149 este fabuloso advenimiento de las masas a la superficie de la historia no me inspiraba otra cosa que algunas palabras displicentes, desdeñosas, un poco de abominación y otro poco de repugnancia; a mí, de quien es notorio que sustento una interpretación de la historia radicalmente aristocrática (i). Es radical, porque yo no he dicho nunca que la sociedad humana deba ser aristocrática, sino mucho más que eso. He dicho, y sigo creyendo, cada día con más enérgica convicción, que la sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de que es sociedad en la medida en que sea aristocrática, y deja de serlo en la medida en que se desaristocratice. Bien entendido que hablo de la sociedad y no del Estado. Nadie puede creer que, frente a este fabuloso encrespamiento de la masa, sea lo aristocrático contentarse con hacer un breve mohín amanerado, como un caballerito de Versalles. Versalles —se entiende ese Versalles de los mohines— no es aristocracia, es todo lo contrario: es la muerte y la putrefacción de una magnífica aristocracia. Por eso, de verdaderamente aristocrático sólo quedaba en aquellos seres la gracia digna con que sabían recibir en su cuello la visita de la guillotina; la aceptaban como el tumor acepta el bisturí. No; a quien sienta la misión profunda de las aristocracias, el espectáculo de la masa le incita y enardece como al escultor la presencia del mármol virgen. La aristocracia social no se parece nada a ese grupo reducidísimo que pretende asumir para sí íntegro el nombre de «sociedad», que se llama a sí mismo «la sociedad», y que vive simplemente de invitarse o de no invitarse. Como todo en el mundo tiene su virtud y su misión, también tiene las suyas dentro del vasto mundo este pequeño «mundo elegante», pero una misión muy subalterna e incomparable con la faena hercúlea de las auténticas aristocracias. Y o no tendría inconveniente en hablar sobre el sentido que posee esa vida elegante, en apariencia tan sin sentido; pero nuestro tema es ahora otro de mayores proporciones. Por supuesto que esa misma «sociedad distinguida» va también con el tiempo. Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, toda juvenil) Véase España invertebrada, 1921, fecha de su primera publicación como serie de artículos en el diario El Sol. [En el tomo I I I de estas Obras Oompletas.] Aprovecho esta ocasión para hacer notar a los extranjeros que generosamente escriben sobre mis libros, y encuentran, a veces, dificultades para precisar la feoha primera de su aparición, el hecho de que casi toda mi obra ha salido al mundo usando el antifaz de artículos periodísticos; mucha parte de ella ha tardado largos años en atreverse a ser libro (1946). 150 tud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña, porque me dijo: «Yo no puedo sufrir un baile al que han sido invitadas menos de ochocientas personas». A través de esta frase vi que el estilo de las masas triunfa hoy sobre toda el área de la vida y se impone aun en aquellos últimos rincones que parecían reservados a los happj fetv. Rechazo, pues, igualmente, toda interpretación de nuestro tiempo que no descubra la significación positiva oculta bajo el actual imperio de las masas y las que lo aceptan beatamente, sin estremecerse de espanto. Todo destino es dramático y trágico en su profunda dimensión. Quien no haya sentido en la mano palpitar el peligro del tiempo, no ha llegado a la entraña del destino, no ha hecho más que acariciar su mórbida mejilla. En el nuestro, el ingrediente terrible lo pone la arrolladora y violenta sublevación moral de las masas, imponente, indomable y equívoca como todo destino. ¿A dónde nos lleva? ¿Es un mal absoluto o un bien posible? ¡Ahí está, colosal, instalada sobre nuestro tiempo como un gigante, cósmico signo de interrogación, el cual tiene siempre una forma equívoca, con algo, en efecto, de guillotina o de horca, pero también con algo que quisiera ser un arco triunfal! El hecho que necesitamos someter a anatomía puede formularse bajo estas dos rúbricas: primera, las masas ejercitan hoy un repertorio vital que coincide, en gran parte, con el que antes parecía reservado exclusivamente a las minorías; segunda, al propio tiempo, las masas se han hecho indóciles frente a las minorías; no las obedecen, no las siguen, no las respetan, sino que, por el contrario, las dan de lado y las suplantan. Analicemos la primera rúbrica. Quiero decir con ella que las masas gozan de los placeres y usan los utensilios inventados por los grupos selectos y que antes sólo éstos usufructuaban. Sienten apetitos y necesidades que antes se calificaban de refinamientos, porque eran patrimonio de pocos. Un ejemplo trivial: en 1820 no habría en París diez cuartos de baño en casas particulares; véanse las Memorias de la comtesse de Boigne. Pero más aún: las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, muchas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos especializados. Y no sólo las técnicas materiales, sino lo que es más importante, las técnicas jurídicas y sociales. En el siglo XVIII, ciertas minorías descubrieron que todo individuo humano, por el mero hecho de nacer, y sin necesidad de cualificación especial alguna, poseía ciertos derechos políticos fundamentales, los llamados derechos del hom- 151 bre y del ciudadano, y que, en rigor, estos derechos comunes a todos son los únicos existentes. Todo otro derecho afecto a dotes especiales quedaba condenado como privilegio. Fue esto, primero, un puro teorema e idea de unos pocos; luego, esos pocos comenzaron a usar prácticamente de esa idea, a imponerla y reclamarla: las minorías mejores. Sin embargo, durante todo el siglo xrx, la masa, que iba entusiasmándose con la idea de esos derechos como un ideal, no los sentía en sí, no los ejercitaba ni hacía valer, sino que de hecho, bajo las legislaciones democráticas, seguía viviendo, seguía sintiéndose a sí misma como en el antiguo régimen. El «pueblo» —según entonces se le llamaba—, el «pueblo» sabía ya que era soberano; pero no lo creía. Hoy aquel ideal se ha convertido en una realidad, no ya en las legislaciones, que son esquemas externos de la vida pública, sino en el corazón de todo individuo, cualesquiera que sean sus ideas, inclusive cuando sus ideas son reaccionarias; es decir, inclusive cuando machaca y tritura las instituciones donde aquellos derechos se sancionan. A mi juicio, quien no entienda esta curiosa situación moral de las masas, no puede explicarse nada de lo que hoy comienza a acontecer en el mundo. La soberanía del individuo no cualificado, del individuo humano genérico y como tal, ha pasado, de idea o ideal jurídico que era, a ser un estado psicológico constitutivo del hombre medio. Y nótese bien: cuando algo que fue ideal se hace ingrediente de la realidad, inexorablemente deja de ser ideal. El prestigio y la magia autorizante, que son atributos del ideal, que son su efecto sobre el hombre, se volatilizan. Los derechos niveladores de la generosa inspiración democrática se han convertido, de aspiraciones e ideales, en apetitos y supuestos inconscientes. Ahora bien: el sentido de aquellos derechos no era otro que sacar las almas humanas de su interna servidumbre y proclamar dentro de ellas una cierta conciencia de señorío y dignidad. ¿No era esto lo que se quería? ¿Que el hombre medio se sintiese amo, dueño, señor de sí mismo y de su vida? Ya está logrado. ¿Por qué se quejan los liberales, los demócratas, los progresistas de hace treinta años? O ¿es que, como los niños, quieren una cosa, pero no sus consecuencias? Se quiere que el hombre medio sea señor. Entonces no extrañe que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los placeres, que imponga decidido su voluntad, que se niegue a toda servidumbre, que no siga dócil a nadie, que cuide su persona y sus ocios, que perfile su indumentaria: son algunos de los atributos perennes que acompañan a la conciencia de señorío. Hoy los hallamos residiendo en el hombre medio, en la masa. 152 Tenemos, pues, que la vida del hombre medio está ahora constituida por el repertorio vital que antes caracterizaba sólo a las minorías culminantes. Ahora bien: el hombre medio representa el área sobre que se mueve la historia de cada época; es en la historia lo que el nivel del mar en la geografía. Si, pues, el nivel medio se halla hoy donde antes sólo tocaban las aristocracias, quiere decirse lisa y llanamente que el nivel de la historia ha subido de pronto —tras de largas y subterráneas preparaciones, pero en su manifestación, de pronto—, de un salto, en una generación. La vida humana, en totalidad, ha ascendido. El soldado del día, diríamos, tiene mucho de capitán; el ejército humano se compone ya de capitanes. Basta ver la energía, la resolución, la soltura con que cualquier individuo se mueve hoy por la existencia, agarra el placer que pasa, impone su decisión. Todo el bien, todo el mal del presente y del inmediato porvenir tienen en este ascenso general del nivel histórico su causa y su raíz. Pero ahora nos ocurre una advertencia impremeditada. Eso, que el nivel medio de la vida sea el de las antiguas minorías, es un hecho nuevo en Europa; pero era el hecho nativo, constitucional, de América. Piense el lector, para ver clara mi intención, en la conciencia de igualdad jurídica. Ese estado psicológico de sentirse amo y señor de sí e igual a cualquier otro individuo, que en Europa sólo los grupos sobresalientes lograban adquirir, es lo que desde el siglo xvni, prácticamente desde siempre, acontecía en América. ¡Y nueva coincidencia, aún más curiosa! Al aparecer en Europa ese estado psicológico del hombre medio, al subir el nivel de su existencia integral, el tono y maneras de la vida europea en todos los órdenes adquiere de pronto una fisonomía que hizo decir a muchos: «Europa se está americanizando». Los que esto decían no daban al fenómeno importancia mayor; creían que se trataba de un ligero cambio en las costumbres, de una moda, y, desorientados por el parecido externo, lo atribuían a no se sabe qué influjo de América sobre Europa. Con ello, a mi juicio, se ha trivializado la cuestión, que es mucho más sutil y sorprendente y profunda. La galantería intenta ahora sobornarme para que yo diga a los hombres de Ultramar que, en efecto, Europa se ha americanizado y que esto es debido a un influjo de América sobre Europa. Pero no; la verdad entra ahora en colisión con la galantería, y debe triunfar. Europa no se ha americanizado. No ha recibido aún influjo grande de América. Lo uno y lo otro, si acaso, se inician ahora mismo; 153 pero no se produjeron en el próximo pasado, de que el presente es brote. Hay aquí un cúmulo desesperante de ideas falsas que nos estorban la visión a unos y a otros, a americanos y a europeos. El triunfo de las masas y la consiguiente magnífica ascensión de nivel vital han acontecido en Europa por razones internas, después de dos siglos de educación progresista de las muchedumbres y de un paralelo enriquecimiento económico de la sociedad. Pero ello es que el resultado coincide con el rasgo más decisivo de la existencia americana; y por eso, porque coincide la situación moral del hombre medio europeo con la del americano, ha acaecido que por vez primera el europeo entiende la vida americana, que antes le era un enigma y un misterio. No se trata, pues, de un influjo, que sería un poco extraño, que sería un reflujo, sino de lo que menos se sospecha aún; se trata de una nivelación. Desde siempre se entreveía oscuramente por los europeos que el nivel medio de la vida era más alto en América que en el viejo continente. La intuición, poco analítica, pero evidente de este hecho, dio origen a la idea, siempre aceptada, nunca puesta en duda, de que América era el porvenir. Se comprenderá que idea tan amplia y tan arraigada no podía venir del viento, como dicen que las orquídeas se crían en el aire, sin raíces. El fundamento era aquella entrevisión de un nivel más elevado en la vida media de Ultramar, que contrastaba con el nivel inferior de las minorías mejores de América comparadas con las europeas. Pero la historia, como la agricultura, se nutre de los valles y no de las cimas, de la altitud media social y no de las eminencias. Vivimos en sazón de nivelaciones; se nivelan las fortunas, se nivela la cultura entre las distintas clases sociales, se nivelan los sexos. Pues bien: también se nivelan los continentes. Y como el europeo se hallaba vitalmente más bajo, en esta nivelación no ha hecho sino ganar. Por tanto, mirada desde este haz, la subversión de las masas significa un fabuloso aumento de vitalidad y de posibilidades; todo lo contrario, pues, de lo que oímos tan a menudo sobre la decadencia de Europa. Frase confusa y tosca, donde no se sabe bien de qué se habla, si de los Estados europeos, de la cultura europea o de lo que está bajo todo esto e importa infinitamente más que todo esto, a saber: de la vitalidad europea. De los Estados y de la cultura europea diremos algún vocablo más adelante—y acaso la frase susodicha valga para ellos—; pero en cuanto a la vitalidad, conviene desde luego hacer constar que se trata de un craso error. Dicha en otro giro, tal vez mi afirmación parezca más 154 convincente o menos inverosímil; digo, pues, que hoy un italiano medio, un español medio, un alemán medio, se diferencian menos en tono vital de un yanqui o de un argentino que hace treinta años. Y éste es un dato que no deben olvidar los americanos. Ill L A A L T U R A D E LOS TIEMPOS El imperio de las masas presenta, pues, una vertiente favorable en cuanto significa una subida de todo el nivel histórico, y revela que la vida media se mueve hoy en altura superior a la que ayer pisaba. Lo cual nos hace caer en la cuenta de que la vida puede tener altitudes diferentes y que es una frase llena de sentido la que sin sentido suele repetirse cuando se habla de la altura de los tiempos. Conviene que nos detengamos en este punto, porque él nos proporciona manera de fijar uno de los caracteres más sorprendentes de nuestra época. Se dice, por ejemplo, que esta o la otra cosa no es propia de la altura de los tiempos. En efecto; no el tiempo abstracto de la cronología, que es todo él llano, sino el tiempo vital, lo que cada generación llama «nuestro tiempo», tiene siempre cierta altitud, se eleva hoy sobre ayer, o se mantiene a la par, o cae por debajo. La imagen de caer, envainada en el vocablo decadencia, procede de esta intuición. Asimismo cada cual siente, con mayor o menor claridad, la relación en que su vida propia se encuentra con la altura del tiempo donde transcurre. Hay quien se siente en los modos de la existencia actual como un náufrago que no logra salir a flote. La velocidad del tempo con que hoy marchan las cosas, el ímpetu y energía con que se hace todo, angustian al hombre de temple arcaico, y esta angustia mide el desnivel entre la altura de su pulso y la altura de la época. Por otra parte, el que vive con plenitud y a gusto las formas del presente, tiene conciencia de la relación entre la altura de nuestro tiempo y la altura de las diversas edades pretéritas. ¿Cuál es esa relación? 156 Fuera erróneo suponer que siempre el hombre de una época siente las pasadas, simplemente porque pasadas, como más bajas de nivel que la suya. Bastaría recordar que, al parescer de Jorge Manrique, Cualquiera tiempo pasado fue mejor. Pero esto tampoco es verdad. Ni todas las edades se han sentido inferiores a alguna del pasado, ni todas se han creído superiores a cuantas fueron y recuerdan. Cada edad histórica manifiesta una sensación diferente ante ese extraño fenómeno de la altitud vital, y me sorprende que no hayan reparado nunca pensadores e historiógrafos en hecho tan evidente y sustancioso. La impresión que Jorge Manrique declara, ha sido ciertamente la más general, por lo menos si se toma grosso modo. A la mayor parte de las épocas no les pareció su tiempo más elevado que otras edades antiguas. Al contrario, lo más sólito ha sido que los hombres supongan en un vago pretérito tiempos mejores, de existencia más plenaria: la «edad de oro», decimos los educados por Grecia y Roma; la Alcheringa, dicen los salvajes australianos. Esto revela que esos hombres sentían el pulso de su propia vida más o menos falto de plenitud, decaído, incapaz de henchir por completo el cauce de las venas. Por esta razón respetaban el pasado, los tiempos «clásicos», cuya existencia se les presentaba como algo más ancho, más rico, más perfecto y difícil que la vida de su tiempo. Al mirar atrás e imaginar esos siglos más valiosos, les parecía no dominarlos, sino, al contrario, quedar bajo ellos, como un grado de temperatura, si tuviese conciencia, sentiría que no contiene en sí el grado superior; antes bien, que hay en éste más calorías que en él mismo. Desde ciento cincuenta años después de Cristo, esta impresión de encogimiento vital, de venir a menos, de decaer y perder pulso, crece progresivamente en el Imperio romano. Y a Horacio había cantado: «Nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz.» (Odas. Libro III, 6). Aetas parentum peior avis tulit nos nequiores, mox daturos progeniem vitiosorem. Dos siglos más tarde no había en todo el Imperio bastantes itálicos medianamente valerosos con quienes cubrir las plazas de centuriones, y hubo que alquilar para este oficio a dálmatas y luego 157 a bárbaros del Danubio y el Rin. Mientras tanto, las mujeres se hicieron estériles e Italia se despobló. Veamos ahora otra clase de épocas que gozan de una impresión vital al parecer la más opuesta a ésa. Se trata de un fenómeno muy curioso, que nos importa mucho definir. Cuando hace no más de treinta años los políticos peroraban ante las multitudes, solían rechazar ésta o la otra medida de gobierno, tal o cual desmán, diciendo que era impropio de la plenitud de los tiempos. Es curioso recordar que la misma frase aparece empleada por Trajano en su famosa carta a Plinio, al recomendarle que no se persiguiese a los cristianos en virtud de denuncias anónimas: Nec nostri saculi est. Ha habido, pues, varias épocas en la historia que se han sentido a si mismas como arribadas a una altura plena, definitiva; tiempos en que se cree haber llegado al término de un viaje, en que se cumple un afán antiguo y plenifica una esperanza. Es la «plenitud de los tiempos», la completa madurez de la vida histórica. Hace treinta años, en efecto, creía el europeo que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser, lo que desde muchas generaciones se venía anhelando que fuese, Ib que tendría ya que ser siempre. Los tiempos de plenitud se sienten siempre como resultado de otras muchas edades preparatorias, de otros tiempos sin plenitud, inferiores al propio, sobre los cuales va montada esta hora bien granada. Vistos desde su altura, aquellos períodos preparatorios aparecen como si en ellos se hubiese vivido de puro afán e ilusión no lograda; tiempos de sólo deseo insatisfecho, de ardientes precursores, de «todavía no», de contraste penoso entre una aspiración clara y la realidad que no le corresponde. Así ve a la Edad Media el siglo xrx. Por fin llega un día en que ese viejo deseo, a veces milenario, parece cumplirse: la realidad lo recoge y obedece. ¡Hemos llegado a la altura entrevista, a la meta anticipada, a la cima del tiempo! Al «todavía no» ha sucedido el «por fin». Esta era la sensación que de su propia vida tenían nuestros padres y toda su centuria. No se olvide esto: nuestro tiempo es un tiempo que viene después de un tiempo de plenitud. De aquí que, irremediablemente, el que siga adscrito a la otra orilla, a ese próximo plenario pasado, y lo mire todo bajo su óptica, sufrirá el espejismo de sentir la edad presente como un caer desde la plenitud, como una decadencia. Pero un viejo aficionado a la historia, empedernido tomador de pulso de tiempos, no puede dejarse alucinar por esa óptica de las supuestas plenitudes. 158 Según he dicho, lo esencial para que exista «plenitud de los tiempos» es que un deseo antiguo, el cual venia arrastrándose anheloso y querulante durante siglos, por fin un día queda satisfecho. Y , en efecto, esos tiempos plenos son tiempos satisfechos de sí mismos; a veces, como en el siglo xrx, archisatisfechos (i). Pero ahora caemos en la cuenta de que esos siglos tan satisfechos, tan logrados, están muertos por dentro. ~La auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Y a decía Cervantes que «el camino es siempre mejor que la posada». Un tiempo que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más, que se le ha secado la fontana del desear. Es decir, que la famosa plenitud es en realidad una conclusión. Hay siglos que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial (2). De aquí el dato sorprendente de que esas etapas de llamada plenitud hayan sentido siempre en el poso de sí mismas una peculiarísima tristeza. El deseo tan lentamente gestado, y que en el siglo xrx parece al cabo realizarse, es lo que, resumiendo, se denominó a sí mismo «cultura moderna». Y a el nombre es inquietante; ¡que un tiempo se llame a sí mismo «moderno», es decir, último, definitivo, frente al cual todos los demás son puros pretéritos, modestas preparaciones y aspiraciones hacia él! ¡Saetas sin brío que fallan al blanco! (3). ¿No se palpa ya aquí la diferencia esencial entre nuestro tiempo y ese que acaba de preterir, de trasponer? Nuestro tiempo, en efecto, no se siente ya definitivo; al contrario, en su raíz misma encuentra (1) E n los cuños de las monedas de Adriano se leen cosas como éstas: Italia Félix, Saeculum aureum, Tellus stabilita. Temporum felicitas. Aparte el gran repertorio numismático de Cohén, véanse algunas monedas reproducidas en Rostovtzeff: The social and economic history of the Román Empire, 1926, lámina LII y página 588, nota 6. (2) No dejen de leerse las maravillosas páginas de Hegel sobre los tiempos satisfechos en su Filosofía de la historia, traducción de José Gaos. Revista de Occidente, tomo I, págs. 41 y siguientes. (3) El sentido originario de «moderno», «modernidad», con que los últimos tiempos se han bautizado a sí mismos, declara muy agudamente esa sensación de «altura de los tiempos» que ahora analizo. Moderno es lo que está según el modo; se entiende el modo nuevo, modificación o moda que en tal presente ha surgido frente a los modos viejos, tradicionales, que se usaron en el pasado. La palabra «moderno» expresa, pues, la conciencia de una nueva vida, superior a la antigua, y a la vez el imperativo de estar a la altura de los tiempos. Para el «moderno», no serlo equivale a caer bajo el nivel histórico. 159 oscuramente la intuición de que no hay tiempos definitivos, seguros, para siempre cristalizados, sino que, al revés, esa pretensión de que un tiempo de vida —el llamado «cultura moderna»— fuese definitivo, nos parece una obcecación y estrechez inverosímiles del campo visual. Y al sentir así, percibimos una deliciosa impresión de habernos evadido de un recinto angosto y hermético, de haber escapado y salir de nuevo bajo las estrellas al mundo auténtico, profundo, terrible, imprevisible e inagotable, donde todo, todo es posible: lo mejor y lo peor. La fe en la cultura moderna era triste: era saber que mañana iba a ser en todo lo esencial igual a hoy, que el progreso consistía sólo en avanzar por todos los siempres sobre un camino idéntico al que ya estaba bajo nuestros pies. Un camino así es más bien una prisión que, elástica, se alarga sin libertarnos. Cuando en los comienzos del Imperio algún fino provincial llegaba a Roma —Lucano, por ejemplo, o Séneca— y veía las majestuosas construcciones imperiales, símbolo de un poder definitivo, sentía contraerse su corazón. Y a nada nuevo podía pasar en el mundo. Roma era eterna. Y si hay una melancolía de las ruinas, que se levanta de ellas como el vaho de las aguas muertas, el provincial sensible percibía una melancolía no menos premiosa, aunque de signo inverso: la melancolía de los edificios eternos. Frente a ese estado emotivo, ¿no es evidente que la sensación de nuestra época se parece más a la alegría y alboroto de chicos que se han escapado de la escuela? Ahora ya no sabemos lo que va a pasar mañana en el mundo, y eso secretamente nos regocija; porque eso, ser imprevisible, ser un horizonte siempre abierto a toda posibilidad, es la vida auténtica, la verdadera plenitud de la vida. Contrasta este diagnóstico, al cual falta, es cierto, su otra mitad, con la quejumbre de decadencias que lloriquea en las páginas de tantos contemporáneos. Se trata de un error óptico que proviene de múltiples causas. Otro día veremos algunas; pero hoy quiero anticipar la más obvia: proviene de que, fieles a una ideología, en mi opinión periclitada, miran de la historia sólo la política o la cultura, y no advierten que todo eso es sólo la superficie de la historia; que la realidad histórica es, antes que eso y más hondo que eso, un puro afán de vivir, una potencia parecida a las cósmicas; no la misma, por tanto, no natural, pero sí hermana de la que inquieta al mar, fecundiza a la fiera, pone flor en el árbol, hace temblar a la estrella. Frente a los diagnósticos de decadencia yo recomiendo el siguiente razonamiento: 160 La decadencia es, claro está, un concepto comparativo. Se decae de un estado superior hacia un estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse desde los puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar. Para un fabricante de boquillas de ámbar, el mundo está en decadencia porque ya no se fuma apenas con boquillas de ámbar. Otros puntos de vista serán más respetables que éste, pero, en rigor, no dejan de ser parciales, arbitrarios y externos a la vida misma cuyos quilates se trata precisamente de evaluar. No hay más que un punto de vista justificado y natural: instalarse en esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente a sí misma decaída, es decir, menguada, debilitada e insípida. Pero aun mirada por dentro de sí misma, ¿cómo se conoce que una vida se siente o no decaer? Para mí no cabe duda respecto al síntoma decisivo: una vida que no prefiere otra ninguna de antes, de ningún antes, por tanto, que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido serio llamarse decadente. A esto venía toda mi excursión sobre el problema de la altitud de los tiempos. Pues acaece que precisamente el nuestro goza en este punto de una sensación extrañísima; que yo sepa, única hasta ahora en la historia co- nocida. En los salones del último siglo llegaba indefectiblemente una hora en que las damas y sus poetas amaestrados se hacían unos a otros esta pregunta: ¿En qué época quisiera usted haber vivido? Y he aquí que cada uno, echándose a cuestas la figura de su propia vida, se dedicaba a vagar imaginariamente por las vías históricas en busca de un tiempo donde encajar a gusto el perfil de su existencia. Y es que, aun sintiéndose, o por sentirse en plenitud, ese siglo xix quedaba, en efecto, ligado al pasado, sobre cuyos hombros creía estar; se veía, en efecto, como la culminación del pasado. De aquí que aún creyese en épocas relativamente clásicas —el siglo de Pericles, el Renacimiento—, donde se habían preparado los valores vigentes. Esto bastaría para hacernos sospechar de los tiempos de plenitud; llevan la cara vuelta hacia atrás, miran el pasado que en ellos se cumple. Pues bien: ¿qué diría sinceramente cualquier hombre representativo del presente a quien se hiciese una pregunta parecida? Y o creo que no es dudoso: cualquier pasado, sin excluir ninguno, le daría la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o, dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra TOMO IV.—11 161 vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa. Nuestra vida se siente, por lo pronto, de mayor tamaño que todas las vidas. ¿Cómo podrá sentirse decadente? Todo lo contrario: lo que ha acaecido es que, de puro sentirse más vida, ha perdido todo respeto, toda atención hacia el pasado. De aquí que por vez primera nos encontremos con una época que hace tabla rasa de todo clasicismo, que no reconoce en nada pretérito posible modelo o norma, y sobrevenida al cabo de tantos siglos sin discontinuidad de evolución, parece, no obstante, su comienzo, una alborada, una iniciación, una niñez. Miramos atrás y el famoso Renacimiento nos parece un tiempo angostísimo, provincial, de vanos gestos —¿por qué no decirlo?—, cursi. Y o resumía, tiempo hace, tal situación en la forma siguiente: «Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho general de nuestra época y en ella va incluida la sospecha, más o menos confusa, qué engendra el azoramiento peculiar de la vida en estos años. Sentimos que de pronto nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales; que los muertos no se murieron de broma, sino completamente; que ya no pueden ayudarnos. El resto del espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo —sean de arte, de ciencia o de política. El europeo está solo, sin muertos vivientes a su vera: como Pedro Schlehmil, ha perdido su sombra. Es lo que acontece siempre que llega el mediodía» (i). ¿Cuál es, en resumen, la altura de nuestro tiempo? No es plenitud de los tiempos, y, sin embargo, se siente sobre todos los tiempos sidos y por encima de todas las conocidas plenitudes. N o es fácil de formular la impresión que de sí misma tiene nuestra época: cree ser más que las demás, y a la par se siente como un comienzo, sin estar segura de no ser una agonía. ¿Qué expresión elegiríamos? Tal vez ésta: más que los demás tiempos e inferior a sí misma. Fortísima y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y a la vez temiéndolas. (1) La deshumanización del arte. [En el tomo I I I de estas Obras Completas, pág. 428.] I V E L CRECIMIENTO D E L A V I D A El imperio de las masas y el ascenso de nivel, la altitud del tiempo que él anuncia, no son a su vez más que síntomas de un hecho más completo y general. Este hecho es casi grotesco e increíble en su misma y simple evidencia. Es, sencillamente, que el mundo, de pronto, ha crecido, y con él y en él, la vida. Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo. Hace poco más de un año, los sevillanos seguían hora a hora, en sus periódicos populares, lo que estaba pasando a unos hombres junto al Polo: es decir, que sobre el fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva. Cada trozo de tierra no está ya recluido en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos vitales actúa en los demás sitios del planeta. Según el principio físico de que las cosas están allí donde actúan, reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad. Esta proximidad de lo lejano, esta presencia de lo ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida. Y el mundo ha crecido también temporalmente. La prehistoria y la arqueología han descubierto ámbitos históricos de longitud quimérica. Civilizaciones enteras e imperios de que hace poco ni el nombre se sospechaba, han sido anexionados a nuestra memoria como nuevos continentes. El periódico ilustrado y la pantalla han traído todos estos remotísimos pedazos de mundo a la visión inmediata del vulgo. 163 Pero este aumento espacio-temporal del mundo no significaría por sí nada. El espacio y el tiempo físicos son lo absolutamente estúpido del universo. Por eso es más justificado de lo que suele creerse el culto a la pura velocidad que transitoriamente ejercitan nuestros contemporáneos. La velocidad hecha de espacio y tiempo no es menos estúpida que sus ingredientes; pero sirve para anular aquéllos. Una estupidez no se puede dominar si no es con otra. Era para el hombre cuestión de honor triunfar del espacio y el tiempo cósmicos (i), que carecen por completo de sentido, y no hay razón para extrañarse de que nos produzca un pueril placer hacer funcionar la vacía velocidad con la cual matamos espacio y yugulamos tiempo. Al anularlos, los vivificamos, hacemos posible su aprovechamiento vital, podemos estar en más sitios que antes, gozar de más idas y más venidas, consumir en menos tiempo vital más tiempo cósmico. Pero, en definitiva, el crecimiento sustantivo del mundo no consiste en sus mayores dimensiones, sino en que incluya más cosas. Cada cosa —tómese la palabra en su más amplio sentido— es algo que se puede desear, intentar, hacer, deshacer, encontrar, gozar o repeler; nombres todos que significan actividades vitales. Tómese una cualquiera de nuestras actividades; por ejemplo, comprar. Imagínense dos hombres, uno del presente y otro del siglo XVTII, que posean fortuna igual, proporcionalmente al valor del dinero en ambas épocas, y compárese el repertorio de cosas en venta que -se ofrece a uno y a otro. La diferencia es casi fabulosa. La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a ser prácticamente ilimitada. No es fácil imaginar con el deseo un objeto que no exista en el mercado, y viceversa: no es posible que un hombre imagine y desee cuanto se halla a la venta. Se me dirá que, con fortuna proporcionalmente igual, el hombre de hoy no podrá comprar más cosas que el del siglo xvin. El hecho es falso. Hoy se pueden comprar muchas más, porque la industria ha abaratado casi todos los artículos. Pero a la postre no me importaría que el hecho fuese cierto; antes bien, subrayaría más lo que intento decir. La actividad de comprar concluye en decidirse por un objeto; pero por lo mismo es antes una elección, y la elección comienza por darse cuenta de las posibilidades que ofrece el mercado. De donde (1) Precisamente porque el tiempo vital del hombre es limitado, precisamente porque es mortal, necesita triunfar de la distancia y de la tardanza. Para un Dios cuya existencia es inmortal, carecería de sentido el automóvil. 164 resulta que la vida, en su modo «comprar», consiste primeramente en vivir las posibilidades de compra como tales. Cuando se habla de nuestra vida suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo: nuestra vida es en todo instante y antes que nada conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Pero ahí está; este extrañísimo hecho de nuestra vida posee la condición radical de que siempre encuentra ante sí varias salidas, que por ser varias adquieren el carácter de posibilidades entre las que hemos de decidir (i). Tanto vale decir que vivimos como decir que nos encontramos en un ambiente de posibilidades determinadas. A este ámbito suele llamarse «las circunstancias». Toda vida es hallarse dentro de la «circunstancia» o mundo (2). Porque éste es el sentido originario de la idea «mundo». Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser; por tanto, nuestra potercialidad vital. Esta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho de otra manera, llegamos a ser sólo una parte mínima de lo que podemos ser. De aquí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible es siempre más que nuestro destino o vida efectiva. Pero ahora me importa sólo hacer notar cómo ha crecido la vida del hombre en la dimensión de potencialidad. Cuenta con un ámbito de posibilidades fabulosamente mayor que nunca. En el orden intelectual encuentra más caminos de posible ideación, más problemas, más datos, más ciencias, más puntos de vista. Mientras los oficios o carreras en la vida primitiva se numeran casi con los dedos de una mano —pastor, cazador, guerrero, mago—, el programa de menesteres posibles hoy es superlativamente grande. En los placeres acontece cosa parecida, si bien —y el fenómeno tiene más gravedad de lo que se supone— no es su elenco tan exuberante como en los demás haces de la vida. Sin embargo, para el hombre de vida media que habita las urbes— y las urbes son la representación de la existen(1) E n el peor caso, y cuando el mundo pareciera reducido a una única salida, siempre habría dos: ésa y salirse del mundo. Pero la salida del mundo forma parte de éste, como de una habitación la puerta. (2) Así, y a en el prólogo de mi primer libro: Meditaciones del Quijote, 1916. E n Las Atlántidas, aparece bajo el nombre de horizonte. Véase el ensayo El origen deportivo del Estado, 1926, recogido en el tomo V I I de El Espectador. [En el tomo I I de estas Obras Completas.'] 16S cia actual—, las posibilidades de gozar han aumentado en lo que va de siglo de una manera fantástica. Mas el crecimiento de la potencialidad vital no se reduce a lo dicho hasta aquí. Ha aumentado también en un sentido más inmediato y misterioso. Es un hecho constante y notorio que en el esfuerzo físico y deportivo se cumplen hoy performances que superan enormemente a cuantas se conocen del pasado. N o basta con admirar cada una de ellas y reconocer el record que baten, sino advertir la impresión que su frecuencia deja en el ánimo, convenciéndonos de que el organismo humano posee en nuestro tiempo capacidades superiores a las que nunca ha tenido. Porque cosa similar acontece en la ciencia. En un par de lustros, no más, ha ensanchado ésta inverosímilmente su horizonte cósmico. La física de Einstein se mueve en espacios tan vastos, que la antigua física de Newton ocupa en ellos sólo una buhardilla (i). Y este crecimiento extensivo se debe a un crecimiento intensivo en la precisión científica. La física de Einstein está hecha atendiendo a las mínimas diferencias que antes se despreciaban y no entraban en cuenta por parecer sin importancia. El átomo, en fin, límite ayer del mundo, resulta que hoy se ha hinchado hasta convertirse en todo un sistema planetario. Y en todo esto no me refiero a lo que pueda significar como perfección de la cultura —eso no me interesa ahora—, sino al crecimiento de las potencias subjetivas que todo eso supone. N o subrayo que la física de Einstein sea más exacta que la de Newton, sino que el hombre Einstein sea capaz de mayor exactitud y libertad de espíritu (2) que el hombre Newton; lo mismo que el campeón de boxeo da hoy puñetazos de calibre mayor que se han dado nunca. Como el cinematógrafo y la ilustración ponen ante los ojos del hombre medio los lugares más remotos del planeta, los periódicos y las conversaciones le hacen llegar la noticia de estas performances intelectuales que los aparatos técnicos recién inventados confirman (1) El mundo de Newton era infinito; pero esta infinitud no era un tamaño, sino una vacía generalización, una utopía abstracta e inane. E l mundo de Einstein es finito, pero lleno y concreto en todas sus partes; por lo tanto, un mundo mas rico de oosas y, efectivamente, de mayor ta- maño. (2) La libertad de espíritu, es decir, la potencia del intelecto, se mide por su capacidad de disociar ideas tradicionalmente inseparables. Disociar ideas cuesta mucho más que asociarlas, como ha demostrado Kohler en sus investigaciones sobre la inteligencia de los chimpancés. Nunca ha tenido el entendimiento humano más capacidad de disociación que ahora. 168 desde los escaparates. Todo ello decanta en su mente la impresión de fabulosa prepotencia. No quiero decir con lo dicho que la vida humana sea hoy mejor que en otros tiempos. No he hablado de la cualidad de la vida presente, sino sólo de su crecimiento, de su avance, cuantitativo o potencial. Creo con ello describir rigorosamente la conciencia del hombre actual, su tono vital, que consiste en sentirse con mayor potencialidad que nunca y parecerle todo lo pretérito afectado de enanismo. Era necesaria esta descripción para obviar las lucubraciones sobre decadencia, y, en especie, sobre decadencia occidental, que han pululado en el aire del último decenio. Recuérdese el razonamiento que yo hacía, y que me parece tan sencillo como evidente. No vale hablar de decadencia sin precisar qué es lo que decae. ¿Se refiere el pesimista vocablo a la cultura? ¿Hay una decadencia de la cultura europea? ¿Hay más bien sólo una decadencia de las organizaciones nacionales europeas? Supongamos que sí. ¿Bastaría eso para hablar de la decadencia occidental? En modo alguno. Porque son eí as decadencias menguas parciales, relativas a elementos secundarios de la historia —cultura y naciones. Sólo hay una decadencia absoluta: la que consiste en una vitalidad menguante, y ésta sólo existe cuando se siente. Por esta razón me he detenido a considerar un fenómeno que suele desatenderse: la conciencia o sensación que toda época tiene de su altitud vital. Esto nos llevó a hablar de la «plenitud» que han sentido algunos siglos frente a otros que, inversamente, se veían a sí mismos como decaídos de mayores alturas, de antiguas y relumbrantes edades de oro. Y concluía yo haciendo notar el hecho evidentísimo de que nuestro tiempo se caracteriza por una extraña presunción de ser más que todo otro tiempo pasado; más aún: por desentenderse de todo pretérito, no reconocer épocas clásicas y normativas, sino verse a sí mismo como una vida nueva superior a todas las antiguas e irreductible a ellas. Dudo de que sin afianzarse bien en esta advertencia se pueda entender a nuestro tiempo. Porque ése es precisamente su problema. Si se sintiese decaído, vería otras épocas como superiores a él, y esto sería una y misma cosa con estimarlas y admirarlas y venerar los principios que las informaron. Nuestro tiempo tendría ideales claros y firmes, aunque fuese incapaz de realizarlos. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su 167 propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva. De aquí esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el alma contemporánea. Le pasa como se decía del Regente durante la niñez de Luis X V : que tenia todos los talentos menos el talento para usar de ellos. Muchas cosas parecíanja imposibles al siglo xrx, firme en su fe progresista. Hoy, de puro parecemos todo posible, presentimos que es posible también lo peor: el retroceso, la barbarie, la decadencia (i). Por sí mismo no sería esto un mal síntoma: significaría que volvemos a tomar contacto con la inseguridad esencial a todo vivir, con la inquietud a un tiempo dolorosa y deliciosa que va encerrada en cada minuto si sabemos vivirlo hasta su centro, hasta su pequeña viscera palpitante y cruenta. De ordinario rehuimos palpar esa pulsación pavorosa que hace de cada instante sincero un menudo corazón transeúnte; nos esforzamos por cobrar seguridad e insensibilizarnos para el dramatismo radical de nuestro destino, vertiendo sobre él la costumbre, el uso, el tópico —todos los cloroformos. Es, pues, benéfico que, por primera vez después de casi tres siglos, nos sorprendamos con la conciencia de no saber lo que va a pasar mañana. Todo el que se coloque ante la existencia en una actitud seria y se haga de ella plenamente responsable, sentirá cierto género de inseguridad que le incita a permanecer alerta. El gesto que la ordenanza romana imponía al centinela de la legión era mantener el índice sobre sus labios para evitar la somnolencia y mantenerse atento. No está mal esc ademán, que parece imperar un mayor silencio al silencio nocturno para poder oír la secreta germinación del futuro. La seguridad de las épocas de plenitud —así en la última centuria— es una ilusión óptica que lleva a despreocuparse del porvenir, encargando de su dirección a la mecánica del universo. Lo mismo el liberalismo progresista que el socialismo de Marx, suponen que lo deseado por ellos como futuro óptimo se realizará, inexorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. Protegidos ante su propia conciencia por esta idea, soltaron el gobernalle de la historia, dejaron de estar alerta, perdieron la agilidad y la eficiencia. Así, la vida se les escapó de entre las manos, se hizo por completo insumisa, (1) Este es el origen radical de los diagnósticos de decadencia. N o que seamos decadentes, sino que, dispuestos a admitir toda posibilidad, no excluímos la de decadencia. 168 y hoy anda suelta sin rumbo conocido. Bajo su máscara de generoso futurismo, el progresista no se preocupa del futuro; convencido de que no tiene sorpresas ni secretos, peripecias ni innovaciones esenciales, seguro de que ya el mundo irá en vía recta, sin desvíos ni retrocesos, retrae su inquietud del porvenir y se instala en un definitivo presente. No podrá extrañar que hoy el mundo parezca vaciado de proyectos, anticipaciones e ideales. Nadie se preocupó de prevenirlos. Tal ha sido la deserción de las minorías directoras, que se halla siempre al reverso de la rebelión de las masas. Pero ya es tiempo de que volvamos a hablar de ésta. Después de haber insistido en la vertiente favorable que presenta el triunfo de las masas, conviene que nos deslicemos por su otra ladera, más peligrosa. V UN D A T O ESTADÍSTICO Este ensayo quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo, de nuestra vida actual. Va enunciada la primera parte de él, que puede resumirse así: nuestra vida, como repertorio de posibilidades, es magnífica, exuberante, superior a todas las históricamente conocidas. Mas por lo mismo que su formato es mayor, ha desbordado todos los cauces, principios, normas e ideales legados por la tradición. Es más vida que todas las vidas, y por lo mismo más problemática. No puede orientarse en el pretérito (i). Tiene que inventar su propio destino. Pero ahora hay que completar el diagnóstico. La vida, que es, ante todo, lo que podemos ser, vida posible, es también, y por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida. La circunstancia —las posibilidades— es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse, desde luego, en un mundo determinado e incanjeable: en este de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo —el mundo es siempre éstey este de ahora— consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una (1) Veremos, sin embargo, cómo cabe recibir del pasado, y a que no una orientación positiva, ciertos consejos negativos. N o nos dirá el pretérito lo que debemos hacer, pero sí lo que debemos evitar. 170 trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza... a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir. Es, pues, falso decir que en la vida «deciden las circunstancias». Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter. Todo esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y, luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo del hombre dominante en ella. En nuestro tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide. No se diga que esto era lo que acontecía ya en la época de la democracia, del sufragio universal. En el sufragio universal no deciden las masas, sino que su papel consistió en adherir a la decisión de una u otra minoría. Estas presentaban sus «programas» —excelente vocablo. Los programas eran, en efecto, programas de vida colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto de decisión. Hoy acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado más —son los países mediterráneos—, sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño. El Poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del Poder púolico en forma tan incontrastable y superlativa que sería difícil encontrar en la historia situaciones de gobierno tan prepotentes como éstas. Y , sin embargo, el Poder público, el Gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, no significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de un algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto. N o sabe dónde va porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese Poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: «Soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias». Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a 171 escapar de él por el pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular con su empleo mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el Poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero. El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes. Y este tipo de hombre decide en nuestro tiempo. Conviene, pues, que analicemos su carácter. La clave para este análisis se encuentra cuando, retrocediendo al comienzo de este ensayo, nos preguntamos: ¿De dónde han venido todas estas muchedumbres que ahora llenan y rebosan el escenario histórico? Hace algunos años destacaba el gran economista Werner Sombart un dato sencillísimo, que es extraño no conste en toda cabeza que se preocupe de los asuntos contemporáneos. Ese simplicísimo dato basta por sí solo para aclarar nuestra visión de la Europa actual, y si no basta, pone en la pista de todo esclarecimiento. El dato es el siguiente: desde que en el siglo vi comienza la historia europea hasta el año 1800 —por tanto, en toda la longitud de doce siglos—, Europa no consigue llegar a otra cifra de población que la de 180 millones de habitantes. Pues bien: de 1800 a 1914 —por tanto, en poco más de un siglo— la población europea asciende de 180 a ¡460 miüonesl Presumo que el contraste de estas cifras no deja lugar a duda respecto a las dotes prolíficas de la última centuria. En tres generaciones ha producido gigantescamente pasta humana que, lanzada como un torrente sobre el área histórica, la ha inundado. Bastaría, repito, este dato para comprender el triunfo de las masas y cuanto en él se refleja y se anuncia. Por otra parte debe ser añadido como el sumando más concreto al crecimiento de la vida que antes •hice constar. Pero a la par nos muestra ese dato que es infundada la admiración con que subrayamos el crecimiento de países nuevos como los Estados Unidos de América. Nos maravilla su crecimiento, que en un siglo ha llegado a cien millones de hombres, cuando lo maravilloso es la proliferación de Europa. He aquí otra razón para corregir el espejismo que supone una americanización de Europa. Ni siquiera el rasgo que pudiera parecer más evidente para caracterizar a América —la velocidad de aumento en su población— le es peculiar. Europa ha crecido en el siglo pasado mucho más que América. América está hecha con el reboso de Europa. Mas aunque no sea tan conocido como debiera el dato calculado 172 por Werner Sombart, era de sobra notorio el hecho confuso de haber aumentado considerablemente la población europea para insistir en él. No es, pues, el aumento de población lo que en las cifras transcritas me interesa, sino que, merced a su contraste, ponen de relieve la vertiginosidad del crecimiento. Esta es la que ahora nos importa. Porque esta vertiginosidad significa que han, sido proyectados a bocanadas sobre la historia montones y montones de hombres en ritmo tan acelerado, que no era fácil saturarlos de la cultura tradicional. Y , en efecto, el tipo medio del actual hombre europeo posee un alma más sana y más fuerte que las del pasado siglo, pero mucho más simple. De aquí que a veces produzca la impresión de un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísima civilización. En las escuelas que tanto enorgullecían al pasado siglo, no ha podido hacerse otra cosa que enseñar a las masas las técnicas de la vida moderna, pero no se ha logrado educarlas. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les han inoculado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponían a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos. Corresponde, pues, al siglo pasado la gloria y la responsabilidad de haber soltado sobre el haz de la historia las grandes muchedumbres. Por lo mismo ofrece este hecho la perspectiva más adecuada para juzgar con equidad a esa centuria. Algo extraordinario, incomparable, debía haber en ella cuando en su atmósfera se producen tales cosechas de fruto humano. Es frivola y ridicula toda preferencia de los principios que inspiraron cualquiera otra edad pretérita si antes no demuestra que se ha hecho cargo de este hecho magnífico y ha intentado digerirlo. Aparece la historia entera como un gigantesco laboratorio donde se han hecho todos los ensayos imaginables para obtener una fórmula de vida pública que favoreciese la planta «hombre». Y rebosando toda posible sofisticación, nos encontramos con la experiencia de que al someter la simiente humana al tratamiento de estos dos principios, democracia liberal y técnica, en un solo siglo se triplica la especie europea. Hecho tan exuberante nos fuerza, si no preferimos ser dementes, a sacar estas consecuencias: primera, que la democracia liberal fundada en la creación técnica es el tipo superior de vida pública hasta 173 ahora conocido; segunda, que ese tipo de vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios; tercera, que es suicida todo retorno a formas de vida inferiores a la del siglo xrx. Una vez reconocido esto con toda la claridad que demanda la claridad del hecho mismo, es preciso revolverse contra el siglo xrx. Si es evidente que había en él algo extraordinario e incomparable, no lo es menos que debió padecer ciertos vicios radicales, ciertas constitutivas insuficiencias cuando ha engendrado una casta de hombres —los hombres-masa rebeldes— que ponen en peligro inminente los principios mismos a que debieron la vida. Si ese tipo humano sigue dueño de Europa y es definitivamente quien decide, bastarán treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie. Las técnicas jurídicas y materiales se volatilizarán con la misma facilidad con que se han perdido tantas veces secretos de fabricación (i). La vida se contraerá. La actual abundancia de posibilidades se convertirá en efectiva mengua, escasez, impotencia angustiosa; en verdadera decadencia. Porque la rebelión de las masas es una y misma cosa con lo que Rathenau llamaba «la invasión vertical de los bárbaros». Importa, pues, mucho conocer a fondo a este hombre-masa, que es pura potencia del mayor bien y del mayor mal. (1) Hermann Weyl. uno de los más grandes físicos actuales, compañero y continuador de Einstein, suele decir en conversación privada que si se murieran súbitamente diez o doce determinadas personas, es casi seguro que la maravilla de la física actual se perdería para siempre en la humanidad. H a sido menester una preparación de muchos siglos para acomodar el órgano mental a la abstracta complicación de la teoría física. Cualquier evento pudiera aniquilar tan prodigiosa posibilidad humana, que es además base de la técnica futura. V I C O M I E N Z A L A DISECCIÓN D E L HOMBRE-MASA ¿Cómo es este hombre-masa que domina hoy la vida pública —la política y la no política? ¿Por qué es como es, quiero decir, cómo se ha producido? Conviene responder conjuntamente a ambas cuestiones, porque se prestan mutuo esclarecimiento. El hombre que ahora intenta ponerse al frente de la existencia europea es muy distinto del que dirigió al siglo xix, pero fue producido y preparado en el siglo xrx. Cualquiera mente perspicaz de 1820, de 1850, de 1880, pudo, por un sencillo razonamiento a priori, prever la gravedad de la situación histórica actual. Y , en efecto, nada nuevo acontece que no haya sido previsto cien años hace. «{Las masas avanzan!», decía, apocalíptico, Hegel. «Sin un nuevo poder espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe», anunciaba Augusto Comte. «jVeo subir la pleamar del nihilismo!», gritaba desde un risco de la Engadina el mostachudo Nietzsche. Es falso decir que la historia no es previsible. Innumerables veces ha sido profetizada. Si el porvenir no ofreciese un flanco a la profecía, no podría tampoco comprendérsele cuando luego se cumple y se hace pasado. La idea de que el historiador es un profeta del revés resume toda la filosofía de la historia. Ciertamente que sólo cabe anticipar la estructura general del futuro; pero eso mismo es lo único que, en verdad, comprendemos del pretérito o del presente. Por eso, si quiere usted ver bien su época, mírela usted desde lejos. ¿A qué distancia? Muy sencillo: a la distancia justa que le impida ver la nariz de Cleopatra. ¿Qué aspecto ofrece la vida de ese hombre multitudinario, que con progresiva abundancia va engendrando el siglo xrx? Por lo pronto, un aspecto de omnímoda facilidad material Nunca ha podido el hombre medio resolver con tanta holgura su problema económi- 175 co. Mientras en proporción menguaban las grandes fortunas y se hacía más dura la existencia del obrero industrial, el hombre medio de cualquier clase social encontraba cada día más franco su horizonte económico. Cada día agregaba un nuevo lujo al repertorio de su standard vital. Cada día su posición era más segura y más independiente del arbitrio ajeno. Lo que antes se hubiera considerado como un beneficio de la suerte que inspiraba humilde gratitud hacia el destino, se convirtió en un derecho que no se agradece, sino que se exige. Desde 1900 comienza también el obrero a ampliar y asegurar su vida. Sin embargo, tiene que luchar para conseguirlo. No se encuentra, como el hombre medio, con un bienestar puesto ante él solícitamente por una sociedad y un Estado que son un portento de organización. A esta facilidad y seguridad económicas añádanse las físicas: el confort y el orden público. La vida va sobre cómodos carriles, y no hay verosimilitud de que intervenga en ella nada violento y peligroso. Situación de tal modo abierta y franca tenía por fuerza que decantar en el estrato más profundo de esas almas medias una impresión vital, que podía expresarse con el giro, tan gracioso y agudo, de nuestro viejo pueblo: «ancha es Castilla». Es decir, que en todos esos órdenes elementales y decisivos la vida se presentó al hombre nuevo exenta de impedimentos. La comprensión de este hecho y su importancia surgen automáticamente cuando se recuerda que esa franquía vital faltó por completo a los hombres vulgares del pasado. Fue, al contrario, para ellos la vida un destino premioso —en lo económico y en lo físico. Sintieron el vivir a nativitate como un cúmulo de impedimentos que era forzoso soportar, sin que cupiera otra solución que adaptarse a ellos, alojarse en la angostura que dejaban. Pero es aún más clara la contraposición de situaciones si de lo material pasamos a lo civil y moral. El hombre medio, desde la segunda mitad del siglo xrx, no halla ante sí barreras sociales ningunas. Es decir, tampoco en las formas de la vida pública se encuentra al nacer con trabas y limitaciones. Nada le obliga a contener su vida. También aquí «ancha es Castilla». N o existen los «estados» ni las «castas». No hay nadie civilmente privilegiado. El hombre medio aprende que todos los hombres son legalmente iguales. Jamás en toda la historia había sido puesto el hombre en una circunstancia o contorno vital que se pareciera ni de lejos al que esas condiciones determinan. Se trata, en efecto, de una innovación radical en el destino humano que es implantada por el siglo xrx. Se crea un nuevo escenario para la existencia del nombre, nuevo en lo 176 físico y en lo social. Tres principios han hecho posible ese nuevo mundo: la democracia liberal, la experimentación científica y el industrialismo. Los dos últimos pueden resumirse en uno: la técnica. Ninguno de esos principios fue inventado por el siglo xix, sino que proceden de las dos centurias anteriores. El honor del siglo xrx no estriba en su invención, sino en su implantación. Nadie desconoce esto. Pero no basta con el reconocimiento abstracto, sino que es preciso hacerse cargo de sus inexorables consecuencias. El siglo xrx fue esencialmente revolucionario. Lo que tuvo de tal no ha de buscarse en el espectáculo de sus barricadas, que, sin más, no constituyen una revolución, sino en que colocó al hombre medio —a la gran masa social— en condiciones de vida radicalmente opuestas a las que siempre le habían rodeado. Volvió del revés la existencia pública. La revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional. Por eso no hay exageración ninguna en decir que el hombre engendrado por el siglo xix es, para los efectos de la vida pública, un hombre aparte de todos los demás hombres. El del siglo XVTII se diferencia, claro está, del dominante del xvn, y éste del que caracteriza al xvi, pero todos ellos resultan parientes, similares y aun idénticos en lo esencial si se confronta con ellos este hombre nuevo. Para el «vulgo» de todas las épocas, «vida» había significado, ante todo, limitación, obligación, dependencia; en una palabra, presión. Si se quiere dígase opresión, con tal que no se entienda por ésta sólo la jurídica y social, y olvidando la cósmica. Porque esta última es la que no ha faltado nunca hasta hace cien años, fecha en que comienza la expansión de la técnica científica —física y administrativa—, prácticamente ilimitada. Antes, aun para el rico y poderoso, el mundo era un ámbito de pobreza, dificultad y peligro (i). El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos que, en principio, pueden crecer indefinidamente. Pues acontece —y esto es muy importante— que ese mundo del siglo xix y comienzos del xx no (1) Por m u y rico que un individuo fuese en relación con los demás, como la totalidad del mundo era pobre, la esfera de facilidades y comodidades que su. riqueza podía proporcionarle era m u y reducida. La vida del hombre medio es hoy más fácil, cómoda y segura que la del más poderoso en otro tiempo. ¿Qué le importa no ser más rico que otros, si el mundo lo es y le proporciona magníficos caminos, ferrocarriles, telégrafo, hoteles, seguridad corporal y aspirina? TOMO I V . — 1 2 177 sólo tiene las perfecciones y amplitudes que de hecho posee, sino que además sugiere a sus habitantes una seguridad radical en que mañana será aún más rico, más perfecto y más amplio, como si gozase de un espontáneo e inagotable crecimiento. Todavía hoy, a pesar de algunos signos que inician una pequeña brecha en esa fe rotunda, todavía hoy muy pocos hombres dudan de que los automóviles serán dentro de cinco años más confortables y más baratos que los del día. Se cree en esto lo mismo que en la próxima salida del sol. El símil es formal. Porque, en efecto, el hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la Naturaleza y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación. Menos todavía admitirá la idea de que todas esas facilidades siguen apoyándose en ciertas difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rapidísimamente la magnífica construcción. Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombremasa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y , en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales. Heredero de un pasado larguísimo y genial—genial de inspiraciones y de esfuerzos—, el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina: «Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí». Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y además seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como 178 hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural. Mi tesis, pues, es ésta: la perfección misma con que el siglo xix ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarías no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que en vastas y sutiles proporciones usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre (i). (1) Abandonada a su propia inclinación, la masa, sea la que sea, plebeya o «aristocrática», tiende siempre, por afán de vivir, a destruir las causas de su vida. Siempre me ha parecido una graciosa caricatura de esta tendencia a propter vitam, vivendi perderé causas, lo que aconteció en Níjar, pueblo cerca de Almería, cuando, en 13 de septiembre de 1759, se proclamó rey a Carlos III. Hízose la proclamación en la plaza de la villa. «Después mandaron traer de beber a todo aquel gran concurso, el que consumió setenta y siete arrobas de Vino y cuatro pellejos de Aguardiente, cuyos espíritus los calentó de tal forma, que con repetidos vítores se encaminaron al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el trigo que en él había, y 900 reales de sus Arcas. D e allí pasaron al Estanco del Tabaco y mandaron tirar el dinero de la Mesada, y el tabaco. E n las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar, para más authorizar la función, quantos géneros líquidos y comestibles havía en ellas. El Estado eclesiástico concurrió con igual eficacia, pues a voces indugeron a las Mugeres tiraran cuanto havía en sus casas, lo que egecutaron con el mayor desinterés, pues no les quedó en ellas, pan, trigo, harina, zebada, platos, cazuelas, almireces, morteros, ni sillas, quedando dicha villa destruida». Según un papel del tiempo en poder del señor Sánchez de Toca, citado en Reinado de Carlos III, por don Manuel Danvila, tomo II, pág. 10, nota 2. Este pueblo, para vivir su alegría monárquica, se aniquila a sí mismo. ¡Admirable Nijar 1 ¡Tuyo es el porvenir! VII V I D A N O B L E Y V I D A V U L G A R , O E S F U E R Z O E I N E R C I A Por lo pronto somos aquello que nuestro mundo nos invita a ser, y las facciones fundamentales de nuestra alma son impresas en ella por el perfil del contorno como por un molde. Naturalmente: vivir no es más que tratar con el mundo. El cariz general que él nos presente será el cariz general de nuestra vida. Por eso insisto tanto en hacer notar que el mundo donde han nacido las masas actuales mostraba una fisonomía radicalmente nueva en la historia. Mientras en el pretérito vivir significaba para el hombre medio encontrar en derredor dificultades, peligros, escaseces, limitaciones de destino y dependencia, el mundo nuevo aparece como un ámbito de posibilidades prácticamente ilimitadas, seguro, donde no se depende de nadie. En torno a esta impresión primaria y permanente se va a formar cada alma contemporánea, como en torno a la opuesta se formaron las antiguas. Porque esa impresión fundamental se convierte en voz interior que murmura sin cesar unas como palabras en lo más profundo de la persona y le insinúa tenazmente una definición de la vida que es, a la vez, un imperativo. Y si la impresión tradicional decía: «Vivir es sentirse limitado y, por lo mismo, tener que contar con lo que nos limita», la voz novísima grita: «Vivir es no encontrar limitación alguna; por tanto, abandonarse tranquilamente a sí misma. Prácticamente nada es imposible, nada es peligroso y, en principio, nadie es superior a nadie.» Esta experiencia básica modifica por completo la estructura tradicional, perenne, del hombre-masa. Porque éste se sintió siempre constitutivamente referido a limitaciones materiales y a poderes supe- 180 riores sociales. Esto era, a sus ojos, la vida. Si lograba mejorar su situación, si ascendía socialmente, lo atribuía a un azar de la fortuna, que le era nominativamente favorable. Y cuando no a esto, a un enorme esfuerzo que él sabía muy bien cuánto le había costado. En uno y otro caso se trataba de una excepción a la índole normal de la vida y del mundo; excepción que, como tal, era debida a alguna causa especialísima. Pero la nueva masa encuentra la plena franquía vital como estado nativo y establecido, sin causa especial ninguna. Nada de fuera la incita a reconocerse límites y, por tanto, a contar en todo momento con otras instancias, sobre todo con instancias superiores. El labriego chino creía, hasta hace poco, que el bienestar de su vida dependía de las virtudes privadas que tuviese a bien poseer el emperador. Por tanto, su vida era constantemente referida a esta instancia suprema de que dependía. Mas el hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si, según hemos visto, nada ni nadie le fuerza a caer en la cuenta de que él es un hombre de segunda clase, limitadísimo, incapaz de crear ni conservar la organización misma que da a su vida esa amplitud y contentamiento, en los cuales funda tal afirmación de su persona? Nunca el hombre-masa hubiera apelado a nada fuera de él si la circunstancia no le hubiese forzado violentamente a ello. Como ahora la circunstancia no le obliga, el eterno hombre-masa, consecuente con su índole, deja de apelar y se siente soberano de su vida. En cambio, el hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que, al comienzo, distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo: que aquél es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que es y está encantado consigo (i). Contra lo que suele creerse, es la criatura de (1) Es intelectualmente masa el que ante un problema cualquiera se contenta con pensar lo que buenamente encuentra en su cabeza. Es, en cambio, egregio el que desestima lo que halla sin previo esfuerzo en su mente, y sólo acepta como digno de él lo que aun está por encima de él y exige un nuevo estirón para alcanzarlo. 181 selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre. No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina —la vida noble. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. «Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y a ley» (Goethe). Los privilegios de la nobleza no son originariamente concesiones o favores, sino, por el contrario, son conquistas. Y , en principio, supone su mantenimiento que el privilegiado sería capaz de reconquistarlas en todo instante, si fuese necesario y alguien se lo disputase (i). Los derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva posesión y simple goce, sino que representan el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. En cambio, los derechos comunes, como son los del «hombre y del ciudadano», son propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso del destino con que todo hombre se encuentra y que no responde a esfuerzo ninguno, como no sea el respirar y evitar la demencia. Y o diría, pues, que el derecho impersonal se tiene y el personal se sostiene. Es irritante la degeneración sufrida en el vocabulario usual por una palabra tan inspiradora como «nobleza». Porque al significar para muchos «nobleza de sangre» hereditaria, se convierte en algo parecido a los derechos comunes, en una calidad estática y pasiva, que se recibe y transmite como una cosa inerte. Pero el sentido propio, el etymo del vocablo «nobleza» es esencialmente dinámico. Noble significa el «conocido», se entiende el conocido de todo el mundo, el famoso, que se ha dado a conocer sobresaliendo sobre la masa anónima. Implica un esfuerzo insólito que motivó la fama. Equivale, pues, noble, a esforzado o excelente. La nobleza o fama del hijo es ya puro beneficio. El hijo es conocido porque su padre logró ser famoso. Es conocido por reflejo, y, en erecto, la nobleza hereditaria tiene un carácter indirecto, es luz espejada, es nobleza lunar como hecha con muertos. Sólo queda en ella de vivo, auténtico, dinámico, la incitación que produce en el descendiente a mantener el nivel de esfuerzo que el antepasado alcanzó. Siempre, aun en este sentido desvirtuado, noblesse oblige. El noble originario se obliga a sí mismo, y al noble hereditario le obliga la herencia. Hay, de (1) Véase España invertebrada (1922), pág. 156. [Véanse pags. 115 y siguientes del tomo III de estas Obras Completas.'] 182 todas suertes, cierta contradicción en el traspaso de la nobleza desde el noble inicial a sus sucesores. Más lógicos los chinos, invierten el orden de la transmisión, y no es el padre quien ennoblece al hijo, sino el hijo quien, al conseguir la nobleza, la comunica a sus antepasados, destacando con su esfuerzo a su estirpe humilde. Por eso, al conceder los rasgos de nobleza, se gradúan por el número de generaciones atrás que quedan prestigiadas, y hay quien sólo hace noble a su padre y quien alarga su fama hasta el quinto o décimo abuelo. Los antepasados viven del hombre actual, cuya nobleza es efectiva, actuante; en suma, es, no fue (i). La «nobleza» no aparece como término formal hasta el Imperio romano, y precisamente para oponerlo a la nobleza hereditaria, ya en decadencia. Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma, condenada a perpetua inmanencia como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre—no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte. Conforme se avanza por la existencia va uno hartándose de advertir que la mayor parte de los hombres —y de las mujeres— son incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa. Por lo mismo, quedan más aislados y como monumentalizados en nuestra experiencia los poquísimos seres que hemos conocido capaces de un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los nobles, los únicos activos y no sólo reactivos, para quienes vivir es una perpetua tensión, un incesante entrenamiento. Entrenamiento = áskesis. Son los ascetas (2). No sorprenda esta aparente digresión. Para definir al hombremasa actual, que es tan masa como el de siempre, pero quiere suplantar a los excelentes, hay que contraponerlo a las dos formas puras que en él se mezclan: la masa normal y el auténtico noble o esforzado. Ahora podemos caminar más de prisa, porque ya somos dueños (1) Como en lo anterior se trata sólo de retrotraer el vocablo «nobleza» a su sentido primordial, que excluye la herencia, no hay oportunidad para estudiar el hecho de que tantas veces aparezca en la historia una «nobleza de sangre». Queda, pues, intacta esta cuestión. (2) Véase El origen deportivo del Estado, en El Espectador, VII. [En el tomo I I de estas Obras Completas.] 183 de lo que, a mi juicio, es la clave o ecuación psicológica del tipo humano dominante hoy. Todo lo que sigue es consecuencia o corolario de esa estructura radical que podría resumirse así: el mundo organizado por el siglo xrx, al producir automáticamente un hombre nuevo, ha metido en él formidables apetitos, poderosos medios de todo orden para satisfacerlos —económicos, corporales (higiene, salud media superior a la de todos los tiempos), civiles y técnicos (entiendo por éstos la enormidad de conocimientos parciales y de eficiencia práctica que hoy tiene el hombre medio y de que siempre careció en el pasado). Después de haber metido en él todas estas potencias, el siglo xix lo ha abandonado a sí mismo, y entonces, Siguiendo el hombre medio su índole natural, se ha cerrado dentro de sí. De esta suerte, nos encontramos con una masa más fuerte que la de ninguna época, pero, a diferencia de la tradicional, hermetizada en sí misma, incapaz de atender a nada ni a nadie, creyendo que se basta —en suma: indócil (i). Continuando las cosas como hasta aquí, cada día se notará más en toda Europa —y por reflejo en todo el mundo— que las masas son incapaces de dejarse dirigir en ningún orden. En las horas difíciles que llegan para nuestro continente es posible que, súbitamente angustiadas, tengan un momento la buena voluntad de aceptar, en ciertas materias especialmente premiosas, la dirección de minorías superiores. Pero aun esa buena voluntad fracasará. Porque la textura radical de su alma está hecha de hermetismo e indocilidad, porque les falta de nacimiento la función de atender a lo que está más allá de ellas, sean hechos, sean personas. Querrán seguir a alguien, y no podrán. Querrán oír, y descubrirán que son sordas. Por otra parte, es ilusorio pensar que el hombre-medio vigente, por mucho que haya ascendido su nivel vital en comparación con el de otros tiempos, va a poder regir, por sí mismo, el proceso de la civilización. Digo proceso, no ya progreso. El simple proceso de mantener la civilización actual es superlativamente complejo y requiere sutilezas incalculables. Mal puede gobernarlo este hombremedio que ha aprendido a usar muchos aparatos de civilización, pero que se caracteriza por ignorar de raíz los principios mismos de la civilización. Reitero al lector que, paciente, haya leído hasta aquí, la conve(1) Sobre la indocilidad de las masas, especialmente de las españolas, hablé y a en España invertebrada (1922), y a lo dicho allí me remito. [Véase pág. 103 del tomo III de estas Obras Completas.] 184 niencia de no entender todos estos enunciados atribuyéndoles, desde luego, un significado político. La actividad política, que es de toda la vida pública la más eficiente y la más visible, es, en cambio, la postrera, resultante de otras más íntimas e impalpables. Así, la indocilidad política no sería grave si no proviniese de una mas honda y decisiva indocilidad intelectual y moral. Por eso, mientras no hayamos analizado ésta, faltará la última claridad al teorema de este ensayo. VIII POR Q U É L A S M A S A S I N T E R V I E N E N E N T O D O Y POR Q U É SÓLO I N T E R V I E N E N V I O L E N T A M E N T E Quedamos en que ha acontecido algo sobremanera paradójico, pero que en verdad era naturalísimo: de puro mostrarse abiertos mundo y vida al hombre mediocre, se le ha cerrado a éste el alma. Pues bien: yo sostengo que en esa obliteración de las almas medias consiste la rebeldía de las masas en que, a su vez, consiste el gigantesco problema planteado hoy a la humanidad. Ya sé que muchos de los que me leen no piensan lo mismo que yo. También eso es naturalísimo y confirma el teorema. Pues aunque resultase en definitiva errónea mi opinión, siempre quedaría el hecho de que muchos de esos lectores discrepantes no han pensado cinco minutos sobre tan compleja materia. ¿Cómo van a pensar lo mismo que yo? Pero al creerse con derecho a tener una opinión sobre el asunto sin previo esfuerzo para forjársela, manifiestan su ejemplar permanencia al modo absurdo de ser hombre, que he llamado «masa rebelde». Eso es precisamente tener obliterada, hermética, el alma. En este caso se trataría de hermetismo intelectual. La persona se encuentra con un repertorio de ideas dentro de sí. Decide contentarse con ellas y considerarse intelectualmente completa. Al no echar de menos nada fuera de sí, se instala definitivamente en aquel repertorio. He aquí el mecanismo de la obliteración. El hombre-masa se siente perfecto. Un hombre de selección, para sentirse perfecto, necesita ser especialmente vanidoso, y la creencia en su perfección no está consustancialmente unida a él, no es ingenua, sino que le llega de su vanidad y aun para él mismo tiene un carácter ficticio, imaginario y problemático. Por eso el vanidoso necesita de los 186 demás, busca en ellos la confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. De suerte que ni aun en este caso morboso, ni aun «cegado» por la vanidad, consigue el hombre noble sentirse de verdad completo. En cambio, al hombre mediocre de nuestros días, al nuevo Adán, no se le ocurre dudar de su propia plenitud. Su confianza en sí es, como de Adán, paradisiaca. El hermetismo nato de su alma le impide lo que sería condición previa para descubrir su insuficiencia: compararse con otros seres. Compararse sería salir un rato de sí mismo y trasladarse al prójimo. Pero el alma mediocre es incapaz de transmigraciones —deporte supremo. Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho mas funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás (i). No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior y, con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo como característico de nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino (1) Muchas veces me he planteado la siguiente cuestión: es indudable que desde siempre ha tenido que ser para muchos hombres uno de los tormentos más angustiosos de su vida el contacto, el choque con la tontería de los prójimos. ¿Cómo es posible, sin embargo, que no se haya intentado nunca — m e parece— un estudio -sobre ella, un ensayo sobre la tontería? 187 que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho. El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser —por ejemplo, sobre política o sobre literatura. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar (i), se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica. Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falta? Y a no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones». Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa un progreso enorme que las masas tengan «ideas», es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura. La idea es un jaque a la verdad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la verdad y aceptar las reglas de juego que ella imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay cultura donde no (1) N o se pretenda escamotear la cuestión: todo opinar es teorizar. 188 hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa (i). No hay cultura cuando no preside a las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte. Cuando faltan todas esas cosas no hay cultura; hay, en el sentido más estricto de la palabra, barbarie. Y esto es, no nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión de las masas. El viajero que llega a un país bárbaro sabe que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir. No hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación. El más y el menos de cultura se mide por la mayor o menor precisión de las normas. Donde hay poca, regulan éstas la vida sólo grosso modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio de todas las actividades. La escasez de la cultura intelectual española, esto es, del cultivo o ejercicio disciplinado del intelecto, se manifiesta, no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se acierte o no —la verdad no está en nuestra mano—, sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales para acertar. Seguimos siendo el eterno cura de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo. Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar «cosas raras». Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políticos, como el sindicalismo y el fascismo. No se diga que parecen raros simplemente porque son nuevos. El entusiasmo por la innovación es de tal modo ingénito en el europeo que le ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se atribuya, pues, lo que estos nuevos hechos tienen de raro a lo que tienen de nuevo, sino a la extrañísima vitola de estas novedades. Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar rabones ni quiere tener ra%ónt sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Y o (1) Si alguien en su discusión con nosotros se desinteresa de ajustarse a la verdad, si no tiene la voluntad de ser verídico, es intelectualmente un bárbaro. D e hecho, ésa es la posición del hombre-masa cuando habla, da conferencias o escribe. 189 veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre-medio se encuentra con «ideas» dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento sutilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar. De aquí que sus «ideas» no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales. Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es por tanto creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo «nuevo» es en Europa «acabar con las discusiones», y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja a la masa para que intervenga en toda la vida pública, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la acción directa. El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos sindicalistas y realistas franceses de hacia 1900, inventores de la manera y la palabra «acción directa». Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado antes todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y la justicia. Como que no es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima natío. Un poco 190 estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la «acción directa» consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Charta Magia de la barbarie. Conviene recordar que en todo tiempo, cuando la masa, por uno u otro motivo, ha actuado en la vida pública, lo ha hecho en forma de «acción directa». Fue, pues, siempre el modo de operar natural a las masas. Y corrobora enérgicamente la tesis de este ensayo el hecho patente de que ahora, cuando la intervención directora de las masas en la vida pública ha pasado de casual e infrecuente a ser lo normal, aparezca la «acción directa» oficialmente como norma reconocida. Toda la convivencia humana va cayendo bajo este nuevo régimen en que se suprimen las instancias indirectas. En el trato social se suprime la «buena educación». La literatura, como «acción directa», se constituye en el insulto. Las relaciones sexuales reducen sus trámites. ¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanta complicación? Todo ello se resume en la palabra «civilización», que al través de la idea de apis, el ciudadano, descubre su propio origen. Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia. Por eso, si miramos por dentro cada uno de esos trebejos de la civilización que acabo de enumerar, hallaremos una misma entraña en todos. Todos, en efecto, suponen el deseo radical y progresivo de contar cada persona con las demás. Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles. La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la «acción indirecta». El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el Poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo 191 y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo —conviene hoy recordar esto—es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra. ¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza a ser ya incomprensible semejante ternura? Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos, una masa homogénea pesa sobre el Poder público y aplasta, aniquila todo grupo opositor. La masa—¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?—no desea la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella. IX PRIMITIVISMO Y T É C N I C A Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una situación —la del presente— sustancialmente equívoca. Por eso insinué al principio que todos los rasgos actuales y, en especie, la rebelión de las masas presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera, sino que reclama una doble interpretación, favorable y peyorativa. Y este equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma. No es que pueda parecemos por un lado bien, por otro mal, sino que en sí misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte. No es cosa de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas, expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales está relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estreme­ cimiento. La rebelión de las masas puede, en efecto, ser tránsito de una nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución, sin la amenaza TOMO I V — 1 3 193 de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia —lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigurosamente hablando, drama (i). Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los «momentos críticos», como es el presente. Y así, los síntomas de nueva conducta, que bajo el imperio actual de las masas van apareciendo y agrupábamos bajo el título «acción directa», pueden anunciar también futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura arrastra en su avance tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la vida y tóxico residuo. Hay instituciones muertas, valoraciones y respetos supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas que han probado su insustancialidad. Todos estos elementos de la acción indirecta, de la civilización, demandan una época de frenesí simplificador. La levita y el plastrón románticos solicitan una venganza por medio del actual desbabillé y el «en mangas de camisa». Aquí, la simplificación es higiene y mejor gusto; por tanto, una solución más perfecta, como siempre que con menos medios se consigue más. El árbol del amor romántico exigía también una poda para que cayeran las demasiadas magnolias falsas zurcidas a sus ramas y el furor de lianas, volutas, retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse. En general, la vida pública, sobre todo la política, requería urgentemente una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no se pone antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, (1) N i que decir tiene que casi nadie tomará en serio estas expresiones, y los mejores intencionados las entenderán como simples metáforas, tal vez conmovedoras. Sólo algún lector lo bastante ingenuo para n o creer que sabe y a definitivamente lo que es la vida o, por lo menos, lo que no es, se dejará ganar por el sentido primario de estas frases y será precisamente el que —verdaderas o falsas— las entienda. Entre los demás reinará la más efusiva unanimidad, con esta única diferencia: los unos pensarán que, hablando en serio, vida es el proceso existencial de un alma, y los otros, que es una sucesión de reacciones químicas. N o creo que mejore mi situación ante lectores tan herméticos resumir toda una manera de pensar diciendo que el sentido primario y radical de la palabra vida aparece cuando se la emplea en el sentido de biografía y no en el de biología. Por la fortísima razón de que toda biología es en definitiva sólo un capítulo de ciertas biografías, es lo que en su vida (biografiable) hacen los biólogos. Otra cosa es abstracción, fantasía y mito. 194 hasta coincidir consigo misma. El entusiasmo que siento por esta disciplina de nudificación, de autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un futuro estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue (i). Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo xrx: la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alertas y en vigilancia. Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable. Hoy se hace menester suscitar una hiperestesia de responsabilidad en los que sean capaces de sentirla y parece lo más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de los síntomas actuales. Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida pública los factores adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen. Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida corre riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización. No los de ésta o los de aquélla, sino —a lo que hoy puede juzgarse— los de ninguna. Le interesan evidentemente los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son sólo productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove scien^e, las ciencias físicas —por tanto. (1) Esta holgura de movimientos frente al pasado no es, pues, una petulante rebeldía, sino, por el contrario, una clarísima obligación de toda «época crítica». Si yo defiendo el liberalismo del siglo x i x contra las masas que incivilmente lo atacan, no quiere decir que renuncie a una plena libertad frente a ese propio liberalismo. Viceversa: el primitivismo que en este ensayo aparece bajo su haz peor es, por otra parte y en cierto sentido, condición de todo gran avance histórico. Véase lo que, hace no pocos años, decía y o sobre esto en el ensayo «Biología y Pedagogía», El Espectador, III, «La paradoja del salvajismo». [ E n el tomo II de estas Obras Com- pletas.'] 195 desde el Renacimiento—, el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso, a lo largo del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en proporción se dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer caso de retroceso —repito, proporcional— se ha producido en la generación que hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza a ser difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor apetito por el uso de aparatos y medicinas creados por la ciencia. Si no fuera prolijo, podría demostrarse pareja incongruencia en política, en arte, en moral, en religión y en las zonas cotidianas de la vida. ¿Qué nos significa situación tan paradójica? Este ensayo pretende haber preparado la respuesta a tal pregunta. Significa que el hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargará su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles. Cuando más arriba, trasponiendo unas palabras de Rathenau, decía yo que asistimos a la «invasión vertical de los bárbaros», pudo juzgarse —como es sólito— que se trataba sólo de una «frase». Ahora se ve que la expresión podrá enunciar una verdad o un error, pero que es lo contrario de una «frase», a saber: una definición formal que condensa todo un complicado análisis. El hombre-masa actual es en efecto, un primitivo, que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización. A toda hora se habla hoy de los progresos fabulosos de la técnica, pero yo no veo que se hable, ni por los mejores, con una conciencia de su porvenir suficientemente dramático. El mismo Spengler, tan sutil y tan hondo —aunque tan maniático—, me parece en este punto demasiado optimista. Pues cree que a la «cultura» va a suceder una época de «civilización», bajo la cual entiende sobre todo la técnica. La idea que Spengler tiene de la «cultura», y en general de la historia, es tan remota de la presupuesta en este ensayo que no es fácil, ni aun para rectificarlas, traer aquí a comento sus conclusiones. Sólo brincando sobre distancias y precisiones, para reducir ambos 196 puntos de vista a un común denominador, pudiera plantearse así la divergencia: Spengler cree que la técnica puede seguir viviendo cuando ha muerto el interés por los principios de la cultura. Y o no puedo resolverme a creer tal cosa. La técnica es consustancialmente ciencia y la ciencia no existe si no interesa en su pureza y por ella misma y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas con los principios generales de la cultura. Si se embota esté fervor —como parece ocurrir—, la técnica sólo puede pervivir un rato, el que le dure la inercia del impulso cultural que la creó. Se vive con la técnica, pero no de la técnica. Esta no se nutre ni respira a sí misma, no es causa sui, sino precipitado útil, práctico, de preocupaciones superfluas, imprácticas (i). Voy, pues, a la advertencia de que el actual interés por la técnica no garantiza nada, y menos que nada el progreso mismo o la perduración de la técnica. Bien está que se considere el tecnicismo como uno de los rasgos característicos de la «cultura moderna», es decir, de una cultura que contiene un género de ciencia, el cual resulta materialmente aprovechable. Por eso, al resumir la fisonomía novísima de la vida implantada por el siglo xix, me quedaba yo con estas dos solas facciones: democracia liberal y técnica (2). Pero repito que me sorprende la ligereza con que al hablar de la técnica se olvida que su viscera cordial es la ciencia pura, y que las condiciones de su perpetuación involucran las que hacen posible el puro ejercicio científico. ¿Se ha pensado en todas las cosas que necesitan seguir vigentes en las almas para que pueda seguir habiendo de verdad «hombres de ciencia»? ¿Se cree en serio que mientras haya dollars habrá ciencia? Esta idea en que muchos se tranquilizan no es sino una prueba más de primitivismo. ¡Ahí es nada la cantidad de ingredientes, los más dispares entre sí, que es menester reunir y agitar para obtener el cocktail de la (1) D e aquí que, a mi juicio, no dice nada quien cree haber dicho algo definiendo a Norteamérica por su «técnica». Una de las cosas que perturban más gravemente la conciencia europea es el conjunto de juicios pueriles sobre Norteamérica que oye uno sustentar aun a las personas más cultas. Es un caso particular de la desproporción que más adelante apunto entre la complejidad de los problemas actuales y la capacidad de las mentes. (2) E n rigor, la democracia liberal y la técnica se implican e intersuponen, a su vez., tan estrechamente, que no es concebible la una sin la otra, y, por tanto, fuera deseable un tercer nombre, más genérico, que incluyese ambas. Ese sería el verdadero nombre, el sustantivo de la última centuria. 197 ciencia fisicoquímica! Aun contentándose con la presión más débil y somera del tema, salta ya el clarísimo hecho de que en toda la amplitud de la tierra y en toda la del tiempo, la fisicoquímica sólo ha lograc|p constituirse, establecerse plenamente en el breve cuadrilátero que inscriben Londres, Berlín, Viena y París. Y aun dentro de ese cuadrilátero, sólo en el siglo xix. Esto demuestra que la ciencia experimental es uno de los productos más improbables de la historia. Magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado donde y como quiera. Pero esta fauna del hombre experimental requiere, por lo visto, para producirse, un conjunto de condiciones más insólito que el que engendra al unicornio. Hecho tan sobrio y tan magro debía hacer reflexionar un poco sobre el carácter supervolátil, evaporante, de la inspiración científica (i). ¡Lucido va quien crea que si Europa desapareciese podrían los norteamericanos continuar la ciencia! Importaría mucho tratar a fondo el asunto y especificar con toda minucia cuáles son los supuestos históricos vitales de la ciencia experimental y, consecuentemente, de la técnica. Pero no se espere que, aun aclarada la cuestión, el hombre-masa se daría por enterado. El hombre-masa no atiende a razones, y sólo aprende en su propia carne. Una observación me impide hacerme ilusiones sobre la eficacia de tales predicas, que a fuer de racionales tendrían que ser sutiles. ¿No es demasiado absurdo que en las circunstancias actuales no sienta el hombre-medio, espontáneamente y sin prédicas, fervor superlativo hacia aquellas ciencias y sus congéneres las biológicas? Porque repárese en cuál es la situación actual; mientras evidentemente todas las demás cosas de la cultura se han vuelto problemáticas —la política, el arte, las normas sociales, la moral misma—, hay una que cada día comprueba, de la manera más indiscutible y más propia para hacer efecto al hombre-masa, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica. Cada día facilita un nuevo invento, que ese hombre medio utiliza. Cada día produce un nuevo analgésico o vacuna, de que ese hombre medio beneficia. Todo el mundo sabe que, no cediendo la inspiración científica, si se triplicasen o decuplicasen los laboratorios, se multiplicarían automáticamente riqueza, comodidades, salud, bienestar. ¿Puede imaginarse propaganda más formidable y (1) N o hablemos d© cuestiones más internas. La mayor parte de los investigadores mismos no tienen h o y la más ligera sospecha de la gravísima, peligrosísima crisis íntima que hoy atraviesa su ciencia. 198 contundente en favor de un principio vital? ¿Cómo, no obstante, no hay sombra de que las. masas se pidan a sí mismas un sacrificio de dinero y de atención para dotar mejor a la ciencia? Lejos de esto, la postguerra ha convertido al hombre de ciencia en el nuevo paria social. Y conste que me refiero a físicos, químicos, biólogos —no a los filósofos. La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad (i), y con ello se liberta de toda supeditación al hombre rrtedio. Se sabe a sí misma por esencia problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse ni defenderse. Si a alguien buenamente le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma? Dejemos, pues, a un lado la filosofía, que es aventura de otro rango. Pero las ciencias experimentales sí necesitan de la masa, como ésta necesita de ellas, so pena de sucumbir, ya que en un planeta sin fisicoquímica no puede sustentarse el número de hombres hoy existentes. ¿Qué razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde van y vienen esos hombres, y la inyección de pantopón, que fulmina, milagrosa, sus dolores? La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta. Máxime si, según veremos, este despego hacia la ciencia como tal aparece, qui^á con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos—de médicos, ingenieros, etc., los cuales suelen ejercer su profesión con un estado de espíritu idéntico en lo esencial al de quien se contenta con usar del automóvil o comprar el tubo de aspirina—, sin la menor solidaridad íntima con el destino de la ciencia, de la civilización. Habrá quien se sienta más sobrecogido por otros síntomas de barbarie emergente que, siendo de cualidad positiva, de acción, y no de omisión, saltan más a los ojos y se materializan en espectáculo. Para mí es éste de la desproporción entre el provecho que el hombre medio recibe de la ciencia y la gratitud que le dedica —que no le (1) Aristóteles: Metafísica, 893 a 10. 199 dedica— el más aterrador (i). Sólo acierto a explicarme esta ausencia del adecuado reconocimiento si recuerdo que en el centro de África los negros van también en automóvil y se aspirinizan. El europeo que- empieza a predominar —ésta es mi hipótesis— sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un «invasor vertical». (1) Centuplica la monstruosidad el hecho de que —como he indicado— todos los demás principios vitales —política, derecho, arte, moral, religión— se hallan efectivamente y por sí mismos en crisis, en, por lo menos, transitoria falla. Sólo la ciencia no falla, sino que cada día cumple con fabulosas creces cuanto promete y más de lo que promete. N o tiene, pues, concurrencia, no cabe disculpar el despego hacia ella suponiendo al hombre-medio distraído por algún otro entusiasmo de cultura. X PRIMITIVISMO E HISTORIA La Naturaleza está siempre ahí. Se sostiene a sí misma. En ella, en la selva, podemos impunemente ser salvajes. Podemos inclusive resolvernos a no dejar de serlo nunca, sin más riesgo que el advenimiento de otros seres que no lo sean. Pero, en principio, son posibles pueblos perennemente primitivos. Los hay. Breyssig los ha llamado «los pueblos de la perpetua aurora», los que se han quedado en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía. Esto pasa en el mundo que es sólo Naturaleza. Pero no pasa en el mundo que es civilización, como el nuestro. La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización..., se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. jUn descuido, y cuando mira usted en derredor todo se ha volatilizado! Como si hubiesen recogido unos tapices que tapaban la pura Naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva. La selva siempre es primitiva. Y viceversa. Todo lo primitivo es selva. A los románticos de todos los tiempos les dislocaban estas escenas de violación, en que lo natural e infrahumano volvía a oprimir la palidez humana de la mujer, y pintaban al cisne sobre Leda, estremecido; al toro con Pasiphae y a Antíope bajo el capro. Generalizando, hallaron un espectáculo más sutilmente indecente en el paisaje con ruinas, donde la piedra civilizada, geométrica, se ahoga bajo el abrazo de la silvestre vegetación. Cuando un buen romántico divisa un edificio, lo primero que sus ojos buscan es, sobre la acrótera o el tejado, el «amarillo jaramago». Él anuncia que, en definitiva, todo es tierra; que, dondequiera, la selva rebrota. 201 Sería estúpido reírse del romántico. También el romántico tiene razón. Bajo esas imágenes inocentemente perversas late un enorme y sempiterno problema: el de las relaciones entre la civilización y lo que quedó tras ella —la Naturaleza—, entre lo racional y lo cósmico. Reclamo, pues, la franquía para ocuparme de él en otra ocasión y para ser en la hora oportuna romántico. Pero ahora me encuentro en faena opuesta. Se trata de contener la selva invasora. El «buen europeo» tiene que dedicarse ahora a lo que constituye, como es sabido, grave preocupación de los Estados australianos: a impedir que las chumberas ganen terreno y arrojen a los hombres al mar. Hacia el año cuarenta y tantos, un emigrante meridional, nostálgico de su paisaje—¿Málaga, Sicilia?—, llevó a Australia un tiesto con una chumberita de nada. Hoy los presupuestos de Oceanía se cargan con partidas onerosas destinadas a la guerra contra la chumbera, que ha invadido el continente y cada año gana en sección más de un kilómetro. El hombre-masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva. Ya lo he dicho. Pero ahora hay que añadir algunas precisiones. Los principios en que se apoya el mundo civilizado —el que hay que sostener—no existen para el hombre medio actual. No le interesan los valores fundamentales de la cultura, no se hace solidario de ellos, no está dispuesto a ponerse en su servicio. ¿Cómo ha pasado esto? Por muchas causas; pero ahora voy a destacar sólo una. La civilización, cuanto más avanza, se hace más compleja y más difícil. Los problemas que hoy plantea son archiintrincados. Cada vez es menor el número de personas cuya mente está a la altura de esos problemas. La postguerra nos ofrece un ejemplo bien claro de ello. La reconstitución de Europa —se va viendo— es un asunto demasiado algebraico, y el europeo vulgar se revela inferior a tan sutil empresa. No es que falten medios para la solución. Faltan cabezas. Más exactamente: hay algunas cabezas, muy pocas; pero el cuerpo vulgar de la Europa central no quiere ponérselas sobre los hombros. Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de las mentes será cada vez mayor si no se pone remedio y constituye la más elemental tragedia de la civilización. De puro ser fértiles y certeros los principios que la informan, aumenta su cosecha en cantidad y en agudeza hasta rebosar la receptividad del hombre normal. No creo que esto haya acontecido nunca en el pasado. Todas 202 las civilizaciones han fenecido por la insuficiencia de sus principios. La europea amenaza sucumbir por lo contrario. En Grecia y Roma no fracasó el hombre, sino sus principios. El Imperio romano finiquita por falta de técnica. Al llegar a un grado de población grande y exigir tan vasta convivencia la solución de ciertas urgencias materiales, que sólo la técnica podía hallar, comenzó el mundo antiguo a involucionar, a retroceder y consumirse. Mas ahora es el hombre quien fracasa por no poder seguir emparejado con el progreso de su misma civilización. Da grima oír hablar sobre los temas más elementales del día a las personas relativamente más cultas. Parecen toscos labriegos que con dedos gruesos y torpes quieren coger una aguja que está sobre una mesa. Se manejan, por ejemplo, los temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos sutiles. Civilización avanzada es una y misma cosa con problemas arduos. De aquí que cuanto mayor sea el progreso, más en peligro está. La vida es cada vez mejor; pero, bien entendido, cada vez más complicada. Claro es que al complicarse los problemas se van perfeccionando también los medios para resolverlos. Pero es menester que cada nueva generación se haga dueña de esos medios adelantados. Entre éstos —por concretar un poco— hay uno perogrullescamente unido al avance de una civilización, que es tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma: historia. El saber histórico es una técnica de primer orden para conservar y continuar una civilización provecta. No porque dé soluciones positivas al nuevo cariz de los conflictos vitales —la vida es siempre diferente de lo que fue—, sino porque evita cometer los errores ingenuos de otros tiempos. Pero si usted, encima de ser viejo y, por tanto, de que su vida empieza a ser difícil, ha perdido la memoria del pasado, no aprovecha usted su experiencia, entonces todo son desventajas. Pues yo creo que ésta es la situación de Europa. Las gentes más «cultas» de hoy padecen una ignorancia histórica increíble. Y o sostengo que hoy sabe el europeo dirigente mucha menos historia que el hombre del siglo xvin y aun del xvn. Aquel saber histórico de las minorías gobernantes —gobernantes sensu lato— hizo posible el avance prodigioso del siglo xrx. Su política está pensada —por el xvín— precisamente para evitar los errores de todas las políticas antiguas, está ideada en vista de esos errores, y resume en su sustancia la más larga experiencia. Pero ya el siglo xrx comenzó a perder «cultura histórica», a pesar de que en su transcurso los especialistas la hicieron 203 avanzar muchísimo como ciencia (i). A este abandono se deben en buena parte sus peculiares errores, que hoy gravitan sobre nosotros. En su último tercio se inició —aun subterráneamente— la involución, el retroceso a la barbarie; esto es, a la ingenuidad y primitivismo de quien no tiene u olvida su pasado. Por eso son bolchevismo y fascismo, los dos intentos «nuevos» de política que en Europa y sus aledaños se están haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial. No tanto por el contenido positivo de sus doctrinas, que, aislado, tiene naturalmente una verdad parcial —¿quién en el universo no tiene una porciúncula de razón?—, como por la manera ¿«//-histórica, anacrónica, con que tratan su parte de razón. Movimientos típicos de hombres-masas, dirigidos, como todos los que lo son, por hombres mediocres, extemporáneos y sin larga memoria, sin «conciencia histórica», se comportan desde un principio como si hubiesen pasado ya, como si acaeciendo en esta hora perteneciesen a la fauna de antaño. La cuestión no está en ser o no ser comunista y bolchevique. No discuto el credo. Lo que es inconcebible y anacrónico es que un comunista de 1917 se lance a hacer una revolución que es en su forma idéntica a todas las que antes ha habido y en que no se corrigen lo más mínimo los defectos y errores de las antiguas. Por eso no es interesante históricamente lo acontecido en Rusia; por eso es estrictamente lo contrario que un comienzo de vida humana. Es, por el contrario, una monótona repetición de la revolución de siempre, es el perfecto lugar común de las revoluciones. Hasta el punto que no hay frase hecha, de las muchas que sobre las revoluciones la vieja experiencia humana ha hecho, que no reciba deplorable confirmación cuando se aplica a ésta. «¡La revolución devora sus propios hijos!» «La revolución comienz? por un partido mesurado, pasa en seguida a los extremistas y comienza muy pronto a retroceder hacia una restauración», etc., etc. A los cuales tópicos venerables podían agregarse algunas otras verdades menos notorias, pero no menos probables, entre ellas ésta: una revolución no dura más de quince años, período que coincide con la vigencia de una generación (2). (1) Y a aquí entrevemos la diferencia entre el estado de las ciencias de una época y el estado de su cultura, que pronto nos v a a ocupar. (2) U n a generación actúa alrededor de treinta años. Pero esta actuación se divide en dos etapas y toma dos formas: durante la primera mitad —aproximadamente— de ese período, la nueva generación hace la propaganda de sus ideas, preferencias y gustos, que, al cabo, adquieren 204 Quien aspire verdaderamente a crear una nueva realidad social o política, necesita preocuparse ante todo de que esos humildísimos lugares comunes de la experiencia histórica queden invalidados por la situación que él suscita. Por mi parte reservaré la calificación de genial para el político que apenas comience a operar comiencen a volverse locos los profesores de Historia de los Institutos, en vista de que todas las «leyes» de su ciencia resultan caducadas, interrumpidas y hechas cisco. Invirtiendo el signo que afecta al bolchevismo, podríamos decir cosas similares del fascismo. Ni uno ni otro ensayo están «a la altura de los tiempos», no llevan dentro de sí escorzado todo el pretérito, condición irremisible para superarlo. Con el pasado no se lucha cuerpo á cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo traga. Como deje algo de él fuera, está perdido. Uno y otro —bolchevismo y fascismo— son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una o muchas veces; son primitivismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del pasado, en vez de proceder a su digestión. No cabe duda que es preciso superar el liberalismo del siglo xix. Pero esto es justamente lo que no puede hacer quien, como el fascismo, se declara antiliberal. Porque eso —ser antiliberal o no liberal— es lo que hacía el hombre anterior al liberalismo. Y como ya una vez éste triunfó de aquél, repetirá su victoria innumerables veces o se acabará todo —liberalismo y antiliberalismo— en una destrucción de Europa. Hay una cronología vital inexorable. El liberalismo es en ella posterior al antiliberalismo, o, lo que es lo mismo, es más vida que éste, como el cañón es más arma que la lanza. Al primer pronto, una actitud anti-algo parece posterior a este algo, puesto que significa una reacción contra él y supone su previa existencia. Pero la innovación que el anti representa se desvanece en vacío ademán negador y deja sólo como contenido positivo una «antigualla». El que se declara anti-Pedro no hace, traduciendo su vigencia y son lo dominante en la segunda mitad de su carrera. Mas la generación educada bajo su imperio trae ya otras ideas, preferencias y gustos, que empiezan a inyectar en el aire público. Cuando las ideas, preferencias y gustos de la generación imperante son extremistas, y por ello revolucionarios, la nueva generación es antiextremista y anturevolucionaria, es decir, de alma sustancialmente restauradora. Claro que por restauración no ha de entenderse simple «vuelta a lo antiguo», cosa que nunca han sido las restauraciones. 205 actitud a lenguaje positivo, más que declararse partidario de un mundo donde Pedro no exista. Pero esto es precisamente lo que acontecía al mundo cuando aún no había nacido Pedro. El antipedrista, en vez de colocarse después de Pedro, se coloca antes y retrotrae toda la película a la situación pasada, al cabo de la cual está inexorablemente la reaparición de Pedro. Les pasa, pues, a todos estos anti lo que, según la leyenda, a Confucio. El cual nació, naturalmente, después que su padre; pero, ¡diablo!, nació ya con ochenta años, mientras su progenitor no tenía más que treinta. Todo anti no es más que un simple y hueco no. Sería todo muy fácil si con un no mondo y lirondo aniquilásemos el pasado. Pero el pasado es por esencia revenant. Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso su única auténtica superación es no echarlo. Contar con él. Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir «a la altura de los tiempos», con hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica. El pasado tiene razón, la suya. Si no se le da esa que tiene, volverá a reclamarla, y de paso a imponer la que no tiene. El liberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per saecula saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y ésa que no tenía es la que hay que quitarle. Europa necesita conservar su esencial liberalismo. Esta es la condición para superarlo. Si he hablado aquí de fascismo y bolchevismo no ha sido más que oblicuamente, fijándome sólo en su facción anacrónica. Esta es, a mi juicio, inseparable de todo lo que hoy parece triunfar. Porque hoy triunfa el hombre-masa, y, por tanto, sólo intentos por él informados, saturados de su estilo primitivo, pueden celebrar una aparente victoria. Pero, aparte de esto, no discuto ahora la entraña del uno ni la del otro, como no pretendo dirimir el perenne dilema entre revolución y evolución. Lo más que este ensayo se atreve a solicitar es que revolución o evolución sean históricas y no anacrónicas. El tema que persigo en estas páginas es políticamente neutro, porque alienta en estrato mucho más profundo que la política y sus disensiones. No es más ni menos masa el conservador que el radical, y esta diferencia—que en toda época ha sido muy superficial—no impide ni de lejos que ambos sean un mismo hombre, vulgo rebelde. Europa no tiene remisión si su destino no es puesto en manos de gentes verdaderamente «contemporáneas» que sientan bajo sí palpitar todo el subsuelo histórico, que conozcan la altitud presente de la vida y repugnen todo gesto arcaico y silvestre. Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella. X I L A ÉPOCA D E L «SEÑORITO SATISFECHO» Resumen: El nuevo hecho social que aquí se analiza es éste: la historia europea parece, por vez primera, entregada a la decisión del hombre vu'gar como tal. O dicho en voz activa: el hombre vulgar, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. Esta resolución de adelantarse al primer plano social se ha producido en él, automáticamente, apenas llegó a madurar el nuevo tipo de hombre que él representa. Si atendiendo a los efectos de vida pública, se estudia la estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, se encuentra lo siguiente: i.°, una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que, 2.0 , le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno y completo su haber moral e intelectual. Este contentamiento consigo le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio sus opiniones y a no contar con los demás. Su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio. Actuará, pues, como si sólo él y sus congéneres existieran en el mundo; por tanto, 3 . 0 , intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión, sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de «acción directa». Este repertorio de facciones nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de ser hombre, como el «niño mimado» y el primitivo rebelde; es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por el contrario, es el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido nunca—religión, tabús, tradición social, costumbres). No es necesario extrañarse de que yo acumule dicterios sobre esta figura de ser huma- 207 no. El presente ensayo no es más que un primer ensayo de ataque a ese hombre triunfante y el anuncio de que unos cuantos europeos van a revolverse enérgicamente contra su pretensión de tiranía. Por ahora se trata de un ensayo de ataque nada más: el ataque a fondo vendrá luego, tal vez muy pronto, en forma muy distinta de la que este ensayo reviste. El ataque a fondo tiene que venir en forma que el hombre-masa no pueda precaverse contra él, lo vea ante sí y no sospeche que aquello, precisamente aquello, es el ataque a fondo. Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización —las comodidades, la seguridad, en suma, las ventajas de la civilización. Como hemos visto, sólo dentro de la holgura vital que ésta ha fabricado en el mundo, puede surgir un hombre constituido por aquel repertorio de facciones, inspirado por tal carácter. Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar con la escasez. Pero no hay tal. Por razones muy rigorosas y archifundamentales que no es ahora ocasión de enunciar. Ahora, en vez de esas razones, basta con recordar el hecho siempre repetido que constituye la tragedia de toda aristocracia hereditaria. El aristócrata hereda, es decir, encuentra atribuidas a su persona unas condiciones de vida que él no ha creado, por tanto, que no se producen orgánicamente unidas a su vida personal y propia. Se halla al nacer instalado, de pronto y sin saber cómo, en medio de su riqueza y de sus prerrogativas. Él no tiene, íntimamente, nada que ver con ellas, porque no vienen de él. Son el caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente, su antepasado. Y tiene que vivir como heredero, esto es, tiene que usar el caparazón de otra vida. ¿En qué quedamos? ¿Qué vida va a vivir el «aristócrata» de herencia, la suya o la del procer inicial? Ni la una ni la otra. Está condenado a representar al otro, por tanto, a no ser ni el otro ni él mismo. Su vida pierde, inexorablemente, autenticidad y se convierte en pura representación o ficción de otra vida. La sobra de medios que está obligado a manejar no le deja vivir su propio y personal destino, atrofia su vida. Toda vida es la lucha, el esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son, precisamente, lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmós- 208 fera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática. Así, en el «aristócrata» heredero toda su persona se va envagueciendo, por falta de uso y esfuerzo vital. El resultado es esa específica bobería de las viejas noblezas, que no se parece a nada y que, en rigor, nadie ha descrito todavía en su interno y trágico mecanismo —el interno y trágico mecanismo que conduce toda aristocracia hereditaria a su irremediable degeneración. Vaya esto tan sólo para contrarrestar nuestra ingenua tendencia a creer que la sobra de medios favorece la vida. Todo lo contrario. Un mundo sobrado ( i ) de posibilidades produce, automáticamente, graves deformaciones y viciosos tipos de existencia humana —los que se pueden reunir en la clase general «hombre-heredero,» de que el «aristócrata» no es sino un caso particular, y otro, el niño mimado, y otro, mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo. (Por otra parte, cabría aprovechar más detalladamente la anterior alusión al «aristócrata», mostrando cómo muchos de los rasgos característicos de éste, en todos los pueblos y tiempos, se dan, de manera germinal, en el hombre-masa. Por ejemplo: la propensión a hacer ocupación central de la vida los juegos y los deportes; el cultivo de su cuerpo —régimen higiénico y atención a la belleza del traje; falta de romanticismo en la relación con la mujer; divertirse con el intelectual, pero, en el fondo, no estimarlo y mandar que los lacayos o los esbirros le azoten; preferir la vida bajo la autoridad absoluta a un régimen de discusión (2), etc., etc.). (1) N o se confunda el aumento, y aun la abundancia de medios, con la sobra. E n el siglo x i x aumentaban las facilidades de vida, y ello produce el prodigioso crecimiento —cuantitativo y cualitativo— de ella que he apuntado más arriba. Pero ha llegado un momento en que el mundo civilizado, puesto en relación con la capacidad del hombre medio, adquiría un cariz sobrado, excesivamente rico, superfluo. U n solo ejemplo de esto: la seguridad que parecía ofrecer el progreso (=aumento siempre creciente de ventajas vitales) desmoralizó al hombre medio, inspirándole una confianza que es y a falsa, atrófica, viciosa. (2) E n esto, como en otras cosas, la aristocracia inglesa parece una excepción de lo dicho. Pero, con ser su caso admirabilísimo, bastaría con dibujar las líneas generales de la historia británica para hacer ver que esta excepción, aun siéndolo, confirma la regla. Contra lo que suele decirse, la nobleza inglesa ha sido la menos «sobrada» de Europa y ha vivido en más constante peligro que ninguna otra. Y porque ha vivido siempre en peligro ha sabido y logrado hacerse respetar —lo cual supone haber permanecido sin descanso en la brecha. Se olvida el dato fundamental de que Inglaterra ha sido, hasta m u y dentro del siglo x v m , el país más pobre de Occidente. 209 TOMO I V — 1 4 Insisto, pues, con leal pesadumbre en hacer ver que este hombre lleno de tendencias inciviles, que este novísimo bárbaro es un producto automático de la civilización moderna, especialmente de la forma que esta civilización adoptó en el siglo xix. No ha venido de fuera al mundo civilizado como los «grandes bárbaros blancos» del siglo v; no ha nacido tampoco dentro de él por generación espontánea y misteriosa, como, según Aristóteles, los renacuajos en la alberca, sino que es su fruto natural. Cabe formular esta ley que la paleontología y biogeografía confirman; la vida humana ha surgido y ha progresado sólo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía. Esto es verdad lo mismo en el orden espiritual que en el físico. Así, para referirme a una dimensión muy concreta de la vida corporal, recordaré que la especie humana ha brotado en zonas del planeta donde la estación caliente quedaba compensada por una estación de frío intenso. En los trópicos, el animal-hombre degenera y, viceversa, las razas inferiores —por ejemplo, los pigmeos— han sido empujadas hacia los trópicos por razas nacidas después que ellas y superiores en la escala de la evolución (i). Pues bien, la civilización del siglo xrx es de índole tal que permite al hombre-medio instalarse en un mundo sobrado, del cual percibe sólo la superabundancia de medios, pero no las angustias. Se encuentra rodeado de instrumentos prodigiosos, de medicinas benéficas, de Estados previsores, de derechos cómodos. Ignora, en cambio, lo difícil que es inventar esas medicinas e instrumentos y asegurar para el futuro su producción; no advierte lo inestable que es la organización del Estado, y apenas si siente dentro de sí obligaciones. Este desequilibrio le falsifica, le vicia en su raíz de ser viviente haciéndole perder contacto con la sustancia misma de la vida, que es absoluto peligro, radical problematismo. La forma más contradictoria de la vida humana que puede aparecer en la vida humana es el «señorito satisfecho». Por eso, cuando se hace figura predominante, es preciso dar la voz de alarma y anunciar que la vida se halla amenazada de degeneración, es decir, de relativa muerte. Según esto, el nivel vital que representa la Europa de hoy es superior a todo el La nobleza se salvó por esto mismo. Como no era sobrada de medios, tuvo que aceptar, desde luego, la ocupación comercial e industrial —innoble en el continente—, es decir, se decidió muy pronto a vivir económicamente en forma creadora y a no atenerse a los privilegios. (1) Véase Olbricht: Klima und Entvñcklung, 1923. 210 pasado humano; pero si se mira el porvenir, hace temer que ni conserve su altura ni produzca otro nivel más elevado, sino, por el contrario, que retroceda y recaiga en altitudes inferiores. Esto, pienso, hace ver con suficiente claridad la anormalidad superlativa que representa el «señorito satisfecho». Porque es un hombre que ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana. E n efecto, esta ilusión se hace el «hijo de familia». Ya sabemos por qué: en el ámbito familiar, todo, hasta los mayores delitos, puede quedar a la postre impune. El ámbito familiar es relativamente artificial, y tolera dentro de él muchos actos que en la sociedad, en el aire de la calle, traerían automáticamente consecuencias desastrosas e ineludibles para su autor. Pero el «señorito» es el que cree poder comportarse fuera de casa como en casa, el que cree que nada es fatal, irremediable e irrevocable. Por eso cree que puede hacer lo que le dé la gana (i). ¡Gran equivocación! Vossa merce irá a onde o levem, como se dice al loro en el cuento del portugués. No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero esto no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío —la noluntad. Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de nuestro destino. Y o no puedo hacer esto evidente a cada lector en lo que su destino individualísimo tiene de tal, porque no conozco a cada lector; pero sí es posible hacérselo ver en aquellas porciones o facetas de su destino que son idénticas a las de otros. Por ejemplo: todo europeo actual sabe, con una certidumbre mucho más vigorosa que la de todas sus «ideas» y «opiniones» expresas, que el hombre europeo actual tiene que ser liberal. No discutamos si esta o la otra forma de libertad es la que tiene que ser. Me refiero a que el europeo más reaccionario sabe, en el fondo de su conciencia, que eso que ha intentado Europa en el último siglo con el nombre de liberalismo es, en (1) Lo que la casa es frente a la sociedad lo es más en grande la nación frente al conjunto de las naciones. Una de las manifestaciones a la vez más claras y voluminosas del «señoritismo» vigente es, como veremos, la decisión que algunas naciones han tomado de «hacer lo que les dé la gana» en la convivencia internacional. A esto llaman ingenuamente «nacionalismo». Y yo, que repugno la supeditación beata a la internacionalidad, encuentro, por otra parte, grotesco ese transitorio «señoritismo» de las naciones menos granadas. 211 ultima instancia, algo ineludible, inexorable, que el hombre occidental de hoy es, quiera o no. Aunque se demuestre, con plena e incontrastable verdad, que son falsas y funestas todas las maneras concretas en que se ha intentado hasta ahora realizar ese imperativo irremisible de ser políticamente libre, inscrito en el destino europeo, queda en pie la última evidencia de que en el siglo último tenía sustancialmente razón. Esta evidencia última actúa lo mismo en el comunista europeo que en el fascista, por muchos gestos que hagan para convencernos y convencerse de lo contrario, como actúa —quiera, o no, créalo o no— en el católico que preste más leal adhesión al Syllabus (i). Todos «saben» que más allá de las justas críticas con que se combaten las manifestaciones del liberalismo queda la irrevocable verdad de éste, una verdad que no es teórica, científica, intelectual, sino de un orden radicalmente distinto y más decisivo que todo eso —a saber, una verdad de destino. Las verdades teóricas no sólo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de ia discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión. Pero el destino —lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser— no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos (2). El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y (1) El que cree eopórnicamente que el sol no cae en el horizonte, sigue viéndolo caer, y como el ver implica una convicción primaria, sigue creyéndolo. Lo que pasa es que su creencia científica detiene, constantemente, los efectos de su creencia primaria o espontánea. Así, ese católico niega, con su creencia dogmática, su propia, auténtica creencia liberal. Esta alusión al caso de ese católico va aquí sólo como ejemplo para aclarar la idea que expongo ahora; pero no se refiere a él la censura radical que dirijo al hombremasa de nuestro tiempo, al «señorito satisfecho». Coincide con éste sólo en un punto. Lo que echo en cara al «señorito satisfecho» es la falta de autenticidad en casi todo su ser. El católico no es auténtico en algunos puntos de su ser. Pero aun esta coincidencia parcial es sólo aparente. E l católico no es auténtico en una parte de su ser —todo lo que tiene, quiera o no, de hombre moderno— porque quiere ser fiel a otra parte efectiva de su ser, que es su fe religiosa. Esto significa que el destino de ese católico es en sí mismo trágico. Y al aceptar esa porción de inautenticidad cumple con su deber. El «señorito satisfecho», en cambio, deserta de sí mismo por pura frivolidad y del todo, precisamente para eludir toda tragedia. (2) Envilecimiento, encanallamiento, no es otra cosa que el modo de vida que le queda al que se ha negado a ser el que tiene que ser. Este su auténtico ser no muere por eso, sino que se convierte en sombra acusa- 212 muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas. Pues bien: el «señorito satisfecho» se caracteriza por «saber» que ciertas cosas no pueden ser y, sin embargo, y por lo mismo, fingir con sus actos y palabras la convicción contraria. El fascista se movilizará contra la libertad política, precisamente porque sabe que ésta no faltará nunca a la postre y en serio, sino que está ahí, irremediablemente, en la sustancia misma de la vida europea y que en ella se recaerá siempre que de verdad haga falta, a la hora de la seriedad. Porque ésta es la tónica de la existencia en el hombre-masa: la inseriedad, la «broma». Lo que hacen lo hacen sin el carácter de irrevocable, como hace sus travesuras el «hijo de familia». Toda esa prisa por adoptar en todos los órdenes actitudes aparentemente trágicas, últimas, tajantes, es sólo apariencia. Juegan a la tragedia porque creen que no es verosímil la tragedia efectiva en el mundo civilizado. Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico ser de una persona lo que ella pretendía mostrarnos como tal. Si alguien se obstina en afirmar que cree dos más dos igual a cinco y no hay motivo para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por mucho que grite y aunque se deje matar por sos- tenerlo. Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Los únicos esfuerzos que se hacen van dirigidos a huir del propio destino, a cegarse ante su evidencia y su llamada profunda, a evitar cada cual el careo con ese que tiene que ser. Se vive humorísticamente y tanto más cuanto más tragicota sea la máscara adoptada. Hay humorismo dondequiera que se vive de actitudes revocables en que la persona no se hinca entera y sin reservas. El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz —déracinées de su destino— se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las «corrientes» y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Por lo mismo, más dora, en fantasma, que le hace sentir constantemente la inferioridad de la existencia que lleva respecto a la que tenía que llevar. El envilecido es el suicida superviviente. * 2,13 que nunca triunfa la retórica. El superrealista cree haber superado toda la historia literaria cuando ha escrito (aquí una palabra que no es necesario escribir) donde otros escribieron «jazmines, cisnes y faunesas». Pero claro es que con ello no ha hecho sino extraer otra retórica que hasta ahora yacía en las letrinas. Aclara la situación actual advertir, no obstante la singularidad de su fisonomía, la porción que de común tiene con otras del pasado. Así acaece que apenas llega a su máxima altitud la civilización mediterránea —hacia el siglo ni antes de Cristo— hace su aparición el cínico. Diógenes patea con sus sandalias hartas de barro las alfombras de Arístipo. El cínico se hizo un personaje pululante, que se hallaba tras cada esquina y en todas las alturas. Ahora bien: el cínico no hacía otra cosa que sabotear la civilización aquella. Era el nihilista del helenismo. Jamás creó ni hizo nada. Su papel era deshacer—mejor dicho—, intentar deshacer, porque tampoco consiguió su propósito. El cínico, parásito de la civilización, vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará. ¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos, naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal? ¿Qué es un fascista si no habla mal de la libertad y un superrealista si no perjura del arte? No podía comportarse de otra manera este tipo de hombre nacido en un mundo demasiado bien organizado, del cual sólo percibe las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima, porque es «civilización»—esto es, una casa—, y el «hijo de familia» no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar instancias externas superiores a él y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino. XII L A BARBARIE D E L «ESPECIALISMO» La tesis era que la civilización del siglo xix ha producido automáticamente el hombre-masa. Conviene no cerrar su exposición general sin analizar, en un caso particular, la mecánica de esa producción. De esta suerte, al concretarse, la tesis gana en fuerza per­ suasiva. Esta civilización del siglo xix, decía yo, puede resumirse en dos grandes dimensiones: democracia liberal y técnica. Tomemos ahora sólo la última. La técnica contemporánea nace de la copulación entre el capitalismo y la ciencia experimental. No toda técnica es científica. El que fabricó las hachas de sílex, en el período chelense, carecía de ciencia, y, sin embargo, creó una técnica. La China llegó a un alto grado de tecnicismo sin sospechar lo más mínimo la existencia de la física. Sólo la técnica moderna de Europa tiene una raíz científica, y de esa raíz le viene su carácter específico, la posibilidad de un ilimitado progreso. Las demás técnicas—mesopotámica, nilota, griega, romana, oriental— se estiran hasta un punto de desarrollo que no pueden sobrepasar, y apenas lo tocan comienzan a retroceder en lamentable involución. Esta maravillosa técnica occidental ha hecho posible la maravillosa proliferación de la casta europea. Recuérdese el dato de que tomó su vuelo este ensayo y que, como dije, encierra germinalmente todas estas meditaciones. Del siglo v a 1800, Europa no consigue tener una población mayor de 180 millones. De 1800 a 1914 asciende a más de 460 millones. El brinco es único en la historia humana. No cabe dudar de que la técnica—junto con la democracia liberal—ha engendrado al hombre-masa en el sentido cuantitativo 215 de esta expresión. Pero estas páginas han intentado mostrar que también es responsable de la existencia del hombre-masa en el sentido cualitativo y peyorativo del término. Por «masa» —prevenía yo al principio— no se entiende especialmente al obrero; no designa aquí una clase social, sino una clase o modo de ser hombre que se da hoy en todas las clases sociales, que por lo mismo representa a nuestro tiempo, sobre el cual predomina e impera. Ahora vamos a ver esto con sobrada evidencia. ¿Quién ejerce hoy el poder social? ¿Quién impone la estructura de su espíritu en la época? Sin duda, la burguesía. ¿Quién, dentro de esa burguesía, es considerado como el grupo superior, como la aristocracia del presente? Sin duda, el técnico: ingeniero, médico, financiero, profesor, etc., etc. ¿Quién, dentro del grupo técnico, lo representa con mayor altitud y pureza? Sin duda, el hombre de ciencia. Si un personaje astral visitase Europa, y con ánimo de juzgarla le preguntase por qué tipo de hombre, entre los que la habitan, prefería ser juzgada, no hay duda de que Europa señalaría, complacida y segura de una sentencia favorable, a sus hombres de ciencia. Claro que el personaje astral no preguntaría por individuos excepcionales, sino que buscaría la regla, el tipo genérico «hombre de ciencia», cima de la humanidad europea. Pues bien: resulta que el hombre de ciencia actual es el prototipo del hombre-masa. Y no por casualidad, ni por defecto unipersonal de cada hombre de ciencia, sino porque la ciencia misma —raíz de la civilización—lo convierte automáticamente en hombre-masa; es decir, hace de él un primitivo, un bárbaro moderno. La cosa es harto sabida: innumerables veces se ha hecho constar; pero sólo articulada en el organismo de este ensayo adquiere la plenitud de su sentido y la evidencia de su gravedad. La ciencia experimental se inicia al finalizar el siglo xvi (Galileo), logra constituirse a fines del xvn (Newton) y empieza a desarrollarse a mediados del xvin. El desarrollo de algo es cosa distinta de su constitución, y está sometido a condiciones diferentes. Así, la constitución de la física, nombre colectivo de la ciencia experimental, obligó a un esfuerzo de unificación. Tal fue la obra de Newton y demás hombres de su tiempo. Pero el desarrollo de la física inició una faena de carácter opuesto a la unificación. Para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista. Ipso fado dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera si se la separa 216 de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene—irremisiblemente—que ser especializado. Sería de gran interés y mayor utilidad que la aparente a primera vista hacer una historia de las ciencias físicas y biológicas, mostrando el proceso de creciente especializacióñ en la labor de los investigadores. Ella haría ver cómo, generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho. Pero no es esto lo importante que esa historia nos enseñaría, sino más bien lo inverso: cómo en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo, iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral del universo, que es lo único merecedor de los nombres de ciencia, cultura, civilización europea. La especializacióñ comienza, precisamente, en un tiempo que llama hombre civilizado al hombre «enciclopédico». El siglo xrx inicia sus destinos bajo la dirección de criaturas que viven enciclopédicamente, aunque su producción tenga ya un carácter de especialismo. En la generación subsiguiente, la ecuación se ha desplazado, y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de ciencia a la cultura integral. Cuando en 1890 una tercera generación toma el mando intelectual de Europa, nos encontramos con un tipo de científico sin ejemplo en la historia. Es un hombre que, de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce sólo una ciencia determinada y aun de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva y.llama dilettantismo a la curiosidad por el conjunto del saber. El caso es que, recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia, que él apenas conoce, y con ella la enciclopedia del pensamiento, que concienzudamente desconoce. ¿Cómo ha sido y es posible cosa semejante? Porque conviene recalcar la extravagancia de este hecho innegable: la ciencia experimental ha progresado en buena parte merced al trabajo de hombres fabulosamente mediocres, y aun menos que mediocres. Es decir, que la ciencia moderna, raíz y símbolo de la civilización actual, da acogida dentro de sí al hombre intelectualmente medio y le permite operar con buen éxito. La razón de ello está en lo que es a la par ventaja mayor y peligro máximo de la ciencia nueva y de toda la civilización que ésta dirige y repre- 217 senta: la mecanización. Una buena parte de las cosas que hay que hacer en física o en biología es faena mecánica de pensamiento que puede ser ejecutada por cualquiera, o poco menos. Para los efectos de innumerables investigadores es posible dividir la ciencia en pequeños segmentos, encerrarse en uno y desentenderse de los demás. La firmeza y exactitud de los métodos permiten esta transitoria y práctica desarticulación del saber. Se trabaja con uno de esos métodos como con una máquina, y ni siquiera es forzoso para obtener abundantes resultados poseer ideas rigorosas sobre el sentido y fundamento de ellos. Así, la mayor parte de los científicos empujan el progreso general de la ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, como la abeja en la de su panal o como el pachón de asador en su cajón. Pero esto crea una casta de hombres sobremanera extraños. El investigador que ha descubierto un nuevo hecho de la Naturaleza tiene por fuerza que sentir una impresión de dominio y de seguridad en su persona. Con cierta aparente justicia se considerará como «un hombre que sabe». Y , en efecto, en él se da un pedazo de algo que, junto con otros pedazos no existentes en él, constituyen verdaderamente el saber. Esta es la situación íntima del especialista, que en los primeros años de este siglo ha llegado a su más frenética exageración. El especialista «sabe» muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto. He aquí un precioso ejemplar de este extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es «un hombre de ciencia» y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio. Y, en efecto, éste es el comportamiento del especialista. En política, en arte, en los usos sociales, en las otras ciencias, tomará posiciones de primitivo, de ignorantísimo; pero las tomará con energía 218 y suficiencia, sin admitir—y esto es lo paradójico—especialistas de esas cosas. Al especializarlo, la civilización le ha hecho hermético y satisfecho dentro de su limitación; pero esta misma sensación intima de dominio y valía le llevará á querer predominar fuera de su especialidad. De donde resulta que, aun en este caso, que representa un máximum de hombre cualificado —especialismo— y, por tanto, lo más opuesto al hombre-masa, el resultado es que se comportará sin cualificación y como hombre-masa en casi todas las esferas de la vida. La advertencia no es vaga. Quien quiera puede otíservar la estupidez con que piensan, juzgan y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los problemas generales de la vida y el mundo los «hombres de ciencia», y claro es, tras ellos, médicos, ingenieros, financieros, profesores, etc. Esta condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores, que reiteradamente he presentado como característica del hombre-masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa más inmediata de la desmoralización europea. Por otra parte, significan el más claro y preciso ejemplo de cómo la civilización del último siglo, abandonada a su propia inclinación, ha producido este rebrote de primitivismo y barbarie. El resultado más inmediato de este especialismo no compensado ha sido que hoy, cuando hay mayor número de «hombres de ciencia» que nunca, haya muchos menos hombres «cultos» que, por ejemplo, hacia 1750. Y lo peor es que con esos pachones del asador científico ni siquiera está asegurado el progreso íntimo de la ciencia. Porque ésta necesita de tiempo en tiempo, como orgánica regulación de su propio incremento, una labor de reconstitución, y, como he dicho, esto requiere un esfuerzo de unificación, cada vez más difícil, que cada vez complica regiones más vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha filosofía; pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach —con estos nombres se simboliza sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que han influido en Einstein— han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía franca hacia su innovación. Pero Einstein no es suficiente. La física entra en la crisis más honda de su historia y sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más sistemática que la primera. El especialismo, pues, que ha hecho posible el progreso de la 219 ciencia experimental durante un siglo, se aproxima a una etapa en que no podrá avanzar por sí mismo si no se encarga una generación mejor de construirle un nuevo asador más poderoso. Pero si el especialista desconoce la fisiología interna de la ciencia que cultiva, mucho más radicalmente ignora las condiciones históricas de su perduración, es decir, cómo tienen que estar organizados la sociedad y el corazón del hombre para que pueda seguir habiendo investigadores. El descenso de vocaciones científicas que en estos años se observa -—y a que ya aludí— es un síntoma preocupador para todo el que tenga una idea clara de lo que es civilización, la idea que suele faltar al típico «hombre de ciencia», cima de nuestra actual civilización. También él cree que la civilización está ahí, simplemente, como la corteza terrestre y la selva primigenia. XIII E L M A Y O R PELIGRO, E L E S T A D O En una buena ordenación de las cosas públicas, la masa es lo que no actúa por sí misma. Tal es su misión. Ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada —hasta para dejar de ser masa, o, por lo menos, aspirar a ello. Pero no ha venido al mundo para hacer todo eso por sí. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes. Discútase cuanto se quiera quiénes son los hombres excelentes; pero que, sin ellos —sean unos o sean otros— la humanidad no existiría en lo que tiene de más esencial, es cosa sobre la cual conviene que no haya duda alguna, aunque lleve Europa todo un siglo metiendo la cabeza debajo del alón, al modo de los estrucios, para ver si consigue no ver tan radiante evidencia. Porque no se trata de una opinión fundada en hechos más o menos frecuentes y probables, sino en una ley de la «física» social, mucho más inconmovible que las leyes de la física de Newton. El día que vuelva a imperar en Europa una auténtica filosofía (i) —única cosa que puede salvarla—, se volverá a caer en la cuenta de que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente; si no, es que es un hombre-masa y necesita recibirla de aquél. (1) Para que la filosofía impere, no es menester que los filósofos imperen —como Platón quiso primero—, ni siquiera que los emperadores filosofen— como quiso, más modestamente, después. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria, los filósofos son todo menos eso —son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia. 221 Pretender la masa actuar por sí misma es, pues, rebelarse contra su propio destino, y como eso es lo que hace ahora, hablo yo de la rebelión de las masas. Porque a la postre, la única cosa que sustancialmente y con verdad puede llamarse rebelión es la que consiste en no aceptar cada cual su destino, en rebelarse contra sí mismo. En rigor, la rebelión del arcángel Luzbel no lo hubiera sido menos si en vez de empeñarse en ser Dios —lo que no era su destino— se hubiese empecinado en ser el más ínfimo de los ángeles, que tampoco lo era. (Si Luzbel hubiera sido ruso, como Tolstoi, habría acaso preferido este último estilo de rebeldía, que no es más ni menos contra Dios que el otro tan famoso). Cuando la masa actúa por sí misma, lo hace sólo de una manera, porque no tiene otra: lincha. No es completamente casual que la ley de Lynch sea americana, ya que América es en cierto modo el paraíso de las masas. Ni mucho menos podrá extrañar que ahora, cuando las masas triunfan, triunfe la violencia y se haga de ella la única ratto, la única doctrina. Va para mucho tiempo que hacía yo notar este progreso de la violencia como norma (i). Hoy ha llegado a su máximo desarrollo, y esto es un buen síntoma, porque significa que automáticamente va a iniciarse su descenso. Hoy es ya la violencia la retórica del tiempo; los retóricos, los inanes, la hacen suya. Cuando una realidad humana ha cumplido su historia, ha naufragado y ha muerto, las olas la escupen en las costas de la retórica, donde, cadáver, pervive largamente. La retórica es el cementerio de las realidades humanas; cuando más, su hospital de inválidos. A la realidad sobrevive su nombre que, aun siendo sólo palabra, es, al fin y al cabo, nada menos que palabra y conserva siempre algo de su poder mágico. Pero aun cuando no sea imposible que haya comenzado a menguar él prestigio de la violencia como norma cínicamente establecida, continuaremos bajo su régimen, bien que en otra forma. Me refiero al peligro mayor que hoy amenaza a la civilización europea. Como todos los demás peligros que amenazan a esta civilización, también éste ha nacido de ella. Más aún: constituye una de sus glorias; es el Estado contemporáneo. Nos encontramos, pues, con una réplica de lo que en el capítulo anterior se ha dicho sobre la ciencia: la fecundidad de sus principios la empuja hacia un fabuloso (1) Véase España invertebrada, 1.a edición, 1921. [Véase página 79 del tomo I I I de estas Obras Completas.] 222 progreso, pero éste impone inexorablemente la especialización, y la especialización amenaza con ahogar a la ciencia. Lo mismo acontece con el Estado. Rememórese lo que era el Estado a fines del siglo xvni en todas las naciones europeas. ¡Bien poca cosa! El primer capitalismo y sus organizaciones industriales, donde por vez primera triunfa la técnica, la nueva técnica, la racionalizada, habían producido un primer crecimiento de la sociedad. Una nueva clase social apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la burguesía. Esta indina burguesía poseía, ante todo y sobre todo, una cosa: talento, talento práctico. Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora, reinventada por la burguesía, que se sentía a sí misma oceánica, omnipotente y encinta de tormentas. Aquella nave era cosa de nada o poco más; apenas si tenía soldados, apenas si tenía burócratas, apenas si tenía dinero. Había sido fabricada en la Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles, gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de responsabilidad. Sin ellos no existirían las naciones de Europa. Pero con todas esas virtudes del corazón, los nobles andaban, han andado siempre, mal de cabeza. Vivían de la otra viscera. De inteligencia muy limitada, sentimentales, instintivos, intuitivos; en suma: «irracionales». Por eso no pudieron desarrollar ninguna técnica, cosa que obliga a la racionalización. No inventaron la pólvora. Se fastidiaron. Incapaces de inventar nuevas armas, dejaron que los burgueses —tomándola de Oriente u otro sitio— utilizaran la pólvora, y con ello automáticamente ganaran la batalla al guerrero noble, al «caballero», cubierto estúpidamente de hierro, que apenas podía moverse en la lid, y a quien no se había ocurrido que el secreto eterno de la guerra no consiste tanto en los medios de defensa como en los de agresión (secreto que iba a redescubrir Napoleón) (i). (1) Esta imagen sencilla del gran cambio histórico en que se sustituye la supremacía de los nobles por el predominio de los burgueses se debe a Ranke; pero claro es que su verdad simbólica y esquemática requiere no pocos aditamentos para ser completamente verdadera. La pólvora era conocida de tiempo inmemorial. La invención de la carga en un tubo se debió a alguien de la Lombardia. Aun así, no fue eficaz hasta que se inventó la bala fundida. Los «nobles» usaron en pequeñas dosis el arma de fuego, pero era demasiado cara. Sólo los ejércitos burgueses, mejor organizados económicamente, pudieron emplearla en grande. Que- 223 Como el Estado es una técnica —de orden público y de administración—, el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo xviii con un Estado débilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad. La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese momento, que comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del xvin como una degeneración. El Estado carolingio era, claro está, mucho menos pudiente que el de Luis X V I , pero, en cambio, la sociedad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna (i). El enorme desnivel entre la fuerza social y la del Poder público hizo posible la Revolución, las revoluciones (hasta 1848). Pero con la Revolución se adueñó del Poder público la burguesía, y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones. Y no ciertamente porque no hubiese motivos para ellas sino porque no había medios. Se niveló el Poder público con el poder social. ¡Adiós revoluciones para siempre ¡ Y a no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución no fue más que un golpe de Estado con máscara. En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable, que funciona prodigiosamente; de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social. da, sin embargo, como literalmente cierto que los nobles, representados por el ejército de tipo medieval de los borgoñeses, fueron derrotados de manera definitiva por el nuevo ejército, no profesional, sino de burgueses, que formaron los suizos. Su fuerza primaria consistió en la nueva disciplina y la nueva racionalización de la táctica. (1) Merecería la pena de insistir sobre este punto y hacer notar que la época de las Monarquías absolutas europeas ha operado con Estados muy débiles. ¿Cómo se explica esto? Y a la sociedad en torno comenzaba a crecer. ¿Por qué, si el Estado lo podía todo —era «absoluto»—, no se hacía más fuerte? U n a de las causas es la apuntada: incapacidad técnica, racionalizadora, burocrática, de las aristocracias de sangre. Pero no basta esto. Además de eso aconteció en el Estado absoluto que aquellas aristocracias no quisieron agrandar él Estado a costa de la sociedad. Contra lo que se cree, el Estado absoluto respeta instintivamente la sociedad mucho más que nuestro Estado democrático, más inteligente, pero con menos sentido de la responsabilidad histórica. 224 El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Este lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no. tiene conciencia de que es una creación humana, inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres, y que puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo y como él se siente a sí mismo anónimo —vulgo—, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquier dificultad, conflicto o problema; el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios. Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura o simplemente algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguirlo todo —sin esfuerzo, lucha, duda ni riesgo— sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerle funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe —que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria. El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del Gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina, cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto, con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo. Este fue el sino lamentable de la civilización antigua. No tiene duda que el Estado imperial, creado por los Julios y los Claudios, To»o IV.-—15 225 fue una máquina admirable, incomparablemente superior como artefacto al viejo Estado republicano de las familias patricias. Pero —curiosa coincidencia— apenas llegó a su pleno desarrollo, comienza a decaer el cuerpo social. Y a en los tiempos de los Antoninos (siglo n) el Estado gravita con una antivital supremacía sobre la sociedad. Esta empieza a ser esclavizada, a no poder vivir más que en servicio del"Estado.La vida toda se burocratiza. ¿Qué acontece? La burocratizáción de la vida produce su mengua absoluta —en todos los órdenes. La riqueza disminuye, y las mujeres paren poco. Entonces el Estado, para subvenir a sus propias necesidades, fuerza más la burocratización de la existencia humana. Esta burocratización en segunda potencia es la militarización de la sociedad. La urgencia mayor del Estado es su aparato bélico, su ejército. El Estado es, ante todo, productor de seguridad (la seguridad de que nace el hombre-masa, no se olvide). Por eso es, ante todo, ejército. Los Severos, de origen africano, militarizan al mundo. (Vana faenal La miseria aumenta, las matrices son cada día menos fecundas. Faltan hasta soldados. Después de los Severos, el ejército tiene que ser reclutado entre ex- tranjeros. ¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea como un utensilio el Estado. Luego el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado (i). Pero al fin y al cabo el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con éstos para sostener el Estado, y hay que llamar a extranjeros; primero, dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos, de gente con la cual no tienen nada que ver. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimenta el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. E l andamio se hace propietario e inquilino de la casa. Cuando se sabe esto, azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un prodigioso descubrimiento, hecho ahora en Italia, la fórmula Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado. Bastaría esto para descubrir en el fascismo un típico movimiento de hombres-masa. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente construido —no por él, sino (1) Recuérdense las últimas palabras de Septimio Severo a sus hijos: Permaneced unidos, pagad a los soldados y despreciad el resto. 226 precisamente por las fuerzas e ideas que él combate: por la democracia liberal. Él se limita a usarlo incontinentemente, y, sin que yo me permita ahora juzgar el detalle de su obra, es indiscutible que los resultados obtenidos hasta el presente no pueden compararse a los logrados en la función política y administrativa por el Estado liberal. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada sustantivo, que difícilmente equilibra la acumulación de poderes anormales, que le consienten emplear aquella máquina en forma extrema. El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa, constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas. Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir? Un ejemplo concreto de este mecanismo lo hallamos en uno de los fenómenos más alarmantes de estos últimos treinta años: el aumento enorme en todos los países de las fuerzas de Policía. E l crecimiento social ha obligado ineludiblemente a ello. Por muy habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una Policía que regule la circulación, Pero es una inocencia de las gentes de «orden» pensar que estas «fuerzas de orden público», creadas para el orden, se van a contentar con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por definir y decidir ellas el orden que van a imponer, y que será, naturalmente, el que les convenga. Conviene que aprovechemos el roce de esta materia para hacer notar la diferente reacción que ante una necesidad pública puede sentir una u otra sociedad. Cuando hacia 1800 la nueva industria comienza a crear un tipo de hombre —el obrero industrial— más criminoso que los tradicionales, Francia se apresura a crear una numerosa Policía. Hacia 1810 surge en Inglaterra, por las mismas causas, un aumento de la criminalidad, y entonces caen los ingleses en la cuenta de que ellos no tienen Policía. Gobiernan los conservadores. ¿Qué harán? ¿Crearán una Policía? Nada de eso. Se prefiere aguantar hasta donde se pueda el crimen. «La gente se resigna a hacer su lugar al desorden, considerándolo como rescate de la libertad». «En 227 París —escribe John Wilüam Ward— tienen una Policía admirable, pero pagan caras sus ventajas. Prefiero ver que cada tres o cuatro años se degüella a media docena de hombres en Ratcliffe Road, que estar sometido a visitas domiciliarias, al espionaje y a todas las maquinaciones de Fouché» (i). Son dos ideas distintas del Estado. El inglés quiere que el Estado tenga límites. (1) Véase Elie Halóvy: Histoire du peuple anglais au XIXa siécle (tomo I, pág. 40, 1912). SEGUNDA PARTE ¿QUIÉN MANDA EN EL MUNDO? X I V ¿QUIÉN M A N D A E N E L MUNDO? LA civilización europea —he repetido una y otra vez— ha producido automáticamente la rebelión de las masas. Por su anverso, el hecho de esta rebelión presenta un cariz óptimo; ya lo hemos dicho: la rebelión de las masas es una y misma cosa con el crecimiento fabuloso que la vida humana ha experimentado en nuestro tiempo. Pero el reverso del mismo fenómeno es tremebundo; mirada por ese haz, la rebelión de las masas es una y misma cosa con la desmoralización radical de la humanidad. Miremos ésta ahora desde nuevos puntos de vista. I La sustancia o índole de una nueva época histórica es resultante de variaciones internas —del hombre y su espíritu— o externas —formales y como mecánicas. Entre estas últimas, la más importante, casi sin duda, es el desplazamiento del poder. Pero éste trae consigo un desplazamiento del espíritu. Por eso, al asomarnos a un tiempo con ánimo de comprenderlo, una de nuestras primeras preguntas debe ser ésta: «¿Quién manda en el mundo a la sazón?» Podrá ocurrir que a la sazón la humanidad esté dispersa en varios trozos, sin comunicación entre sí, que forman mundos interiores e independientes. En tiempo de Milcíades, el mundo mediterráneo ignoraba la existencia del mundo extremo oriental. En casos tales tendríamos que referir nuestra pregunta «¿Quién manda en el mundo?» a cada grupo de convivencia. Pero 231 desde el siglo xvi ha entrado la humanidad toda en un proceso gigantesco de unificación, que en nuestros días ha llegado a su término insuperable. Y a no hay trozo de humanidad que viva aparte —no hay islas de humanidad. Por tanto, desde aquel siglo puede decirse que quien manda en el mundo ejerce, en efecto, su influjo autoritario sobre todo él. Tal ha sido el papel del grupo homogéneo formado por los pueblos europeos durante tres siglos. Europa mandaba, y bajo su unidad de mando, el mundo vivía con un estilo unitario, o al menos progresivamente unificado. Ese estilo de vida suele denominarse «Edad Moderna», nombre gris e inexpresivo, bajo el cual se oculta esta realidad: época de la hegemonía europea. Por «mando» no se entiende aquí primordialmente ejercicio de poder material, de coacción física. Porque aquí se aspira a evitar estupideces; por lo menos, las más gruesas y palmarias. Ahora bien: esa relación, estable y normal, entre hombres que se llama «mando» no descansa nunca en la fuerza, sino al revés; porque un hombre o grupo de hombres ejerce el mando, tiene a su disposición ese aparato o máquina social que se llama «fuerza». Los casos en que a primera vista parece ser la fuerza el fundamento del mando se revelan ante una inspección ulterior como los mejores ejemplos para confirmar aquella tesis. Napoleón dirigió a España una agresión, sostuvo esta agresión durante algún tiempo, pero no mandó propiamente en España ni un solo día. Y eso que tenía la fuerza, y precisamente porque tenía sólo la fuerza. Conviene distinguir entre un hecho o proceso de agresión y una situación de mando. El mando es el ejercicio normal de la autoridad. El cual se funda siempre en la opinión pública; siempre, hoy como hace diez mil años, entre los ingleses como entre los botocudos. Jamás ha mandado nadie en la tierra nutriendo su mando esencialmente de otra cosa que de la opinión pública. ¿O se cree que la soberanía de la opinión pública fue un invento hecho por el abogado Danton en 1789 o por Santo Tomás de Aquino en el siglo xni? La noción de esa soberanía habrá sido descubierta aquí o allá, en esta o en la otra fecha; pero el hecho de que la opinión pública es la fuerza radical que en las sociedades humanas produce el fenómeno de mandar, es cosa tan antigua y perenne como el hombre mismo. Así, en la física de Newton, la gravitación es la fuerza que produce el movimiento. Y la ley de la opinión pública es la gravitación universal de la historia política. Sin ella, ni la ciencia histórica sería posible. Por eso muy agudamente insinúa Hume que el tema de la historia consiste en demostrar cómo la soberanía de la 232 opinión pública, lejos de ser una aspiración utópica, es lo que ha pesado siempre y a toda hora en las sociedades humanas. Pues hasta quien pretende gobernar con los jenízaros, depende de la opinión de éstos y de la que tengan sobre éstos los demás habitantes. La verdad es que no se manda con los jenízaros. Así, Talleyrand a Napoleón: "Con las ballonetas, sire, se puede hacer todo menos una cosa: sentarse sobre ellas". Y mandar no es gesto de arrebatar el poder, sino tranquilo ejercicio de él. En suma: mandar es sentarse. Trono, silla curul, banco azul, poltrona ministerial, sede.'Contra lo que una óptica inocente y folletinesca supone, el mandar no es tanto cuestión de puños como de posaderas. El Estado es, en definitiva, el estado de la opinión; una situación de equilibrio, de estática. Lo que pasa es que a veces la opinión pública no existe. Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se constituya un mando. Y como a la Naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública se llena con la fuerza bruta. A lo sumo, pues, se adelanta ésta como sustituto de aquélla. Por eso, si se quiere expresar con toda precisión la ley de la opinión pública como ley de la gravitación histórica, conviene tener en cuenta esos casos de ausencia, y entonces se llega a una fórmula que es el conocido, venerable y verídico lugar común: se puede mandar contra la opinión pública. Esto nos lleva a caer en la cuenta de que mando significa prepotencia de una opinión; por tanto, de un espíritu; de que mando no es, a la postre, otra cosa que poder espiritual. Los hechos históricos confirman esto escrupulosamente. Todo mando primitivo tiene un carácter «sacro» porque se funda en lo religioso, y lo religioso es la forma primera, bajo la cual aparece siempre lo que luego va a ser espíritu, idea, opinión; en suma: lo inmaterial y ultrafísico. En la Edad Media se reproduce con formato mayor el mismo fenómeno. El Estado o Poder público primero que se forma en Europa es la Iglesia, con su carácter específico y ya nominativo de «poder espiritual». De la Iglesia aprende el Poder político que él también no es originariamente sino poder espiritual, vigencia de ciertas ideas, y se crea el Sacro Romano Imperio. De este modo luchan dos poderes, igualmente espirituales, que no pudiendo diferenciarse en la sustancia —ambos son espíritu—, vienen al acuerdo de instalarse cada uno en un modo del tiempo: el temporal y el eterno. Poder temporal y poder religioso son idénticamente espirituales; pero el uno es espíritu del tiempo —opinión pública intramundana y cambiante—, 233 I mientras el otro es espíritu de eternidad —la opinión de Dios, la que Dios tiene sobre el hombre y sus destinos. Tanto vale, pues, decir: en tal fecha manda tal hombre, tal pueblo o tal grupo homogéneo de pueblos, como decir: en tal fecha predomina en el mundo tal sistema de opiniones —ideas, preferencias, aspiraciones, propósitos. ¿Cómo ha de entenderse este predominio? La mayor parte de los nombres no tiene opinión, y es preciso que ésta le venga de fuera a presión, como entra el lubrificante en las máquinas. Por eso es preciso que el espíritu —sea el que sea— tenga poder y lo ejerza, para que la gente que no opina —y es la mayoría— opine. Sin opiniones, la convivencia humana sería el caos; menos aún: la nada histórica. Sin opiniones, la vida de los hombres carecería de arquitectura, de organicidad. Por eso, sin un poder espiritual, sin alguien que mande, y en la medida que ello falte, reina en la humanidad el caos. Y parejamente, todo desplazamiento de poder, todo cambio de imperantes, es a la vez un cambio de opiniones, y consecuentemente, nada menos que un cambio de gravitación histórica. Volvamos ahora al comienzo. Durante varios siglos ha mandado en el mundo Europa, un conglomerado de pueblos con espíritu afín. En la Edad Media no mandaba nadie en el mundo temporal. Es lo que ha pasado en todas las edades medias de la historia. Por eso representan siempre un relativo caos y una relativa barbarie, un déficit de opinión. Son tiempos en que se ama, se odia, se ansia, se repugna, y todo ello en gran medida. Pero, en cambio, se opina poco. No carecen de delicia tiempos así. Pero en los grandes tiempos es la opinión de lo que vive la humanidad, y por eso hay orden. Del otro lado de la Edad Media hallamos nuevamente una época en que, como en la Moderna, manda alguien, bien que sobre una porción acotada del mundo: Roma, la gran mandona Ella puso orden en el Mediterráneo y aledaños. En estas jornadas de la postguerra comienza a decirse que Europa no manda ya en el mundo. ¿Se advierte toda la gravedad de ese diagnóstico? Con él se anuncia un desplazamiento del poder. ¿Hacia dónde se dirige? ¿Quién va a suceder a Europa, en el mando del mundo? Pero ¿se está seguro de que va a sucederle alguien? Y si no fuera nadie, ¿qué pasaría? II La pura verdad es que en el mundo pasa en todo instante, y, por tanto, ahora, infinidad de cosas. La pretensión de decir qué es lo que ahora pasa en el mundo ha de entenderse, pues, como ironizándose a si misma. Mas por lo mismo que es imposible conocer directamente la plenitud de lo real, no tenemos más remedio que construir arbitrariamente una realidad, suponer que las cosas son de una cierta manera. Esto nos proporciona un esquema, es decir, un concepto o enrejado de conceptos. Con él, como al través de una cuadrícula, miramos luego la efectiva realidad, y entonces, sólo entonces, conseguimos una visión aproximada de ella. En esto consiste el método científico. Más aún: en esto consiste todo uso del intelecto. Cuando al ver llegar a nuestro amigo por la vereda del jardín decimos. «Este es Pedro», cometemos deliberadamente, irónicamente, un error. Porque Pedro significa para nosotros un esquemático repertorio de modos de comportarse física y moralmente —lo que llamamos «carácter»—, y la pura verdad es que nuestro amigo Pedro no se parece, a ratos, en casi nada a la idea «nuestro amigo Pedro». Todo concepto, el más vulgar como el más técnico, va montado en la ironía de sí mismo, en los dientecillos de una sonrisa alciónica, como el geométrico diamante va montado en la dentadura de oro de su engarce. El dice muy seriamente: «Esta cosa es A, y esta otra cosa es B». Pero es la suya la seriedad de un pince-sansrire. Es la seriedad inestable de quien se ha tragado una carcajada y si no aprieta bien los labios la vomita. El sabe muy bien que ni esta cosa es A, así, a rajatabla, ni la otra es B, así, sin reservas. Lo que el concepto piensa en rigor es un poco otra cosa que lo que dice, y en esta duplicidad consiste la ironía. Lo que verdaderamente piensa es esto: yo sé que, hablando con todo rigor, esta cosa no es Ay ni aquélla B; pero, admitiendo que son Ay B,yo me entiendo conmigo mismo para los efectos de mi comportamiento vital frente a una y otra cosa. Esta teoría del conocimiento de la razón hubiera irritado a un griego. Porque el griego creyó haber descubierto en la razón, en el concepto, la realidad misma. Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre que 235 éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque. Por eso, si se escruta bien la entraña última de cualquier concepto, se halla que no nos dice nada de la cosa misma, sino que resume lo que un hombre puede hacer con esa cosa o padecer de ella. Esta opinión taxativa, según la cual el contenido de todo concepto es siempre vital, es siempre acción posible o padecimiento posible de un hombre, no ha sido hasta ahora, que yo sepa, sustentada por nadie; pero es, a mi juicio, el término indefectible del proceso filosófico que se inicia con Kant. Por eso, si revisamos a su luz todo el pasado de la filosofía hasta Kant, nos parecerá que en el fondo todos los filósofos han dicho lo mismo. Ahora bien, todo descubrimiento filosófico no es más que un des-cubrimiento y un traer a la superficie lo que estaba en el fondo. Pero semejante introito es desmesurado para lo que voy a decir, tan ajeno a problemas filosóficos. Y o iba a decir sencillamente que lo que ahora pasa en el mundo —se entiende, el histórico— es exclusivamente esto: durante tres siglos Europa ha mandado en el mundo y ahora Europa no está segura de mandar ni de seguir mandando. Reducir a fórmula tan simple la infinitud de cosas que integran la realidad histórica actual es, sin duda y en el mejor caso, una exageración, y yo necesitaba por eso recordar que pensar es, quiérase o no, exagerar. Quien prefiera no exagerar tiene que callarse; más aún: tiene que paralizar su intelecto y ver la manera de idiotizarse. Creo, en efecto, que es aquello lo que verdaderamente está pasando en el mundo, y que todo lo demás es consecuencia, condición, síntoma o anécdota de eso. Y o no he dicho que Europa haya dejado de mandar, sino, estrictamente, que en estos años Europa siente graves dudas sobre si manda o no, sobre si mañana mandará. A esto corresponde en los demás pueblos de la Tierra un estado de espíritu congruente: dudar de si ahora son mandados por alguien. Tampoco están seguros de ello. Se ha hablado mucho estos años de la decadencia de Europa. Y o suplico fervorosamente que no se siga cometiendo la ingenuidad de pensar en Spengler simplemente porque se hable de la decadencia de Europa o de Occidente. Antes de que su libro apareciera, todo el mundo hablaba de ello, y el éxito de su libro se debió, como es notorio, a que tal sospecha o preocupación preexistia en todas 236 las cabezas, con los sentidos y por las razones más heterogéneas. Se ha hablado tanto de la decadencia europea, que muchos han llegado a darla por un hecho. No que crean en serio y con evidencia en él, sino que se han habituado a darlo por cierto, aunque no recuerdan sinceramente haberse convencido resueltamente de ello en ninguna fecha determinada. El reciente libro de Waldo Frank, Redescubrimiento de América, se apoya íntegramente en el supuesto de que Europa agoniza. No obstante, Frank ni analiza ni discute, ni se hace cuestión de tan enorme hecho que le va a servir de formidable premisa. Sin más averiguación, parte de él como de algo inconcuso. Y esta ingenuidad en el punto de partida me basta para pensar que Frank no está convencido de la decadencia de Europa; lejos de eso, ni siquiera se ha planteado tal cuestión. La toma como un tranvía. Los lugares comunes son los tranvías del transporte intelectual. Y como él, lo hacen muchas gentes. Sobre todo, lo hacen los pueblos, los pueblos enteros. Es un paisaje de ejemplar puerilidad el que ahora ofrece el mundo. En la escuela, cuando alguien notifica que el maestro se ha ido, la turba parvular se encabrita e indisciplina. Cada cual siente la delicia de evadirse a la presión que la presencia del maestro imponía, de arrojar los yugos de las normas, de echar los pies por alto, de sentirse dueño del propio destino. Pero como quitada la norma que fijaba las ocupaciones y las tareas la turba parvular no tiene un quehacer propio, una ocupación formal, una tarea con sentido, continuidad y trayectoria, resulta que no puede ejecutar más que una cosa, la cabriola. Es deplorable el frivolo espectáculo que los pueblos menores ofrecen. En vista de que, según se dice, Europa decae y, por tanto, deja de mandar, cada nación y nacioncita brinca, gesticula, se pone cabeza abajo o se engalla y estira, dándose aires de persona mayor que rige sus propios destinos. De aquí el vibriónico panorama de «nacionalismos» que se nos ofrece por todas partes. En los capítulos anteriores he intentado filiar un nuevo tipo de hombre que hoy predomina en el mundo: le he llamado hombremasa, y he hecho notar que su principal característica consiste en que, sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él. Era natural que si ese modo de ser predomina dentro de cada pueblo, el fenómeno se produzca también cuando miramos el conjunto de las naciones. También hay, relativamente, pueblos-masa resueltos a rebelarse contra 237 ids grandes pueblos creadores, minorías de estirpes humanas que han organizado la historia. Es verdaderamente cómico contemplar cómo ésta o la otra republiquita, desde su perdido rincón, se pone sobre la punta de sus pies e increpa a Europa y declara su cesantía en la historia universal. ¿Qué resulta? Europa había creado un sistema de normas cuya eficacia y fertilidad han demostrado los siglos. Esas normas no son, ni mucho menos, las mejores posibles. Pero son, sin duda, definitivas mientras no existan o se columbren otras. Para superarlas es inexcusable parir otras. Ahora, los pueblos-masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola. Esta es la primera consecuencia que sobreviene cuando en el mundo deja de mandar alguien: que los demás, al rebelarse, se quedan sin tarea, sin programa de vida. m El gitano se fue a confesar; pero el cura, precavido, comenzó por preguntarle si sabía los mandamientos de la ley de Dios. A lo que el gitano respondió: «Misté padre; yo loh iba a aprende; pero he oído un runrún de que loh iban a quita». ¿No es ésta la situación presente del mundo? Corre el runrún de que ya no rigen los mandamientos europeos y, en vista de ello, las gentes —hombres y pueblos— aprovechan la ocasión para vivir sin imperativos. Porque existían sólo los europeos. No se trata de que —como otras veces ha acontecido— una germinación de normas nuevas desplace las antiguas y un fervor novísimo absorba en su fuego joven los viejos entusiasmos de menguante temperatura. Eso sería lo corriente. Es más: lo viejo resulta viejo no por propia senescencia, sino porque ya está ahí un principio nuevo, que sólo con ser nuevo avejenta de pronto al preexistente. Si no tuviéramos hijos, no seríamos viejos o tardaríamos mucho más en serlo. Lo propio pasa con los artefactos. Un automóvil de hace diez años parece más viejo que una locomotora de hace veinte, simplemente porque los inventos de la técnica automovilista se han sucedido 238 con mayor rapidez. Esta decadencia que se origina en el brote de nuevas juventudes es un síntoma de salud. Pero lo que ahora pasa en Europa es cosa insalubre y extraña. Los mandamientos europeos han perdido vigencia sin que otros se vislumbren en el horizonte. Europa —se dice— deja de mandar, y no se ve quién pueda sustituirla. Por Europa se entiende, ante todo y propiamente, la trinidad Francia, Inglaterra, Alemania. En la región del globo que ellas ocupan ha madurado un módulo de existencia humana conforme al cual ha sido organizado el mundo. Si, como ahora se dice, esos tres pueblos están en decadencia y su programa de vida ha perdido validez, no es extraño que el mundo se desmoralice. Y ésta es la pura verdad. Todo el mundo —naciones, individuos— está desmoralizado. Durante una temporada, esta desmoralización divierte y hasta vagamente ilusiona. Los inferiores piensan que les han quitado un peso de encima. Los decálogos conservan del tiempo en que eran inscritos sobre piedra o sobre bronce su carácter de pesadumbre. La etimología de mandar significa cargar, ponerle a uno algo en las manos. El que manda es, sin remisión, cargante. Los inferiores de todo el mundo están ya hartos de que les carguen y encarguen, y aprovechan con aire festival este tiempo exonerado de gravosos imperativos. Pero la fiesta dura poco. Sin mandamientos que nos obliguen a vivir de un cierto modo, queda nuestra vida en pura disponibilidad. Esta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de sí misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado —es cumplir un encargo—, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oirá un grito formidable en todo el planeta, que subirá, como el aullido de canes innumerables, hasta las estrellas, pidiendo alguien y algo que mande, que imponga un quehacer u obligación. Vaya esto dicho para los que, con inconsciencia de chicos, nos anuncian que Europa ya no manda. Mandar es dar quehacer a las gentes, meterlas en su destino, en su quicio: impedir su extravagancia, la cual suele ser vagancia, vida vacía, desolación. No importaría que Europa dejase de mandar si hubiera alguien capaz de sustituirla. Pero no hay sombra de tal. Nueva York y Moscú no son nada nuevo con respecto a Europa. Son uno y otro dos parcelas del mandamiento europeo que, al disociarse del resto, 239 han perdido su sentido. En rigor, da grima hablar de Nueva York y de Moscú. Porque uno no sabe con plenitud lo que son: sólo sabe que ni sobre uno ni sobre otro se han dicho aún palabras decisivas. Pero aun sin saber plenamente lo que son, se alcanza lo bastante para comprender su carácter genérico. Ambos, en efecto, pertenecen de lleno a lo que algunas veces he llamado «fenómenos de camouflage histórico». El camouflage es, por esencia, una realidad que no es la que parece. Su aspecto oculta, en vez de declarar, su sustancia. Por eso engaña a la mayor parte de las gentes. Sólo se puede librar de la equivocación que el camouflage produce quien sepa de antemano, y en general, que el camouflage existe. Lo mismo pasa con el espejismo. El concepto corrige a los ojos. En todo hecho de camouflage histórico hay dos realidades que se superponen: una, profunda, efectiva, sustancial; otra, aparente, accidental y de superficie. Así, en Moscú hay una película de ideas europeas —el marxismo— pensadas en Europa en vista de realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un pueblo, no sólo distinto como materia étnica del europeo, sino —lo que importa mucho más— de una edad diferente que la nuestra. Un pueblo aún en fermento: es decir, juvenil. Que el marxismo haya triunfado en Rusia —donde no hay industria— sería la contradicción mayor que podría sobrevenir al marxismo. Pero no hay tal contradicción, porque no hay tal triunfo. Rusia es marxista aproximadamente como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano. Los pueblos nuevos no tienen ideas. Cuando crecen en un ámbito donde existe o acaba de existir una vieja cultura, se embozan en la idea que ésta les ofrece. Aquí está el camouflage y su razón. Se olvida —como he notado otras veces— que hay dos grandes tipos de evolución para un pueblo. Hay el pueblo que nace en un «mundo» vacío de toda civilización. Ejemplo: el egipcio o el chino. En un pueblo así todo es autóctono, y sus gestos tienen un sentido claro y directo. Pero hay otros pueblos que germinan y se desarrollan en un ámbito ocupado ya por una cultura de añeja historia. Así Roma, que crece en pleno Mediterráneo, cuyas aguas estaban impregnadas de civilización greco-oriental. De aquí que la mitad de los gestos romanos no sean suyos, sino aprendidos. Y el gesto aprendido, recibido, es siempre doble, y su verdadera significación no es directa, sino oblicua. El que hace un gesto aprendido —por ejemplo, un vocablo de otro idioma— hace por debajo de él el gesto suyo, el auténtico; por ejemplo, traduce a su propio lenguaje el vocablo exótico. De aquí que para entender los camouflages sea menester también una mirada 240 oblicua: la de quien traduce un texto con un diccionario al lado. Y o espero un libro en el que el marxismo de Stalin aparezca traducido a la historia de Rusia. Porque esto, lo que tiene de ruso, es lo que tiene de fuerte, y no lo que tiene de comunista. ¡Vaya usted a saber qué será! Lo único que cabe asegurar es que Rusia necesita siglos todavía para optar al mando. Porque carece aún de mandamientos, ha necesitado fingir su adhesión al principio europeo de Marx. Porque le sobra juventud le bastó con esa ficción. El joven no necesita razones para vivir: sólo necesita pretextos. Cosa muy semejante acontece en Nueva York. También es un error atribuir su fuerza actual a los mandamientos a que obedece. En última instancia se reducen a éste: la técnica. ¡Qué casualidadl Otro invento europeo, no americano. La técnica es inventada por Europa durante los siglos x v m y xix. ¡Qué casualidadl Los siglos en que América nace. ¡Y en serio se nos dice que la esencia de América es su concepción practicista y técnica de la vida! En vez de decirnos: América es, como siempre las colonias, una repristinación o rejuvenecimiento de razas antiguas, sobre todo de Europa. Por razones distintas que Rusia, los Estados Unidos significan también un caso de esa específica realidad histórica que llamamos «pueblo nuevo». Se cree que esto es una frase cuando es una cosa tan efectiva como la juventud de un hombre. América es fuerte por su juventud, que se ha puesto al servicio del mandamiento contemporáneo «técnica», como podía haberse puesto al servicio del budismo si éste fuese la orden del día. Pero América no hace con esto sino comenzar su historia. Ahora empezarán sus angustias, sus disensiones, sus conflictos. Aún tiene que ser muchas cosas; entre ellas, algunas las más opuestas a la técnica y al practicismo. América tiene menos años que Rusia. Y o siempre, con miedo a exagerar, he sostenido que era un pueblo primitivo camuflado por los últimos inventos (i). Ahora Waldo Frank, en su Redescubrimiento de América, lo declara francamente. América no ha sufrido aún: es ilusorio pensar que pueda poseer las virtudes del mando. Quien evite caer en la consecuencia pesimista de que nadie va a mandar, y que, por tanto, el mundo histórico vuelve al caos, tiene que retroceder al punto de partida y preguntarse en serio: ¿Es tan cierto como se dice que Europa esté en decadencia y resigne el mando, abdique? ¿No será esta aparente decadencia la crisis bien(1) Véase el ensayo Hegel y América, en El Espectador. Tomo VII, 1930. [En el tomo II de estas Obras Completas.'] 241 TOMO I V — 1 6 hechora que permita a Europa ser literalmente Europa? La evidente decadencia de las naciones europeas, ¿no era a priori necesaria si algún día habían de ser posibles los Estados Unidos de Europa, la pluralidad europea sustituida por su formal unidad? IV La función de mandar y obedecer es la decisiva en toda sociedad. Como ande en ésta turbia la cuestión de quién manda y quién obedece, todo lo demás marchará impura y torpemente. Hasta la más íntima intimidad de cada individuo, salvas geniales excepciones, quedará perturbada y falsificada. Si el hombre fuese un ser solitario que accidentalmente se halla trabado en convivencia con otros, acaso permaneciese intacto de tales repercusiones, originadas en los desplazamientos y crisis del imperar, del Poder. Pero como es social en su más elemental textura, queda trastornado en su índole privada por mutaciones que en rigor sólo afectan inmediatamente a la colectividad. De aquí que si se toma aparte un individuo y se le analiza, cabe colegir sin más datos cómo anda en su país la conciencia de mando y obediencia. Fuera interesante y hasta útil someter a este examen el carácter individual del español medio. La operación sería, no obstante, enojosa, y aunque útil, deprimente; por eso la eludo. Pero haría ver la enorme dosis de desmoralización íntima, de encanallamiento que en el hombre medio de nuestro país produce el hecho de ser España una nación que vive desde hace siglos con una conciencia sucia en la cuestión de mando y obediencia. El encanallamiento no es otra cosa que la aceptación como estado habitual y constituido de una irregularidad, de algo que mientras se acepta sigue pareciendo indebido. Como no es posible convertir en sana normalidad lo que en su esencia es criminoso y anormal, el individuo opta por adaptarse él a lo indebido, haciéndose por completo homogéneo al crimen o irregularidad que arrastra. Es un mecanismo parecido al que el adagio popular enuncia cuando dice: «Una mentira hace ciento». Todas las naciones han atravesado jornadas en que aspiró a mandar sobre ellas quien no debía mandar; pero un fuerte instinto les hizo concentrar al punto sus energías y expeler aquella irregular pretensión de mando. Rechazaron la irregularidad transitoria y reconstituyeron así su moral pública. Pero el español ha hecho lo contrario: en vez de oponerse a ser imperado por quien su íntima conciencia recha- zaba, ha preferido falsificar todo el resto de su ser para acomodarlo a aquel fraude inicial. Mientras esto persista en nuestro país es vano esperar nada de los hombres de nuestra raza. No puede tener vigor elástico para la difícil faena de sostenerse con decoro en la historia una sociedad cuyo Estado, cuyo imperio o mando, es constitutivamente fraudulento. No hay, pues, nada de extraño en que bastara un ligera duda, una simple vacilación sobre quién manda en el mundo, para que todo el mundo —en su vida pública y en su vida privada— haya comenzado a desmoralizarse. La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin «forma». Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojado su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se inventa o finge frivolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí Después de la guerra, el europeo se ha cerrado su interior, se ha quedado sin empresa para sí y para los demás. Por eso seguimos históricamente como hace diez años. No se manda en seco. El mando consiste en una presión que se ejerce sobre los demás. Pero no consiste sólo en esto. Si fuera esto 243 solo, sería violencia. No se olvide que mandar tiene doble efecto: se manda a alguien, pero se le manda algo. Y lo que se le manda es, a la postre,que participe en una empresa, en un gran destino histórico. Por eso no hay imperio sin programa de vida, precisamente sin un plan de vida imperial. Como dice el verso de Schiller: Guando los reyes construyen, tienen que hacer los carreros. No conviene, pues, embarcarse en Ja opinión trivial que cree ver en la actuación de los grandes pueblos —como de los hombres— una inspiración puramente egoísta. No es tan fácil como se cree ser puro egoísta, y nadie siéndolo ha triunfado jamás. El egoísmo aparente de los grandes pueblos y de los grandes hombres es la dureza inevitable con que tiene que comportarse quien tiene su vida puesta a una empresa. Cuando de verdad se va a hacer algo y nos hemos entregado a un proyecto, no se nos puede pedir que estemos en disponibilidad para atender a los transeúntes y que nos dediquemos a pequeños altruismos de azar. Una de las cosas que más encantan a los viajeros cuando cruzan España es que si preguntan a alguien en la calle dónde está una plaza o edificio, con frecuencia el preguntado deja el camino que lleva y generosamente se sacrifica por el extraño, conduciéndolo hasta el lugar que a éste interesa. Y o no niego que pueda haber en esta índole del buen celtíbero algún factor de generosidad, y me alegro de que el extranjero interprete así su conducta. Pero nunca al oírlo o leerlo he podido reprimir este recelo: ¿es que el compatriota preguntado iba de verdad a alguna parte? Porque podría muy bien ocurrir que, en muchos casos, el español no va a nada, no tiene proyecto ni misión, sino que, más bien, sale a la vida para ver si las de otros llenan un poco la suya. En muchos casos me consta que mis compatriotas salen a la calle por ver si encuentran algún forastero a quien acompañar. Grave es que esta duda sobre el mando del mundo, ejercido hasta ahora por Europa, haya desmoralizado al resto de los pueblos, salvo aquellos que por su juventud están aún en su pre-historia. Pero es mucho más grave que este piétimment sur place llegue a desmoralizar por completo al europeo mismo. No pienso así porque yo sea europeo o cosa parecida. No es que diga: si el europeo no ha de mandar en el futuro próximo, no me interesa la vida del mundo. Nada me importaría el cese del mando europeo si existiera hoy otro grupo de pueblos capaz de sustituirlo en el Poder y la dirección del planeta. Pero ni siquiera esto pediría. Aceptaría que no mandase 244 nadie, si esto no trajese consigo la volatilización de todas las virtudes y dotes del hombre europeo. Ahora bien: esto último es irremisible. Si el europeo se habitúa a no mandar él, bastarán generación y media para que el viejo continente, y tras él el mundo todo, caiga en la inercia moral, en la esterilidad intelectual y en la barbarie omnímoda. Sólo la ilusión del imperio y la disciplina de responsabilidad que ella inspira pueden mantener en tensión las almas de Occidente. La ciencia, el arte, la técnica y todo lo demás viven de la atmósfera tónica que crea la conciencia de mando. Si ésta falta, el europeo se irá envileciendo. Ya no tendrán las mentes esa fe radical en sí mismas que las lanza enérgicas, audaces, tenaces, a la captura de grandes ideas, nuevas en todo orden. El europeo se hará definitivamente cotidiano. Incapaz de esfuerzo creador y lujoso, recaerá siempre en el ayer, en el hábito, en la rutina. Se hará una criatura chabacana, formulista, huera, como los griegos de la decadencia y como los de toda la historia bizantina. La vida creadora supone un régimen de alta higiene, de gran decoro, de constantes estímulos, que excitan la conciencia de la dignidad. La vida creadora es vida enérgica, y ésta sólo es posible en una de estas dos situaciones: o siendo uno el que manda o hallándose alojado en un mundo donde manda alguien a quien reconocemos pleno derecho para tal función; o mando yo u obedezco. Pero obedecer no es aguantar —aguantar es envilecerse—, sino, al contrario, estimar al que manda y seguirlo, solidarizándose con él, situándose con fervor bajo el ondeo de su bandera. V Conviene que ahora retrocedamos al punto de partida de estos artículos: al hecho, tan curioso, de que en el mundo se hable estos años tanto sobre la decadencia de Europa. Y a es sorprendente el detalle de que esta decadencia no haya sido notada primeramente por los extraños, sino que el descubrimiento de ella se deba a los europeos mismos. Cuando nadie, fuera del viejo continente, pensaba en ello, ocurrió a algunos hombres de Alemania, de Inglaterra, de Francia, esta sugestiva idea: ¿No será que empezamos a decaer? La idea ha tenido buena Prensa, y hoy todo el mundo habla de la decadencia europea como de una realidad inconcusa. 245 Pero detened al que la enuncia con un leve gesto y preguntadle en qué fenómenos concretos y evidentes funda su diagnóstico. Al punto lo veréis hacer vagos ademanes y practicar esa agitación de brazos hacia la rotundidad del universo que es característica de todo náufrago. No sabe, en efecto, a qué agarrarse. La única cosa que, sin grandes precisiones, aparece cuando se quiere definir la actual decadencia europea es el conjunto de dificultades económicas que encuentra hoy delante cada una de las naciones europeas. Pero cuando se va a precisar un poco el carácter de esas dificultades, se advierte que ninguna de ellas afecta seriamente al poder de creación de riqueza y que el viejo continente ha pasado por crisis mucho más graves en este orden. ¿Es que, por ventura, el alemán o el inglés no se sienten hoy capaces de producir más y mejor que nunca? En modo alguno, e importa mucho filiar el estado de espíritu de ese alemán o de ese inglés en esta dimensión de lo económico. Pues lo curioso es, precisamente, que la depresión indiscutible de sus ánimos no proviene de que se sientan poco capaces, sino, al contrario, de que sintiéndose con más potencialidad que nunca, tropiezan con ciertas barreras fatales que les impiden realizar lo que muy bien podrían. Esas fronteras fatales de la economía actual alemana, inglesa, francesa, son las fronteras políticas de los Estados respectivos. La dificultad auténtica no radica, pues, en este o el otro problema económico que esté planteado, sino en que la forma de vida pública en que habían de moverse las capacidades económicas es incongruente con el tamaño de éstas. A mi juicio, la sensación de menoscabo, de impotencia que abruma innegablemente estos años a la vitalidad europea, se nutre de esa desproporción entre el tamaño de la potencialidad europea actual y el formato de la organización política en que tiene que actuar. El arranque para resolver las graves cuestiones urgentes es tan vigoroso como cuando más lo haya sido; pero tropieza al punto con las reducidas jaulas en que está alojado, con las pequeñas naciones en que hasta ahora vivía organizada Europa. El pesimismo, el desánimo que hoy pesa sobre el alma continental se parece mucho al del ave de ala larga que al batir sus grandes remeras se hiere contra los hierros del jaulón. La prueba de ello es que la combinación se repite en todos los demás órdenes, cuyos factores son en apariencia tan distintos de lo económico. Por ejemplo, en la vida intelectual. Todo buen intelectual de Alemania, Inglaterra o Francia se siente hoy ahogado en los límites de su nación, siente su nacionalidad como una limitación 216 absoluta. El profesor alemán se da ya clara cuenta de que es absurdo el estilo de producción a que le obliga su público inmediato de profesores alemanes, y echa de menos la superior libertad de expresión que gozan el escritor francés o el ensayista británico. Viceversa, el hombre de letras parisiense empieza a comprender que está agotada la tradición de mandarinismo literario, de verbal formalismo, a que le condena su oriundez francesa y preferiría, conservando las mejores calidades de esa tradición, integrarla con algunas virtudes del profesor alemán. En el orden de la política interior pasa lo mismo. No se ha analizado aún a fondo la extrañísima cuestión de por qué anda tan en agonía la vida política de todas las grandes naciones. Se dice que las instituciones democráticas han caído en desprestigio. Pero esto es justamente lo que convendría explicar. Porque es un desprestigio extraño. Se habla mal del Parlamento en todas partes; pero no se ve que en ninguna de las que cuentan se intente su sustitución, ni siquiera que existan perfiles utópicos de otras formas de Estado que, al menos idealmente, parezcan preferibles. No hay, pues, que creer mucho en la autenticidad de este aparente desprestigio. No son las instituciones, en cuanto instrumentos de vida pública, las que marchan mal en Europa, sino las tareas en que emplearlas. Faltan programas de tamaño congruente con las dimensiones efectivas que la vida ha llegado a tener dentro de cada individuo europeo. Hay aquí un error de óptica que conviene corregir de una vez, porque da grima escuchar las inepcias que a toda hora se dicen, por ejemplo, a propósito del Parlamento. Existe toda una serie de objeciones válidas al modo de conducirse los Parlamentos tradicionales, pero si se toman una a una, se ve que ninguna de ellas permite la conclusión de que deba suprimirse el Parlamento, sino, al contrario, todas llevan por vía directa y evidente a la necesidad de reformarlo. Ahora bien: lo mejor que humanamente puede decirse de algo es que necesita ser reformado, porque ello implica que es imprescindible y que es capaz de nueva vida. El automóvil actual ha salido de las objeciones que se pusieron al automóvil de 1910. Mas la desestima vulgar en que ha caído el Parlamento no procede de esas objeciones. Se dice, por ejemplo, que no es eficaz. Nosotros debemos preguntar entonces: ¿Para qué no es eficaz? Porque la eficacia es la virtud que un utensilio tiene para producir una finalidad. En este caso la finalidad sería la solución de los problemas públicos en cada nación. Por eso exigimos de quien proclama la ineficacia de los Parlamentos, que posea él una idea clara de cuál es la solución de los problemas 247 públicos actuales. Porque si no, si en ningún país está hoy claro, ni aun teóricamente, en qué consiste lo que hay que hacer, no tiene sentido acusar de ineficacia a los instrumentos institucionales. Más valía recordar que jamás institución ninguna ha creado en la historia Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo xrx. El hecho es tan indiscutible que olvidarlo demuestra franca estupidez. No se confunda, pues, la posibilidad y la urgencia de reformar profundamente las Asambleas legislativas, para hacerlas «aún más» eficaces, con declarar su inutilidad. El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Procede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Procede de que el europeo no sabe en qué emplearlos, de que no estima las finalidades de la vida pública tradicional; en suma, de que no siente ilusión por los Estados nacionales en que está inscrito y prisionero. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico. Por vez primera, al tropezar el europeo en sus proyectos económicos, políticos, intelectuales, con los límites de su nación, siente que aquéllos —es, decir, sus posibilidades de vida, su estilo vital— son inconmensurables con el tamaño del cuerpo colectivo en que está encerrado. Y entonces ha descubierto que ser inglés, alemán o francés es ser provinciano. Se ha encontrado, pues, con que es «menos» que antes, porque antes el inglés, el francés y el alemán creían, cada cual por sí, que eran el universo. Este es, me parece, el auténtico origen de esa impresión de decadencia que aqueja al europeo. Por tanto, un origen puramente íntimo y paradójico, ya que la presunción de haber menguado nace precisamente de que ha crecido su capacidad y tropieza con una organización antigua, dentro de la cual ya no cabe. Para dar a lo dicho un sostén plástico que lo aclare, tómese cualquier actividad concreta; por ejemplo: la fabricación de automóviles. El automóvil es invento puramente europeo. Sin embargo, hoy es superior la fabricación norteamericana de este artefacto. Consecuencia: el automóvil europeo está en decadencia. Y , sin embargo, el fabricante europeo —industrial y técnico— de automóviles sabe muy bien que la superioridad del producto americano no procede de ninguna virtud específica gozada por el hombre de ultramar, sino sencillamente de que la fábrica americana puede 248 ofrecer su producto sin traba alguna a ciento veinte millones de hombres. Imagínese que una fábrica europea viese ante sí un área mercantil formada por todos los Estados europeos y sus colonias y protectorados. Nadie duda de que ese automóvil previsto para quinientos o seiscientos millones de hombres sería mucho mejor y más barato que el «Ford». Todas las gracias peculiares de la técnica americana son casi seguramente efectos y no causas de la amplitud y homogeneidad de su mercado. La «racionalización» de la industria es consecuencia automática de su tamaño. La situación auténtica de Europa vendría, por tanto, a ser ésta: su magnífico y largo pasado la hace llegar a un nuevo estadio de vida donde todo ha crecido; pero a la vez las estructuras supervivientes de ese pasado son enanas e impiden la actual expansión. Europa se ha hecho en forma de pequeñas naciones. En cierto modo, la idea y el sentimiento nacionales han sido su invención más característica. Y ahora se ve obligada a superarse a sí misma. Este es el esquema del drama enorme que va a representarse en los años venideros. ¿Sabrá libertarse de supervivencias, o quedará prisionera para siempre de ellas? Porque ya ha acaecido una vez en la historia que una gran civilización murió de no poder sustituir su idea tradicional de Estado... VI He contado en otro lugar la pasión y muerte del mundo grecorromano, y en cuanto a ciertos detalles, me remito a lo dicho allí (i). Pero ahora podemos tomar el asunto bajo otro aspecto. Griegos y latinos aparecen en la historia alojados, como abejas en su colmena, dentro de urbes, de polis. Este es un hecho que en estas páginas necesitamos tomar como absoluto y de génesis misteriosa; un hecho de que hay que partir sin más, como el zoólogo parte del dato bruto e inexplicado de que el sphex vive solitario, errabundo, peregrino, y en cambio, la rubia abeja sólo existe en enjambre constructor de panales (2). El caso es que la excavación (1) Véase el ensayo Sobre la muerte de Roma en El Espectador. Tomo VI, 1927. [En el tomo I I de estas Obras Completas.] (2) Esto es lo que hace la razón física y biológica, la «razón naturalista», demostrando con ello que es menos razonable que la «razón histórica». Porque ésta, cuando trata a fondo de las cosas y no de soslayo, como en estas páginas, se niega a reconocer como absoluto ningún hecho. 249 y la arqueología nos permiten ver algo de lo que había en el suelo de Atenas y en el de Roma antes de que Atenas y Roma existiesen. Pero el tránsito de esta prehistoria, puramente rural y sin carácter específico, al brote de la ciudad, fruta de nueva especie que da el suelo de ambas penínsulas, queda arcano; ni siquiera está claro el nexo étnico entre aquellos pueblos protohistóricos y estas extrañas comunidades, que aportan al repertorio humano una gran innovación: la de construir una plaza pública y en torno una ciudad cerrada al campo. Porque, en efecto, la definición más certera de lo que es la urbe y la polis se parece mucho a la que cómicamente se da del cañón: toma usted un agujero, lo rodea usted de alambre muy apretado, y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el foro, el agora; y todo lo demás es pretexto para asegurar ese hueco, para delimitar su dintorno. La polis no es primordialmente un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabana o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública. Nótese que esto significa nada menos que la invención de una nueva clase de espacio, mucho más nueva que el espacio de Einstein. Hasta entonces sólo existía un espacio: el campo, y en él se vivía con todas las consecuencias que esto trae para el ser del hombre. El hombre campesino es todavía un vegetal. Su existencia, cuanto piensa, siente y quiere, conserva la modorra inconsciente en que vive la planta. Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido grandes vegetaciones antropomorfas. Pero el grecorromano decide separarse del campo, de la «naturaleza», del cosmos geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un «interior» cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo, sino que es pura y simplemente la negación del campo. La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que Para ella, razonar consiste en fluidificar todo hecho descubriendo su génesis. Véase, del autor, el ensayo Historia como sistema (R. de O., 2 . a edición). [Véase el tomo V de estas Obras Completas.] 250 practica secesión del campo infinito y se reserva a sí ríásmo frente a él, es campo abolido y, por tanto, un espacio sui géneris, novísimo, en que el hombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a éstos fuera y crea un ámbito aparte puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis, dirá: «Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la ciudad». ¿Qué han sabido nunca de esto el hindú, ni el persa, ni el chino, ni el egipcio? Hasta Alejandro y César, respectivamente, la historia de Grecia y de Roma consiste en la lucha incesante entre esos dos espacios: entre la ciudad racional y el campo vegetal, entre el jurista y el labriego, entre el tus y el rus. No se crea que este origen de la urbe es una pura construcción mía y que sólo le corresponde una verdad simbólica. Con rara insistencia, en el estrato primario y más hondo de su memoria conservan los habitantes de la ciudad grecolatina el recuerdo de un synoikismos. No hay, pues, que solicitar los textos; basta con traducirlos. Synoikismos es acuerdo de irse a vivir juntos; por tanto, ayuntamiento, estrictamente en el doble sentido físico y jurídico de este vocablo. Al desparramamiento vegetativo por la campiña sucede la concentración civil en la ciudad. La urbe es la supercasa, la superación de la casa o nido infrahumano, la creación de una entidad más abstracta y más alta que el oikos familiar. Es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreducible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe desde luego como Estado. En cierto modo, toda la costa mediterránea ha mostrado siempre una espontánea tendencia a este tipo estatal. Con más o menos pureza, el Norte de África (Cartago = la ciudad) repite el mismo fenómeno. Italia no salió hasta el siglo xix del Estado-ciudad, y nuestro Levante cae en cuanto puede en el cantonalismo, que es un resabio de aquella milenaria inspiración (i). (1) Sería interesante mostrar cómo en Cataluña colaboran dos inspiraciones antagónicas: el nacionalismo europeo y el ciudadismo de Barcelona, en que pervive siempre la tendencia del viejo hombre mediterráneo. Ya he dicho otra vez que el levantino es el resto del homo antiquus que hay en la Península. 251 El Estado-ciudad, por la relativa parvedad de sus ingredientes permite ver claramente lo específico del principio estatal. Por una parte, la palabra «estado» indica que las fuerzas históricas consiguen una combinación de equilibrio, de asiento. En este sentido significa lo contrario de movimiento histórico: el Estado es convivencia estabilizada, constituida, estática. Pero este carácter de inmovilidad, de forma quieta y definida, oculta, como todo equilibrio, el dinamismo que produjo y sostiene al Estado. Hace olvidar, en suma, que el Estado constituido es sólo el resultado de un movimiento anterior de lucha, de esfuerzos, que a él tendían. Al Estado constituido precede el Estado constituyente, y éste es un principio de movimiento. Con esto quiero decir que el Estado no es una forma de sociedad que el hombre se encuentra dada y en regalo, sino que necesita fraguarla penosamente. No es como la horda o la tribu y demás sociedades fundadas en la consanguinidad que la Naturaleza se encarga de hacer sin colaboración con el esfuerzo humano. Al contrario, el Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre, dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe. Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracta de jurisprudencia (i). Claro está que la unidad jurídica no es la aspiración que impulsa el movimiento creador del Estado. El impulso es más sustantivo que todo derecho, es el propósito de empresas vitales mayores que las posibles a las minúsculas sociedades consanguíneas. En la génesis de todo Estado vemos o entrevemos siempre el perfil de un gran empresario. Si observamos la situación histórica que precede inmediatamente al nacimiento de un Estado, encontraremos siempre el siguiente esquema: varias colectividades pequeñas cuya estructura social está hecha para que viva cada cual hacia dentro de sí misma. La forma social de cada una sirve sólo para una convivencia interna. Esto indica que en el pasado vivieron efectivamente aisladas, cada una por sí y para sí, sin más que contactos excepcionales con las limítrofes. Pero a ese aislamiento efectivo ha sucedido de hecho una (1) Homogeneidad jurídica, que no implica forzosamente centralismo. 252 convivencia externa, sobre todo económica. El individuo de cada colectividad no vive ya sólo de ésta, sino que parte de su vida está trabada con individuos de otras colectividades, con los cuales comercia mercantil e intelectualmente. Sobreviene, pues, un desequilibrio entre dos convivencias: la interna y la externa. La forma social establecida —derechos, «costumbres» y religión— favorece la interna y dificulta la externa, más amplia y nueva. En esta situación, el principio; estatal es el movimiento que lleva a aniquilar las formas sociales de convivencia interna, sustituyéndolas por una forma social adecuada a la nueva convivencia externa. Apliqúese esto al momento actual europeo, y estas expresiones abstractas adquirirán figura y color. No hay creación estatal si la mente de ciertos pueblos no es capaz de abandonar la estructura tradicional de una forma de convivencia y, además, de imaginar otra nunca sida. Por eso es auténtica creación. El Estado comienza por ser una obra de imaginación absoluta. La imaginación es el poder liberador que el hombre tiene. Un pueblo es capaz de Estado en la medida en que sepa imaginar. De aquí que todos los pueblos hayan tenido un límite de su evolución estatal, precisamente el límite impuesto por la Naturaleza a su fantasía. El griego y el romano, capaces de imaginar la ciudad que triunfa de la dispersión campesina, se detuvieron en los muros urbanos. Hubo quien quiso llevar las mentes grecorromanas más allá, quien intentó libertarlas de la ciudad; pero fue vano empeño. La cerrazón imaginativa del romano, representada por Bruto, se encargó de asesinar a César —la mayor fantasía de la antigüedad. Nos importa mucho a los europeos de hoy recordar esta historia, porque la nuestra ha llegado al mismo capítulo. VII Cabezas claras, lo que se llama cabezas claras, no hubo probablemente en todo el mundo antiguo más que dos: Temístocles y César; dos políticos. La cosa es sorprendente porque, en general, el político, incluso el famoso, es político precisamente porque es torpe (i). Hubo, sin duda, en Grecia y Roma otros hombres que pensaron (1) El sentido de esta abrupta aseveración, que supone una idea clara sobre lo que es la política, toda política —la «buena» como la mala—•, se hallará en el tratado sociológico del autor titulado El Hombre y la Gente. 253 ideas claras sobre muchas cosas —filósofos, matemáticos, naturalistas. Pero su claridad fue de orden científico; es decir, una claridad sobre cosas abstractas. Todas las cosas de que habla la ciencia, sea ella la que quiera, son abstractas, y las cosas abstractas son siempre claras. De suerte que la claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que la hacen como en las cosas de que hablan. Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única. El que sea capaz de orientarse con precisión en ella; el que vislumbre bajo el caos que presenta toda situación vital la anatomía secreta del instante; en suma, el que no se pierda en la vida, ése es de verdad una cabeza clara. Observad a los que os rodean y veréis cómo avanzan perdidos por su vida; van como sonámbulos, dentro de su buena o mala suerte, sin tener la más ligera sospecha de lo que les pasa. Los oiréis hablar en fórmulas taxativas sobre sí mismos y sobre su contorno, lo cual indicaría que poseen ideas sobre todo ello. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan mucho ni poco la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis hallaréis que ni siquiera pretenden ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario: el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de lo real, de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad, y procura ocultarla con un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus «ideas» no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas «ideas» fantasmagóricas y mira de frente la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad —a saber, que vivir es sentirse perdido—, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad. Esto es cierto en todos los órdenes, aun en la ciencia, no obstante ser la ciencia de suyo una huida de la vida (la mayor parte de los hombres de ciencia se ha dedicado a ella por terror a enfron- 254 tarse con su vida. No son cabezas claras; de aquí su notoria torpeza ante cualquier situación concreta). Nuestras ideas científicas valen en la medida en que nos hayamos sentido perdidos ante una cuestión, en que hayamos visto bien su carácter problernático y comprendamos que no podemos apoyarnos en ideas recibidas, en recetas, en lemas ni vocablos. El que descubre una nueva verdad científica tuvo antes que triturar casi todo lo que había aprendido y llega a esa nueva verdad con las manos sangrientas por haber yugulado innumerables lugares comunes. La política es mucho más real que la ciencia, porque se compone de situaciones únicas en que el hombre se encuentra de pronto sumergido, quiera o no. Por eso es el tema que nos permite distinguir mejor quiénes son cabezas claras y quiénes son cabezas rutinarias. César es el ejemplo máximo que conocemos de don para encontrar el perfil de la realidad sustantiva en un momento de confusión pavorosa, en una hora de las más caóticas que ha vivido la humanidad. Y como si el destino se hubiese complacido en subrayar la ejemplaridad, puso a su vera una magnífica cabeza de intelectual, la de Cicerón, dedicada durante toda su existencia a confundir las cosas. El exceso de buena fortuna había dislocado el cuerpo político romano. La ciudad tiberina, dueña de Italia, de España, del Africa Menor, del Oriente clásico y helenístico, estaba a punto de reventar. Sus instituciones públicas tenían una enjundia municipal y eran inseparables de la urbe, como las amadriadas están, so pena de consunción, adscritas al árbol que tutelan. La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal. Roma, al comenzar el siglo i antes de Cristo, es omnipotente, rica, no tiene enemigos delante. Sin embargo, está a punto de fenecer porque se obstina en conservar un régimen electoral estúpido. Un régimen electoral es estúpido cuando es falso. Había que votar en la ciudad. Ya los ciudadanos del campo no podían asistir a los comicios. Pero mucho menos los que vivían repartidos por todo el mundo romano. Como las elecciones eran imposibles, hubo que falsificarlas, y los candidatos organizaban partidas de la porra—con veteranos del ejército, con atletas del circo— que se encargaban de romper las urnas. Sin el apoyo de auténtico sufragio las instituciones democráticas están en el aire. En el aire están las palabras. «La República no 253 era más que una palabra». La expresión es de César. Ninguna magistratura gozaba de autoridad. Los generales de la izquierda y de la derecha —Mario y Sila— se insolentaban en vacuas dictaduras que no llevaban a nada. César no ha explicado nunca su política, sino que se entretuvo en hacerla. Daba la casualidad de que era precisamente César y no el manual de cesarismo que suele venir luego. No tenemos más remedio, si queremos entender aquella política, que tomar sus actos y darles su nombre. El secreto está en su hazaña capital: la conquista de las Galias. Para emprenderla tuvo que declararse rebelde frente al Poder constituido. ¿Por qué? Constituían el Poder los republicanos, es decir, los conservadores, los fieles al Estado-ciudad. Su política puede resumirse en dos cláusulas: Primera, los trastornos de la vida pública romana provienen de su excesiva expansión. La ciudad no puede gobernar tantas naciones. Toda nueva conquista es un delito de lesa república. Segunda, para evitar la disolución de las instituciones es preciso un príncipe. Para nosotros tiene la palabra «príncipe» un sentido casi opuesto al que tenía para un romano. Éste entendía por tal precisamente un ciudadano como los demás, pero que era investido de poderes superiores a fin de regular el funcionamiento de las instituciones republicanas. Cicerón, en sus libros Sobre la República, y Salustio, en sus memoriales a César, resumen el pensamiento de todos los publicistas pidiendo un princeps civitatis, un rector rerum publicarum, un moderator. La solución de César es totalmente opuesta a la conservadora. Comprende que para curar las consecuencias de las anteriores conquistas romanas no había más remedio que proseguirlas aceptando hasta el cabo tan enérgico destino. Sobre todo urgía conquistar los pueblos nuevos, más peligrosos en un porvenir no muy lejano que las naciones corruptas de Oriente. César sostendrá la necesidad de romanizar a fondo los pueblos bárbaros de Occidente. Se ha dicho (Spengler) que los grecorromanos eran incapaces de sentir el tiempo, de ver su vida como una dilatación en la temporalidad. Existían en un presente puntual. Y o sospecho que este diagnóstico es erróneo, o, por lo menos, que confunde dos cosas. El grecorromano padece una sorprendente ceguera para el futuro. No lo ve, como el daltonista no ve el color rojo. Pero, en cambio, vive radicado en el pretérito. Antes de hacer ahora algo da un paso atrás, como Lagartijo al tirarse a matar; busca en el pasado un modelo 256 para la situación presente e informado por aquél se zambulle en la actualidad, protegido y deformado por la escafandra ilustre. De aquí que todo su vivir es en cierto modo revivir. Esto es ser arcaizante y esto lo fue casi siempre el antiguo. Pero esto no es ser insensible al tiempo. Significa simplemente un cronismo incompleto, manco del ala futurista y con hipertrofia de antaños. Los europeos hemos gravitado desde siempre hacia el futuro y sentimos que es ésta la dimensión más sustancial del tiempo, el cual, para nosotros, empieza por el «después» y no por el «antes». Se comprende, pues, que al mirar la vida grecorromana nos parezca acrónica. Esta como manía de tomar todo presente con las pinzas de un ejemplar pretérito se ha transferido del hombre antiguo al filólogo moderno. El filólogo es también ciego para el porvenir. También él retrograda, busca a toda actualidad un precedente, al cual llama, con lindo vocablo de égloga, su «fuente». Digo esto porque ya los antiguos biógrafos de César se cierran a la comprensión de esta enorme figura suponiendo que trata de imitar a Alejandro. La ecuación se imponía: si Alejandro no podía dormir pensando en los laureles de Milcíades, César tenía por fuerza que sufrir insomnio por los de Alejandro. Y así sucesivamente. Siempre el paso atrás y el pie de hogaño en huella de antaño. El filólogo contemporáneo repercute al biógrafo clásico. Creer que César aspiraba a hacer algo así como lo que hizo Alejandro —y esto han creído casi todos los historiadores— es renunciar radicalmente a entenderlo. César es aproximadamente lo contrario que Alejandro. La idea de un reino universal es lo único que los empareja. Pero esta idea no es de Alejandro, sino que viene de Persia. La imagen de Alejandro hubiera empujado a César hacia Oriente, hacia el prestigioso pasado. Su preferencia radical por Occidente revela más bien la voluntad de contradecir al macedón. Pero además no es un reino universal, sin más ni más, lo que César se propone. Su propósito es más profundo. Quiere un Imperio romano que no viva de Roma, sino de la periferia, de las provincias, y esto implica la superación absoluta del Estado-ciudad. Un Estado donde los pueblos más diversos colaboren, de que todos se sientan solidarios. No un centro que manda y una periferia que obedece, sino un gigantesco cuerpo social donde cada elemento sea a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Tal es el Estado moderno, y ésta fue la fabulosa anticipación de su genio futurista. Pero ello suponía un poder extrarromano, antiaristócrata, infinitamente elevado sobre la oligarquía republicana, sobre su príncipe, que era sólo un primus Tnvo IV.—17 257 inter pares. Ese poder ejecutor y representante de la democracia universal sólo podía ser la Monarquía con su sede fuera de Roma. ¡República, Monarquía! Dos palabras que en la historia cambian constantemente de sentido auténtico, y que por lo mismo es preciso en todo instante triturar para cerciorarse de su eventual enjundia. Sus hombres de confianza, sus instrumentos más inmediatos, no eran arcaicas ilustraciones de la urbe, sino gente nueva, provinciales, personajes enérgicps y eficientes. Su verdadero ministro fue Cornelio Balbo, un hombre de negocios gaditano, un atlántico, un «colonial». Pero la anticipación del nuevo Estado era excesiva; las cabezas lentas del Lacio no podían dar brinco tan grande. La imagen de la ciudad, con su tangible materialismo, impidió que los romanos «viesen» aquella organización novísima del cuerpo público. ¿Cómo podían formar un Estado hombres que no vivían en una ciudad? ¿Qué género de unidad era ésa, tan sutil y como mística? Repito una vez más: la realidad que llamamos Estado no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. Esta obligación no es desnuda violencia, sino que supone un proyecto incitativo, una tarea común que se propone a los grupos dispersos. Antes que nada es el Estado proyecto de un hacer y programa de colaboración. Se llama a las gentes para que juntas hagan algo. El Estado no es consanguinidad, ni unidad lingüística, ni unidad territorial, ni contigüidad de habitación. No es nada material, inerte, dado y limitado. Es un puro dinamismo —la voluntad de hacer algo en común—, y merced a ello la idea estatal no está limitada por término físico ninguno (i). Agudísima la conocida empresa política de Saavedra Fajardo: una flecha: y debajo: «O sube o baja». Eso es el Estado. No una cosa, sino un movimiento. El Estado es en todo instante algo que viene de y va hacia. Como todo movimiento, tiene un terminus a quo y iin terminus ad quem. Córtese por cualquier hora la vida de un Estado que lo sea verdaderamente, y se hallará una unidad de convivencia que parece fundada en tal o cual atributo material: sangre, idioma, «fronteras naturales». La interpretación estática nos llevará a decir: eso es el Estado. Pero pronto advertimos que esa agrupación humana está haciendo algo comunal: conquistando otros pueblos, fundando colonias, federándose con otros Estados; es decir, (1) Véase, del autor, El origen deportivo del Estado, en El Espectador, tomo VII. 1930. [En el tomo II de estas Obras Completas.] 258 que en toda hora está superando el que parecía principio material de su unidad. Es el terminus ad quem, es el verdadero Estado, cuya unidad consiste precisamente en superar toda unidad dada. Cuando ese impulso hacia el más allá cesa, el Estado automáticamente sucumbe, y la unidad que ya existía y parecía físicamente cimentada —raza, idioma, frontera natural— no sirve de nada: el Estado se desagrega, se dispersa, se atomiza. Sólo esta duplicidad de momentos en el Estado —la unidad que ya es y la más amplia que proyecta ser— permite comprender la esencia del Estado nacional. Sabido es que todavía no se ha logrado decir en qué consiste una nación, si damos a este vocablo su acepción moderna. El Estado-ciudad era una idea muy clara, que se veía con los ojos de la cara. Pero el nuevo tipo de unidad pública que germinaba en galos y germanos, la inspiración política de Occidente, es cosa mucho más vaga y huidiza. El filólogo, el historiador actual, que es de suyo arcaizante, se encuentra ante este formidable hecho casi tan perplejo como César o Tácito cuando con su terminología romana querían decir lo que eran aquellos Estados incipientes, trasalpinos y ultrarrenanos, o bien los españoles. Les llaman civitas, gens, natío, dándose cuenta de que ninguno de estos nombres va bien a la cosa (i). No son chitas, por la sencilla razón de que no son ciudades (2). Pero ni siquiera cabe envaguecer el término y aludir con él a un territorio delimitado. Los pueblos nuevos cambian con suma facilidad de terruño, o por lo menos amplían y reducen el que ocupaban. Tampoco son unidades étnicas —gentes, nationes. Por muy lejos que recurramos, los nuevos Estados aparecen ya formados por grupos de natividad independientes. Son combinaciones de sangres distintas. ¿Qué es, pues, una nación, ya que no es ni comunidad de sangre, ni adscripción a un territorio, ni cosa alguna de este orden? Como siempre acontece, también en este caso una pulcra sumisión a los hechos nos da la clave. ¿Qué es lo que salta a los ojos cuando repasamos la evolución de cualquiera «nación moderna» —Francia, España, Alemania? Sencillamente esto: lo que en una cierta fecha parecía constituir la nacionalidad aparece negado en una fecha posterior. Primero, la nación parece la tribu, y la no-nación la tribu de (1) Véase Dopsch: Fundamentos económicos y sociales de la civilización europea. Segunda edición, 1924, tomo II, págs. 3 y 4. (2) Los romanos no se resolvieron nunca a llamar ciudades a las poblaciones de los bárbaros, por m u y denso que fuese el caserío. Las llamaban, «faute de mieux», sedes aratorum. 259 al lado. Luego la nación se compone de las dos tribus, más tarde es una comarca y poco después es ya todo un condado o ducado o «reino». La nación es León, pero no Castilla; luego es León y Castilla, pero no Aragón. Es evidente la presencia de dos principios: uno variable y siempre superado —tribu, comarca, ducado, «reino», con su idioma o dialecto; otro, permanente, que salta libérrimo sobre todos esos límites y postula como unidad lo que aquél consideraba precisamente como radical contraposición. Los filólogos —llamo así a los que hoy pretenden denominarse «historiadores»— practican la más deliciosa gedeonada cuando parten de lo que ahora, en esta fecha fugaz, en estos dos o tres siglos, son las naciones de Occidente, y suponen que Vercingetorix o que el Cid Campeador querían ya una Francia desde Saint-Malo a Estrasburgo —precisamente— o una Spania desde Finisterre a Gibraltar. Estos filólogos —como el ingenuo dramaturgo— hacen casi siempre que sus héroes partan para la guerra de los treinta años. Para explicarnos cómo se han formado Francia y España, suponen que Francia y España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. ¡Como si existiesen franceses y españoles originariamente antes de que Francia y España existiesen! ¡Como si el francés y el español no fuesen simplemente cosas que hubo que forjar en dos mil años de faena! La verdad pura es que las naciones actuales son tan sólo la manifestación actual de aquel principio variable, condenado a perpetua superación. Ese principio no es ahora la sangre ni el idioma, puesto que la comunidad de sangre y de idioma, en Francia o en España, ha sido efecto y no causa de la unificación estatal; ese principio es ahora la «frontera natural». Está bien que un diplomático emplee en su esgrima astuta este concepto de fronteras naturales como ultima ratio de sus argumentaciones. Pero un historiador no puede parapetarse tras él, como si fuese un reducto definitivo. Ni es definitivo ni siquiera suficientemente específico. No se olvide cuál es, rigorosamente planteada, la cuestión. Se trata de averiguar qué es el Estado nacional—lo que hoy solemos llamar nación—, a diferencia de otros tipos de Estado, como el Estado-ciudad, o yéndonos al otro extremo, como el Imperio que Augusto fundó (i). Si se quiere formular el tema de modo todavía (1) Sabido es que el Imperio de Augusto es lo contrario del que su padre adoptivo, César, aspiró a instaurar. Augusto opera en el sentido 260 más claro y preciso, dígase así: ¿Qué fuerza real ha producido esa convivencia de millones de hombres bajo una soberanía de Poder público, que llamamos Francia, o Inglaterra, o España, o Italia, o Alemania? No ha sido la previa comunidad de sangre, porque cada uno de esos cuerpos colectivos está regado por torrentes cruentos muy heterogéneos. No ha sido tampoco la unidad lingüística, porque los pueblos, hoy reunidos en un Estado, hablaban, o hablan todavía, idiomas distintos. La relativa homogeneidad de raza o lengua de que hoy gozan—suponiendo que ello sea un gozo—es resultado de la previa unificación política. Por tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional; antes bien, es el Estado nacional quien nivela las diferencias originarias de glóbulo rojo y son articulado. Y siempre ha acontecido así. Pocas veces, por no decir nunca, habrá el Estado coincidido con una identidad previa de sangre o idioma. Ni España es hoy un Estado nacional porque se hable en toda ella el español (i), ni fueron Estados nacionales Aragón y Cataluña porque en un cierto día, arbitrariamente escogido, coincidiesen los límites territoriales de su soberanía con los del habla aragonesa o catalana. Más cerca de la verdad estaríamos si, respetando la casuística que toda realidad ofrece, nos acostásemos a esta presunción: toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es casi seguramente precipitado de alguna unificación política precedente (2). El Estado ha sido siempre el gran truchimán. Hace mucho tiempo que esto consta, y resulta muy extraña la obstinación con que sin embargo se persiste en dar a la nacionalidad como fundamentos la sangre y el idioma. En lo cual yo veo tanta ingratitud como incongruencia. Porque el francés debe su Francia actual, y el español su actual España a un principio X , cuyo impulso consistió precisamente en superar la estrecha comunidad de sangre y de idioma. De suerte que Francia y España consistirán hoy en lo contrario de lo que las hizo posibles. Pareja tergiversación se comete al querer fundar la idea de nación en una gran figura territorial, descubriendo el principio de unidad que sangre e idioma no proporcionan, en el misticismo geográfico de Pompeyo, de los enemigos de César. Hasta la fecha, el mejor libro sobre el asunto es el de Eduardo Meyer: La Monarquía de César y el Principado de Pompeyo, 1918. (1) N i siquiera como puro hecho es verdad que todos los españoles hablen español, ni todos los ingleses inglés, ni todos los alemanes altoalemán. (2) Quedan, claro está, fuera los casos de koinón y lingua franca, que no son lenguajes nacionales, sino específicamente internacionales. 261 de las «fronteras naturales». Tropezamos aquí con el mismo error de óptica. El azar de la fecha actual nos muestra a las llamadas naciones instaladas en amplios terruños del continente o en las islas adyacentes. De esos límites actuales se quiere hacer algo definitivo y espiritual. Son, se dice, «fronteras naturales», y con su «naturalidad» se significa una como mágica predeterminación de la historia por la forma telúrica. Pero este mito se volatiliza en seguida sometiéndolo al mismo razonamiento que invalidó la comunidad de sangre y de idioma como fuentes de la nación. También aquí, si retrocedemos algunos siglos, sorprendemos a Francia y a España disociadas en naciones menores, con sus inevitables «fronteras naturales». La montaña fronteriza sería menos procer que el Pirineo o los Alpes, y la barrera líquida, menos caudalosa que el Rin, el paso de Calais o el estrecho de Gibraltar. Pero esto demuestra sólo que la «naturalidad» de las fronteras es meramente relativa. Depende de los medios económicos y bélicos de la época. La realidad histórica de la famosa «frontera natural» consiste sencillamente en ser un estorbo a la expansión del pueblo A sobre el pueblo B. Porque es un estorbo —de convivencia o de guerra— para A , es una defensa para B. La idea de «frontera natural» implica, pues, ingenuamente, como más natural aún que la frontera, la posibilidad de la expansión y fusión ilimitada entre los pueblos. Por lo visto, sólo un obstáculo material les pone un freno. Las fronteras de ayer y de anteayer no nos parecen hoy fundamentos de la nación francesa o española, sino al revés: estorbos que la idea nacional encontró en su proceso de unificación. No obstante lo cual, queremos atribuir un carácter definitivo y fundamental a las fronteras de hoy, a pesar de que los nuevos medios de tráfico y guerra han anulado su eficacia como estorbos. ¿Cuál ha sido entonces el papel de las fronteras en la formación de las nacionalidades, ya que no han sido el fundamento positivo de ésta? La cosa es clara y de suma importancia para entender la auténtica inspiración del Estado nacional frente al Estado-ciudad. Las fronteras han servido para consolidar en cada momento la unificación política ya lograda. No han sido, pues, principio de la nación, sino al revés: al principio fueron estorbo, y luego, una vez allanadas, fueron medio material para asegurar la unidad. Pues bien; exactamente el mismo papel corresponde a la raza y la lengua. No es la comunidad nativa de una u otra la que constituyó la nación, sino al contrario: el Estado nacional se encontró siempre, en su afán de unificación, frente a las muchas razas y las muchas 262 lenguas, como con otros tantos estorbos. Dominados éstos enérgicamente, produjo una relativa unificación de sangres e idiomas, que sirvió para consolidar la unidad. No hay, pues, otro remedio que deshacer la tergiversación tradicional padecida por la idea de Estado nacional y habituarse a considerar como estorbos primarios para la nacionalidad precisamente las tres cosas en que se creía consistir. Claro es que al deshacer una tergiversación, seré yo quien parezca cometerla ahora. Es preciso resolverse a buscar el secreto del Estado nacional en su peculiar inspiración como tal Estado, en su política misma y no en principios forasteros de carácter biológico o geográfico. ¿Por qué, en definitiva, se creyó necesario recurrir a raza, lengua y territorio nativos para comprender el hecho maravilloso de las modernas naciones? Pura y simplemente porque en éstas hallamos una intimidad y solidaridad radical de los individuos con el Poder público desconocidas en el Estado antiguo. En Atenas y en Roma, sólo unos cuantos hombres eran el Estado; los demás —esclavos, aliados, provinciales, colonos— eran sólo subditos. En Inglaterra, en Francia, en España, nadie ha sido nunca sólo subdito del Estado, sino que ha sido siempre participante de él, uno con él. La forma, sobre todo jurídica, de esta unión con y en el Estado ha sido muy distinta según los tiempos. Ha habido grandes diferencias de rango y estatuto personal, clases relativamente privilegiadas y clases relativamente postergadas; pero si se interpreta la realidad efectiva de la situación política en cada época y se revive su espíritu, aparece evidente que todo individuo se sentía sujeto activo del Estado, partícipe y colaborador. Nación —en el sentido que este vocablo emite en Occidente desde hace más de un siglo— significa la «unión hipostática» del Poder público y la colectividad por él regida. El Estado es siempre, cualquiera que sea su forma —primitiva, antigua medieval o moderna—, la invitación que un grupo de hombres hace a otros grupos humanos para ejecutar juntos una empresa. Esta empresa, cualesquiera sean sus trámites intermediarios, consiste a la postre en organizar un cierto tipo de vida común. Estado y proyecto de vida, programa de quehacer o conducta humanos, son términos inseparables. Las diferentes clases de Estado nacen de las maneras según las cuales el grupo empresario establezca la colaboración con los otros. Así, el Estado antiguo no acierta nunca a fundirse con los otros. Roma manda y educa a los italiotas y a las provincias, pero no los eleva a unión consigo. En la misma urbe no logró la fusión política de los ciudadanos. No se olvide que, durante la 263 República, Roma fue en rigor dos Romas: el Senado y el pueblo. La unificación estatal no pasó nunca de mera articulación entre los grupos, que permanecieron externos y extraños los unos a los otros. Por eso el Imperio amenazado no pudo contar con el patriotismo de los otros y hubo de defenderse exclusivamente con sus medios burocráticos de administración y de guerra. Esta incapacidad de todo grupo griego y romano para fundirse con otros proviene de causas profundas que no conviene perescrutar ahora y que en definitiva se resumen en una: el hombre antiguo interpretó la colaboración en que, quiérase o no, el Estado consiste de una manera simple, elemental y tosca, a saber: como dualidad de dominantes y dominados (i). A Roma tocaba mandar y no obedecer; a los demás, obedecer y no mandar. De esta suerte, el Estado se materializa en el pomoerium, en el cuerpo humano que unos muros delimitan físicamente. Pero los pueblos nuevos traen una interpretación del Estado menos material. Si es él un proyecto de empresa común, su realidad es puramente dinámica; un hacer, la comunidad en la actuación. Según esto, forma parte activa del Estado, es sujeto político, todo el que preste adhesión a la empresa —raza, sangre, adscripción geográfica, clase social, quedan en segundo término. No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional o inmemorial— en suma: fatal o irreformable—, la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne en Estado. De aquí la facilidad con que la unidad política brinca en Occidente sobre todos los límites que aprisionaron al Estado antiguo. Y es que el europeo, relativamente al homo antiquus, se comporta como un hombre abierto al futuro, que vive conscientemente instalado en él y desde él decide su conducta presente. Tendencia política tal avanzará inexorablemente hacia unificaciones cada vez más amplias, sin que haya nada que en principio la detenga. La capacidad de fusión es ilimitada. N o sólo de un pueblo con otro, sino lo que es más característico aún del Estado nacional: (1) Confirma esto lo que a primera vista parece controvertirlo: la concesión de la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio. Pues resulta que esta concesión fue hecha precisamente a medida que iba perdiendo su carácter de estatuto político, para convertirse o en simple carga y servicio del Estado, o en mero título de derecho civil. D e una civilización en que la esclavitud tenía valor de principio no se podía esperar otra cosa. Para nuestras «naciones», en cambio, fue la esclavitud sólo un hecho residual. 264 la fusión de todas las clases sociales dentro de cada cuerpo político. Conforme crece la nación, territorial y étnicamente, va haciéndose más una la colaboración interior. El Estado nacional es en su raíz misma democrático, en un sentido más decisivo que todas las diferencias en las formas de gobierno. Es curioso notar que al definir la nación fundándola en una comunidad de pretérito, se acaba siempre por aceptar como la mejor la fórmula de Renán, simplemente porque en ella se añade a la sangre, el idioma y las tradiciones comunes un atributo nuevo, y se dice que es un «plebiscito cotidiano». Pero ¿se entiende bien lo que esta expresión significa? ¿No podemos darle'ahora un contenido de signo opuesto al que Renán le insuflaba y que es, sin embargo, mucho más verdadero? VIII «Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más; he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo... En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar... La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano.» Tal es la conocidísima sentencia de Renán. ¿Cómo se explica su excepcional fortuna? Sin duda, por la gracia de la coletilla. Esa idea de que la nación consiste en un plebiscito cotidiano opera sobre nosotros como una liberación. Sangre, lengua y pasado comunes son principios estáticos, fatales, rígidos, inertes; son prisiones. Si la nación consiste en eso y en nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra espalda, con lo cual no tendríamos nada que hacer. La nación sería algo que se es, pero no algo que se hace. Ni siquiera tendría sentido defenderla cuando alguien la ataca. Quiérase o no, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar. Hacemos memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por 265 eso lo hacemos. Conste, pues: nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir (i). Si la nación consistiese no más que en pasado y presente, nadie se ocuparía de defenderla contra un ataque. Los que afirman lo contrario son hipócritas o mentecatos. Mas acaece que el pasado nacional proyecta alicientes —reales o imaginarios— en el futuro. Nos parece deseable un porvenir, en el cual nuestra nación continúe existiendo. Por eso nos movilizamos en su defensa; no por la sangre, ni el idioma, ni el común pasado. Al defender la nación defendemos nuestro mañana, no nuestro ayer. Esto es lo que reverbera en la frase de Renán: la nación como excelente programa para mañana. El plebiscito decide un futuro. Que en este caso el futuro consista en una perduración del pasado no modifica lo más mínimo la cuestión; únicamente revela que también la definición de Renán es arcaizante. Por tanto, el Estado nacional representaría un principio estatal más próximo a la pura idea de Estado que la antigua polis o que la «tribu» de los árabes, circunscrita por la sangre. De hecho, la idea nacional conserva no poco lastre de adscripción al pasado, al territorio, a la raza; mas por lo mismo es sorprendente notar cómo en ella triunfa siempre el puro principio de unificación humana en torno a un incitante programa de vida. Es más: yo diría que ese lastre de pretérito y esa relativa limitación dentro de principios materiales no (1) Según esto, el ser humano tiene irremediablemente una constitución futurista; es decir, vive ante todo en el futuro y del futuro. N o obstante, he contrapuesto el hombre antiguo al europeo, diciendo que aquél es relativamente cerrado al futuro, y éste relativamente abierto. Hay, pues, aparente contradicción entre una y otra tesis. Surge esa apariencia cuando se olvida que el hombre es un ente de dos pisos: por un lado es lo que es; por otro tiene ideas sobre sí mismo que coinciden más o menos con su auténtica realidad. Evidentemente, nuestras ideas, preferencias, deseos, no pueden anular nuestro verdadero ser, pero sí complicarlo y modularlo. El antiguo y el europeo están igualmente preocupados del porvenir; pero aquél somete el futuro al régimen del pasado, en tanto que nosotros dejamos mayor autonomía al porvenir, a lo nuevo como tal. Este antagonismo, no en el ser, sino en el preferir, justifica que califiquemos al europeo de futurista y al antiguo de arcaizante. Es revelador que apenas el europeo despierta y toma posesión de sí, empieza a llamar a su vida «época moderna». Como es sabido, «moderno» quiere decir lo nuevo, lo que niega el uso antiguo. Y a a fines del siglo x i v se empieza a subrayar la modernidad, precisamente en las cuestiones que más agudamente interesaban al tiempo, y se habla, por ejemplo, de devotio moderna, una especie de vanguardismo en la «mística teología». 266 han sido ni son por completo espontáneos en las almas de Occidente, sino que proceden de la interpretación erudita dada por el romanticismo a la idea de nación. De haber existido en la Edad Media ese concepto diecinuevesco de nacionalidad, Inglaterra, Francia, España, Alemania habrían quedado nonatas (i). Porque esa interpretación confunde lo que impulsa y constituye a una nación con lo que meramente la consolida y conserva. No es el patriotismo —dígase de una vez--- quien ha hecho las naciones. Creer lo contrario es la gedeonada a que ya he aludido y que el propio Renán admite en su famosa definición. Si para que exista una nación es preciso que un grupo de hombres cuente con un pasado común, yo me pregunto cómo llamaremos a ese mismo grupo de hombres mientras vivía en presente eso que visto desde hoy es un pasado. Por lo visto, era forzoso que esa existencia común feneciese, pasase, para que pudiesen decir: somos una nación. ¿No se advierte aquí el vicio gremial del filólogo, del archivero, su óptica profesional que le impide ver la realidad cuando no es pretérita? El filólogo es quien necesita para ser filólogo que, ante todo, exista un pasado; pero la nación, antes de poseer un pasado común, tuvo que crear esta comunidad, y antes de crearla tuvo que soñarla, que quererla, que proyectarla. Y basta que tenga el proyecto de sí misma para que la nación exista, aunque no se logre, aunque fracase la ejecución, como ha pasado tantas veces. Hablaríamos en tal caso de una nación malograda (por ejemplo, Borgoña). Con los pueblos de Centro y Sudamérica tiene España un pasado común, raza común, lenguaje común y, sin embargo, no forma con ellos una nación. ¿Por qué? Falta sólo una cosa que, por lo visto, es la esencial: el futuro común. España no supo inventar un programa de porvenir colectivo que atrajese a esos grupos, zoológicamente afines. El plebiscito futurista fue adverso a España, y nada valieron entonces los archivos, las memorias, los antepasados, la «patria». Cuando hay aquello, todo esto sirve como fuerzas de consolidación; pero nada más (2). Veo, pues, en el Estado nacional una estructura histórica de carácter plebiscitario. Todo lo que además de eso parezca ser, tiene un valor transitorio y cambiante; representa el contenido o la forma, o (1) El principio de las nacionalidades es, cronológicamente, uno de los primeros síntomas del romanticismo —fines del siglo x v m . (2) Ahora vamos a asistir a un ejemplo gigantesco y claro, como de laboratorio; vamos a ver si Inglaterra acierta a mantener en unidad soberana de convivencia las distintas porciones de su Imperio, proponiéndoles un programa atractivo. 267 la consolidación que en cada momento requiere el plebiscito. Renán encontró la mágica palabra que revienta de luz. Ella nos permite vislumbrar catódicamente el entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo. Esta adhesión de todos engendra la interna solidez que distingue al Estado nacional de todos los antiguos, en los cuales la unión se produce y mantiene por presión externa del Estado sobre los grupos dispares, en tanto que aquí nace el vigor estatal de la cohesión espontánea y profunda entre los « s u b ditos». En realidad, los subditos son ya el Estado, y no lo pueden sentir •—esto es lo nuevo, lo maravilloso de la nacionalidad— como algo extraño a ellos. Y , sin embargo, Renán anula o poco menos su acierto, dando al plebiscito un contenido retrospectivo, que se refiere a una nación ya hecha, cuya perpetuación decide. Y o preferiría cambiarle el signo y hacerle valer para la nación in statu nascendi. Esta es la óptica decisiva. Porque, en verdad, una nación no está nunca hecha. En esto se diferencia de otros tipos de Estado. La nación está siempre o haciéndose o deshaciéndose. Tertium non datur. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que su Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz. Por eso lo más instructivo fuera reconstruir la serie de empresas unitivas que sucesivamente han inflamado a los grupos humanos de Occidente. Entonces se vería cómo de ellas han vivido los europeos, no sólo en público, sino hasta en su existencia más privada; cómo se han «entrenado» o se han desmoralizado, según que hubiese o no empresa a la vista. Otra cosa mostraría claramente ese estudio. Las empresas estatales de los antiguos, por lo mismo que no implicaban la adhesión fundente de los grupos humanos sobre que se intentaban, por lo mismo que el Estado, propiamente tal, quedaba siempre inscrito en una limitación fatal —tribu o urbe—, eran prácticamente ilimitadas. Un pueblo —el persa, el macedón o el romano— podía someter a unidad de soberanía cualesquiera proporciones del planeta. Como la unidad no era auténtica, interna ni definitiva, no estaba sujeta a otras condiciones que a la eficacia bélica y administrativa del conquistador. Mas en Occidente la unificación nacional ha tenido que seguir una serie inexorable de etapas. Debiera extrañarnos más el hecho de que en Europa no haya sido posible ningún imperio del tamaño que alcanzaron el persa, el de Alejandro o el de Augusto. 268 El proceso creador de naciones ha llevado siempre en Europa este ritmo: Primer momento. El peculiar instinto occidental, que hace sentir el Estado como fusión de varios pueblos en una unidad de convivencia política y moral, comienza a actuar sobre los grupos más próximos geográfica, étnica y lingüísticamente. No porque ésta proximidad funde la nación, sino porque la diversidad entre próximos es más fácil de dominar. Segundo momento. Período de consolidación, en que se siente a los otros pueblos más allá del nuevo Estado como extraños y más o menos enemigos. Es el período en que el proceso nacional toma un aspecto de exclusivismo, de cerrarse hacia adentro del Estado; en suma, lo que hoy llamamos nacionalismo. Pero el hecho es que mientras se siente políticamente a los otros como extraños y contrincantes, se convive económica, intelectual y moralmente con ellos. Las guerras nacionalistas sirven para nivelar las diferencias de técnica y de espíritu. Los enemigos habituales se van haciendo históricamente homogéneos (i). Poco a poco se va destacando en el horizonte la conciencia de que esos pueblos enemigos pertenecen al mismo círculo humano que el Estado nuestro. No obstante, se les sigue considerando como extraños y hostiles. Tercer momento. El Estado goza de plena consolidación. Entonces surge la nueva empresa: unirse a los pueblos que hasta ayer eran sus enemigos. Crece la convicción de que son afines con el nuestro en moral e intereses, y que juntos formamos un círculo nacional frente a otros grupos más distantes y aun más extranjeros. He aquí madura la nueva idea nacional. Un ejemplo esclarecerá lo que intento decir: Suele afirmarse que en el tiempo del Cid era ya España —Spania— una idea nacional y para superfetar la tesis se añade que siglos antes ya San Isidoro hablaba de la «madre España». A mi juicio, esto es un error craso de perspectiva histórica. En tiempos del Cid se estaba empezando a urdir el Estado León-Castilla, y esta unidad leonesacastellana era la idea nacional del tiempo, la idea políticamente eficaz. Spania, en cambio, era una idea principalmente erudita; en todo caso, una de tantas ideas fecundas que dejó sembradas en Occidente el Imperio romano. Los «españoles» se habían acostumbrado a ser reunidos por Roma en una unidad administrativa, en una diócesis del Bajo Imperio. Pero esta noción geográfico-administrativa era pura recepción, no íntima inspiración, y en modo alguno aspiración. (1) Si bien esa homogeneidad respeta y no anula la pluralidad de condiciones originarias. 269 Por mucha realidad que se quiera dar a esa idea en el siglo xi, se reconocerá que no llega siquiera al vigor y precisión que tiene ya para los griegos del iv la idea de la Hélade. Y , sin embargo, la Hélade no fue nunca verdadera idea nacional. La efectiva correspondencia histórica sería más bien ésta: Hélade fue para los griegos del siglo iv, y Spania para los «españoles» del xi y aun del xrv, lo que Europa fue para los «europeos» en'el siglo xix. Muestra esto cómo las empresas de unidad nacional van llegando a su hora del modo que los sones en una melodía. La mera afinidad de ayer tendrá que esperar hasta mañana para entrar en erupción de inspiraciones nacionales. Pero, en cambio, es casi seguro que le llegará su hora. Ahora llega para los europeos la sazón en que Europa puede convertirse en idea nacional. Y es mucho menos utópico creerlo hoy así que lo hubiera sido vaticinar en el siglo xi la unidad de España y de Francia. El Estado nacional de Occidente, cuanto más fiel permanezca a su auténtica sustancia, más derecho va a depurarse en un gigantesco Estado continental. IX Apenas las naciones de Occidente perhinchen su actual perfil surge en torno de ellas y bajo ellas, como un fondo, Europa. Es ésta la unidad de paisaje en que van a moverse desde el Renacimiento, y ese paisaje europeo son ellas mismas, que sin advertirlo empiezan ya a abstraer de su belicosa pluralidad. Francia, Inglaterra, España, Italia, Alemania, pelean entre sí, forman ligas contrapuestas, las deshacen, las recomponen. Pero todo ello, guerra como paz, es convivir de igual a igual, lo que ni en paz ni en guerra pudo hacer nunca Roma con el celtíbero, el galo, el británico y el germano. La historia destacó en primer término las querellas y, en general, la política, que es el terreno más tardío para la espiga de la unidad; pero mientras se batallaba en una gleba, en cien se comerciaba con el enemigo, se cambiaban ideas y formas de arte y artículos de la fe. Diríase que aquel fragor de batallas ha sido sólo un telón tras el cual tanto más tenazmente trabajaba la pacífica polipera de la paz, entretejiendo la vida de las naciones hostiles. En cada nueva generación, la homogeneidad de las almas se acrecentaba. Si se quiere mayor exactitud y más cautela, dígase de este modo: las almas fran- 270 cesas e inglesas y españolas eran, son y serán todo lo diferentes que se quiera; pero poseen un mismo plan o arquitectura psicológicos y, sobre todo, van adquiriendo un contenido común. Religión, ciencia, derechos, arte, valores sociales y eróticos, van siendo comunes. Ahora bien: ésas son las cosas espirituales de que se vive. La homogeneidad resulta, pues, mayor que si las almas fueran de idéntico gálibo. Si hoy hiciésemos balance de nuestro contenido mental —opiniones, normas, deseos, presunciones—, notaríamos que la mayor parte de todo eso no viene al francés de su Francia, ni al español de su España, sino del fondo común europeo. Hoy, en efecto, pesa mucho más en cada uno de nosotros lo que tiene de europeo que su porción diferencial de francés, español, etc. Si se hiciera el experimento imaginario de reducirse a vivir puramente con lo que somos, como «nacionales», y en obra de mera fantasía se extirpase al hombre medio francés todo lo que usa, piensa, siente, por recepción de los otros países continentales, sentiría terror. Vería que no le era posible vivir de ello sólo; que las cuatro quintas partes de su haber íntimo son bienes mostrencos europeos. No se columbra qué otra cosa de monta podamos hacer los que existimos en este lado del planeta si no es realizar la promesa que desde hace cuatro siglos significa el vocablo Europa. Sólo se opone a ello el prejuicio de las viejas «naciones», la idea de nación como pasado. Ahora se va a ver si los europeos son también hijos de la mujer de Loth y se obstinan en hacer historia con la cabeza vuelta hacia atrás. La alusión a Roma, y, en general, al hombre antiguo, nos ha servido de amonestación; es muy difícil que un cierto tipo de hombre abandone la idea de Estado que una vez se le metió en la cabeza. Por fortuna, la idea del Estado nacional que el europeo, dándose de ello cuenta o no, trajo al mundo, no es la idea erudita, filológica, que se le ha predicado. Resumo ahora la tesis de este ensayo. Sufre hoy el mundo una grave desmoralización, que entre otros síntomas se manifiesta por una desaforada rebelión de las masas y tiene su origen en la desmoralización de Europa. Las causas de esta última son muchas. Una de las principales, el desplazamiento del poder que antes ejercía sobre el resto del mundo y sobre sí mismo nuestro continente. Europa no está segura de mandar, ni el resto del mundo de ser mandado. La soberanía histórica se halla en dispersión. Ya no hay «plenitud de los tiempos», porque eso supone un porvenir claro, prefijado, inequívoco, como era el del siglo xix. 271 Entonces se creía saber lo que iba a pasar mañana. Pero ahora se abre otra vez el horizonte hacia nuevas líneas incógnitas, puesto que no se sabe quién va a mandar, cómo se va a articular el poder sobre la tierra. Quién, es decir, qué pueblo o grupo de pueblos; por tanto, qué tipo étnico; por tanto, qué ideología, qué sistema de preferencias, de normas, de resortes vitales... No se sabe hacia qué centro de gravitación van a ponderar en un próximo porvenir las cosas humanas, y por ello la vida del mundo se entrega a una escandalosa provisoriedad. Todo, todo lo que hoy se hace en lo público y en lo privado —hasta en lo íntimo—, sin más excepción que algunas partes de algunas ciencias, es provisional. Acertará quien no se fíe de cuanto hoy se pregona, se ostenta, se ensaya y se encomia. Todo eso va a irse con mayor celeridad que vino. Todo, desde la manía del deporte físico (la manía, no el deporte mismo) hasta la violencia en política; desde el «arte nuevo» hasta los baños de sol en las ridiculas playas a la moda. Nada de eso tiene raíces, porque todo ello es pura invención, en el mal sentido de la palabra, que la hace equivaler a capricho liviano. No es creación desde el fondo sustancial de la vida; no es afán ni menester auténtico. En suma: todo eso es vitalmente falso. Se da el caso contradictorio de un estilo de vida que cultiva la sinceridad y a la vez es una falsificación. Sólo hay verdad en la existencia cuando sentimos sus actos como irrevocablemente necesarios. No hay hoy ningún político que sienta la inevitabilidad de su política, y la siente tanto menos cuanto más extremo es su gesto, más frivolo, menos exigido por el destino. No hay más vida con raíces propias, no hay más vida autóctona que la que se compone de escenas ineludibles. Lo demás, lo que está en nuestra mano tomar o dejar o sustituir, es precisamente falsificación de la vida. La actual es fruto de un interregno, de un vacío entre dos organizaciones del mando histórico: la que fue, la que va a ser. Por eso es esencialmente provisional. Y ni los hombres saben bien a qué instituciones de verdad servir, ni las mujeres qué tipo de hombre prefieren de verdad. Los europeos no saben vivir si no van lanzados en una gran empresa unitiva. Cuando ésta falta, se envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma. Un comienzo de esto se ofrece hoy a nuestros ojos. Los círculos que hasta ahora se han llamado naciones, llegaron hace un siglo o poco menos, a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos. Ya no son sino pasado que se acumula en torno y bajo del europeo, aprisionándolo, las- 272 trándolo. Con más libertad vital que nunca sentimos todos que el aire es irrespirable dentro de cada pueblo, porque es un aire confinado. Cada nación que antes era la gran atmósfera abierta, oreada, se ha vuelto provincia e «interior». En la supernación europea que imaginamos, la pluralidad actual no puede ni debe desaparecer. Mientras el Estado antiguo aniquilaba lo diferencial de los pueblos o lo dejaba inactivo fuera, o a lo sumo lo conservaba momificado, la idea nacional, más puramente dinámica, exige la permanencia activa de ese plural que ha sido siempre la vida de Occidente. Todo el mundo percibe la urgencia de un nuevo principio de vida. Mas —como siempre acontece en crisis parejas— algunos ensayan salvar el momento por una intensificación extremada y artificial, precisamente del principio caduco. Este es el sentido de la erupción «nacionalista» en los años que corren. Y siempre— repito— ha pasado así. La última llama, la más larga. El postrer suspiro, el más profundo. La víspera de desaparecer, las fronteras se hiperestesian— las fronteras militares y las económicas. Pero todos estos nacionalismos son callejones sin salida. Inténtese proyectarlos hacia el mañana y se sentirá el tope. Por ahí no se sale a ningún lado. El nacionalismo es siempre un impulso de dirección opuesta al principio nacionalizador. Es exclusivista, mientras éste es inclusivista. En épocas de consolidación tiene, sin embargo, un valor positivo y es una alta norma. Pero en Europa todo está de sobra consolidado, y el nacionalismo no es más que una manía, el pretexto que se ofrece para eludir el deber de invención y de grandes empresas. La simplicidad de medios con que opera' y la categoría de los hombres que exalta revelan sobradamente que es él lo contrario de una creación histórica. Sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa. Volvería ésta a creer en sí misma, y automáticamente a exigirse mucho, a disciplinarse. Pero la situación es mucho más peligrosa de lo que se suele apreciar. Van pasando los años y se corre el riesgo de que el europeo se habitúe a este tono menor de existencia que ahora lleva; se acostumbre a no mandar ni mandarse. En tal caso, se irían volatizando todas sus virtudes y capacidades superiores. Pero a la unión de Europa se oponen, como siempre ha acontecido en el proceso de nacionalización, las clases conservadoras. Esto puede traer para ellas la catástrofe, pues, al peligro genérico de que Europa se desmoralice definitivamente y pierda toda su energía históTOMO IV—18 273 rica, agrégase otro muy concreto e inminente. Cuando el comunismo triunfó en Rusia creyeron muchos que todo el Occidente quedaría inundado por el torrente rojo. Y o no participé de semejante pronóstico. Al contrario: por aquellos años escribí que el comunismo ruso era una sustancia inasimilable para los europeos, casta que ha puesto todos sus esfuerzos y fervores de su historia a la carta Individualidad. El tiempo ha corrido, y hoy han vuelto a la tranquilidad los temerosos de otrora. Han vuelto a la tranquilidad cuando llega justamente la sazón para que la perdieran. Porque ahora sí que puede derramarse sobre Europa el comunismo arrollador y victorioso. Mi presunción es la siguiente: ahora, como antes, el contenido del credo comunista a la rusa no interesa, no atrae, no dibuja un porvenir deseable a los europeos. Y no por las razones triviales que sus apóstoles, tozudos, sordos y sin veracidad, como todos los apóstoles, suelen verbificar. Los bourgeois de Occidente saben muy bien que, aun sin comunismo, el hombre que vive exclusivamente de sus rentas y que las transmite a sus hijos tiene los días contados. No es esto lo que inmuniza a Europa para la fe rusa, ni es mucho menos temor. Hoy nos parecen bastante ridículos los arbitrarios supuestos en que hace veinte años fundaba Sorel su táctica de la violencia. El burgués no es cobarde, como él creía, y a la fecha está más dispuesto a la violencia que los obreros. Nadie ignora que si triunfó en Rusia el bolchevismo, fue porque en Rusia no había burgueses (i). El fascismo, que es un movimiento petit bourgeois, se ha revelado como más violento que todo el obrerismo junto. No es, pues, nada de eso lo que impide al europeo embalarse comunísticamente, sino una razón mucho más sencilla y previa. Esta: que el europeo no ve en la organización comunista un aumento de felicidad humana. Y, sin embargo —repito—, me parece sobremanera posible que en los años próximos se entusiasme Europa con el bolchevismo. No por él mismo, sino a pesar de él. Imagínese que el «plan de cinco años» seguido hercúleamente por el Gobierno soviético lograse sus previsiones y la enorme economía rusa quedase no sólo restaurada, sino exuberante. Cualquiera que sea el contenido del bolchevismo, representa un ensayo gigante de empresa humana. En él los hombres han abrazado resueltamente un destino de reforma y viven tensos bajo la alta disciplina que fe (1) Bastaría esto para convencerse de una vez para siempre de que el socialismo de Marx y el bolchevismo son dos fenómenos históricos que apenas si tienen alguna dimensión común. 274 tal les inyecta. Si la materia cósmica, indócil a los entusiasmos del hombre, no hace fracasar gravemente el intento, tan sólo con que le deje vía un poco franca, su espléndido carácter de magnífica empresa irradiará sobre el horizonte continental como una ardiente y nueva constelación. Si Europa, entretanto, persiste en el innoble régimen vegetativo de estos años, flojos los nervios por falta de disciplina, sin proyecto de nueva vida, ¿cómo podría evitar el efecto contaminador de aquella empresa tan procer? Es no conocer al europeo esperar que pueda oír sin encenderse esa llamada a nuevo hacer cuando él no tiene otra bandera de pareja altanería que desplegar enfrente. Con tal de servir a algo que dé un sentido a la vida y huir del propio vacío existencial, no es difícil que el europeo se trague sus objeciones al comunismo, y ya que no por su sustancia, se sienta arrastrado por su gesto moral. Yo veo en la construcción de Europa, como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del «plan de cinco años». Los técnicos de la economía política aseguran que esa victoria tiene muy escasas probabilidades de su parte. Pero fuera demasiado vil que el anticomunismo lo esperase todo de las dificultades materiales encontradas por su adversario. El fracaso de éste equivaldría así a la derrota universal; de todos y de todo, del hombre actual. El comunismo es una «moral» extravagante —algo así como una moral. ¿No parece más decente y fecundo oponer a esa moral eslava una nueva moral de Occidente, la incitación de un nuevo programa de vida? r X V SE D E S E M B O C A E N L A V E R D A D E R A , CUESTIÓN Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. No creáis una palabra cuando oigáis a los jóvenes hablar de la «nueva moral». Niego rotundamente que exista hoy en ningún rincón del continente grupo alguno informado por un nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la «nueva» no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando. Por esta razón fuera una ingenuidad echar en cara al hombre de hoy su falta de moral. La imputación le traería sin cuidado o, más bien le halagaría. El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema, y cualquiera alardea de ejercitarlo. Si dejamos a un lado —como se ha hecho en este ensayo— todos los grupos que significan supervivencias del pasado —los cristianos, los «idealistas», los viejos liberales, etc.—, no se hallará entre todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. Es indiferente que se enmascare de reaccionario o de revolucionario: por activa o por pasiva, al cabo de unas u otras vueltas, su estado de ánimo consistirá, decisivamente, en ignorar toda obligación y sentirse, sin que él mismo sospeche por qué, sujeto de ilimitados derechos. Cualquiera sustancia que caiga sobre un alma así, dará un mismo resultado y se convertirá en pretexto para no supeditarse a nada 276 i 277 concreto. Si se presenta como reaccionario o antiliberal, será para poder afirmar que la salvación de la patria, del Estado, da derecho a allanar todas las otras normas y a machacar al prójimo, so- ! bre todo si el prójimo posee una personalidad valiosa. Pero lo mis- j mo acontece si le da por ser revolucionario: su aparente entusias- ] mo por el obrero manual, el miserable y la justicia social, le sirve de disfraz para poder desentenderse de toda obligación —como la cortesía, la veracidad y, sobre todo, sobre todo, el respeto o estimación de los individuos superiores. Y o sé, de no pocos que han ingresado en uno u otro partido obrerista no más que para conquistar dentro de sí mismos el derecho a despreciar la inteligencia y ahorrarse las zalemas ante ella. En cuanto a las otras dictaduras, bien hemos visto cómo halagan al hombre-masa, pateando cuanto parecía eminencia. Esta esquividad para toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo y escandaloso, de que se haya hecho en nuestros días una plataforma de la «juventud» como tal. Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco. Las gentes, cómicamente, se declaran «jóvenes» porque han oído que el joven tiene más derechos que obligaciones, ya que puede demorar el cumplimiento de éstas hasta las calendas griegas de la madurez. Siempre el joven, como tal, se ha considerado eximido de hacer o haber hecho ya hazañas. Siempre ha vivido de crédito. Esto se halla en la naturaleza de lo humano. Era como un falso derecho, entre irónico y tierno, que los no jóvenes concedían a los mozos. Pero es estupefaciente que ahora lo tomen éstos como un derecho efectivo, precisamente para atribuirse todos los demás que pertenecen sólo a quien haya hecho ya algo. Aunque parezca mentira, ha llegado a hacerse de la juventud un chantage. En realidad, vivimos un tiempo de chantage universal que toma dos formas de mohín complementario: hay el chantage de la violencia y el chantage del humorismo. Con uno o con otro se aspira siempre a lo mismo: que el inferior, que el hombre vulgar pueda sentirse eximido de toda supeditación. Por eso, no cabe ennoblecer la crisis presente mostrándola como el conflicto entre dos morales o civilizaciones, la una caduca y la otra en albor. El hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio y obligación. Pero acaso es un error decir «simplemente». Porque no se trata sólo de que este tipo de criatura se desentienda de la moral. No; no le hagamos tan fácil la faena. De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo falto hasta de gramática se llama amoralidad, es una cosa que nó existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene usted, velis nolis, que supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa que conserva de la otra la forma en hueco. ¿Cómo se ha podido creer en la amoralidad de la vida? Sin duda, porque toda la cultura y la civilización moderna llevan a ese convencimiento. Ahora recoge Europa las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura magnífica, pero sin raíces. En este ensayo se ha querido dibujar un cierto tipo de europeo, analizando sobre todo su comportamiento frente a la civilización misma en que ha nacido. Había de hacerse así porque ese personaje no representa otra civilización que luche con la antigua, sino una mera negación, negación que oculta un efectivo parasitismo. El hombre-masa está aún viviendo precisamente de lo que niega y otros construyeron o acumularon. Por eso no convenía mezclar su psicograma con la gran cuestión: ¿qué insuficiencias radicales padece la cultura europea moderna? Porque es evidente que, en última instancia, de ellas proviene esta forma humana ahora do- minante. Mas esa gran cuestión tiene que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada. I EPÍLOGO P A R A INGLESES E P Í L O G O P A R A I N G L E S E S PRONTO se cumple el año que en un paisaje holandés, a donde el destino me había centrifugado, escribí el Prólogo para franceses antepuesto a la primera edición popular de este libro. En aquella fecha comenzaba para Inglaterra una de las etapas más problemáticas de su historia y había muy pocas personas en Europa que confiasen en sus virtudes latentes. Durante los últimos tiempos han fallado tantas cosas que, por inercia mental, se tiende a dudar de todo, hasta de Inglaterra. Se decía que era un pueblo en decadencia, y todos los insolentes —que son k figura ostentada en el primer acto por los que en el último nos aparecen como meros inconscientes— se atrevían a mojarle la oreja. No obstante —y aun arrostrando ciertos riesgos de que no quiero hablar ahora—, yo señalaba con robusta fe la misión europea del pueblo inglés, la que ha tenido durante dos siglos y que en forma superlativa estaba llamado a ejercer hoy. Lo que imaginaba entonces es que tan rápidamente viniesen los hechos a confirmar mi pronóstico y a incorporar mi esperanza. Mucho menos que se complaciesen con tal precisión en ajustarse al papel determinadísimo que, usando un símil humorístico, atribuía yo a Inglaterra frente al Continente. La maniobra de saneamiento histórico que intenta Inglaterra, por lo pronto, en su interior, es portentosa. En medio de la más atroz tormenta, el navio inglés cambia todas sus velas, vira dos cuadrantes, se ciñe al viento y el guiño de su timón modifica el destino del mundo. Todo ello sin una gesticulación y más allá de todas las frases, incluso de las que acabo de proferir. Es evidente que hay muchas maneras de hacer historia, casi tantas como de deshacerla. 281 Desde hace centurias acontece periódicamente que los continentales se despiertan una mañana, y rascándose la cabeza exclaman: «¡Esta Inglaterra!...» Es una expresión que significa sorpresa, azoramiento y la conciencia de tener delante algo admirable, pero incomprensible. El pueblo inglés es, en efecto, el hecho más extraño que hay en el planeta. No me refiero al inglés individual, sino al cuerpo social, a la colectividad de los ingleses. Lo extraño, lo maravilloso nó pertenece, pues, al orden psicológico, sino al orden sociológico. Y como la sociología es una de las disciplinas sobre que las gentes tienen en todas partes menos ideas claras, no sería posible, sin muchas preparaciones, decir por qué es extraña y por qué es maravillosa Inglaterra. Todavía menos intentar la explicación de cómo ha llegado a ser esa extraña cosa que es. Mientras se crea que un pueblo posee un «carácter» previo y que su historia es una emanación de este carácter, no habrá manera ni siquiera de iniciar la conversación. El «carácter nacional», como todo lo humano, no es un don innato sino una fabricación. El carácter nacional se va haciendo y deshaciendo y rehaciendo en la historia. Pese esta vez a la etimología, la nación no hace, sino que se hace. Es una empresa que sale bien o mal, que se inicia tras un período de ensayos, que se desarrolla, que se corrige, que «pierde el hilo» una o varias veces, y tiene que volver a empezar o al menos reanudar. Lo interesante sería precisar cuáles son los atributos sorprendentes, por lo insólitos, de la vida inglesa en los últimos cien años. Luego vendría el intento de mostrar cómo ha adquirido Inglaterra esas cualidades sociológicas. Insisto en emplear esta palabra, a pesar de lo pedante que es, porque tras ella está lo verdaderamente esencial y fértil. Es preciso extirpar de la historia el psicologismo, que ha sido ya espantado de otros conocimientos. Lo excepcional de Inglaterra no yace en el tipo de individuo humano que ha sabido crear. Es sobremanera discutible que el inglés individual valga más que otras formas de individualidad aparecidas en Oriente y Occidente. Pero aun aquel que estime el modo de ser de los hombres ingleses por encima de todos los demás, reduce el asunto a una cuestión de más o de menos. Y o sostengo, en cambio, que lo excepcional, que la originalidad extrema del pueblo inglés radica en su manera de tomar el lado social o colectivo de la vida humana, en el modo como sabe ser una sociedad. En esto sí que se contrapone a todos los demás pueblos y no es cuestión de más o de menos. Tal vez, en el tiempo próximo, se me ofrezca ocasión para hacer ver todo lo que quiero decir con esto. Respeto tal hacia Inglaterra no nos exime de la irritación ante 282 sus defectos. No hay pueblo que, mirado desde otro, no resulte insoportable. Y por este lado acaso son los ingleses, en grado especial, exasperantes. Y es que las virtudes de un pueblo, como las de un hombre* van montadas y, en cierta manera, consolidadas sobre sus defectos y limitaciones. Cuando llegamos a ese pueblo, lo primero que vemos son sus fronteras, que, en lo moral como en lo físico, son sus límites. La nerviosidad de los últimos meses ha hecho que casi todas las naciones hayan vivido encaramadas en sus fronteras; es decir, dando un espectáculo exagerado de sus más congénitos defectos. Si a esto se añade que uno de los principales temas de disputa ha sido España, se comprenderá hasta qué punto he sufrido de cuanto en Inglaterra, en Francia, en Norteamérica, representa manquedad, torpeza, vicio y falla. Lo que más me ha sorprendido es la decidida voluntad de no enterarse bien de las cosas que hay en la opinión pública de esos países; y lo que más he echado de menos, con respecto a España, ha sido algún gesto de gracia generosa, que es, a mi juicio, lo más estimable que hay en el mundo. En el anglosajón —no en sus Gobiernos, pero sí en los países—se ha dejado correr la intriga, la frivolidad, la cerrazón de mollera, el prejuicio arcaico y la hipocresía nueva, sin ponerles coto. Se han escuchado en serio las mayores estupideces con tal que fuesen indígenas, y, en cambio, ha habido la radical decisión de no querer oír ninguna voz española capaz de aclarar las cosas, o de oírla sólo después de deformarla. Esto me llevó, aun convencido de que forzaba un poco la coyuntura, a aprovechar el primer pretexto para hablar sobre España y —ya que la suspicacia del público inglés no toleraba otra cosa— hablar sin parecer que de ella hablaba, en las páginas tituladas «En cuanto al pacifismo...», agregadas a continuación. Si es benévolo, el lector no olvidará el destinatario. Dirigidas a ingleses, representan un esfuerzo de acomodación a sus usos. Se ha renunciado en ellas a toda «brillantez» y van escritas en estilo bastante pickwickiano, compuesto de cautelas y eufemismos. Téngase presente que Inglaterra no es un pueblo de escritores, sino de comerciantes, de ingenieros y de hombres piadosos. Por eso supo forjarse una lengua y una elocución en que se trata principalmente de no decir lo que se dice, de insinuarlo más bien y como eludirlo. El inglés no ha venido al mundo para decirse, sino, al contrario, para silenciarse. Con faces impasibles, puestos detrás de sus pipas, velan los ingleses alerta sobre sus propios secretos para que no se escape ninguno. Esto es una fuerza magnífica, e importa sobremanera a la especie humana que se conserven intactos ese tesoro y 28.3 esa energía de taciturnidad. Mas al mismo tiempo dificultan enormemente la inteligencia con otros pueblos, sobre todo con los nuestros. El hombre del Sur propende a ser gárrulo. Grecia, que nos educó, nos soltó las lenguas y nos hizo indiscretos a nativitate. El aticismo había triunfado sobre el laconismo, y para el ateniense vivir era hablar, decir, desgañitarse dando al viento en formas claras y eufónicas la más arcana intimidad. Por eso divinizaron el decir, el logos, al que atribuían mágica potencia, y la retórica acabó siendo para la civilización antigua lo que ha sido la física para nosotros en estos últimos siglos. Bajo esta disciplina, los pueblos románicos han forjado lenguas complicadas, pero deliciosas, de una sonoridad, una plasticidad y un garbo incomparables; lenguas hechas a fuerza de charlas sin fin —en agora y plazuela, en estrado, taberna y tertulia. De aquí que nos sintamos azorados cuando acercándonos a estos espléndidos ingleses, les oímos emitir la serie de leves maullidos displicentes en que su idioma consiste. El tema del ensayo que sigue es la incomprensión mutua en que han caído los pueblos de Occidente —es decir, pueblos que conviven desde su infancia. El hecho es estupefaciente. Porque Europa fue siempre como una casa de vecindad, donde las familias no viven nunca separadas, sino que mezclan a toda hora su doméstica existencia. Estos pueblos que ahora se ignoran tan gravemente han jugado juntos cuando eran niños en los corredores de la gran mansión común. ¿Cómo han podido llegar a malentenderse tan radicalmente? La génesis de tan fea situación es larga y compleja. Para enunciar sólo uno de los mil hilos que en aquel hecho se anudan, adviértase que el uso de convertirse unos pueblos en jueces de los otros, de despreciarse y denostarse porque son diferentes, en fin, de permitirse creer las naciones hoy poderosas que el estilo o el «carácter» de un pueblo menor es absurdo porque es bélica o económicamente débil, son fenómenos que, si no yerro, jamás se habían producido hasta los últimos cincuenta años. Al enciclopedista francés del siglo xvín, no obstante su petulancia y su escasa ductilidad intelectual, a pesar de creerse en posesión de la verdad absoluta, no se le ocurría desdeñar a un pueblo «inculto» y depauperado como España. Cuando alguien lo hacía, el escándalo que provocaba era prueba de que el hombre normal de entonces no veía, como un parvenú, en las diferencias de poderío diferencia de rango humano. Al contrario: es el siglo de los viajes llenos de curiosidad amable y gozosa por la divergencia del prójimo. Este fue el sentido del cosmopolitismo que cuaja hacia su último tercio. El cosmopolitismo de Fergusson, Herder, Goethe es 284 lo contrario del actual «internacionalismo». Se nutre, no de la exclusión de las diferencias nacionales, sino, al revés, de entusiasmo hacia ellas. Busca la pluralidad de formas vitales con vistas no a su anulación, sino a su integración. Lema de él fueron estas palabras de Goethe: «Sólo todos los hombres viven lo humano.» El romanticismo que le sucedió no es sino su exaltación. El romántico se enamoraba de los otros pueblos precisamente porque eran otros y en el uso más exótico e incomprensible recelaba misterios de gran sabiduría. Y el caso es que —en principio— tenía razón. Es, por ejemplo, indudable que el inglés de hoy, hermetizado por la conciencia de su poder político, no es muy capaz de ver lo que hay de cultura refinada, sutilísima y de alta alcurnia en esa ocupación —que a él le parece la ejemplar desocupación — de «tomar el sol» a que el castizo español suele dedicarse concienzudamente. Él cree, acaso, que lo únicamente civilizado es ponerse unos bombachos y dar golpes a una bolita con una vara, operación que suele dignificarse llamándola «golf». El asunto es, pues, de enorme arrastre, y las páginas que siguen no hacen sino tomarlo por el lado más urgente. Ese mutuo desconocimiento ha hecho posible que el pueblo inglés, tan parco en errores históricos graves, cometiera el gigantesco de su pacifismo. De todas las causas que han generado los presentes tártagos del mundo, la que, tal vez, puede concretarse más es el desarme de Inglaterra. Su genio político le ha permitido en estos meses corregir con un esfuerzo increíble de self-control lo más extremo del mal. Acaso ha contribuido a que adopte esta resolución la conciencia de la responsabilidad contraída. Sobre todo esto se razona tranquilamente en las páginas inmediatas, sin excesiva presuntuosidad, pero con el entrañable deseo de colaborar en la reconstitución de Europa. Debo advertir al lector que todas las notas han sido agregadas ahora y sus alusiones cronológicas han de ser referidas al mes corriente. París y abril 1938. E N C U A N T O A L P A C I F I S M O . DESDE hace veinte años, Inglaterra (i) —su Gobierno y su opinión pública— se ha embarcado en el pacifismo. Cometemos el error de designar con este único nombre actitudes muy diferentes, tan diferentes que en la práctica resultan con frecuencia antagónicas. Hay, en efecto, muchas formas de pacifismo. Lo único que entre ellas existe de común es una cosa muy vaga: la creencia en que la guerra es un mal y la aspiración a eliminarla como medio de trato entre los hombres. Pero los pacifistas comienzan a discrepar en cuanto dan el paso inmediato y se preguntan hasta qué punto es en absoluto posible la desaparición de las guerras. En fin: la divergencia se hace superlativa cuando se ponen a pensar en los medios que exige una instauración de la paz sobre este pugnacísimo globo terráqueo. Acaso fuera mucho más útil de lo que se sospecha un estudio completo sobre las diversas formas del pacifismo. De él emergería no poca claridad. Pero es evidente que no me corresponde ahora ni aquí hacer ese estudio en el cual quedaría definido con cierta precisión el peculiar pacifismo en que Inglaterra —su Gobierno y su opinión pública— se embarcó hace veinte años. Mas, por otra parte, la realidad actual nos facilita desgraciadamente el asunto. Es un hecho demasiado notorio que ese pacifismo inglés ha fracasado. Lo cual significa que ese pacifismo fue un error. El fracaso ha sido tan grande, tan rotundo, que alguien tendría derecho a revisar radicalmente la cuestión y a preguntarse si no es un error todo pacifismo. Pero yo prefiero ahora adaptarme cuanto pueda al punto de vista inglés, y voy a suponer que su aspiración a la paz del mundo era una excelente aspiración. Mas ello subraya tanto (1) Estas páginas se publicaron en el número de junio de 1937 en la revista The Nineteenth Century. 286 más cuanto ha habido de error en el resto, a saber, en la apreciación de las posibilidades de paz que el mundo actual ofrecía y en la determinación de la conducta que ha de seguir quien pretenda ser, de verdad, pacifista. Al decir esto no sugiero nada que pueda llevar al desánimo. Todo lo contrario. ¿Por qué desanimarse? Tal vez las dos únicas cosas-a que el hombre no tiene derecho son la petulancia y su opuesto, el desánimo. No hay nunca razón suficiente ni para lo uno ni para lo otro. Baste advertir el extraño misterio de la condición humana consistente en que una situación tan negativa y de derrota como es haber cometido un error, se convierte mágicamente en una nueva victoria para el hombre, sin más que haberlo reconocido. El reconocimiento de un error es por sí mismo una nueva verdad y como una luz que dentro de éste se enciende. Contra lo que creen los plañideros, todo error es una finca que acrece nuestro haber. En vez de llorar sobre él conviene apresurarse a explotarlo. Para ello es preciso que nos resolvamos a estudiarlo a fondo, a descubrir sin piedad sus raíces y a construir enérgicamente la nueva concepción de las cosas que esto nos proporciona. Y o supongo que los ingleses se disponen ya, serenamente, pero decididamente, a rectificar el enorme error que durante veinte años ha sido su peculiar pacifismo y a sustituirlo por otro pacifismo más perspicaz y más eficiente. Como casi siempre acontece, el defecto mayor del pacifismo inglés —y en general de los que se presentan como titulares del pacifismo— ha sido subestimar al enemigo. Esta subestima les inspiró un diagnóstico falso. El pacifista ve en la guerra un daño, un crimen o un vicio. Pero olvida que, antes que eso y por encima de eso, la guerra es un enorme esfuerzo que hacen los hombres para resolver ciertos conflictos. La guerra no es un instinto, sino un invento. Los animales la desconocen y es pura institución humana, como la ciencia o la administración. Ella llevó a uno de los mayores descubrimientos, base de toda civilización: al descubrimiento de la disciplina. Todas las demás formas de disciplina proceden de la primigenia, que fue la disciplina militar. El pacifismo está perdido y se convierte en nula beatería si no tiene presente que la guerra es una genial y formidable técnica de vida y para la vida. Como toda forma histórica, tiene la guerra dos aspectos: el de la hora de su invención y el de la hora de su superación. En la hora de su invención significó un progreso incalculable. Hoy, cuando se aspira a superarla, vemos de ella sólo la sucia espalda, su horror, 287 su tosquedad, su insuficiencia. Del mismo modo, solemos, sin más reflexión, maldecir de la esclavitud, no advirtiendo el maravilloso adelanto que representó cuando fue inventada. Porque antes lo que se hacía era matar a todos los vencidos. Fue un genio bienhechor de la humanidad el primero que ideó, en vez de matar a los prisioneros, conservarles la vida y aprovechar su labor. Augusto Comte, que tenía un gran sentido «humano, es decir, histórico, vio ya de este modo la institución de la esclavitud —liberándose de las tonterías que sobre ella dice Rousseau— y a nosotros nos corresponde generalizar su advertencia, aprendiendo a mirar todas las cosas humanas bajo esa doble perspectiva, a saber: el aspecto que tienen al llegar y el aspecto que tienen al irse. Los romanos, muy finamente, encargaron a dos divinidades de consagrar esos dos instantes —Adeona y Abeona, el dios del llegar y el dios del irse. Por desconocer todo esto, que es elemental, el pacifismo se ha hecho su tarea demasiado fácil. Pensó que para eliminar la guerra bastaba con no hacerla o, a lo sumo, con trabajar en que no se hiciese. Como veía en ella sólo una excrecencia superflua y morbosa aparecida en el trato humano, creyó que bastaba con extirparla y que no era necesario sustituirla. Pero el enorme esfuerzo que es la guerra, sólo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que, en parte, requieren la venturosa intervención del genio. Lo otro es un puro error. Lo otro es interpretar la paz como el simple hueco que la guerra dejaría si desapareciese; por tanto, ignorar que si la guerra es una cosa que se hace, también la paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar, poniendo a la faena todas las potencias humanas. La paz no «está ahí», sencillamente, presta sin más para que el hombre la goce. La paz no es fruto espontáneo de ningún árbol. Nada importante es regalado al hombre; antes bien, tiene él que hacérselo, que construirlo. Por eso, el título más claro de nuestra especie es ser homo faber. Si se atiende a todo esto, ¿no parecerá sorprendente la creencia en que ha estado Inglaterra de que lo más que podía hacer en pro de la paz era desarmar, un hacer que se asemeja tanto a un puro omitir? Esa creencia resulta incomprensible si no se advierte el error de diagnóstico que le sirve de base, a saber: la idea de que la guerra procede simplemente de las pasiones de los hombres, y que si se reprime el apasionamiento, el belicismo quedará asfixiado. Para ver con claridad la cuestión hagamos lo que hacía Lord Kelvin para resolver sus problemas de física: construyámonos un modelo ima- 288 ginario. Imaginemos, en efecto, que en un cierto momento todos los hombres renunciasen a la guerra, como Inglaterra, por su parte, ha intentado hacer. ¿Se cree que bastaba eso —más aún, que con ello se había dado el más breve paso enciente en el sentido de la paz? ¡Grande error! La guerra, repitamos, era un medio que habían inventado los hombres para solventar ciertos conflictos. La renuncia a la guerra no suprime estos conflictos. Al contrario, los deja más intactos y menos resueltos que nunca. La ausencia de pasiones, la voluntad pacífica de todos los hombres resultarían completamente ineficaces, porque los conflictos reclamarían solución y, mientras no se inventase otro medio, la guerra reaparecería inexorablemente en ese imaginario planeta habitado sólo por pacifistas. No es, pues, la voluntad de paz lo que importa últimamente en el pacifismo. Es preciso que este vocablo deje de significar una buena intención y represente un sistema de nuevos medios de trato entre los hombres. No se espere en este orden nada fértil mientras el pacifismo^ de ser un gratuito y cómodo deseo, no pase a ser un difícil conjunto de nuevas técnicas. El enorme daño que aquel pacifismo ha traído a la causa de la paz consistió en no dejarnos ver la carencia de las técnicas más elementales, cuyo ejercicio concreto y preciso constituye eso que, con un vago nombre, llamamos paz. La paz, por ejemplo, es el derecho como forma de trato entre los pueblos. Pues bien: el pacifismo usual daba por supuesto que ese derecho existía, que estaba ahí a disposición de los hombres y que sólo las pasiones de éstos y sus instintos de violencia inducían a ignorarlo. Ahora bien: eso es gravemente opuesto a la verdad. Para que el derecho o una rama de él exista es preciso: que algunos hombres, especialmente inspirados, descubran ciertas ideas o principios de derecho. 2.0 , la propaganda y expansión de esas ideas de derecho sobre la colectividad en cuestión (en nuestro caso, por lo menos, la colectividad que forman los pueblos europeos y americanos, incluyendo los dominios ingleses de Oceanía). 3 . 0 , que esa expansión llegue de tal modo a ser predominante, que aquellas ideas de derecho se consoliden en forma de «opinión pública». Entonces, y sólo entonces, podemos hablar, en la plenitud del término, de derecho, es decir, de norma vigente. No importa que no haya legislador, no importa que no haya jueces. Si aquellas ideas señorean de verdad las almas, actuarán inevitablemente como instancias para la conducta a las que se puede recurrir. Y ésta es la verdadera sustancia del derecho. 289 TOMO I V . — 1 9 Pues bien: un derecho referente a las materias que originan inevitablemente las guerras no existe. Y no sólo no existe en el sentido de que no haya logrado todavía «vigencia», esto es, que no se haya consolidado como norma firme en la «opinión pública», sino que no existe ni siquiera como idea, como puro teorema incubado en la mente de algún pensador. Y no habiendo nada de esto, no habiendo ni en teoría un derecho de los pueblos, ¿se pretende que desaparezcan las guerras entre ellos? Permítaseme que califique de frivola, de inmoral semejante pretensión. Porque es inmoral pretender que una cosa deseada se realice mágicamente, simplemente porque la deseamos. Sólo es moral el deseo al que acompaña la severa voluntad de aprontar los medios de su ejecución. No sabemos cuáles son los «derechos subjetivos» de las naciones y no tenemos ni barruntos de cómo sería el «derecho objetivo» que pueda regular sus movimientos. La proliferación de tribunales internacionales, de órganos de arbitraje entre Estados, que los últimos cincuenta años han presenciado, contribuye a ocultarnos la indigencia de verdadero derecho internacional que padecemos. No desestimo, ni mucho menos, la importancia de esas magistraturas. Siempre es importante para el progreso de una función moral que aparezca materializada en un órgano especial, claramente visible. Pero la importancia de esos tribunales internacionales se ha reducido a eso hasta la fecha. El derecho que administran es, en lo esencial, el mismo que ya existía antes de su establecimiento. En efecto; si se pasa revista a las materias juzgadas por esos tribunales, se advierte que son las mismas resueltas desde antiguo por la diplomacia. No han significado progreso alguno importante en lo que es esencial: en la creación de un derecho para la peculiar realidad que son las naciones. Ni era lícito esperar mayor fertilidad en este orden, de una etapa que se inició con el Tratado de Versalles y con la institución de la Sociedad de Naciones, para referirnos sólo a los dos más grandes y más recientes cadáveres. Me repugna atraer la atención del lector sobre cosas fallidas, maltrechas o en ruinas. Pero es indispensable para contribuir un poco a despertar el interés hacia nuevas grandes empresas, hacia nuevas tareas constructivas y salutíferas. Es preciso que no vuelva a cometerse un error como fue la creación de la Sociedad de Naciones; se entiende, lo que concretamente fue y significó esta institución en la hora de su nacimiento. No fue un error cualquiera, como los habituales en la difícil faena que es la política. Fue un error que reclama el atributo de profundo. Fue un profundo 290 error histórico. El «espíritu» que impulso hacia aquella creación, el sistema de ideas filosóficas, históricas, sociológicas y jurídicas de que emanaron su proyecto y su figura estaba ya históricamente muerto en aquella fecha, pertenecía al pasado, y lejos de anticipar el futuro era ya arcaico. Y no se diga que es cosa fácil proclamar esto ahora. Hubo hombres en Europa que ya entonces denunciaron su inevitable fracaso. Una vez más aconteció lo que es casi normal en la historia, a saber: que fue predicha. Pero una vez más también los políticos no hicieron caso de esos hombres. Eludo precisar a qué gremio pertenecían los profetas. Baste decir que en la fauna humana representan la especie más opuesta al político. Siempre será éste quien deba gobernar, y no el profeta; pero importa mucho a los destinos humanos que el político oiga siempre lo que el profeta grita o insinúa. Todas las grandes épocas de la historia han nacido de la sutil colaboración entre esos dos tipos de hombre. Y tal vez una de las causas profundas del actual desconcierto sea que desde hace dos generaciones los políticos se han declarado independientes y han cancelado esa colaboración. Merced a ello se ha producido el vergonzoso fenómeno de que, a estas alturas de la historia y de la civilización, navegue el mundo más a la deriva que nunca, entregado a una ciega mecánica. Cada vez es menos posible una sana política sin larga anticipación histórica, sin profecía. Acaso las catástrofes presentes abran de nuevo los ojos a los políticos para el hecho evidente de que hay hombres, los cuales, por los temas en que habitualmente se ocupan, o por poseer almas sensibles como finos registradores sísmicos, reciben antes que los demás la visita del porvenir (i). La Sociedad de Naciones fue un gigantesco aparato jurídico creado para un derecho inexistente. Su vacío de justicia se llenó fraudulentamente con la sempiterna diplomacia, que al disfrazarse de derecho contribuyó a la universal desmoralización. Formúlese el lector cualquiera de los grandes conflictos que hay (1) Cierta dosis de anacronismo es connatural a la política. Es ésta un fenómeno colectivo, y todo lo colectivo o social es arcaico relativamente a la vida personal de las minorías inventoras. E n la medida en que las masas se distancian de éstas aumenta el arcaísmo de la sociedad, y de ser una magnitud normal, constitutiva, pasa a ser un carácter patológico. Si se repasa la lista de las personas que intervinieron en la creación de la Sociedad de Naciones, resulta muy difícil encontrar alguna que mereciese entonces, y mucho menos merezca ahora, estimación intelectual. No me refiero, claro está, a los expertos y técnicos, obligados a desenvolver y ejecutar las insensateces de aquellos políticos. 291 hoy planteados entre las naciones, y dígase a sí mismo si encuentra en su mente una posible norma jurídica que permita, siquiera teóricamente, resolverlo. ¿Cuáles son, por ejemplo, los derechos de un pueblo que ayer tenía veinte millones de hombres y hoy tiene cuarenta u ochenta? ¿Quién tiene derecho al espacio deshabitado del mundo? Estos ejemplos, los más toscos y elementales que pueden aportarse, ponen bien a la vista el carácter ilusorio de todo pacifismo que no empiece por ser una nueva técnica jurídica. Sin duda, el derecho que aquí se postula es una invención muy difícil. Si fuese fácil existiría hace mucho tiempo. Es difícil, exactamente tan difícil como la paz, con la cual coincide. Pero una época que ha asistido al invento de las geometrías no-euclidianas, de una física de cuatro dimensiones y de una mecánica de lo discontinuo, puede, sin espanto, mirar ante sí aquella empresa y resolverse a acometerla. En cierto modo, el problema del nuevo derecho internacional pertenece al mismo estilo que esos recientes progresos doctrinales. También aquí se trataría de liberar una actividad humana —el derecho— de cierta radical limitación que ha padecido siempre. El derecho, en efecto, es estático y no en balde su órgano principal se llama Estado. El hombre no ha logrado todavía elaborar una forma de justicia que no esté circunscrita en la cláusula rebus sic stantibus. Pero es el caso que las cosas humanas no son res stantes, sino todo lo contrario: cosas históricas, es decir, puro movimiento, mutación perpetua. El derecho tradicional es sólo reglamento para una realidad paralítica. Y como la realidad histórica cambia periódicamente de modo radical, choca, sin remedio, con la estabilidad del derecho, que se convierte en una camisa de fuerza. Mas una camisa de fuerza puesta a un hombre sano tiene la virtud de volverle loco furioso. De aquí —decía yo, recientemente—, ese extraño aspecto patológico que tiene la historia y que la hace aparecer como una lucha sempiterna entre los paralíticos y los epilépticos. Dentro del pueblo se producen las revoluciones, y entre los pueblos estallan las guerras. El bien que pretende ser el derecho se convierte en un mal, como nos enseña ya la Biblia: «¿Por qué habéis tornado el derecho en hiél y el fruto de la justicia en ajenjo?» (Amos, 6, 12). En el derecho internacional, esta incongruencia entre la estabilidad de la justicia y la movilidad de la realidad, que el pacifista quiere someter a aquélla, llega a su máxima potencia. Considerada en lo que al derecho importa, la historia es, ante todo, el cambio en el reparto del poder sobre la tierra. Y mientras no existan principios de justicia que, siquiera en teoría, regulen satisfactoriamente 292 esos cambios del poderío, todo pacifismo es pena de amor perdida. Porque si la realidad histórica es eso ante todo, parecerá evidente que la iniuria máxima sea el status quo. No extrañe, pues, el fracaso de la Sociedad de Naciones, gigantesco aparato construido para administrar el status quo. El hombre necesita un derecho dinámico, un derecho plástico y en movimiento, capaz de acompañar a la historia en sus metamorfosis. La demanda no es exorbitante, ni utópica, ni siquiera nueva. Desde hace más de setenta años, el derecho, tanto civil como político, evoluciona en ese sentido. Por ejemplo: casi todas las constituciones contemporáneas procuran ser «abiertas». Aunque el expediente es un poco ingenuo, conviene recordarlo, porque en él se declara la aspiración a un derecho semoviente. Pero, a mi juicio lo más fértil sería analizar a fondo e intentar definir con precisión—es decir, extraer la teoría que en él yace muda— el fenómeno jurídico más avanzado que se ha producido hasta la fecha en el planeta: la British Commonivealtb of Nattons. Se me dirá que esto es imposible porque precisamente ese extraño fenómeno jurídico ha sido forjado mediante estos dos principios; uno, el formulado por Balfour en 1926 con sus famosas palabras: En las cuestiones del Imperio es preciso evitar el refining, discussing, of defining. Otro, el principio «del margen y de la elasticidad», enunciado por Sir Austin Chamberlain en su histórico discurso del 12 de septiembre de 1925: «Mírense las relaciones entre las diferentes secciones del Imperio Británico; la unidad del Imperio Británico no está hecha sobre una constitución lógica. No está siquiera basada en una Constitución. Porque queremos conservar a toda costa un margen y una elasticidad.» Sería un error no ver en estas dos fórmulas más que emanaciones del oportunismo político. Lejos de ello, expresan muy adecuadamente la formidable realidad que es la British Commomvealth of Nations y la designan precisamente bajo su aspecto jurídico. Lo que no hacen es definirla, porque un político no ha venido al mundo para eso, y si el político es inglés siente que definir algo es casi cometer una traición. Pero es evidente que hay otros hombres cuya misión es hacer lo que al político, y especialmente al inglés, está prohibido: definir las cosas, aunque éstas se presenten con la pretensión de ser esencialmente vagas. En principio, no es más ni menos difícil definir el triángulo que la niebla. Importaría mucho reducir a conceptos claros esa situación efectiva de derecho que consiste en puros «márgenes» y puras «elasticidades». Porque la elasticidad es la condición que permite a un derecho ser plástico y, si se le atribuye 293 un margen, es que se prevé su movimiento. Si en vez de entender esos dos caracteres como meras elusiones y como insuficiencias de un derecho, las tomamos como cualidades positivas, es posible que se abran ante nosotros las más fértiles perspectivas. Probablemente, la constitución del Imperio Británico se parece mucho al «molusco de referencia» de que habló Einstein, una idea que al principio se juzgó ininteligible y que es hoy base de la nueva mecánica. La capacidad para descubrir la nueva técnica de justicia que aquí se postula está preformada en toda la tradición jurídica de Inglaterra más intensamente que en la de ningún otro país. Y ello no ciertamente por casualidad. La manera inglesa de ver el derecho no es sino un caso particular del estilo general que caracteriza al pensamiento británico, en el cual adquiere su expresión más extrema y depurada lo que acaso es el destino intelectual de Occidente, a saber: interpretar todo lo inerte y material como puro dinamismo, sustituir lo que no parece ser sino «cosa» yacente, quieta y fija por fuerzas, movimientos y funciones. Inglaterra ha sido, en todos los órdenes de la vida, newtoniana. Pero no creo necesario detenerme en este punto. Supongo que cien veces se habrá hecho constar y habrá sido demostrado con suficiente detalle. Permítaseme sólo que, como empedernido lector, manifieste mi desiderátum de leer un libro cuyo tema sea éste: el newtonismo inglés fuera de la física, por tanto, en todos los demás órdenes de la vida. Si resumo ahora mi razonamiento, parecerá, creo yo, constituido por una línea sencilla y clara. Está bien que el hombre pacífico se ocupe directamente en evitar esta o aquella guerra; pero el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra forma de convivencia humana que es la paz. Esto significa la invención y ejercicio de toda una serie de nuevas técnicas. La primera de ellas es una nueva técnica jurídica que comience por descubrir principios de equidad referentes a los cambios del reparto del poder sobre la tierra. Pero la idea de un nuevo derecho no es todavía un derecho. No olvidemos que el derecho se compone de muchas más cosas que una idea: por ejemplo, forman parte de él los bíceps de los gendarmes o sus sucedáneos. A la técnica del puro pensamiento jurídico tienen que acompañar muchas otras técnicas aún más complicadas. Desgraciadamente, el nombre mismo de derecho internacional estorba a una clara visión de lo que sería en su plena realidad un derecho de las naciones. Porque el derecho nos parecería ser un fenómeno que acontece dentro de las sociedades y el llamado «inter- 294 nacional» nos invita, por el contrario, a imaginar un derecho que acontece entre ellas; es decir, en un vacío social. En ese vacío social, las naciones se reunirían, y mediante un pacto crearían una sociedad nueva, que sería, por mágica virtud de los vocablos, la Sociedad de Naciones. Pero esto tiene todo el aire de un calembour (i). Una sociedad constituida mediante un pacto sólo es sociedad en el sentido que este vocablo tiene para el derecho civil; esto es, una asociación. Mas una asociación no puede existir como realidad jurídica si no surge sobre un área donde previamente tiene vigencia un cierto derecho civil. Otra cosa son puras fantasmagorías. Ese área donde la sociedad pactada surge es otra sociedad preexistente, que no es obra de ningún pacto, sino que es el resultado de una convivencia inveterada. Esta auténtica sociedad, y no asociación, sólo se parece a la otra en el nombre. De aquí el calembour. Sin que yo pretenda resolver ahora con gesto dogmático, de paso y al vuelo, las cuestiones más intrincadas de la filosofía del derecho y de la sociología, me atrevo a insinuar que caminará seguro quien exija, cuando alguien le hable de un hecho jurídico, que le indique la sociedad portadora de ese derecho y previa a él. En el vacío social no hay ni nace derecho. Éste requiere como substrato una unidad de convivencia humana, lo mismo que el uso y la costumbre, de quienes el derecho es el hermano menor, pero más enérgico. Hasta el punto es así, que no existe síntoma más seguro para descubrir la existencia de una auténtica sociedad que la existencia de un hecho jurídico. Enturbia la evidencia de esto la confusión habitual que padecemos ai creer que toda auténtica sociedad tiene por fuerza que poseer un Estado auténtico. Pero es bien claro que el aparato estatal no se produce dentro de una sociedad, sino en un estadio muy avanzado de su evolución. Tal vez el Estado proporciona al derecho ciertas perfecciones, pero es innecesario enunciar ante lectores ingleses que el derecho existe sin el Estado y su actividad estatutaria. Cuando hablamos de las Naciones tendemos a representárnoslas como sociedades separadas y cerradas hacia dentro de sí mismas. Pero esto es una abstracción que deja fuera lo más importante de la realidad. Sin duda, la convivencia o trato de los ingleses entre sí es mucho más intensa que, por ejemplo, la convivencia entre los (1) Los ingleses, con buen acuerdo, han preferido llamarla «liga». Esto evita el equívoco, pero, a la vez, sitúa la agrupación de Estados fuera del derecho, consignándola francamente a la política. 295 hombres de Inglaterra y los hombres de Alemania o de Francia. Mas es evidente que existe una convivencia general de los europeos entre sí, y, por tanto, que Europa es una sociedad, vieja de muchos siglos y que tiene una historia propia como pueda tenerla cada nación particular. Esta sociedad general europea posee un grado o índice de socialización menos elevado que el que han logrado desde el siglo xvi las sociedades particulares llamadas naciones europeas. Dígase, pues, que Europa es una sociedad más tenue que Inglaterra o que Francia, pero no se desconozca su efectivo carácter de sociedad. La cosa importa superlativamente, porque las únicas posibilidades de paz que existen dependen de que exista o no efectivamente una sociedad europea. Si Europa es sólo una pluralidad de naciones, pueden los pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas (i). Entre sociedades independientes no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar así no es más que un Estado de guerra mínima o latente. Como los fenómenos corporales son el idioma y el jeroglífico, merced al cual pensamos las realidades morales, no es para dicho el daño que engendra una errónea imagen visual convertida en hábito de nuestra mente. Por esta razón censuro esa figura de Europa en que ésta aparece constituida por una muchedumbre de esferas —las naciones— que sólo mantienen algunos contactos externos. Esta metáfora de jugador de billar debiera desesperar al buen pacifista, porque, como el billar, no nos promete más eventualidad que el choque. Corrijámosla, pues. En vez de figurarnos las naciones europeas como una serie de sociedades exentas, imaginemos una sociedad única —Europa—, dentro de la cual se han producido grumos o núcleos de condensación más intensa. Esta figura corresponde mucho más aproximadamente que la otra a lo que, en efecto, ha sido la convivencia occidental. No se trata con ello de dibujar un ideal, sino de dar expresión gráfica a lo que realmente fue desde su iniciación, tras la muerte del poderío romano, esa convivencia (2). La convivencia, sin más, no significa sociedad, vivir en sociedad o formar parte de una sociedad. Convivencia implica sólo relaciones entre individuos. Pero no puede haber convivencia duradera (1) Sobre la unidad y la pluralidad de Europa, contempladas desde otra perspectiva, véase el Prólogo para franceses de esta obra. (2) La sociedad europea no es, pues, una sociedad cuyos miembros sean las naciones. Como en toda auténtica sociedad, sus miembros son hombres, individuos humanos, a saber, los europeos, que además de ser europeos son ingleses, alemanes, españoles. 296 y estable sin que se produzca automáticamente el fenómeno social por excelencia, que son los usos —usos intelectuales u «opinión pública», usos de técnica vital o «costumbres», usos que dirigen la conducta o «morab>, usos que la imperan o «derechos». El carácter general del uso consiste en ser una norma del comportamiento —intelectual, sentimental o físico— que se impone a los individuos, quieran éstos o no. El individuo podiá, a su cuenta y riesgo, resistir al uso; pero precisamente este esfuerzo de resistencia demuestra mejor que nada la realidad coactiva del uso, lo que llamaremos su «vigencia». Pues bien: una sociedad es un conjunto de individuos que mutuamente se saben sometidos a la vigencia de ciertas opiniones y valoraciones. Según esto, no hay sociedad sin la vigencia efectiva de cierta concepción del mundo, la cual actúa como una última instancia a que se puede recurrir en caso de conflicto. Europa ha sido siempre un ámbito social unitario, sin fronteras absolutas ni discontinuidades, porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de «vigencias colectivas» —convicciones comunes y tabla de valores— dotadas de esa fuerza coactiva tan extraña en que consiste «lo social». No sería nada exagerado decir, que la sociedad europea existe antes que las naciones europeas, y que éstas han nacido y se han desarrollado en el regazo maternal de aquélla. Los ingleses pueden ver esto con alguna claridad en el libro de Dawson: The Making of Europe. Introduction to the history of Europeañ Society. Sin embargo, el libro de Dawson es insuficiente. Está escrito por una mente alerta y ágil, pero que no se ha liberado por completo del arsenal de conceptos tradicionales en la historiografía, conceptos más o menos melodramáticos y míticos que ocultan, en vez de iluminarlas, las realidades históricas. Pocas cosas contribuirían a apaciguar el horizonte cómo una historia de la sociedad europea, entendida como acabo de apuntar; una historia realista, sin «idealizaciones». Pero este asunto no ha sido nunca visto, porque las formas tradicionales de la óptica histórica tapaban esa realidad unitaria que he llamado, sensu stricto, «sociedad europea», y la suplantaban por el plural —las naciones—, como, por ejemplo, aparece en el titulo de Ranke: Historia de los pueblos germánicos y románicos. La verdad es que esos pueblos en plural flotan como ludiones dentro del único espacio social que es Europa: «en él se mueven, viven y son». La historia que yo postulo nos contaría las vicisitudes de ese espacio humano y nos haría ver cómo su índice de socialización ha variado; cómo, en ocasiones, descendió gravemente, haciendo temer la escisión radical de Europa, y, sobre todo, cómo 297 la dosis de paz en cada época ha estado en razón directa de ese índice. Esto último es lo que más nos importa para las congojas actuales. La realidad histórica o, más vulgarmente dicho, lo que pasa en el mundo humano, no es un montón de hechos sueltos, sino que posee una estricta anatomía y una clara estructura. Es más: acaso es lo único en el Universo que tiene por sí mismo estructura, organización. Todo lo demás —por ejemplo, los fenómenos físicos— carece de ella. Son hechos sueltos a los que el físico tiene que inventar una estructura imaginaria. Pero esa anatomía de la realidad histórica necesita ser estudiada. Los editoriales de los periódicos y los discursos de ministros y demagogos no nos dan noticia de ella. Cuando se la estudia bien, resulta posible diagnosticar con cierta precisión el lugar o estrato del cuerpo histórico donde la enfermedad radica. Había en el mundo una amplísima y potente sociedad —la sociedad europea. A fuer de sociedad, estaba constituida por un orden básico debido a la eficiencia de ciertas instancias últimas— el credo intelectual y moral de Europa. Este orden que, por debajo de todos sus superficiales desórdenes, actuaba en los senos profundos de Occidente, ha irradiado durante generaciones sobre el resto del planeta, y puso en él, mucho o poco, todo el orden de que ese resto era capaz. Pues bien: nada debiera hoy importar tanto al pacifista como averiguar qué es lo que pasa en esos senos profundos del cuerpo occidental, cuál es su índice actual de socialización, por qué se ha volatilizado el sistema tradicional de «vigencias colectivas», y si, a despecho de las apariencias, conserva alguna de éstas latente vivacidad. Porque el derecho es operación espontánea de la sociedad, pero la sociedad es convivencia bajo instancias. Pudiera acaecer que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea. En este caso la enfermedad sería la más grave que ha sufrido el Occidente desde Diocleciano o los Severos. Esto no quiere decir que sea incurable; quiere decir sólo que fuera preciso llamar a muy buenos médicos y no a cualquier transeúnte. Quiere decir, sobre todo, que no puede esperarse remedio alguno de la Sociedad de Naciones, según lo que fue y sigue siendo, instituto anti-histórico que un maldiciente podría suponer inventado en un club cuyos miembros principales fuesen Mr. Pickwick, M. Homais y congéneres. El anterior diagnóstico, aparte de que sea acertado o erróneo, parecerá abstruso. Y lo es, en efecto. Y o lo lamento, pero no está en mi mano evitarlo. También los diagnósticos más rigorosos de la 298 medicina actual son abstrusos. ¿Qué profano, al leer un fino análisis de sangre, ve allí definida una terrible enfermedad? Me he esforzado siempre en combatir el esoterismo, que es por sí uno de los males de nuestro tiempo. Pero no nos hagamos ilusiones. Desde hace un siglo, por causas hondas y, en parte, respetables, las ciencias derivan irresistiblemente en dirección esotérica. Es una de las muchas cosas cuya grave importancia no han sabido ver los políticos, hombres aquejados del vicio opuesto, que es un excesivo exoterismo. Por el momento, no hay sino aceptar la situación y conocer que el conocimiento se ha distanciado radicalmente de las conversaciones de beer-table. Europa está hoy desociali%ada o, lo que es igual, faltan principios de convivencia que sean vigentes y a que quepa recurrir. Una parte de Europa se esfuerza en hacer triunfar unos principios que considera «nuevos»; la otra se esfuerza en defender los tradicionales. Ahora bien, ésta es la mejor prueba de que ni unos ni otros son vigentes y han perdido o no han logrado la virtud de instancias. Cuando una opinión o norma ha llegado a ser de verdad «vigencia colectiva», no recibe su vigor del esfuerzo que en imponerla o sostenerla emplean grupos determinados dentro de la sociedad. Al contrario: todo grupo determinado busca su máxima fortaleza reclamándose de esas vigencias. En el momento en que es preciso luchar en pro de un principio, quiere decirse que éste no es aún o ha dejado de ser vigente. Viceversa, cuando es con plenitud vigente, lo único que hay que hacer es usar de él, referirse a él, ampararse en él, como se hace con la ley de gravedad. Las vigencias operan su mágico influjo sin polémica ni agitación, quietas y yacentes en el fondo de las almas, a veces sin que éstas se den cuenta de que están dominadas por ellas y a veces creyendo inclusive que combaten en contra de ellas. El fenómeno es sorprendente, pero es incuestionable y constituye el hecho fundamental de la sociedad. Las vigencias son el auténtico poder social, anónimo, impersonal, independiente de todo grupo o individuo determinado. Mas, inversamente, cuando una idea ha perdido ese carácter de instancia colectiva, produce una impresión entre cómica y azorante ver que alguien considera suficiente aludir a ella para sentirse justificado o fortalecido. Ahora bien, esto acontece todavía hoy, con excesiva frecuencia en Inglaterra y Norteamérica (i). Al advertirlo, (1) Por ejemplo: las apelaciones a un supuesto «mundo civilizado» o a una «conciencia moral del mundo», que tan frecuentemente hacen su cómica aparición en las cartas al director de The Times. 299 nos. quedamos perplejos. Esa conducta, ¿significa un error o una ficción deliberada? ¿Es inocencia o es táctica? No sabemos a qué atenernos, porque en el hombre anglosajón la función de expresarse, de «decir», acaso represente un papel distinto que en los demás pueblos europeos. Pero, sea uno u otro el sentido de ese comportamiento, temo que sea funesto para el pacifismo. Es más, habría que ver si no ha sido uno de los factores que han contribuido al desprestigio de las vigencias europeas el peculiar uso que de ellas ha solido hacer Inglaterra. La cuestión deberá algún día ser estudiada a fondo, pero no ahora ni por mí (i). Ello es que el pacifista necesita hacerse cargo de que se encuentra en un mundo donde falta o está muy debilitado el requisito principal para la organización de la paz. En el trato de unos pueblos con otros no cabe recurrir a instancias superiores, porque no las hay. La atmósfera de sociabilidad en que flotaban y que, interpuesta como un éter benéfico entre ellos, les permitía comunicar suavemente, se ha aniquilado. Quedan, pues, separados y frente a frente. Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea/ que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que, desde hace años, Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más radical que en todo su pasado. Y el origen que he atribuido a esta situación me parece confirmado por el hecho de que no solamente existe una guerra virtual entre los pueblos, sino que dentro de cada uno hay, declarada o preparándose, una grave discordia. Es frivolo interpretar los regímenes autoritarios del día como engendrados por el capricho o la intriga. Bien claro está que son manifestaciones ineludibles del estado de guerra civil en que casi todos los países se hallan hoy. Ahora se ve cómo la cohesión interna de cada nación se nutría en buena parte de las vigencias colectivas europeas. Esta debilitación subitánea de la comunidad entre los pueblos de Occidente equivale a un enorme distanciamiento moral. El trato entre ellos es dificilísimo. Los principios comunes constituían una especie de lenguaje que les permitía entenderse. No era, pues, tan (1) Desde hace ciento cincuenta años, Inglaterra fertiliza su política internacional movilizando siempre que le conviene — y sólo cuando le conviene— el principio melodramático de «women and children», «mujeres y niños»: he ahí un ejemplo. 300 necesario que cada pueblo conociese bien y singulatim a cada uno de los demás. Mas con esto rizamos el rizo de nuestras consideraciones iniciales. Porque ese distanciamiento moral se complica peligrosamente con otro fenómeno opuesto, que es el que ha inspirado de modo concreto todo este artículo. Me refiero a un gigantesco hecho, cuyos caracteres conviene precisar un poco. Desde hace casi un siglo se habla de que los nuevos medios de comunicación —desplazamiento de personas, transferencia de productos y transmisión de noticias— han aproximado los pueblos y unificado la vida en el planeta. Mas, como suele acaecer, todo este decir era una exageración. Casi siempre las cosas humanas comienzan por ser leyendas y sólo más tarde se convierten en realidades. En este caso, bien claro vemos hoy que se trataba sólo de una entusiasta anticipación. Algunos de los medios que habían de hacer efectiva esa aproximación, existían ya en principio —vapores, ferrocarriles, telégrafo, teléfono. Pero ni se había aún perfeccionado su invención ni se habían puesto ampliamente en servicio, ni siquiera se habían inventado los más decisivos, como son el motor de explosión y la radiocomunicación. El siglo xix, emocionado ante las primeras grandes conquistas de la técnica científica, se apresuró a emitir torrentes de retórica sobre los «adelantos», el «progreso material», etcétera. De suerte tal que, hacia su fin, las almas comenzaron a fatigarse de esos lugares comunes, a pesar de que los creían verídicos, esto es, aunque habían llegado a persuadirse de que el siglo xix había, en efecto, realizado ya lo que aquella fraseología proclamaba. Esto ha ocasionado un curioso error de óptica histórica, que impide la comprensión de muchos conflictos actuales. Convencido el hombre medio de que la centuria anterior era la que había dado cima a los grandes adelantos, no se dio cuenta de que la época sin par de los inventos técnicos y de su realización ha sido estos últimos cuarenta años. El número e importancia de los descubrimientos, y el ritmo de su efectivo empleo en esa brevísima etapa, supera, con mucho a todo el pretérito humano tomado en conjunto. Es decir, que la efectiva transformación técnica del mundo es un hecho recentísimo y que ese cambio está produciendo ahora —ahora y no desde hace un siglo— sus consecuencias radicales (i). Y esto en todos los órdenes. No pocos de los profundos desajustes en la economía actual (1) Quedan fuera de la consideración los que podemos llamar «inventos elementales» —el hacha, el fuego, la rueda, el canasto, la vasija, etcétera. 301 vienen del cambio súbito que han causado en la producción estos inventos, cambio al cual no ha tenido tiempo de adaptarse el organismo económico. Que una sola fábrica sea capaz de producir todas las bombillas eléctricas o todos los zapatos que necesita medio continente, es un hecho demasiado afortunado para no ser, por lo pronto, monstruoso. Esto mismo ha acontecido con las comunicaciones. De pronto y de verdad, en estos últimos años recibe cada pueblo, a la hora y al minuto, tal cantidad de noticias y tan recientes sobre lo que pasa en los otros, que ha provocado en él la ilusión de que, en efecto, está en los otros pueblos o en su absoluta inmediatez. Dicho en otra forma: para los efectos de la vida pública universal, el tamaño del mundo súbitamente se ha contraído, se ha reducido. Los pueblos se han encontrado de improviso dinámicamente más próximos. Y esto acontece precisamente a la hora en que los pueblos europeos se han distanciado más moralmente. ¿No advierte el lector, desde luego, lo peligroso de semejante coyuntura? Sabido es que el ser humano no puede, sin más ni más, aproximarse a otro ser humano. Como venimos de una de las épocas históricas en que la aproximación era aparentemente más fácil, tendemos a olvidar que siempre fueron menester grandes precauciones para acercarse a esa fiera con veleidades de arcángel que suele ser el hombre. Por eso corre a lo largo de toda la historia la evolución de la técnica de la aproximación, cuya parte más notoria y visible es el saludo. Tal vez, con ciertas reservas, pudiera decirse que las formas del saludo son función de la densidad de población; por tanto, de la distancia normal a que están unos hombres de otros. En el Sahara cada tuareg posee un radio de soledad que alcanza bastantes millas. El saludo del tuareg comienza a cien yardas y dura tres cuartos de hora. En la China y el Japón, pueblos pululantes, donde los hombres viven, por decirlo así, unos encima de otros, nariz contra nariz, en compacto hormiguero, el saludo y el trato se han complicado en la más sutil y compleja técnica de cortesía; tan refinada, que al extremo-oriental le produce el europeo la impresión de un ser grosero e insolente, con quien, en rigor, sólo el combate es posible. En esa proximidad superlativa todo es hiriente y peligroso: hasta los pronombres personales se convierten en impertinencias. Por eso el japonés ha llegado a excluirlos de su idioma, y Precisamente por ser el supuesto de todos los demás y haber sido logrados en períodos milenarios, resulta m u y difícil su comparación con la masa de los inventos derivados o históricos. 302 en vez de «tú» dirá algo así como «la maravilla presente», y en lugar de «yo» hará una zalema y dirá: «la miseria que hay aquí». Si un simple cambio de la distancia entre dos hombres comporta parejos riesgos, imagínense los peligros que engendra la súbita aproximación entre los pueblos sobrevenida en los últimos quince o veinte años. Y o creo que no se ha reparado debidamente en este nuevo factor y que urge prestarle atención. Se ha hablado mucho estos meses de la intervención o no intervención de unos Estados en la vida de otros países. Pero no se ha hablado, al menos con suficiente énfasis, de la intervención que hoy ejerce de hecho la opinión de unas naciones en la vida de otras, a veces muy remotas. Y ésta es hoy, a mi juicio, mucho más grave que aquélla. Porque el Estado es, al fin y al cabo, un órgano relativamente «racionalizado» dentro de cada sociedad. Sus actuaciones son deliberadas y dosificadas por la voluntad de individuos determinados —los hombres políticos—, a quienes no puede faltar un mínimum de reflexión y sentido de la responsabilidad. Pero la opinión de todo un pueblo o de grandes grupos sociales es un poder elemental, irreflexivo e irresponsable, que además ofrece, indefenso, su inercia al influjo de todas las intrigas. No obstante, la opinión pública sensu stricto de un país, cuando opina sobre la vida de su propio país tiene siempre «razón», en el sentido de que nunca es incongruente con las realidades que enjuicia. La causa de ello es obvia. Las realidades que enjuicia son lo que efectivamente ha pasado el mismo sujeto que las enjuicia. El pueblo inglés, al opinar sobre las grandes cuestiones que afectan a su nación, opina sobre hechos que le han acontecido a él, que ha experimentado en su propia carne y en su propia alma, que ha vivido y, en suma, son él mismo. ¿Cómo va, en lo esencial, a equivocarse? La interpretación doctrinal de esos hechos podrá dar ocasión a las mayores divergencias teóricas, y éstas suscitar opiniones partidistas sostenidas por grupos particulares; mas, por debajo de esas discrepancias «teóricas», los hechos insofisticables, gozados o sufridos por la nación, precipitan en ésta una «verdad» vital, que es la realidad histórica misma y tiene un valor y una fuerza superiores a todas las doctrinas. Esta «razón» o «verdad» vivientes, que, como atributo, tenemos que reconocer a toda auténtica «opinión pública», consiste, como se ve, en su congruencia. Dicho con otras palabras obtenemos esta proposición: es máximamente improbable que en asuntos graves de su país la «opinión pública» carezca de la información mínima necesaria para que su juicio no corresponda orgánicamente a la realidad juz- 303 gada. Padecerá errores secundarios y de detalle, pero tomada con actitud macroscópica, no es verosímil que sea una reacción incongruente con la realidad, inorgánica respecto a ella y, por consiguiente, tóxica. Estrictamente lo contrario acontece cuando se trata de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro. Es máximamente probable que esa opinión resulte en alto grado incongruente. El pueblo A. piensa y opina, desde el fondo de sus propias experiencias vitales, que son distintas de las del pueblo JB. ¿Puede llevar esto a otra cosa que al juego de los despropósitos? He aquí, pues, la primera causa de una inevitable incongruencia, que sólo podría contrarrestarse merced a una cosa muy difícil, a saber: una información suficiente. Como aquí falta la «verdad» de lo vivido, habría que sustituirla con una verdad de conocimiento. Hace un siglo no importaba que el pueblo de los Estados Unidos se permitiese tener una opinión sobre lo que pasaba en Grecia, y que esa opinión estuviese mal informada. Mientras el Gobierno americano no actuase, esa opinión era inoperante sobre los destinos de Grecia. El mundo era entonces «mayor», menos compacto y elástico. La distancia dinámica entre pueblo y pueblo era tan grande que, al atravesarla, la opinión incongruente perdía su toxicidad (i). Pero, en estos últimos años, los pueblos han entrado en una extrema proximidad dinámica, y la opinión, por ejemplo, de grandes grupos sociales norteamericanos está interviniendo de hecho —directamente como tal opinión, y no su Gobierno —en la guerra civil española. Lo propio digo de la opinión inglesa. Nada más lejos de mi pretensión que todo intento de podar el albedrío a ingleses y americanos, discutiendo su «derecho» a opinar lo que gusten sobre cuanto les plazca. No es cuestión de «derecho» o de la despreciable fraseología que suele ampararse en ese título; es una cuestión, simplemente, de buen sentido. Sostengo que la ingerencia de la opinión pública de unos países en la vida de los otros es hoy un factor impertinente, venenoso y generador de pasiones bélicas, porque esa opinión no está aún regida por una técnica adecuada al cambio de distancia entre los pueblos. Tendrá el inglés o el americano todo el derecho que quiera a opinar sobre lo que ha pasado y debe pasar en España, pero ese derecho es vina iniuria si no acepta una obligación correspondiente: la de estar bien informado (1) Añádase que en estas opiniones jugaban siempre gran papel las vigencias comunes a todo Occidente. 304 sobre la realidad de la guerra civil española, cuyo primero y más sustancial capítulo es su origen, las causas que la han producido. Pero aquí es donde los medios actuales de comunicación producen sus efectos; por lo pronto, dañinos. Porque la cantidad de noticias que constantemente recibe un pueblo sobre lo que pasa en otro es enorme. ¿Cómo va a ser fácil persuadir al hombre inglés de que no está informado sobre el fenómeno histórico que es la guerra civil española u otra emergencia análoga? Sabe que los periódicos ingleses gastan sumas fortísimas en sostener corresponsales dentro de todos los países. Sabe que, aunque entre esos corresponsales no pocos ejercen su oficio de manera apasionada y partidista, hay muchos otros cuya imparcialidad es incuestionable y cuya pulcritud en transmitir datos exactos no es fácil de superar. Todo esto es verdad, y, porque lo es, resulta muy peligroso (i). Pues es el caso que si el hombre inglés rememora con rápida ojeada estos últimos tres o cuatro años, encontrará que han acontecido en el mundo cosas de grave importancia para Inglaterra, j que le han sorprendido. Como en la historia nada de algún relieve se produce súbitamente, no sería excesiva suspicacia en el hombre inglés admitir la hipótesis de que está mucho menos informado de lo que suele creer, o que esa información tan copiosa se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad. El ejemplo más claro de esto, por sus formidables dimensiones, es el hecho gigante que sirvió a este artículo de punto de partida: el fracaso del pacifismo inglés, de veinte años de política internacional inglesa. Dicho fracaso declara estruendosamente que el pueblo inglés —a pesar de sus innumerables corresponsales— sabía poco de lo que realmente estaba aconteciendo en los demás pueblos. Representémonos esquemáticamente, a fin de entenderla bien, la complicación del proceso que tiene lugar. Las noticias que el pueblo A. recibe del pueblo B suscitan en él un estado de opinión —sea (1) E n este mes de abril, el corresponsal de The Times en Barcelona envía a su periódico una información donde procura los datos más minuciosos y las cifras más pulcras para describir la situación. Pero todo el razonamiento del artículo, que moviliza y da un sentido a esos datos minuciosos y a esas pulcras cifras, parte de suponer, como de cosa sabida y que lo explica todo, haber sido nuestros antepasados los moros. Basta esto para demostrar que ese corresponsal, cualquiera que sea su laboriosidad y su imparcialidad, es por completo incapaz de informar sobre la realidad de la vida española. Es evidente que una nueva técnica de mutuo conocimiento entre los pueblos reclama una reforma profunda de la fauna periodística. TOMO I V — 2 0 305 de amplios grupos o de todo el país. Pero como esas noticias le llegan hoy con superlativa rapidez, abundancia y frecuencia, esa opinión no se mantiene en un plano más o menos «contemplativo», como hace un siglo, sino que, irremediablemente, se carga de intenciones activas y toma desde luego un carácter de intervención. Siempre hay, además, intrigantes que, por motivos particulares, se ocupan deliberadamente en hostigarla. Viceversa, el pueblo B recibe también con abundancia, rapidez y frecuencia noticias de esa opinión lejana, de su nervosidad, de sus movimientos, y tiene la impresión de que el extraño, con intolerable impertinencia, ha invadido su país, que está allí, cuasi-presente, actuando. Pero esta reacción de enojo se multiplica hasta la exasperación porque el pueblo JB advierte, al mismo tiempo, la incongruencia entre la opinión de A. y lo que en B, efectivamente, ha pasado. Ya es irritante que el prójimo pretenda intervenir en nuestra vida, pero si además revela ignorar por completo nuestra vida, su audacia provoca en nosotros frenesí. Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad. Evitemos los aspavientos y las frases, pero déjeseme invitar al lector inglés a que imagine cuál pudo ser mi primer movimiento ante hecho semejante, que oscila entre lo grotesco y lo trágico. Porque no es fácil encontrarse con mayor incongruencia. Por fortuna, he cuidado durante toda mi vida de montar en mi aparato psicofísico un sistema muy fuerte de inhibiciones y frenos —acaso la civilización no es otra cosa que ese montaje— y, además, como Dante decía: che saetta previsa vien piü lenta, no contribuyó a debilitarme la sorpresa. Desde hace muchos años me ocupo en hacer notar la frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo, que he denunciado como un factor de primera magnitud, entre las causas del presente desorden. Pero esta moderación que por azar puedo ostentar, no es «natural». Lo natural sería que yo estuviese ahora en guerra apasionada contra esos escritores ingleses. Por eso es un ejemplo concreto del mecanismo belicoso que ha creado el mutuo desconocimiento entre los pueblos. 306 Hace unos días, Alberto Einstein se ha creído con «derecho» a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien, Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que hoy vaya el mundo a la deriva, falto de pouvoir spirituel. Nótese que hablo de la guerra civil española como un ejemplo entre muchos, el ejemplo que más exactamente me consta, y me reduzco a procurar que el lector inglés admita, por un momento la posibilidad de que no está bien informado, a despecho de sus copiosas «informaciones». Tal vez esto le mueva a corregir su insuficiente conocimiento de las demás naciones, supuesto el más decisivo para que en el mundo vuelva a reinar un orden. Pero he aquí otro ejemplo más general. Hace poco, el Congreso del Partido Laborista rechazó, por 2.100.000 votos contra 300.000, la unión con los comunistas, es decir, la formación en Inglaterra de un «Frente Popular». Pero ese mismo partido y la masa de opinión que pastorea se ocupan en favorecer y fomentar, del modo más concreto y eficaz, el «Frente Popular» que se ha formado en otros países. Dejo intacta la cuestión de si un «Frente Popular» es una cosa benéfica o catastrófica, y me reduzco a confrontar dos comportamientos de un mismo grupo de opinión, y a subrayar su nociva incongruencia. La diferencia numérica en la votación es de aquellas diferencias cuantitativas que, según Hegel, se convierten automáticamente en diferencias cualitativas. Esas cifras muestran que, para el bloque del Partido Laborista, la unión con el comunismo, el «Frente PopulaD>, no es una cuestión de más o de menos, sino que lo considerarían como un morbo terrible para la nación inglesa. Pero es el caso que, al mismo tiempo, ese mismo grupo de opinión se ocupa en cultivar ese mismo microbio en otros países, y esto es una intervención, más aún, podría decirse que es una intervención guerrera, puesto que tiene no pocos caracteres de la guerra química. Mientras se produzcan fenómenos como éste, todas las esperanzas de que la paz reine en el mundo son, repito, penas de amor perdidas. Porque esa incongruente conducta, esa duplicidad de la opinión laborista sólo irritación puede inspirar fuera de Inglaterra. Y me parecería vano objetar que esas intervenciones irritan a una parte del pueblo intervenido, pero complacen a la otra. Esta es una observación demasiado obvia para que sea verídica. La parte del 307 país favorecida momentáneamente por la opinión extranjera procurará, claro está, beneficiarse de esa intervención. Otra cosa fuera pura tontería. Mas por debajo de esa aparente y transitoria gratitud corre el proceso real de lo vivido por el país entero. La nación acaba por estabilizarse en «su verdad», en lo que efectivamente ha pasado, y ambos partidos hostiles coinciden en ella, declárenlo o no. De aquí que acaben por unirse contra la incongruencia de la opinión extranjera. Esta sólo puede esperar agradecimiento perdurable en la medida en que, por a%ar, acierte o sea menos incongruente con esa viviente «verdad». Toda realidad desconocida prepara su venganza. No otro es el origen de las catástrofes en la historia humana. Por eso será funesto todo intento de desconocer que un pueblo es, como una persona, aunque de otro modo y otras razones, una intimidad —por tanto, un sistema de secretos que no puede ser descubierto, sin más, desde fuera. No piense el lector en nada vago ni en nada místico. Tome cualquiera función colectiva, por ejemplo, la lengua. Bien notorio es que resulta prácticamente imposible conocer íntimamente un idioma extranjero por mucho que se le estudie. ¿Y no será una insensatez creer cosa fácil el conocimiento de la realidad política de un país extraño? Sostengo, pues, que la nueva estructura del mundo convierte los movimientos de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro —movimientos que antes eran casi innocuos— en auténticas incursiones. Esto bastaría a explicar por qué, cuando las naciones europeas parecían más próximas a una superior unificación, han comenzado repentinamente a cerrarse hacia dentro de sí mismas, a hermetizar sus existencias, las unas frente a las otras, y a convertirse las fronteras en escafandras aisladoras. Y o creo que hay aquí un nuevo problema de primer orden para la disciplina internacional, que corre paralelo al del derecho, tocado más arriba. Como antes postulábamos una nueva técnica jurídica, aquí reclamamos una nueva técnica de trato entre los pueblos. En Inglaterra ha aprendido el individuo a guardar ciertas cautelas cuando se permite opinar sobre otro individuo. Hay la ley del libelo y hay la formidable dictadura de las «buenas maneras». No hay razón para que no sufra análoga regulación la opinión de un pueblo sobre otro. Claro que esto supone estar de acuerdo sobre un principio básico. Sobre éste: que los pueblos, que las naciones existen. Ahora bien: el viejo y barato «internacionalismo», que ha engendrado las presentes angustias, pensaba, en el fondo, lo contrario. Ninguna de sus 308 doctrinas y actuaciones es comprensible si no se descubre en su raíz el desconocimiento de lo que es una nación y de que eso que son las naciones constituye una formidable realidad situada en el mundo y con que hay que contar. Era un curioso internacionalismo aquel que en sus cuentas olvidaba siempre el detalle de que hay naciones (i). Tal vez el lector reclame ahora una doctrina positiva. No tengo inconveniente en declarar cuál es la mía, aun exponiéndome a todos los riesgos de una enunciación esquemática. En el libro de The Revo/t of the Masses (2), que ha sido bastante leído en lengua inglesa, propugno y anuncio el advenimiento de una forma más avanzada de convivencia europea, un paso adelante en la organización jurídica y política de su unidad. Esta idea europea es de signo inverso a aquel abstruso internacionalismo. Europa no es, no será, la inter-nación, porque eso significa, en claras nociones de historia, un hueco, un vacío y nada. Europa será la ultra-nación. La misma inspiración que formó las naciones de Occidente sigue actuando en el subsuelo con la lenta y silente proliferación de los corales. El descarrío metódico que representa el internacionalismo impidió ver que sólo al través de una etapa de nacionalismos exacerbados se puede llegar a la unidad concreta y llena de Europa. Una nueva forma de vida no logra instalarse en el planeta hasta que la anterior y tradicional no se ha ensayado en su modo extremo. Las naciones europeas llegan ahora a sus propios topes, y el topetazo será la nueva integración de Europa. Porque de eso se trata. No de laminar las naciones, sino de integrarlas, dejando al Occidente todo su rico relieve. En esta fecha, como acabo de insinuar, la sociedad europea parece volatilizada. Pero fuera un error creer que esto significa su desaparición o definitiva dispersión. El estado actual de anarquía y superlativa disociación en la sociedad europea es una prueba más de la realidad que ésta posee. Porque si eso acontece en Europa es porque sufre una crisis de su fe común, de la fe europea, de las vigencias en que su socialización consiste. La enfermedad por (1) Los peligros mayores, que como nubes negras se amontonan todavía en el horizonte, no provienen directamente del cuadrante político, sino del económico. ¿Hasta quó punto es inevitable una pavorosa catástrofe económica en todo el mundo? Los economistas debían darnos ocasión para que cobrásemos confianza en su diagnóstico. Pero no muestran ningún apresuramiento. (2) Traducción inglesa del presente libro. George Alien & Unwin. Londres. 309 que atraviesa es, pues, común. No se trata de que Europa esté enferma, pero que gocen de plena salud estas o las otras naciones, y que, por tanto, sea probable la desaparición de Europa y su sustitución por otra forma de realidad histórica —por ejemplo: las naciones sueltas o una Europa oriental disociada hasta la raíz de una Europa occidental. Nada de esto se ofrece en el horizonte, sino que, como es común y europea la enfermedad, lo será también el restablecimiento. Por lo pronto, vendrá una articulación de Europa en dos formas distintas de vida pública: la forma de un nuevo liberalismo y la forma que, con un nombre impropio, se suele llamar «totalitaria». Los pueblos menores adoptarán figuras de transición e intermediarias. Esto salvará a Europa. Una vez más resultará patente que toda forma de vida ha menester de su antagonista. El «totalitarismo» salvará al «liberalismo», destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios. Este equilibrio puramente mecánico y provisional permitirá una nueva etapa de mínimo reposo, imprescindible para que vuelva a brotar, en el fondo del bosque que tienen las almas, el hontanar de una nueva fe. Esta es el auténtico poder de creación histócica, pero no mana en medio de la alteración, sino en el recato del ensimismamiento. París y diciembre 1937. M I S I Ó N DE LA U N I V E R S I D A D (19 30) I L A CUESTIÓN F U N D A M E N T A L LAS condiciones acústicas del Paraninfo universitario me impidieron desarrollar en su integridad mi conferencia «Sobre reforma universitaria». En aquel local, que rezuma la amarga tristeza de todas las capillas exclaustradas —bien que fuese capilla, bien que no lo fuese, mal que sea ex-capilla—, la voz del orador queda en el aire asesinada a pocos metros de la boca emisora. Para hacerse medio oír es forzoso gritar. Gritar es cosa muy diferente de hablar. En el grito, la fonación es otra. No se «dice» la frase en su natural aglutinación, que hace de ella un cuerpo unitario y elástico, sino que es preciso tomar cada palabra, ponerla en la honda del grito, y después de hacer ésta girar, como David frente a Goliat, lanzarla con puntería a la oreja del auditorio. Esto trae consigo una consecuencia notoria a todo el que perora: la pérdida de tiempo. Pero no quisiera que por el azar de unos micrófonos ausentes quedase tan manco mi discurso. Dije lo que juzgaba más urgente sobre el temple que los estudiantes deben conquistar si quieren, en efecto y en serio, ocuparse de una reforma universitaria. Es la cuestión preliminar e ineludible si honradamente se considera el estado de ánimo que domina hoy a la clase escolar. Pero luego había que tratar, aunque fuese con rigoroso laconismo, el tema visceral de toda la imaginable reforma universitaria, a saber: la misión de la Universidad. Doy a continuación las notas que sobre este grave asunto llevaba yo al p u l p i t o del Paraninfo. Van en la forma esquemática, a 313 veces de abreviatura o cifra, que para aquel uso era bastante. Sólo agrego ahora los desarrollos que son estrictamente necesarios para hacer inteligibles aquellos lemas. * * * La reforma universitaria no puede reducirse, ni siquiera consistir principalmente, a la corrección de abusos. Pveforma es siempre creación de usos nuevos. Los abusos tienen siempre escasa importancia. Porque una de dos: o son abusos en el sentido más natural de la palabra, es decir, casos aislados, poco frecuentes, de contravención a los buenos usos, o son tan frecuentes, consuetudinarios, pertinaces y tolerados que no ha lugar a llamarlos abusos. E n el primer caso, es seguro que serán corregidos automáticamente; en el segundo, fuera vano corregirlos, porque su frecuencia y naturalidad indican que no son anomalías, sino resultado inevitable de los usos que son malos. Contra éstos habrá que ir y no contra los abusos. Todo movimiento de reforma reducido a corregir los chabacanos abusos que se cometen en nuestra Universidad llevará indefectiblemente a una reforma también chabacana. Lo importante son los usos. Es más: un síntoma claro en que se conoce cuándo los usos constitutivos de una institución son acertados, es que aguanta sin notable quebranto una buena dosis de abusos, como el hombre sano soporta excesos que aniquilarían al débil. Pero a su vez una institución no puede constituirse en buenos usos si no se ha acertado con todo rigor al determinar su misión. Una institución es una máquina, y toda su estructura y funcionamiento han de ir prefijados por el servicio que de ella se espera. En otras palabras: la raíz de la reforma universitaria está en acertar plenamente con su misión. Todo cambio, adobo, retoque de esta nuestra casa que no parta de haber revisado previamente con enérgica claridad, con decisión y veracidad, el problema de su misión, serán penas de amor perdidas. Por no hacerlo así, todos los intentos de mejora, en algunos casos movidos por excelente voluntad, incluyendo los proyectos elaborados hace años por el Claustro mismo, no han servido ni pueden servir de nada, no lograrán lo único suficiente e imprescindible para que un ser —individual o colectivo— exista con plenitud, a saber: colocarlo en su verdad, darle su autenticidad y no empeñar- 314 nos en que sea lo que no es, falsificando su destino inexorable con nuestro arbitrario deseo. Entre esos intentos de los últimos quince años —no hablemos de los peores—, los mejores, en vez de plantearse directamente, sin permitirse escape, la cuestión de «¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la Universidad?», han hecho lo más cómodo y lo más estéril: mirar de reojo lo que se hacía en las Universidades de pueblos ejemplares. N o censuro que nos informemos mirando al prójimo ejemplar; al contrario, hay que hacerlo; pero sin que ello pueda eximirnos de resolver luego nosotros originalmente nuestro propio destino. Con esto no digo que hay que ser «castizo» y demás zarandajas. Aunque, en efecto, fuésemos todos —hombres o países— idénticos, sería funesta la imitación. Porque al imitar eludimos aquel esfuerzo creador de lucha con el problema que puede hacernos comprender el verdadero sentido y los límites o defectos de la solución que imitamos. Nada, pues, de «casticismo», que es, en España sobre todo, pelo de la dehesa. N o importa que lleguemos a las mismas conclusiones y formas que otros países; lo importante es que lleguemos a ellas por nuestro pie, tras personal combate con la cuestión sustantiva misma. Razonamiento erróneo de los mejores: la vida inglesa ha sido, aún es, una maravilla; luego las inst; tuciones inglesas de segunda enseñanza tienen que ser ejemplares, porque de ellas ha salido aquella vida. La ciencia alemana es un prodigio; luego la Universidad alemana es una institución modelo, puesto que engendra aquélla. Imitemos las instituciones secundarias inglesas y la enseñanza superior alemana. El error viene de todo el siglo xix. Los ingleses derrotan a Napoleón I: «La batalla de Waterloo ha sido ganada por los campos de juego de Eton». Bismarck machaca a Napoleón III: «La guerra del 70 es la victoria del maestro de escuela prusiano y del profesor alemán». Esto nace de un error fundamental que es preciso arrancar de las caberas, y consiste en suponer que las naciones son grandes porque su escuela —elemental, secundaria o superior— es buena. Esto es un residuo de la beatería «idealista» del siglo pasado. Atribuye a la escuela una fuerza creadora histórica que no tiene ni puede tener. Aquel siglo, para entusiasmarse y aun estimar hondamente algo, necesitaba exagerarlo, mitologizarlo. Ciertamente, cuando una nación es grande, es buena también su escuela. No hay nación grande si su escuela 315 no es buena. Pero lo mismo debe decirse de su religión, de su política de su economía y de mil cosas más. La fortaleza de una nación se produce íntegramente. Si un pueblo es políticamente vil, es vano esperar nada de la escuela más perfecta. Sólo cabe entonces la escuela de minorías que viven aparte y contra e.l resto del país. Acaso un día los educados en ésta influyan en la vida total de su país y al través de su totalidad consigan que la escuela nacional (y no la excepcional) sea buena. Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena. Consecuencia: aunque fuesen perfectas la segunda enseñanza inglesa y la Universidad alemana, serían intransferibles, porque ellas son sólo una porción de sí mismas. Su realidad íntegra es el país que las creó y mantiene. Pero, además, este razonamiento erróneo y de circuito corto impidió a los que en él cayeron mirar de frente a esas escuelas y ver lo que ellas, como tales instituciones o máquinas, eran. Confundían éstas con lo que en ellas por fuerza había de vida inglesa, de pensamiento alemán. Pero como no es la vida inglesa ni el pensamiento alemán lo que podemos transportar aquí, sino, a lo sumo, sólo las instituciones pedagógicas escuetas y como tales, importa mucho que se mire lo que éstas son por sí, abstrayendo de las virtudes ambientes y generales de esos países. Entonces se ve que la Universidad alemana es, como institución, una cosa más bien deplorable. Si la ciencia alemana tuviese que nacer puramente de las virtudes institucionales de la Universidad, sería bien poca cosa. Por fortuna, el aire libre que orea al alma alemana está cargado de incitación y de dotes para la ciencia y suple defectos garrafales de su Universidad. N o conozco bien la segunda enseñanza inglesa; pero lo que entreveo de ella me hace pensar que también es defectuosísima como régimen institucional. Mas no se trata de apreciaciones mías. Es un hecho que en Inglaterra la segunda enseñanza y en Alemania la Universidad están en crisis. Crítica radical de esta última por el primer ministro de Instrucción prusiano después de instaurada la República: Becker. Discusión que sigue desde entonces. Por contentarse con imitar y eludir el imperativo de pensar o repensar por sí mismos las cuestiones, nuestros profesores mejores 316 viven en todo con un espíritu quince o veinte años retrasado, aunque en el detalle de sus ciencias estén al día. Es el retraso trágico de todo el que quiere evitarse el esfuerzo de ser auténtico, de crear sus propias convicciones. E l número de años de este retraso no es casual. Toda creación histórica —ciencia, política— proviene de cierto espíritu o modalidad de la mente humana. Esa modalidad aparece con una pulsación o ritmo fijo —con cada generación. Una generación, emanando de su espíritu, crea ideas, valoraciones, etc. E l que imita esas creaciones tiene que esperar a que estén hechas, es decir, a que concluya su faena la generación anterior, y adopta sus principios cuando empieza a decaer y otra nueva generación inicia ya su reforma, el reino de un nuevo espíritu. Cada generación lucha quince años para vencer y tienen vigencia sus modos otros quince años. Inexorable anacronismo de los pueblos imitadores o sin autenticidad. Búsquese en el extranjero información, pero no modelo. No hay, pues, manera de eludir el planteamiento de la cuestión capital: ¿cuál es la misión de la Universidad? * * * ¿Cuál es la misión de la Universidad? A fin de averiguarlo, fijémonos en lo que de hecho significa hoy la Universidad, dentro y fuera de España. Cualesquiera sean las diferencias de rango entre ellas, todas las Universidades europeas ostentan una fisonomía que en sus caracteres generales es homogénea (i). (1) Se suele exagerar, por ejemplo, la discrepancia entre la Universidad inglesa y la continental, no advirtiendo que las diferencias mayores no van a cuenta de la Universidad, sino del peculiarísimo carácter inglés. Lo que importa comparar entre unos y otros países es el hecho de las tendencias dominantes hoy en los organismos universitarios, y no el grado de su realización, que es, naturalmente, distinto aquí y allá. Así, la tenacidad conservadora del inglés le hace mantener apariencias en sus Institutos superiores, que no sólo reconoce él mismo como extemporáneas, sino que en la realidad de la vida universitaria británica valen como meras ficciones. Me parecería ridículo que se creyese alguien con derecho a coartar el albedrío del inglés censurándole porque se dio el lujo, y a que lo quiso y lo pudo, de sostener, muy a sabiendas, esas ficciones. Pero no sería menos inocente tomarlas en serio, es decir, suponer que el inglés se hace ilusiones sobre su carácter ficticio. E n los estudios sobre la institución universitaria inglesa que he leído, se cae siempre en la exquisita trampa de la ironía y del cant ingleses. N o se advierte que si Inglaterra conserva el aspecto no profesional de sus Universidades y la peluca de sus magistrados, no es por- 317 Encontramos, por lo pronto, que la Universidad es la institución donde reciben la enseñanza superior casi todos los que en cada país la reciben. E l «casi» alude a las Escuelas Especiales, cuya existencia, aparte- de la Universidad, daría ocasión a un problema también aparte. Hecha esta salvedad, podemos borrar el «casi» y quedarnos con que en la Universidad reciben la enseñanza superior todos los que la reciben. Pero entonces caemos en la cuenta de otra limitación más importante que la de las Escuelas Especiales. Todos los que reciben enseñanza superior no son todos los que podían y debían recibirla; son sólo los hijos de clases acomodadas. La Universidad significa un privilegio difícilmente justificable y sostenible. Tema: los obreros en la Universidad. Quede intacto. Por dos razones: Primera, si se cree debido, como yo creo, llevar al obrero el saber universitario es porque éste se considera valioso y deseable. E l problema de unlversalizar la Universidad supone, en consecuencia, la previa determinación de lo que sea ese saber y esa enseñanza universitarios. Segunda, la tarea de hacer porosa la Universidad al obrero es en mínima parte cuestión de la Universidad y es casi totalmente cuestión del Estado. Sólo una gran reforma de éste hará efectiva aquélla. Fracaso de todos los intentos hasta ahora hechos, como «extensión universitaria», etc. L o importante ahora es dejar bien subrayado que en la Universidad reciben la enseñanza superior todos los que hoy la reciben. Si mañana la reciben mayor número que hoy tanta más fuerza tendrán los razonamientos que siguen. que se obstine en creer actuales aquél y ésta, sino, todo lo contrario, porque son cosas anticuadas, pasado y superfluidad. De otro modo no serían lujo, deporte, culto y otras cosas más hondas que el inglés busca en esas apariencias. Pero, eso sí, bajo la peluca hace manar la justicia más moderna, y bajo el aspecto no profesional, la Universidad inglesa se ha hecho en los últimos cuarenta años tan profesional como cualquiera otra. Tampoco tiene la más ligera importancia para nuestro tema radical —misión de la Universidad— que la3 Universidades inglesas no sean institutos del Estado. Este hecho, de alta significación para la vida e historia' del pueblo inglés, no impide que su Universidad actúe en lo esencial como las estatales del continente. Apurando las cosas, vendría a resultar que también en Inglaterra son las Universidades instituciones del Estado, sólo que el inglés entiende por el Estado cosa muy distinta que el continente. Quiero decir con todo esto: primero, que las enormes diferencias existentes entre las Universidades de los distintos países no son tanto diferencias universitarias como de los países, y segundo, que el hecho más saliente en los últimos cincuenta años es el movimiento de convergencia en todas las Universidades europeas, que las va haciendo homogéneas. 318 ¿En qué consiste esa enseñanza superior ofrecida en la Universidad a la legión inmensa de los jóvenes? E n dos cosas: A) La enseñanza de las profesiones intelectuales. B) La investigación científica y la preparación de futuros inves- tigadores. Lá Universidad enseña a ser médico, farmacéutico, abogado, juez, notario, economista, administrador público, profesor de ciencias y de letras en la segunda enseñanza, etc. Además, en la Universidad se cultiva la ciencia misma, se investiga y se enseña a ello. E n España esta función creadora de ciencia y promotora de científicos está aún reducida al mínimum, pero no por defecto de la Universidad, como tal, no por creer ella que no es su misión, sino por la notoria falta de vocación científica y de dotes para la investigación que estigmatiza a nuestra raza. Quiero decir que si en España se hiciese en abundancia ciencia, se haría preferentemente en la Universidad, como acontece, más o menos, en los otros países. Sirva este punto de ejemplo para que no sea necesario repetir lo mismo a cada paso: el terco retraso de España en todas las actividades intelectuales trae consigo que aparezca aquí en estado germinal o de mera tendencia lo que en otras partes vive ya con pleno desarrollo. Para el planteamiento radical del asunto universitario, que ahora ensayo, esas diferencias de grado en la evolución son indiferentes. Me basta con el hecho de que todas las reformas de los últimos años acusan decididamente el propósito de acrecer en nuestras Universidades el trabajo de investigación y la labor educadora de científicos, de orientar la institución entera en este sentido. N o se me estorbe el andar con objeciones triviales o de mala fe. Es de sobra notorio que nuestros profesores mejores, los que más influyen en el proceso de las reformas universitarias, piensan que nuestro Instituto debe emparejarse en este punto con lo que hasta hoy venían haciendo los extranjeros. Con esto me basta. La enseñanza superior consiste, pues, en profesionalismo e investigación. Sin afrontar ahora el tema, anotemos de paso nuestra sorpresa al ver juntas y fundidas dos tareas tan dispares. Porque no hay duda: ser abogado, juez, médico, boticario, profesor de latín o de historia en un Instituto de Segunda Enseñanza, son cosas muy diferentes de ser jurista, fisiólogo, bioquímico, filólogo, etc. Aquéllos son nombres de profesiones prácticas, éstos son nombres de ejercicios puramente científicos. Por otra parte, la sociedad necesita muchos médicos, farmacéuticos, pedagogos; pero sólo necesita un número 319 reducido de científicos (i). Si necesitase verdaderamente muchos de éstos sería catastrófico, porque la vocación para la ciencia es especialísima e infrecuente. Sorprende, pues, que aparezcan fundidas la enseñanza profesional, que es para todos, y la investigación, que es para poquísimos. Pero quede la cuestión quieta hasta dentro de unos minutos. ¿No es la enseñanza superior más que profesionalismo e investigación? A simple vista no descubrimos otra cosa. N o obstante, si tomamos la lupa y escrutamos los planos de enseñanza nos encontramos con que casi siempre se exige al estudiante, sobre su aprendizaje profesional y lo que trabaje en la investigación, la asistencia a un curso de carácter general —Filosofía, Historia. N o hace falta aguzar mucho la pupila para reconocer en esta exigencia un último y triste residuo de algo más grande e importante. El síntoma de que algo es residuo —en biología como en historia— consiste en que no se comprende por qué está ahí. Tal y como aparece no sirve ya de nada, y es preciso retroceder a otra época de la evolución en que se encuentra completo y eficiente lo que hoy es sólo un muñón y un resto (2). La justificación que hoy se da a aquel precepto universitario es muy vaga: conviene —se dice— que el estudiante reciba algo de «cultura general». «Cultura general». L o absurdo del término, su filisteísmo, revela su insinceridad. «Cultura», referida al espíritu humano —y no al ganado o a los cereales—, no puede ser sino general. N o se es «culto» en física o en matemática. Eso es ser sabio en una materia. A l usar esa expresión de «cultura general» se declara la intención de que el estudiante reciba algún conocimiento ornamental y vagamente educativo de su carácter o de su inteligencia. Para tan vago propósito tanto da una disciplina como otra, dentro de las que se consideran menos técnicas y más vagarosas: ¡vaya por la filosofía, o por la historia, o por la sociología! (1) Este número tiene que ser mayor que el logrado hasta hoy; pero aun así, incomparablemente menor que el de las otras profesiones. (2) Imagínese el conjunto de la vida primitiva. U n o de sus caracteres generales es la falta de seguridad personal. La aproximación de dos personas es siempre peligrosa, porque todo el mundo va armado. Es preciso, pues, asegurar el acercamiento mediante normas y ceremonias en que conste que se han dejado las armas y que la mano no va súbitamente a tomar una que se lleva escondida. Para ese fin, lo mejor es que al acercarse cada hombre agarre la mano del otro, la mano de matar, que es normalmente la derecha. Este es el origen y ésta la eficiencia del saludo con apretón de manos, que hoy, aislado de aquel tipo de vida, es incomprensible, y, por tanto, un residuo. 320 Pero el caso es que si brincamos a la época en que la Universidad fue creada —Edad Media—, vemos que el residuo actual es la humilde supervivencia de lo que entonces constituía, entera y propiamente, la enseñanza superior. La Universidad medieval no investiga (i); se ocupa muy poco de profesión; todo es... «cultura general» —teología, filosofía, «artes». Pero eso que hoy llaman «cultura general» no lo era para la Edad Media; no era ornato de la mente o disciplina del carácter; era, por el contrario, el sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad que el hombre de entonces poseía. Era, pues, el repertorio de convicciones que había de dirigir efectivamente su existencia. ¡ La vida es un caos, una selva salvaje, una confusión. E l hombre se pierde en ella. Pero su mente reacciona ante esa sensación d^ naufragio y perdimiento: trabaja por encontrar en la selva «vías», «caminos» (2); es decir: ideas claras y firmes sobre el Universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo. E l conjunto, el sistema de ellas, es la cultura en el mentido verdadero de la palabra; todo lo contrario, pues, que ornamento. Cultura es lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento. N o podemos vivir, humanarnente, sin ideas. De ellas depende lo que hagamos, y vivir no es sino hacer esto o lo otro. Así el viejísimo libro de la India: «Nuestros actos siguen a nuestros pensamientos como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey». En tal sentido —que por sí mismo no tiene nada de intelectualista (3)— somos nuestras ideas. Gedeón, en este caso sobremanera profundo, haría constar que el hombre nace siempre en una época. Es decir, que es llamado a ejercitar la vida en una altura determinada de la evolución de los destinos humanos. E l hombre pertenece consustancialmente a una generación, y toda generación se instala no en cualquier parte, sino muy precisamente sobre la anterior. Esto significa que es forzoso vivir a la altura de los tiempos (4), y muy especialmente a la altura de las ideas del tiempo. \\) Lo cual no es decir que en la Edad Media no se investigase. (2) De aquí que en el comienzo de todas las culturas aparezca el término que expresa «camino» —el hodós y méthodos, de los griegos; el too y el ¿e, de los chinos; el sendero y vehículo, de los indios. (3) Nuestras ideas y convicciones pueden muy bien ser anti-intelectualistas. Así las mías, y, en general, las de nuestro tiempo. (4) Sobre este concepto de «altura de los tiempos», véase mi Rebelión de las masas. [Véase pág. 111 del presente volumen.] TOMO IV—11 321 Cultura es el sistema vital de las ideas en cada tiempo. Importa un comino que esas ideas o convicciones no sean, en parte ni en todo, científicas. Cultura no es ciencia. Es característico de nuestra cultura actual que gran porción de su contenido proceda de la ciencia; pero en otras culturas no fue así, ni está dicho que en la nuestra lo sea siempre en la misma medida que ahora. Comparada con la medieval, la Universidad contemporánea ha complicado enormemente la enseñanza profesional que aquélla en germen proporcionaba, y ha añadido la investigación quitando casi por completo la enseñanza o transmisión de la cultura. Esto ha sido, evidentemente, una atrocidad. Funestas consecuencias de ello que ahora paga Europa. E l carácter catastrófico de la situación presente europea se debe a que el inglés medio, el francés medio, el alemán medio son incultos, no poseen el sistema vital de ideasv sobre el mundo y el hombre correspondientes al tiempo. Ese personaje medio es el nuevo bárbaro, retrasado con respecto a su época, arcaico y primitivo en comparación con la terrible actualidad y fecha de sus problemas (i). Este nuevo bárbaro es principalmente el profesión? 1, más sabio que nunca, pero más inculto también —el ingeniero, el médico, el abogado, el científico. De esa barbarie inesperada, de ese esencial y trágico anacronismo tienen la culpa, sobre todo, las pretenciosas Universidades del siglo xix, las de todos los países, y si aquélla, en el frenesí de una revolución, las arrasase, les faltaría la última razón para quejarse. Si se medita bien la cuestión, se acaba por reconocer que su culpa no queda compensada con el desarrollo, en verdad prodigioso, genial, que ellas mismas han dado a la ciencia. N o seamos paletos de la ciencia. La ciencia es el mayor portento humano; pero por encima de ella está la vida humana misma, que la hace posible. De aquí que un crimen contra las condiciones elementales de ésta no pueda ser compensado por aquélla. E l mal es tan hondo ya y tan grave, que difícilmente me entenderán las generaciones anteriores a la vuestra, jóvenes. E n el libro de un pensador chino, que vivió por el siglo iv antes de Cristo, Chuang Tse, se hace hablar a personajes simbólicos, y uno de ellos, a quien llama el Dios del Mar del Norte, dice: «¿Cómo podré hablar del mar con la rana si no ha salido de su charca? ¿Cómo (1) En el libro antes citado analizo largamente estos graves hechos. 322 podré hablar del hielo con el pájaro de estío si está retenido en su estación? ¿Cómo podré hablar con el sabio acerca de la Vida si es prisionero de su doctrina?» * * * La sociedad necesita buenos profesionales —jueces, médicos, ingenieros—, y por eso está ahí la Universidad con su enseñanza profesional. Pero necesita antes que eso, y más que eso, asegurar la capacidad en otro género de profesión: la de mandar. E n toda sociedad manda alguien— grupo o clase, pocos o muchos. Y por mandar no entiendo tanto el ejercicio jurídico de una autoridad como la presión e influjo difusos sobre el cuerpo social. Hoy mandan en las sociedades europeas las clases burguesas, la mayoría de cuyos individuos es profesional. Importa, pues, mucho a aquéllas que estos profesionales, aparte de su especial profesión, sean capaces de vivir e influir vitalmente según la altura de los tiempos. Por eso es ineludible crear de nuevo en la Universidad la enseñanza de la cultura o sistema de las ideas vivas que el tiempo posee. Esa es la tarea universitaria radical. Eso tiene que ser, antes y más que ninguna otra cosa, la Universidad. Si mañana mandan los obreros, la cuestión será idéntica: tendrán que mandar desde la altura de su tiempo; de otro modo serán suplantados (i). Cuando se piensa que los países europeos han podido considerar admisible que se conceda un título profesional, que se dé de alta a un magistrado, a un médico —sin estar seguro de que ese hombre tiene, por ejemplo, una idea clara de la concepción física del mundo a que ha llegado hoy la ciencia y del carácter y límite de esta ciencia maravillosa con que se ha llegado a tal idea—, no debemos extrañarnos de que las cosas marchen tan mal en Europa. Porque no andemos en punto tan grave con eufemismos. N o se trata, repito, de vagos deseos de una vaga cultura. La física y su modo mental es una de las grandes ruedas íntimas del alma humana contemporánea. E n ella desembocan cuatro siglos de entrenamiento intelectivo y su doctrina está mezclada con todas las demás cosas esenciales del hombre vigente —con su idea de Dios y de la sociedad, de la materia y de lo que no es materia. Puede uno ignorarla, sin que esta igno(1) Como de hecho hoy ya mandan también y comanditan con los burgueses, es urgente extender a ellos la enseñanza universitaria. 323 rancia implique ignominia ni desdoro ni aun defecto, a saber: cuando se es un humilde pastor en los puertos serranos o un labrantín adscrito a la gleba o un obrero manual esclavizado por la máquina. Pero el señor que dice ser médico o magistrado o general o filólogo u obispo —es decir, que pertenece a la clase directora de la sociedad—, si ignora lo que es hoy el cosmos físico para el hombre europeo es un perfecto bárbaro, por mucho que sepa de sus leyes, o de sus mejunjes, o de sus santos padres. Y lo mismo diría de quien no poseyese una imagen medianamente ordenada de los grandes cambios históricos que han traído a la humanidad hasta la encrucijada del hoy (todo hoy es una encrucijada). Y lo mismo de quien no tenga idea alguna precisa sobre cómo la mente filosófica enfronta al presente su ensayo perpetuo de formarse un plano del Universo o de la interpretación que la biología general da a los hechos fundamentales de la vida orgánica. N o se perturbe la evidencia de esto suscitando ahora la cuestión de cómo puede un abogado que no tiene preparación superior en matemática entender la idea actual de la física. Eso ya lo veremos luego. Ahora hay que abrirse con decencia de mente a la claridad que esa observación irradia. Quien no posea la idea física (no la ciencia física misma, sino la idea vital del mundo que ella ha creado), la idea histórica y biológica, ese plan filosófico, no es un hombre culto. Como no esté compensado por dotes espontáneas excepcionales es sobremanera inverosímil que un hombre así pueda en verdad ser un buen médico o un buen juez o un buen técnico. Pero es seguro que todas las demás actuaciones de su vida o cuanto en las profesionales mismas trascienda del estricto oficio, resultarán deplorables. Sus ideas y actos políticos serán ineptos; sus amores, empezando por el tipo de mujer que preferirá, serán extemporáneos y ridículos; llevará a su vida familiar un ambiente inactual, maniático y mísero, que envenenará para siempre a sus hijos, y en la tertulia del café emanará pensamientos monstruosos y una torrencial chabacanería. N o hay remedio: para andar con acierto en la selva de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas o «métodos»; es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual. Ahora bien: esa cultura, o se recibe o se inventa. E l que tenga arrestos para comprometerse a inventarla él solo, a hacer por sí lo que han hecho treinta siglos de humanidad, es el único que tendría derecho a negar la necesidad de que la Universidad se encargue ante todo de enseñar la cultura. Por desgra- 324 cia, esc único ser que podría con fundamento oponerse a mi tesis sería... un demente. Ha sido menester esperar hasta los comienzos del siglo x x para que se presenciase un espectáculo increíble: el de la peculiarísima brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás (i). El profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados, han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está ausente de todos los puntos donde pretende y necesita estar. E n el ingeniero está la ingeniería, que es sólo un trozo y una dimensión del hombre europeo; pero éste, que es un integrum, no se halla en su fragmento «ingeniero». Y así en todos los demás casos. Cuando, creyendo usar tan sólo una manera de decir barroca y exagerada, se asegura que «Europa está hecha pedazos», se está diciendo mayor verdad que se presume. E n efecto: el desmoronamiento de nuestra Europa, visible hoy, es el resultado de la invisible fragmentación que progresivamente ha padecido el hombre europeo (2). La gran tarea inmediata tiene algo de rompecabezas, sea dicho sin alusión contundente. Hay que reconstruir con los pedazos dispersos —disiecta membra— la unidad vital del hombre europeo. Es preciso lograr que cada individuo o —evitando utopismos— muchos individuos lleguen a ser, cada uno por sí, entero ese hombre. ¿Quién puede hacer esto sino la Universidad? N o hay, pues, más remedio que agregar a las faenas que hoy ya pretende la Universidad cumplir esta otra inexcusable e ingente. Por eso, fuera de España, se anuncia con gran vigor un movimiento para el cual la enseñanza superior es primordialmente enseñanza de la cultura o transmisión a la nueva generación del sistema de ideas sobre el mundo y el hombre que llegó a madurez en la anterior. Con esto tenemos que la enseñanza universitaria nos aparece integrada por estas tres funciones: I. Transmisión de la cultura. II. Enseñanza de las profesiones. (1) Véase en La rebelión de las masas el capítulo titulado «La barbarie del especialismo». [Véase pág. 215 del presente volumen.] (2) El hecho es tan verdadero, que no sólo puede afirmarse en general y en vago, sino que puede determinarse con todo rigor las etapas y los modos de esta fragmentación progresiva en las tres generaciones del siglo pasado y la primera del x x . 325 III. Investigación científica y educación de nuevos hombres de ciencia. ¿Hemos contestado con esto a nuestra pregunta sobre cuál esa .la misión de la Universidad? De ningún modo; no hemos hecho más que reunir en un montón inorgánico todo lo que hoy cree la Universidad que debe ocuparla y algo que, a nuestro juicio, no hace, pero es forzoso que haga. Con esto hemos preparado la cuestión; pero nada más. Me parece vana o, cuando' más, subalterna la discusión trabada hace unos años entre el filósofo Scheler y el ministro Beecker sobre si esas funciones han de ser servidas por una sola institución o por varias. Es vana porque a la postre todas ellas se reunirían en el estudiante, todas ellas vendrían a gravitar sobre su juventud. La cuestión es otra. Esta: Aun reducida la enseñanza, como hasta aquí, al profesionalismo y la investigación, forma una masa fabulosa de estudios. Es imposible que el buen estudiante medio consiga ni remotamente aprender de verdad lo que la Universidad pretende enseñarle. Ahora bien: las instituciones existen —son necesarias y tienen sentido— porque el hombre medio existe. Si sólo hubiese criaturas de excepción, es muy probable que no hubiese instituciones ni pedagógicas ni de Poder público (i). Es, pues, forzoso referir toda institución al hombre de dotes medias; para él está hecha y él tiene que ser su unidad de medida. Supongamos por un momento que en la Universidad actual no aconteciese cosa alguna merecedora de ser llamada abuso. Todo marcha como debe marchar según lo que la Universidad pretende ser. Pues bien: yo digo que aun entonces la Universidad actual es un puro y constitucional abuso, porque es una falsedad. De tal modo es imposible que el estudiante medio aprenda en efecto y de verdad lo que se pretende enseñarle, que se ha hecho constitutivo de la vida universitaria aceptar ese fracaso. Es decir, la norma efectiva consiste hoy e n dar por anticipado como irreal lo que la Universidad pretende ser. Se acepta, pues, la falsedad de la propia vida institucional. Se hace de su misma falsificación la esencia de la institución. Ésta es la raíz de todos los males —como lo es (1) El anarquismo es lógico cuando propugna la inutilidad y, en consecuencia, la perniciosidad de toda institución, porque parte de suponer que todo hombre es a nativitate excepcional —bueno, discreto, inteligente y justo. 326 J j siempre en la vida, sea individual o sea colectiva. El pecado original radica en eso: no ser auténticamente lo que se es. Podemos pretender ser cuanto queramos, pero no es lícito fingir que somos lo que no somos, consentir en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial. Cuando el régimen normal de un hombre o de una institución es ficticio, brota de él una omnímoda desmoralización. A la postre se produce el envilecimiento, porque no es posible acomodarse a la falsificación de sí mismo sin haber perdido el respeto a sí propio. Por eso decía Leonardo: Chi non puó quel che vuol, quel che puó voglia. («El que no puede lo que quiere, que quiera lo que puede»). Este imperativo leonardesco tiene que ser quien dirija radicalmente toda reforma universitaria. Sólo puede crear algo una apasionada resolución de ser lo que estrictamente se es. No sólo la universitaria, sino toda la vida nueva tiene que estar hecha con una materia cuyo nombré es autenticidad (¡oigan ustedes bien esto, jóvenes, que si no, están perdidos, ya que empiezan a estarlo!). Una institución en que se finge dar y exigir lo que no se puede exigir ni dar es una institución falsa y desmoralizada. Sin embargo, este principio de la ficción inspira todos los planes y la estructura de la actual Universidad. Por eso yo creo que es ineludible volver del revés toda la Universidad, o, lo que es lo mismo, reformarla radicalmente, partiendo del principio opuesto. En vez de enseñar lo que, según un utópico deseo, debería enseñarse, hay que enseñar sólo lo que se puede enseñar, es decir, lo que se puede aprender. Trataré de desarrollar las implicaciones que van en esa fórmula. Se trata, en verdad, de un problema más amplio que el de la enseñanza superior. Es la cuestión capital de la enseñanza en todos sus grados. ¿Cuál fue el gran paso dado en la historia entera de la Pedagogía? Sin duda, aquel viraje genial inspirado por Rousseau, Pestalozzi, Fróbel y el idealismo alemán, que consistió en radicalizar algo perogrullesco. En la enseñanza —y más en general en la educación— hay tres términos: lo que habría que enseñar —o el saber—, el que enseña o maestro y el que aprende o discípulo. Pues bien: con inconcebible obcecación, la enseñanza partía del saber y del maestro. El discípulo, el aprendiz, no era principio de la Pedagogía. La innovación de Rousseau y sus sucesores fue simplemente trasladar el fundamento de la ciencia pedagógica del saber y del maestro al discípulo y reconocer que son éste y sus condiciones peculiares lo 327 único que puede guiarnos para construir un organismo con la enseñanza. La actividad científica, el saber, tiene su organización propia, distinta de esta otra actividad en que se pretende enseñar el saber. E l principio de la Pedagogía es muy diferente del principio de la cultura y de la ciencia. Pero hay que dar un paso más. E n vez de perderse, desde luego, en estudiar minuciosamente la condición del discípulo como niño, joven, etc., es preciso circunscribir, por lo pronto, el tema y considerar al niño, al joven, desde un punto de vista más modesto, pero más preciso, a saber: como discípulo, como aprendiz. Entonces se cae en la cuenta de que, a su vez, no es el niño como niño, ni el joven porque joven, lo que nos obliga a ejercitar una actividad especial que llamamos «enseñanza», sino algo sobremanera formal y simple. Verán ustedes. 11 PRINCIPIO D E L A E C O N O M Í A E N L A E N S E Ñ A N Z A La ciencia de la Economía política salió de la guerra tan destrozada como la economía misma de las naciones beligerantes. N o ha tenido más remedio que buscar una reconstrucción radical de su propio cuerpo. Aventuras tales suelen ser benéficas para las ciencias vivas, porque las obligan a buscar un asiento más firme que el usado hasta entonces, un principio más hondo y elemental. E n efecto: estos años renace de sus cenizas la Economía política, merced a un razonamiento tan perogrullesco que da vergüenza enunciarlo. Se dice: la ciencia económica tiene que partir del principio mismo que engendra la actividad económica del hombre. ¿Por qué acontece que la especie humana ejercita actos económicos, producción, administración, cambio, ahorro, valoración, etc.? Por una razón estupefaciente y sólo por ella: porque muchas de las cosas que desea y necesita no se dan con absoluta abundancia. Si de todo lo que habernos menester hubiese copia sobrada, no se le habría ocurrido a los humanos fatigarse en esfuerzos económicos. Así, el aire no suele ocasionar ocupaciones que puedan llamarse económicas. Sin embargo, basta que en algún sentido adquiera el aire la condición de escasez para que inmediatamente suscite faenas de economía. Por ejemplo: los niños reunidos en el aula escolar necesitan una cierta cantidad de aire. Si el local escolar es pequeño, hay escasez de él. Entonces plantea un problema económico, obligando a construir escuelas más grandes y, consecuentemente, más caras. Aunque hay en el planeta aire de sobra, no todo él es de la misma calidad. E l «aire puro» se da sólo en ciertos lugares de la tierra, a 329 cierta altura sobre el nivel del mar, bajo un clima determinado. Es decir, el «aire puro» es escaso. Este simple hecho provoca una intensa actividad económica en los suizos —hoteles, sanatorios—, que con la «escasa» primera materia de su aire puro fabrican salud a tanto el día. La cosa, repito, es de una simplicidad estupefaciente, pero innegable; la escasez es el principio de la actividad económica, y por eso, hace unos años, el sueco Cassei renovó la ciencia económica partiendo del principio de la escase^ (i). «Si existiese el movimiento continuo no habría física», ha dicho muchas veces Einstein. L o mismo puede decirse que en Jauja no hay actividades económicas y, por consiguiente, ciencia de la Economía. Pues yo encuentro que con la enseñanza nos acaece algo parecido. ¿Por qué existen actividades docentes? ¿Por qué es la pedagogía una ocupación y una preocupación del hombre? A estas preguntas daban los románticos las respuestas más lucidas, conmovedoras y trascendentes, mezclando en ellas todo lo humano y buena porción de lo divino. Para ellos se trataba siempre de sacar las cosas de quicio, de exorbitarias y hojarascarlas melodramáticamente. Pero nosotors —¿no es cierto, jóvenes?— nos complacemos sencillamente en que las cosas sean, por lo pronto, lo que son, y nada más; amamos su desnudez. N o nos importan el frío, la intemperie. Sabemos que la vida es —sobre todo, va a ser— dura. Aceptamos su rigor; no intentamos sofisticar el destino. Porque sea dura no deja de parecemos magnífica la vida. A l contrario, si es dura, es sólida, magra: tendón y nervio; sobre todo, limpia. Queremos limpieza en nuestro trato con las cosas. Por eso las desnudamos y, nudificadas, las lavamos al mirarlas, viendo lo que ellas son in puris naturalibus. El hombre se ocupa y preocupa de enseñanza por una razón tan simple como seca y tan seca como lamentable: para vivir con firmeza, desahogo y corrección hace falta saber una cantidad enorme de cosas, y el niño, el joven, tienen una capacidad limitadísima de aprender. Ésta es la razón. Si la niñez y la juventud durasen cada una cien años, o el niño y el joven poseyesen memoria, inteligencia y atención en dosis prácticamente ilimitada, no existiría la actividad docente. Todas aquellas razones conmovedoras y trascendentes hubieran sido inoperantes para obligar al hombre a constituir el tipo de existencia humana que se llama «maestro». (1) Véase Gustavo Cassei, Theoretische Soziáloehonomie, 1921, páginas 3 y siguientes. E n parte, significa un retorno a ciertas posiciones de la Economía clásica frente a la de los tiltimos sesenta años. 330 La escasez, la limitación en la capacidad de aprender, es el principio de la instrucción. Hay que preocuparse de enseñar exactamente en la medida en que no se puede aprender. ¿No era demasiado casual que la actividad pedagógica entre en plena erupción hacia mediados del siglo x v i n y desde entonces no haya hecho sino crecer? ¿Por qué no antes? La explicación es sencilla: justamente en esta fecha viene a granar la primera gran cosecha de la cultura moderna. E n poco tiempo aumenta gigantescamente el tesoro de efectivo saber humano. La vida, entrando de lleno en el nuevo capitalismo, que los recientes inventos habían hecho posible, adquiere una gran complicación y exige creciente pertrecho de técnicas. Por eso, porque era forzoso saber muchas cosas cuya cuantía desbordaba la capacidad de aprender, se intensifica y amplía también de pronto la actividad pedagógica, la en- señanza. E n cambio, apenas si hay enseñanza en las épocas primitivas. ¿Para qué, si apenas hay que enseñar, si la facultad de aprendizaje supera con mucho la materia asimilable? Sobra capacidad. Sólo hay algunos saberes: ciertas recetas mágicas y rituales para fabricar los más difíciles utensilios —por ejemplo, la canoa—, o bien para curar enfermedades y distraer a los demonios. Sólo esto hay de enseñable. Pero precisamente porque es tan poco, cualquiera, sin más, sin aplicable esfuerzo, lo aprendería. Entonces se produce un fenómeno sorprendente, que de la manera más inesperada confirma mi tesis. E n efecto: la enseñanza aparece en los pueblos primitivos con un aspecto inverso: la función de enseñar consiste —¿quién lo diría?— en ocultar. Aquellas recetas se conservan como un secreto que se transmite arcanamente a unos pocos. Los demás las aprenderían demasiado pronto. De ahí el hecho universal de los ritos técnicos secretos. Es tan tenaz, que reaparece a cualquier altura de la civilización siempre que surge una especie novísima de saber, superior cualitativamente a todos los conocidos. Como de ese nuevo saber admirable sólo hay al comienzo poca cantidad —-es un germen, un primer botín—, vuelve a hacerse secreta su enseñanza. Así aconteció con la filosofía exacta de las pitagóricas; así con un pedagogo tan consciente como Platón. Pues qué, ¿no está ahí su famosa carta séptima, escrita no más que para protestar como de un crimen nefando contra la acusación de haber enseñado su filosofía a Dionisio de Siracusa? Toda enseñanza primitiva, en que hay poco que enseñar, es esotérica, ocultadora; por tanto, es lo contrario de la enseñanza. 331 Esta brota cuando el saber que es preciso adquirir contrasta con la limitación en la facultad de aprender. Hoy más que nunca el exceso mismo de riqueza cultural y técnica amenaza con convertirse en una catástrofe para la humanidad, porque a cada nueva generación le es más difícil o imposible absorberla. Urge, pues, instaurar la ciencia de la enseñanza, sus métodos, sus instituciones, partiendo de este humilde y seco principio: el niño o el joven es un discípulo, un aprendiz, y esto quiere decir que no puede aprender todo lo que habría que enseñarle. Principio de la economía en la enseñanza. Como no podía menos, esta consideración ha actuado siempre en la acción pedagógica; pero sólo por la fuerza de las cosas y subsidiariamente. Nunca se ha hecho de ella un principio, tal vez porque a primera vista no es melodramática, no habla de cosas complicadas y trascendentes. La Universidad, tal y como hoy se presenta fuera de España más aún que en España, es un bosque tropical de enseñanzas. Si a ellas añadimos lo que antes nos pareció más ineludible —la enseñanza de la cultura—, el bosque crece hasta cubrir el horizonte; el horizonte de la juventud, que debe estar claro, abierto y dejando visibles los incendios incitadores de ultranza. N o hay más remedio que volverse ahora contra esa inmensidad y usar del principio de economía, por lo pronto, como un hacha. Primero, poda inexo- rable. E l principio de economía no sugiere sólo que es menester economizar, ahorrar en las materias enseñadas, sino que implica también esto: en la organización de la enseñanza superior, en la construcción de la Universidad, hay que partir del estudiante, no del saber ni del profesor. 1M Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante, cuyas dos dimensiones esenciales son: una, lo que él es: escasez de su facultad adquisitiva de saber; otra, lo que él necesita saber para vivir. (—En el movimiento estudiantil de ahora intervienen muchos ingredientes. Si los ciframos convencionalmente en diez, siete de ellos son pura jarana. Pero los otros tres son perfectamente razonables y bastan y sobran para justificar la agitación escolar. Uno es la inquietud política del país, la sustancia nacional que se estremece; otro es la serie de concretos e increíbles abusos que cometen algunos profesores; pero el tercero, que es el más importante y decisivo, actúa en los escolares sin que se den cuenta clara de él. Consiste en que no ellos, ni nadie en particular, sino el tiempo, la 332 situación actual de la enseñanza en todo el mundo, obliga a que de nuevo se centre la Universidad en el estudiante, que la Universidad vuelva a ser ante todo el estudiante y no el profesor, como lo fue en su hora más auténtica. Las necesidades del tiempo operan inevitablemente, aunque los hombres movidos por ellas no se den cuenta clara ni sepan definirlas o nombrarlas. Es preciso que los estudiantes eliminen los ingredientes torpes de su movimiento y acentúen estos otros en que tienen toda la razón, sobre todo el último—) (i). Hay que partir del estudiante medio y considerar como núcleo de la institución universitaria, como su torso o figura primaria, exclusivamente aquel cuerpo de enseñanzas que se le pueden con absoluto rigor exigir, o lo que es igual, aquellas enseñanzas que un buen estudiante medio puede de verdad aprender. Eso, repito, deberá ser la Universidad en su sentido primero y más estricto. Y a veremos cómo la Universidad tiene que ser además y luego algunas otras cosas no menos importantes. Pero ahora lo importante es no confundir todo y separar enérgicamente los distintos órganos y funciones de la gran institución universitaria. ¿Cómo determinar el conjunto de enseñanzas que han de constituir el torso o mínimum de Universidad? Sometiendo la muchedumbre fabulosa de los saberes a una doble selección. i.° Quedándose sólo con aquellos que se consideren estrictamente necesarios para la vida del hombre que hoy es estudiante. La vida efectiva y sus ineludibles urgencias es el punto de vista que debe dirigir este primer golpe de podadera. 2.° Esto que ha quedado por juzgarlo estrictamente necesario (1) Hasta en un sentido casi material tiene que ser la Universidad primariamente el estudiante. Es absurdo que, como hasta aquí, se considere el edificio universitario como la casa del profesor, que recibe en ella a los discípulos, cuando debe ser lo contrario: los inmediatos dueños de la casa son los estudiantes, completados en cuerpo institucional con el claustro de profesores. Es preciso acabar con el bochorno de que sean los profesores, con la guardia suiza de los bedeles, quienes mantienen la disciplina corporal dentro de la Universidad, dando lugar a esas batallas vergonzosas en que aparecen, de un lado, los catedráticos y sus subalternos; de otro, la horda escolar. Sólo la estupidez puede tranquilizarse con echar la culpa de escenas tales a los estudiantes. Cuando hechos tan repugnantes se producen, y además con frecuencia, no tiene nadie en particular la culpa, sino la institución misma, que está mal planteada. Son los estudiantes quienes, previamente organizados para ello, deben dirigir el orden interior de la Universidad, asegurar el decoro de los usos y maneras, imponer la disciplina material y sentirse responsables de ella. 333 tiene que ser aún reducido a lo que de hecho puede el estudiante aprender con holgura y plenitud. N o basta que algo sea necesario. A lo mejor, aunque necesario, supera prácticamente las posibilidades del estudiante, y sería utópico hacer aspavientos sobre su carácter de imprescindible. N o se debe enseñar sino lo que se puede de verdad aprender. E n este punto hay que ser inexorable y proceder a rajatabla. III L O Q U E L A U N I V E R S I D A D T I E N E Q U E S E R «PRIMERO». L A U N I V E R S I D A D , L A P R O F E S I Ó N Y L A C I E N C I A ' Aplicando estos principios nos encontramos con los siguientes lemas: A) La Universidad consiste, primero y por ¡o pronto, en la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio. B) Hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto —situarlo a la altura de los tiempos—. Por tanto, la función primaria y central de la Universidad es la enseñanza de las grandes disciplinas culturales. Éstas son: 1. Imagen física del mundo (Física). 2. Los temas fundamentales de la vida orgánica (Biología). 3. E l proceso histórico de la especie humana (Historia). 4. La estructura y funcionamiento de la vida social (Socio- logía). 5. E l plano del Universo (Filosofía). C) Hay que hacer del hombre medio un buen profesional. Junto al aprendizaje de la cultura, la Universidad le enseñará, por los procedimientos intelectualmente más sobrios, inmediatos y eficaces, a ser un buen médico, un buen juez, un buen profesor de Matemáticas o de Historia en un Instituto. Pero lo específico de la enseñanza profesional no aparecerá claro mientras no discutamos el lema. D) N o se ve razón ninguna densa para que el hombre medio necesite ni deba ser un hombre científico. Consecuencia escandalosa: la ciencia, en su sentido propio, esto es, la investigación científica, 335 no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas. E n qué sentido, no obstante, la Universidad es inseparable de la. ciencia y, por tanto, tiene que ser también o además investigación científica es cosa que más adelante veremos. Es lo más probable que sobre esta opinión heterodoxa caiga el diluvio de tonterías que sobre cualquier asunto amenaza siempre desde el horizonte, torrencial como panza de nube gorda. N o dudo de que existan objeciones serias a mi tesis; pero antes de que éstas lleguen se producirá la habitual erupción en el volcán de lugares comunes que es todo hombre cuando habla de una cosa sin haber pensado antes en ella. Este plan universitario supone en el lector la benévola resolución de no querer confundir tres cosas que son de sobra diferentes: cultura, ciencia y profesión intelectual. Evitemos que todos los gatos se nos vuelvan pardos, porque ello acusaría en nosotros un inmoderado apetito de nocturnidad. Ante todo separemos profesión y ciencia. Ciencia no es cualquiera cosa. No es ciencia comprarse un microscopio o barrer un laboratorio; pero tampoco lo es explicar o aprender el contenido de una ciencia. E n su propio y auténtico sentido, ciencia es sólo investigación: plantearse problemas, trabajar en resolverlos y llegar a una solución. E n cuanto se ha arribado a ésta, todo lo demás que con esta solución se haga (i) ya no es ciencia. Por eso no es ciencia aprender una ciencia ni enseñarla, como no es usarla ni aplicarla. Tal vez convenga —ya veremos con qué reservas— que el hombre encargado de enseñar una ciencia sea por su persona un científico. Pero en puro rigor no es necesario, y de hecho ha habido y hay formidables maestros de ciencias que no son investigadores, es decir, científicos. Basta con que sepan su ciencia. Pero saber no es investigar. Investigar es descubrir una verdad o su inverso: demostrar un error. Saber es simplemente enterarse bien de esa verdad, poseerla una vez hecha, lograda. En los comienzos de la ciencia, allá en Grecia, cuando aún no había apenas ciencia hecha, no se corría el mismo riesgo que ahora de confundirla con lo que no es ella. Hasta el punto de que las palabras con que se la denominaba mostraban a la intemperie su estricto (1) Salvo volverla a poner en cuestión, convertirla de nuevo en problema (criticarla) y, por tanto, reiterar todo el proceso en que consiste la investigación. 336 consistir en pura búsqueda, trabajo creador, investigación. Todavía el contemporáneo de Platón y aun de Aristóteles, carecía de un término que correspondiese exactamente —incluso en sus valores equívocos— a nuestro vocablo ciencia. Decía «historia», «exétaxis», «filosofía», que significan —con uno u otro matiz— ocupación, ejercicio, indagación, tendencia; pero no posesión. E l nombre mismo «filo-sofía» se originó en el empeño de no confundir la sólita sabiduría con aquel género de actividad nueva que no era encontrarse sabiendo, sino buscar un saber (i). La ciencia es una de las cosas más altas que el hombre hace y produce. Desde luego es cosa más alta que la Universidad en cuanto ésta es institución docente. Porque la ciencia es creación, y la acción pedagógica se propone sólo enseñar esa creación, transmitirla, inyectarla y digerirla. Es cosa tan alta la ciencia, que es delicadísima y —quieras o no— excluye de sí al hombre medio. Implica una vocación peculiarísima y sobremanera infrecuente en la especie humana. El científico viene a ser el monje moderno. Pretender que el estudiante normal sea un científico es, por lo pronto, una pretensión ridicula que sólo ha podido abrigar (las pretensiones se abrigan, como los catarros y demás inflamaciones) el vicio de utopismo característico de las generaciones anteriores a la nuestra. Pero además no es tampoco deseable ni aun idealmente. La ciencia es una de las cosas más altas, pero no la única. Hay otras pares a su lado, y no hay razón para que aquélla llene a la humanidad, desalojando éstas. Y , sobre todo, la ciencia es de lo más alto: la ciencia, pero no el científico. E l hombre de ciencia es un modo de existencia humana tan limitado como otro cualquiera, y aun más que algunos imaginables y posibles. Y o no puedo ni quiero extenderme ahora en el análisis de lo que es ser hombre de ciencia. La ocasión no es oportuna, y algo de lo que dijese podría parecer nocivo. Resumo sólo lo urgente haciendo notar que con notoria frecuencia el verdadero científico ha sido, hasta ahora al menos, como hombre, un monstruo, un maniático, cuando no un demente. L o valioso, lo maravilloso, es lo que ese hombre limitadísimo segrega: la perla, no la ostra perlera. N o vale «idealizar» y presentarnos como ideal que todos los hombres fuesen de ciencia, sin hacerse bien cargo de todas (1) La voz episteme corresponde más bien al conjunto de significados que remueve en nosotros la voz conocimiento. Sobre la extrañeza por la novedad del nombre filosofía recuérdese lo de Cicerón en Tusculanae disputationes, V, 3. TOMO IV.—22 337 las condiciones —prodigiosas unas, semimorbosas otras— que hacen posible normalmente al científico (i). Es preciso separar la enseñanza profesional de la investigación científica y que ni en los profesores ni en los muchachos se confunda lo uno con lo otro, so pena de que, como ahora, lo uno dañe a lo otro. Sin duda el aprendizaje profesional incluye muy principalmente la recepción del contenido sistemático de no pocas ciencias Pero se trata del contenido, no de la investigación, que en él termina. E n tesis general, el estudiante o aprendiz normal no es un aprendiz científico. E l médico tiene que aprender a curar, y en cuanto médico, no tiene que aprender más: para ello necesita conocer el sistema de la fisiología clásico en su tiempo; pero ni necesita ser ni hay que soñar en que sea, hablando en serio, un fisiólogo. ¿Por qué empeñarse en lo imposible? N o comprendo. A mí me produce repugnancia ese prurito de hacerse ilusiones (hay que tenerlas, pero no hacérselas), esa constante megalomanía, ese utopismo obstinado en fingirse que se consigue lo que no se consigue. E l utopismo lleva a la pedagogía de Onán. La virtud del niño es el deseo, y su papel, soñar. Pero la virtud del hombre es querer, y su papel hacer, realizar (2). E l imperativo de hacer, de conseguir efectivamente algo, nos fuerza a limitarnos. Y eso, limitarse, es la verdad, la autenticidad de la vida. Por eso toda vida es destino. Si fuese nuestra existencia ilimitada en formas posibles y en duración, no habría destino. ¡Jóvenes, la vida auténtica consiste en la alegre aceptación del inexorable destino, de nuestra incanjeable limitación! Eso es lo que con honda intuición llamaban los místicos hallarse en «estado de gracia». E l que de verdad ha aceptado una vez su destino, su limitación, quien les ha dicho «sí», es inconmovible. Impavidum ferient ruinael E l que tiene vocación de médico y nada más, que no flirtee con la ciencia: hará sólo ciencia chirle. Y a es mucho, ya es todo, si es buen médico. L o mismo digo del que va a ser profesor de Historia en un Instituto de segunda enseñanza. ¿No es un error perturbarlo en la Universidad haciéndole creer que va a ser un historiador? ¿Qué se gana con ello? Hacerle perder tiempo con el estudio fracasado de técnicas necesarias para la ciencia de la Historia, pero sin sentido (1) Es notoria, por ejemplo, la facilidad con que los científicos se han entregado siempre a las tiranías. Esto ni es un azar ni casi una responsabilidad. Tiene una causa honda y seria y hasta respetabilísima. (2) El querer se diferencia del deseo en que es siempre un querer hacer, querer lograr. 338 para un profesor de Historia, y quitárselo para que llegue a poseer una idea clara, estructurada y sencilla del cuerpo general de la historia humana que es su misión enseñar (i). Ha sido desastrosa la tendencia que ha llevado el predominio de la «investigación» en la Universidad. Ella ha sido la causa de que se elimine lo principal: la cultura. Además, ha hecho que no se cultive intensamente el propósito de educar profesionales ad hoc. En las facultades de Medicina se aspira a que se enseñe hiperexacta fisiología o química superferolítica; pero tal vez, en ninguna del mundo, se ocupa nadie en serio de pensar qué es hoy ser un buen médico, cuál debe ser el tipo modelo del médico actual. La profesión, que después de la cultura es lo más urgente, se deja a la buena de Dios. Pero el daño que esta confusión acarrea es recíproco. También la ciencia padece de este utópico acercamiento a las pro- fesiones. La pedantería y la falta de reflexión han sido grandes agentes de este vicio de «cientificismo» que la Universidad padece. E n España comienzan ambas potencias deplorables a representar un gravísimo estorbo. Cualquier pelafustán que ha estado seis meses en un laboratorio o seminario alemán o norteamericano, cualquier sinsote que ha hecho un descubrimiento científico, se repatría convertido en un «nuevo rico» de la ciencia, en un parvenú de la investigación. Y sin pensar un cuarto de hora en la misión de la Universidad, propone las reformas más ridiculas y pedantes. E n cambio, es incapaz de enseñar su «asignatura», porque ni siquiera conoce íntegra la disciplina. Hay, pues, que sacudir bien de ciencia el árbol de las profesiones, a fin de que quede de ella lo estrictamente necesario y pueda atenderse a las profesiones mismas, cuya enseñanza se halla hoy completamente silvestre. En este punto todo está por iniciar (2). Una ingeniosa racionalización pedagógica permitiría enseñar mucho más eficaz y redondeadamente las profesiones, en menos tiempo y con mucho menos esfuerzo. Pero ahora acudamos a la otra distinción entre ciencia y cultura. (1) Ni que decir tiene, ha de enseñársele también en qué consisten las técnicas por las cuales se obtiene la Historia. Pero esto no significa que se le fuerce a adquirir esas técnicas. (2) La misma idea o prototipo de cada profesión —lo que es ser módico, juez, abogado, profesor de instituto, etc.— no está hoy dibujado en la mente pública, ni nadie se ocupa de estudiarlo y fijarlo. I V C U L T U R A Y C I E N C I A Si resumimos el sentido de las relaciones entre profesión y ciencia, nos encontramos con algunas ideas claras. Por ejemplo, que la Medicina no es ciencia. Es precisamente una profesión, una actividad práctica. Como tal, significa un punto de vista distinto del de la ciencia. Se propone curar o mantener la salud en la especie humana. A este fin echa mano de cuanto parezca a propósito: entra en la ciencia y toma de sus resultados cuanto considera eficaz; pero deja el resto. Deja de la ciencia sobre todo lo que es más característico: la fruición por lo problemático. Bastaría esto para diferenciar radicalmente la Medicina de la ciencia. Esta consiste en un «prurito» de plantear problemas. Cuanto más sea esto, más puramente cumple su misión. Pero la Medicina está ahí para aprontar soluciones. Si son científicas, mejor. Pero no es necesario que lo sean. Pueden proceder de una experiencia milenaria que la ciencia aún no ha explicado, ni siquiera consagrado. E n los últimos cincuenta años, la Medicina se ha dejado arrollar por la ciencia, e infiel a su misión, no ha sabido afirmar debidamente su punto de vista profesional (i). Ha cometido el pecado de toda esa época: no aceptar su destino, bizquear, querer ser lo otro —en este caso, querer ser ciencia pura. (1) A su vez, siendo fiel a su punto de vista —curar—, es como la labor médica resulta más fecunda para la ciencia. La fisiología contemporánea nació (a comienzos del siglo pasado), no de los hombres de ciencia, sino de los módicos, que, desentendiéndose del escolasticismo reinante en la biología del siglo x v n i (anatomismo, sistemática, etc.), aceptaron la urgencia de su misión y procedieron mediante teorías pragmáticas de cura. Véase sobre esto el libro —que conforme pasa el tiempo más admirable parece— de Kadl, Historia de las teorías biológicas, tomo II. Revista de Occidente, Madrid. 340 N o confundamos, pues; la ciencia, al entrar en la profesión, tiene que desarticularse como ciencia, para organizarse, según otro centro y principio, como técnica profesional. Y si esto es así, también debe tenerse en cuenta para la enseñanza de las profesiones. Algo parejo acontece en las relaciones entre cultura y ciencia. Su distinción me parece bastante clara. Pero yo quisiera no sólo dejar bien preciso en la mente del lector el concepto de cultura, sino mostrar su radical fundamento. Esto supone al lector la tarea de leer con algún detenimiento y rumiar el apretado escorzo que sigue: Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. Mejor: el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive. Porque no hay remedio ni evasión posible: el hombre vive siempre desde unas ideas determinadas, que constituyen el suelo donde se apoya su existencia. Esas que llamo «ideas vivas o de que se vive» son, ni más ni menos, el repertorio de nuestras efectivas convicciones sobre lo que es el mundo y son los prójimos, sobre la jerarquía de los valores que tienen las cosas y las acciones: cuáles son más estimables, cuáles son menos. N o está en nuestra mano poseer o no un repertorio tal de convicciones. Se trata de una necesidad ineludible, constitutiva de toda vida humana, sea la que sea. La realidad que solemos nombrar «vida humana», nuestra vida, la de cada cual, no tiene nada que ver con la biología o ciencia de los cuerpos orgánicos. La biología, como cualquiera otra ciencia, no es más que una ocupación a que algunos hombres dedican su «vida». E l sentido primario y más verdadero de esta palabra «vida» no es, pues, biológico, sino biográfico, que es el que posee desde siempre en el lenguaje vulgar. Significa el conjunto de lo que hacemos y somos, esa terrible faena —que cada hombre tiene que ejecutar por su cuenta— de sostenerse en el Universo, de llevarse o conducirse por entre las cosas y seres del mundo. «Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él» (i). Si estos actos y ocupaciones en que nuestro vivir consiste se produjesen en nosotros mecánicamente, no serían vivir, vida humana. E l autómata no vive. L o grave del asunto es que la vida no nos es dada hecha, sino que, queramos o no, tenemos que irla decidiendo nosotros instante tras instante. E n cada minuto necesitamos resolver lo que vamos a hacer en el inmediato, y (1) Tomo esta fórmula de mi ensayo El Estado, la juventud y él Carnaval, publicado en La Nación, de Buenos Aires, en diciembre de 1924 y reproducido en El Espectador, tomo VII, 1930, con el título El Origen deportivo del Estado. [En el tomo II de estas Obras Completas.] 341 esto quiere decir que la vida del hombre constituye para él un problema perenne. Para decidir ahora lo que va a hacer y ser dentro de un momento, tiene, quiera o no, que formarse un plan, por simple o pueril que éste sea. N o es que deba formárselo, sino que no hay vida posible, sublime o ínfima, discreta o estúpida, que no consista esencialmente en conducirse según un plan (i). Incluso abandonar nuestra vida a la deriva en una hora de desesperación es ya adoptar un plan. Toda vida, por fuerza, «se planea» a sí misma. O lo que es igual: al decidir cada acto nuestro nos decidimos porque nos parece ser el que, dadas las circunstancias, tiene mejor sentido. Es decir, que toda vida necesita —quiera o no— justificarse ante sus propios ojos, La justificación ante sí misma es un ingrediente consustancial a nuestra vida. Tanto da decir que vivir es comportarse según plan como decir que la vida es incesante justificación de sí misma. Pero ese plan y esa justificación implican que nos hemos formado una «idea» de lo que es el mundo y las cosas en él, y nuestros actos posibles sobre él. En suma: el hombre no puede vivir sin reaccionar ante el aspecto primerizo de su contorno o mundo, forjándose una interpretación intelectual de ély de su posible conducta en él. Esta interpretación es el repertorio de convicciones o «ideas» sobre el Universo y sobre sí mismo a que arriba me refiero y que —ahora se ve claro— no pueden faltar en vida ninguna (2). La casi totalidad de esas convicciones o «ideas» no se las fabrica robinsonescamente el individuo, sino que las recibe de su medio histórico, de su tiempo. E n éste se dan, naturalmente, sistemas de convicciones muy distintos. Unos son supervivencia herrumbrosa y torpe de otros tiempos. Pero hay siempre un sistema de ideas vivas que representa el nivel superior del tiernpo, un sistema que es plenamente actual. Ese sistema es la cultura. Quien quede por debajo de él, quien viva de ideas arcaicas, se condena a una vida menor, más difícil, penosa y tosca. Es el caso del hombre o del pueblo incultos. Su existencia va en carreta, mientras a la vera pasan otras en poderosos automóviles. Tiene aquélla una idea del mundo menos certera, rica (1) Lo sublime o ínfimo, discreto o estúpido de una vida es precisamente su plan. Bien entendido que nuestro plan no es único para toda la vida; puede variar constantemente. Lo importante es que nunca falta uno u otro. (2) Se comprende que cuando tan radical ingrediente de nuestra vida, como es su modo de justificarse ante sí misma, funciona anómalamente, la enfermedad es gravísima. Esto acontece e n el nuevo tipo de hombre que estudia mi libro ha rebelión de las masas. 342 y aguda que éstas. A l quedar el hombre bajo el nivel vital de su tiempo, se convierte —relativamente— en un infrahombre. E n nuestra época, el contenido de la cultura viene en su mayor parte de la ciencia. Pero lo dicho basta para hacer notar que la cultura no es la ciencia. E l que hoy se crea más que en nada en la ciencia no es a su vez un hecho científico, sino una fe vital —por tanto, una convicción característica de nuestra cultura. Hace quinientos años se creía en los Concilios, y el contenido de la cultura emanaba en buena porción de ellos. La cultura, pues, hace con la ciencia lo mismo que hacía la profesión. Espuma de aquélla lo vitalmente necesario para interpretar nuestra existencia. Hay pedamos enteros de la ciencia que no son cultura, sino pura técnica científica. Viceversa: la cultura necesita —por fuerza, quiérase o no— poseer una idea completa del mundo y del hombre; no le es dado detenerse, como la ciencia, allí donde los métodos del absoluto rigor teórico casualmente terminan. La vida no puede esperar a que las ciencias expliquen científicamente el Universo. N o se puede vivir ad kalendas graecas. E l atributo más esencial de la existencia es su perentoriedad: la vida es siempre urgente. Se vive aquí y ahora sin posible demora ni traspaso. La vida nos es disparada a quemarropa. Y a la cultura, que no es sino su interpretación, no puede tampoco esperar. Esto confirma su diferencia de las ciencias. De la ciencia no se vive. Si el físico tuviese que vivir de las ideas de su física, estad seguros de que no se andaría con remilgos y no esperaría a que dentro de cien años complete otro investigador las observaciones que él ha iniciado. Renunciaría a una solución total exacta y completaría con anticipaciones aproximadas o verosímiles lo que falta aún —lo que faltará siempre— al rigoroso cuerpo doctrinal de la física. E l régimen interior de la actividad científica no es vital; el de la cultura, sí. Por eso, a la ciencia la traen sin cuidado nuestras urgencias y sigue sus propias necesidades. Por eso se especializa y diversifica indefinidamente; por eso no acaba nunca. Pero la cultura va regida por la vida como tal, y tiene que ser en todo instante un sistema completo, integral y claramente estructurado. Es ella el'plano de la vida, la guía de caminos por la selva de la existencia. Esta metáfora de las ideas como vías, caminos ( = méthodos), es tan vieja como la cultura misma. Se comprende muy bien su origen. Cuando nos hallamos en una situación difícil, confusa, nos parece tener delante una selva tupida, enmarañada y tenebrosa, por donde no podemos caminar, so pena de perdernos. Alguien no 343 explica la situación con una idea feliz, y entonces sentimos en nosotros una súbita iluminación. Es la luz de la evidencia. La maraña nos parece ahora ordenada, con líneas claras de estructuras, que semejan caminos francos abiertos en ella. De ahí que vayan juntos los vocablos método e iluminación, ilustración, Aufklärung. L o que hoy llamamos «hombre culto», hace no más de un siglo se decía «hombre ilustrado» —esto es, hombre que ve a plena luz los caminos de la vida. Hay que acabar para siempre con cualquiera vagarosa imagen de la ilustración y la cultura donde éstas aparezcan como aditamento ornamental que algunos hombres ociosos ponen sobre su vida. N o cabe tergiversación mayor. La cultura es un menester imprescindible de toda vida, es una dimensión constitutiva de la existencia humana, como las manos son un atributo del hombre. E l hombre a veces no tiene manos; pero entonces no es tampoco un hombre, sino un hombre manco. L o mismo, sólo que mucho más radicalmente, puede decirse que una vida sin cultura es una vida manca, fracasada y falsa. E l hombre que no vive a la altura de su tiempo, vive por debajo de lo que sería su auténtica vida, es decir, falsifica o estafa su propia vida, la desvive. Hoy atravesamos —contra ciertas presunciones y apariencias— una época de terrible incultura. Nunca tal vez el hombre medio ha estado tan por debajo de su propio tiempo, de lo que éste le demanda. Por lo mismo, nunca han abundado tanto las existencias falsificadas, fraudulentas. Casi nadie está en su quicio, hincado en su auténtico destino. E l hombre al uso vive de subterfugios con que se miente a sí mismo, fingiéndose en torno un mundo muy simple y arbitrario, a pesar de que la conciencia vital le hace constar a gritos que su verdadero mundo, el que corresponde a la plena actualidad, es enormemente complejo, preciso y exigente. Pero tiene miedo —el hombre medio es hoy muy débil, a despecho de sus gesticulaciones matonescas—, tiene miedo de abrirse a ese mundo verdadero, que exigiría mucho de él, y prefiere falsificar su vida reteniéndola hermética en el capullo gusanil de su mundo ficticio y simplicísimo. De aquí la importancia histórica que tiene devolver a la Universidad su tarea central de «ilustración» del hombre, de enseñarle la plena cultura del tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica. Y o haría de una «Facultad» de Cultura el núcleo de la Universidad y de toda la enseñanza superior. Más arriba queda dibujado 344 el cuadro de sus disciplinas. Cada una lleva dos nombres. Por ejemplo, se dice «Imagen física del mundo» (Física). Con esta dualidad en la denominación se quiere sugerir la diferencia que hay entre una disciplina cultural, esto es, vital, y la ciencia correspondiente de que aquélla se nutre. E n la «Facultad» de Cultura no se explicará Física según ésta se presenta a quien va a ser de por vida un investigador fisicomatemático. La física de la Cultura es la rigorosa síntesis ideológica de la figura y del funcionamiento del cosmos material, según resultan de la investigación física hecha hasta el día. Además, esa disciplina expondrá en qué consiste el modo de conocimiento que emplea el físico para llegar a su portentosa construcción, lo cual obliga a aclarar y analizar los principios de la Física y a escorzar breve, pero muy estrictamente, su evolución histórica. Esto último permitirá al estudiante darse clara cuenta de lo que era el «mundo» hacia el cual vivía el hombre de ayer y de anteayer, o de hace mil años, y, por contraste, cobrar conciencia plena de la peculiaridad de nuestro «mundo» actual. Este es el momento de contestar a una objeción que, surgida en el comienzo de mi ensayo, quedó demorada. ¿Cómo podrá —se dice— resultar inteligible la actual imagen física de la materia para quien no es ducho en alta matemática? Cada día el método matemático penetra más hasta la medula el cuerpo de la Física. Y o quisiera que el lector se hiciese bien cargo de la tragedia sin escape que para el porvenir humano representaría el que eso fuese cierto. Una de dos: o para no vivir ineptamente, sin noticia de lo que es el mundo material en que nos movemos, tendrían todos los hombres —velis nolis— que ser físicos, que dedicarse (i) a la investigación, o resignarse a una existencia que por una de sus dimensiones sería estúpida. Frente al hombre corriente se colocaría el físico como un ser dotado de un saber mágico y hierático. Ambas soluciones serían, entre otras cosas, ridiculas. Pero, por fortuna, no hay tal. E n primer lugar, la doctrina aquí sustentada lleva a demandar una racionalización intensísima en los métodos de la enseñanza, desde la primaria a la superior. Precisamente al subrayar la diferencia entre ciencia y la enseñanza de la ciencia se hace posible desarticular aquélla para nacerla más fácilmente asimilable. E l «principio de la economía en la enseñanza» no se contenta con eliminar disciplinas que el estudiante no puede aprender, sino que (1) Nótese que todo dedicarse, si es verdadero, es dedicar la vida. Nada menos. 345 economiza también en los modos como ha de enseñarse lo que se enseñe. De esta suerte se obtiene un doble margen de holgura en la capacidad del estudiante para que pueda a la postre aprender más cosas que hoy (i). Y creo, pues, que el día de mañana ningún estudiante llegará a la Universidad sin conocer la matemática física lo suficientemente bien para poder siquiera entender las fórmulas. Los matemáticos exageran un poco las dificultades de su sabiduría. Las matemáticas, aunque muy extensas, son, después de todo, habas contadas. Si hoy parecen tan difíciles, es porque falta la labor directamente dirigida a simplificar su enseñanza. Esto me sirve de ocasión para declarar por primera vez, con cierta solemnidad, que si no se fomenta ese género de labor intelectual, dedicada no tanto a aumentar la ciencia en el sentido habitual de la investigación cuanto a simplificarla y producir en ella síntesis quintaesenciadas, sin pérdida de sustancia y calidad, el porvenir de la ciencia misma sería desastroso. Es preciso que no prosigan la dispersión y complicación actuales del trabajo científico sin que sean compensadas por otro trabajo científico especial inspirado en un interés opuesto: la concentración y la simplificación del saber. Y hay que criar y depurar un tipo de talentos específicamente sinteti^adores. Va en ello el destino de la ciencia misma. Pero, en segundo lugar, niego rotundamente que las ideas fundamentales —principios, modos del conocimiento y últimas conclusiones— de una ciencia real, sea la que sea, requieran por fuerza para ser comprendidas una formal habituación técnica. La verdad es lo contrario: conforme dentro de una ciencia se va llegando a ideas que exigen ineludiblemente hábito técnico, es que esas ideas van en la misma medida perdiendo su carácter fundamental y van siendo sólo asuntos intracientíficos, es decir, instrumentales (2). E l dominio de la alta matemática es imprescindible para hacer Física, pero no para entenderla humanamente. A un tiempo, por suerte y por desgracia, la nación que hoy lleva gloriosa e indisputadamente la dirección de la ciencia es la alemana. Ahora bien: el alemán, junto a su prodigioso genio y su seriedad para la ciencia, arrastra un defecto congénito y muy difícil de extirpar: (1) Precisamente porque se ahorra en el enseñar se obtiene más cantidad de efectivo aprendizaje. (2) E n pura verdad, la matemática tiene íntegramente este carácter instrumental y no fundamental o real, como le acontece a la ciencia que estudia el microscopio. 346 i i j es pedante y hermético. L o es a nativitate. Esto trae consigo que no ] pocos lados y cosas de la ciencia actual no sean en verdad pura y efectiva ciencia, sino ganga pedantesca y... «falta de mundo». Una de las faenas que Europa necesita realizar pronto es libertar la ciencia contemporánea de sus excrecencias, ritos y manías exclusivamente alemanes y dejar exenta su porción esencial (i). Europa no se salva si no entra de nuevo en caja, y este encaje tiene que ser más rigoroso que los hasta ahora usados y abusados. Nadie deberá escapar a él. Tampoco el hombre de ciencia. Hoy queda en éste no poco de feudalismo, de egoísmo, de indisciplina, engreimiento y gesto hierático. Hay que humanizar al científico, que a mediados del siglo último se insubordinó, contaminándose vergonzosamente del evangelio de rebelión, que es desde entonces la gran vulgaridad, la gran falsedad del tiempo (2). Es preciso que el hombre de ciencia deje de ser lo que hoy es con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa. Por fortuna, las primeras figuras de la actual generación de científicos se han sentido forzadas, por necesidades internas de su ciencia misma, 2. complementar su especialismo con una cultura integral. Los demás, inevitablemente, seguirán sus pasos. La merina sigue siempre al carnero adalid. Todo aprieta para que se intente una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo. Pero la faena que ello impone es tremenda y no se puede lograr mientras no exista una metodología de la enseñanza superior, pareja al menos de la que ya existe en los otros grados de la enseñanza. Hoy falta por completo, aunque parezca mentira, una pedagogía universitaria. Ha llegado a ser un asunto urgentísimo e inexcusable de la humanidad inventar una técnica para habérselas adecuadamente con la acumulación de saber que hoy posee. Si no encuentra maneras fáciles (1) No se olvide, para entender lo aquí insinuado, que va dicho por quien debe a Alemania las cuatro quintas partes de su haber intelectual y que siente hoy con más consciência que nunca la superioridad indiscutible y gigantesca de la ciencia alemana sobre todas las demás. La cuestión aludida no tiene que ver con esto. (2) En el orden moral, la tarea máxima del presente consiste en convencer a los hombres vulgares —los no vulgares no han caído nunca en la trampa— de toda la necedad inane que encierra ese imperativo de rebelión, tan barato, tan poco exigente, y cómo, sin embargo, casi todas las cosas contra las cuales el hombre se ha rebelado merecen, en efecto, ser enterradas. La única verdadera rebelión es la creación —la rebelión contra la nada, el antinihilismo. Luzbel es el patrono de los pseudorrebeldes. 347 para dominar esa vegetación exuberante, quedará el hombre ahogado por ella. Sobre la selva primaria de la vida vendría a yuxtaponerse esta selva secundaria de la ciencia, cuya intención era simplificar aquélla. Si la ciencia puso orden en la vida, ahora será preciso poner también orden en la ciencia, organizaría —ya que no es posible reglamentarla—, hacer posible su perduración sana. Para ello hay que vitalizarla, esto es, dotarla de una forma compatible con la vida humana que la hi^pj para la cualfue hecha. De otro modo —no vale recostarse en vagos optimismos—, la ciencia se volatilizará; el hombre se desinteresará de ella. Véase por dónde, al meditar sobre cuál sea la misión de la Universidad y descubrir el carácter peculiar —sintético y sistemático— de sus disciplinas culturales, desembocamos en vastas perspectivas, que rebasan el recinto pedagógico y nos hacen ver en la institución universitaria un órgano de salvación para la ciencia misma. La necesidad de crear vigorosas síntesis y sistematizaciones del saber para enseñarlas en la «Facultad» de Cultura, irá fomentando un género de talenta científico que hasta ahora sólo se ha producido por azar: el talento integrador. E n rigor, significa éste —como ineluctablemente todo esfuerzo creador— una especialización; pero aquí el hombre se especializa precisamente en la construcción de una totalidad. Y el movimiento que lleva a la investigación a disociarse indefinidamente en problemas particulares, a pulverizarse, exige una regulación compensatoria —como sobreviene en todo organismo saludable— mediante un movimiento de dirección inversa que contraiga y retenga en un rigoroso sistema la ciencia centrífuga. Hombres dotados de este genuino talento andan más cerca de ser buenos profesores que los sumergidos en la habitual investigación. Porque uno de los males traídos por la confusión de ciencia y Universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo. Así me ha acontecido durante mis años de estudio en Alemania: he convivido con muchos de los hombres de ciencia más altos de la época, pero no he topado con un solo buen maestro (i). ¡Para que venga nadie a contarme que la Universidad Alemana es, como institución, un modelo! (1) Lo cual no es decir que no los haya; pero sí que no los hay con la mínima frecuencia exigible. V L O Q U E L A U N I V E R S I D A D T I E N E Q U E S E R « A D E M Á S » E l «principio de la economía», que es a la par la voluntad de tomar las cosas según son, y no utópicamente, nos ha llevado a delimitar la misión primaria de la Universidad en esta forma: i.° Se entenderá por Universidad stricto sensu la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional. 2.0 La Universidad no tolerará en sus usos farsa ninguna; es decir, que sólo pretenderá del estudiante lo que prácticamente puede exigírsele. 3.0 Se evitará, en consecuencia, que el estudiante medio pierda parte de su tiempo en fingir que va a ser un científico. A este fin se eliminará del torso o mínimun de estructura universitaria la investigación científica propiamente tal. 4.0 Las disciplinas de cultura y los estudios profesionales serán ofrecidos en forma pedagógicamente racionalizada —sintética, sistemática y completa—, no en la forma que la ciencia abandonada a sí misma preferiría: problemas especiales, «trozos» de ciencia, ensayos de investigación. 5.0 N o decidirá en la elección del profesorado el rango que como investigador posee el candidato, sino su talento sintético y sus dotes de profesor. 6.° Reducido el aprendizaje de esta suerte al mínimum en cantidad y calidad, la Universidad será inexorable en sus exigencias frente al estudiante. Este ascetismo en las pretensiones, esta lealtad un poco ruda con que se reconocen los límites de lo asequible, permitirá, yo creo, lo- 349 grar lo fundamental en la vida universitaria, que es colocarla en su verdad, en su limitación, en su interna y radical sinceridad. L a nueva vida, como arriba he dicho, tiene que reformarse tomando como punto de partida rigoroso la simple aceptación del destino: el del individuo o el de la institución. Todo lo demás que queramos por añadidura hacer de nosotros o de las cosas —Estado, instituciones particulares—, sólo prenderá y fructificará si lo sembramos sobre la tierra de esa previa aceptación de nuestro destino, de nuestro mínimum. Europa está enferma porque pretende desde luego ser diez el que no se ha esforzado antes en ser siquiera uno, o dos, o tres. E l destino es la única gleba donde la vida humana y todas sus aspiraciones pueden echar raíces. L o demás es vida falsificada, vida al aire, sin autenticidad vital, sin autoctonía o indigenato. Ahora podemos abrirnos sin reservas y sin cautelas a todo lo que debe ser «además» la Universidad. En efecto: la Universidad, que por lo pronto es sólo lo dicho, no puede ser eso sólo. Ahora llega el instante justo para que reconozcamos en toda su amplitud y esencialidad el papel de la ciencia en la fisiología del cuerpo universitario, un cuerpo que es precisamente un espíritu. En primer lugar, hemos visto que cultura y profesión no son ciencia, pero que se nutren principalmente de ella, Sin ciencia, es imposible el destino del hombre europeo. Significa éste en el gigantesco panorama de la historia el ser resuelto a vivir desde su intelecto, y la ciencia no es sino un intelecto en forma. ¿Es, por ventura, un azar que sólo Europa haya —entre tantos y tantos pueblos— poseído Universidades? La Universidad es el intelecto— y, por lo tanto, la ciencia —como institución, y esto —que del intelecto se haga una institución —ha sido la voluntad específica de Europa frente a otras razas, tierras y tiempos; significa la resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su inteligencia y desde ella. Otros habrían preferido vivir desde otras facultades y potencias (recuérdense las maravillosas concreciones en que Hegel resume la historia universal, como un alquimista reduce las toneladas de carbón en unos diamantes. ¡Persia, o la luz! —se entiende la religión mágica. ¡Grecia, o la gracia! ¡India, o el sueño! ¡Roma, o el mando!) (i). Europa es la inteligencia. ¡Facultad maravillosa, sí; maravillosa porque es la única que percibe su propia limitación, y de este modo (1) Hegel: Lecciones de filosofía de la Historia universal. Versión espa ñola. Revista de Occidente, 1928. 350 prueba hasta qué punto la inteligencia es, en efecto, inteligentel Esta potencia, que es a un tiempo freno de sí misma, se realiza en la ciencia. Si la cultura y las profesiones quedaran aisladas en la Universidad, sin contacto con la incesante fermentación de la ciencia, de la investigación, se anquilosarían muy pronto en sarmentoso escolasticismo. Es preciso que en torno a la Universidad mínima establezcan sus campamentos las ciencias —laboratorios, seminarios, centros de discusión. Ellas han de constituir el humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces. Ha de estar, pues, abierta a los laboratorios de todo género, y a la vez reobrar sobre ellos. T o dos los estudiantes superiores al tipo medio irán y vendrán en esos campamentos a la Universidad, y viceversa. Allí se darán cursos desde un punto de vista exclusivamente científico sobre todo lo humano y lo divino. De los profesores, unos, más ampliamente dotados de capacidad, serán a la vez investigadores, y los otros, los que sólo sean «maestros», vivirán excitados y vigilados por la ciencia, siempre en ácido fermento. L o que no es admisible es que se confunda el centro de la Universidad con esa zona circular de las investigaciones que debe rodearla. Son ambas cosas —Universidad y laboratorio— dos órganos distintos y correlativos en una fisiología completa. Sólo que el carácter institucional compete propiamente a la Universidad. La ciencia es una actividad demasiado sublime y exquisita para que se pueda hacer de ella una institución. La ciencia es incoercible e irreglamentable. Por eso se dañan mutuamente la enseñanza superior y la investigación cuando se pretende fundirlas, en vez de dejar la una a la vera de la otra, en canje de influjos muy intenso, pero muy libre; constante, pero espontáneo. Conste, pues: la Universidad es distinta, pero inseparable de la ciencia. Y o diría: la Universidad es, además, ciencia. Pero no un además cualquiera y a modo de simple añadido y externa yuxtaposición, sino que —ahora podemos, sin temor a confusión, pregonarlo— la Universidad tiene que ser antes que Universidad, ciencia. Una atmósfera cargada de entusiasmos y esfuerzos científicos es el supuesto radical para la existencia de la Universidad. Precisamente porque ésta no es, por sí misma, ciencia —creación omnímoda del saber rigoroso— tiene que vivir de ella, Sin este supuesto, cuanto va dicho en este ensayo carecería de sentido. La ciencia es la dignidad de la Universidad, más aún —porque, al fin y al cabo, hay quien vive sin dignidad—, es el alma de la Universidad, el principio mismo que le nutre de vida e impide que sea sólo un 351 vil mecanismo. Todo esto va dicho en la afirmación de que la Universidad es, además, ciencia. Pero es, además, otra cosa (i). N o sólo necesita contacto permanente con la ciencia, so pena de anquilosarse. Necesita también contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente, que es siempre un integrum y sólo se puede tomar en totalidad y sin amputaciones ad usum delphinis. La Universidad tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella. Y no digo esto sólo porque la excitación animadora del aire libre histórico convenga a la Universidad, sino también, viceversa, porque la vida pública necesita urgentemente la intervención en ella de la Universidad como tal. Sobre este punto habría que hablar largo. Pero, abreviando ahora, baste con la sugestión de que hoy no existe en la vida pública más «poder espiritual» que la Prensa. La vida pública, que es la verdaderamente histórica, necesita siempre ser regida, quiérase o no. Ella, por sí, es anónima y ciega, sin dirección autónoma. Ahora bien: a estas fechas han desaparecido los antiguos «poderes espirituales»: la Iglesia, porque ha abandonado el presente, y la vida pública es siempre actualísima; el Estado, porque, triunfante la democracia, no dirige ya a ésta, sino al revés, es gobernado por la opinión pública. E n tal situación, la vida pública se ha entregado a la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad: la Prensa. Y o no quisiera molestar en dosis apreciable a los periodistas. Entre otros motivos, porque tal vez yo no sea otra cosa que un periodista. Pero es ilusorio cerrarse a la evidencia con que se presenta la jerarquía de las realidades espirituales. E n ella ocupa el periodismo el rango inferior. Y acaece que la conciencia pública no recibe hoy otra presión ni otro mando que los que le llegan de esa espiritualidad ínfima rezumada por las columnas del periódico. Tan ínfima es a menudo, que casi no llega a ser espiritualidad; que en cierto modo es antiespiritualidad. Por dejación de otros poderes, ha quedado encargado de alimentar y dirigir el alma pública el periodista, que es no sólo una de las clases menos cultas de la sociedad presente, sino que, por causas, espero, transitorias, admite en su gremio a (1) Muy deliberadamente no he querido en este ensayo nombrar siquiera el tema «educación universitaria», ateniéndome ascéticamente al problema de la enseñanza. 352 pseudointelectuales chafados, llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu. Y a su profesión los lleva a entender por realidad del tiempo lo que momentáneamente mete ruido, sea lo que sea, sin perspectiva ni arquitectura. La vida real es de cierto pura actualidad; pero la visión periodística deforma esta verdad reduciendo lo actual a lo instantáneo y lo instantáneo a lo resonante. D e aquí que en la conciencia pública aparezca hoy el mundo bajo una imagen rigorosamente invertida. Cuanto más importancia sustantiva y perdurante tenga una cosa o persona, menos hablarán de ella los periódicos, y en cambio, destacarán en sus páginas lo que agota su esencia con ser un «suceso» y dar lugar a una noticia. Habrían de no obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus empresas; habría de mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa abandonarse a su propia misión para pintar el mundo del revés. N o poco del vuelco grotesco que hoy padecen las cosas —Europa camina desde hace tiempo con la cabeza para abajo y los pies pirueteando en lo alto— se debe a ese imperio indiviso de la Prensa, único «poder espiritual». Es, pues, cuestión de vida o muerte para Europa rectificar tan ridicula situación. Para ello tiene la Universidad que intervenir en la actualidad como tal Universidad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio —cultural, profesional o científico (i). De este modo no será una institución sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un «poder espiritual» superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez. Entonces volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea. (1) Es inconcebible, por ejemplo, que ante un problema como el del cambio, que hoy preocupa tanto a España, la Universidad no ofrezca al público serio un curso sobre tan difícil cuestión económica. TOMO TV.—23 A R T Í C U L O S (1931-1932) LOS « N U E V O S » E S T A D O S U N I D O S EN mis conferencias de Buenos Aires —1928— y luego en mi libro La rebelión de las masas, he insinuado que entre las causas de la depresión vital que Europa ha padecido durante estos años, la más curiosa de todas es una idea: la falsa idea de los Estados Unidos que dejó entrar en su mente. Pero esto requiere, para ser comprendido, una preparación. Las ideas, es decir, las imágenes esquemáticas que de las cosas nos hacemos, representan en la vida un papel semejante al de esos planos mecánicos que con el automóvil suele entregar la casa constructora al cliente. El motor y sus órganos están representados por una serie de líneas puras que simplifican la realidad y facilitan su manejo. E l hombre construye la idea con el propósito, deliberado o no, de fijar un modo de habérselas con la cosa. Si no tuviésemos por inexorable sino que manejar las realidades en torno, no es verosímil que poseyésemos ideas. Aunque la naturaleza arbitrariamente nos hubiese dotado de inteligencia, yacería ésta en un rincón de nuestra persona, herrumbrosa y anquilosada, como en el desván la máquina fuera de uso. La pura contemplación no existe. L o que el griego y el místico cristiano llamaban vita contemplativa no era tal, en rigor. Para uno como para otro la contemplación significó una efectiva manipulación de cosas, sólo que de las últimas cosas, de las realidades trascendentes: Dios, el universo, el sentido de la vida. El error del pragmatismo no radica en que considere las ideas como instrumentos, sino en que quiera reducir las cosas con que el hombre tiene que habérselas a lo perceptible y experimentable, lo que está a la mano y presente, el mineral, la planta, el animal y la estre- 357 Ua. (Porque la estrella por muy lejos que esté está siempre también a la mano). Si así fuese, la vida resultaría faena fácil, tal vez resuelta con cierta plenitud hace milenios. Especies inferiores al hombre, como el chimpancé, tienen ya, según Kóhler, capacidad instrumentífica y esto no sería posible si careciesen de vislumbre de idea. Es probable que las ideas del animal no sean estables y posean un carácter de ideas-relámpagos, de «ocurrencias» que no se solidifican en su mente y por esto no llegan a ser «ideas generales». Pero este defecto de su inteligencia se debe más bien a insuficiencia de otra facultad que no es el pensamiento: a falta de memoria. Acaso, acaso el animal es menos pensador que el hombre solamente porque recuerda menos que éste, porque retiene menos; en suma, porque es un distraído. Tiene, según esta hipótesis, excelentes ideas, pero no las sabe conservar, no las acumula y, como vive no ya al día, sino al minuto, está siempre en los rudimentos. Digo, pues, que la vida del hombre sería cosa fácil y tal vez resuelta suficientemente desde milenios si no tuviésemos que habérnoslas más que con cosas materiales. Pero el hecho de que tenga una rica memoria le ha complicado sobremanera la existencia. Verán ustedes por qué rodeo tan imprevisto. La vida, lo mismo en el animal que en el hombre, es una faena que se hace hacia adelante. Es afrontar la situación que en cada nuevo momento sobreviene. Propiamente hablando no se vive «ahora» ni «antes» sino en este inmediato futuro que en cada instante avanza hacia nosotros planteándonos problemas. Vivir es hallar la manera de conservarse en el momento próximo, en la circunstancia nueva. E n este sentido tan elemental, vivir es sobrevivir. Ahora bien, esto supone que al llegar esta nueva circunstancia, el ser viviente tiene que hacerse cargo de ella y esto le obliga a interpretarla. No hay vida sin interpretación del contorno. Esta interpretación consiste en que el viviente ante la nueva circunstancia reacciona confrontándola con las pasadas que su memoria conserva. De este confrontamiento surge un esquema o figura ideal de la nueva situación en vista de la cual el ser viviente resuelve una actitud. Hay, pues, una construcción imaginativa del inmediato porvenir, de lo que va a pasar, de lo que va a ser el contorno en relación con el sujeto. Parecerá extraño, pero es la pura y simplicísima verdad: vivir es una obra de imaginación. Mas como es sabido, la imaginación es el reverso de la memoria. Desarticula el material de imágenes recibidas y lo articula en combinación con las percepciones o imágenes presentes. De aquí que cuando se tiene poca memoria no se puede tener mucha imaginación. El animal que re- 358 cuerda poco opone a la situación presente poca reacción constructiva, es decir, que casi no interpreta, añade muy poco de su Minerva propia a los puros hechos que tiene delante y, sobre todo, reduce el porvenir hacia el cual se prepara al mero instante inmediato. E n cambio, cuando el hombre imagina lo que va a venir, la nueva situación que sobrellega, el futuro que avanza sobre él, anticipa largamente basándose en el largo pasado que conserva. Se comprende que existe una correlación entre la cantidad de futuro que se anticipa y la cantidad de pasado que se recuerda. Por eso el hombre maduro es menos resuelto ante cada nueva situación: ve en ella no sólo su superficie inmediata e instantánea, sino sus consecuencias. Como el buen jugador de ajedrez al mover una pieza tiene la profética intuición de las innumerables jugadas que puede provocar. E l «mañana» tiene para cada ser viviente distinto espesor según sea de espeso el «ayer» que conserva en la reminiscencia. De esta suerte, la repleta bodega de los recuerdos obliga al hombre a imaginar un futuro vastísimo que, a veces, es toda su vida posible y todo el mundo en que ha de moverse. Para dar un paso tiene que anticipar todos los demás e idear el camino y esquematizarse el universo en un plano topográfico. N o tiene duda: el hombre por su esencia misma se complica la vida, y cuanto más hondo sea su vivir y más auténticamente humano, la complicación es mayor. ¡Y todo por esta venturosa desdicha de poseer una formidable imaginación! E l chimpancé no tiene que preocuparse más que de buscar ahora el plátano hacia el cual siente apetito. Vive así de momento a momento, como en pespunte. Pero el hombre al imaginar su vida entera hace que ésta gravite sobre el paso singular que ahora va a dar. ¿Para qué darlo? —se pregunta. Para dar luego tal otro— se responde y así sucesivamente. Y cuando ha imaginado el último paso, cuando ha anticipado la totalidad de su vida, se encuentra con que su imaginación le fuerza a salir de ella y preguntarse: ¿Para qué toda mi vida? ¿Qué sentido tiene mi vivir? E l hombre es el único viviente que para vivir necesita darse razones de existir. La cosa es increíble, pero indubitable, pero inexorable. La vida humana necesita—quiera o no— justificarse a sus propios ojos. Sólo podemos vivir apoyados en ciertas ideas sobre nosotros mismos y el más o menos de vida —su energía, intensidad, eficiencia— depende del coup de champagne que esas ideas logren darnos. Supóngase un hombre que ha ejercitado un enorme esfuerzo para lograr la creación de algo. ¿De dónde ha manado ese esfuerzo? 359 Evidentemente de la fe que tenía en el valor de ese algo y la convicción de que sólo mediante ese esfuerzo se podía conseguir. Pero he aquí que de pronto, a su vera, otro hombre logra crear otra cosa mejor aún y con una plenitud, con una sencillez y precisión de medios, sobre todo, con una facilidad y seguridad radicalmente superiores. No hay duda de que esta averiguación producirá completo desánimo en el primero. Con esfuerzo incomparablemente mayor sólo ha obtenido un resultado incomparablemente inferior. Esto dejará en él la impresión de que no puede luchar más, que se ha equivocado y que aquel otro hombre pertenece a una especie cualitativamente distinta para el cual, desde luego, no existen las dificultades y problemas en que quedó enterrado su esfuerzo. Pues éste ha sido el estado espiritual de Europa durante unos años frente a los Estados Unidos. Creyó ver que un pueblo joven, sin necesidad de larga preparación, de angustias, de luchas, conseguía crear un tipo de vida nueva, dentro del cual quedaban eliminados casi todos los azares, fallas y lacras que los conocidos hasta ahora habían siempre arrastrado. Imagen tal disminuía automáticamente la idea heroica de sí mismo que durante siglos había mantenido al europeo en la brecha de las esforzadas creaciones. Tenía que perder fe en su obra y en sus propias cualidades. Seres de condición nativamente superior venían a implantar una vida nueva, cuyo nivel inferior se hallaba desde luego muy por encima de toda la historia humana antecedente. Era inevitable que Europa, comparando su realidad con esa imagen del norteamericano, se sintiese como un definitivo e irremediable pasado. Se vive, decía yo, de la idea que uno tiene de sí mismo, pero en ésta interviene siempre, más o menos, la idea que tengamos de los demás. Si de los demás tenemos una idea demasiado buena, cuanto somos o hacemos nosotros nos parecerá despreciable, y este desprecio reflejo actuando hora tras hora sobre nosotros, acabará por aflojar nuestra tensión vital. Ahora bien, si esta idea que Europa tuvo de América durante estos años fuese cierta, pasada esa etapa de depresión, habría sido fecunda. La nueva vida superior habría acabado por refluir sobre nuestro continente y el europeo se hubiera sometido, con renovada ilusión, a la disciplina de este otro hombre auroral. N o es posible que una nueva calidad humana de auténtico valor positivo produzca sólo efectos negativos. Norteamérica debía haber sido a estas horas como una inyección puesta al viejo mundo. Ahora bien, no ha sido así. 1930 será probablemente una fecha de suma importancia. E n 360 ella hace crisis la idea falsa sobre América que el europeo aceptó un momento —y sincrónicamente, el americano inicia la duda sobre sí mismo. La consecuencia es inexorable: comienza una etapa de depresión americana y de resurgimiento europeo. E l cambio en la imagen de los Estados Unidos aparece muy claro en algunos libros recientes que conviene analizar. ha Nación, de Buenos Aires, 22 de marzo de 1931. (Véase la continuación en el año 1932, Sobre los Estados Unidos). (Página 369 del presente volumen.) ¿ I N S T I T U C I O N E S ? ESTOS diputados de las Cortes Constituyentes españolas han ido votando instituciones tras instituciones y el final ha resultado, sin que se sepa por qué, un Estado de tipo muy parlamentario. Un minuto de reflexión basta para convencerse de que entre todos los principios políticos hoy a la vista, el que menos probabilidades de porvenir franco tiene es el parlamentarismo. (Entiéndase bien —el parlamentarismo, no el Parlamento). Y , sin embargo, estos hombres se han decidido por él. E n toda la discusión ha faltado alguien que se levante para hacer notar que el hecho más importante en la historia política del mundo en lo que va de siglo es la crisis del parlamentarismo. N o se trata sólo de objeciones teóricas contra él desarrolladas en libros, sino que esas objeciones, evadiéndose de las páginas, han ganado el ambiente público. Y no sólo esto: sino que del ambiente público han descendido concretadas en grandes transformaciones estatales —Italia, Rusia. N o se explica la actitud de estos diputados en materia tan clara e indiscutible si no se admite esta hipótesis: han preferido el parlamentarismo por ser lo más vulgar del mundo. Cualquiera otra forma institucional, al ser menos habitual, hubiera obligado a un mayor esfuerzo de las mentes. Y las mentes no están dispuestas a esfuerzos porque, sin darse cuenta de ello, los hombres han perdido ya la fe en las instituciones. E n éstas y en aquéllas y en todas. Esta falta de fe en ninguna les hace decidirse por cualquiera. Sería un error considerar situación de espíritu pareja como peculiar a los diputados españoles —que, entre paréntesis, no se confesarán a sí mismos tal situación íntima. La verdad, se se mira por 362 todas partes con cuidado y se sabe levantar todas las formas del enmascaramiento, es que dondequiera pasa lo mismo. E n los países donde se vive bajo las instituciones tradicionales —Inglaterra y Francia— se las deja funcionar tristemente y por inercia. E n los países donde hace quince años se comenzó una reforma radical de ellas —Italia y Rusia— se trata precisamente de movimientos inspirados por un curioso ateísmo institucional. Las instituciones soviéticas, como es sabido, valen declaradamente como máscaras y nada más. Bajo ellas actúa un grupo de hombres. E l fascismo hace sus gestos de engendrar un nuevo tipo de Estado, pero el tal tipo de Estado no aparece nunca con claro perfil adjetivo. Se ve sólo la actuación personal de un hombre, para la cual todo el resto —ideología e instituciones— es puro pretexto y dintorno. N i el comunismo ni el fascismo significan fe alguna en formas políticas. Son todo lo contrario. Todos los movimientos políticos que han brotado en la historia desde hace ciento cincuenta años nacieron movidos, en efecto, por la esperanza puesta en determinadas instituciones. Creían poder dar razones en pro de las formas políticas que propugnaban. Frente a ellos comunismo y fascismo no son fe en lo que propugnan, sino simplemente decisiones. Veamos si me explico. Cuando se ha perdido la fe y no puede uno optar por algo en vista de razones, sino que éstas quedan agotadas, es preciso, no obstante, seguir viviendo; por tanto es preciso seguir optando. Pero esta opción es de nuevo carácter. N o se opta ya por fe en lo elegido ni en vista de razones que lo abonan, sino que se opta porque no hay más remedio que optar —más allá de la fe, más allá de la razón. Se trata, pues, del acto más específico de la voluntad. Los psicólogos de hace treinta años pretendían volatilizar el hecho humano de la voluntad, de ese fenómeno íntimo que expresa nuda y crudamente el «quiero» o «no quiero». Tendían a demostrar que ese hecho era sólo apariencia. Las ideas, deseos, razones, motivos, combinándose, luchando en nosotros daban, como un precipitado mecánico, el resultado de nuestra decisión. E n realidad, pues, no la había: no decidíamos nosotros, sino que en nosotros los deseos, razones y motivos decidían por sí. Ahora bien, en el «quiero», entendido sin prejuicios, va nombrado un fenómeno íntimo que es irreductible a razones, deseos y motivos. Precisamente cuando «queremos», esto es, decidimos en contra de las razones, deseos y motivos, es cuando más clara acusa su peculiaridad la voluntad. E n rigor de verdad no se quiere nunca por razones, deseos ni entusiasmos. Cuando éstos son poderosos, la voluntad huelga: ellos, por su propia 363 fuerza, arrastran nuestros actos. E l auténtico «querer» es siempre un porque sí —algo absoluto y oriundo de sí mismo. No actúa en su pureza más que cuando falta todo lo demás o, por lo menos, en la medida que faltan razones, fe y esperanza. Entonces nos tomamos en vilo a nosotros mismos y... nos decidimos. Comunismo y fascismo son formas de la desesperación, son puras decisiones. Deliberadamente l;e recordado que nacieron hace quince años. Ambos, en efecto, surgen en 1917. ¿Ha habido en _ toda la historia alguna actitud de radicalismo que haya perdurado mucho más de los quince años correspondientes al predominio de una generación? Cuando veo que hoy un joven «se decide» a hacerse comunista o fascista, me parece como si decidiera extemporizarse, hacerse anacrónico y renunciar precisamente a su propia misión vital. E l excepticismo hacia las instituciones que se inicia a fines del pasado siglo, tomó en la generación anterior el aspecto frenético de la «decisión». Pero ahora comienza en el mundo el escepticismo frente a la irracionalidad del «decidirse» como solución política. ¿Qué queda, pues? Hace mucho tiempo que lo he insinuado. Contra lo que se presume, la solución de la crisis política en que nos angustiamos desde hace siglo y medio será la solución gris. N i de un extremo ni del otro. ¿Del centro? Tampoco del centro. La solución vendrá, como viene siempre en la historia, de una manera muy sencilla: por la simple presencia de una nueva generación que se declarará más allá del politicismo y del economismo, que se negará a anular su vida poniéndola en su raíz al servicio de dos problemas idealmente insolubles. Política y economía —se entiende, economía heroica— dejarán de estar en el centro de la existencia humana, volverán al fondo del cuadro vital y allí en la penumbra de la atención, sin saber cómo, parecerán haber resuelto sus problemas agudos. E l hombre vacará entonces a otros entusiasmos y otras angustias. Este pronóstico no tiene nada de paradójico. Es muy natural que los problemas políticos y económicos, hoy aparentemente insolubles, se resuelvan sin más que cambiar su rango en la atención del hombre porque precisamente lo que hace insoluble su manipulación es que están en un plano atencional que no les corresponde. El excepticismo hacia las instituciones es la secuencia inevitable de una larga época en que se ha puesto fe excesiva en ellas. Hasta mediados del siglo xvni no se le ocurrió a casi nadie en Europa objetivar las instituciones, hacer de ellas potencias sustantivas y esperar de su mágica eficiencia la felicidad. 364 Hoy hemos hecho la experiencia íntegra de todas las formas políticas. Las hemos visto no sólo por su faz cuando llegan recién inventadas con su gracia utópica, sino también por su reverso, por el lado de sus limitaciones, defectos y lacras. La última institución —la dictadura del proletariado— no es ya una pura promesa y comienza a presentarnos la vertiente paralítica que toda forma política trae consigo. Las instituciones fueron originariamente el hueco que dejó un hombre superior con su generosa, creadora actuación. A veces, como en el caso de César, el nombre de la persona queda objetivado como nombre de la institución. A un siglo apasionado de institucionismo, tendrá que seguir otro movido por tendencia inversa, el cual de las instituciones retorne a los hombres, a la calidad intransferible de los hombres. La Nación, de Buenos Aires, 31 de diciembre de 1931. PARA EL « A R C H I V O DE LA PALABRA» (El Centro de Estudios Históricos registró varios discos con la palabra de las personalidades sobresalientes del mundo literario y científico español. He aquí el disco impresionado por José Ortega y Gasset:) A vida es quehacer y la verdad de la vida, es decir, la vida auténtica de cada cual consistirá en hacer lo que hay que hacer y evitar el hacer cualquier cosa. Para mí un hombre vale en la medida que la serie de sus actos sea necesaria y no caprichosa. Pero en ello estriba la dificultad del acierto. Se nos suele presentar como necesario un repertorio de acciones que ya otros han ejecutado y nos llega aureolado por una u otra consagración. Esto nos incita a ser infieles con nuestro auténtico quehacer, que es siempre irreductible al de los demás. La vida verdadera es inexorablemente invención. Tenemos que inventarnos nuestra propia existencia y, a la vez, este invento no puede ser caprichoso. E l vocablo inventar recobra aquí su intención etimológica de «hallar». Tenemos que hallar, que descubrir la trayectoria necesaria de nuestra vida que sólo entonces será la verdaderamente nuestra y no de otro o de nadie, como lo es la del frivolo. I E L Q U E H A C E R D E L H O M B R E 366 ¿Cómo se resuelve tan difícil problema? Para mí no ha cabido nunca duda alguna sobre ello. Nos encontramos como un poeta a quien se da un pie forzado. Este pie forzado es la circunstancia. Se vive siempre en una circunstancia única e ineludible. Ella es quien nos marca con un ideal perfil lo que hay que hacer. Esto he procurado yo en mi labor. He aceptado la circunstancia de mi nación y de mi tiempo. España padecía y padece un déficit de orden intelectual. Había perdido la destreza en el manejo de los conceptos que son —ni más ni menos— los instrumentos con que andamos entre las cosas. Era preciso enseñarla a enfrontarse con la realidad y transmutar ésta en pensamiento, con la menor pérdida posible. Se trata, pues, de algo más amplio que la ciencia. La ciencia es sólo una manifestación entre muchas de la capacidad humana para reaccionar intelectualmente ante lo real. Ahora bien, este ensayo de aprendizaje intelectual había que hacerlo allí donde estaba el español: en la charla amistosa, en el periódico, en la conferencia. Era preciso atraerle hacia la exactitud de la idea con la gracia del giro. E n España para persuadir es menester antes seducir. Registrado en disco el 30 de junio de 1932. II C O N C E P T O D E L A H I S T O R I A Hablo desde el Centro de Estudios Históricos y quiero aprovechar este instante y lugar en que me hallo para manifestar mi entusiasmo y mi fe en la Historia. La Historia es hoy para Europa la primera condición de su posible saneamiento y resurgir. Porque cada cual sólo puede tener sus propias virtudes y no las del prójimo. Europa es vieja, no puede aspirar a tener las virtudes de los jóvenes. Su virtud es el ser vieja; es decir, el tener una larga memoria, una larga historia. Los problemas de su vida se dan en altitudes de complicación que exigen también soluciones muy complicadas, y éstas sólo puede proporcionarlas la Historia. De otro modo habría un anacronismo entre la complejidad de sus problemas y la simplicidad 367 juvenil y sin memoria que quisiera dar a sus soluciones. Europa tiene que aprender en la Historia, no hallando en ella una norma de lo que puede hacer —la Historia no prevé el futuro— sino que tiene que aprender a evitar lo que no hay que hacer; por tanto, a renacer siempre de sí misma evitando el pasado. Para esto nos sirve la Historia: para libertarnos de lo que fue, porque el pasado es un revenant, y si no se le domina con la memoria, refrescándole, él vuelve siempre contra nosotros y acaba por estrangularnos. Esta es mi fe, este es mi entusiasmo por la Historia y me complace vivamente y siempre ha sido para mí un gran fervor español ver que en este lugar se condensa la atención sobre el pasado, se pasa sobre el pasado, que es la manera de hacerlo fecundo, como se pasa sobre la vieja tierra con el arado e hiriéndola con el surco se la fructifica. Registrado en disco el 30 de junio de 1932. S O B R E L O S E S T A D O S U N I D O S N 1928, hablando en Buenos Aires, insinuaba yo para quien quisiese entenderme —el entender es una operación que depende mucho más de la voluntad que del entendimiento— algunas objeciones a los Estados Unidos. Era aquélla la fecha de su máximo triunfo. Apenas vuelto a España, en comienzos de 1929 comencé a escribir La rebelión de las masas, donde ataco ya de frente el tema y me revuelvo contra la opinión entonces imperante. La ceguera de la gente, incluso de los que presumían ser los «mejores», me causaba irritación y pena. La realidad de los Estados Unidos me parecía tan clara, compuesta de ingredientes tan sencillos, que juzgaba ilícita la ofuscación de las viejas cabezas europeas. Cada cual tiene obligación de poseer sus propias virtudes, sus virtudes titulares y no otras cualesquiera, sin afinidad con su condición fundamental. Así, estas viejas cabezas europeas no tienen derecho a ser ingenuas. La ingenuidad en el viejo se llama chochez. Las cabezas europeas vienen afilándose desde hace muchos siglos en el asperón de la historia y están obligadas a usar los ojos con agudeza, a no detenerse infantilmente en la superficie aparente, sino a perforar ésta y deshacer las ilusiones ópticas en que se complace la Naturaleza. Kóhler, en sus estudios sobre los antropoides, ha demostrado que el tamaño de la inteligencia depende del tamaño de la memoria. Los europeos están obligados a ser muy inteligentes porque son los hombres actuales de la más larga memoria. De otro modo, sucumbirán, porque no es fácil que puedan poseer con plenitud las virtudes de la mocedad. Los pueblos I 369 TOMO I V — 2 4 nuevos pueden, sin grave riesgo, ser menos inteligentes porque son jóvenes. Como paletos, los viejos europeos se colocaban con la boca abierta ante los Estados Unidos. Su ascensión portentosa, su exuberante riqueza, su eficacia no eran interpretadas como manifestaciones de una hora favorable que pasaba sobre un pueblo, sino como síntomas de una capacidad colectiva radicalmente superior a la de todos los pueblos que hasta ahora han existido. Se creía, ni más ni menos, que los norteamericanos habían colocado, de una vez para siempre, el nivel de la vida humana a una altura sustancialmente —y no sólo accidentalmente— superior, en virtud de lo cual ya no podrían pasar ciertos males —como crisis económica, etc. — que habían sido inexorable azote de las anteriores civilizaciones. Los norteamericanos, con su petulancia juvenil, decían esto, y al decirlo o creerlo estaban en su derecho. La juventud tiene derecho a creer que ella ha resuelto todos los problemas de la vida que las generaciones anteriores no consiguieron dominar. Si no creyesen esto, ¿cómo podrían vivir?, ¿cómo iban a sentir justificado su carácter, su ser de «nueva» generación? E l que ha caído en la cuenta —descubrimiento esencial filosófico— de que la vida humana, toda vida humana, no puede existir sin justificarse ante sí misma, en el sentido rigoroso de que esa justificación constituye un componente esencial —imprescindible de toda vida—, posee una clave para muchos secretos de nuestra existencia. Individual o colectiva, la juventud necesita creerse, a priori, superior. Claro que se equivoca, pero éste es precisamente el gran derecho de la juventud: tiene derecho a equivocarse impu- nemente. Los norteamericanos tenían derecho a decir y pensar que ellos eran y son sustantivamente superiores a los pueblos más viejos, pero los pueblos más viejos no tenían derecho a creerlo. Cuando aquéllos aseguraban que habían logrado para siempre la evitación de las crisis económicas con su «moneda dirigida», los economistas europeos no debieron pasar a creerlo. Y , sin embargo, lo aceptaron y se sobrecogieron ante aquella superioridad tan arrolladora como imaginaria. El snobismo europeo se entregó con armas y bagajes al entusiasmo por los Estados Unidos y a la denigración del viejo continente. El snob aprecia una cosa, no por convicción directa de su valor, sino porque ve que es apreciada por los demás, esto es, porque ha triunfado ya o se presume que va a triunfar. Hay mucho de vileza en este snobismo. 370 Después de La rebelión de las masas se publicó el libro de Keyserling América, un libro lleno de intuiciones certeras. Y o quise entonces tratar el asunto en todo su desarrollo. Inicié la versión de ciertas obras que aportaban datos precisos e importantes sobre los cuales podía operar una rectificación de las ideas europeas en torno a Estados Unidos, entre ellas la de Carlota Lütkens — E l Estado y la Sociedad en Norteamérica (i). Apoyándome en todo ello, proyecté una larga serie de artículos bajo el título Los «nuevos» Estados Unidos, de los cuales sólo el primero apareció en La Nación, de Buenos Aires. Estos «nuevos» Estados Unidos significaban la «nueva» idea rectificada que sobre aquel país proponía yo a los europeos y suramericanos. No pude continuar el trabajo aquel. La política española se apoderó de mí, y he tenido que dedicar más de dos años de mi vida al analfabetismo. (La política es analfabetismo). Entretanto, los Estados Unidos, con una celeridad aún superior a mis cálculos, se han derrumbado como figura legendaria, y hoy todo el mundo sabe que sufren una crisis más honda y más grave que ningún otro país del mundo. La ingenua apreciación de la realidad norteamericana por parte de los viejos europeos me causaba —he dicho— irritación y pena. Pero no he dicho que me causase sorpresa. Porque sé de dónde viene el error y por qué el europeo se coloca ante un hecho como los Estados Unidos intelectualmente indefenso. Se trata de una añeja manía mía, de uno de los temas más antiguos y constantes en mi pensamiento: la ignorancia que se padece sobre una categoría histórica de primer orden, y, sin embargo, nunca estudiada a fondo. Esa categoría es «el mundo colonial». Y a en mi primer viaje a Buenos Aires, en 1916, toqué este asunto en mi primera conferencia en la Facultad de Filosofía cuando presentaba yo la aparición de la filosofía en la tierra «como una aventura colonial». La filosofía, que es un hecho griego, no brota, sin embargo, en Grecia, sino en las colonias asiáticas e italianas de Grecia. Una vez y otra he insistido para atraer la atención de los meditadores ante este gran modo de vida humana que aparece en las altitudes más diversas de la historia, y que se llama «vida colonial». ¿Por qué no se ha estudiado este gigantesco fenómeno en toda su amplitud? N o se trata de la «colonización», que es lo menos interesante y el preámbulo de los demás: se trata de la «existencia colonial» después de la estricta colonización. Para ir a fondo en el tema, fuera (1) Revista de Occidente. Madrid, 1932. 371 menester investigar todas las áreas del globo y todas las grandes etapas históricas. Pero aun sin penetrar en las formas coloniales de Oriente —de los malayos, por ejemplo—, aun reduciéndonos a nuestra porción occidental, tendríamos que comparar estos diferentes estadios: la colonización griega, la romana, la de los árabes, la de Europa en Norte y en Suramérica, la de Australia, la africana (Rhodesia). La variedad de estas manifestaciones nos permitiría extraer la figura típica de la vida colonial. Entonces notaríamos que tras ese nombre se oculta una forma específica de existencia humana que posee su fisiología y su patología propias. Lu%, 27 de julio de 1932. II Habría, pues, que definir la «vida colonial» no como ha sido acá o allá, sino en su estructura esencial, aislando el núcleo de atributos que tiene y ha tenido siempre, cualesquiera sean los pueblos que la han vivido y los tiempos en que se produjo. Claro es que pueblos y tiempos tonalizan variamente aquel núcleo, siempre idéntico. Pero lo importante sería fijar éste con toda claridad, dejando en segundo término, los tonos y matices diversos. Aun reducida la cuestión a América —decía yo en Buenos Aires hace muchos años—, es preciso descender al hecho común americano más allá de las diferencias de norte; centro y sur. E l asunto urge porque pronto va a dejar América de ser «vida colonial». Con esto insinúo ya mi primer carácter de esta forma de vida humana; que es sólo etapa, período, momento hacia otra. La «vida oriental», la «vida antigua», la «vida europea», duraron o durarán más o menos milenios, pero aunque no quedasen de ellas rastro serían en sí mismas imperecederas, intransitorias, por la sencilla razón de que no son tránsito a otra vida, sino que terminan dentro de sí mismas. La vida colonial, en cambio, lleva dentro de sí la inexorable condición de desembocar en otra forma de vida que es ya estable —la vida autóctona. Con esto nos hallamos ya en un segundo carácter: la vida colonial es la no autóctona. Es decir, que el hombre que la vive no per- 372 tenece al espacio geográfico en que la vive. Pero dicha así, la cosa no está clara. Porque no toda emigración, no toda invasión es colonización. N o basta, pues, que un pueblo caiga en un espacio distinto de aquel en que nació y se desarrolló para que se produzca el fenómeno «colonia». Hay una forma histórica de incongruencia entre hombre y espacio o tierra que es precisamente lo inverso de una colonización. Cuando los bárbaros pasan el limes romano y se instalan en aquellas tierras hipercivilizadas, no sólo pasan de un espacio a otro, sino de un tiempo a otro. La tierra no es sólo espacio, sino tiempo. Cada tierra está en un cierto estadio de «cultivo», de civilización, según sean los hombres autóctonos que la habitaban. La inseparabilidad de espacio y tiempo que la Física actual nos enseña vale también para la historia y la geografía. Cuando el bárbaro entra en tierra romana pasa súbitamente de una tierra históricamente más joven a una tierra históricamente más vieja. E l bárbaro, pues, se avejenta de modo automático y traspasa su mocedad a las viejas razas invadidas por él. Sufre el anacronismo entre la edad de su organismo vital —que es juvenil— y la de la tierra donde irrumpe, que es se- nescente. Este factor de anacronismo es el que da todo su valor al carácter de no-autoctonía anejo a la «vida colonial». Sólo que aquí el anacronismo es inverso: hombres de pueblos viejos y muy avanzados en el proceso de su civilización caen en tierras menos civilizadas, es decir, históricamente más jóvenes. David se acuesta con la Sunamita. El colonizador se rejuvenece de modo automático. Por lo pronto, no hay que pensar en ningún influjo misterioso de la tierra nueva a que el colonizador llega. L o que esta tierra tiene de nueva es que, relativamente a las capacidades del emigrante, está vacía, esto es, inexplotada. La habita una raza tan distante en altitud humana del recién llegado, tan inferior, que éste no siente su presencia como si conviviese con él. Su impresión es de soledad en medio de espacios inmensos, atestados de promesas. Además, de hecho han solido ser las áreas coloniales de muy escasa población nativa. Con esto basta para explicar el rejuvenecimiento. Imagínese el lector trasladado solo o con pocos de sus afines a un territorio muy remoto, de enorme extensión y deshabitado. Llega con las superiores técnicas intelectuales que una civilización muy desarrollada ha puesto en él y con algunos de los instrumentos eficientísimos que esa civilización ha creado. E n cambio, los problemas de su vida cambian. En la metrópoli eran éstos los propios de una civilización avanzada; en la tierra nueva tiene que volver a plantearse los proble- 373 mas más primitivos. Es decir, que su existencia colonial consiste en el anacronismo entre un repertorio de medios muy perfectos y un repertorio de problemas muy simples. Sin perder ninguna definitiva ventaja, ha descendido unos siglos abajo, se ha instalado en una zona vital más fácil. Consecuencia: sentimiento de prepotencia. E l mismo hombre se siente en la nueva tierra más capaz que en la antigua. Primer síntoma de juventud: sentir sobra de poderío. E n rigor, petulancia. ¿No es extraña la coincidencia de todas las colonias —cualesquiera fuesen los pueblos originarios y las civilizaciones matrices—, la coincidencia en la petulancia? Pero mientras la exuberancia de los medios en comparación con los problemas reanima al hombre colonial, insuflándole una sensación de prepotencia, acontece que el primitivismo de los problemas, del medio vital en que cae —la selva, el campo «virgen», la soledad—, tira de él hacia atrás, hacia lo primitivo. A los cinco o seis años —y no más— de vivir en la tierra nueva y solitaria, el lector y sus afines notarían una extraña simplificación de su ser. Los refinamientos íntimos, las complejidades, se habrían atrofiado por completo al no ser refrescados por el uso, y las reacciones elementales solicitadas por el contorno se robustecerían sorprendentemente. E l colonial es siempre, en este sentido, un retroceso del hombre hacia un relativo primitivismo en cuanto afecta al fondo de su psique, pero conservando un outillage material y social —es decir, cuanto afecta al orden externo— de plena modernidad. Esta duplicidad que le proporciona su constitucional anacronismo produce la ilusión óptica en que ahora ha caído Europa al juzgar a los Estados Unidos. Insisto en que el cambio producido en el hombre por el nuevo medio colonial es como fulminante. Me parece errónea la tendencia del siglo pasado a exigir largos períodos para explicar estas modificaciones. Y o he procurado reunir datos sobre los primeros años de las colonias hispanoamericanas con ánimo de fijar cuándo se inicia en el hombre viejo metropolitano la conversión en el nuevo hombre colonial. Y con gran sorpresa voy averiguando que ni siquiera es preciso aguardar a la primera generación nacida ya en el nuevo espacio, sino que el mismo colonizador, si permanece unos años tierra adentro, sin frecuente contacto con nuevas promociones de emigrantes, comienza a los cinco o seis años a ser un ente distinto del que era. Ultimamente leía yo el minuciosísimo libro de Fray Pedro de Aguado que se titula Historia de la Provincia de Sancta Marta y nue- 374 vo reino de Granada. Se advierte que el autor ha conocido a los colonizadores de la primísima hora y que de ellos ha recibido directamente las noticias. Pues bien: en cuanto su historia avanza cinco años desde el primer paso en la conquista de estas tierras, el lector —aunque, claro está, no el autor— nota que los personajes a quienes conoce desde las primeras páginas se han vuelto fauna imprevista. Son ya otras gentes. Empezando porque visten ya de un modo original impuesto por la adaptación a las nuevas necesidades. E l soldado no necesita la pesada coraza contra las flechas de los indios. Es más sencillo y eficaz rodearse el cuerpo con una felpa guatada que embota los acentos circunflejos de las saetas. Para un español recién llegado, aquellos compatriotas que acaso habían sido en la Península sus amigos, se habían hecho, hasta en su aspecto físico, unos seres extraños al presentarse con tan fantástico atuendo. Pero son más graves e interesantes las modificaciones íntimas. Estos emigrantes de hace un quinquenio se sienten ya unidos al nuevo terruño, han quedado adscritos a él, y viceversa, lo creen suyo. Un sorprendente «patriotismo» colonial germina ya en ellos, y dentro de él se percibe ya el fermento separatista. Tienen sus usos nuevos, y, sin embargo, suficientemente consolidados, otra moral, otras valoraciones. Todo ello se expresa en una evidente antipatía y un sorprendente desprecio hacia los que llegan de refresco y son llamados «chapetones». Esta vertiginosidad del cambio parecerá increíble. También a mí me lo parecía, pero si el lector es curioso e investiga con ojo avizor los primeros años de toda colonia, se encontrará casi seguramente con datos que le fuercen a reconocer la subitaneidad de la transformación. Es más: no creo imposible que por medios ingeniosos, pero fehacientes, se consiguiera demostrar que basta ese primer lustro de existencia propiamente colonial —esto es, posterior a la estricta conquista— para que se inicie la mutación fonética y léxica en el lenguaje. Es decir, que el criollismo idiomático comienza, desde luego, a brotar y que no es necesario esperar el transcurso de varias generaciones. Todo ello confirmaría que no valen para el fenómeno colonial las mismas leyes que rigen en las otras formas de emigración y mezcla de pue- blos. JL»^;, 29 de julio de 1932. III Según nuestra ecuación, el hombre colonial es el hombre de una raza antigua y avanzada cuya intimidad ha recaído en el primitivismo, mientras su dintorno vital goza de plena civilización. Este anacronismo viviente, esta duplicidad constitucional, motiva la perenne ilusión óptica que el americano produce. Nuestra sinceridad advierte, queramos o no, una extraña desazón en el trato con él. Ninguna de las posturas que ante él adoptamos es suficiente. Siempre tenemos que completarla con la contraria. Y es que las dos zonas de su ser, la periférica y la íntima, tienen distinta cronología. Hay una imagen errónea que desorienta nuestra comprensión del hombre en general. Suponemos que la personalidad humana se forma partiendo de un núcleo central, que es lo más íntimo de ella, el cual, creciendo, engrosándose y perfeccionándose, llega en su periferia a constituir nuestro yo social, aquello de cada uno de nosotros que da hacia los demás. La verdad, sin embargo, ha sido siempre lo contrario. L o primero que del hombre se forma es su persona social, el repertorio de acciones, normas, ideas, hábitos, tendencias, en que consiste nuestro trato con los prójimos. Y puede llegarse —es precisamente el caso del americano— a poseer una personalidad social muy civilizada, muy estimable y llena de virtudes, o al menos destrezas cuando aún la intimidad casi no existe. Tendríamos entonces que la persona podría representarse por una esfera hueca. La pared de la esfera —el espíritu social de la persona— es más o menos gruesa, pero, al cabo, tras ella hay un vacío central. Conforme progresa la plenificación de su cultura personal, la pared crece hacia dentro, va creando capas más internas del individuo. E l término ideal del desarrollo sería que la esfera espiritual en que consiste la persona fuera maciza y compacta. Nótese que ambas espiritualidades, la periférica y la íntima, son de muy distinto rango. Aquélla está integrada por lo recibido y mostrenco. Son las ideas que piensa todo el mundo, los impulsos de conducta que el ambiente imprime en todos por igual, las preferencias y repulsiones comunes. Se trata, pues, de la forma inferior 376 de espiritualidad, en que ésta se confunde casi con lo mecánico. E n cambio, la intimidad comprende sólo los pensamientos que el individuo crea o recrea por sí, las actitudes morales que nacen con plena independencia en la soledad original de su ser, aparte de los prójimos. Todo esto, que es lo más valioso, última potencia del espíritu, es lo que tarda más en formarse dentro de la persona, y es lo que estimamos. E n definitiva, se trata de los criterios decisivos —intelectuales, morales, etc.—; sólo cuando el hombre posee en su fondo estos criterios propios, firmes, que son su sustancia inalienable, decimos que es plenamente una persona. E l que sólo posee el repertorio de modos recibidos sólo funcionará con corrección en las situaciones rutinarias previstas por ese repertorio. Colocadlo en una circunstancia nueva, y no sabrá qué hacer, su reacción será torpe, porque no puede recurrir al fondo creador de sus criterios propios. En los pueblos primitivos, como es sabido, no existe la persona individualizada. Todos los salvajes de una tribu son espiritualmente iguales. Dirán las mismas cosas, sentirán idénticos apetitos, se comportarán de parejo modo. Habrá entre ellos diferencias temperamentales, pero no espirituales. La reacción intelectual del uno ante cualquier problema será la misma que la del otro. La razón de esto es que el salvaje no tiene intimidad, que es esfera hueca, persona social y nada más. Por eso nos presentan el tipo de hombre estandardizado. Que el norteamericano sea un hombre standard no obedece, pues, a ninguna condición peculiar ni de la forma de su civilización ni de su sistema educativo, sino que es síntoma inmediato de su primitivismo. Sufre todavía este hombre de vacío interior. Cuando en nuestro trato con él avanzamos de lo externo hacia su intimidad advertimos claramente que pierde valor lo que de él vemos. Por lo mismo, no es tampoco nada peculiar la impresión de vacuidad que deja en nosotros el tipo medio de la mujer norteamericana. Contrasta sorprendentemente el pulimento físico de su cuerpo y aderezo exterior, la energía y soltura de sus maneras sociales con su nulidad interna, su indiscreción, su frivolidad e inconsciencia. A l ensayar el europeo intimar con una de estas mujeres, cuyo dintorno es tal vez el más atractivo que hoy existe en el mundo, realiza la experiencia de laboratorio que mejor confirma la doctrina sustentada por mí. Porque el amor es precisamente un viaje hacia lo íntimo, es el afán de abandonar la periferia del ser amado que se ofrece por igual a todo el mundo y apoderarse de su intimidad latente, secreta, que 377 sólo a uno puede entregarse. Y la experiencia desoladora que hace ese europeo enamorado de la norteamericana es que al dejar atrás la persona social de la mujer —lo que antes he llamado la pared de la esfera—, en el momento, a un tiempo delicioso y dramático, de capturar la intimidad espiritual de la amada se encuentra con que no existe, con que lo que ha dejado atrás es lo único que hay. La mujer norteamericana es el ejemplo máximo de la incongruencia entre la perfección del haz externo y la inmadurez del íntimo, característica del primitivismo americano. Sería un defecto del lector y no mío que subentendiese bajo estas calificaciones censura o desestima del modo de ser americano. Con el mismo derecho podía entenderse en sentido peyorativo el atributo de juvenilidad aplicado a una persona. Porque es evidente que, entendido a fondo este atributo, junto a las envidiables virtudes de la juventud designa también su constitutiva manquedad. Ser joven es no ser todavía. Y esto, con otras palabras, es lo que intento sugerir respecto a América. América no es todavía. Por eso, en medio de grandes aciertos, considero un error que Keyserling se coloque ante América del Norte o América del Sur e intente decirnos lo que son, como si se tratase de pueblos viejos cuyo espíritu es ya macizo y vive desde el centro radical de sí mismo. Este error le lleva a tomar como rasgos característicos modos transitorios y mostrencos de la vida colonial. ¿Es tan seguro, por ejemplo, que el americano del Sur esté constitutivamente unido a la tierra mientras el del Norte no tiene relación profunda con ella? ¿Hubiera dicho lo mismo Keyserling si su viaje hubiese acontecido en 1860? No; todavía no se puede definir el ser americano por la sencilla razón de que aún no es, aún no ha puesto irrevocablemente su existencia a un naipe, es decir, a un modo de ser hombre determinado. Aún no ha empezado su historia. Vive la prehistoria de sí mismo. Y en la prehistoria no hay protagonistas, no hay destino particular, domina la pura circunstancia. América no ha sido hasta ahora el nombre de un pueblo o de varios pueblos, sino que es el nombre de una situación, de un estadio: la situación y el estadio coloniales. De aquí que me pareciese imperdonable la confusión padecida por Europa al creer que América podía representar una norma nueva de vida. Es como si el viejo, ante la nueva generación, dijese: «¡Diablo, estos chicos han inventado una cosa inaudita y formidable: los veinte años!» E n efecto, esto es lo único que nos sería conveniente imitar de América, su mocedad, pero es al mismo tiempo lo 378 que, desgraciadamente, no se puede imitar. E n cambio, Norteamérica va a comenzar ahora a imitarnos en lo más fundamental: a hacer historia, a entrar en las angustias que a todo pueblo esperan más allá de la etapa primitiva. Porque, no se le dé vueltas, vida colonial quiere decir, ante todo, vida ex abundantia, e historia, vida precaria, vida bajo la presión inexorable de un destino limitado. Lu%, 30 de julio de 1932. GOETHE DESDE DENTRO (1932) P R Ó L O G O - C O N V E R S A C I Ó N BUENA parte de la producción de José Ortega y Gasset, desparramada nerviosamente por revistas y periódicos, ha encontrado encaje y acomodo posterior en el recinto más sereno de algún libro. Hace unas semanas estos libros, como obedientes a una ley de gravitación interna, se han juntado en un único y gran volumen, recinto ya serenísimo y monumental. Vero de aquellos libros, como de este tomo compacto, habían quedado en destierro los ensayos aparecidos en la Revista de Occidente, como regalo especial e íntimo a losfielesde esta publicación. No eran muchos; no ha habido abuso de un director que sobrecarga con la propia producción la revista que regenta. Ortega ha sido, en este aspecto, un colaborador como otro cualquiera. Para decir la verdad entera, ha sido menos colaborador —con gran desesperación mía— que ninguno de los habituales. En cambio, creo que la producción más selecta de Ortega ha ido a las páginas de nuestra revista. Su exigencia de dar el más alto nivel a una revista intelectual española y europea ha comentado por él mismo. Mas yo no veía ra%ón ninguna para persistir en una exclusión que iba semejándose a severo castigo de confinamiento. No sin cierta resistencia del autor, un día arranqué sus páginas de los números de la revistay las envié a la imprenta. Quiero decir que soy el único responsable de su librificación. Hay, en efecto, en este arranque cierta responsabilidad, porque —como vi en seguida— algunos ensayos están pidiendo a vo% en grito continuación, se la exigen perentoriamente a su autor porque los ba dejado en embrión, con vida,y, sin embargo, impedidos de vivir. En alguno, el autor llega a mayor alevosía: al pie aparece un incumplido «se continuará». Ortega, que ha sido él mayor suscitador de temas, también es el que ha asesinado más. Eos ha sacado, nos los ha mostrado en alto, refulgentes; nos ha encalabrinado, para escamotearlos 383 en seguida, cuando apenas habíamos podido distinguir algo más que su brillo. Yo me propuse entonces salvar, por lo menos, a algunos de ellos y salvar esos terribles «.se continuará», pasables en una revista que es continuidad, pero no en un libro que termina definitivamente en su tapa que lo encierra y secciona. Entonces se me ocurrió —ya que no podía ponerle al autor una pluma en la mano e imperarle, como a un hipnotizado: «¡Escriba usted/»— tomarle aparte en las pre-tertulias de la Revista de Occidente y obligarle a darme la clave del enigma. Porque algunos de estos ensayos se han quedado enigmáticos. Por ejemplo, el que versa sobre «el hombre interesante», en que no aparece por parte alguna «el hombre interesante», que así resulta el hombre esfinge. A mi primera acometida resistió Ortega: —Vaya usted a saber dónde andarán esos temas en mi cabera. Han pasado en mi horay en la hora colectiva. Pero como en la negativa más hermética siempre hay un agujero por donde colarse, vi en ésta sugerido un nuevo tema, un tema sobre los temas: la biografía de los temas. Y no hay tercería mejor para una conversación con Ortega. Presentarle un tema un poco incitante es como presentar, en verano, el mar a un nadador: se lan^a a él, con fruición, de cabera. —Pero ¿es que los temas tienen su biografía? —Claro que sí —me respondió—. Viven en nosotros como nosotros vivimos en el mundo, y les pasan cosas terribles a ellos con nosotros, como a nosotros con nuestra circunstancia. Unos son afortunados; otros, desgraciados. Los temas tienen, como los hombres, su destino. Tienen su niñe%, su akmé o flor, su decrepitud. Comienzan por ser un juego mental, «una ocurrencia»; luego, son un fervor, cuando no una obsesión. Más tarde pierden saturación de sí mismos y se quedan exangües, anquilosados, y actúan en nosotros sólo mecánicamente. Son temas enquistados. Estos son, a veces, una desdicha para el escritor si no logra extirpárselos, porque a veces le acontece desarrollarlos cuandoya están decrépitos o muertosy el autor ha perdido la intuición fresca, rugosa, de ellos. El tema afortunado es aquel cuya akmé coincide con una etapa en que casualmente tenemos tiempo para él. ¿No le ha ocurrido a usted alguna ve% sentir la extraña seguridad de que pudo enamorarse profundamente de una mujer que encontró un día en que no tenía tiempo? Pues como esos amores realísimos que no llegaron a existir, ocurre a veces que los temas más auténticos de un escritor se quedan sin nacer. Por eso —continuó diciéndome—,y usted me lo reprocha a menudo, se me han quedado muchos temas trasconejados. En mi primera obra juvenil empecé a escribir unas Salvaciones. Sólo hice las de Amorin y Baroja; las demás se quedaron nonatas. Recuerdo de las proyectadas éstas: Cómo Miguel de Cervantes solía ver el mundo, Paquiro o de las corridas de toros, E l reverso del movimiento obrero, Meditación de las dan- 384 zarinas, que era una estética del baile — ¡estamos en 1912!, es decir, antes de que se bailase—/ E l pensador de Illescas, en que escamoteaba, fundiéndolos en uno, el San Ildefonso dekGreco», alojado en el Hospital de la Caridad que hay en aquelpueblo,y don Julián San% del Río, que vivió allí unos años meditando y haciendo por las mañanas, sobre la gleba toledana, gimnasia sueca. Las dosfigurasse unen por una dimensión común: recuerde usted la imagen de ese San Ildefonso. Es un clérigo que tiene la nari% en alto, como un podenco de ideas: las huele en su tránsito ingrávido por el aire, y con una pluma que tiene suspendida en la atmósfera, las pun^ay las clava como mariposas en el papel blanco que tiene sobre la mesa. Yo no recuerdo un cuadro que represente más estrictamente el Pensador. El pensoso duca de Miguel Ángel es más bien el Preocupado, y el Pensador de Rodin, si piensa, sólo está pensando en el salto de acróbata que va a dar. Por otro lado, alguien a quien preguntaban: « ¿Se ha pensado en España, en la España del siglo XIX?», contestaba: «No sé, no sé; pero dicen que hace sesenta o setenta años un señor que se llamaba don Julián San% del Río algunas veces se embobaba en su capay se ponía a pensar.» En este estudio me proponía, entre otras cosas, comentar un poco a fondo algo que me refirió don Francisco Giner, discípulo, como es sabido, de San% del Río. Y es que al morir éste se halló con mucha frecuencia escritas en sus papeles estas letras enigmáticas: M. C. £). F. Después de muchas hipótesis encontraron en no sé qué manuscrito del propio San% del Río la explicación. Eran las iniciales de una frase en que San% del Río resumía su larga experiencia de cómo se debe tratar a los españoles: Mitis cum quadam ferocitate —hay que ser con ellos suave, pero con cierta aspereza^ Todas estas Salvaciones debíanfermentar en mí allá por el año 1913. —Yo he dicho una ve% que usted tiene proyectados libros que nunca publica y, en cambio, publica otros que no tenía proyectados. Aquéllos son los que tiene ganas de escribir, y éstos, los que escribe con ganas. Entre los primeros nos ha hablado usted mucho de uno: Chinitos. Y siempre a usted se le escapa la pluma hacia los libros que tiene ganas de escribir, y por eso en muchas páginas asoman sus chinitos. —Una de las cosas de aquella época que más siento no haber escrito es el Viaje del Cid, del cual sólo salió el primer capítulo en el primer tomo de E l Espectador. A veces, revolviendo viejos papeles, tropiezo con los cuadernos de notas, hechas en un estado de exaltación que recordaré siempre. En general, siento no haberpublicado más libros de viaje. —¿Nadie le recuerda los temas olvidados? —De cuando en cuando, lectores desconocidos, por lo vistofieles,que no se contentan con promesas, me preguntan por ellos. Más aún; me piden estrecha cuenta de ellos, como siyo los hubiera degollado en las afueras de una ciudad. TOMO IV—26 385 —Me interesaría saber de cuales. —Por ejemplo, uno de los que más me exigen es aquel libro anunciado, y no publicado, con el título Paisaje con una corza al fondo. —Me parece natural, porque ése es uno de sus libros enigmáticos. Como aquel capítulo de un Espectador titulado «El silencio, gran brahmán». Muchos esperamos que el «gran brahmán» hable, por fin, un día, y que se conteste usted mismo a aquella pregunta que se hacia sobre qué forma sería más adecuada para darle suelta: «¿El diálogo? ¿Las memorias? ¿La novela?» Y agrego, preguntando yo: — ¿La novela? Pero Ortega esquiva la respuesta: —Menos mal que si no he escrito esos temas, los he dicho. Si mis coetáneos fueran generosos, podrían recordar; pero la condena del poco generoso es no tener memoria. A.I fin, accede a mi ruego. Pero surge un terrible inconveniente. Al día siguiente me dice: —IHombrel Me obliga usted a leer lo que he escrito. Como a usted le consta, eso no lo he hecho casi nunca. Y no es amaneramiento, sino que obedece a algo que ha de advertir todo el que se dé alguna cuenta de la trayectoria de mi obra: me importa ante todo elfuturo, y en mis escritos he insultado siempre a la mujer de Lot, a la cual, entre paréntesis, tampoco le importaba el pasado, porque el pasado sólo importa desdey para el futuro. La memoria no es sino el culatazo que da la esperanza. — ¿Y entonces los viejos? En los viejos, el recuerdo vive por sí mismo porque no hay esperanza. —Claro, eso apoya mi idea. Eso quiere decir que la veje% no es sino culatazo. Es que la vida ya se ha disparado toda. Y continúa. —Ahora, una casa editorial ha reunido mi obra. Conoce usted la historia. Impresa desde hace dos años, yo no pude ver las pruebas. Entonces tuve que lanzarme a la política, y en dos años, salvo mis clases universitarias, no he podido dedicar un solo minuto ni a ?ni obra ni a mis temas. La gente no sospecha este género de angustia. Usted recordará que poco antes de abandonar mi cátedra —allá por 1929—,yo sentía una profunda necesidad de «retirarme» más que nunca, incluso de los amigos, retirarme a parir, estaba parturiento de criaturas graves. Pero fue preciso hacer todo lo contrario: salir más que nunca de mí y retener dentro las criaturas. Esto me ha hecho estar dos años hasta físicamente enfermo o más enfermo que de sólito... Sin embargo, el editor me pedía un prólogo. ¡He tardado dos años en encontrar unas horas quietas para escribirlo! 386 No leo mis escritos —sigue—. Por a%ar o por alguna presión como esta que usted ejerce ahora sobre mí, leo algún fro%o. Y... le voy a decir a usted algo muy ingenuo. Mi distancia de lo escrito j no refrescado con lecturas es tal, que me encuentro con mis párrafos como si fueran ajenos. Y ahora viene lo ingenuo. Algunas veces me parece que están mejor de lo que jo, en vaga j confusa memoria, creía. Entonces tengo la impresión de que no me ha leído a fondo casi nadie, ni los amigos más próximos. "Lo siento por ellos, j no ciertamente por creer que han perdido mucho con no leerme a fondo, sino porque es ello un síntoma grave de su contextura íntima. Pero no hablemos de esto, porque esto sí que es un tema grave. Tuve miedo de ser también de éstos j me callé. Pero conseguí en seguida una ampliación de su estudio Sobre el punto de vista en las artes. —En este ensayo —le dije— se aplica usted exclusivamente a la pintura, pero el título parece indicar un principio aplicable a todas las artes. — ¡Claro ¡ Lo publicado es sólo el primer capítulo. — ¿Y cómo extendía usted esa teoría del punto de vista a las demás artes? —Tengo seguramente notas sobre lo que seguía. Pero ¡vaya usted a saber dónde están! Siempre me pasa igual. Tengo montañas de notas, pero tan confundidas, que cuando me pongo a escribir prefiero buscar lo que en el momento se me ocurre, a buscar las notas que en ocasión más tranquila hice sobre ello. —En sus libros anteriores no faltaba nunca algún tema artístico. En los últimos, en cambio, los ha abandonado usted. —No los he abandonadojo solamente: los ha dejado el mundo, j jo acompaño a la Naturaleza, como, según Goethe, se debe hacer. —Recuerdo ahora que usted anunció esta decadencia del arte, este viraje de la sensibilidad del público, en su artículo Apatía artística, escrito hace muchos años, como predijo usted muy particularmente la muerte del teatro en su Elogio del murciélago. Usted ha profetizado muchas cosas que luego se han cumplido, en arte como en política, en ciencia como en filosofía. También recuerdo su conferencia —¿cuándo?, ¿en 1911?— sobre la «discontinuidad» en la física, j en estos ensayos de la revista —allá por 1924.—, la decadencia de la Sociedad de Naciones. —Es quejo estoy contra la Sociedad de Naciones por estar a favor de la unidad de Europa. —Aquel artículo, Apatía artística, promovió entonces un escándalo... silencioso. —Siempre pasa lo mismo a quien se anticipa: se atrae los denuestos de quienes sólo ven el día de hoj. El anticipador ve venir las cosas sin poder hacer nada para evitarlas. Por eso le insultan j , a veces, le matan. Es el simbo- 387 lismo de la muerte de Casandra, la profetisa. ¡Hacen bien ¡ El profeta no sirve para nada. Lo importante es evitar y no predecir. —Volviendo al «punto de vista en las artes», ¿cómo hubiera usted aplicado su teoría a otras artes? ¿No cree usted que también se podría seguir en la música una evolución semejante a la que usted advierte en la historia de la pintura? —Desconozco excesivamente la técnica musical, y aunque no creo necesario el conocimiento de la técnica para hablar de un arte, un mínimo de intimidad con su técnica da mayor seguridad al juicio. Me sorprende que no se haya escrito nada preciso y claro sobre música. Siempre he sentido cierta inquietud respecto a la música, producida por haber olido la calaña de sus habituales aficionados. Esto es un argumento ad hominem contra la música, pero no crea usted que esta clase de argumentos es tan despreciable como suele decirse. —Pero ¿en literatura? —En literatura, el punto de vista es un punto de «hablada», si me permite usted la palabra. Como el pintor pinta desde un lugar espacial, el literato habla desde un sitio. Pero en literatura este sitio no es espacial, sino espiritual; es un ser humano, unyo. Toda obra literaria se supone ser dicha por alguien, y la evolución literaria depende de quién sea ese alguien que se supone hablar. Y lo mismo que en pintura he perseguido el desplazamiento del punto de vista, que se va retrayendo del objeto hacia el sujeto, hubiera hecho al considerar la evolución de la poesía y la prosa bella. El yo —continúa— que se supone hablando en las literaturas arcaicas no es el hombre individual que escribe o compone, ni siquiera el hombre genérico, sino el Dios que inspira al hombre; el hombre habla suponiendo que en él habla Dios. El poeta comienza por ser ventrílocuo de Dios. Luego ya no es Dios, pero es la musa. La épica griega y latina empiezan atribuyendo su poesía a la musa. Después, el alguien que se supone hablando se hace humano, pero aún es el hombre genérico, abstracto. Es el gremio el que habla en el hombre, el rapsoda, el bardo, el profeta, el general, el legislador o bien el más abstracto de todos los abstractos, ese alguien genérico, sin cédula de vecindad: el poeta, el poeta como tal, no Fulano, a quien le acontece ser poeta a ratos. Pero esto, como se advierte en seguida, implica un fenómeno muy curioso. Cuando un creador literario va a crear un decir, antes de éste tiene que crear un personaje de novela: elyo que se supone va a decir lo que el autor quiere decir. En este sentido, todo escritor, quiera o no, es antes que nada un novelista, por muy lírico que se suponga. Y no sería tan extravagante como parece intentar describir la historia de la evolución literaria como evolución de ese personaje novelesco. Según esto, toda literatura sería, en su raíz, m v e l a ' Es curioso que cuando tiene que escribir un individuo sin imaginación, por ejemplo, 388 un médico o un hombre de laboratorio, se advierten las angustias que pasa al no poder crear ese personaje que va a hablar, y entonces, perdido como un náufrago, abre los bracos y dice: «Nosotros hemos comprobado...» Este plural no es más que el aforamiento del hombre sin imaginación que se acoge a la anonimidad multitudinaria. — ¿Podría usted aclararme la teoría con ejemplos? —Ya sabe usted que considero nota esencial del mundo antiguo la insuficiente individuación del hombre griegoy latino. Recuerde usted mi nota Sobre la sinceridad triunfante, uno de mis artículos perfectamente desatendidos, pero queyo estimo de algún interés. Siempre que el antiguo se ha acercado, en casos excepcionales, a lo que podríamos llamar la modernidad, se ha producido paralelamente un cambio en el sujeto que se supone hablar: el sujeto genérico, abstracto, se acercaba al individuo autor. Esto es notorio en el caso de San Agustín, que representa evidentemente un brote inesperado de modernidad en las postrimerías del mundo antiguo. San Agustín va a anticipar elgran descubrimiento romántico que consiste en hacer coincidir el personaje que se supone hablar con el efectivo hombre que escribe. San Agustín habla desde suyo, y por eso fue un escándalo sin par en el mundo antiguo. No sólo escribe sus confesiones —género literario en el que el punto de «hablada» coincide exactamente con la criatura real que escribe—, sino que toda su obra es, en efecto, sonfesión, como la de Chateaubriand. Por eso suena a grito. El estilo de San Agustín es un grito pelado, aunque bastante retorcido. —Entonces el romanticismo, ¿es ya el punto de perfecta coinci- dencia? —No vaya usted tan de prisa. Lo que acabo de decir indica la importancia que en la evolución literaria tiene el romanticismo, que es —no en vano procede de la Revolución— la rebelión del individuo contra los gremios y los Etats. El romanticismo es el liberalismo literario. Probablemente, Goethe y Chateaubriand, son los primeros hombres que tienen la audacia deliberada de adelantar como personaje que se supone decir su obra, un personaje que resulta ser su mismo autor. Rene es elpropio Chateaubriand. ¿Quiere decir esto que ese personaje, que ahora va coincidiendo cada ve% más con elyo efectivo, no sea, a su ve%, un personaje novelesco? Nequáquam; jo que pasa es que la cosa se complicay se hace más divertida. El contemporáneo, incitado por el estilo de la época a elegir como punto de «hablada» su propio yo, comienza por inventar su propioyo, por hacer de sí mismo, con encantadora ingenuidad, un personaje imaginario, el que quisiera ser —los que no tienen genio, tomándolo de alguna novela ofigurapretérita, por lo menos teñido de esasfiguras.Esto le lleva a algo trágico, tragicómico. El escritor contemporáneo, al tener que inventar un personaje que diga su obra y verse obligado a elegir su propia persona, tiene que ser novelista de sí mismo, y entonces, lafiguradeformada, 389 cosmetizada, amanerada de sí mismo que pone al frente de sus obras, llega a influir en su vida, fuera de su creación literaria, arrastra su auténticay humilde realidad y le da esa afectación tan cómica que llegó a su extremo a fin de siglo; un ejemplo, Barres. En la literatura francesa, que es, sin duda, la literatura normal —y, como todo lo normal, sin cimas, pero también sin quebradas ni abismos—, se puede seguir una porción de procesos de este orden sumamente curiosos. —Ya sabe usted que, como los niños de escuela, necesito ejemplos. —Pues, por ejemplo. Hay todo un estilo a lo largo del siglo XIXfrancés compuesto de estos tres ingredientes: erudición, ironía y cierta voluptuosidad arcaizante en la melodía de la frase. Sin que yo discuta si hay precedentes más autorizados, la historia de este estilo es la siguiente: Comienza con PaulEouis Courier, que era un granfilólogo,un erudito. Su estilo parte del supuesto —todo estilo parte de un supuesto, estilo es supuesto— de que quien habla es un señor que sabe todo lo que hay en los libros, un señor sumergido en ellos, que se refocila en ellos, distante, pues, de la vida, pero que mientras mira con un ojo al libro erudito, preferentemente clásico, bizquea, y con el otro persigue con indolencia los movimientos de la vida como un espectador tolerante, que no se deja, sin embargo, arrastrar por ellos. Esta dualidad de actitud constituye la base de las variaciones de este estilo. Iniciado algo secamente por Courier, adquiere magnificencia, amplitud, potencia, voluptuosidad en Renan. ¿Es que puede entenderse lo que Renan escribe si no se supone un personaje en estas condiciones? No obstante, Renan —justo es decirlo— coincide bastante en su realidad vital con ese personaje imaginario entre cuyos dedos pone su pluma. Pero he aquí que llega Anatole France —que, muy bien dotado en muchos órdenes, no poseía, sin embargo, fértil imaginación de novelista —y crea un personaje. Ese personaje es Anatole France, pero ese Anatole France es Renan y, al mismo tiempo, el personaje de las novelas de France, que es siempre el mismo: Silvestre Bonnard, Mr. Bergeret. Este se ha tragado a M. Anatole Thibault, lo ha suplantado. El personaje sustituye al autor... Porque hay también personajes que creen no necesitan ir en busca de su autor, sino que se creen el propio autor. Y aquí Ortega se detiene: —Etcétera, etcétera, etcétera... Como ve usted, el tema es inacabable. Eo mismo pudiera decir en arquitectura, escultura, teatro. Y en cinematógrafo. Advierta usted que esta teoría no es una teoría independiente y aparte en mi obra. Es la teoría general de mi filosofía: el perspectivismo. Pero no es el «punto de vista» en el sentido idealista, sino al revés: es que lo visto, la realidad, es también punto de vista. —Estas palabras últimas promueven un nuevo tema, hacia el que yo desviaría el interrogatorio. 390 i —Conténtese usted con las continuaciones y ampliaciones y no pretenda usted también desfloraciones. —Pues entonces vamos a ver si, al fin, nos dice usted lo que quedó intacto en su ensayo sobre «el hombre interesante», a saber, cuál es «el hombre interesante» para la mujer. —Es un tema sutil que sólo puede ser cacado con red fina, como la que usan los pajariteros para coger jilgueros en los alrededores de Madrid. En broma, en broma, se trata de un asunto muy grave. Es evidente que en la evolución de la especie humana influye hondamente la mujer con sus preferencias. Bajo el título «el hombre interesante» se trata de averiguar cuál es el nodulo humano que la mujer prefiere. ¿ Hay alguna tendencia permanente a lo largo de la historia en ese preferir, o cambia en cada pueblo, en cada época, en cada generación? Como ve usted, se pretende nada menos que husmear en uno de los secretos más recónditos de nuestra especie. —Sobre ese influjo que ejerce con sus preferenciasy sus ensueños la mujer en la historia ha publicado usted páginas muy esenciales en su «Epílogo» al libro de Victoria Ocampo, De Francesca a Beatrice, y en aquellos artículos no reunidos en libro y que se titulan La elección en amor. —Pero en el ensayo de la revista intentaba contestarya concretamente a esas preguntas que acabo de plantear. El troteo publicado no hace sino iniciar la fabricación del microscopio con que habría que investigar el asunto. Se dice en él (i) que hay tres órdenes de condiciones para el enamoramiento auténtico: condiciones de percepción de las calidades personales, de emoción con que, una vez percibidas aquéllas, responde el sujeto dejándose arrastrar, y de constitución del alma. Un amor auténtico requiere, pues, ciertas dotes muy precisas en esos tres órdenes. Recuerde usted lo que allí sostengo: «No es cualquiera capa% de enamorarse ni de cualquiera se enamora el capaz». El hombre interesante es, sin duda, el que posee en su persona ciertas calidades —lo que hoy se llama «valores»— que, por lo visto, son preferidas por la mujer. Ahora bien: la mujer, individual o racialmente, es más o menos perspicaz para descubrir las calidades varoniles. De aquí que el tipo de «hombre interesante» —de Don Juan triunfante en cada país— nos permite sorprender el secreto de cómo es la mujer de ese país. Ea sorprendemos in fraganti. Por otra parte, algo de coincidencia habrá entre esos diversos «hombres interesantes» nacionales que nos permita extraer, acotar un último esquema general de su figura. Creo que, en postrer resumen, así habíay o premeditado planear la cuestión. (1) Véase el ensayo Para una psicología del hombre interesante, en este mismo volumen. 391 Ahora bien: ¿ qué «valores» son los que parece preferir la mujer en el hombre? No nos fijemos en los matrimonios. El casamiento no tiene que ver con el amor si no es per accidens. El casamiento tiene otras raices —sociales, económicas, etc. Y así debe ser. El casamiento es una institución civil y no se le debe estudiar nijuagar ni evaluar mirándolo desde la intimidad de la persona —como debe hacerse con el amor—, sino desde la vida colectiva a la cual pertenece. Esto será todo lo paradójico que usted quiera —que el sentido del matrimonio, que es el «hogar»y el «interior» de la familia, etc., tenga poco que ver con la intimidad—, pero es la pura verdad. Hay que hablar del matrimonio como se habla del Parlamento, de los Tribunales de justicia o del sistema electoral... Pero volvamos al asunto: ¿qué valores parece preferir la mujer en el hombre? Evidentemente, no prefiere que sepa matemáticas, ni que sea un buen abogado o un excelente físico. Ea mujer no se enamora de eso, ni de ninguno de los talentos que preferimos los hombres. También es falso que la mujer se enamore de la belleza masculina. Sobre esto hay mucho que hablar, y hablo largamente en el libro ese que usted me exige tantas vecesy del que tiene usted, hace cinco o seis años, impresasya i*¡o páginas de gran formato y letra menuda, titulado: Estudios sobre el amor (i). Ahora se ha publicado en Alemania, pero yo no quisiera darlo aquí hasta que no pueda escribir las otras i^o páginas que le faltan. —Después de molestarle insistentemente por no haber terminado este libro, confieso que prefiero esas i^o páginas que acaso escribirá ahora a las i¿o páginas que usted hubiera escrito entonces. No quiero decir por qué; es cosa que va unida con los añosy con ciertos años de la vida. En tratados sobre el amor, los años depositan decantaciones más exquisitas y maduradas en el hombre que hace el tratado y en la mujer que es un tratado. Pero siga usted. — ¿De qué se enamora, pues, la mujer? Pues lo mismo que nosotros de una mujer que tenga la cara bonita, ellas de un hombre que tenga el alma «bonita». No encuentro palabra mejor ni más adecuada para lo que quiero decir. Pero eso que quiero decir es muy difícil de decir, se escapa de entre las manos, de las palabras, como un ratero. El estudio sobre «el hombre interesante» tiene que ser largo y... hemos hablado ya demasiado. El próximo número de la revista reclama su solícita laboriosidad de abeja, amigo Vela, y a mí me reclaman mis problemas actuales, que son todavía más interesantes que «el hombre interesante». ¿No le parece a usted que debemos suspender en este punto las confidencias? Queda el tema con un pie en el aire, torsionado. en figura de interrogación... ¿Qué será eso de que hay hombres de alma bonita ? (1) Publicados posteriormente. (Véase tomo V de estas Obras Com- pletas.) 392 Sólo enunciar tal cosa irrita profundamente a la gente estúpida de nuestro país y es conveniente que la irritemos de cuando en cuando... Todos esos pseudopolíticos, pseudo-médicos, pseudo-profesores, pseudo-intelectuales que, incapaces de buscar la verdad, no tienen con ella más relación que irritarse ante ella siempre que la presienten, son los hombres de alma más fea, más irremediablemente fea... La generación que ahora anda alrededor de los veinte años se sublevará históricamente contra toda esa gente de abna hórrida... A.hí tiene usted una profecía más. La conversación ha terminado, como suelen terminar todas las conversaciones, por una interrupción, simplemente porque ya se lleva mucho tiempo hablando, como si una charla tuviera también sus dimensiones, rigurosamente determinadas, como las tiene otro género literario: el drama, la novela, la epístola. La conversación con Ortega siempre resulta rica, fértil, superabundante. Pertenece a ese linaje, muy continuado en España, de los hombres que influyen más por su palabra hablada, en la conversación, que por su palabra escrita, en el libro, aun siendo ésta tan enormemente operante. Hay en esto un rasgo muy español^ quiero decir muy humano, pues el español es quien más importancia da al hombre, al hombre de alma, carne y hueso, presente y mano a mano. Yo me había propuesto con mi interrogatorio encaminar al interpelado hacia ciertos temas, pero la conversación —un género literario, insisto— tiene sus formas propias: comienza por un lado, termina por el que menos se piensa, se interrumpe a lo mejor. Hay que respetar su estilo y no forjarla demasiado. Por eso, aunque no haya conseguido completamente mi objeto, si la mía con Ortega ha sido interesante, henchida de sugestiones y profecías, me contento. FERNANDO VELA. PIDIENDO UN GOETHE DESDE DENTRO CARTA A UN ALEMÁN ME pide usted, querido amigo (i), algo sobre Goethe, con ocasión del centenario, y he hecho algunos esfuerzos para ver si podía satisfacer sus deseos. Hacía muchos años que no leía a Goethe —¿por qué?— y he vuelto a deslizarme por entre los tomos densos de sus obras completas. Pero pronto he comprendido que mi buena voluntad iba a fracasar, que no podría hacer lo que usted me pide. Por muchas razones: La primera, ésta: no estoy para centenarios. ¿Pero es que lo está usted? ¿Hay hoy algún europeo que se encuentre en la disposición adecuada para celebrar centenarios? Nos preocupa con demasiado rigor este 1932 para que podamos alojar en ninguna de sus fechas aquel 1832. N o es esto, sin embargo, lo peor. L o peor es que al hacerse tan problemática nuestra vida de 1932, lo más problemático de ella es precisamente su relación con el pasado. La gente no se da de ello clara cuenta, porque el presente y el futuro presentan siempre un dramatismo más espectacular. Pero es el caso que el presente y el futuro se han presentado al hombre muchas veces tanto o más difíciles y agrios que ahora. L o que da a nuestra situación actual un carácter de insólita gravedad en los fastos humanos no radica tanto en esas dos dimensiones del tiempo como en la otra. Si el europeo hace con alguna perspicacia balance de su situación, advertirá que no desespera del presente ni del futuro, sino precisamente del pretérito. (1) Estas páginas fueron escritas para la revista de Berlín Die neue Rundschau, que publicó un número dedicado a Goethe al mismo tiempo que la Revista de Occidente. 395 La vida es una operación que se hace hacia adelante. Se vive desde el porvenir, porque vivir consiste inexorablemente en un hacer, en un hacerse la vida de cada cual a sí misma. Es envaguecer la terrible realidad de que se trata llamar «acción» a ese «hacer». La «acción» es sólo el comienzo del «hacer». Es sólo el momento de decidir lo que se va a hacer, de decidirse. Está, pues, bien que se diga: Am Anfang war die Tat (i). Pero la vida no es sólo comienzo. E l comienzo es ya el ahora. Y la vida es continuación, es pervivencia en el instante que va a llegar más allá del ahora. Por eso va angustiada bajo un imperativo ineludible de realización. N o basta la acción, que es un mero decidirse uno —sino que es menester fabricar lo decidido, ejecutarlo, lograrlo. Esta exigencia de efectiva realización en el mundo, más allá de nuestra mera subjetividad e intención, es lo que expresa el «hacer». Ello nos obliga a buscar medios para pervivir, para ejecutar el futuro, y entonces descubrimos el pasado como arsenal de instrumentos, de medios, de recetas, de normas. E l hombre que conserva la fe en el pasado no se asusta del porvenir, porque está seguro de encontrar en aquél la táctica, la vía, el método para sostenerse en el problemático mañana. E l futuro es el horizonte de los problemas, el pasado la tierra firme de los métodos, de los caminos que creemos tener bajo nuestros pies. Piense usted, querido amigo, la terrible situación del hombre a quien de pronto el pasado, lo firme, se le vuelve problemático, se le vuelve abismo. Antes, lo peligroso parecía estar sólo delante de él en el azaroso futuro; ahora lo encuentra también a su espalda y bajo sus pies. ¿No nos pasa a nosotros algo de esto? Creíamos ser herederos de un pasado magnífico y que podíamos vivir de su renta. A l apretarnos ahora el porvenir un poco más fuertemente que solía en las últimas generaciones, miramos atrás buscando, como nos era habitual, las armas tradicionales; pero al tomarlas en la mano hallamos que son espadas de caña, gestos insuficientes, atrevo teatral que se quiebra en el duro bronce de nuestro futuro, de nuestros problemas. Y súbitamente nos sentimos desheredados, sin tradición, indigentes, como recién llegados a la vida, sin predecesores. Patricios llamaban los romanos a los hijos de alguien que podía testar y dejaba herencia. Los otros eran los proletarios, descendientes, pero no herederos. Nuestra herencia consistía en los métodos, es decir, en los clásicos. Pero la crisis europea, que es la crisis del mundo, puede diagnosticarse como una crisis de todo clasicismo. Tenemos la impresión de que (1) E n el principio era la acción. 396 los caminos tradicionales no nos sirven para resolver nuestros problemas. Sobre los clásicos se pueden seguir escribiendo libros indefinidamente. L o más fácil que puede hacerse con una cosa es escribir un libro sobre ella. L o difícil es vivir de ella. ¿Podemos vivir hoy de nuestros clásicos? ¿No padece hoy Europa una extraña proletarización espiritual? El fracaso de la Universidad ante las necesidades actuales del hombre —el hecho tremendo de que en Europa haya dejado de ser la Universidad un pouvoir spirituel— es sólo una consecuencia de aquella crisis, porque la Universidad es clasicismo. ¿No son circunstancias tales las más opuestas al espíritu de los centenarios? E n las fiestas del centenario el rico heredero repasa complacido el tesoro que los siglos han ido destilando. Pero es triste, depresivo, repasar un tesoro de monedas depreciadas. N o sirve tal ocupación para otra cosa que confirmarnos la insuficiencia del clásico. A la luz cruda, exigente, inexorable de la presente urgencia vital, la figura del clásico se descompone en meras frases y aspavientos. E n estos últimos meses hemos celebrado los centenarios de dos gigantes —San Agustín, Hegel— y el resultado ha sido deplorable. N i sobre uno ni sobre otro se ha podido publicar, con tal motivo, una sola página nutritiva y alentadora. Nuestra disposición es precisamente inversa a la que pudiera inspirarnos actos de culto. E n la hora del peligro, la vida sacude todo lo que en ella es inesencial, excrecencia, tejido adiposo, y procura desnudarse, reducirse a lo que es puro nervio, puro músculo. E n esto radica la salvación de Europa— en la contracción a lo esencial. La vida es en sí misma y siempre un naufragio. Naufragar no es ahogarse. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. Esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio. Cuando la cultura no es más que eso, cumple su sentido y el humano asciende sobre su propio abismo. Pero diez siglos de continuidad cultural traen consigo, entre no pocas ventajas, el gran inconveniente de que el hombre se cree seguro, pierde la emoción del naufragio y su cultura se va cargando de obra parasitaria y linfática. Por esto tiene que sobrevenir alguna discontinuidad que renueve en el hombre la sensación de perdimiento, sustancia de su vida. Es preciso que fallen en torno de él todos los instrumentos flotadores, que no encuentre nada a que agarrarse. Entonces sus brazos volverán a agitarse salvadoramente. La conciencia del naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la 397 salvación. Por eso yo no creo más que en los pensamientos de los náufragos. Es preciso citar a los clásicos ante un tribunal de náufragos para que allí respondan ciertas preguntas perentorias que se refieren a la vida auténtica. ¿Qué figura haría Goethe ante ese tribunal? Pudiera sospecharse que es el más cuestionable de todos los clásicos, porque es el clásico en segunda potencia, el clásico que a su vez había vivido de los clásicos, el prototipo del heredero espiritual, cosa de que él mismo se dio tan clara cuenta; en suma, representa entre los clásicos el patricio. Este hombre se ha sostenido con las rentas de todo el pasado. Su creación tiene no poco de mera administración de las riquezas recibidas, y por ello, en su obra como en su vida, no falta nunca esa facción filistea que posee siempre un administrador. Además, si todos los clásicos lo son, en definitiva, para la vida, éste pretende ser el artista de la vida, el clásico de la vida. Debe, pues, con más rigor que ninguno, justificarse ante la vida. Como ve usted, en vez de enviarle algo para el centenario de Goethe, necesito más bien pedírselo yo a usted. La operación a que fuera preciso someter a Goethe es demasiado grave y de raíz para que pueda intentarla quien no es alemán. Atrévase usted a emprenderla. Alemania nos debe un buen libro sobre Goethe. Hasta ahora, el único legible es el de Simmel, aunque, como todos los de Simmel, es insuficiente, porque aquel agudo espíritu, especie de ardilla filosófica, no se hacía nunca problema del asunto que elegía, antes bien lo aceptaba como una plataforma para ejecutar sobre ella sus maravillosos ejercicios de análisis. Este ha sido, por otra parte, el defecto sustantivo de todos los libros alemanes sobre Goethe: el autor trabaja sobre Goethe, pero no se ha hecho de él cuestión, no lo ha puesto en cuestión, no ha trabajado por debajo de Goethe. Basta advertir la frecuencia con que emplean las palabras «genio», «titán» y demás vocablos sin perfil, que no usan ya más que los alemanes, para comprender que es todo ello estéril beatería goethiana. Intente usted lo contrario, querido amigo. Haga usted lo que Schiller nos proponía: tratar a Goethe «como a una casta orgullosa a quien hay que hacer un hijo para humillarla ante el mundo». Escríbanos usted un Goethe para náufragos. Ni creo que Goethe recusase esa reclamación ante un tribunal de vitales urgencias. Tal vez es lo más goethiano que con Goethe se puede hacer. ¿Hizo él otra cosa con lo demás, con todo lo demás? Hic Rhodus, hic salta. Aquí está la vida, aquí hay que danzar. Quien quiera salvar, a Goethe, tiene que buscarlo por ahí. 398 Pero yo no veo que se pueda extraer hoy beneficio de su obra si no se plantea, en forma diferente de la usada, el problema de su vida. Las biografías de Goethe han sido elaboradas según una óptica monumental. Sus autores parecen haber recibido el encargo de esculpir una estatua para una plaza pública, o, viceversa, de componer guías para el turismo goethiano. Se trata, en definitiva, de andar en torno a Goethe. Por eso les importa esculpir una figura con forma exterior muy clara, sin problemas para el ojo, de grandes líneas. La óptica monumental tiene, por lo pronto, estos cuatro inconvenientes: es una visión solemne, desde fuera, a distancia y sin dinamismo genético. Este monumentalismo resalta tanto más cuanto mayor sea el número de anécdotas y detalles que el biógrafo nos comunique, porque la perspectiva macroscópica y distante en que está construida la figura no nos permite verlos en ella, entretejidos con su forma, y se nos quedan sin significación entre las manos. El Goethe que yo postulo de usted deberá hacerse bajo una óptica inversa. Le pido a usted un Goethe desde dentro. ¿Desde dentro de quién? ¿De Goethe? Pero... ¿quién es Goethe? N o sé si entiende usted bien mi pregunta. Intentaré aclararla. Si usted se pregunta a sí mismo, con rigor y perentoriedad: ¿Quién soy yo? —no ¿qué soy yo?, sino ¿quién es ese yo de que hablo a todas horas en mi existencia cotidiana?—, caerá usted en la cuenta del increíble descarrío en que ha caminado siempre la filosofía al llamar «yo» las cosas más extravagantes, pero nunca a eso que usted llama «yo» en su existencia cotidiana. Ese yo que es usted, amigo mío, no consiste en su cuerpo, pero tampoco en su alma, conciencia o carácter. Usted se ha encontrado con un cuerpo, con un alma, con un carácter determinados, lo mismo que se ha encontrado usted con una fortuna que le dejaron sus padres, con la tierra en que ha nacido y la sociedad humana en que se mueve. Como usted no es su hígado, sano o enfermo, no es usted tampoco su memoria, feliz o deficiente, ni su voluntad, recia o laxa, ni su inteligencia, aguda o roma. E l yo que usted es se ha encontrado con estas cosas corporales o psíquicas al encontrarse viviendo. Usted es el que tiene que vivir con ellas, mediante ellas, y tal vez se pasa usted la vida protestando del alma con que ha sido usted dotado— de su falta de voluntad, por ejemplo—, como protesta usted de su mal estómago o del frío que hace en su país. E l alma queda, pues, tan fuera del j o que es usted como el paisaje alrededor de su cuerpo. Si usted se empeña, diremos que su alma es, de las cosas con que usted se ha encontrado, la más próxima a usted, pero no es usted mismo. Hay 399 que aprender a libertarse de la sugestión tradicional que hace consistir siempre la realidad en alguna cosa, sea corporal, sea mental. Usted no es cosa ninguna, es simplemente el que tiene que vivir con las cosas, entre las cosas, el que tiene que vivir no una vida cualquiera, sino una vida determinada. N o hay un vivir abstracto. Vida significa la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Este proyecto en que consiste el yo no es una idea o plan ideado por el hombre y libremente elegido. Es anterior, en el sentido de independiente, a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. Más aún, de ordinario no tenemos de él sino un vago conocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico ser, es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para realizar o no ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o sustituirlo. Somos indeleblemente ese único personaje programático que necesita realizarse. E l mundo en torno o nuestro propio carácter nos facilitan o dificultan más o menos esa realización. La vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto. Esta consideración nos permite dar a la biografía una estructura distinta de la usada. Hasta ahora, cuando ha sido más perspicaz, el biógrafo era un psicólogo. Tenía el don de entrar dentro del hombre y descubrir todo el aparato de relojería que forma el carácter y, en general, el alma de un sujeto. Lejos de mí desdeñar estas averiguaciones. La biografía necesita de la psicología como de la fisiología. Pero todo ello es pura información. Es preciso superar el error por el cual venimos a pensar que la vida de un hombre pasa dentro de él y que, consecuentemente, se la puede reducir a pura psicología. ¡Bueno fuera que nuestra vida pasase dentro de nosotros! Entonces el vivir sería la cosa más fácil que se puede imaginar: sería flotar en el propio elemento. Pero la vida es lo más distante que puede pensarse de un hecho subjetivo. Es la realidad más objetiva de todas. Es encontrarse el yo del hombre sumergido precisamente en lo que no es él, en el puro otro que es su circunstancia. Vivir es ser fuera de sí —realizarse. E l programa vital, que cada cual es irremediablemente, oprime la circunstancia para alojarse en ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos —yo y mundo— es la vida. Forma, pues, un ámbito dentro del cual está la persona, el mundo y... el biógrafo. Porque ése es el verdadero dentro desde el cual quisiera yo que mi- 400 rase usted a Goethe. N o el dentro de Goethe, sino el dentro de su vida, del drama de Goethe. N o se trata de ver la vida de Goethe como Goethe la veía, con su visión subjetiva, sino entrando como biógrafo en el círculo mágico de esa existencia para asistir al tremendo acontecimiento objetivo que fue esa vida y del cual Goethe no era sino un ingrediente. Nada merece tan propiamente ser llamado yo como ese personaje programático, porque de su peculiaridad depende el valor con que en nuestra vida queden calificadas todas nuestras cosas, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro carácter, nuestra circunstancia. Son nuestras por su relación favorable o desfavorable con aquel personaje que necesita realizarse. Por esta razón no puede decirse que dos hombres diferentes se encuentren en una misma situación. La disposición de las cosas en torno de ambos, que abstractamente parecería idéntica, responde de modo distinto al diferente destino íntimo que es cada uno de ellos. Y o soy una cierta individualísima presión sobre el mundo: el mundo es la resistencia no menos determinada e individual a aquella presión. E l hombre —esto es, su alma, sus dotes, su carácter, su cuerpo— es la suma de aparatos con que se vive y equivale, por tanto, a un actor encargado de representar aquel personaje que es su auténtico yo. Y aquí surge lo más sorprendente del drama vital: el hombre posee un amplio margen de libertad con respecto a su yo o destino. Puede negarse a realizarlo, puede ser infiel a sí mismo. Entonces su vida carece de autenticidad. Si por vocación no se entendiese solo, como es sólito, una forma genérica de la ocupación profesional y del curriculum civil, sino que significase un programa integro e individual de existencia, sería lo más claro decir que nuestro yo es nuestra vocación. Pues bien, podemos ser más o menos fieles a nuestra vocación y, consecuentemente, nuestra vida más o menos auténtica. Considerada así la estructura de la vida humana, las cuestiones más importantes para una biografía serán estas dos que hasta ahora no han solido preocupar a los biógrafos. La primera consiste en determinar cuál era la vocación vital del biografiado, que acaso éste desconoció siempre. Toda vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido. Esto nos obliga a construirnos, como el físico construye sus «modelos», una vida imaginaria del individuo, el perfil de su existencia feliz, sobre el cual podemos luego dibujar las indentaciones, a veces enormes, que el destino exterior ha marcado. TOMO I V « — 2 6 401 Todos sentimos nuestra vida real como una esencial deformación, mayor o menor, de nuestra vida posible. La segunda cuestión es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular, a su vida posible. Esto nos permite determinar la dosis de autenticidad de su vida efectiva. L o más interesante no es la lucha del hombre con el mundo, con su destino exterior, sino la lucha del hombre con su vocación. ¿Cómo se comporta frente a su inexorable vocación? ¿Se adscribe radicalmente a ella, o, por el contrario, es un desertor de ella y llena su existencia con sustitutivos de lo que hubiera sido su auténtica vida? Tal vez lo más trágico en la condición humana es que puede el hombre intentar suplantarse a sí mismo —es decir, falsificar su vida. ¿Se tiene noticia de ninguna otra realidad que pueda ser precisamente lo que no es, la negación de sí misma, el hueco de sí misma? ¿No cree usted que merecía la pena de construir una vida de Goethe desde este punto de vista que es el verdaderamente interior? E l biógrafo aquí entra dentro del drama único que es cada vida, se siente sumergido en los puros dinamismos, placenteros y dolorosos, que constituyen la efectiva realidad de una existencia humana. Una vida mirada así, desde su intimidad, no tiene «forma». Nada visto desde su dentro la tiene. La forma es siempre el aspecto externo que una realidad ofrece al ojo cuando,la contempla desde fuera, haciendo de ella mero objeto. Cuando algo es sólo objeto, es sólo aspecto para otro y no realidad para sí. La vida no puede ser mero objeto porque consiste precisamente en su ejecución, en ser efectivamente vivida y hallarse siempre inconclusa, indeterminada. N o tolera ser contemplada desde fuera: el ojo tiene que trasladarse a ella y hacer de la realidad misma su punto de vista. De la estatua de Goethe estamos un poco fatigados. Entre usted dentro de su drama —renunciando a la convencional y estéril belleza de su figura. Nuestro cuerpo visto desde dentro no tiene eso que se suele llamar forma y que es, en rigor, sólo forma externa y macroscópica; tiene sólo feinerer Bau, estructura microscópica de los tejidos y, en última instancia, puro dinamismo químico. Preséntenos usted un Goethe náufrago en su propia existencia, perdido en ella y que en cada instante ignora lo que va a ser de él —ese Goethe que se sentía a sí mismo «como una ostra mágica sobre la que transitan ondas extrañas». ¿No merece la pena de intentar algo parecido en un caso como éste? La fama o la calidad de la obra goethiana ha hecho que poseamos sobre su existencia más datos que tal vez sobre ningún otro 402 ser humano. Podemos, pues —es decir, puede usted, porque yo sé muy poco de Goethe—, trabajar ex abundantia. Pero además hay otra razón que invita a hacer el ensayo precisamente con Goethe. E s él el hombre en quien por vez primera alborea la conciencia de que la vida humana es la lucha del hombre con su íntimo e individual destino, es decir, que la vida humana está constituida por el problema de sí misma, que su sustancia consiste no en algo que ya es —como la sustancia del filósofo griego, y más sutilmente, pero al cabo igualmente, la del filósofo idealista moderno—, sino en algo que tiene que hacerse a sí mismo, que no es, pues, cosa, sino absoluta y problemática tarea. Por eso le vemos constantemente inclinado sobre su propia vida. Tan trivial es atribuir esta obsesión a egoísmo como interpretarla «artísticamente» y presentarnos un Goethe que fabrica su propia estatua. E l arte, todo arte, es entidad muy respetable, pero superficial y frivola, si se la compara con la terrible seriedad de la vida. Evitemos, pues, aludir ligeramente a un arte del vivir. Goethe se preocupa sin cesar de su vida sencillamente porque la vida es preocupación de sí misma (i). A l entreverlo se convierte en el primer contemporáneo, (1) E n el admirable libro de Heidegger titulado Ser y tiempo, y publicado en 1927, se llega a u n a definición de la vida próxima a ésta. N o podría y o decir cuál es la proximidad entre la filosofía de Heidegger y la que ha inspirado siempre m i s escritos, entre otras cosas, porque la obra de Heidegger no está aún concluida, ni, por otra parte, mis pensamientos adecuadamente desarrollados en forma impresa; pero necesito declarar que tengo con este autor una deuda muy escasa. Apenas hay uno o dos conceptos importantes de Heidegger que no preexistan, a veces con anterioridad de trece años, en mis libros. Por ejemplo: la idea de la vida como inquietud, preocupación e inseguridad, y de la cultura como seguridad y preocupación por la seguridad, se halla literalmente en mi primera obra, Meditaciones del Quijote, publicada en ¡1914! —capítulo titulado «Cultura-seguridad», págs. 116-117. Más aún: allí se inicia y a la aplicación de este pensamiento a la historia de la filosofía y de la cultura èn el caso particular y tan interesante para el tema como Platón. Lo mismo digo de la liberación del «sustancialismo», de toda «cosa» en la idea de ser —suponiendo que Heidegger haya llegado a ella como y o la expongo desde hace muchos años en cursos públicos y como está y a enunciada en el prólogo de ese mi primer libro, página 42, y desarrollada en las varias exposiciones del perspectivismo (si bien hoy prefiero a este término otros más dinámicos y menos intelectuales). La vida como enfronte del y o y su circunstancia (c. pág. 43), como «diálogo dinámico entre el individuoy el mundo» en hartos lugares. La estructura de la vida como futurición es el más insistente leit motiv de mis escritos, inspirado por cierto en cuestiones m u y remotas del problema vital al que y o lo aplico —suscitadas por la lógica de Cohen. Asimismo: «en suma, la reabsorción de la circuns- 403 si usted quiere, en el primer romántico. Porque esto es lo que por debajo de las significaciones histórico-literarias quiere decir romanticismo: el descubrimiento preconceptual de que la vida no es una tancia es el destino concreto del hombre, página 43, y la teoría del «fondo insobornable», que luego he llamado «yo auténtico». Hasta la interpretación de la verdad como aléiheia, en el sentido etimológico de «descubrimiento, desvelación, quitar de un velo o cubridor», se halla en la página 80, con la agravante de que en este libro aparece y a el conocimiento bajo el nombre —¡tan hiperactual!— de «luz» y «claridad» como imperativo y misión inclusos «en la raíz de la constitución del hombre». Me limito a hacer, de una vez para siempre, estas advertencias, ya que en ocasiones me encuentro sorprendido con que ni siquiera los más próximos tienen una noción remota de lo que yo he pensado y escrito. Distraídos por mis imágenes, han resbalado sobre mis pensamientos. Debo enormemente a la filosofía alemana y espero que nadie me escatimará el reconocimiento de haber dado a mi labor, como una de sus facciones principales, la de aumentar la mente española con el torrente del tesoro intelectual germánico. Pero tal vez he exagerado este gesto y he ocultado demasiado mis propios y radicales hallazgos. Por ejemplo: «Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él». ¿De quién es esto? ¿De Heidegger, en 1927, o publicado por mí con fecha de diciembre da 1924 en La Nación de Buenos Aires, y luego en el tomo V I I de El Espectador («El origen deportivo del Estado») ? Porque lo grave es que esa fórmula no es accidental, sino que se parte de ella —nada menos— para sugerir que la filosofía es consustancial con la vida humana, porque ésta necesita salir ai «mundo», que ya en mis párrafos significa, no la suma de las cosas, sino el «horizonte» (sic) de totalidad sobre las cosas y distinto de ellas. Encontrar en esta nota datos como los que transcribo, tal vez avergüence un poco a jóvenes que de buena fe los ignoraban. Si se tratase de mala fe, la cosa no tendría importancia; lo grave para ellos es descubrir que de buena fe lo desconocían, y que, por tanto, se les convierte en problemática su propia buena fe. En rigor, todas estas observaciones se resumen en una que siempre he callado y que ahora voy a enunciar lacónicamente. Y o ha publicado un libro en 1923 que con cierta solemnidad —tal vez la madurez de mi existencia me invitaría hoy a no emplearla— se titula El tema de nuestro tiempo; en ese libro, con no menos solemnidad, se declara que el tema de nuestro tiempo consiste en reducir la razón pura a «razón vital». ¿Ha habido alguien que haya intentado, no ya extraer las consecuencias más inmadiatas de esa frase, sino simplemente entender su significación? Se ha hablado siempre, no obstante mis protestas, de mi vitalismo; pero nadie ha intentado pensar juntas —como en esa fórmula se propone— las expresiones «razón» y «vital». Nadie, en suma, ha hablado de mi «racio-vitalismo». Y aun ahora, después de subrayarlo, ¿cuántos podrán entenderlo —entender la Crítica de la razón vital que en ese libro se anuncia? Como he callado muchos años, volveré a callar otros muchos, sin más interrupción que esta rauda nota, la cual no hace estrictamente sino poner en la pista a toda buena fe distraída. 404 realidad que tropieza con más o menos problemas, sino que consiste* exclusivamente en el problema de sí misma. Claro es que Goethe nos desorienta porque su idea de la vida es biológica, botánica. Tiene de la vida una concepción externa, como la tuvo todo el pasado. Pero esto no significa sino que las ideas que un hombre se hace son superficiales a su verdad vital, preintelectual. Goethe piensa su vida bajo la imagen de una planta, pero la siente, la es como preocupación dramática por su propio ser. Y o me temo que este botanismo del pensador Goethe le quite fertilidad para las urgencias del hombre actual. De otro modo, podríamos aprovechar no pocos de los términos que él usaba. Cuand o tratando de contestar a la pregunta misma que antes he hecho, al angustioso ¿quién soy yo?, él se respondía: una entelequia, empleaba tal vez el vocablo mejor para designar ese proyecto vital, esa vocación inexorable en que nuestro auténtico yo consiste. Cada cual es «el que tiene que llegar a ser», aunque acaso no consiga ser nunca. ¿Se puede decir esto con una sola palabra, mejor que diciendo «entelequia»? Pero la vieja voz arrastra consigo una milenaria tradición biológica que le da un torpe sentido de Zoo extrinsecado, de fuerza orgánica ínsita mágicamente en el animal y en la planta. Goethe desvirtúa también la pregunta: ¿quién soy yo? en el sentido tradicional del ¿qué soy yo? Mas por debajo de sus ideas oficiales sorprendemos a Goethe palpando afanosamente el misterio de ese yo auténtico que queda a la espalda de nuestra vida efectiva como su misteriosa raíz, como queda el puño a la espalda del dardo lanzado, y que no se puede concebir bajo ninguna de las categorías externas y cósmicas. Así en Poesía j Realidad: «Todos los hombres de buena casta sienten, conforme aumenta su cultura, que necesitan representar en el mundo doble papel, uno real y otro ideal, y en este sentimiento ha de buscarse el fundamento de todo lo que es noble. Cuál sea y en qué consista el real que nos es atribuido, lo experimentamos con sobrada claridad. E n cambio, es muy raro que lleguemos a estar en claro por lo que hace al segundo. Por mucho que el hombre busque en la tierra o en el cielo, en el presente o en el futuro su superior destino, queda siempre entregado a una perenne vacilación, a un influjo externo que siempre le perturba, hasta que, una vez para siempre, se resuelve a declarar que lo recto es lo que le es conforme». A ese yo que es nuestro proyecto vital, «el que tenemos que llegar a ser», se le llama aquí Bestitnmung. Pero esta palabra padece siempre los mismos equívocos que «destino», Schicksal. ¿Qué es 405 nuestro destino, el íntimo o el externo, lo que tendríamos que ser o lo que nuestro carácter y el mundo nos obligan a ser? Por eso Goethe distingue entre el destino real, esto es, efectivo, y el destino ideal o superior, que es, por lo visto, el auténtico. E l otro resulta de la deformación a que el mundo nos obliga «con su influjo siempre perturbador», que nos desorienta con respecto a nuestro verdadero destino. Sin embargo, Goethe sigue aquí prisionero de la idea tradicional que confunde el yo que cada cual tiene que ser, quiera o no, con un yo normativo, genérico, que «debe ser» —el destino individual e ineludible, con el destino «ético» del hombre, que es sólo un pensamiento con que el hombre pretende justificar su existencia, con el sentido abstracto de la especie. Esta duplicidad y confusionismo a que la tradición le somete, es causa de aquella «perenne vacilación» —ewiges Schwanken—, porque nuestro destino ético será siempre discutible, como todo lo que es «intelectual». É l siente que la norma ética originaria no puede ser una yuxtaposición a la vida, de la que ésta, en definitiva, puede prescindir. Entrevé que la vida es por sí ética, en un sentido más radical de este término; que en el hombre el imperativo forma parte de su propia realidad. E l hombre cuya entelequia fuera ser ladrón tiene que serlo, aunque sus ideas morales se opongan a ello, repriman su incanjeable destino y logren que su vida efectiva sea de una correcta civilidad. La cosa es terrible, pero es innegable; el hombre que tenía que ser ladrón y, por virtuoso esfuerzo de su voluntad, ha conseguido no serlo, falsifica su vida (i). N o se confunda, pues, el deber ser de la moral, que habita en la región intelectual del hombre, con el imperativo vital, con el tener que ser de la vocación personal, situado en la región más profunda y primaria de nuestro ser. Todo lo intelectual y volitivo es secundario, es ya reacción provocada por nuestro ser radical. Si el intelecto humano funciona, es ya para resolver los problemas que le plantea su destino íntimo. Por eso, al fin del párrafo, Goethe emerge de la confusión: «lo recto es lo que es conforme» al individuo (was ihm gemäss ist). E l imperativo de la ética intelectual y abstracta queda sustituido por el íntimo, concreto, vital. E l hombre no reconoce su yo, su vocación singularísima, sino (1) El problema decisivo es si, en efecto, el ser ladrón es una forma de auténtica humanidad, esto es. si existe el «ladrón nato» en un sentido mucho más radical que el de Lombroso. 406 por el gusto o el disgusto que en cada situación siente. La infelicidad le va avisando, como la aguja de un aparato registrador, cuándo su vida efectiva realiza su. programa vital, su entelequia, y cuándo se desvía de ella. Así lo comunica a Eckermann en 1829: «El hombre está consignado, con todas sus preocupaciones y afanes hacia el exterior, hacia el mundo en torno, y ha de esforzarse en conocerlo y hacérselo servicial en la medida que para sus fines necesita. Pero de sí mismo sabe sólo cuándo goza y cuándo sufre, y sólo sus sufrimientos y sus goces le instruyen sobre sí mismo, le enseñan lo que ha de buscar y lo que ha de evitar. Por lo demás, es el hombre una naturaleza confusa; no sabe de dónde viene ni adonde va, sabe poco del mundo y, sobre todo, sabe poco de sí mismo». Sólo sus sufrimientos y sus goces le instruyen sobre sí mismo. ¿Quién es ese «sí mismo» que sólo se aclara a posteriori, en el choque con lo que le va pasando? Evidentemente, es nuestra vida-proyecto, que, en el caso del sufrimiento, no coincide con nuestra vida efectiva: el hombre se dilacera, se escinde en dos —el que tenía que ser y el que resulta siendo. La dislocación se manifiesta en forma de dolor, de angustia, de enojo, de mal humor, de vacío; la coincidencia, en cambio, produce el prodigioso fenómeno de la feli- cidad. Es sorprendente que no se haya subrayado la contradicción constante entre las ideas del pensador Goethe sobre el mundo —lo menos valioso en Goethe—, su optimismo spinozista, su Naturfrómmigkeit, su imagen botánica de la vida, según la cual todo en ella debía marchar sin angustia, sin dolorosa desorientación, según una dulce necesidad cósmica y su vida propia, incluyendo en ella su obra. Para la planta, el animal o la estrella, vivir es no tener duda alguna respecto a su propio ser. Ninguno de ellos tiene que decidir ahora lo que va a ser en el instante inmediato. Por eso su vida no es drama, sino... evolución. Pero la vida del hombre es todo lo contrario: es tener que decidir en cada instante lo que ha de hacer en el próximo y, para ello, tener que descubrir el plan mismo , el proyecto mismo de su ser. Es casi risible la mala inteligencia que ha habido sobre Goethe. Este hombre se ha pasado la vida buscándose a sí mismo o evitándose— que es todo lo contrario que cuidando la exacta realización de sí mismo. Esto último supone que no existen dudas sobre quién se es o que, una vez averiguado, el individuo está decidido a realizarse; entonces la atención puede vacar tranquilamente a los detalles de la ejecución. Una enorme porción de la obra de Goethe —su Werther, su 407 Fausto, su Meister— nos presenta criaturas que van por el mundo buscando su destino íntimo o... huyendo de él. Y o no quisiera entrar en particularidades, porque ello implicaría la pretensión de conocer bien a Goethe, y no debe usted olvidar que estas páginas van escritas desde el supuesto contrario: son preguntas que yo hago a usted; son problemas de que pido a usted aclaración. E n este sentido me permito mostrar superlativa extrañeza ante todo el hecho de que se considere lo más natural del mundo que un hombre de desarrollo tan prematuro como Goethe, que antes de los treinta años ha creado ya, aunque no terminado, todas sus grandes obras, se encuentra en el friso de los cuarenta preguntándose todavía por los caminos de Italia si él es poeta, pintor u hombre de ciencia, y que en 14 de marzo de 1788 escriba desde Roma: «Por vez primera me he encontrado a mí mismo y he coincidido felizmente conmigo». Y lo más grave del caso es que también entonces se trataba, por lo visto, de un error y durante decenios va a seguir peregrinando en busca de ese «sí mismo» con que ilusoriamente creyó tropezar en Roma. La tragedia solía consistir en que sobre un hombre cae un terrible destino exterior tan inequívoco e inevitable que el pobre hombre sucumbe bajo él. Pero la tragedia de Fausto y la historia de Meister son precisamente lo contrario: en ambas, el drama consiste en que un hombre sale en busca de su destino íntimo y anda perdido por el universo sin dar con su propia vida. Allí, la vida se encuentra con problemas; aquí, la vida misma es lo problemático. A Werther, Fausto y Meister, les pasa como al Homunculus: quisieran ser y no saben cómo, es decir, no saben quién ser. La solución que Goethe proporciona a Meister, dedicándole de repente a la cirugía, es indigna del autor, tan arbitraria, tan frivola como si Goethe mismo se hubiera quedado para siempre en Roma copiando torsos mutilados de viejas esculturas. E l destino es precisamente lo que no se elige. Los profesores alemanes han hecho esfuerzos hercúleos para cohonestar lo que esas obras de Goethe son y las ideas de Goethe sobre la vida, sin conseguir, claro está, su convencional propósito. Mucho más fértil fuera lo inverso: partir de la contradicción evidente entre esa concepción optimista de la naturaleza, esa confianza en el cosmos que inspira todas las relaciones de Goethe con el universo, y la constante, afanosa preocupación por su vida propia, por sí misino, que le hace no abandonarse un momento. Sólo una vez que se ha reconocido esa contradicción surge la tarea fecunda de intentar reducirla, explicándola en un sistema. La biografía 408 es eso: sistema en que se unifican las contradicciones de una existencia. Y a ve usted cómo tengo de Goethe una idea sobremanera ingenua. Tal vez porque no le conozco bien, todo en él me es problema. Hasta los menores detalles de su persona y sus aventuras me son cuestión. Por ejemplo: no comprendo que los biógrafos no intenten aclararnos por qué este hombre, a quien todo en la vida parece haberle salido tan bien, sea la criatura de quien documentalmente podemos demostrar que ha pasado más días de mal humor. Las circunstancias externas de su vida parecen —al menos, así lo aseguran los biógrafos— favorables: su carácter era positivamente la Frohnatur, la jovialidad. ¿Por qué entonces tan frecuente mal humor? «So 8till und so 8Ínnig I Es fehlt dir was, gesteh es frei.» Zufrieden bin ich, Aber mir ist nicht wohl dobei (1). E l mal humor insistente es un síntoma demasiado claro de que un hombre vive contra su vocación. Lo mismo digo de su famosa «tiesura», de su «andar» perpendicular. E l carácter de Goethe goza de una admirable elasticidad, que le proporciona una facultad ilimitada de acomodación. Sus dotes de movilidad, de riqueza de tonos, de perspicacia para el contorno, son prodigiosas. ¿Por qué, sin embargo, tieso, rígido? ¿Por qué avanzaba entre las gentes llevando su cuerpo como se lleva en las procesiones un estandarte? N o se diga que esto no tiene importancia. «La figura del hombre es el mejor texto para cuanto se pueda sobre él sentir y decir.» (Stella.) ¡Supongo que no es lícito incitar a usted para que dedique a Goethe un «fragmento fisiognómico»! Le recomiendo muy especialmente el Diario de Federica Brion —7 a 12 julio 1795—, «una amarga apatía descansa sobre su frente como una nube». Y , sobre todo, lo que sigue, que no transcribo para no sentirme obligado a decir a usted lo que pienso sobre ello. N o olvide usted tampoco «algunos rasgos desagradables en torno a su boca», de que habla Leisewitz en su Diario— 14 agosto 1780— y que se advierten perfectamente en casi todos sus retratos juveniles. (1) «¡Tan quieto y pensativo! Algo te falta, confiésalo.» Contento estoy, pero... no me siento a gusto. 409 Me temo que, si sigue usted mis sugestiones, dé usted un gran escándalo en Alemania, porque el Goethe que resultase sería aproximadamente lo contrario que el dibujado en los evangelios hasta ahora impresos en las prensas germánicas. Nada más heterodoxo, en efecto, que presentar a Goethe como un hombre lleno de dotes maravillosas, con resortes magníficos de entusiasmo, con un carácter espléndido —enérgico, limpio, generoso y jovial—, pero... constantemente infiel a su destino. De ahí su permanente mal humor, su tiesura, su distancia del propio contorno, su amargo gesto. Fue una vida á rebours. Los biógrafos se contentan con ver funcionar esas dotes, ese carácter, los cuales, en efecto, son admirables y proporcionan un espectáculo encantador a quien contempla la superficie de su existencia. Pero la vida de un hombre no es el funcionamiento de los mecanismos exquisitos que la Providencia puso en él. L o decisivo es preguntarse al servicio de quién funcionaban. ¿Estuvo el hombre Goethe al servicio de su vocación, o fue más bien un perpetuo desertor de su destino íntimo? Y o no voy, como es natural, a decidir este dilema. E n ello consiste aquella operación grave y radical a que antes aludía y que sólo un alemán puede intentar. Pero no he de ocultar mi impresión —infundada tal vez, ingenua probablemente— de que en la vida de Goethe hay demasiadas fugas. Comienza por huir de todos sus amores reales, que son los de su juventud. Huye de su vida de escritor para caer en esa triste historia de Weimar —Weimar es el mayor malentendu de la historia literaria alemana, quién sabe si lo que ha impedido que sea la alemana la primera literatura del mundo. ¡Sí, aunque esto al pronto le parezca a usted un error y una insoportable paradoja y aunque en definitiva lo sea, crea usted que no me faltan razones para cometerlo! Pero luego Goethe huye de Weimar, que era ya por sí una primera fuga, y esta vez la huida tiene hasta la forma material, policíaca de tal: huye del consejero áulico Goethe al comerciante Jean Philippe Möller, que luego resulta ser un cuarentón aprendiz de pintura en Roma. Los biógrafos, resueltos como avestruces a tragarse, cual si fuesen rosas, todas las piedras que hay en el paisaje goethiano, pretenden hacernos creer que en sus fugas amorosas huye Goethe de lo que no era su destino, para conservarse tanto más fiel a su auténtica vocación. Pero ¿cuál era ésta? N o voy ahora a gravitar sobre su paciencia desarrollando ante usted suficientemente la teoría de la vocación, que implica toda una filosofía. Sólo quiero hacerle notar que, aunque la vocación es 410 siempre individual, se compone, claro está, de no pocos ingredientes genéricos. Por muy individuo quex usted sea, amigo mío, tiene usted que ser hombre, que ser alemán o francés, que ser de un tiempo o de otro, y cada uno de estos títulos arrastra todo un repertorio de determinaciones de destino. Sólo que todo eso no es propiamente destino mientras no queda modulado individualmente. E l destino no es nunca abstracto y genérico, aunque no todos los destinos posean el mismo grado de concreción. Hay quien ha venido al mundo para enamorarse de una sola y determinada mujer, y, consecuentemente, no es probable que tropiece con ella. Por fortuna, la mayor parte de los hombres traen un destino amoroso menos diferenciado y pueden realizar su sentimiento en amplias legiones de feminidad homogénea —como quien dice, el uno, en las rubias; el otro, en las morenas. Hablando de la vida, todo vocablo tiene que ser completado con el índice oportuno de individuación. Esta deplorable necesidad pertenece ya al destino del hombre en cuanto hombre: para vivir en singular tiene que hablar en general. ¡La vocación de Goethe!... Si hay algo claro en el mundo es esto. Ciertamente, sería un error fundamental creer que la vocación de un hombre coincide con sus dotes más indiscutibles. Schlegel decía: «Para lo que se tiene gusto, se tiene genio». La cosa afirmada tan en absoluto es muy discutible. Y lo mismo pasa si se invierte. Sin duda, el ejercicio de una capacidad egregia suele provocar delicia automáticamente. Pero ese gusto, esa delicia automática, no es la felicidad del destino que se cumple. A veces, la vocación no Va en el sentido de las dotes, a veces va francamente en contra. Hay casos —como el de Goethe— en que la multiplicidad de dotes desorienta y perturba la vocación; por lo menos, aquello que es su eje. Pero dejando a un lado toda casuística, es de sobra evidente que Goethe tenía un destino radical de alondra. Había brotado en el planeta con la misión de ser un escritor alemán encargado de revolucionar la literatura de su país y, al través de su país, la del mundo (i). Con más calma y espacio podríamos concretar bastante la definición. Si sacudimos vigorosamente la obra de Goethe, quedarán de ella unas cuantas líneas truncas que podemos completar imaginariamente, como nuestros ojos completan el arco roto que enseña (1) Insisto en que esto es sólo la expresión genérica de su vocación, y aun ello refiriéndose sólo a lo que puede considerarse como el eje de ella. La suficiente claridad sobre lo que aquí se insinúa al buen entendedor, sólo puede obtenerse desarrollando la teoría de la vocación. 411 al cielo su muñón. Ello nos daría el auténtico perfil de su misión literaria. ¡El Goethe de Strasburgo, de Wetzlar, de Frankfurt, aún nos permite decir wie wahr, wie seind! (i). A pesar de su juventud y de que juventud significa «no ser todavía». Pero Goethe acepta la invitación del Gran Duque. Aquí es donde yo propongo a usted que imagine una vida de Goethe sin Weimar —un Goethe bien hundido en la existencia de aquella Alemania toda en fermentación, toda savia inquieta y abiertos poros; un Goethe errabundo, a la intemperie, con la base material —económica y de contorno social— insegura, sin cajones bien ordenados, llenos de carpetas con grabados, sobre los que tal vez no se dice nunca nada interesante; es decir, lo contrario de un Goethe encerrado a los veinticinco años en el fanal esterilizado de Weimar y mágicamente disecado en Geheimrat. ha. vida es nuestra reacción a la inseguridad radical que constituye su sustancia. Por eso es sumamente grave para el hombre encontrarse excesivamente rodeado de aparentes seguridades. La coincidencia de la seguridad mata a la vida. E n ello estriba la degeneración siempre repetida de las aristocracias. ¡Qué delicia para la humanidad hubiera sido un Goethe inseguro, apretado por el contorno, obligado a rezumar sus fabulosas potencialidades íntimas! E n el momento en que dentro de este alma soberana brota la heroica primavera de una auténtica literatura alemana, Weimar lo aisla de Alemania, arranca sus raíces del suelo alemán y lo transplanta al tiesto sin humus de una ridicula corte liliputiense. Una temporada de Weimar —Weimar como balneario-— le hubiera sido fecunda. Esa literatura alemana que sólo Goethe podía haber instaurado, se caracteriza por la unión del ímpetu y la mesura —Sturm und Mass. E l Sturm del sentimiento y la fantasía, dos cosas que no tienen las demás literaturas europeas; la medida que —en forma diversa— poseen sin medida Francia e Italia. Entre 1770 y 1830 cualquier alemán de primera clase podía aportar el momento de Sturm. ¡Qué es sino Sturm prodigioso la filosofía postkantiana! Pero el alemán no suele ser sino Sturm— es desmesurado. Su modo de ser lo que es queda siempre exorbitado por el furor teutonicus. ¡Imagínese un momento —para no hablar de los poetas— que Fichte, Schelling, Hegel, hubieran gozado además de bon sensl Pues bien, (1) «¡Qué verdadero, qué existente!» —expresión de Goethe hablando de un cangrejo que ve moverse en un arroyo italiano. 412 Goethe reunía, por azar fabuloso, ambas potencias. Su Sturm se había desarrollado suficientemente. Convenía fomentar el otro momento. Goethe lo advierte. Por eso va a Weimar, para cursar unos semestres de «Ifigenismo». Hasta aquí todo va bien. Pero ¿por qué se queda en Weimar este hombre de pie tan ágil para la huida? Más aún: huye diez años después, pero recae. Su fuga transitoria es como un documento fehaciente de que Goethe debió abandonar la corte de Carlos Augusto. Podemos seguir, casi día por día, el efecto de petrificación que Weimar ejerce sobre él. E l hombre se va convirtiendo en estatua. Las estatuas son los hombres que no pueden respirar ni transpirar, porque no tienen atmósfera; fauna lunar. Goethe empieza a vivir en sentido inverso de su destino, empieza a desvivirse. L a mesura se hace excesiva y desaloja la sustancia de su destino. Goethe es un fuego que necesita mucha leña. E n Weimar, como no hay atmósfera, no hay tampoco leña; es un lugar geométrico, el Gran Ducado de la Abstracción, de la Imitación, de lo no auténtico. Es el reino del casi. Hay una pequeña villa andaluza, tendida en la costa mediterránea y que lleva un nombre encantador ,—Marbella. Allí vivían, hasta hace un cuarto de siglo, unas cuantas familias de vieja hidalguía que, no obstante arrastrar una existencia miserable, se obstinaban en darse aires de grandes señores antiguos y celebraban espectrales fiestas de anacrónica pompa. Con motivo de una de estas fiestas, los pueblos del contorno les dedicaron esta copla: E n una casi ciudad, Unos casi caballeros, Sobre unos casi caballos Hicieron casi un torneo. Y a no podemos volver a decir de Goethe wei seind (i), salvo en breves escapadas, cuando, por un momento, se deja arrebatar por su destino, y que confirman nuestra hipótesis. Su vida va adquiriendo ese extraño cariz de insaturación de sí misma. Nada de lo que es lo es radicalmente y con plenitud: es un ministro que no es en serio un ministro; un régisseur que detesta el teatro, que no es propiamente un régisseur; un naturalista que no acaba de serlo, y ya que, irremediablemente, por especialísimo decreto divino, es un poeta, obligará a este poeta que él es a visitar la mina de Ilmenau y a reclutar soldados cabalgando un caballo oficial que se llama «Poesía». (1) ¡Qué existente! 413 (Agradecería a usted mucho que viese la manera de demostrar que este casi caballo es pura invención de algún malévolo.) Es un terrible ejemplo de cómo el hombre no puede tener más que una vida auténtica, la reclamada por su vocación. Cuando su libertad le hace negar s u j o irrevocable y sustituirlo por otro arbitrario —arbitrario, aunque esté fundado en las «razones» más respetables—, arrastra una vida sin saturación, espectral, entre... «poesía y realidad». Habituado a ello, Goethe acaba por no necesitar la realidad y, como a Midas todo se le volvía oro, todo se le convierte, se le volatiliza en símbolo. De aquí sus extraños casi amores postjuveniles. Y a sus relaciones con Carlota von Stein son equívocas: no las entenderíamos si la casi aventura con la Villemer no nos aclarase definitivamente la capacidad de irrealismo a que este hombre había llegado. Una vez aceptado que la vida es símbolo, tanto da una cosa como otra: tanto da dormir con «Christelchen» como casarse en sentido «ideal-pigmaliónico» (i) con una escultura del Palazzo Caraffa Colobrano. ¡Pero el destino es estrictamente lo contrario que el «tanto da», que el simbolismo! Aquí podemos sorprender el origen de una idea. Toda idea nuestra es reacción —positiva o negativa— a las situaciones que nos plantea nuestro destino. Este hombre que vive una existencia distinta de la suya, que se suplanta, necesita justificarse ante sí mismo. (No puedo ahora exponerle a usted por qué la justificación de sí misma es uno de los componentes esenciales de toda vida, sea auténtica, sea falsa. E l hombre no puede vivir sin justificar ante sí mismo su vida, no puede ni dar un paso). De aquí el mito del simbolismo. Y o no discuto su verdad o no verdad en alguno de sus muchos sentidos posibles. Me interesa ahora sólo su génesis y su verdad vital. «Siempre he considerado mi actuación y mi labor como meramente simbólicas, y en el fondo me era bastante indiferente (fiemlich gleichgültig) verme haciendo pucheros o vasijas». Estas palabras —tantas veces comentadas-— salen agitando sus alas de la vejez de Goethe y, con una suave inflexión de su vuelo, vienen a posarse en su juventud sobre la tumba de Werther. Son wertherismo incruento. L o que hizo allí la pistola, lo hace aquí la indiferencia. E n uno y otro caso se trata de un hombre que se niega a vivir su destino. Si todo lo que el hombre hace es mero símbolo, ¿cuál es la realidad definitiva que en ello se simboliza, en qué consiste su auténtico queha(1) Véase Viaje de Italia. Roma, abril, 1788. 414 cer? Porque, no haya duda, la vida es quehacer. Si no es pucheros ni vasijas lo que verdaderamente hay que hacer, será otra cosa. ¿Cuál? ¿Cuál es la verdadera vida según Goethe? Evidentemente, algo que será a toda vida concreta lo que la Urpflan^e («proto-planta») es a cada planta —la mera forma de la vida, sin sus contenidos determinados. Amigo mío, no cabe una inversión de la verdad más completa. Porque vivir es precisamente la inexorable forzosidad de determinarse, de encajar en su destino exclusivo, de aceptarlo, es decir, resolverse a serlo. Tenemos, queramos o no, que realizar nuestro «personaje», nuestra vocación, nuestro programa vital, nuestra «entelequia». Por falta de nombres para esa terrible realidad que es nuestro auténtico yo, no quedará. Esto significa que el vivir va constituido esencialmente por un imperativo opuesto radicalmente al que Goethe nos propone cuando nos incita a retirarnos de la periferia concreta en que la vida dibuja su dintorno exclusivo, hacia el centro abstracto de ella —hacia la Urleben, la proto-vida. Del ser efectivo al mero ser en potencia. Porque esto es la Urpflan^e y la Urleben: potencialidad ilimitada. Goethe rehuye encajarse en un destino, que, a fuer de tal, excluye, salvo una, todas las demás posibilidades. Goethe quiere quedarse... en disponibilidad. Perpetuamente. Su conciencia vital, que es algo más profundo y previo a la Beu-usstsein überhaupt («conciencia en general»), le hace sentir que esto es el gran pecado y procura ante sí mismo justificarse. Como sobornándose a sí mismo con dos ideas: una, la idea de la actividad (Tätigkeit). «¡Tienes que ser!» —le decía la vida, que posee siempre voz y por eso es vocación. Y él se defendía: «Ya estoy siendo, puesto que actúo sin cesar: hago pucheros, hago vasijas; no descanso un minuto». «¡No basta! —proseguía la vida—. N o es pucheros o vasijas lo que importa. N o basta con actuar. Tienes que hacer tu jo, tu individualísimo destino. Tienes que resolverte... irrevocablemente. Vivir con plenitud es ser algo irrevocablemente». Entonces Goethe —gran seductor— procuraba encantar a la vida con la bella canción de la otra idea: el simbolismo. «La verdadera vida es la Urleben que renuncia (entsagen) a. entregarse a una figura determinada» —cantaba deliciosamente Wolfgang a su corazón acusador. Se comprende que Schiller, en su primera y sincera impresión de Goethe, cuando aún no había sido embrujado por el charme que visto desde cerca emanaba, se desesperase con el cortesano de Weimar. Schiller es todo lo contrario, infinitamente menos bien dotado que Goethe, pero con su perfil afilado, espolón de nave guerrera, hiende la vida espumosa y se hinca sin titubear en su destino. ¿ Y Goethe? 415 Er «bekennt» sich %u nichts. «No se adscribe a nada». Er ist un nichts %u fassen. «No hay por dónde agarrarle». De aquí el empeño de Goethe de defender ante sí mismo una idea de toda realidad sub specie aeternitatis. Como hay una protoplanta y una proto-vida, hay una proto-poesía,. sin tiempo, sin lugar y sin traje determinado. Toda la vida de Goethe es el esfuerzo para libertarse de la servidumbre de la gleba espacio-temporal, de la concreción de destino en que la vida precisamente consiste. Aspira al utopismo y al ucronismo. Esto produce en él una deformación humana sobremanera curiosa. Había sido quien iniciara plenamente una poesía hecha desde la realidad individual del hombre, desde el yo personalísimo perdido en su mundo, en su destino exterior. Pero de tal modo nada contra la propia corriente de su vocación, que acaba por no saber hacer nada desde sí mismo. Para crear, necesita previamente imaginarse otro que el que es: un griego, un persa —pucheros, vasijas. Porque éstas son las fugas más sutiles, pero más significativas, de Goethe: su fuga al Olimpo, su fuga al Oriente. N o puede crear desde su yo irrevocable, desde su Alemania. Es preciso que la inspiración le sorprenda desprevenido para que una nueva idea alemana se apodere de él y haga Hermann und Dorothea. Aun así, la presentará con el aparato ortopédico del hexámetro, que interpone su armazón forastera entre la inspiración original y la obra, obligándola a una distancia, solemnidad y monotonía que la desvirtualizan y le proporcionan, en cambio, ... la species aeternitatis. E l caso es que no hay tal species aeternitatis. Y no por casualidad. L o que verdaderamente hay es lo real, lo que integra el destino.^ Y lo real no es nunca species, aspectos, espectáculo, objeto para un contemplador. Todo esto precisamente es lo irreal. Es nuestra idea, no nuestro ser. Europa necesita curarse de su «Idealismo» —iónica manera de superar también todo materialismo, positivismo, utopismo. Las ideas están siempre demasiado cerca de nuestro capricho, son dóciles a él —son siempre revocables. Tenemos, sin duda, y cada vez más, que vivir con ideas —pero tenemos que dejar de vivir desde nuestras ideas y aprender a vivir desde nuestro inexorable, irrevocable destino. Este tiene que decidir sobre nuestras ideas y no al revés. E l hombre primitivo andaba perdido en el mundo de las cosas, allá en la selva; nosotros estamos perdidos en un mundo de ideas que nos presentan la existencia como un escaparate de posibilidades equivalentes, de «bastante-indiferencias», de Ziemlichgleicbgultigkeiten. (Nuestras ideas, es decir, la cultura. La crisis actual, más que de la 416 cultura, es de la colocación que a ésta hemos dado. Se la ponía delante y sobre la vida, cuando debe estar tras y bajo ella —porque es reacción a ella. Ahora se trata de no poner la carreta delante de los bueyes). La vida es abandono del ser en disponibilidad. La mera disponibilidad es lo característico de la juventud Frente a la madurez. El joven, porque no es aún nada determinado, irrevocable, es posibilidad de todo. Ésta es su gracia y su petulancia. • A l sentirse en potencia de todo, supone que ya lo es. E l joven no necesita vivir de sí mismo: vive en potencia todas las vidas ajenas —es a un tiempo Homero y Alejandro, Newton, Kant, Napoleón, Don Juan. Ha heredado todas esas vidas. E l joven es siempre patricio, «señorito». La inseguridad creciente de su existencia va eliminando posibilidades, lo va madurando. Pero imagine usted un hombre que en plena juventud queda sometido mágicamente a condiciones de anormal seguridad. ¿Qué pasará? Probablemente, no dejará de ser joven nunca, sentirá halagada y fomentada y estabilizada su tendencia a quedar en disponibilidad. A mi juicio, es éste el caso de Goethe. Había en él, como suele en los grandes poetas, una predisposición orgánica a ser siempre joven. La poesía es adolescencia fermentada y así conservada. De aquí esos retoños súbitos de erotismo en la edad avanzada de Goethe, que iban acompañados de todos los atributos primaverales —--alegría, melancolía, versos. Para un temperamento así era decisiva la situación externa en que le sorprendiese el término de su primera juventud: la originaria. De ordinario es la primera hora en que nos sentimos apretados por el contorno. Comienzan las graves dificultades económicas, comienza la lucha con los demás hombres. Se descubre la aspereza, la acritud, la hostilidad de la circunstancia mundanal. Este ataque primero, o aniquila para siempre la resolución heroica de ser el que secretamente somos y nace en nosotros el filisteo, o, por el contrario, en el choque con el contra-mi que es el universo se aclara a sí mismo nuestro yo, se decide a ser, a imponerse, a acuñar con su efigie el destino exterior. Pero si en vez de tropezar a esa hora con la primera resistencia del mundo cede éste ante nosotros, se ablanda de pronto en derredor de nuestra persona y con mágica docilidad cumple sin más nuestros deseos, nuestro j o se adormecerá voluptuosamente; en vez de aclararse, quedará envaguecido. Nada debilita tanto los profundos resortes del viviente como el exceso de facilidades. Esto fue Weimar para Goethe en aquella sazón decisiva. Facilitó el enquistamiento de su juventud y quedó para siempre en disponibilidad. De un golpe le fue resuelto su porvenir económico, sin que, en cambio, se le exigiese nada muy TOMO I V — 2 7 417 determinado. Goethe se acostumbró a flotar sobre la vida— se olvidó de que era un náufrago. Muchas de las actividades que en él eran destino, degeneraron en aficiones. Y o no descubro en el resto de su vida un momento de esfuerzo penoso. Y el esfuerzo, sólo lo es propiamente cuando empieza a doler: lo demás es... «actividad», el esfuerzo sin esfuerzo que hace la planta para florecer y fructificar. Goethe se vegetaliza. E l vegetal es el ser orgánico que no lucha con su contorno. Por eso no puede vivir sino en ambiente favorable, sostenido, mimado por él. Weimar fue el capullo de seda que el gusano segrega de sí para interponerlo entre sí y el mundo. Dirá usted que yo padezco una fobia injustificada contra Weimar. ¡Tal vez! Pero permítame usted esta sencilla consideración. Es usted, querido amigo, un alemán inteligente. Pues bien, le pido que se represente usted, que «realice» —como dicen los ingleses— el significado de las palabras «Universidad de Jena» entre 1790 y 1825. ¿Ha oído usted, buen amigo? ¡Jena!, ¡¡Jena!! A miles de kilómetros de distancia, y muchos más de heterogeneidad, yo, que soy un pequeño celtíbero, criado en una árida altiplanicie mediterránea, a ochocientos metros sobre el nivel del mar —la altura media africana—, no puedo oír ese nombre sin estremecerme. La Jena de esa época significa fabulosa riqueza de altas incitaciones mentales. ¿No es un síntoma terrible de la impermeabilidad de Weimar que, hallándose a veinte kilómetros de Jena, Jena no consiguiese desteñir lo más mínimo sobre Weimar? Nunca he podido imaginar a Fichte conversando con la señora de Stein, porque no creo que haya podido conversar nunca un búfalo con una sombra. ... ¡ Y la naturaleza de Goethe era tan espléndida! ¡Con qué exuberante prontitud respondía a cualquier pedazo de mundo auténtico que se le arrojaba! Bastaba un poco de leña para que se irguiesen altísimas llamas. ¡Cualquiera cosa: un viaje al Rhin, xana temporada de Marienbad, una mujer interesante que cruzase sobre Weimar como una nube viajera..., llamas, llamas! Weimar le separó cómodamente del mundo, pero, como consecuencia, le separó de sí mismo. Buscaba tanto Goethe su destino, le era tan poco claro, porque al buscarlo estaba ya de antemano resuelto a huir de él. De cuando en cuando, al volver de una esquina, se encontraba súbitamente con eljo que era él, y entonces exclamaba con ejemplar ingenuidad: Eigentlich bin icb Schriftsteller geborenl «En rigor, yo he nacido para ser escritor». Goethe llegó a sentir una mezcla de terror y de odio ante todo lo que significase decisión irrevocable. Como huye del amor justa- 418 mente en el punto en que éste va a convertirse en abismo donde se cae, es decir, en destino, huye de la Revolución Francesa, del levantamiento de Alemania. ¿Por qué? Napoleón se lo dijo: ¡La política es el destino! Et costera, et ccetera! E l tema es inagotable. Y o lo he tomado aquí unilateralmente, por una sola de sus aristas, exagerándolo. Pero pensar, hablar, es siempre exagerar. A l hablar, al pensar, nos proponemos aclarar las cosas, y esto obliga a exacerbarlas, dislocarlas, esquematizarlas. Todo concepto es ya exageración. Ahora habría que mostrar cómo Goethe, que fue infiel a sujo, ha sido precisamente el hombre que nos ha enseñado a cada uno la fidelidad para con el nuestro. Mas esta faena quede enteramente para el Goethe que usted nos dibuje. N o cabe asunto más atractivo. Porque es el caso, que ni sus ideas botánicas sobre la vida, ni la conducta de su vida valen como introducción, como hodegética del hombre hacia su yo o destino. Y , sin embargo —más allá de lo uno y lo otro—, qué duda cabe que Goethe significó en nuestro horizonte el gran gesto estelar que nos hacía la decisiva incitación: ¡Libértate de lo demás hacia ti mismo! (i). Lo que afirmo es que la aclaración de la figura de Goethe para que pueda significar más radicalmente eso, para que pueda servirnos, sólo se consigue invirtiendo la forma de nuestro trato con él. N o hay más que una manera de salvar al clásico: usando de él sin miramiento para nuestra propia salvación —es decir, prescindiendo de su clasicismo, trayéndolo hasta nosotros, contemporaneizándolo, inyectándole pulso nuevo con la sangre de nuestras venas, cuyos ingredientes son nuestras pasiones... y nuestros problemas. E n vez de hacernos centenarios en el centenario, intentar la resurrección del clásico re-sumergiéndolo en la existencia. En 4 de junio de 1866, un discípulo predilecto de Mommsen presentó en la Universidad de Berlín, con motivo de su disputa doctoral, la tesis siguiente: Historiam puto scribendam esse et cum ira et cum studio (2). La mayor inocencia que se puede padecer es creer que la ira et studium son incompatibles con la «objetividad». ¡Como si ésta fuese (1) Véase mi ensayo Goethe, el libertador [a continuación], publicado el 22 de marzo en la Neue Züricher Zeitung y leído con ampliaciones en la Universidad de Madrid el 30 del mismo. (2) «Sostengo que la historia debe ser escrita con iracundia y con entusiasmo.» 419 otra cosa que una de las innumerables creaciones debidas a la ira et studium del hombre! Hubo un tiempo en que se creyó que las orquídeas nacían en el aire, sin raíces. Hubo un tiempo en que se creyó que la cultura no necesitaba raíces... N o hace mucho tiempo, y, sin embargo, hace ya tanto... Revista de Occidente, abril 1932. G O E T H E , E L L I B E R T A D O R GOETHE es un caso de conciencia para el europeo de nuestro tiempo. Si en una hora de áspera sinceridad consigo mismo se pregunta qué es, en definitiva, Goethe para él, se encuentra sorprendido con que lo ignora. N o tiene con respecto a Goethe la conciencia limpia. Entonces se irrita contra esos cien años de abundosa filología goethiana que le sirve para tan poco. A l punto esta irritación abandona el caso singular que la ha provocado y, dilatándose sobre toda una enorme provincia de la ciencia —filología, historia literaria, biografía—, adquiere un sentido representativo. ¿Qué «ciencia» es esa que después de tan gigantescos trabajos, de tanto dinero, de tanta atención humana gastados en ella no nos deja nada suficiente entre las manos? ¿Es que se puede dilapidar en esa forma la maravillosa fuerza cósmica que es la «atención humana»? La historia del hombre es la historia de las migraciones de su atención. Dime a lo que atiendes y te diré quién eres. Los pueblos germánicos tienen en este orden una máxima responsabilidad porque les corresponde también la máxima gloria. Necesitan vigilar su prodigiosa laboriosidad, no vaya a resultar que es un vicio. La vida es quehacer. N o se trata de que la vida se encuentre con quehaceres, sino que no consiste en otra cosa que en quehacer. La vida es lo que hay que hacer. Quien intente eludir esta condición sustancial de la vida, recibe de ella el más horrible castigo: al querer no hacer nada se aburre, y entonces queda condenado al más cruel de los trabajos forzados, a «hacer tiempo». E l fainéant es el que hace la nada —un horrendo suplicio dantesco. [Hasta tal punto es ineludible en la vida su imperativo de quehacer! Pero, al fin y al cabo, el ocioso no falsifica su vida: él 421 no hará lo que tiene que hacer, pero no lo suplanta con ningún otro quehacer positivo. Fabrica con los angustiosos sudores de su aburrimiento el vacío de todo quehacer. Esto no es falsificar su vida. Es simplemente anularla; practicar suicidio blanco. E n cambio, el que hace algo, el que hace mucho, pero no precisamente lo que hay que hacer, ése sí falsifica su vida. Este es el vicio de la laboriosidad. E l hombre que trabaja en cualquier cosa soborna su conciencia vital, la cual le susurra que no es cualquiera cosa lo que debería hacer, sino algo muy determinado. Una vez que se ha consagrado con el nomb.c de «ciencia» cierta clase de ocupaciones rituales, muchos hombres se dedican a ella como al opio —para acallar la inquietud radical de su vida que sotto voce —la voz de la vocación— les exigiría un quehacer más intenso y dramático. N o : «ciencia» no es cualquiera cosa; es espumar del universo esencialidades. Nuestra existencia necesita de éstas; por eso tiene que hacer ciencia. Y es posible que ésta requiera acumular datos, reunir informaciones, coleccionar documentos, etc., etc.; pero, bien entendido, toda esa labor sólo está justificada en la medida rigorosa que conduzca al hallazgo de esencialidades. Cuando la desproporción entre el trabajo empleado y este resultado, el único que justifica la ciencia, es excesiva —como pasa en la filología goethiana— entramos en la sospecha de que la «ciencia» es un vicio y nada más. Y me ocurre pensar que es más honda y seriamente humano sentarse a tomar el delicioso sol de enero, fumando cigarrillos y canturreando vagas canciones, como hace el hombre de Sevilla. Tal vez Goethe me diera la razón en algunas de sus horas: en otras, no; porque Goethe mismo, que sinceramente sólo estimaba «lo que fomenta a la vida», cuando no estaba contento de sí mismo, intentaba tranquilizarse con la idea de la mera actividad, como si el trabajo por sí y no el sentido o dirección del trabajo fuese lo decisivo. Como el teólogo analiza su Gotterbewusstsein (conciencia de Dios), deberíamos hacer con nuestra Goethesbewusstsein. Entonces advertiríamos que lo más importante y positivo que de Goethe poseemos es lo que nuestra intimidad halla ante sí en su primaria reacción al oír el nombre de Goethe. Este sonido que a nosotros llega revolando como evadido de unos libros, de unos retratos, de unos gestos, de unas anécdotas, todo lo cual resume, es el nombre de una promesa. E l nombre de Goethe nos promete que tras él hay un hombre que quiso ser él mismo. Por lo pronto no tenemos una idea muy clara de lo que significa eso de «ser sí mismo»; pero, no obstante, queramos o no, esa promesa nos incendia el alma, nos 422 prepara a no sabemos qué soberanas voluptuosidades, las cuales son, a la par, una magnífica, ardiente y enérgica disciplina. E n comparación con la evidente realidad que tiene esta promesa goethiana, todo lo demás es secundario y discutible. Es discutible que la obra y la vida de Goethe cumplan esa promesa. Es discutible que sea Goethe el hombre que primero o que más intensamente tenga derecho a significar esa promesa. L o que no es discutible es que, con derecho o sin derecho, en el patrimonio de incitaciones que es el pasado europeo, aquella promesa va adscrita a la voz Goethe. Y es el caso que, en los últimos meses de su existencia, este viejo mandarín toma un día su vida entera en la mano como para sopesarla, para precisar sus quilates, para definir lo que en ella había habido de esencial. ¡Hora conmovedora en que este alma convertida en alquitara de sus ochenta años vividos va a destilar de todas sus rosas y todos sus abrojos la sola gota simbólica! Y es curioso que entonces nos dice, no lo que esta vida ha sido para sí misma, sino lo que ha sido o puede ser para los demás, para nosotros, especialmente para los alemanes, más especialmente para los jóvenes poetas de su tiempo. N o nos desorienten estas especializaciones, que tienen aquí sólo un valor de planos de perspectiva. La poesía es lo más inmediato a Goethe. Es el modo radical de su vida. Todos tenemos un modo radical hacia el que gravita el resto de nuestro ser, lo cual no quiere decir que sea él toda nuestra vida. Es el plano para nosotros más próximo sobre el que proyectamos todo lo demás y que, por lo mismo, se convierte para nosotros en idioma privado con que nos entendemos al hablar con nosotros mismos. E l propio Goethe nos indica que no habla sólo de poesía ni sólo para jóvenes alemanes. Pongamos, pues, todos el oído atento, ya que, en rigor, se dirige a todos la palabra. ¿Qué pensaba Goethe haber sido para los demás? ¿Qué es lo que a sus ojos justifica en última instancia su existencia? «Yo no puedo considerarme como su maestro, pero sí puedo* llamarme su libertador». ¿Nada más? Nada más. Al comentar esta expresión, se ha omitido siempre subrayarla con un gran gesto de sorpresa. ¿Cómo? ¿Goethe hablando de la libertad? Se ha debido hacer constar que siendo esta palabra, entre las pertenecientes al estrato superior del léxico, la que más veces se ha pronunciado en la época que inscribe su vida, Goethe la evitó constantemente. Además de las palabras que designan cosas materiales o espirituales, cada generación necesita unos cuantos vocablos donde alojar sus entusiasmos. L o de menos es el significado concreto que accidentalmente poseen; lo esencial es que han sido elegidas 423 para decir con ellas lo indecible, el radical fervor o el radical terror que constituyen en cada tiempo los resortes decisivos de la vida humana. Hacia 1800 las dos palabras místicas que al resonar estremecían los corazones occidentales eran éstas: «libertad», «electricidad». Leed los libros románticos alemanes y franceses y veréis cómo de pronto, cuando menos se espera, cuando no sabe el autor cómo calificar exquisitamente algo, el autor dirá que es «eléctrico». Volta, luego Faraday, habían puesto la mano sobre esta nueva forma, tan extraña, de la energía cósmica, y las sacudidas que la pila de aquél producía las causaba, sin más, el simple vocablo «electricidad». Motivos de más honda raíz histórica concentraron en el vocablo «libertad» la máxima irradiación de potencia espiritual. Desde 1780 se llamó en Europa «libertad» todo lo que enardecía y entusiasmaba, como los griegos llamaron kalón las cosas más dispares con tal que coincidiesen en su efecto alcohólico. E l menestral de París moría tras la barricada gritando: «¡Libertad!», mientras en la cátedra de Jena, a pocos metros del castillo donde Goethe trabajaba, Fichte gritaba: «¡Libertad!», desde el fondo de su alma espléndida, incandescente, frenética... Y la verdad es que ambos —el menestral y el meditador— se referían con el mismo rumor a cosas nada parientes entre si. Tal vez pueda asegurarse que lo que Fichte y Hegel insuflaban en la palabra libertad no tenía nada o muy poco que ver con lo que esta palabra significaba usada con decoroso rigor verbal. Pues bien, mientras tanto, sólo Goethe rehusaba pronunciarla. Y he aquí que en esta hora final, casi ya desde la otra orilla de la vida, Goethe se vuelve hacia nosotros los vivientes para resumir su existencia desde el trasmundo, y lo que nos. dice es: «¡Libertad!» Luego, con su andar perpendicular, desaparece en el silencio absoluto... Pero no podemos entretenernos en este punto, aunque es muy importante. Al definirse como nuestro libertador, Goethe anuncia y enuncia la promesa que para nosotros va a ser. N o nos señala esta o la otra obra suya, este o el otro acto de su vida como lo definitivamente valioso, sino que conduce nuestra mirada al conjunto de todo eso y nos lo presenta extractado en la simple abreviatura de un movimiento liberador. Y es como si dijera: Y o he sido el que quiso libertarse y mi ejemplo os liberta a vosotros. La libertad es un movimiento con su terminus a quo y su terminus ad quem. ¿De qué nos liberta Goethe y hacia qué? «Puedo llamarme su libertador —dice a los jóvenes— porque en mí han averiguado que como el hombre vive de dentro afuera, también el artista tiene que crear de dentro afuera, ya que, haga los gestos que haga, no podrá nunca dar a luz otra cosa que su propio individuo». La liberación de que se trata es, pues, la liberación hacia sí mismo. E l terminus a quo es... lo demás, lo que no es el «sí mismo». Este viejo mandarín me invita a evadirme de lo demás como de una prisión y a instalarme en mí mismo. N o sabemos bien en qué consiste el «mí mismo». N o importa: «ser sí mismo» nos representa la caricia más secreta y profunda, es como si acariciaran nuestra raíz. Es la promesa de la máxima voluptuosidad. Recordad los versos más citados de Goethe: «Suma delicia de las criaturas sólo es la Personalidad» (el ser sí mismo). Como Nijinsky en Schera%ade, sin preocupación alguna, apenas abierta la puerta de la prisión, damos el enorme brinco hacia la delicia de ser sí mismo. Vamos a palpar, temblando de placer, las morbideces del yo. Pero... ¿dónde está? L o buscamos en torno y no lo hallamos. Penetramos en nuestro interior seguros de encontrarlo. In interiore homini habitat veritas —había dicho San Agustín. Nos imaginamos nuestro interior como un recinto, una cámara hermética y limitada, donde no puede perderse nuestro yo, escabullirse, fugarse. Allí no habrá escape: podremos echarle a nuestro Y o la mano al cuello, como hace el policía con el ladrón acorralado. Y , en efecto, nuestra intimidad tiene sus cuatro paredes bastante definidas. L o problemático es el fondo, nuestro fondo. Nos preguntamos: ¿creo yo en el fondo eso que parezco creyendo —en política, en arte, en ciencia, en amor? Porque el «mí mismo» consistirá en lo que yo sea en el fondo. Y empiezo a levantar los suelos de mi intimidad, como un arqueólogo que busca bajo la gracia del paisaje visible la Troya auténtica, la Troya de Príamo y Eneas. ¡Vano empeño! Las capas geológicas de mi fondo se suceden unas bajo otras, con su fauna variada, suave o atroz. Y o no soy últimamente éste, ni éste de más abajo, Son falsos yos que me han colonizado, que han venido de fuera: ideas recibidas, preferencias que el contorno me ha impuesto, sentimientos de contagio, personalidades mías que en todo momento puedo revocar, sustituir, modificar. Y yo, incitado por Goethe a esta excursión vertical, busco mi yo mismo, no un yo cualquiera: mi yo necesario, irrevocable. ¿No es este exasperado afán por hacer pie en la tierra firme, en la autoctonía de sí mismo, lo que moviliza todas las grandes figuras de Goethe? Werther, demasiado sensible, demasiado débil, demasiado «eléctrico», desespera de encontrarse. ¿Suicidio? No: Werther dispara la pistola sobre el enamorado de Carlota como sobre un transeúnte. Era uno de sus yos, que pasaba por delante de su auténtico yo y le intercep- 425 I i taba la comunicación con éste. La prueba de ello es que, si la herida no hubiese sido mortal, podíamos imaginar toda una biografía de Werther más allá de su suicidio —la de Goethe. Wolfgang deja entre las garras de la pasión ciega el frac azul, como una camisa de serpiente, y él se escurre, se liberta más allá, nadando hacia la costa de sí mismo. Nuestro fondo es más abismático de lo que suponíamos. Por eso no hay medio de capturar nuestro «yo mismo» en la intimidad. Se escapa por escotillón, como Mefistófeles en el teatro. Goethe nos propone otro método, que es el verdadero. E n vez de ponernos a contemplar nuestro interior, salgamos fuera. La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo. Si yo pudiese vivir dentro de mí, faltaría a lo que llamamos vida su atributo esencial: tener que sostenerse' en un elemento antagónico, en el contorno, en las circunstancias. Ésta es la diferencia entre Dios y nosotros. É l está dentro de sí, flota en sí mismo; lo que le rodea no es diferente de lo que él es. Esto no es vida —es beatitud, felicidad. Dios se da el gusto de ser sí mismo. Pero la vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo. E n rigor, para Dios no hay un dentro ni un fuera —porque no vive. La contraposición surge en el caso del hombre: es él un dentro que tiene que convertirse en un fuera. E n este sentido, la vida es constitutivamente acción y quehacer. E l dentro, el «sí mismo» no es una cosa espiritual frente a las cosas corporales del contorno. La psique no es sino un cuasi-cuerpo, un cuerpo fluido o espectral. Cuando miro, de espaldas al contorno físico, esa supuesta intimidad mía, lo que hallo es mi paisaje psíquico, pero no mi yo. Este no es una cosa, sino un programa de quehaceres, una norma y perfil de conducta. Por eso, en el mismo trozo casi de ultratumba que ahora comentamos explica Goethe su acto libertador del sí mismo diciendo: «Ahora ya no tenéis una norma —se entiende, recibida—; ahora tenéis que dárosla a vosotros mismos». Ahora se comprende por qué el yo resulta inaccesible cuando lo buscamos. Buscar es una operación contemplativa, intelectual. Sólo se contemplan, se ven, se buscan cosas. Pero la norma surge en la acción. E n el choque enérgico con el fuera brota clara la voz del dentro como programa de conducta. Un programa que se realiza es un dentro que se hace un fuera. Goethe no fue «idealistp, a pesar de haber vivido en el foco mismo del idealismo. E l idealismo es aquel movimiento que empieza resueltamente con Descartes y que lleva al hombre a encerrarse dentro 426 de sí. Su forma extrema es la mónada de Leibniz, que no tiene ventanas, que excluye el fuera. La mónada vive sumergida en su propio elemento. ¿Sería por esto por lo que Leibniz dice de ella que es un petit Dieu? Es lástima que Goethe no poseyera don filosófico. Sus ideas suelen desvirtuar su intuición. Vivamos de su promesa: oprimamos el contorno con el perfil secreto y programático de nuestro «yo mismo». Neue Züricher Zeitung, marzo 1932. LA POESÍA DE A N A DE NOAILLES HABLEMOS un poco en torno a la más poética de las condesas y la más condesa de las poetisas. Ana de Noailles es hoy la hilandera mayor del lirismo francés. Con un fuego ejemplar, laboriosa, constante, hila cada lustro los versos de un libro que es siempre parejo a los anteriores —tan bello, tan cálido, tan voluptuoso. Diríase que el libro precedente se deshizo y fue necesario volverlo a tejer. Ana de Noailles es, literariamente, Penélope. E l postrer volumen se llama Las fuerzas eternas. Estas fuerzas eternas son, ante todo, el amor y la muerte. N o se crea, sin embargo, que ha esperado la condesa hasta ahora para cantar esas potencias esenciales. Toda su obra ha gravitado siempre hacia ellas, basculando deleitablemente de la una a la otra. Son cuatrocientas páginas de apretada poesía. Llega a nosotros el libro atestado de flores, de astros, de abejas, de nubes, golondrinas y gacelas. Cada poeta tiene un repertorio de objetos que son sus utensilios profesionales. Como el lañador trashumante viaja con su berbiquí y sus alambres, la condesa necesita desplazarse con toda esa impedimenta para poder operar sus preciosas fantasmagorías. Sobre cosas tan bonitas no es posible decir cosas más bonitas. L'abeiUe aux bonda chantants, vigoureuaement molle, parece en sus vuelos perseguirse a sí misma. La golondrina pasa con sus gritos de pájaro que alguien asesina: Je connais bien ce cri brisant de Vhirondelle Comme une fleche obligue ancrée au coeur du aoir. 429 Los campanarios son dulces colmenas de abejas argentinas. Las ranas son cigarras de la onda. La lluvia es un sol que juega con rayos de metal. E n el viaje. Tes rêveuses prunelles Contemplaient Vhorizon, flagellé et chassé Par le vent, qui, cherchant ton visage opressé Faisait bondir sur toi ses fluides gazelles. La campanilla que anuncia la cena da sus brincos de cabrilla loca atada a su cuerda. E n la noche limpia, los astros son fragmentos de día. Hay en los versos de Ana de Noailles, lo mismo que en su prosa, una excesiva y monótona preocupación por el amor. E l amor es todo —dice varias veces en este volumen. Amour, tâche pure et certaine, Acte joyeux et sans remord; Le seul combat contre la mort, La seule arme proche et lointaine Dont dispose, en sa pauvreté, L'être hanté d'éternité. Este erotismo tan exclusivista fatiga un poco al lector que no posee una disposición tan continuada para el deliquio apasionado. A l resbalar por estas páginas, pensamos más de una vez que se trata de una curiosa ilusión óptica padecida por este poeta. N o es que el amor sea todo en verdad, sino que la elocuencia poética sólo brota en Ana de Noailles de estados de ánimo voluptuosos. Plus je vis, oh mon Dieu, moins je peux exprimer La force de mon coeur, l'infinité d'aimer, Ce languissant ou bien ce bondissant orage. Je suis comme l'étable ou entrent les rois mages Tenant entre leurs mains leurs cadeaux parfumés. Je suis cette humble porte ouverte sur le monde; La nuit, l'air, les parfums et l'étoile m'inondent. Esta perpetua cantinela voluptuosa fluye como un rio denso por el cauce del verso. N o es, pues, propiamente amor; es simplemente voluptuosidad. Sus metáforas son casi siempre del mismo tipo; en casi todas se alude al estremecimiento erótico y repercute 430 el espasmo. E l alma que en esta poesía se expresa no es espiritual; es más bien el alma de un cuerpo que fuera vegetal. Si intentamos imaginar el alma de una planta, no podremos atribuirle ideas ni sentimientos: no habrá en ella más que sensaciones, y aun éstas, vagas, difusas, atmosféricas. La planta se sentirá bien bajo un cielo benigno, bajo la blanda mano de un viento suave; se sentirá mal bajo la borrasca, azotada por la nieve inverniza. La voluptuosidad femenina es acaso, de todas las humanas impresiones, la que más próxima nos parece a la existencia botánica. Ana de Noailles siente el universo como una magnolia, una rosa o un jazmín. De aquí su prodigiosa sensibilidad para los cambios atmosféricos, climas, estaciones. N o obstante su insistencia amorosa, es revelador que el hombre no aparece nunca dibujado en el fondo aéreo de esta poesía. E n cambio, actúan los entes anónimos y difusos: el viento, la humedad, el azul, el silencio. Le flot léger de l'air vient par ondes dansantes... ¿No es ésta una idea que cabe muy bien en el corazón de una amapola? Y en otro lugar: Les vents légers ont ce matin Cette odeur d'onde et de lointain Qu'ont les vagues contre les rives. Otra vez habla del «secreto olor metálico del frío» y del «jovial olor de la nieve», o reconoce en el viento los aromas de que en su viaje se ha cargado, como en el vino se sabe del odre. Olores, sabores, contactos —estos son sus paisajes. E l contorno visual falta casi siempre: sería demasiado humano, demasiado «espiritual» para este genio vegetativo. Es divinamente ciega como una camelia. Una vez filiada como planta sublime, no nos extraña que sea «rebelde al otoño» y le dedique un sincero vejamen: Je ne vous aime pas, saison mélancolique... Se trata de una condesa eminentemente estival. En sus paisajes todo es verano; a lo sumo, un estío que se acuerda de su infantil primavera o se asoma a la vertiente declinante de su otoño. Esta poesía vive exenta de invernó. L o que más abunda en ella es el 431 cielo pulimentado. Imaginamos a la condesa con un vago gesto de criolla, sentada al balcón, sobre un jardín, bebedora de azul. Certes, rien ne me plait que tes étés, o monde I Magnolia, rosal, jazmín, le sabe la tierra húmeda, paladea las brisas y se estremece cuando pasa en el caz, temblando, el agua andarina. De paso, flirtea con la nube transeúnte: La nuit, me soulevant d'un lit tiède et paisible, M'accoudant au balcon, j'interrogeais les deux, Et j'échangeais avec la nue inaccessible Le langage sacré du silence et des yeux. Porque hay en este lirismo vegetal un poro al través del cual sorprendemos que dentro de la planta hay una mujer, mejor, una alta dama. Y es que primavera, estío, azul de cielo, aura de septiembre, vaho abrileño de lluvia, todo lo recibe como si se tratase de caricias que le fuesen personalmente dedicadas. Nos habla «del cielo que alarga sus lácteas caricias», o bien comienza una composición de esta suerte: Charme d'un soir de mai, que voulez vous trie dire? Comme un corps plein d'amour vous venez contre moi... Con todo esto, una cosa debe quedar taxativamente dicha: la poesía de la Noailles es espléndida. Tal vez no haya habido en todas las literaturas modernas otra mujer dotada de parejo ímpetu poético. Las observaciones que acabo de hacer no son propiamente reparos, más bien subrayan y definen la calidad de su admirable estilo. Sin embargo, o tal vez por lo mismo, asoma durante la lectura a nuestro ánimo, irreprimible, una pregunta perturbadora. ¿Hasta qué apunto puede alojarse en la mujer la genialidad lírica? La cuestión es poco galante y corre el riesgo de suscitar en contra todas las banalidades del feminismo. N o obstante, algún día será preciso responder a esta pregunta con toda claridad. Por ahora, permítaseme una ligera indicación. E l lirismo es la cosa más delicada del mundo. Supone una innata capacidad para lanzar al universo lo íntimo de nuestra persona. Mas, por lo mismo, es preciso que esta intimidad nuestra sea apta para semejante ostentación. Un ser cuyo secreto 432 personal tenga más o menos carácter privado producirá una lírica trivial y prosaica. Hace falta que el último núcleo de nuestra persona sea de suyo como impersonal y esté, desde luego, constituido por materias trascendentes. Ahora bien: estas condiciones sólo se dan en el varón. Sólo en el hombre es normal y espontáneo ese afán de dar al público lo más personal de su persona. Todas las actividades históricas del sexo masculino nacen de esta su condición esencialmente lírica. Ciencia, política, creación industrial, poesía, son oficios que consisten en dar al público anónimo, dispersar en el contorno cósmico lo que constituye la energía íntima de cada individuo. La mujer, por el contrario, es nativamente ocultadora. E l contacto con el público, con el derredor innominado, produce automáticamente en la mujer normal un cauto hermetismo. Ante «todos», el alma femenina se cierra hacia dentro. E n cambio, reserva su intimidad para uno solo. Al revés que el hombre, el cual, en la relación privada o individual con otro semejante —una mujer u otro varón— es siempre insincero, torpe e insignificante. Es vano oponerse a la ley esencial y no meramente histórica, transitoria o empírica que hace del varón un ser sustancialmente público y de la mujer un temperamento privado. Todo intento de subvertir ese destino termina en fracaso. N o es azar que la máxima aniquilación de la norma femenina consista en que la mujer se convierta en «mujer pública», y que la perfección de la misión varonil, el tipo más alto de existencia masculina, sea el «hombre público». Ese mecanismo de sinceridad que mueve al lirismo, ese arrojar fuera lo íntimo es en la mujer siempre forzado, y si es efectivo, si no es una ficticia confesión, sabe a cínico. Conviene a este propósito recordar que ha habido un género literario donde sólo han descollado mujeres y donde siempre el hombre ha fracasado: el género epistolar. Es él la única forma privada de la literatura, y, como tal, estaba predispuesto para la mujer. E n cambio, el hombre no acierta a escribir cartas porque, sin darse cuenta, convierte al corresponsal en todo un público y hace ante él gestos de escenario. Cuando se da el caso de que una mujer posea facilidad y gracia bastantes para transmitir a la muchedumbre su secreto personal de una manera convincente y auténtica, nuestra desilusión llega al extremo. Porque entonces descubrimos que esa intimidad femenina, tan deliciosa bajo la luz de un interior, puesta al aire libre resulta la cosa más pobre del mundo. La personalidad de la mujer es poco personal, o, dicho de otra manera, la mujer es más bien un género que un individuo. TOMO I V . — 2 8 433 Me parece vano querer cegarse ante esta evidente realidad, que explica también la labor de la mujer en la historia y la perpetua mala inteligencia interpuesta entre ambos sexos. Ello es que la mejor lírica femenina, al desnudar las raíces de su alma, deja ver la monotonía del eterno femenino y la exigüidad de sus ingredientes. La pintura se ha encontrado sorprendida por la misma experiencia. E n el retrato se plantea el problema de crear plásticamente una individuaUdad, una figura que afirme su carácter único, insustituible, señero. Para ello hace falta que el pincel sea capaz de individualizar su objeto; pero, además, que éste sea de suyo individual y no igual a otros muchos, mero representante de un tipo. Y acaece que si hay pocos verdaderos retratos de hombre, puede decirse que no hay ninguno de mujer. E l retrato femenino es la desesperación de la pintura. E l artista se ve forzado, para singularizar la fisonomía copiada, a acumular distintivos ornamentales, buscando en el traje diferenciaciones que faltan en la persona. L a mujer es para el pintor, como para el amante, una promesa de individualidad que nunca se cumple. Si hubiese habido mayor número de mujeres dotadas de los talentos formales para la poesía, sería patente e indiscutido el hecho de que el fondo personal de las almas femeninas es, poco más o menos, idéntico. No es, por tanto, nada extraño que en Ana de Noailles, postrera poetisa, hallemos una rara coincidencia con la primera mujer versipotente: con Safo la de Lesbos. En los escasos fragmentos que de ésta nos han conservado se enuncian exactamente los mismos temas e igual modulación que en nuestra musa contemporánea: Como el viento resbala por las laderas Y resuena entre los pinos, Así estremece Eros mi corazón. (Fragmento 42). De nuevo Eros me atormenta, Eros que adormece los miembros; Monstruo agridulce, irresistible... (Fragmento 40.) La misma sensibilidad para el contorno cósmico que en versos antes citados, transparece en estos otros, viejos de casi tres mil años: La luna y las pléyades han declinado. Es media noche; Hace mucho que pasó la hora... Hoy he de yacer solitaria. 434 Melancólica queja de una mujer también «rebelde al otoño», para quien ha pasado la hora incendiada del amor. Un radieux effroi fait trembler mes genoux, entona la Noailles. Un temblor se apodera de mí toda, entona Safo. Deux étres hittent dans mon coeur: G'est la bacehante avec la nonne. ¿Se ha conocido alguna vez una mujer que no sostenga llevar dos dentro de sí? Centauresa de bacante y de monja, no hace la Noailles sino repercutir el verso solitario de Safo: No sé lo que hago; hay en mi dos almas. Las dos mujeres divinas, situadas a ambos extremos del destino europeo, sienten la fuerza anónima del silencio con inesperada coincidencia. La actual «observa, tenso el espíritu, como un cazador, el curso limitado y puro del silencio». La antigua, con mayor modernidad, dice sólo esto: «La noche está llena de orejitas que escu- chan». Culmina este paralelismo en haber dicho Safo de sí misma que era pequeña y morena- mikrá kai mélaina. La condesa de Noailles no lo dice, pero lo es maravillosamente. Revista de Occidente, julio 1923. M A U R I C I O B A R R E S «J'ai une âme composite.» Le Voyage de Sparte. CON Mauricio Barrés se consume la fauna maravillosa de los semidioses literarios que comienza en Chateaubriand. Cuando el tiempo haya depositado sobre el siglo xrx muchos aluviones de futuro, aún podrá el excavador reconocer la tierra de aquella centuria por los restos gigantes de estos enormes plumíferos que lucieron sus magníficos vuelos circulares en torno al corazón de Europa. Ni antes los hubo, ni es verosímil que los haya después. Son pájaros de ala larga y voz canora, mezcla extraña, equívoca, y al cabo desagradable, de gipaeto y ruiseñor. v No, no es verosímil que vuelva a haber una época en la cual los escritores sean tanto como han sido en el último siglo. Y o no sé si nos hemos dado aún cuenta de la situación incomparable que durante él gozó el literato. Todos los demás poderes históricos —salvo el dinero—, todos los otros prestigios —salvo el del oro y el diamante—, rotos y desvanecidos. La única fe restante y en pie, la que va al pensamiento y la palabra. Francia, sobre todo, ha dedicado el más religioso culto al párrafo. «La menor frase suya que leo me estremece» —decía de Chateaubriand su primera amiga. Paulina de Beaumont. Uno de los rasgos geniales de Francia es esta su capacidad de temblar toda bajo el encanto de una cadencia gramatical. Las obras literarias han influido siempre en la marcha del mundo. La literatura es una de las potencias primigenias de la historia. Con la mayor autoridad se ha dicho que «en el principio era el verbo», es decir, la divina retórica. Pero antes de Chateaubriand, entre 437 r la obra literaria y el hombre de letras había una absoluta distancia. La obra no era el hombre; influía por sí, atraía sobre sí el entusiasmo de las gentes. E l autor quedaba anulado por su obra, oscurecido, en la deplorable situación de quien no es sino padre de una hija bella. Mas he aquí que Chateaubriand —después del ensayo insuficiente que hizo Rousseau— vierte su propia persona en la obra. Dondequiera que ésta va, lleva dentro incluso a su autor, y la admiración por ella es indisolublemente entusiasmo hacia el hombre de que es emanación. La nueva manera, al personalizar la obra, invierte los términos tradicionales. N o es ella, por su contenido objetivo, impersonal, independiente, quien ennoblece a su autor, sino al revés: la obra romántica, de Chateaubriand a Barres, no es otra cosa que expresión de la personalidad de su autor. N o tiene valor por sí, no tiene independencia, no es un pequeño orbe concluso y completo que encierra dentro de sí un sentido íntegro. E n cada una de sus frases resuena la voz del autor, y toda ella es meramente un síntoma, un gesto de la persona literaria. L o interesante es el autor. Si se abstrae de éste, la obra carece de sentido. Por esta razón, a la inversa de lo que era sólito, la obra romántica hace converger el fervor de las gentes no sobre sí, sino sobre el escritor, cuya persona real, con su carne y su hueso, se convierte en un poder social. Los políticos le temen y las mujeres se enamoran de él. Esto último sobre todo. E l estilo de Barres, como el de Chateaubriand, es principalmente un estilo sexual. La frase de ambos ondula cargada de voluptuosidad. Es admirable literatura-de macho en celo y tiene el mismo origen biológico que el canto vernal del pájaro. A l vizconde de la Restauración y a su nieto el diputado de la Tercera República se les hincha de pronto la garganta, engolan la voz y dan al viento un aria insistente de ruiseñor. La intención estética de esta forma literaria no es otra que exhibirse y hacerse interesante y bonito. E l abuelo, más fuerte que el nieto, sustituye a veces la copla de Filomena por un largo mugido de ciervo que en el corazón de la selva anuncia su brama y promete a hembras anónimas melancólicas caricias. Barres es el último feudal literario. Esto se ha acabado. Y a no hay más arias ni más derecho de pernada. A los más jóvenes, quienes lo son menos podrían decir, como Talleyrand del antiguo régimen: «El que no lo ha conocido no sabe lo que es la dulzura de vivir». Ahora es preciso otra vez ganarse la vida literaria con la obra. Los escritores volvemos a ser artesanos; la estimación irá a 438 nuestra obra, no a nosotros. Y a no se enamorarán las mujeres de nuestra persona, atraídas por el ademán de nuestros párrafos. Tenemos que ponernos en la fila y disputar el triunfo varonil al ingeniero y al futbolista. Para este magnífico linaje de los románticos —muy especialmente para el primero y el último—, la literatura era sólo un gesto que se emplea entre otros muchos, no una creación a que se aspira y por la cual el creador renuncia a sí mismo. De aquí dos efectos: al desvanecerse la persona que un tiempo nos arrebató, el prestigio de la obra parece evaporarse. Y o fui en mi mocedad un delirante lector de Barres; cuando hoy me ocurre hojear sus libros, los encuentro deshabitados y como llenos de ausencia. N o hallo en elíos más que formalismos melódicos, gestos inválidos de marchita gracia ornamental. Han pasado muy pocos años, y de la voz barresiana se oye sólo el falsete. «Era un alma compuesta», sin fondo espontáneo y primitivo. Como él mismo dice no sé donde de no sé quien, «era más bien cisterna que manantial». Antes que poético, su lirismo es de actor. N o crea, representa. Necesita de un público urgentemente, hasta el punto de que de la mitad de sí mismo hizo un espectador ante el cual gesticulaba su otra mitad. E l otro síntoma grave que diagnostica la falta de salud estética en Barres fue su deslizamiento hacia la política. Cuando un escritor no se contenta con ser escritor, sino que aspira a ser héroe, hay vehemente sospecha de que no tiene limpia su conciencia literaria, que su inspiración no satura su sensibilidad ni la nutre suficientemente. E l escritor insatisfecho de sí mismo se esfuerza por completarse con otra cosa. Casi todos los románticos de la especie Barres han pretendido salvar un pueblo: Chateaubriand, lord Byron, D'Annunzio, todos ellos llenos de remordimientos estéticos. La consecuencia de esta deslealtad al arte es trágica. La política anula la poesía de que aún es capaz el escritor. Así Barres se ha ido paralizando poéticamente conforme avanzaba en los escalafones políticos. Sus Bastiones del Este son labor tan patriótica como artísticamente nula. Sus tomos de escritos sobre la guerra obrarán como un lastre plúmbeo que puede arrastrar el resto de su prosa hasta el fondo del olvido. Y , sin embargo, había en Barres dones prodigiosos que probablemente no reaparecerán en las letras europeas. Dones, como todo en Barres, formales, más aún, formalistas, pero egregios. Su estilo poseía tres dimensiones geniales, tres cualidades soberanas: temperatura, densidad y música. Para quien estos valores sean los más altos 439 que la prosa puede contener, será tal vez el Viaje de Esparta el libro mejor escrito que existe. Lo peor de Barres son sus ideas, llamémoslas así. Más bien que pensarlas, Barres las cabalga como el feudal su corcel. E l «culto del yo», «la tierra y los muertos» son lucidos animales sobre los cuales ha caracoleado en sus campañas. A la educación abstracta, sin raíces, opone Barres un imperativo de disciplina francesa. Apenas habrá cosa sobre que Barres haya insistido más. Pero imaginemos que un mozo francés toma en serio esta pertinaz y monótona orden de Barres y trata de orientarse en su obra sobre lo que es la disciplina francesa. ¡Vano intento! E n la obra de Barres no hay ninguna idea clara sobre el sentido francés de la vida. N o nos enseña lo más mínimo sobre cómo ha sido y debe ser un francés. E n vez de una doctrina positiva, hallamos sólo una frase formal e inane, un formalismo más estéril aún que el del imperativo kantiano, al cual pretende sustituir. Barres no ha extraído nada sustancial de los clásicos franceses, y del que más ha estimado, de Pascal, sólo ha aprendido qu'il faut s'abetir. Va a ser muy difícil salvar a Barres. Aunque no quisiera que esta nota se tomase como expresión completa ni bien ponderada de mi juicio sobre su labor, he buscado manera de tejerle una corona con sus propias virtudes. Pero, lealmente dicho, no las he hallado fuera de su gracia verbal. Diez años antes de morirse, Barres no significaba ya nada importante para las nuevas generaciones. Como Heine diría, era ya el rey abdicado del milenio romántico. Suya es esta frase: Les jemes gens et moi> nous ne nous comprenons pasl Para un hombre que ha sido y ha querido ser un poder social sin límites, esta renuncia a dominar la juventud equivale a una abdicación. Con los jóvenes es preciso entenderse siempre. Nunca tienen razón en lo que niegan, pero siempre en lo que afirman. Nuestra obra debe extender siempre un tentáculo hacia los corazones de mañana. Hoy vemos que la figura de Barres estaba toda vuelta al pasado. De sus páginas no se levanta cenital ninguna alondra que vuele hacia auroras. Todas sus inspiraciones fueron vespertinas —recogen un día ya cumplido; son densas, fatigadas y somníferas. Como buen romántico, vivió de las vidas ajenas, del pretérito, de lo ya hecho, le pas dans le pas. Romántico es todo aquel para quien la historia existe. E n este sentido lo somos todos los occidentales. Mas para Barres sólo existió la historia. Delante de un paisaje natural, su sensibilidad enmudece. Necesita paisajes impregnados de historia, donde otras vidas quedaron infusas. Su patetismo ideoló- 440 gico se alimenta sorbiendo esas existencias anteriores. E l gipaeto que era un ruiseñor resulta un poco vampiro. Barres ha vampirizado sobre el Tajo, sobre la laguna veneciana, sobre el Eurotas y el Orontas. Hoy nos es desapacible verle en trance histérico sumergir el belfo sensual en la sangre y la muerte. Revista de Occidente, diciembre 1923. SOBRE EL PUNTO DE VISTA EN LAS ARTES i LA Historia, cuando es lo que debe ser, es una elaboración de films. No se contenta con instalarse en cada fecha y ver el paisaje moral que desde ella se divisa, sino que a esa serie de imágenes estáticas, cada una encerrada en sí misma, sustituye la imagen de un movimiento. Las «vistas» antes discontinuas aparecen ahora emergiendo unas de otras, continuándose sin intermisión unas en otras. La realidad, que un momento pareció consistir en una infinidad de hechos cristalizados, quietos en su congelación, se liquida, mana y toma un andar fluvial. La verdadera realidad histórica no es el dato, el hecho, la cosa, sino la evolución que con esos materiales fundidos, fluidificados, se construye. La Historia moviliza, y de lo quieto nace lo raudo. II En el Museo se conserva a fuerza de barniz el cadáver de una evolución. Allí está el flujo del afán pictórico que siglo tras siglo ha brotado del hombre. Para conservar esta evolución ha habido que deshacerla, triturarla, convertirla de nuevo en fragmentos y congelarla como en un frigorífico. Cada cuadro es un cristal de aristas inequívocas y rígidas separado de los demás, isla hermética. Y , sin embargo, no sería difícil resucitar el cadáver. Bastaría con colocar los cuadros en un cierto orden y resbalar la mirada velozmente sobre ellos— y si no la mirada, la meditación. Entonces se 443 haría patente que el movimiento de la pintura, desde Giotto hasta nuestros días, es un gesto único y sencillo, con su comienzo y su fin. Sorprende que una ley tan simple haya dirigido las variaciones del arte pictórico en nuestro mundo occidental. Y lo más curioso, lo más inquietante, es la analogía de esta ley con la que ha regido los destinos de la filosofía europea. Este paralelismo entre las dos labores de cultura más distantes permite sospechar la existencia de un principio general aún más amplio que ha actuado en la evolución entera del espíritu europeo. Y o no voy a alargar la aventura hasta ese remoto arcano, y me contento, por el pronto, con interpretar el gesto de seis siglos que ha sido la pintura de Occidente. III E l movimiento supone un móvil. ¿Quién se mueve en la evolución de la pintura? Cada cuadro es una instantánea en que aparece detenido el móvil. ¿Cuál es éste? N o se busque una cosa muy complicada. Quien varía, quien se desplaza en la pintura, y con sus desplazamientos produce la diversidad de aspectos y estilos, es simplemente el punto de vista del pintor. Es natural que sea así. La idea abstracta es ubicua. E l triángulo isósceles, pensado en Sirio y en la Tierra, presenta idéntico aspecto. En cambio, toda imagen sensible arrastra el sino inexorable de su localización, es decir, que la imagen nos presenta algo visto desde un punto de vista determinado. Esta localización de lo sensible puede ser estricta o vaga, pero no puede faltar. La aguja de la torre, la vela marina, se nos presentan a una distancia que evaluamos con práctica exactitud. La luna o la faz azul del cielo, en una lejanía esencialmente imprecisa, pero muy característica en su imprecisión. N o podemos decir que se hallen a tantos y cuantos kilómetros; su localización en lontananza es vaga, pero esta vaguedad no significa indeterminación. Sin embargo, no es la cantidad geodésica de distancia lo que influye decisivamente en el punto de vista del pintor, sino la cualidad óptica de esa distancia. Cerca y lejos, que métricamente son caracteres relativos, pueden tener un valor absoluto para los ojos. E n efecto, la visión próxima y la visión lejana de que habla la fisiología no son nociones que dependan principalmente de factores métricos, sino que son más bien dos modos distintos de mirar. 444 I V Si tomamos un objeto cualquiera, un búcaro, por ejemplo, y lo acercamos suficientemente a nuestros ojos, éstos convergen sobre él. Entonces el campo visual adopta una peculiar estructura. E n el centro se halla el objeto favorecido, fijado por nuestra mirada; su forma aparece clara, perfectamente definida, con todos sus detalles. E n torno de él, hasta el borde del campo visual, sé extiende una zona que no miramos y, sin embargo, vemos con una visión indirecta, vaga, desatenta. Todo lo que cae dentro de esta zona aparece situado detrás del objeto; por esto decimos que es su «fondo». Pero, además, todo ello se presenta borroso, apenas recognoscible, sin forma acusada, más bien reducido a confusas masas de color. Si no se tratase de cosas habituales, no podríamos decir qué son propiamente las que vemos en esta visión indirecta. La visión próxima, pues, organiza el campo visual imponiéndole una jerarquía óptica: un núcleo central privilegiado se articula sobre un área circundante. E l objeto cercano es un héroe lumínico, un protagonista que se destaca sobre una «masa», una plebe visual, un coro cósmico en torno. Compárese con esto la visión lejana. E n vez de fijar algún objeto próximo, dejemos que la mirada quieta, pero libre, prolongue su rayo de visión hasta el límite del campo visual. ¿Qué hallamos entonces? La estructura de dos elementos jerarquizados desaparece. E l campo ocular es homogéneo; no se ve una cosa mejor y el resto confusamente, sino que todo se presenta sumergido en una democracia óptica. Nada posee un perfil rigoroso, todo es fondo, confuso, casi informe. E n cambio, a la dualidad de la visión próxima ha sucedido una perfecta unidad de todo el campo visual. V A estas diferencias en el modo de mirar es preciso agregar otra más importante. A l mirar de cerca el búcaro, el rayo visual choca con la parte más prominente de su panza. Luego, como si este choque lo hubiese quebrado, el rayo se dilacera en múltiples tentáculos que resbalan 445 por los flancos de la vasija y parecen abrazar su rotundidad, tomar posesión de ella, subrayarla. Ello es que el objeto visto de muy cerca adquiere esa indefinible corporeidad y solidez propias del volumen lleno. L o vemos de «bulto», convexo. E n cambio, ese mismo objeto colocado al fondo, en visión lejana, pierde esa corporeidad, esa solidez y plenitud. Y a no es un volumen compacto, claramente rotundo, con su prominencia y sus curvos flancos; ha perdido el «bulto» y se ha hecho más bien una superficie insólida, un espectro incorpóreo compuesto sólo de luz. La visión próxima tiene un carácter táctil. ¿Qué misteriosa resonancia del tacto conserva la mirada cuando converge sobre un objeto cercano? N o tratemos ahora de violar este misterio. Es suficiente que advirtamos esa densidad casi táctil que el rayo ocular tiene y le permite, en efecto, abrazar, palpar el búcaro. A medida que el objeto se aleja, la mirada pierde su virtud de mano y se va haciendo pura visión. Paralelamente, las cosas, al distanciarse, dejan de ser volúmenes plenos, duros, compactos, y se vuelven meros entes cromáticos, sin resistencia, solidez ni convexidad. Un hábito milenario, fundado en necesidades vitales, hace que el hombre no considere como «cosas*», en estricto sentido, más que aquellos objetos cuya solidez ofrece resistencia a sus manos. E l resto es más o menos fantasma. Pues bien: al pasar un objeto de la visión próxima a la lejana, se fantasmagoriza. Cuando la distancia es mucha, allá en el confín de un remoto horizonte —un árbol, un castillo, una serranía—, todo adquiere el aspecto casi irreal de apariciones ultramundanas. V I Una última y decisiva observación. Cuando a la visión próxima oponemos la lejana, no queremos decir que en ésta miremos un objeto más distante que la primera. Mirar significa aquí, taxativamente, hacer converger los dos rayos oculares sobre un punto, que, gracias a ello, queda favorecido, ópticamente privilegiado. E n la visión lejana no miramos ningún punto, antes bien, intentamos abarcar la totalidad de nuestro campo visual, incluso sus bordes. A este fin, evitamos en lo posible la convergencia. Y entonces nos sorprende advertir que el objeto ahora percibido —el conjunto de nuestro campo visual— es cóncavo. Si estamos en una habitación, la concavidad termina en la pared fron- 446 tera, en el techo, en el suelo. Este término o límite es una superficie que tiende a tomar la forma de una semiesfera mirada por dentro. Pero ¿dónde empieza la concavidad? N o hay lugar a duda: empieza en nuestros ojos mismos. De donde resulta que lo que vemos en la visión lejana es un hueco como tal. E l contenido de nuestra percepción no es propiamente la superficie en que el hueco termina, sino todo este hueco, desde nuestro globo ocular hasta la pared o hasta el horizonte. Esta advertencia nos obliga a reconocer la siguiente paradoja: el objeto que vemos en la visión lejana no está más distante de nosotros que el visto en proximidad, sino, al revés, más cercano, puesto que comienza en nuestra córnea. E n la pura visión a distancia, nuestra atención, en vez de proyectarse más lejos, se ha retraído a lo absolutamente próximo, y el rayo visual, en vez de chocar en la convexidad de un cuerpo sólido y quedar en ella fijo, penetra un objeto cóncavo, se desliza por dentro de un hueco. VII Pues bien, a lo largo de la historia artística europea, el punto de vista del pintor ha ido cambiando desde la visión próxima a la visión lejana, y paralelamente, la pintura, que empieza en Giotto por ser pintura de bulto, se torna pintura de hueco. Esto quiere decir que la atención del pintor sigue un itinerario de desplazamiento nada caprichoso. Primero se fija en el cuerpo o volumen del objeto, luego en lo que hay entre el cuerpo y el ojo, es decir, en el hueco. Y como éste se halla delante de los cuerpos, resulta que el itinerario de la mirada pictórica es un retroceso de lo distante —aunque cercano— hacia lo inmediato al ojo. Según esto, la evolución de la pintura occidental consistiría en un retraimiento desde el objeto hacia el sujeto pintor. El lector puede comprobar por sí mismo esta ley que rige el movimiento del arte pictórico recorriendo cronológicamente la historia de la pintura. E n lo que sigue, me limito a algunos ejemplos que son como estaciones del general itinerario. 447 VIII El Quattrocento. Flamencos e italianos cultivan con frenesí la pintura de bulto. Diríase que pintan con las manos. Cada objeto aparece con inequívoca solidez, corpóreo, tangible. L o recubre una piel pulimentada, sin poros ni nieblas, que parece deleitarse en acusar su volumen rotundo. N o hay diferencia en el modo de tratar las cosas en el primer plano y en el último. E l artista se contenta con representar más pequeño lo lejano que lo próximo, pero pinta del mismo modo lo uno que lo otro. La distinción de planos es, pues, meramente abstracta y se obtiene por pura perspectiva geométrica. Pictóricamente, todo en estos cuadros es primer plano, es decir, todo está pintado desde cerca. La menuda figura, allá en la lejanía, es tan completa, redonda y destacada como las principales. Parece como si el pintor hubiera ido hasta el lugar distante donde se halla y la hubiese pintado, de cerca, lejos. Mas es imposible ver a la vez de cerca varias cosas. La mirada próxima tiene que ir desplazándose de una en otra para hacerlas, sucesivamente, centro de la visión. Esto quiere decir que el punto de vista en el cuadro primitivo no es uno, sino tantos como objetos hay en él. E l cuadro no está pintado en unidad, sino en pluralidad. Ningún trozo hace relación a otro; cada cual es perfecto y aparte. De aquí que el más claro síntoma para conocer si un cuadro pertenece a una u otra tendencia —pintura de bulto o pintura de hueco— sea tomar un trozo y ver si, aislado, se basta para representar con plenitud algo. E n un lienzo de Velázquez, por el contrario, cada pedazo contiene sólo vagas formas monstruosas. El cuadro primitivo es, en cierto modo, la adición de muchos pequeños cuadros, cada cual independiente y pintado desde un punto de vista próximo. E l pintor ha dirigido una mirada exclusiva y analítica a cada uno de los objetos. De aquí proviene la divertida riqueza de estas tablas cuatrocentistas. Nunca acabamos de verlas. Siempre descubrimos un nuevo cuadrito interior en que no habíamos reparado. E n cambio, excluyen una contemplación de conjunto. Nuestra pupila tiene que peregrinar paso a paso por la superficie pintada, demorándose en los mismos puntos de vista que el pintor tomó sucesivamente. 448 I X Renacimiento. La visión próxima es exclusivista, puesto que aprehende cada objeto por sí y lo separa del resto. Rafael no modifica este punto de vista, pero introduce en el cuadro un elemento abstracto que le proporciona cierta unidad: la composición o arquitectura. Sigue pintando cosa por cosa lo mismo que un primitivo; su aparato ocular funciona según el mismo principio. Mas en lugar de reducirse ingenuamente, como aquél, a pintar lo que ve según lo ve, somete todo a una fuerza extranjera: la idea geométrica de la unidad. Sobre las formas analíticas de los objetos cae, imperativa, la forma sintética de la composición, que no es forma visible de objeto, sino puro esquema racional. (Lo mismo Leonardo, por ejemplo, en sus cuadros triangulares). La pintura de Rafael no nace tampoco ni puede ser contemplada desde un punto de vista único. Pero existe ya en ella el postulado racional de la unificación. X Transición. Si caminamos de los primitivos y el Renacimiento hacia Velázquez, hallaremos en los venecianos, pero sobre todo en Tintoretto y el Greco, una estación intermedia. ¿Cómo definirla? En Tintoretto y el Greco confinan dos épocas. De aquí la inquietud, el desasosiego que estremece la obra de ambos. Son los últimos representantes de la pintura de bulto, que sienten ya los problemas futuros del hueco, sin acometerlos debidamente. Desde su iniciación el arte veneciano propende a una visión lejana de las cosas. E n Giorgione y en Tiziano los cuerpos quisieran perder su apretada solidez y flotar como nubes, cendales y materias fundentes. Sin embargo, falta resolución para abandonar el punto de vista próximo y analítico. Durante cien años forcejean ambos principios, sin victoria definitiva de ninguno. Tintoretto es una manifestación extrema de este combate interior en que ya casi va a vencer la visión lejana. En los cuadros de E l Escorial construye grandes espacios vacíos. Mas para tal empresa necesita apoyarse en perspectivas arquiTOMO I V . — 2 9 449 tectónicas como en muletas. Sin aquellas columnatas y cornisas que huyen hacia el fondo, el pincel de Tintoretto se caería en el abismo de lo hueco que aspiraba a crear. El Greco significa más bien un retroceso. Y o creo que se ha exagerado su modernidad y su cercanía a Velazquez. A l Greco le sigue importando, sobre todo, el volumen. La prueba de ello es que puede valer como el último gran escorcista. N o busca el vacío; perdura en él la intención de lo corpóreo, del volumen lleno. Mientras V e lazquez, en Las Meninas y Las Hilanderas, amontona a derecha e izquierda las figuras, dejando más o menos libre el espacio central —como si éste fuese el verdadero protagonista—, el Greco hacina sobre todo el lienzo masas corporales que desalojan por completo el aire. Sus cuadros suelen estar atestados de carne. Y , sin embargo, lienzos como La Resurrección, E l Crucificado (Prado) y La Pentecostés plantean con una rara energía problemas de profundidad. Pero es un error confundir la pintura de profundidad con la de hueco o vacía concavidad. Aquélla no es sino una manera más sabia de acusar el volumen. Esta, en cambio, es una inversión total de la intención pictórica. Lo que sí acontece en el Greco es que el principio arquitectónico se ha apoderado completamente de los objetos representados y los ha sometido con sin par violencia a su esquema ideal. De esta suerte, la visión analítica, que busca el volumen favoreciendo con exclusividad cada figura, queda mediatizada y como neutralizada por la intención sintética. E l esquema de dinamismo formal que reina sobre el cuadro le impone unidad y permite un pseudo-punto de vista único. Además, apunta ya en el Greco otro elemento unificador: el claroscuro. X I Los claroscuristas. La composición de Rafael, el esquema dinámico del Greco, son postulados de unidad que el artista arroja sobre su cuadro, pero nada más. Cada cosa en el lienzo sigue afirmando su volumen y, consiguientemente, su independencia y particularismo. Son, pues, aquellas unificaciones del mismo linaje abstracto que la perspectiva geométrica de los primitivos. Oriundos de la razón pura, no se muestran capaces de informar por entero la materia del 450 cuadro, o, dicho de otro modo, no son principios pictóricos. Cada trozo de la obra está pintado sin su intervención. Frente a ellos significa el claroscuro una innovación radical y mas profunda. Mientras la pupila del pintor busca el cuerpo de las cosas, los objetos que habitan el área pintada reclamarán, cada uno para sí, un punto de vista exclusivo y privilegiado. E l cuadro poseerá una constitución feudal donde cada elemento hará valer sus derechos personales. Pero he aquí que entre ellos se desliza un nuevo objeto dotado de un poder mágico que le permite, más aún, que le obliga a ser ubicuo y ocupar todo el lienzo sin necesidad de desalojar a los demás. Este objeto mágico es la luz. Es ella una y única en toda la composición. He aquí un principio de unidad que no es abstracto, sino real, una cosa entre las cosas, y no una idea ni un esquema. La unidad de iluminación o claroscuro impone un punto de vista único. E l pintor tiene que ver el conjunto de su obra inmerso en el amplio objeto luz. Esto son Ribera, Caravaggio y Velázquez mozo (Adoración de los Reyes). Aún se busca la corporeidad según el uso recibido. Pero ya no interesa primordialmente. E l objeto por sí empieza a ser desatendido y a no tener otro papel que servir de sostén y fondo a la luz sobre él. Se persigue la trayectoria de la luz, insistiendo en su resbalar sobre el haz de los volúmenes, de los bultos. ¿Se advierte claramente el desplazamiento del punto de vista que esto implica? E l Velázquez de la Adoración de los Reyes no se fija ya en el cuerpo como tal, sino en su superficie, donde la luz choca y se refleja. Ha habido, pues, un retraimiento de la mirada, que deja de ser mano y suelta la presa del cuerpo redondo. Ahora, el rayo visual se detiene donde el cuerpo comienza y la luz cae fúlgida; de allí va a buscar otro lugar de otro objeto cualquiera donde vibra pareja intensidad de iluminación. Se ha producido una mágica solidaridad y unificación de todos los trozos claros frente a los oscuros. Las cosas por su forma y condición más dispares, resultan ahora equivalentes. La primacía individualista de los objetos acaba. Y a no interesan por sí mismos y empiezan a no ser más que pretexto para otra cosa. 451 X I I Velá^que^- Merced al claroscuro, la unidad del cuadro se hace interna a él y no meramente obtenida por medios extrínsecos. Sin embargo, bajo la luz continúan latiendo los volúmenes. La pintura de bulto persiste tras el velo refulgente de la iluminación. Para triunfar de este dualismo era menester que sobreviniese algún genial desdeñoso resuelto a desinteresarse por completo de los cuerpos, a negar sus pretensiones de solidez, a aplastar sus bultos petulantes. Este genial desdeñoso fue Velázquez. E l primitivo, enamorado del cuerpo objetivo, va a buscarlo afanoso con su mirada táctil, lo palpa, lo abraza conmovido. E l claroscurista, ya más tibio corporalista, hace que su rayo visual camine, como por un carril, por el rayo de luz que emigra de cosa en cosa. Velázquez, con una audacia formidable, ejecuta el gran acto de desdén llamado a suscitar toda una nueva pintura: detiene su pupila. Nada más. E n esto consiste la gigantesca revolución. Hasta entonces la pupila del pintor había girado ptolomeicamente en torno a cada objeto siguiendo una órbita servil. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista. Todo el cuadro nacerá de un solo acto de visión, y las cosas habrán de esforzarse por llegar como puedan hasta el rayo visual. Se trata, pues, de una revolución copernicana, pareja a la que promovieron en filosofía Descartes, Hume y Kant. La pupila del artista se erige en centro del Cosmos plástico, y en torno a ella vagan las formas de los objetos. Rígido el aparato ocular, lanza su rayo visor recto, sin desviación a uno u otro lado, sin preferencia por cosa alguna. Cuando tropieza con algo no se fija en ello, y, consecuentemente, queda el algo convertido, no en cuerpo redondo, sino en mera superficie que intercepta la visión (i). El punto de vista se ha retraído, se ha alejado del objeto, y de la visión próxima hemos pasado a la visión lejana, que, en rigor, es aún más próxima que aquélla. Entre los cuerpos y la pupila se intercala el objeto más inmediato: el hueco, el aire. Flotando en el aire, convertidas en gases cromáticos, en flámulas informes en puros (1) Si miramos una esfera vacía desde el exterior, veremos un volumen sólido. Si entramos en ella, veremos en torno nuestro una superficie que limita el hueco interior. 452 reflejos, las cosas han perdido su solidez y su dintorno. E l pintor ha echado su cabeza atrás, ha entornado los párpados, y entre ellos ha triturado la forma propia de cada objeto, reduciéndolo a moléculas de luz, a puras chispas de color. E n cambio, su cuadro puede ser mirado desde un solo punto de vista, en totalidad y de un golpe. La visión próxima disocia, analiza, distingue —es feudal. La visión lejana sintetiza, funde, confunde— es democrática. E l punto de vista se vuelve sinopsis. La pintura de bulto se ha convertido definitivamente en pintura de hueco. X I I I Impresionismo. N o es necesario decir que en Velázquez perduran los principios moderadores del Renacimiento. La innovación no aparece en todo su radicalismo hasta los impresionistas y neoimpresionistas. Las premisas formuladas en los primeros párrafos parecían anunciar que cuando llegásemos a la pintura de hueco, la evolución había terminado. E l punto de vista, haciéndose, de múltiple y próximo, único y lejano, parece haber agotado su posible itinerario. No hay tal. Y a veremos que aún puede retraerse más hacia el sujeto. De 1870 hasta la fecha, el desplazamiento ha proseguido, y estas últimas etapas, precisamente por su carácter inverosímil y paradójico, confirman la ley fatídica que al comienzo he insinuado. El artista, que parte del mundo en torno, acaba por recogerse dentro de sí mismo. He dicho que la mirada de Velázquez, cuando tropieza con un objeto, lo convierte en superficie. Pero, entretanto, el rayo visual ha hecho su camino, se ha complacido en perforar el aire que vaga entre la córnea y las cosas distantes. E n Las Meninas y Las Hilanderas se advierte la fruición con que el artista ha acentuado el hueco como tal. Velázquez mira recto al fondo; por eso se encuentra con la enorme masa de aire entre él y el límite de su campo visual. Ahora bien: ver algo con el rayo central del ojo es lo que se llama visión directa o visión in modo recto. Pero en derredor de este rayo eje envía la pupila muchos otros que parten de ella oblicuos, que ven in modo obliqüo. La impresión de concavidad proviene de la mirada in modo recto. Si eliminamos ésta —por ejemplo, en un abrir y cerrar los 453 ojos—, quedan sólo activas las visiones oblicuas, las visiones de lado «con el rabillo del ojo», que son el colmo del desdén. Entonces la oquedad desaparece y el campo visual tiende a convertirse todo él en una superficie. Esto es lo que hacen los sucesivos impresionismos. Traer el fondo del hueco velazquino a un primer término, que entonces deja de serlo por falta de comparación. La pintura propende a hacerse plana, como lo es el lienzo en que se vierte. Se llega, pues, a la eliminación de toda resonancia táctil y corpórea. Por otra parte, la atomización de las cosas es tal en la visión oblicua, que apenas si queda nada de ellas. Empiezan las figuras a ser irrecognoscibles. E n vez de pintar los objetos como se ven, se pinta el ver mismo. E n vez de un objeto, una impresión, es decir, un montón de sensaciones. E l arte, con esto, se ha retirado por completo del mundo y empieza a atender a la actividad del sujeto. Las sensaciones no son ya en ningún sentido cosas, sino estados subjetivos al través de las cuales, por medio de los cuales, las cosas nos aparecen. ¿Se advierte el cambio que esto significa en el punto de vista? Parece que al buscar éste el objeto más próximo a la córnea, había llegado lo más cerca posible del sujeto y lo más lejos posible de las cosas. ¡Error! E l punto de vista continúa su inexorable trayectoria de retraimiento. N o se detiene en la córnea, sino que, audazmente, salva la máxima frontera y penetra en la visión misma, en el propio sujeto. X I V Cubismo. Cézanne, en medio de su tradición impresionista, descubre el volumen. E n los lienzos empiezan a surgir cubos, cilindros, conos. Un distraído hubiera pensado que, agotada la peregrinación pictórica, se volvía a empezar y reincidíamos en el punto de vista de Giotto. ¡Nuevo error! Siempre ha habido en la historia del arte tendencias laterales que gravitaban hacia el arcaísmo. Sin embargo, la corriente central de la evolución salta sobre ellas en magnífica corriente y sigue su curso inevitable. E l cubismo de Cézanne y de los que, en efecto, fueron cubistas, es decir, estereómetras, no es sino un paso más en la internación de la pintura. Las sensaciones, tema del impresionismo, son estados subjetivos; por tanto, realidades, modificaciones efectivas del sujeto. 454 Más dentro aún de éste se hallan las ideas. También las ideas son realidades que acontecen en el alma del individuo, pero se diferencian de las sensaciones en que su contenido —lo ideado— es irreal y en ocasiones hasta imposible. Cuando yo pienso en el cilindro estrictamente geométrico, mi pensamiento es un hecho efectivo que en mí se produce; en cambio, el cilindro geométrico en que pienso es un objeto irreal. Las ideas son, pues, realidades subjetivas que contienen objetos virtuales, todo un mundo de nueva especie, distinto del que los ojos nos transmiten, y que maravillosamente emerge de los senos psíquicos. Pues bien: los volúmenes que Cézanne evoca no tienen nada que ver con los que Giotto descubre; son más bien sus antagonistas. Giotto busca el volumen propio de cada cosa, su corporeidad realísima y tangible. Antes de él sólo se conocía la imagen bizantina de dos dimensiones. Cézanne, por el contrario, sustituye a los cuerpos de las cosas volúmenes irreales de pura invención, que sólo tienen con aquéllos un nexo metafórico. Desde él la pintura sólo pinta ideas —las cuales, ciertamente, son también objetos, pero objetos ideales, inmanentes al sujeto o intrasubjetivos. Esto explica la mescolanza que, a despecho de explicaciones erróneas, se presenta en el turbio jirón del llamado cubismo. Junto a volúmenes en que parece acusarse superlativamente la rotundidad de los cuerpos, Picasso, en sus cuadros más escandalosos y típicos, aniquila la forma cerrada del objeto y, en puros planos euclidianos, anota trozos de él, una ceja, un bigote, una nariz —sin otra misión que servir de cifra simbólica a ideas. N o es otra cosa el equívoco cubismo que una manera particular dentro del expresionismo contemporáneo. E n la impresión se ha llegado al mínimum de objetividad exterior. Un nuevo desplazamiento del punto de vista sólo era posible si, saltando detrás de la retina —sutil frontera entre lo externo y lo interno—, invertía por completo la pintura su función y, en vez de meternos dentro lo que está fuera, se esforzaba por volcar sobre el lienzo lo que está dentro: los objetos inventados. Nótese cómo, por un simple avance del punto de vista en la misma y única trayectoria que desde el principio llevaba, se llega a un resultado inverso. Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real; ahora, surtidores de irrealidad. Es posible que el arte actual tenga poco valor estético; pero quien no vea en él sino un capricho, puede estar seguro de no haber com- 455 prendido ni el arte nuevo ni el viejo. La evolución conducía la pintura —y en general el arte—?, inexorablemente, fatalmente, a lo que hoy es. X V La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad externa; luego, en lo subjetivo; por último, en lo intrasubjetivo. Estas tres estaciones son tres puntos que se hallan en una misma línea. Ahora bien: la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica, y esta coincidencia hace aún más inquietadora aquella ley. Anotemos en pocas líneas ese extraño paralelismo. E l pintor comienza por preguntarse qué elementos del Universo son los que deben trasladarse al lienzo; esto es, qué clase de fenómenos son los pictóricamente esenciales. E l filósofo, por su parte, se pregunta qué clase de objetos es la fundamental. Un sistema filosófico es el ensayo de reedificar conceptualmente el Cosmos partiendo de un cierto tipo de hechos que se consideran como los más firmes y seguros. Cada época de la filosofía ha preferido un tipo distinto y sobre él ha asentado el resto de la construcción. E n tiempo de Giotto, pintor de los cuerpos sólidos e independientes, la filosofía consideraba que la última y definitiva realidad eran las sustancias individuales. Los ejemplos de sustancias que se daban en las escuelas eran: este caballo, este hombre. ¿Por qué se creía descubrir en éstos el último valor metafísico? Simplemente porque en la idea nativa y práctica del mundo, cada caballo y cada hombre parecen tener una existencia propia, independiente de las demás cosas y de la mente que los contempla. E l caballo vive por sí, entero y completo, según su íntima arcana energía; si queremos conocerlo, nuestros sentidos, nuestro entendimiento tendrán que ir hacia él y girar humildemente en torno suyo. Es, pues, el realismo sustancialista de Dante un hermano gemelo de la pintura de bulto que inicia Giotto. Demos un salto hasta 1600, época en que comienza la pintura de hueco. La filosofía está en poder de Descartes. ¿Cuál es para él la realidad cósmica? Las sustancias plurales e independientes se esfuman. Pasa a primer plano metafício una única sustancia —sus- 456 tancia vacía, especie de hueco metafísico que ahora va a tener un mágico poder creador. L o real para Descartes es el espacio, como para Velazquez el hueco. Después de Descartes reaparece un momento la pluralidad de sustancias en Leibniz. Pero estas sustancias no son ya principios corporales, sino todo lo contrario: las mónadas son sujetos, y el papel de cada una de ellas —síntoma curioso— no es otro que representar un point de vue. Por primera vez suena en la historia de la filosofía la exigencia formal de que la ciencia sea un sistema que somete el Universo a un punto de vista. La mónada no hace sino proporcionar un lugar metafísico a esa unidad de visión. E n los dos siglos subsecuentes el subjetivismo se va haciendo más radical, y hacia 1880 mientras los impresionistas fijaban en los lienzos puras sensaciones, los filósofos del extremo positivismo reducían la realidad universal a sensaciones puras. La desrealización progresiva del mundo, que había comenzado en el pensamiento renacentista, llega con el radical sensualismo de Avenarius y Mach a sus postreras consecuencias. ¿Cómo proseguir? ¿Qué nueva filosofía es posible? N o se puede pensar en un retorno al realismo primitivo; cuatro siglos de crítica, de duda, de suspicacia lo han hecho para siempre inválido. Quedarse en lo subjetivo es también imposible. ¿Dónde encontrar algo con que poder reconstruir el mundo? E l filósofo retrae todavía más su atención, y en vez de dirigirla a lo subjetivo como tal, se fija en lo que hasta ahora se llamaba «contenido de la conciencia», en lo intrasubjetivo. A lo que nuestras ideas idean y nuestros pensamientos piensan, podrá no corresponder nada real, pero no por eso es meramente subjetivo. Un mundo de alucinación no sería real, pero tampoco dejaría de ser un mundo, un universo objetivo, lleno de sentido y perfección. Aunque el centauro imaginario no galope en realidad, cola y cernejas al viento sobre efectivas praderas, posee una peculiar independencia frente al sujeto que lo imagina. Es un objeto virtual, o, como dice la más reciente filosofía, un objeto ideal. He aqu,í el tipo de fenómenos que el pensador de nuestros días considera más adecuado para servir de asiento a su sistema universal. ¿Cómo no sorprenderse de la coincidencia entre la filosofía y su pintura sincrónica llamada expresionismo o cubismo? Revista de Occidente, febrero 1924. PARA UNA TOPOGRAFÍA DE LA SOBERBIA ESPAÑOLA (BREVE ANÁLISIS DE UNA PASIÓN) DESDE hace años, la pleamar del estío me empuja hacia la tierra vasca. Y siempre, al renovar el contacto con esta fuerte raza, surge en mí el mismo proyecto: escribir algo sobre la soberbia española. Por la ruta que de Castilla conduce a Vasconia se encuentra en Castil de Peones, poco antes de Briviesca, la primera casa vasca. Es un cubo de piedra, sin más adorno que un alero y un escudo. Parece el alero premeditado exclusivamente para guarecer el escudo. ¿Qué razón hay para que una y otra vez, al sesgar por delante dé esta arquitectura, reaparezca en mi meditación el tema de la soberbia española? N o se trata de una mera asociación de ideas, como tal caprichosa y privada. Entre la idea de la soberbia española y la imagen plástica de la casa hidalga vascongada actúan claras conexiones llenas de sentido que es interesante escrutar y describir. La soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital. E l hombre español no es avariento como el francés, ni borracho y lerdo como el anglosajón, ni sensual e histriónico como el italiano. Es soberbio, infinitamente soberbio. Esta soberbia adquiere en algunas regiones peninsulares, sobre todo en Vasconia, formas extremas que no carecen de grandeza trascendente. E l breve análisis que sigue puede servir de contribución para que un día se haga la topografía de la soberbia española. Este vicio étnico se extiende por todo el territorio modulado en los giros más diversos, sólo aparente en unas tierras, sólo subterráneo en otras. Pero yo creo que en el pueblo vasco se encuentra su fórmula más pura y como clásica. E l que ha visto bien la soberbia vasca tiene una clave para penetrar en las demás soberbias peninsulares y puede abrir la poterna que cierra los sótanos de la historia de España. Mas ¿qué es la soberbia? 459 El ingreso más fácil a la anatomía de la soberbia se obtiene partiendo de un fenómeno que, con mayor o menor frecuencia, se produce en todas las almas. Averigua un artista que otro se tiene o es tenido por superior a él. E n algunos casos tal averiguación no suscita en su interior ningún movimiento pasional. Esa superioridad sobre él que el prójimo se atribuye a sí mismo u otros le reconocen, se encuentra como prevista en su ánimo; con más o menos claridad, se sentía de antemano inferior a aquel otro hombre. La valoración de éste que ahora halla declarada en el exterior coincide con la que, tal vez informulada, existía dentro de sí. Su espíritu se limita a tomar noticia consciente de esta jerarquía y aceptar el rango supeditado que cree corresponderle. Pero en otros casos, el efecto que aquella averiguación produce es muy distinto. E l hecho de que el otro artista se tenga o sea tenido en más que él produce una revolución en sus entrañas espirituales. La pretendida superioridad de aquel prójimo era cosa con que en su intimidad no había contado; al contrario, era él quien en su interior se tenía por superior. Tal vez no se había nunca formulado claramente a sí mismo esta relación jerárquica entre sí y el otro. Pero el choque con el nuevo hecho descubre que preexistia dentro de él una convicción taxativa en este punto. Ello es que experimenta, por lo pronto, una sorpresa superlativa, como si de repente el mundo real hubiese sido falsificado y sustituido por una pseudorrealidad. La contradicción entre la que él cree verdadera relación jerárquica y la que ve afirmada por los otros es tal, que si aceptase ésta sería como aceptar la propia anulación. Porque él atribuía a las dotes artísticas de su persona cierto rango de valor comparativamente al otro artista. Ver que éste se tiene en más es, a la par, sentirse disminuido en su ser. De aquí que la raíz misma de su individualidad sufra una herida «aguda» que provoca un sacudimiento de toda la persona. Su energía espiritual se concentra como un ejército, y en protesta contra esa pseudorrealidad ejecuta una íntima afirmación de sí mismo y de su derecho al rango disputado. Y como los gestos que expresan las emociones son siempre simbólicos y una especie de pantomima lírica, el individuo se yergue un poco mientras íntimamente reafirma su fe en que vale más que el otro. A l sentimiento de creerse superior a otro acompaña una erección del cuello y la cabeza —por lo menos, una iniciación muscular de ello— que tiende a hacernos físicamente más altos que el otro. La emoción que en este gesto se expresa es finamente nombrada «altanería» por nuestro idioma. Fácilmente se habrá reconocido en esta descripción lo que suele 460 denominarse un movimiento de soberbia. E n él nuestro ánimo se revuelve y subleva contra una realidad que anula la estimación en que nosotros nos teníamos. Esa realidad nos parece fraudulenta, absurda, y con ese movimiento interior tendemos a borrarla y corregirla, al menos en el ámbito de nuestra conciencia. Sin embargo, ese movimiento no es propiamente soberbia. La prueba de ello no ofrece dificultad. Supóngase que esa protesta del individuo contra la supremacía de valor que otro se atribuye sea justa y fundada en razón. Nadie hablará entonces de soberbia; será más bien la natural indignación provocada por la ceguera de otro u otros que se obstinan en subvertir una jerarquía evidente. Ciertamente que en el soberbio esos movimientos son de una frecuencia anómala; mas por sí mismos no son la soberbia. La ventaja que su descripción nos proporciona es situarnos inmediatamente ante la zona psíquica donde la soberbia brota. E n efecto, esas íntimas sublevaciones del «amor propio» nos revelan que en el último fondo de nuestra persona llevamos, sin sospecharlo, un complicadísimo balance estimativo (i). N o hay persona de nuestro contorno social que no esté en él inscrita juntamente con el logaritmo de su relación jerárquica con nosotros. Por lo visto, apenas sabemos de un prójimo, comienza tácitamente a funcionar la íntima oficina: sopesa el valor de aquél y decide si vale más, igual o menos que nuestra persona. Cuando arrojamos objetos de varia densidad en un líquido, quedan a poco colocados en distinto nivel. Esta localización resulta del dinamismo que unos sobre otros ejercen. Imagínese que los objetos gozasen de sensibilidad. Sentirían su propio esfuerzo, que los mantiene a mayor o menor altura; tendrían lo que podemos llamar un «sentimiento del nivel». Pues bien: entre los ingredientes que componen nuestro ser es ese sentimiento del nivel uno de los decisivos. Nuestro modo de comportarnos, lo mismo entre los hombres que en la soledad, depende del nivel humano que en nuestra última sinceridad nos atribuyamos. Muy especialmente el carácter de una sociedad dependerá del modo de valorarse a sí mismos los individuos que la forman. Por eso podría partir de aquí, mejor que de otra parte, una caracterología de los pueblos y razas. Y hay dos maneras de valorarse el hombre a sí mismo radical(1) Llamo «estimativo» a todo lo que se refiere a los valores y a la valoración. Con ello reanudo una excelente tradición que inicia nuestro Séneca y siguen los «estoicos» del siglo x v i . 461 mente distintas. Nietzsche lo vio ya con su genial intuición para todos los fenómenos estimativos. Hay hombres que se atribuyen un determinado valor —más alto o más bajo— mirándose a sí mismos, juzgando por su propio sentir sobre sí mismos. Llamemos a esto valoración espontánea. Hay otros que se valoran a sí mismos mirando antes a los demás y viendo el juicio que a éstos merecen. Llamemos a esto valoración refleja. Apenas habrá un hecho más radical en la psicología de cada individuo. Se trata de una índole primaria y elemental, que sirve de raíz al resto del carácter. Se es de la una o de la otra clase, desde luego, a nativitate. Para los unos, lo decisivo es la estimación en que se tengan; para los otros, la estimación en que sean tenidos. La soberbia sólo se produce en individuos del primer tipo; la vanidad, en los del segundo. Ambas tendencias traen consigo dos sentidos opuestos de gravitación psíquica. E l alma que se valora reflejamente pondera hacia los demás y vive de su periferia social. E l alma que se valora espontáneamente tiene dentro de sí su propio centro de gravedad y nunca influyen en ella decisivamente las opiniones de los prójimos. Por esta razón no cabe imaginar dos pasiones más antagónicas que la soberbia y la vanidad. Nacen de raíces inversas y ocupan distinto lugar en las almas. La vanidad es una pasión periférica que se instala en lo exterior de la persona, en tanto que el soberbio lo es en el postrer fondo de sí mismo. Conviene, sin embargo, evitar una mala inteligencia. E l hombre que se valora espontáneamente no tomará en cuenta la estimación que a los demás merece; pero esto no quiere decir que para valorarse no atienda a lo que valen los demás. La valoración espontánea puede muy bien ser humilde, y desde luego puede ser justa, delicada, certera. E l individuo se atribuye un rango en vista del que juzga corresponder al prójimo. A l llegar a esta altura del análisis divisamos con perfecta claridad lo que es la soberbia: un error por exceso en el sentimiento de nivel. Cuando este error es limitado y se reduce a nuestra relación jerárquica con uno u otro individuo, no llega a colorear el carácter de la persona. Pone sólo en ella unos puntos de soberbia, pero no la convierte en un hombre soberbio. Cuando el error es constante y general, el individuo vive en un perpetuo desequilibrio de nivel; los movimientos antes descritos son incesantes, y como las emociones, dada su fuerza expresiva, tienen sobre el cuerpo un poder plasmante, escultórico, el gesto de engreimiento se hieratiza en la persona y le presta un hábito altanero. 462 Es, pues, la soberbia una enfermedad de la función estimativa. Ese error persistente en nuestra propia valoración implica una ceguera nativa para los valores de los demás. E n virtud de una deformación originaria, la pupila estimativa, encargada de percibir los valores que en el mundo existen, se halla vuelta hacia el sujeto, e incapaz de girar en torno, no ve las calidades del prójimo. N o es que el soberbio se haga ilusiones sobre sus propias excelencias, no. L o que pasa es que a toda hora están patentes a su mirada estimativa los valores suyos, pero nunca los ajenos. N o hay, pues, manera de curar la soberbia si se la trata como una ilusión, como un alucinamiento. Cuanto se diga al soberbio será menos evidente que lo que él está viendo con perfecta claridad dentro de sí. Sólo métodos indirectos cabe usar. Hay que tratarlo como a un ciego. Lo contrapuesto a la soberbia es, más que la humildad, la abyección. El hombre abyecto es el que no se estima a sí mismo: su pupila estimativa no percibe siquiera los valores ínfimos anejos a toda persona humana. Será, pues, inútil exigir de él dignidad de conducta; un acto digno le parecería un fraude, una torpe vanidad, porque le invitaría a estimarse a sí mismo, a él, que se desprecia de modo tan integral. Oriunda la soberbia de una ceguera psíquica para los valores humanos que no estén en el sujeto mismo, es síntoma de una general cerrazón espiritual. Supone una psicología en que se da exagerada la tendencia a gravitar el alma hacia dentro de sí misma, a bastarse a sí misma. Con agudo diagnóstico, se llama vulgarmente a la soberbia «suficiencia». El puro soberbio se basta a sí mismo, claro es que porque ignora lo ajeno. De aquí que las almas soberbias suelan ser herméticas, cerradas a lo exterior, sin curiosidad, que es una especie de activa porosidad mental. Carecen de grato abandono y temen morbosamente al ridículo. Viven en un perpetuo gesto anquilosado, ese gesto de gran señor, esa «grandeza» que a los extranjeros maravilla siempre en la actitud del castellano y del árabe. Las razas soberbias son consecuentemente dignas, pero angostas de caletre e incapaces de gozarse en la vida. E n cambio, su compostura será siempre elegante. La actitud de «gran señor» consiste simplemente en no mostrar necesidad y urgencia de nada. E l plebeyo, el burgués, son «necesitados»; el noble es el suficiente. El abandono infantil con que el inglés viejo se pone a jugar, la fruición sensual con que el francés maduro se entrega a la mesa y a Venus, parecerán siempre al español cosas poco dignas. E l español fino no necesita de nada, y menos que de nada, de nadie. 463 Por esta razón es nuestra raza de tal manera misoneísta. Aceptar, desde luego, una novedad nos humillaría, porque equivale a reconocer que antes no éramos perfectos, que fuera de nosotros quedaba aún algo bueno por descubrir.. A l español castizo toda innovación le parece francamente una ofensa personal. Esto lo advertimos a toda hora los que nos esforzamos por refrescar un poco el repertorio de ideas alojadas en las cabezas peninsulares. La teoría de Einstein se ha juzgado por muchos de nuestros hombres de ciencia no como un error —no se han dado tiempo para estudiarla—, sino como una avilantez. Cuando yo sostengo que el siglo x x posee ya un tesoro de nuevas ideas y nuevos sentimientos, sé que casi nadie se parará a meditar con alguna precisión sobre el contenido concreto de mis afirmaciones; en vez de esto se produce en torno a mis palabras una sublevación de irritadas soberbias que me divierte mucho contemplar. Pero con todo esto no queda definida la forma específica de la soberbia española. E l soberbio practica un solipsismo estimativo: sólo sabe descubrir en sí mismo valores, calidades preciosas, cosas egregias. E n el prójimo no las ve nunca. Pero este egoísmo de la apreciación puede a su vez tener fisonomías muy diversas, según la clase de valores que, aun sin salir del yo, tienda a preferir. Por ejemplo, habrá una soberbia que se funda en creerse uno el hombre más inteligente, o el más justo, o el más bravo, o el más sensible al arte. Talento, justicia, valentía, exquisitez de gusto son, sin duda, valores de primera categoría que se realizan en el esfuerzo cultural del hombre. E n ellos cabe un más y un menos. N o son dotes elementales y genéricas que todo hombre trae consigo por el mero hecho de nacer, sino calidades raras, más o menos insólitas, que el cultivo, la voluntad y el trabajo perfeccionan y depuran. Imagínese ahora un hombre no sólo aquejado de la ceguera para las virtudes del prójimo, sino que, aun dentro de sí mismo, no rinde acatamiento a esos valores máximos, sino que estima exclusivamente las calidades elementales adscritas genéricamente a todo hombre. ¿Se advierte la curiosa inversión de la perspectiva moral y social que esto trae consigo? Pues ésta es la soberbia vasca. E l vasco cree que por el mero hecho de haber nacido y ser individuo humano vale ya cuanto es posible valer en el mundo. Ser listo o tonto, sabio o ignorante, hermoso o feo, artista o torpe, son diferencias de escasísima importancia, apenas dignas de atención si se las compara con lo que significa ser individuo, ser hombre viviente. Y o supongo que el nivel del mar debe sentir parejo menosprecio hacia las montañas. ¿Qué importan los 8 ó 9.000 metros de 464 altitud sobre el nivel del mar, en comparación con la distancia que media entre él y el centro de la tierra? Todas las excelencias y perfecciones de los hombres que se elevan sobre la superficie de lo elemental humano, del mero existir y alentar, son mísera excrecencia negligible. L o grande, lo valioso del hombre es lo ínfimo y aborigen, lo subterráneo, lo que le pone en pie sobre la tierra. Ahora bien: como la historia es principalmente concurso, y disputa, y emulación para conseguir esas perfecciones superfluas y «superficiales» —el saber, el arte, el dominio político, etc.—, no es de extrañar que la raza vasca se haya interesado tan poco en la historia. Es curioso que en Rusia ha traslucido siempre una sensibilidad parecida. La religión de Tolstoi no es sino eso. L o mejor del hombre a lo ínfimo; por esto, entre las clases sociales lo más perfecto, lo más «evangélico», es él muyik. Sólo es digno de saberse lo que el muyik. es capaz de saber. E n una novela de Andreiev, el mozo virtuoso se siente avergonzado de serlo ante una prostituta y cree obligado descender hasta su nivel, precisamente para elevarse verda- deramente. Sin embargo, a esta inversión de la perspectiva en la apreciación de los valores no llega el alma rusa por soberbia, sino merced a una peculiar sensibilidad cósmica y religiosa que revela la filiación asiática del mundo eslavo. En el vasco, la afirmación que cada sujeto hace de sí mismo fundado en los valores ínfimos humanos, carece de todo fondo y atmósfera ideológicos o religiosos. Es una afirmación que se nutre exclusivamente de la energía individual, que vive en seco de sí misma, y equivale a una declaración audaz de democracia metafísica, de igualitarismo trascendente. ¡Quién duda de que esta actitud ante la vida rezuma un bronco sabor de grandeza, bien que satánica! Porque no se trata de una igualdad amorosa —yo dudo mucho que pueda existir en el mundo un igualitarismo nacido del amor, que es por esencia gran arquitecto de jerarquías, gran organizador de los cercas y los lejos, de proximidades y distancias. Como cada individuo goza de las calidades elementales humanas, sobre todo del simple existir, valor supremo en este sistema de estimaciones, no puede admitir que haya otro superior a él. E n rigor, dentro de su mundo hermético y solipsista —cada vasco vive encerrado dentro de sí mismo como un crustáceo espiritual—, es el superior y aun el único. Pero esto hace imposible toda jerarquía interindividual, y entonces se opta para los efectos de la relación social —que es mínima en el vasco—, se acepta rencorosamente como el mal menor un «¡todos TOMO IV.—SO 465 iguales!», ese terrible, negativo, destructor «¡todos iguales!» que se oye de punta a punta en la historia de España si se tiene fino oído sociológico. Esta democracia negativa es el natural resultado de una soberbia fundada en los valores ínfimos. Me ha parecido justo localizarla en el pueblo vasco, que es donde se da más clara y a la vez más limpia y enteriza. D e los grupos étnicos peninsulares, sólo el vasco, a mi juicio, conserva aún vigorosas las disciplinas internas de una raza no gastada. E s el único rincón peninsular donde aún se encuentra una ética sana y espontánea. Las almas de Vasconia son pulcras y fuertes. E n el resto de España hallamos la misma soberbia, pero embadurnada y rota. Esta manera de soberbia es una potencia antisocial. Con ella no se puede hacer un gran pueblo y conduce irremediablemente a una degeneración del tipo humano, que es lo acontecido en la raza española. Incapaz de percibir la excelencia del prójimo, impide el perfeccionamiento del individuo y el afinamiento de la casta. Para mejorar es preciso antes admirar la perfección forastera. Los pueblos vanidosos —como el francés— tienen la enorme ventaja de estar siempre dispuestos a una admiración de lo egregio, que trae consigo el deseo de alcanzar para sí la nueva virtud y ser a su vez admirado. Por esta razón Francia ha sufrido menos horas de decadencia que ningún otro pueblo y ha vivido siempre entrenada y presta. t La soberbia vasca — y en general española— no engendrará de sólito más que pequeños hidalgos que anidan solitarios en su cubo de piedra, como el constructor de esta casa en Castil de Peones, ni choza ni palacio, la primera de estilo vascón que se topa conforme vamos de Castilla al golfo vizcaíno (i). Revista de Occidente, septiembre, 1923. (1) El análisis psicológico de que este ensayo es somero apunte, puede reducirse al siguiente esqueleto de conceptos: Vanidad. Í Fundada en valores superiores. Fundada en valores ínfimos = Soberbia española. . Kefleja Normal. Valoración de sí( t Anormal = mismo Espontánea. Normal Anormal = PARA UNA PSICOLOGÍA DEL HOMBRE INTERESANTE CONOCIMIENTO DEL HOMBRE i NADA hay tan halagüeño para un varón como oír que las mujeres dicen de él que es un hombre interesante. Pero ¿cuándo es un hombre interesante según la mujer? La cuestión es de las más sutiles que se pueden plantear, pero a la vez, una de las más difíciles. Para salir a su encuentro con algún rigor sería menester desarrollar toda una nueva disciplina, aún no intentada y que desde hace años me ocupa y preocupa. Suelo darle el nombre de Conocimiento del hombre o antropología filosófica. Esta disciplina nos enseñará que las almas tienen formas diferentes, lo mismo que los cuerpos. Con más o menos claridad, según la perspicacia de cada uno, percibimos todos en el trato social esa diversa configuración íntima de las personas, pero nos cuesta mucho trabajo transformar nuestra evidente percepción en conceptos claros, en pleno conocimiento. Sentimos a los demás, pero no los sabemos. Sin embargo, el lenguaje usual ha acumulado un tesoro de finos atisbos que se conserva en cápsulas verbales de sugestiva alusión. Se habla, en efecto, de almas ásperas y de almas suaves, de almas agrias y dulces, profundas y superficiales, fuertes y débiles, pesadas y livianas. Se habla de hombres magnánimos y pusilánimes, reconociendo así tamaño a las almas como a los cuerpos. Se dice de alguien que es un hombre de acción o bien que es un contemplativo, que es un «cerebral» o un sentimental, etc., etc. Nadie se ha ocupado de realizar metódicamente el sentido preciso de tan varias denominaciones, tras de las cuales presumimos la diversidad maravillosa de la fauna humana. Ahora bien: todas esas expresiones no hacen más 467 que aludir a diferencias de configuración de la persona interna e inducen a construir una anatomía psicológica. Se comprende que el alma del niño ha de tener por fuerza distinta estructura que la del anciano, y que un ambicioso posee diferente figura anímica que un soñador. Este estudio, hecho con un poco de sistema, nos llevaría a una urgente caracterología de nuevo estilo, merced a la cual podríamos describir, con insospechada delicadeza, las variedades de la intimidad humana. Entre ellas aparecería el hombre interesante según la mujer. E l intento de entrar a fondo en su análisis me produciría pavor, porque al punto nos encontraríamos rodeados de una selva donde todo es problema. Pues lo primero y más externo que del hombre interesante cabe decir es esto: el hombre interesante es el hombre de quien las mujeres se enamoran. Pero ya esto nos pierde, lanzándonos en medio de los mayores peligros. Caemos en plena selva de amor. Y es el caso que no hay en toda la topografía humana paisaje menos explorado que el de los amores. Puede decirse que está todo por decir: mejor, que está todo por pensar. Un repertorio de ideas toscas se halla instalado en las cabezas e impide que se vean con mediana claridad los hechos. Todo está confundido y tergiversado. Razones múltiples hay para que sea así. E n primer lugar, los amores son, por esencia, vida arcana. Un amor no se puede contar: al comunicarlo se desdibuja o volatiliza. Cada cual tiene que atenerse a su experiencia personal, casi siempre escasa, y no es fácil acumular la de los prójimos. ¿Qué hubiera sido de la física si cada físico poseyese únicamente sus personales observaciones? Pero, en segundo lugar, acaece que los hombres más capaces de pensar sobre el amor son los que menos lo han vivido, y los que lo han vivido suelen ser incapaces de meditar sobre él, de analizar con sutileza su plumaje tornasolado y siempre equívoco. Por último, un ensayo sobre el amor es obra sobremanera desagradecida. Si un médico habla sobre la digestión, las gentes escuchan con modestia y curiosidad. Pero si un psicólogo habla del amor, todos le oyen con desdén; mejor dicho, no le oyen, no llegan a enterarse de lo que enuncia, porque todos se creen doctores en la materia. E n pocas cosas aparece tan de manifiesto la estupidez habitual de las gentes. ¡Como si el amor no fuera, a la postre, un tema teórico del mismo linaje que los demás y, por tanto, hermético para quien no se acerque a él con agudos instrumentos intelectuales! Pasa lo mismo que con Don Juan. Todo el mundo cree tener la auténtica doctrina sobre él —sobre Don Juan, el problema más recóndito, más abstruso, más 468 agudo de nuestro tiempo. Y es que, con pocas excepciones, los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron. Estos últimos son los que propenden, con benemérita intención, a atacar a Don Juan y tal vez a decretar su ce­ santía. Existen, pues, razones sobradas para que las cuestiones de que todo el mundo presume entender —amor y política— sean las que menos han progresado. Sólo por no escuchar las trivialidades que la gente inferior se apresura a emitir apenas se toca alguna de ellas, han preferido callar los que mejor hubieran hablado. Conviene, pues, hacer constar que ni los Don Juanes TIÍ los enamorados saben cosa mayor sobre Don Juan ni sobre el amor, y viceversa; sólo hablará con precisión de ambas materias quien viva a distancia de ellas, pero atento y curioso, como el astrónomo hace con el sol. Conocer las cosas no es serlas, ni serlas conocerlas. Para ver algo hay que alejarse de ello, y la separación lo convierte de realidad vivida en objeto de conocimiento. Otra cosa nos llevaría a pensar que el zoólogo, para estudiar las avestruces, tiene que volverse avestruz. Que es lo que se vuelve Don Juan cuando habla de sí mismo. Por mi parte, sé decir que no he conseguido llegar a claridad suficiente sobre estos grandes asuntos, a pesar de haber pensado mucho sobre ellos. Afortunadamente, no hay para qué hablar ahora de Don Juan. Tal vez fuera forzoso decir que Don Juan es siempre un hombre interesante, contra lo que sus enemigos quieren hacernos creer. Pero es evidente que no todo hombre interesante es un Don Juan, con lo cual basta para que eliminemos de estas notas su perfil peligroso. En cuanto al amor, será menos fácil evitar su intromisión en nuestro tema. Me veré, pues, forzado a formular con aparente dogmatismo, sin desarrollo ni prueba, algunos de mis pensamientos sobre el amor que discrepan sobremanera de las ideas recibidas. Conviene que el lector los tome sólo como una aclaración imprescindible de lo que diga sobre el «hombre interesante» y no insista, por hoy, mucho en decidir si son o no razonables. II Y como antes sugería, lo primero que de éste cabe decir es que es el hombre de quien las mujeres se enamoran. Pero al punto se objetará que todos los hombres normales consiguen el amor de alguna mujer y, en consecuencia, todos serán interesantes. A lo que yo necesitaría responder perentoriamente estas dos cosas. La primera: que del hombre interesante se enamora no una mujer, sino muchas. ¿Cuántas? N o importa la estadística, porque lo decisivo es esta segunda cosa: del hombre no interesante no se enamora ninguna mujer. E l «todo» y el «nada», el «muchas» y el «ninguna» han de entenderse más bien como exageraciones de simplificación que no optan a exactitud. La exactitud en todo problema de vida sería lo más inexacto, y las calificaciones cuantitativas se contraen a expresar situaciones típicas, normalidades, predominancias. Esta creencia de que el amor es operación mostrenca y banal es una de las que más estorban la inteligencia de los fenómenos eróticos, y se ha formado al amparo de un innumerable equívoco. Con el solo nombre de amor denominamos los hechos psicológicos más diversos, y así acaece luego que nuestros conceptos y generalizaciones no casan nunca con la realidad. L o que es cierto para el amor en un sentido del vocablo, no lo es para otro, y nuestra observación, acaso certera en el círculo de erotismo donde la obtuvimos, resulta falsa al extenderse sobre los demás. E l origen del equívoco no es dudoso. Los actos sociales y privados en que vienen a manifestarse las más diferentes atracciones entre hombre y mujer forman, en sus líneas esquemáticas, un escaso repertorio. E l hombre a quien le gusta la forma corporal de una mujer, el que por vanidad se interesa en su persona, el que llega a perder la cabeza, víctima del efecto mecánico que una mujer puede producir con una táctica certera de atracción y desdén, el que simplemente se adhiere a una mujer por ternura, lealtad, simpatía, «cariño», el que cae en un estado pasional, en fin, el que ama de verdad enamorado, se comportan de manera poco más o menos idéntica. Quien desde lejos observa sus actos no se fija en ese poco más o menos, y atendiendo sólo a la gruesa anatomía de la conducta, juzga que ésta no es diferente y, por tanto, tampoco el sentimiento que la inspira. Mas bastaría que tomase la lupa y desde cerca las estudiase para ad- 470 vertir que las acciones se parecen sólo en sus grandes líneas, pero ofrecen diversísimas indentaciones. Es un enorme error interpretar un amor por sus actos y palabras: ni unos ni otras suelen proceder de él, sino que constituyen un repertorio de grandes gestos, ritos, fórmulas, creados por la sociedad, que el sentimiento halla ante sí como un aparato presto e impuesto cuyo resorte se ve obligado a disparar. Sólo el pequeño gesto original, sólo el acento y el sentido más hondo de la conducta nos permiten diferenciar los amores diferentes. Y o hablo ahora sólo del pleno amor de enamoramiento, que es radicalmente distinto del fervor sensual, del amour-vanité, del embalamiento mecánico, del «cariño», de la «pasión». He aquí una variada fauna amorosa que fuera sugestivo filiar en su multiforme contextura. El amor de enamoramiento —que es, a mi juicio, el prototipo y cima de todos los erotismos— se caracteriza por contener a la vez estos dos ingredientes: el sentirse «encantado» por otro ser que nos produce «ilusión» íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él. N o es sino decir de otra manera esto último agregar que el enamorado se siente entregado totalmente al que ama; donde no importa que la entrega corporal o espiritual se haya cumplido o no. Es más: cabe que la voluntad del enamorado logre impedir su propia entrega a quien ama en virtud de consideraciones reflexivas— decoro social, moral, dificultades de cualquier orden. L o esencial es que se sienta entregado al otro, cualquiera que sea la decisión de su voluntad. Y no hay en esto contradicción: porque la entrega radical no la hace él, sino que se efectúa en profundidades de la persona mucho más radicales que el plano de su voluntad. N o es un querer entregarse: es un entregarse sin querer. Y dondequiera que la voluntad nos lleva, vamos irremediablemente entregados al ser amado, inclusive cuando nos lleva al otro extremo del mundo para apartarnos de él (i). Este caso extremo de disociación, de antagonismo entre la voluntad y el amor, sirve para subrayar la peculiaridad de este último y conviene, además, contar con él porque es una complicación posi(1) E n mi ensayo Vitalidad, alma, espíritu, recogido en El Espectador, tomo V, 1927, puede verse el fundamento psicológico de esta diferencia entre alma y voluntad. [Página 443 del tomo I I de estas Obras Completas.] 471 ble. Posible, pero ciertamente poco probable. Es muy difícil que en uh alma auténticamente enamorada surjan con vigor consideraciones que exciten su voluntad para defenderse del amado. Hasta el punto que, en la práctica, ver que en la persona amada la voluntad funciona, que «se hace reflexiones», que halla motivos «muy respetables» para no amar o amar menos, suele ser el síntoma más inequívoco de que, en efecto, no ama. Aquel alma se siente vagamente atraída por la otra, pero no ha sido arrancada de sí misma —es decir, no ama. Es, pues, esencial en el amor de que hablamos la combinación de los dos elementos susodichos: el encantamiento y la entrega. Su combinación no es mera coexistencia, no consiste en darse juntos, lo uno al lado de lo otro, sino que lo uno nace y se nutre de lo otro. Es la entrega por encantamiento. La madre se entrega al hijo, el amigo al amigo, pero no en virtud de la «ilusión», del «encanto». La madre lo hace por un instinto radical casi ajeno a su espiritualidad. E l amigo se entrega por clara decisión de su voluntad. E n él es lealtad —por tanto, una virtud que a fuerza de tal posee una raíz reflexiva. Diríamos que el amigo se toma en su propia mano y se dona al otro. E n el amor lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como sorbida por la otra. Esta succión que la personalidad ajena ejerce sobre nuestra vida mantiene a ésta en levitación, la descuaja de su enraigamiento en sí misma y la trasplanta al ser amado, donde las raíces primitivas parece que vuelven a prender como en nueva tierra. Merced a esto vive el enamorado no desde sí mismo, sino desde el otro, como el hijo antes de nacer vive corporalmente de la madre, en cuyas entrañas está plantado y sumido. Pues bien: esta absorción del amante por el amado no es sino el efecto del encantamiento. Otro ser nos encanta y este encanto lo sentimos en forma de tirón continuo y suavemente elástico que da de nuestra persona. La palabra «encanto», tan trivializada, es, no obstante, la que mejor expresa la clase de actuación que sobre el que ama ejerce lo amado. Conviene, pues, restaurar su uso resucitando el sentido mágico que en su origen tuvo. E n la atracción sexual no hay propiamente atracción. E l cuerpo sugestivo excita un apetito, un deseo de él. Pero en el deseo no vamos a lo deseado, sino al revés: nuestra alma tira de lo deseado hacia sí. Por eso se dice muy certeramente que el objeto despierta un deseo, como indicando que en el desear él no interviene, que su papel concluyó al hacer brotar el deseo y que en éste lo hacemos todo nos- 472 otros. E l fenómeno psicológico del deseo y el de «ser encantado» tienen signo inverso. E n aquél tiendo a absorber el objeto; en éste soy yo el absorbido. D e aquí que en el apetito no haya entrega de mi ser, sino, al contrario, captura del objeto (i). Tampoco hay entrega verdadera en la «pasión». E n los últimos tiempos se ha otorgado a esta forma inferior del amor un rango y un favor resueltamente indebidos. Hay quien piensa que se ama más y mejor en la medida que se esté cerca del suicidio o del asesinato, de Werther o de Ótelo, y se insinúa que toda otra forma de amor es ficticia y «cerebral». Y o creo, inversamente, que urge devolver al vocablo «pasión» su antiguo sentido peyorativo. Pegarse un tiro o matar no garantiza lo más nimio la calidad ni siquiera la cantidad de un sentimiento. La «pasión» es un estado patológico que implica la defectuosidad de un alma. La persona fácil al mecanismo de la obsesión o de estructura muy simple y ruda, convertirá en «pasión», es decir, en manía, todo germen de sentimiento que en ella caiga (2). Desmontemos del apasionamiento el aderezo romántico con que se le ha ornamentado. Dejemos de creer que el hombre está enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer disparates. Lejos de esto, fuera bueno establecer como tema general para la psicología del amor este aforismo: siendo el amor el acto más delicado y total de un alma, en él se reflejarán la condición e índole de ésta. E s preciso no atribuir al amor los caracteres que a él llegan de la persona que lo siente. Si ésta es poco perspicaz, ¿cómo va a ser zahori el amor? Si es poco profunda, ¿cómo será hondo su amor? Según se es, así se ama. Por esta razón podemos hallar en el amor el síntoma más decisivo (1) Este viejo término «apetito» incluye un error de descripción psicológica, que, por otra parte, es muy común. Confunde el fenómeno psíquico que pretende denominar con las consecuencias frecuentes de él. E n virtud de que deseo algo, procura moverme hacia ello para tomarlo. Este «ir hacia» —petere— es el medio que el deseo encuentra para satisfacerse, pero no es él mismo. E n cambio, el hecho último, la aprehensión del objeto, el traer a mí, incluir en mí el objeto, es la manifestación original del deseo. También ha oscurecido mucho la descripción del amor el hábito de confundirlo con sus consecuencias. El sentimiento amoroso, el más fecundo en la vida psíquica, suscita innumerables actos que le acompañan como al patricio romano sus clientes. Así de todo amor nacen deseos respecto a lo amado, pero estos deseos no son el amor, sino, al contrarío, lo suponen porque nacen de él. (2) El que mata o se mata por amor, lo haría igualmente por cualquier otra cosa: una disputa, una pérdida de fortuna, etc. 473 de lo que una persona es. Todos los demás actos y apariencias pueden engañarnos sobre su verdadera índole: sus amores nos descubrirán el secreto de su ser, tan cuidadosamente recatado. Y , sobre todo, la elección de amado. E n nada como en nuestra preferencia erótica se declara nuestro más íntimo carácter. Con frecuencia oímos decir que las mujeres inteligentes se enamoran de hombres tontos, y viceversa: de mujeres necias los hombres agudos. Y o confieso que, aun habiéndolo oído muchas veces, no lo he creído nunca, y en todos los casos donde pude acercarme y usar la lupa psicológica, he encontrado que aquellas mujeres y aquellos hombres no eran, en verdad, inteligentes, o, viceversa, no eran tontos los elegidos. N o es, pues, la pasión culminación del afán amoroso, sino al contrario, su degeneración en almas inferiores. E n ella no hay —quiero decir, no tiene que haber— ni encanto ni entrega. Los psiquiatras saben que el obsesionado lucha contra su obsesión, que no la acepta en sí, y, sin embargo, ella le domina. Así cabe una enorme pasión sin contenido apreciable de amor. Esto indica al lector que mi interpretación del fenómeno amoroso va en sentido opuesto a la falsa mitología que hace de él una fuerza elemental y primitiva que se engendra en los senos oscuros de la animalidad humana y se apodera brutalmente de la persona, sin dejar intervención apreciable a las porciones superiores y más delicadas del alma. Sin discutir ahora la conexión que pueda tener con ciertos instintos cósmicos yacentes en nuestro ser, creo que el amor es todo lo contrario de un poder elemental. Casi, casi —aun a sabiendas de la parte de error que va en ello — yo diría que el amor, más que un poder elemental, parece un género literario. Fórmula que —naturalmente— indignará a más de un lector, antes —naturalmente— de haber meditado sobre ella. Y claro está que es excesiva e inaceptable si pretendiese ser la última, mas yo no pretendo con ella sino sugerir que el amor, más que un instinto, es una creación y, aun como creación, nada primitiva en el hombre. E l salvaje no la sospecha, el chino y el indio no la conocen, el griego del tiempo de Pericles apenas la entrevé (i). Dígaseme si ambas notas: ser una crea(1) Platón tiene conciencia perfecta de este sentimiento y lo describe maravillosamente, pero no le hubiera cabido en la cabeza que se le confundiese con lo que un griego de su tiempo sentía hacia una mujer. El amor en Platón es amor de enamoramiento y tal vez la primera aparición de 474 ción espiritual y aparecer sólo en ciertas etapas y formas de la cultura humana, harían mal en la definición de un género literario. Como del hervor sensual y de la «pasión», podíamos separar claramente el amor de sus otras pseudomorfosis. Así de lo que he llamado «cariño». E n el «cariño» —que suele ser, en el mejor caso, la forma del amor matrimonial —dos personas sienten mutua simpatía, fidelidad, adhesión, pero tampoco hay encantamiento ni entrega. Cada cual vive sobre sí mismo, sin arrebato en el otro; desde sí mismo envía al otro efluvios suaves de estima, benevolencia, corro- boración. Lo dicho basta para imbuir un poco de sentido —no pretendo ahora otra cosa— a esta afirmación: Si se quiere ver claro en el fenómeno del amor, es preciso ante todo desasirse de la idea vulgar que ve en él un sentimiento demótico que todos o casi todos son capaces de sentir y se produce a toda hora en torno nuestro, cualquiera que sea la sociedad, raza, pueblo, época en que vivimos. Las distinciones que las páginas antecedentes dibujan reduce sobremanera la frecuencia del amor, alejando de su esfera muchas cosas que erróneamente se incluyen en ella. Un paso más y podremos decir sin excesiva extravagancia que el amor es un hecho poco frecuente y un sentimiento que sólo ciertas almas pueden llegar a sentir; en rigor, un talento especifico que algunos seres poseen, el cual se da de ordinario unido a los otros talentos, pero puede ocurrir aislado y sin ellos. Sí, enamorarse es un talento maravilloso que algunas criaturas poseen, como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrificio, como la inspiración melódica, como la valentía personal, como el saber mandar. N o se enamora cualquiera, ni de cualquiera se enamora el capaz. E l divino suceso se origina sólo cuando se dan ciertas rigorosas condiciones en el sujeto y en el objeto. Muy pocos pueden ser amantes y muy pocos amados. E l amor tiene su ratio, su i' éste en la historia. Pero es un amor del hombre maduro y mas cultivado al joven bello y discreto. Platón ve sin vacilación en este amor un privilegio de la cultura griega, una invención espiritual, más aún, una institución céntrica de la nueva vida humana. A nosotros nos repugna gravemente, y con sobrada razón, esta manera dórica del amor, pero la verdad pura nos obliga a reconocer que en él está una de las raíces históricas de esta admirable invención occidental del amor a la mujer. Si el lector medita un poco, advertirá que las cosas son más complejas y sutiles de lo que el vulgo cree y hallará menos extravagante esa comparación del amor a un género literario. 475 ley, su esencia unitaria, siempre idéntica, que no excluye dentro de su exergo las abundancias de la casuística y la más fértil variabilidad (i). III Basta enumerar algunas de las condiciones y supuestos del enamoramiento para que se haga altamente verosímil su extremada infrecuencia. Sin pretender con ello ser completos, podríamos decir que esas condiciones forman tres órdenes, como son tres los grandes componentes del amor: condiciones de percepción para ver la persona que va a ser amada, condiciones de emoción con que respondemos sentimentalmente nosotros a esa visión de lo amable y condiciones de constitución en nuestro ser o cómo sea el resto de nuestra alma. Porque, aun dándose correctamente las otras dos operaciones de percibir y de sentir, aún puede acaecer que este sentimiento no arrastre ni invada ni informe toda nuestra persona, por ser ésta poco sólida y elástica, desparramada o sin resortes vigorosos. Insinuemos breves sugestiones sobre cada uno de estos órdenes. Para ser encantados necesitamos ante todo ser capaces de ver a otra persona, y para esto no basta con abrir los ojos (2). Hace falta una previa curiosidad de un sesgo peculiar mucho más amplia, íntegra y radical que las curiosidades orientadas hacia cosas (como (1) Existe hoy en el mundo un grupo de hombres, dentro del cual me enorgullece encontrarme, que hace frente a la tradición empirista según la cual todo acontece al azar y sin forma unitaria, aquí y ahora de un modo, y luego de otro, sin que quepa hallar otra ley de las cosas que el más o menos de la inducción estadística. En oposición a tan vasta anarquía reanudamos la otra tradición más larga y más honda de la perenne filosofía que busca en todo la «esencia», el modo único. Claro está que sería mucho más simple y cómodo pensar que el amor es de infinitas maneras, que en cada caso es diferente, etc., etc. Yo espero mantener siempre lejos de mí el rebajamiento intelectual que suscita esa modo de pensar y tanto halaga a las mentes inertes. La misión última del intelecto será siempre cazar la «esencia», es decir, el modo único de ser cada realidad. (2) Sobre este gran enigma de cómo vemos la persona ajena, remito al lector a dos ensayos míos: La percepción del prójimo (conferencia dada en la Universidad de Madrid en 1919, recogida en mi libro Teoria de Andalucía). [Véase tomo VI de estas Obras Completas] y Sobre la expresión, fenómeno cósmico (1925), en El Espectador, VII, 1930. [Véase tomo II de estas Obras Completas.] 476 la científica, la técnica, la del turismo, la de «ver mundo», etc.), y aun a actos particulares de las personas (por ejemplo, la chismografía). Hay que ser vitalmente curioso de humanidad, y de ésta en la forma más concreta: la persona como totalidad viviente, como módulo individual de existencia. Sin esta curiosidad, pasarán ante nosotros las criaturas más egregias y no nos percataremos. La lámpara, siempre encendida, de las vírgenes evangélicas es el símbolo de esta virtud que constituye como el umbral del amor. Pero nótese que, a su vez, tal curiosidad supone muchas otras cosas. Es ella un lujo vital que sólo pueden poseer organismos con alto nivel de vitalidad. E l débil es incapaz de esa atención desinteresada y previa a lo que pueda sobrevenir fuera de él. Más bien teme a lo inesperado que la vida pueda traer envuelto en los pliegues de su halda fecunda y se hace hermético a cuanto no se relacione, desde luego, con su interés subjetivo. Esta paradoja del interés «desinteresado» penetra el amor en todas sus funciones y órdenes, como el hilo rojo que va incluido en todos los cables de la Real Marina Inglesa. Simmel —siguiendo a Nietzsche— ha dicho que la esencia de la vida consiste precisamente en anhelar más vida. Vivir es más vivir, afán de aumentar los propios latidos. Cuando no es así, la vida está enferma y, en su medida, no es vida. La aptitud para interesarse en una cosa por lo que ella sea en sí misma y no en vista del provecho que nos rinda es el magnífico don de generosidad que florece sólo en las cimas de mayor altitud vital. Que el cuerpo sea médicamente débil por defectos del aparato anatómico no arguye, sin más, defecto de vitalidad, como, viceversa, la corporeidad hercúlea no garantiza grandes energías orgánicas (así muy frecuentemente ocurre con los atletas). Casi todos los hombres y las mujeres viven sumergidos en la esfera de sus intereses subjetivos, algunos, sin duda, bellos o respetables, y son incapaces de sentir el ansia emigratoria hacia el más allá de sí mismos. Contentos o maltratados por el detalle de lo que les rodea, viven, en definitiva, satisfechos con la línea de su horizonte y no echan de menos las vagas posibilidades que a ultranza pueda haber. Semejante tesitura es incompatible con la curiosidad radical, que es, a la postre, un incansable instinto de emigraciones, un bronco afán de ir desde sí mismo a lo otro (i). Por eso es tan difícil que (1) En cada sociedad, raza, época, falla la posibilidad de frecuente amor por defecto de una u otra condición. E n España no es necesario buscar más lejos la razón de la rareza con que se da el hecho erótico, porque 477 el petit bourgeois y la petite bourgeoise se enamoren de manera auténtica; para ellos es la vida precisamente un insistir sobre lo conocido y habitual, una inconmovible satisfacción dentro del repertorio con- suetudinario. Esta curiosidad, que es, a la par, ansia de vida, no puede darse más que en almas porosas donde circule el aire libre, no confinado por ningún muro de limitación —el aire cósmico cargado con polvo de estrellas remotas. Pero no basta ella para que «veamos» esa delicada y complejísima entidad que es una persona. L a curiosidad prepara el órgano visual, pero éste ha de ser perspicaz. Y tal perspicacia es ya el primer talento y dote extraordinaria que actúa como ingrediente en el amor. Se trata de una especial intuición que nos permite rápidamente descubrir la intimidad de otros hombres, la figura de su alma en unión con el sentido expresado por su cuerpo. Merced a ella podemos «distinguir» de personas, apreciar su calidad, su trivialidad o su excelencia, en fin, su rango de perfección vital. N o se crea por esto que pretendo intelectualizar el sentimiento de amor; Esa perspicacia no tiene nada que ver con la inteligencia, y aunque es más probable su presencia en criaturas de mente clara, puede existir señera como el don poético, que tantas veces viene a alojarse en hombres casi imbéciles. De hecho no es fácil que la hallemos sino en personas provistas de alguna agudeza intelectual, pero su más y su menos no marchan al par de ésta. Así ocurre que esa institución suele darse relativamente más en la mujer que en el hombre, al revés que el don intelecto, tan sexuado de virilidad (i). Los que imaginan el amor como un efecto entre mágico y mecánico que en el hombre se produce, repugnarán que se haga de la falta ya el primer supuesto. Son muy pocos los españoles, sobre todo las españolas, dotados de curiosidad, y es difícil hallar alguien que sienta el apetito de asomarse a la vida para ver lo que trae o pueda traer. E s curioso asistir a una reunión de «sociedad» en nuestro país: la falta de vibración en el diálogo y en los gestos pronto revela que se está entre gentes dormidas —los biólogos llaman vita minima a la modorra invernal de ciertas especies—, las cuales no van a exigir nada a la hora que pasa, ni esperan nada los unos de los otros, ni, en general, de la existencia. Desde mi punto de vista es inmoral que un ser no se esfuerce en hacer cada instante de su vida lo más intenso posible. (1) Toda función biológica — a diferencia de los fenómenos físico químicos— presentan junto a su norma sus anomalías. Así en el amor. Cuando se dan las demás condiciones para que nazca y la perspicacia es insuficiente o nula, tendremos un caso de patología sentimental, de amor anómalo. 478 perspicacia uno de sus atributos esenciales. Según ellos, el amor nace siempre «sin razón», es ilógico, antirracional y más bien excluye toda perspicacia. Éste es uno de los puntos capitales en que me veo obligado a discrepar resueltamente de las ideas recibidas. Decimos que ün pensamiento es lógico cuando no nace en nosotros aislado y porque sí; antes bien, le vemos manar y sustentarse de otro pensamiento nuestro, que es su fuente psíquica. E l ejemplo clásico es la conclusión. Porque pensamos las premisas, aceptamos la consecuencia: si aquéllas son puestas en duda, la consecuencia queda en suspenso, dejamos de creer en ella. E l porque es el fundamento, la prueba, la razón, el logos, en suma, que proporciona racionalidad al pensamiento. Pero, a la vez, es el manantial psicológico de donde sentimos brotar ésta, la fuerza real que lo suscita y mantiene en el espíritu. E l amor, aunque nada tenga de operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por decirlo así, a nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las calidades del objeto amado. La presencia de éstas engendra y nutre al amor, o, dicho de otro modo, nadie ama sin porqué o porque sí; todo el que ama tiene a la vez la convicción de que su amor está justificado; más aún: amar es «creer» (sentir) que lo amado es, en efecto, amable por sí mismo, como pensar es creer que las cosas son, en realidad, según las estamos pensando. Es posible que en uno y otro caso padezcamos error, que ni lo amable lo sea según sentimos ni real lo real según lo pensamos; pero es el caso que amamos y pensamos en tanto que es ésa nuestra convicción. E n esta propiedad de sentirse justificado y vivir precisamente de su justificación, alimentándose en todo instante de ella, corroborándose en la evidencia de su motivo, consiste el carácter lógico del pensamiento. Leibniz expresa esto mismo diciendo que el pensamiento no es ciego, sino que piensa una cosa porque ve que es tal y como la piensa. Parejamente, el amor ama porque ve que el objeto es amable, y así resulta para el amante la actitud ineludible, la única adecuada al objeto, y no comprende que los demás no lo amen —origen de los celos, que, en cierto giro y medida, son consustanciales al amor. N o es éste, por tanto, ilógico ni antirracional. Será, sin duda, a-lógico e irracional, ya que logos y ratio se refieren exclusivamente a la relación entre conceptos. Pero hay un uso del término «razón» más amplio, que incluye todo lo que no es ciego, todo lo que tiene sentido, nous. A mi juicio, todo amor normal tiene sentido, está bien fundado en sí mismo y es, en consecuencia, logpide. 479 Me siento cada vez más lejos de la propensión contemporánea a creer que las cosas carecen de sentido, de nous, y proceden ciegamente, como los movimientos de los átomos, que un mecanicismo devastador ha elevado a prototipo de toda realidad (i). Véase por qué considero imprescindible de un amor auténtico el momento de perspicacia que nos hace patente la persona del prójimo donde el sentimiento halla «razones» para nacer y aumentar. Esta perspicacia puede ser mayor o menor, y cabe en ella ser vulgar o genial. Aunque no el más importante, es éste uno de los motivos que me llevan a calificar el amor de talento sut gêneris que admite todas las gradaciones hasta la genialidad. Pero claro es que también comparte con la visión corporal y la inteligencia el destino de poder errar. L o mecánico y ciego no yerra nunca. Muchos casos de anomalía amorosa se reducen a confusiones en la percepción de la persona amada: ilusiones ópticas y espejismos ni más extraños ni menos explicables que los que cometen a menudo nuestros ojos, sin dar motivo para declararnos ciegos. Precisamente porque el amor se equivoca a veces —aunque muchas menos de lo que se dice—, tenemos que devolverle el atributo de la visión, como Pascal quería: «Les poètes n'ont pas de raison de nous dépeindre l'amour comme un aveugle: I I faut lui ôter son bandeau et lui rendre désormais la jouissance de sesjeux». (Sur les passions de r amour). Revista de Occidente\ julio 1925. (1) Bien entendido que repudio la extralimitación del mecanicismo, no porque sea devastadora, sino porque es falsa y , sobre todo, devasta el mundo. M A L L A R M H EL i i de septiembre de 1923, amigos españoles de Mallarmé se reunían en el Jardín Botánico de Madrid para conmemorar con un silencio de cinco minutos el X X V aniversario de su muerte. Los reunidos fueron: José Ortega y Gásset, Eugenio d'Ors, Enrique Díez-Canedo, José Moreno Villa, José María Chacón, Antonio Marichalar, José.Bergamín, Mauricio Bacarisse y Alfonso Reyes. El silencio in memoriam es una ceremonia de estos tiempos; no sobra conocer el contenido interior de este mundo ritual. Por eso, el secretario de la Revista de Occidente preguntó a los reunidos: —¿Qué ha pensado usted en los cinco minutos dedicados a Mallarmé? La respuesta de José Ortega y Gasset fue la siguiente: —Nuestro secretario de la Revista pide a los que callamos por Mallarmé que inutilicemos aquel silencio comunicando en estas páginas lo que entonces pensamos. Si no fuera mucha pedantería, yo le hubiera preguntado: Secretario Vela, no sé lo que me pide usted. ¿Qué piensa usted que es pensar? ¿A esta imagen de la torre de Pisa que por azar brinca ahora sobre el área de mi conciencia llamaría usted pensamiento? ¿O más bien al flujo asociativo en que pasan empujándose como ovejas por la cañada las representaciones? Pero en este caso no sería pensamiento lo único que más certeramente debiera llamarse así: el proceso mental ordenado y conforme a plan en que perseguimos deliberadamente un problema y evitamos las meras asociaciones. E n la asociación va el alma a la deriva, inerte y deslizante, como abandonada al alisio casual de la psique. E n la intelección, por el contrario, ejercemos verdaderas actividades: comTOMO I V 3 1 481 paramos, analizamos, atribuimos, colegimos, inferimos, abstraemos, clasificamos, etc., etc. Durante muchos siglos se ha creído que pensar y-asociación de ideas eran una misma cosa. Mas ahora sabemos que la pura asociación de ideas no se da más que en ciertos dementes: es el fenómeno llamado «fuga de ideas». N o sé, pues, bien lo que usted me pide. E n la duda, y a fin de no dejar fuera lo que acaso usted prefiere, me limitaré a reproducir mediante una retrospección cuanto ocurrió en mi escenario mental durante parte de aquellos tácitos minutos: reproducir los cinco exigiría muchas páginas. Así tendrá mi comunicación el carácter de los «protocolos» usados en la «psicología experimental del pensamiento». «Es mucho silencio el de cinco minutos. Terror de atravesarlo a nado mudo. Distraerse y hablar fuera un naufragio... Los mástiles que se inclinan hacia los naufragios» (Mallarmé)... Es como atravesar una plaza grande y vacía bajo el sol: agorafobia... L a idea de este silencio es de Alfonso Reyes... A ningún español se nos hubiera ocurrido esto. A los españoles nos avergüenza toda solemnidad, nos ruboriza. ¿Por qué? Pueblo viejo. Tenemos en el alma centurias de solemnidades; éstas han perdido ya la frescura de su Sentido y nos hemos acostumbrado a pensar que son falsas y desvirtuadas. Alfonso Reyes es americano. Alfonso... Reyes... Alfonso, nombre de reyes..., es americano. Pueblo joven... La juventud es, dondequiera que se la halle, en un hombre, en un pueblo, un sistema de muelles tensos que funcionan bien y se disparan con toda energía... E l joven lo siente todo heroicamente, mitológicamente, con plenitud y sin reservas... Los pueblos niños viven en perpetuo estreno, como los niños. L o estrenan todo... Recuerdo sintético de mi teoría sobre el modo de vestir de los hombres argentinos... E n esta teoría interviene como término de comparación el famoso jubón de raso amaranto que usaba Leonardo de Vinci... Imagen visual muy vivaz de este indumento... ¿Debo pensar en Mallarmé? ¿Defraudo a estos amigos pensando en todo menos en él? Probablemente sólo los pueblo jóvenes —Alfonso Reyes (mejicano) y Chacón (cubano)— piensan ahora en Mallarmé... Los demás... Sospecho que, como yo, piensan que están azorados... ¿Por qué nos azora callar juntos? Recuerdo sintético de la teoría del azoramiento (i). ¿A (1) Resumen de esta teoría para inteligencia del lector. Lo psíquico —pensamientos, sentimientos, etc.— es, por esencia, realidad oculta, íntima (de intua, lo de dentro). El azoramiento se produce en la medida en que creemos que alguien descubre aquella intimidad nuestra que m u y especialmente queremos tener oculta. Así, el que miente se azora. Esta es la 482 qué altura estaremos de esta navegación por un mar de silencio?... Mallarmé habla de silencio... ¿Dónde?... Describiendo a la bailarina Loie Fuller, dice: «es un silencio palpitado de crespones de China»... Y comparando la danza y la pantomina, sugiere que «están ambas celosas de sus silencios respectivos»... Debe hablar en algunos otros sitios más sobre el silencio, pero no los recuerdo... E n qué sentido la poesía de Mallarmé es una especie de silencio elocuente... Consiste en callar los nombres directos de las cosas, haciendo que su pesquisa sea un delicioso enigma... La poesía es esto y nada más que esto, y cuando es otra cosa, no es poesía ni nada. E l nombre directo denomina una realidad, y la poesía es, ante todo, una valerosa fuga, una ardua evitación de realidades... E l ciclista de circo que corre entre botellas evitando tocarlas. E n las épocas de cultura totemista y mágica, el individuo tenía dos nombres: uno usado socialmente, otro secreto —el verdadero—, sólo conocido de la madre y el padre... Mallarmé es un lingüista de este lenguaje compuesto sólo de denominaciones arcanas y mágicas. L o mismo fue Dante. Recuerdo de versos dantescos en que se elude el nombre propio de las cosas y se las hace nacer de nuevo, se las presenta en status nascens merced a una denominación original... E n vez de Mediterráneo, dirá: La maggior valle in che Vacqua si apanda... En vez de Beatriz, Quel sol che pria d'amor mi scaldó il petto... En vez de decir que está a la izquierda de Virgilio, dirá que se halla Da quélla parte onde il cor ha la gente. España no se llama España, sino Queila parte onde surge ad aprire Zeffiro dolce le novelle fronde Di che si vede Europa rivestire (1). iniciación del fenómeno. Pero luego lo que queremos ocultar es precisamente nuestro azoramiento. Hacemos gestos ocultadores, tosemos, nos pasamos la mano por el bigote, nos quitamos motas del traje para dar a entender que «pensamos en otra cosa». Pero luego queremos también ocultar este deseo nuestro de ocultar, y así sucesivamente. El azoramiento se nutre de sí mismo, y su desarrollo es una intensificación progresiva. El que está azorado lo está cada vez más. (1) N o respondo de la exactitud de estas citas. 483 I í Dante se da cuenta de este procedimiento, y una vez que en el Purgatorio se resiste a nombrar su ribera nativa y decir «el Arno», hace que una sombra antipoética se irrite y pregunte: Perché nasco8se Queati ü vocobol di queUa riviera, Pur corríuom fa deWorribüi cose? He aquí toda la poética: hay que esconder los vocablos porque así se ocultan, se evitan las cosas, que, como tales, son siempre horribles... Una vez que Mallarmé se encuentra ante el horrendo trance de tener que decir «yo, Mallarmé», como en una acta notarial, prefiere evitarse a sí mismo, y dice: «El señor a quien mis amigos tienen la costumbre de llamar por mi nombre»... Vaga impresión de fatiga virtuosa, como de haber cumplido con un deber; en este caso, el deber de pensar en Mallarmé... ¿Habrá pasado ya el tiempo?... Cañedo, nuestro cronometrador, mueve una mano. ¿Irá a sacar el reloj?... Un transeúnte se acerca. ¿Pasará entre nosotros? ¿Qué debemos hacer? ¿Advertirle que se detenga para no atravesar nuestro silencio y romperlo como un cristal?... Vaga angustia... Y una feroz gana de hablar, de decir que Mallarmé fue un fracasado, un pájaro sin alas, un poeta genial sin dotes ningunas de poeta, escaso, torpe, balbuciente... ¿La poesía?... Hace tiempo estoy convencido de que la poesía se ha agotado... Cuanto hoy se hace es mero hipo de arte agónico... D e pronto se abre en mí un vacío mental: no hallo nada dentro de mí; ninguna idea, ninguna imagen..., salvo esta percepción de vacío espiritual... Pasan entonces a primer término las sensaciones intracorporales y externas: el latido de la sangre en las venas, el zapato de Moreno Villa que está sentado a mi vera y el tronco arrugado de una sófora japonesa que se alza enfrente de mí»... Calculo que todo esto ocurrió dentro de mí durante el trascurso de dos minutos. E n leerlo se tarda mucho más. ¿Por qué? Esto nos llevaría a interesantes elucubraciones psicológicas sobre el pensar informulado y el formulado, sobre las abreviaturas mentales, sobre ese extraño fenómeno en que tenemos la clara impresión de «saber» una teoría compleja, toda entera, sin tener actualmente en la conciencia desarrollados sus miembros— lo que se ha llamado «saber potencial», etc., e t c . . Revista de Occidente, noviembre 1923. C O S M O P O L I T I S M O EN el paisaje de la postguerra se acusan entre otros, con creciente claridad, dos fenómenos que al ser enfrontados facilitan su recíproca definición. Uno de ellos es el internacionalismo representado por la Sociedad de las Naciones; otro es el cosmopolitismo de ciertas minorías intelectuales. La Sociedad de las Naciones contaba con grandes medios para llegar a constituir un poder real y eficiente en la vida europea. Se la ha dotado con abundantes recursos económicos; se ha hecho amplia propaganda de su institución; encontraba en cada país fuertes partidos políticos organizados que simpatizaban con sus propósitos. Sin embargo, la Sociedad de las Naciones no ha logrado conquistar corporeidad alguna en la existencia histórica. Es un fantasma nato que arrastra un sino espectral. N o es una fuerza nueva que intervenga de manera apreciable en el proceso universal. Por lo menos —y esta dimensión relativa del fenómeno es la única que ahora interesa— existe una enorme desproporción entre los medios con que cuenta y la realidad que posee. E l internacionalismo que aspiraba a instaurar no ha avanzado un solo paso. Las naciones son hoy más nacionalistas, menos internacionalizadas que en 1919. En cambio, desde 1920, sin que nadie se lo haya propuesto ni lo haya enunciado como programa, sin acto alguno ni siquiera intención de propaganda, sin aparato ni instrumento de ninguna clase, ha acaecido el hecho de que la gente mejor del gremio intelectual en Europa y América se encuentra, sin saber cómo, reunida en la más estrecha convivencia. N o se sabe si lo más sorprendente de este fenómeno es la rapidez o la espontaneidad con que se ha pro­ ducido. 485 En cada país hay una o varias docenas de hombres que se sienten más próximos de otros individuos habitantes en otros Estados que del resto de su propia nación. Sin premeditarlo, se sorprenden en todo instante atentos a lo que esos espíritus lejanos hacen o dicen. Más aún: por una extraña telepatía, que procede de la armonía preestablecida entre sus almas, presienten los pensamientos de esas mentes afines. Desde España hemos podido percibir claramente este suceso. Que un escritor alemán atienda a otros de Inglaterra o de Francia, y viceversa, pudiera atribuirse a curiosidad sospechosa o, cuando menos, al natural prestigio que el vencedor tiene para el vencido o para el vencedor la víctima difícil. Pero que los hombres de más fino espíritu residentes en esas grandes naciones se interesen por la labor y las maneras de los que trabajamos en un país políticamente decaído como España, es un síntoma nada equívoco de que sobre el mundo comienza el pausado triunfo de la generosidad. E n la segunda mitad del siglo x i x hubiera sido inverosímil un hecho parecido. Un pensador de un país no se inclinaba a tomar en cuenta más que a los pensadores de los países que tuviesen el mismo o mayor número de soldados y de Bancos que el suyo. Esto significaba que la curiosidad por el extraño no era espontánea ni nacía como una necesidad primaria del hombre de letras o ciencias. Por sí mismo tendía al aislamiento nacional, vivía intelectualmente hacia dentro de su nación; por tanto, cara a la masa, no a sus iguales, preocupado u ocupado con sus inferiores, no con sus pares. Faltaba ese impulso inconfundible y originario hacia el equivalente o superior, síntoma exquisito de la exquisita disposición espiritual a que luego me refiero. Y , en efecto, durante los postreros cincuenta años de la última centuria se hallaba la vida intelectual europea más disociada que lo había estado nunca desde sus comienzos. Y esta disociación no era simplemente un fortuito atomismo y desparramamiento. Tenía, a su vez, una forma: la nacionalización del tipo de hombre intelectual. Sólo se salvaban completamente de ésta los que cultivaban ciencias o aficiones tan poco frecuentadas, que no podían bastarse a sí mismos los de sólo un país. Así, los estudiosos de la alta nueva matemática, un puñado de hombres desperdigados por el planeta, formaban una curiosísima asociación espontánea, tan estrecha y poco numerosa, que adquiría un aspecto familiar, con la ternura y aire doméstico que van anejos. E n las ciencias de experimentación, forzados a tener en cuenta los hechos descubiertos aquí o allá, atendían la producción universal, 486 pero sólo lo estrictamente necesario. Leían las memorias y comunicaciones de los laboratorios, pero no seguían el pensamiento viviente de sus autores ni les interesaban las personas. E n el resto de las ciencias y en casi todas las artes no existía convivencia ninguna y apenas mutuo conocimiento. E n 1907 —puedo asegurarlo, sin más error verosímil que alguno pequeñísimo, propio más bien para confirmar la veracidad del dato—^ no había un solo filósofo en Alemania, entre las figuras predomi^ nantes a la fecha, que hubiese leído a Bergson. Y o no conseguí nunca que el gran Hermann Cohén lo leyese, no obstante ser de su misma raza. La distancia entre tales hechos y la realidad actual es tanta, que parece increíble cómo han podido en tan poco tiempo variar tanto las cosas. Hoy conviven más íntimamente ciertos hombres de ciencia alemanes o ingleses con sus congéneres de España o de América que con la masa de su país. Y no son irnos hombres cualesquiera. Si se pregunta a la gente media de esos pueblos quiénes son sus cabezas mejores, nombrarán precisamente a ésos, los reconocerán como los egregios. Y , sin embargo, a ser sincera, añadirá que no se siente próxima a ellos. Éste es el fenómeno que en ritmo acelerado se está produciendo én dondequiera. E l cosmopolitismo intelectual se afirma sobre la tierra, en significativo contraste con el fracaso del internacionalismo político. N o voy ahora a reflexionar sobre éste; me interesa más insistir sobre la fisonomía de aquél. Es, por lo pronto, un signo orientador advertir que esos intelectuales cosmopolitas no son todos los intelectuales de cada nación, sino únicamente los mejores de la generación vigente, los que forman hoy las avanzadas creadoras. Son, en suma, la minoría más selecta. Hay personas a quienes irrita sobremanera que se hable de selección, tal vez porque su fondo insobornable les grita que no serán incluidas en ninguna selección positiva. Es de su interés enturbiar las aguas y que no se vea claro lo que con el nombre de «minoría selecta» pretende designarse. A las minorías selectas no las elige nadie. Por la sencilla razón de que la pertenencia a ellas no es premio o una sinecura que se concede a un individuo, sino todo lo contrario, implica tan sólo una carga mayor y más graves compromisos. E l selecto se selecciona a sí mismo al exigirse más que a los demás. Significa, pues, un pri- 487 vilegio de dolor y de esfuerzo. Selecto es todo el que desde un nivel de perfección y de exigencias aspira a una altitud mayor de exigencias y perfecciones. E s un hombre para quien la vida es entrenamiento, palabra que, como he hecho notar en recientes conferencias, traduce exactamente lo que en griego se decía ascetismo. (El ascetismo, áskesis, es el régimen de vida que seguía el atleta, lleno de ejercicios y privaciones constantes para mantenerse en forma. Este vocablo tan puramente deportivo es acaparado luego por los cenobitas y monjes y pasa a significar la dieta del hombre religioso, resuelto a mantenerse en estado de gracia, esto es, en forma, para lograr el premio de la beatitud). N o hay cosa que no pueda hacerse de uno de estos tres modos: o peor, o igual, o mejor que suele hacerse. Y estos tres modos posibles son los que producen de una manera automática la selección entre los hombres. Nuestra índole más íntima nos determina desde luego, y fatalmente, a decidirnos por uno o por otro. Hay quien no se siente vivir si no es a máxima tensión de sus capacidades. Sólo le sabe el peligro y la dificultad. L a existencia no tiene para él sentido sino es ascensión de lo menos a lo más perfecto. D e aquí que le repugne el dominio. E l temperamento dominador ve todo de arriba abajo: le complace mirar a los inferiores, y su afán de ascensión es sólo el deseo de estar encima de los inferiores; por tanto, de lo que está bajo. E l temperamento selecto no goza con ningún predominio. Señorear algo es, a la postre, tratar con inferiores y él necesita, por el contrario, el acicate constante que le impulse hacia arriba, la succión de lo supremo. Por lo menos necesita sentirse entre iguales. A l cabo, el que no es igual, puesto que no lo dominamos, está siempre en potencia de superarnos y nos incita, por tanto, al certamen as- censional. De aquí que los cosmopolitas de la cultura se sientan desligados de la convivencia espiritual con la masa de su nación e impremeditadamente sientan la necesidad de contacto con los pares o mejores de todo el mundo. Han menester de esa presión, de esa incitación hacia lo alto. Por su parte, la masa propensa a la inercia, al sospechar ese apetito de fuga cenital, de incansable exigencia hacia lo óptimo, se fatiga, se inquieta, se irrita y prefiere desentenderse de quien no se ocupa de ella ni siquiera para dominarla. Así acontece que hoy asistimos a una sorprendente desarticulación del cuerpo social: las masas comienzan a vivir por sí, y lo mismo las minorías, sin mutación ni influjo recíproco. E n el siglo pasado acaecía lo contrario: la minoría lo era actuando sobre la masa (por 488 ejemplo, la literatura normal era constitutivamente popular y los libros alcanzaban enormes ediciones); y la masa abrazaba a la minoría. Pero esto, como la disociación nacionalista de la inteligencia, como tantas otras cosas de esa centuria, lejos de haber sido lo habitual en la historia, han sido fenómenos anormales y transitorios, exclusivos, o poco menos, de ella. L a norma histórica ha sido más bien lo contrario. Las minorías, para serlo, para ejercer su misión, que, a la postre, va siempre en beneficio de la masa, no han convivido con ésta, se han apartado de ella. E n casi todos los siglos de historia conocida, la estructura social muestra dos estratos, dos orbes superpuestos o yuxtapuestos, en uno de los cuales vive la minoría (según sus normas, hábitos y gustos), y en otro la masa social regida por sus particulares mandamientos. La comunicación no ha solido ser directa y, sobre todo, no ha consistido en que los unos vivan para y hacia los otros. La fusión de ambos ingredientes sociales sólo acostumbra a producirse en épocas que no crean principios, sino que meramente los propagan y aplican. Así el siglo último fue notoriamente una etapa dominada por la política —que es propagación de normas culturales —y la técnica— que es aplicación de principios científicos. La nueva solidaridad de los ascetas, el cosmopolitismo de los mejores, coincide casualmente con una hora en que los principios de cultura tradicionales han perdido su eficacia y es, por lo mismo, urgente crear otros nuevos. Pero esta coincidencia es demasiado oportuna para ser fortuita. Representémonos claramente la coyuntura actual en sus efectos para la actividad de inteligencia. Los principios normativos de todo orden —en ciencia, en arte, en política— han dejado dé ser vigentes. ¿Qué quiere decir esto? Cuando un principio goza de vigencia histórica actúa como una disciplina objetiva, como un cauce sobreindividual donde cada uno se instala a la vez respetuoso y confiado, encontrando en él un punto de apoyo, urfa tierra firme. Sincera o ficticiamente, todo el mundo lo acata y procura ajustarse a él. Esto permite una fácil convivencia y colaboración. Mas cuando toda norma se ha desvirtuado, no existe disciplina ninguna sobreindividual, no hay tierra firme sobre que apoyarse cómodamente. Todo se hace problemático. Los espíritus vulgares se sienten liberados de la norma que sintieron siempre como un gravamen penoso y dan suelta a su barbarie nativa e infecunda. Entonces los espíritus selectos se recogen sobre sí mismos y recurren a la única disciplina restante, la que espontáneamente emana de su propia individualidad. N o 489 pudiendo ajustarse a una norma exterior que no existe, procuran adecuarse a las exigencias imperativas que en su interior funcionan, A l amparo de ellas, bajo su influjo incitante y correctivo, trabajan en la difícil invención de los nuevos principios, fabrican silenciosamente las futuras constelaciones. En tal coyuntura carecería de sentido todo intento de propaganda e imposición a los demás de principios aún en gestación. Por eso la minoría selecta corta la comunicación con la gran masa y renuncia a predicar, a ganar prosélitos, a combatir vanamente. Necesita todas sus energías para el delicado menester de crear. E n lugar de pretender —lo que sería ilusorio— que los temperamentos toscos y triviales acepten la dieta rigorosa que a sí mismos se han impuesto ellos, se vuelven hacia los iguales, hacia los que con idéntica espontaneidad sienten pareja disciplina personal. Este contacto con almas cargadas del mismo o superior potencial dinámico les sirve para confrontar su obra y sostener su tensión. E n torno, todo es bullanga y vocinglería, como la de los jóvenes círculos literarios en París, o bien la barbarie del periodista que sustituye la fineza y exactitud del pensamiento por la coz literaria, el insulto o la excitación de las pasiones multitudinarias contra la obra sutil y veraz. Otras veces, no es nada de esto, pero es la liviandad de cabeza, la frivolidad, la pirueta de sinsonte y la paradisíaca ignorancia. De espaldas a todo eso conviven entre sí los mejores, ni siquiera irritados por ello, antes bien, convencidos de que es el frenesí la afección natural de la masa cuando se han roto las normas. Esperan serenamente abstraídos en la fruición de la propia labor y saben que «la Joule, quand elle aura, en tous les sens de la Jureur, exasperé sa médiocrité, sans jamáis revenir á autre chose qu'á du néant central, hurlera vers le poete, un appel» (Mallarmé). Pero esta actitud de los hombres mejores, que a primera vista parece significar un temple orgulloso, nace, por el contrario, de haber descubierto nuevamente los intelectuales el sentido déla humildad. X o orgulloso era lo antiguo: pretender dirigir a las masas y hacer feliz a la humanidad. Con esto venimos al rasgo más importante, a la facción más decisiva del nuevo cosmopolitismo de la inteligencia. Se trata, en efecto, de un cambio radical en la idea de la misión que se reconocía a ésta durante los dos últimos siglos. La inteligencia no debe aspirar a mandar, ni siquiera a influir y salvar a los hombres. N o es ésta la forma en que puede ser más provechosa sobre el planeta. N o es adelantándose al primer rango de la sociedad a la manera del político, del guerrero, del sacerdote, como cumplirá mejor su 490 destino, sino al revés, recatándose, oscureciéndose, retirándose a líneas sociales más modestas. La inteligencia, que es la cosa más exquisita del Cosmos, es, sin embargo, muy poca cosa para pretender empujar el orbe gigante de la historia. Esta pretensión la aniquila y desvirtúa. Y sólo puede ascender a la plena dignidad de sí misma si llega a comprender su esplendor y su miseria, su virtud y su limitación. Pero esto exige un desarrollo aparte. Revista de Occidente, diciembre 1924. REFORMA DE LA INTELIGENCIA (1) EN un artículo sobre Shakespeare, resume Goethe su pensamiento en torno al gigante isleño con estas palabras: «Shakespeare acompaña a la Naturaleza». Goethe expresa en esta forma su admiración por el genio, que a él le faltó casi siempre, de ser justo con todas las cosas, merced al cual Shakespeare deja que en su obra todo ser llegue a ser lo que es: criminal o virtuoso, mente clara o mentecato, mujer apasionada, o trueno o flor. Y o creo que todo espíritu dotado de alguna penetración se esfuerza asimismo en acompañar a la Naturaleza y ve en ello su mandamiento primero y más genérico. D é aquí el amor a la circunstancia, que Goethe sintió también profundamente. Las almas superficiales desdeñan lo en cada caso circunstante, pensando en una situación definitiva que, claro está, no llega nunca y es sólo una sórdida abstracción. Pero la vida de la persona o del universo no conoce situaciones definitivas, sino que consiste en una serie inacabable de circunstancias que se van sucediendo y negando la una a la otra. Ninguna de ellas puede alzarse frente al resto como la única perfecta. L o definitivo, lo acabado, lo perfecto, no consiste en una realidad determinada que por si misma se eleva sobre las demás y las anula. E n cam(1) E n el número XVIII de la Revista de Occidente —diciembre 1924— publiqué, con el título Parerga-Cosmopolitismo, un ensayo que ahora, traducido, v a a aparecer en la gran revista alemana Die Nene Rundschau [es el anterior]. Aquel ensayo tenía una segunda parte que hace algún tiempo vio la luz en La Nación, de Buenos Aires. Como me interesa que los lectores de la Revista de Occidente —sobre todo en Alemania, Francia y Suiza— conozcan mi pensamiento sobre la misión actual de la inteligencia, reproduzoo aquí esta segunda parte con algunas oorreooiones y adiciones. 493 bio, toda circunstancia y toda realidad contiene una posible perfección, y este margen de perfeccionamiento de la circunstancia es lo que el buen artífice vital llama ideal y se esfuerza en henchir. D e esta manera, lo circunstante no sólo inspira al arte y a la ciencia, sino también a la sensibilidad moral y a la invención política. E l verdadero deber no es la tosca fórmula hieratizada que aparece impuesta de una vez para siempre, sino una sublime inspiración que el momento fugaz sugiere. Parejamente, no existe una forma política que utópica y ucrónicamente sea preferible, sino que cada complejo histórico encierra dentro de sí el esquema de una posible estructura, la mejor imaginable en aquel caso. Los ideales son una parte del hecho cósmico, y en él se aprehenden por una genuina experiencia, lo mismo que aprehendemos las realidades. L a única superioridad de Grecia fue creer que el universo se halla saturado de nous, es decir, de sentido, y que, por tanto, de él hay que extraer también las normas para la mente. Y hay ocasiones en que la Naturaleza ejecuta un rápido viraje, y a la circunstancia de ayer sucede otra de cariz tan opuesto, que las gentes con insuficiente sentido de equilibrio son lanzadas por la tangente hacia el vacío moral. E l mundo ha cambiado y no saben cómo. E s distinto del de ayer, pero aún no reconocen las facciones del de hoy. Sólo advierten en lo presente la ausencia de las fisonomías acostumbradas. Hoy no se cree en lo que ayer se creía, y, en vista de esto, suponen que hoy no se cree en nada. La nueva fe actúa latente, en ellos mismos, pero no tienen el vigor espiritual necesario para definirla. E n cambio, complace sobremanera ver cómo en este viraje de la Naturaleza los equipos de selección habituados a acompañarla se ciñen al súbito giro como diestros balandristas; salvan el punto difícil y no pierden contacto, adherencia íntima con la nueva circunstancia. Son almas infinitamente plásticas, capaces de la más fina adaptación a los alabeos cósmicos. Esta es la impresión que producen en su secreto afán las minorías intelectuales más selectas de Europa. Han aceptado el imperativo de la hora y trabajan en la forja de las nuevas normas. Ante todo, parecen advertir que la inteligencia misma, en su totalidad, necesita cambiar de actitud. Su misión es hoy próximamente inversa de la que ha ejercido en los dos o tres últimos siglos. Si mediante una reflexión sobre la inteligencia misma analizamos su función, hallaremos que ésta se disocia en dos actividades diferentes. Por un lado, el entendimiento sirve para la vida, 494 inventa medios prácticos, es útil. Por otro, construye los edificios más abstractos y supérfluos. Así, del enorme bloque de conocimientos que integran la ciencia actual, sólo una mínima parte da un rendimiento útil. La ciencia aplicada, la técnica, representa tan sólo un apéndice del enorme volumen que ocupa la ciencia pura, la ciencia que se crea sin propósitos ni resultados utilitarios. Nos encontramos, pues, con que es la inteligencia una función predominantemente inútil, un maravilloso lujo del organismo, una inexplicable superfluidad. Y no se imagine que la creación de la ciencia pura,, porque sea un lujo, es una actividad indolora que no requiere esfuerzo y pena. Todo lo contrario: es aún más difícil, más laboriosa, de más gigante esfuerzo. ¿No se advierte la magnificencia misteriosa de esta paradoja? E l organismo humano, al producir ciencia, se impone un esfuerzo hercúleo sin utilidad previsible. Pero el caso es todavía más extraño: porque si al relacionar esas dos formas de ciencia —la práctica y útil con la pura y supérflua— nos preguntamos cuál de ellas procede de la otra, vemos que no se produce primero la útil, es decir, la urgente, la necesaria, y sólo luego, como una consecuencia, la lujosa y meramente teórica, sino que, tomando la cuestión en conjunto, acaece lo contrario. La ciencia aplicada, la técnica, es un resultado imprevisto, un precipitado casual que da la más pura y desinteresada labor científica. Pues no parece sino que un irónico poder, actuando en la historia, se ha complacido en que los conocimientos más útiles nazcan precisamente de los más abstrusos y extramundanos. La física del ferrocarril y el automóvil surgió del cálculo infinitesimal que era, aun dentro de la abstracción matemática, lo que parecía más remoto de toda realidad. Y a ocuparse, como hace el geómetra euclidiano, del espacio vacío y sin materia, parece tarea bastante supérflua; pero al fin y al cabo, el espacio euclidiano es algo imaginable. Mas he aquí que en la última centuria unos cuantos genios de la superfluidad dieron en preocuparse de otros espacios más ricos en dimensiones o de dimensiones extravagantes, los cuales ni siquiera eran imaginables. ¿No es esto ya, más que lujo vital, un derroche y una frenética prodigalidad? Pues bien: gracias a ello ha sido posible hoy instaurar una física de superior exactitud, a la cual, podemos estar seguros, no tardará en seguir una técnica prodigiosa, una receta de fantástico beneficio. Nos aparece, pues, la inteligencia como una actividad que es primariamente deportiva y sólo secundariamente utilitaria. Es muy importante tener en cuenta esta jerarquía entre ambas formas de intelectualidad. Lejos de mí todo desdén a la técnica, al pensamiento 495 i I «práctico», pero es evidente que le corresponde supeditarse a la pura teoría. Sin ésta, aquélla no podría dar un paso; como ya dijo Leonardo de Vinci: La teoría e i l capitano e la prattica sonó i soldati. Ahora bien: nada esteriliza tanto una función orgánica como que no actúe según el régimen que le es peculiar. La inteligencia pura tiene sus normas interiores y exclusivas, que se resumen en la pulcra y serena contemplación del universo. Quien no sienta la soberana fruición de ver lo real, sin necesidad de más; quien no se sienta arrastrado por ese entusiasmo visual —Platón llama a los hombres científicos «filoceamones», los amigos de mirar—, que no ejerza profesión propiamente intelectual. De aquí que nada perturbe tanto la obra de la inteligencia como introducir en ella propósitos de utilidad, lo mismo individuales que colectivos. Irremisiblemente, el pensamiento que es desviado hacia una norma práctica, queramos o no se paraliza, se ciega. ¿Qué le vamos a hacer si es así? Nada más noble y atractivo fuera que encargar a la inteligencia de hacer felices a los hombres, pero apenas lo intenta, como si una divinidad inexorable se opusiese a ello, la inteligencia se convierte en política y se aniquila como inteligencia. Toda potencia humana tiene su órbita magnífica de expansión, pero a la par tiene su límite; cuando lo franquea, sucumbe. Y son vanos todos nuestros píos deseos de que las cosas sean de otra manera: siempre que el intelectual ha querido mandar o predicar, se le ha obturado la mente. Por eso era tan discreto el lema principal de la República platónica según el cual el Estado sólo marcha bien cuando «cada cual hace lo suyo». Y nos sorprende que luego, con brusca inconsecuencia, se anticipe a las brujas de Macbeth e insufle a los filósofos el apetito de gobernar. La inteligencia no ha creado los pueblos, no ha fabricado las naciones. Es curioso advertir cómo en las etapas en que las nacionalidades son forjadas, el intelectual representa un papel muy secundario. Así, en la Edad Media, los pueblos de Occidente son lentamente construidos por hombres dotados con preferencia de coraje y emoción. Las aristocracias primitivas no sobresalen por su inteligencia ni tenían para qué. La faena que andaba en sus manos —hacer un pueblo— exige grandes dosis de carácter, tenacidad e ímpetu, calidades que difícilmente pueden sobresalir en el intelectual. Evitemos nociones utópicas. Reconozcamos que cada oficio y clase social elabora un tipo humano distinto, dotado de un repertorio peculiar de virtudes y vicios. D e estos tipos humanos cada cual está predispuesto para una tarea afín, y es incongruente encargar al uno que haga lo del otro. Si lo intenta, lo hará torpemente. 486 Mal podía la inteligencia fraguar las naciones cuando en esa etapa se hallaba ella misma en germinación. E l guerrero, el labrador, el sacerdote, son las grandes fuerzas sociales en las épocas primitivas. Durante su dominación, la inteligencia subterráneamente se prepara, se desarrolla y robustece. Es curioso advertir que en el momento en que las nacionalidades aparecen ya formadas y conclusas es cuando la inteligencia, madurecida y adulta, se adelanta a las candilejas de la Historia. Ambos hechos coinciden en la gran fecha del Renacimiento, que abre la Edad Moderna. E n todo el ámbito de ésta vemos al intelectual ganar terreno e ir desalojando al sacerdote y al guerrero. Es la gran época de la inteligencia; dueña de toda su potencialidad, realiza los grandes inventos, edifica los grandes sistemas: Galileo, Newton, Descartes, Leibniz. Las venerables tradiciones, más conmovedoras que justificables, se resquebrajan y sucumben ante la embestida de la razón. Las ideas señorean la vida. Tanto, tan segura se siente de sí misma la inteligencia, que pierde un momento la conciencia de sus límites y aspira a quedarse sola, a invalidar las demás potencias: voluntad, sentimiento y cuerpo. E n esa edad de sublime racionalismo se cree el pensamiento capaz de reconstruir el universo por medio de puras ideas, de axiomas y principios. Se siente complacencia en las ideas hasta el punto de olvidar que la misión de la idea es reflejar la realidad. La razón comete entonces su gran pecado, su grave transgresión: quiere mandar sobre el mundo y nacerlo a su imagen y semejanza. E n vez de contentarse con ser contemplación de lo real, decide ser imperación. Kant va a declarar que no es el entendimiento quien tiene que regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento. Y Fichte, que lleva todo a su último extremo, dirá pakdinamente que el oficio de la inteligencia no es hacer copias de la realidad, sino al revés: crear los modelos a que ésta ha de ajustarse. Entonces los intelectuales dan en la deplorable manía de ponerse a pensar, no en lo que las cosas son, sino en lo que deben ser. E n lugar de descubrir la ley del universo, los intelectuales se proponen reformarlo. De 1750 a 1900, la historia de Europa se estremece toda a fuerza de intentos de reforma. E n el orden social las reformas suelen tener un carácter cruento y se llaman revoluciones. Caen las cabezas de los reyes, se anulan los privilegios, se barren las antiguas aristocracias en nombre de la razón. N o necesito hacer constar que ninguna de estas fechorías me produce la menor congoja. N o es eso lo que me parece grave: el antiguo régimen estaba ya muerto por dentro, y era justo que se le enterrase. L o que me parece grave es que en el lugar de los reyes, Temo IV—32 497 de los duques y de las tradiciones, en las asambleas, en los Gobiernos y en las plazas públicas aparecen entonces los intelectuales. N o han sabido renunciar a la tentación. Querían mandar. De 1800 a 1900 la inteligencia ha hecho su ensayo de imperialismo y los intelectuales han ascendido a los puntos más elevados de la sociedad. Nunca habían sido tanto; es de prever que nunca volverán a ser tanto. E l fracaso que a este ensayo imperial de la inteligencia ha seguido es evidente. N o ha logrado hacer felices a los hombres, y, en cambio, ha perdido en la empresa su poder de inspiración. Cuando se quiere mandar es forzoso violentar el propio pensamiento y adaptarlo al temperamento de las muchedumbres. Poco a poco las ideas pierden rigor y transparencia, se empañan de patética. Nada causa mayor daño a una ideología que el afán de convencer a los demás de ella. E n esta labor de apóstol se va alejando el pensador de su doctrina inicial, y al cabo se encuentra entre las manos una caricatura de ella. Entretenida la inteligencia en esa faena, tan impropia de su destino cósmico, ha dejado de cumplir su auténtico menester: forjar las nuevas normas que pudieran en la hora de declinar las antiguas elevarse sobre el horizonte. D e aquí la grave crisis del presente, que se caracteriza no tanto porque no se obedezca a principios superiores sino por la ausencia de éstos. Tal situación impone a la inteligencia una retirada de las alturas sociales, un recogimiento sobre sí misma. Esta retirada no podrá hacerse sino lentamente, paso a paso. Ha intervenido en demasiadas cosas el intelecto para que pueda súbitamente desertar. Pero la nueva trayectoria no puede ofrecer duda. Es preciso tender a que las minorías intelectuales desalojen de su obra todo patios político y humanitario y renuncien a ser tomadas en serio ---la seriedad es la gran patética— por las masas sociales. Dicho de otra manera: conviene que la inteligencia deje de ser una cuestión pública y torne a ser un ejercicio privado en que personas espontáneamente afines se ocupan. Tal vez la mayor solidez relativa de la vida inglesa proviene, en parte, de que el intelectual inglés —literato, filólogo, filósofo— no pretende que la nación colabore en sus esfuerzos, sino que se considera como un aficionado unido a otros parejos con los cuales cambia, en pura actividad deportiva, sus ideas y hallazgos. Ello da al pensamiento inglés —en medio de sus grandes limitaciones nativas— una serenidad tan limpia y tan veraz que, por lo menos, elimina las grandes faltas cometidas —exempli gratia— por la literatura en Francia y por la 498 producción filosófica en Alemania. Y es que en Francia la literatura y en Alemania la filosofía habían perdido su carácter de aficiones, de amores, y se habían transformado en mentefacturas nacionales, en cuestiones públicas. La inteligencia humana es un azar —no está en nuestra mano. Tiene un carácter de inspiración, de insuflamiento casual y discontinuo. N o sabemos nunca si en un caso dado seremos inteligentes, ni si el problema que nos urge resolver será soluble para la inteligencia. N o es, pues, ésta un hábito en sentido aristotélico, algo que se tiene y en cierto modo se es: más bien parece algo que sobreviene, un epigignómenon. E n tales condiciones no debe pedirse que la humanidad ponga su destino a un naipe tan azaroso. No; que se encarguen otras potencias más seguras de lo que suele considerarse como seriedad de la vida pública colectiva. ¡Qué delicia para la inteligencia verse exonerada de los graves oficios que frivolamente tomó sobre sí! ¡Qué delicia para ella no ser tomada en serio y vacar libre, libérrima, a sus finos menesteres! D e este modo podría volver a recogerse sobre sí misma, al margen de los negocios, sin sentir prisa de dar soluciones prematuras a nada, dejando que los problemas se dilaten según su propio radio elástico. ¡Qué deleite dejar pasar delante a todos: al guerrero, al sacerdote, al capitán de industria, al futbolista... y de tiempo en tiempo disparar sobre ellos una idea magnífica, exacta, bien madurecida, llena toda de luz! Pero esta invitación a que la inteligencia se retire progresivamente, en etapas parsimoniosas y sin deserción de servir a la vida en cuanto «vida colectiva», equivale a invitar al intelectual a que se quede solo, sin los otros, a que viva en soledad radical. Y he aquí que entonces, al quedarse solitario, la inteligencia adquiere un cariz por completo diferente. La atención de lo demás nos seduce a que pensemos para ellos, y como su plural —la colectividad— no tiene más vida que la pseudovida de sus intereses externos, la inteligencia puesta a su servicio se hace utilitaria en el mal sentido de la palabra a que arriba aludo. Frente a ese «servilismo» de la inteligencia a la falsa vida, su uso auténtico adquirió ya entre los griegos el carácter «inutilitario» de pura contemplación. Mas cuando el hombre se queda sólo, descubre que su inteligencia empieza a funcionar para él, en servicio de su vida solitaria, que es una vida sin intereses externos, pero cargada hasta la borda, con riesgo de naufragio, con intereses íntimos. Entonces se advierte 499 que la «pura contemplación», el uso desinteresado del intelecto, era una ilusión óptica; que la «pura inteligencia» es también práctica y técnica —técnica de y para la vida auténtica, que es la «soledad sonora» de la vida, como decía San Juan de la Cruz. Ésta será la reforma radical de la inteligencia. Revista de Occidente, enero 1926. E L P R O B L E M A D E C H I N A U N L I B R O D E B E R T R A N D R U S S E L L TAL vez, andando el tiempo, se diga con verdad que la realidad histórica más profunda de nuestros días, en parangón con la cual todo el resto es sólo anécdota, consiste en la iniciación de un gigantesco enfrontamiento entre Occidente y Oriente. Sería la segunda vez que esto acontece. Y o estimaría mucho encontrar algún libro donde se reconstruyese la época que va del siglo i de J . C. hasta el v n , desde este punto de vista. Aunque los autores que conozco no parecen subrayarlo, cuanto he leído sobre esa edad revela con invasora evidencia que la mecánica última impulsora de aquellos siglos ha sido el terrible forcejeo entre orientalismo y occidentalismo para adueñarse del Imperio Romano, es decir, del mundo. E l mundo quedó escindido, tanto, que desde entonces la dualidad de Oriente-Occidente adquirió un sentido de disociación y diferencia que antes no tenía. E n más de una ocasión estuvo a punto de triunfar sobre todo el Mediterráneo la concepción oriental, mística y teocrática de la vida y del Estado. Como en las obras de teatro, se presentó el germano a la hora que convenía: su inspiración guerrera y profana salvó a Europa del orientalismo. La nueva lid que ahora comienza promete ser de dimensiones mucho mayores; en rigor, el primer hecho verdaderamente global, pese a las ilusiones de mundialidad que la última guerra se hizo. Pero no se crea que estas grandes contiendas entre grandes civilizaciones son sólo, ni siquiera principalmente, de tipo bélico. liega, 501 sin duda, en ellas la hora de las armas, pero su preámbulo es nada guerrero; al contrario: hoy por hoy, la lucha entre Oriente y Occidente tiene todo el aire de un enamoramiento. Europa, conmovida por la más honda crisis espiritual que nunca ha sufrido, acaba de descubrir sentimentalmente el Asia y atraviesa una etapa de entusiasmo. A su vez el Oriente, sobre todo el fondo más hondo de Oriente, China, descubre a Europa y cae en parejo arrobo. Los mejores occidentales del presente quisieran ser un poco chinos, y los más agudos chinos gentes de Londres, Berlín o París. E l libro de Bertrand Russell, el gran filósofo de la matemática, sobre el problema chino, es, entre otros muchos, un claro síntoma de la aludida situación. Russell cree que la cultura europea, si se exceptúa el método científico, es un puro error, y encuentra que la espiritualidad china aventaja en todo lo esencial a la nuestra. «Pienso —-dice— que un chino de tipo medio, aun cuando sea miserablemente pobre, es más feliz que un inglés de tipo medio, y es más feliz porque su nación está construida sobre una concepción más humana y civilizada que la nuestra. L a inquietud y la combatividad no sólo nos causan dañoá evidentes, sino que llenan nuestra vida de descontento, nos incapacitan para el goce de lo bello y nos tornan ineptos casi siempre para las virtudes contemplativas. E n este respecto hemos empeorado rápidamente durante los últimos cien años. N o niego que los chinos van demasiado lejos en la dirección opuesta; mas por esto mismo creo que un contacto entre Occidente y Oriente sería, probablemente, fructuoso para ambas partes. Ellos podrían aprender de nosotros el mínimum indispensable de eficacia práctica, y nosotros podríamos aprender de ellos un poco de esa sapiencia contemplativa que les ha permitido subsistir mientras el resto de las naciones antiguas ha perecido». Este punto de vista rige la obra entera de Russell con una monotonía que la empobrece sobremanera. Parte de suponer dogmáticamente que la guerra es el mal de los males y la paz el sumo bien. A l encontrar que el chino es pacífico, le parece maravillosa una cultura que segrega tal mansedumbre. E n cambio, la civilización europea le parece perversa porque el europeo combate con denuedo. E s muy frecuente hallar esta simplicísima actitud en ingleses de la postguerra. Y yo no digo que esa actitud sea falsa e indebida, aunque acaso preferiría otra; pero me parece que esa actitud sólo puede inspirar libros insuficientes, superficiales, donde todo lo que sería interesante discutir se da por resuelto en la primera página. L a antipatía personal de 602 Russell al hecho bélico enriquece escasamente el tesoro de ideas que el lector quisiera aumentar leyendo su libro. Convendría penetrar más hondamente que Russell en el problema de China y dejar a un lado la predicación pacifista. D e otro modo se cae en contradicciones esenciales, como la que padece esta obra. Por una parte, se proclama la inferioridad del europeo en vista de que es guerrero y capitalista. Luego resulta que el chino, aunque no es ni lo uno ni lo otro, tiene, según Russell, tres gravísimos defectos: es cobarde, cruel y avaro. E s decir, le importa el dinero por el dinero más que al europeo (pág. 211), y si no mata al prójimo es por poltronería, no por humanidad. N o basta, pues, con denostar la guerra para sustraerle todo valor. Tal vez es un mal que emerge trágicamente de la energía occidental para el bien. E l dogmatismo de Russell le induce a cegueras un poco ridiculas. A propósito de una huelga de maestros, dice: «El Gobierno, que está siempre impecune, gracias a la corrupción, había dejado sin pagar varios meses a sus maestros. A l cabo, éstos se declararon en huelga a fin de forzar el pago y se dirigieron en pacífica diputación al Gobierno, acompañados de muchos estudiantes. Se produjo un choque con soldados y policías, y varios maestros y estudiantes resultaron más o menos gravemente heridos. Esto originó un terrible clamoreo, porque el amor a la educación es en China profundo y extenso. Los periódicos gritaban llamando a una revolución. Acababa de gastar el Gobierno nueve millones de dólares en corrupto pago a tres Tukun (jefes militares de las regiones) que se habían aproximado a Pekín para obtener con la amenaza una exacción. N o podía hallar pretexto admisible para rehusar los pocos cientos de miles que los maestros requerían, y tuvo que capitular asustado». A l llegar aquí, Russell infiere muy seriamente: «No creo que exista ninguna región anglosajona donde los intereses de los maestros hubiesen suscitado en tal grado la sensibilidad pública». És decir, que los ingleses, para poder parangonarse con los chinos en fervor pedagógico, tendrían que comenzar, según Russell, por no pagar a los maestros, a fin de poder luego revelar en grandes alaridos sus entusiasmos por la labor docente. Aparte de esto, es el libro de Russell un excelente matinal de la cuestión china y puede proporcionar alguna luz a los que busquen una breve idea sobre el alma y la historia de ese pueblo equívoco, casi extrahumano, que hace todo al revés que nosotros. L o más agudo del libro es el análisis de las cuatro grandes influencias a que está sometida hoy China. D e éstas, la europea va en de- 5 0 3 clinación por lo que respecta a la intervención política y financiera. E l porvenir más próximo decidirá si la China futura caerá en manos del Japón, de Rusia o de América. E l Japón, que ha crecido tan vertiginosamente en poderío, comienza a ver cerrado su horizonte, y no podría en ningún caso oponerse a América del Norte sin el problemático auxilio de Inglaterra. «Los problemas con que el Japón está encarado son muy difíciles. Para proveer a su creciente población le es necesario desarrollar su industria; para desarrollar su industria ha de controlar las materias primas de Qiina; para controlar las materias primas de China necesita contraponerse a los intereses económicos de América y Europa; para hacer esto con buen éxito ha menester de un gran ejército y de una fuerte armada, lo cual trae consigo empobrecimiento de sus obreros. L a expansión de la industria con empobrecimiento de los obreros significa descontento creciente, desarrollo del socialismo, disolución de la piedad filial y del culto al Mikado en las clases pobres y, por tanto, una amenaza continua y progresiva a los cimientos mismos sobre que está construido el edificio del Estado. Desde fuera está bajo la conminación de una guerra con América o de un resurgimiento de China. E n su interior aparecerá muy pronto el riesgo de una revolución proletaria». Rusia, por su parte, actúa sobre el contorno chino con la propaganda de sus ideas. Sin embargo, Russell no considera verosímil la expansión del bolchevismo entre los celestes, por estas razones: i) Supone el bolchevismo un Estado fuertemente centralizado, y en China el Estado es sumamente débil y tiende más al federalismo que a la centralización. 2) E l bolchevismo requiere mucha acción gubernativa y un control de la autoridad sobre las vidas individuales mayor que cuanto hasta ahora se conocía, en tanto que China ha desarrollado la libertad personal en un grado extraordinario y es el país donde las doctrinas anarquistas parecen encontrar una aplicación política más feliz. 3) E l bolchevismo es enemigo del comercio privado, que es el sostén vital de todos los chinos, excepto los letrados. N o es, pues, verosímil el triunfo de la idea bolchevista en el Imperio del Centro. Pero el bolchevismo no es sólo una idea, es la fuerza histórica de un pueblo que está ya gravitando sobre Asia. E l imperialismo bolchevista —dice Russell— usará con los ameer del Afganistán y los nómadas de Mongolia un lenguaje muy distinto del que ha usado discutiendo con míster Lansbury. E n fin de cuentas, Russell Considera que la influencia más probablemente victoriosa, y a la par que estima más benéfica, será la 504 de América. Entre ambos países es más fácil el acuerdo que entre China y cualquier otro poder. Pero sea cualquiera el resultado, no olvidemos lo esencial, según el filósofo anglosajón. Y lo esencial es que la única diferencia positiva entre el inglés y el chino es que el inglés puede hoy matar al chino con más facilidad que el chino al inglés. Repista de Occidente, septiembre 1923. M A X S C H E L E R UN EMBRIAGADO DE ESENCIAS (1874-I928) EL europeo de 1870, de 1880, ejecutaba en su existencia un número que cada día nos parece más difícil, menos verosímil. Simbólicamente se conserva de esa época un grabado donde se ve al funámbulo Blondín cruzando una gran plaza sobre una cuerda a cincuenta metros del suelo. Este funámbulo era el europeo positivista de 1880. E l hombre occidental de la fecha era kenobata, carninante sobre el vacío. E l vacío era el mundo, que a primera vista parece tan lleno y cuyo nombre suena a plenitud de plenitudes. E l positivismo consistía en una operación mental mediante la cual, pensando sobre el mundo, se logra evacuarlo, desinflarlo, pulverizarlo. Con esto no se quiere decir que el positivismo carezca de justificación. Tiene tanta, que si los hombres de 1880 no hubiesen sido positivistas, nos habríamos visto obligados a serlo nosotros. E l pensamiento es un pájaro extraño que se alimenta de sus propios errores. Progresa merced al derroche de esfuerzo con que se dedica a recorrer hasta el fin vías muertas. Sólo cuando una idea se lleva hasta sus últimas consecuencias revela claramente su invalidez. Hay, pues, que embarcarse en ella decidido, con rumbo al naufragio. D e esta manera se van eliminando las grandes equivocaciones y va quedando exenta la verdad. E l hombre necesita agotar el error para acorralar el cuerpo arisco de la verdad. Cuando el mundo parece lleno, de lo que está lleno es de sentido. Asimismo, cuando se le vacía, es sentido lo que se le quita. Tal era el número difícil que ejecutaban nuestros abuelos: lograban vivir sobre un mundo sin sentido, funambulaban. 507 Parece justo preguntarnos qué cosa sea ese sentido que el mundo tiene o no tiene. N o será necesario que el sentido sea bueno para tenerlo; lo que tiene mal sentido, evidentemente tiene alguno. Tampoco es menester que el mundo tenga un sentido postrero, lo que el Catecismo llama el «fin último» del universo. Para que el mundo tenga sentido, basta con que él y las cosas en él tengan un modo de ser. N o importa cuál. Que sean lo que son es suficiente. Cuando encontramos lo que una cosa es, ya tiene para nosotros sentido; mas para el positivismo —y esto es lo que nos cuesta trabajo revivir— ninguna cosa tenía un ser. N o había, según él, más que «hechos». Y el «hecho» significa, poco más o menos, un cambio en las cosas. Y si no hay más que cambios, resulta que cada cosa deja en cada instante de ser lo que era y pasa a ser otra. Y como esto le ha acontecido antes y le va a acontecer después en todos sus órdenes y dimensiones, el mundo queda convertido en un absoluto caos: es el puro non-sens existiendo. Frente a este mundo tan frenético, tan estrictamente fuera de sí que no es de este ni del otro modo, que no tiene figura de ser, sólo cabía comportarse intelectualmente como él viajero hace con las tribus africanas: sólo cabía observar sus costumbres. Y a que los hechos no tienen un ser, una conducta firme, constante y seria, tal vez manifiesten azarosas pero frecuentes coincidencias. Con esto se contentaba el hombre positivista: renunciando a toda contextura de las cosas, observaba la frecuencia de relaciones entre los hechos. A fuerza de fuerzas, y aun saliéndose un poco de su propio sentir, llegaba a proposiciones como ésta: «Hasta ahora, los hechos se han comportado de esta manera». Pero nada más. Un instante después los hechos podían muy bien comportarse a la inversa. Y a lo he dicho: vivía en vilo, deslizándose sobre el vacío por la cuerda floja de la frecuencia casual.. Sería incomprensible semejante situación si no advirtiésemos que una concepción del mundo tan inestable quedaba compensada en el hombre positivista por una gravitación de tipo práctico. Acaecía que esa observación de los «hechos» y las frecuencias en sus relaciones permitía formular «leyes» científicas que por una escandalosa casualidad se cumplían. E n un mundo sin orden ni concierto cabía hacer previsiones y, por tanto, construir máquinas en vista de ellas. Ciertamente que esto se lograba merced a un hábito científico llamado «física», nada positivista, antes bien, adquirido en los tiempos de más antagónico temple, en los tiempos cristalinos del más puro racionalismo. Una generación positivista no hubiera jamás inven- 508 tado la nuova setenta de Galileo y Kepler, los cuales creían con fe loca no sólo que el mundo tenía un modo de ser, sino que este modo de ser era el más rigoroso y formal. Las cosas del universo, según estos claros espíritus, practicaban «costumbres geométricas» —more geométrico. Pero no se debe negar que las consecuencias benéficas de aquel racionalismo fueron recogidas en pleno positivismo. Europa se enriqueció; el mundo, vacío de sentido, se llenó de máquinas, se hizo cómodo. Esta fue la compensación: el utilismo sirvió de balancín al funámbulo europeo. N o faltaban gentes, sin embargo, insobornables por el plato de lentejas de la técnica, de la economía, del dominio sobre la materia. Cuanto mayor sea este último y más seguro se sienta el hombre de hacer con las cosas lo que quiera, mayor urgencia sentirá por saber qué sentido tiene su propia actividad. E s el problema terrible del millonario que no presume el pobre: en qué gastará su dinero. Estas gentes insobornadas se esforzaban por hacer ver que negar sentido a las cosas carecía, a su vez, de sentido; que la ciencia misma era un hecho inexplicable en un caos de puros hechos; que el positivismo, en suma, era un contrasentido. Pero estas excelentes personas eran, al cabo, de su tiempo y llevaban también en las venas sangre positivista. De aquí que necesitasen de un enorme rodeo para conseguir demostrar que algunas cosas tenían, en efecto, un ser y un sentido. E n rigor, no lograban descubrirlos más que en la cultura. Estas fueron las filosofías restauradoras que florecieron hacia 1900 (neokantismo, neohegeHanismo). Pero la verdad es que la cultura representa dentro del universo muy poca cosa, cualquiera que sea el patetismo con que los pensadores alemanes de la generación anterior la hayan embadurnado. Inclusive dentro del hombre, es la cultura sólo un rincón. Ciencia, ética, arte, etc., parecen afanes excelentes, siempre que al enumerarlos no se ahueque la voz. Porque entonces la cruda veracidad se incorpora en nosotros y nos invita a subrayar el modesto haber de esas potencias culturales. Hoy nos parece fabuloso que hace treinta años fuese menester pasar tantos apuros y empinarse de tal modo sobre la punta de los pies para entrever en utópica lejanía algo que vagamente mostrase ser y sentido. L a gigantesca innovación entre ese tiempo y el nuestro ha sido la «fenomenología» de Husserl. D e pronto, el mundo se cuajó y empezó a rezumar sentido por todos los poros. Los poros son las cosas, todas las cosas, las lejanas y solemnes —Dios, los astros, los números—, lo mismo que las humildes y más próximas 609 —las caras de los prójimos, los trajes, los sentimientos triviales, el tintero que eleva su cotidiana monumentalidad delante del escritor. Cada una de estas cosas comenzó tranquila y resueltamente a ser lo que era, a tener un modo determinado e inalterable de ser y comportarse, a poseer una «esencia», a consistir en algo fijo o, como yo digo, a tener una «consistencia». E l cambio, por lo súbito, se asemeja a lo que nos pasa cuando de bruces miramos al agua de la alberca. Primero vemos sólo agua, que cuanto más limpia menos visible es, más vacía de contorno y figura. Pero de pronto, al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. E l huerto se baña en ella, las manzanas nadan, reflejadas en el líquido, y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. Algo parejo acontece en los grandes cambios históricos: a la postre, su causa radical es una simple variación del aparato mental del hombre, que le hace recoger reflejos antes inadvertidos. E l afán sempiterno de la filosofía —la aprehensión de las esencias— se lograba, por fin, en la fenomenología de la manera más sencilla. Fácil es comprender la embriaguez del primero que usó esta nueva óptica. Todo en su derredor se henchía de sentido, todo era esencial, todo definible, de aristas inequívocas, todo diamante. E l primer hombre de genio, Adán del nuevo Paraíso y como Adán hebreo, fue Max Scheler. Por lo mismo, ha sido de nuestra época el pensador por excelencia. Ahora, con su muerte, esa época se cierra —la época del descubrimiento de las esencias. Su obra se caracteriza por la más extraña pareja de cualidades: claridad y desorden. E n todos sus libros —sin arquitectura— se habla de casi todas las cosas. Conforme leemos, advertimos que el autor no puede contener la avalancha de sentido que se le viene encima. E n vez de ir penosamente a descubrirlo en vagas lontananzas, se siente acometido por él. Los objetos más a la vera disparan urgentes su secreto esencial. Scheler no sabe resistir, y puesto en viaje hacia los grandes problemas, los olvida para enunciar las verdades sobre lo inmediato. Ha sido el filósofo de las cuestiones más cercanas: los caracteres humanos, los sentimientos, las valoraciones históricas. Dejaba siempre para luego la metafísica, la teoría del conocimiento, la lógica. Y , sin embargo, había pensado también sobre ellas. Pero vivía mentalmente atropellado de pura riqueza. A l mover las manos en el aire próximo, como a un prestidigitador, se le llenaban de joyas. Es un caso curiosísimo de sobreproducción ideológica. N o ha escrito una sola frase que no diga en forma directa, lacónica y den- 510 sa, algo esencial, claro, evidente y, por tanto, hecho de luminosa serenidad. Pero tenía que decir tantas serenidades, que se atropellaba, que iba dando tumbos, ebrio de claridades, beodo de evidencias, borracho de serenidad. La expresión es barroca, pero, como todo lo barroco, se encuentra siempre en los clásicos. Para Platón, el filósofo es reconoscible por ese paradójico gesto. A su juicio, el filósofo no es un hombre tranquilo, tibio, pausado. Es un frenético, un exaltado, un «entusiasta». «Entusiasmo» era el estado orgiástico que producían ciertos cultos, especialmente el de Dionysos. Es, pues, un hombre embriagado. Sólo que la materia de que se embriaga es precisamente lo contrario de todo frenesí: la serenidad de lo evidente, la calma cósmica de lo verdadero, fijo en sí mismo, inmutable, eterno. E n efecto, no es verosímil que tenga nadie algo de filósofo y no se le vea en la cara algún vestigio de esa serena borrachera inseparable de quien es bebedor de esencias. Proyectando esta impresión en su vocabulario plástico, los antiguos crearon ese doble busto tan extraño que llamaban Dionysoplatón. Dos caras pegadas por el cogote: la una, de facciones serenas; la otra, en orgiástico arrebato. La muerte de Max Scheler deja a Europa sin la mente mejor que poseía, donde nuestro tiempo gozaba en reflejarse con pasmosa precisión. Ahora es preciso completar su esfuerzo añadiendo lo que le faltó, arquitectura, orden, sistema. Revista de Occidente, junio 1928. SOBRE LA SINCERIDAD T R I U N F A N T E EN el número anterior de esta Repista —en la primera parte de mis notas sobre JCant— opongo a las épocas de vida clásica la nuestra, y a la suavidad, la perfección, la quietud de aquéllas, nuestro modo de existir, áspero, agrio, roto, lleno de inminencias. Esto no implica —añado— que las edades agrias no tengan sus virtudes propias, ausentes de las dulces. Algunos lectores me preguntan cuáles son esas virtudes adscritas a nuestro tiempo, y yo he de reiterar que no podría satisfacer esa curiosidad de una manera concisa. Fuera necesario comparar con algún detalle la psicología del hombre clásico con la del hombre de transición, su tipo antagónico. Tarea semejante no es ahora oportuna. Sin embargo, quisiera no dejar por completo insatisfechas a gentes que poseen la genialidad menos sólita en nuestro tiempo, la genialidad de ser curiosos. Y a que no pueda ofrecerles el sistema de las virtudes actuales, les hablaré, en breve nota marginal, de una de ellas —tal vez la substantiva, la que soporta todas las demás. Es un poco difícil de decir, un poco audaz, pero yo voy a atreverme. Las épocas clásicas son épocas esencialmente insinceras. Y a está dicho. Hace mucho, mucho tiempo que sentía la necesidad de decir eso. (Pero era tan peligroso enunciarlo! Ciertamente que no iba a ser decapitado por la osadía. Nadie habría de protestar ni de indignarse. E n los países de habla española lo mismo da escribir una gran verdad que una insolente inepcia: nada trae consecuencias. Pero se trataba de un peligro íntimo —el temor de decir algo poco escrupuloso, abierto a las malas inteligencias, de caprichosa apariencia. Cuanta menos disciplina nos imponga el contorno moral TOMO I V . — 3 3 513 de nuestra sociedad, mayor rigor íntimo necesita poseer el que escribe... Pero aquí, en una nota, como al oído, ¿por qué no atreverse? Las épocas clásicas —en arte como en política— han sido posibles gracias a la insinceridad de los hombres que en ellas vivieron. Esto es muy especialmente verdad referido al clasicismo por excelencia, al clasicismo griego. N o creo que me sea exclusiva esta impresión; al leer una obra clásica se siente siempre, junto a la complacencia por la perfección objetiva de la obra, una peculiar insatisfacción. N o sería ésta peculiar si consistiese en la advertencia de tales o cuales defectos padecidos por la obra. Pero la insatisfacción que sentimos delante de todo lo griego, por ejemplo, se acusa tanto más sutilmente cuanto menos reparos nos ocurren. La grecofilia ha heredado de su ídolo cultural la insinceridad —la misma insinceridad esencial que ahora intento definir—, y es muy difícil entenderse con ella. Siempre creerá que nuestras objeciones al arte helénico significan la negación de sus gracias perfectas. Pero no hay tal. E s prácticamente imposible encontrar defectos a ciertas estatuas griegas. Son lo que tenían que ser. Todo lo clásico es siempre lo que tenía que ser; no ofrece poro alguno a la crítica. Pero el grecófilo olvida que esa valoración de una obra con respecto a su propio módulo ideal es sólo relativa. Frente a ella actúa, debe actuar, otra valoración absoluta en que estimamos no tanto la obra concreta como el estilo a que ella aspira. Una estatua griega me parece perfecta, pero esa perfección griega me deja insatisfecho. Y esto que. me acontece le acontece a todo el mundo, aunque casi nadie sepa ver que le acontece. Los clásicos ejercen un indelicado terrorismo sobre las pobres almas contemporáneas, tan poco seguras de sí. E l hombre que no se entusiasma con lo clásico se avergüenza de sí mismo. {Superstición! Con lo clásico es psicológicamente imposible entusiasmarse (si excluímos los falsos fervores suscitados por motivos ajenos a la obra clásica). L a obra clásica se siente siempre distante de nuestra sensibilidad, como si no encajase exactamente en el perfil de nuestro apetito. Queda siempre circunscribiendo éste vagamente, sin ceñirse bien a él. N o s parece que quien se complace en aquella belleza no es nuestra persona individual, sino un yo abstracto y ejemplar que lleváramos dentro y que nos fuese común con todo el género humano, un yo pedagógico. Es el mismo yo que» asiente al 2 + 2 = 4. Un yo sin duda respetable, pero que no es el nuestro inalienable e insustituible; un yo que forma sólo la periferia del auténtico; un yo que fuese 514 un polígono dentro del cual está inscrito nuestro verdadero yo, deliciosa o trágicamente circular. E n vez de decir que la obra clásica nos queda distante, podríamos formular el mismo hecho íntimo, la misma impresión, diciendo que la obra clásica es pobre. Pobre como lo es el polígono con respecto al círculo, la recta emparejada con la curva. La vida clásica se compone de tópicos. Con esto no pretendo descalificar las ideas y valores característicos de las épocas culminantes. Sus ideas son discretísimas, sus valores son de alta nobleza, pero tienen la condición abstracta, genérica y mostrenca propia a todos los tópicos. Todavía en el siglo xviir se consideraba como uno de los valores esenciales a toda obra bella «la unidad en la variedad». Pero ¿es posible entusiasmarse con esa virtud? Podrá ser reconocida y alguna reflexión nos moverá hasta aplaudirla; pero con la contemplación de lo uno en lo vario no puede embriagarse nadie. L o propio cabe decir del principio monárquico a lo Luis X I V o de la democracia ateniense. Son ideas tópicas de que hoy no podríamos vivir. Aunque la reflexión las encuentre plausibles, son demasiado inconcretas para coincidir con nuestras exigencias individuales. E l tópico es la verdad impersonal, y cuando hallamos que una época se ha satisfecho respirando tópicos, necesitamos pensar que los hombres de ella eran impersonales. Pero ¿qué significa esto? N o es posible admitir que a esos hombres faltase la sensación de su propia individualísima personalidad. L o que ocurría era otra cosa. Por unas u otras razones históricas, existía en ellos la propensión a creer que la vida debe consistir en una acomodación del individuo a ciertas formas oficiales, convencionales, de reacción intelectual o estética. Sólo así es posible un estilo colectivo, y sólo bajo el imperio de un estilo colectivo es posible una época clásica. Nuestra sensibilidad es rigorosamente opuesta. Vivir es para nosotros huir del tópico, recurrir de él a nuestra personalísima reacción. Aquella otra tendencia incluye una radical insinceridad. N o porque esos hombres ocultasen lo que sentían, sino porque sentían conforme a un patrón. Eran insinceros en segunda potencia. En una conferencia reciente hacía notar Valéry que en el arte clásico hay siempre un elemento convencional. Y o aguzaría el diagnóstico. Todo arte clásico, toda vida clásica, es convencionalidad constituida. Sólo cuando los hombres llegan a ser en su sustancia misma convencionales, puede levantarse el admirable edificio de un. clasicismo. Nuestra edad, en cambio, siente, quiera o no, una grave incom- 515 patibilidad con todo lo convencional. Es menester que la idea, que la gracia, que el dogma y el imperativo se amolden exactamente al pulso de cada persona. Y como todo gran edificio social supone artificios sobreindividuales, va a ser muy difícil que nuestro tiempo produzca arte grande, sistemas ejemplares, política constructiva. Algunos ensayan oponerse a la sinceridad contemporánea, por considerarla, muy justamente, una fuerza deletérea. Pero, sin remedio, sus predicaciones suenan a un extemporáneo convencionalismo. Así, los que predican el retorno al arte clásico o el señor Maurras, que se obstina en restaurar la política clásica de Europa. Y a el hecho de predicar es un convencionalismo. Implica el propósito de suplantar nuestro efectivo y sincero modo de sentir con otro que el predicador considera debido. E l hecho de que parezca el mundo haberse vaciado de prestigios, de glorias, de disciplinas, de «principios», etc., no es sino un resultado de la sinceridad operante. Como un reactivo mordiente, actúa ésta sobre toda la noble convencionalidad clásica y la desvirtúa. E l mundo vuelve a estar desnudo, a ser simplemente lo que es, sin halos patéticos, sin resonancias convenidas, sin «piezas montadas». ¿Podremos sobre esa nuda realidad fabricar un modo vigoroso de existencia? Éste es el problema del presente. ¿Cabe un clasicismo asentado en sinceridad? ¿No es una contradicción? Pero el destino de la vida en el cosmos ha sido siempre resolver las contradicciones que nuestra razón afila. La cuestión puede resumirse así. Hay dos clases de épocas: aquellas en que la «buena acción» es la acción que repite un modelo —lo estimado en ella es el esfuerzo por no ser individual, por pasar íntegra la persona al tipo o esquema genérico. Y aquellas otras en que, por el contrario, lo estimable de la acción es su sinceridad, ese tufo de espontaneidad que en ella encontramos cuando la vemos brotar del individuo como la hoja del botón en el árbol. L o que en ella nos complace es el esfuerzo por no ser conforme al modelo. Se trata, pues, de dos preferencias inversas. Revista de Occidente, mayo 1924. A B E J A S M I L E N A R I A S EN la Exposición de Pinturas Rupestres que hace un par de años organizó la Sociedad de Amigos del Arte, nada sorprendió tanto, junto a los grandes frescos de Altamira, como la escena que representa a un hombre colgado en una escala trenzada con materias vegetales y que castra una colmena alojada en un agujero de la roca. Asustadas por la intrusión, vuelan las abejas en torno al cazador. E l dibujante primitivo ha sabido interpretar este vuelo con tal gracia impresionista, que, al cabo de milenios, conserva todo el estremecimiento y la dispersión azorada del original. Esta perduración de un encanto estético subyuga con vago pavor místico. La persistencia al través de los cambios, el poder extraño de flotar sobre las tormentas de los siglos, provoca en el espíritu una reacción de estupor favorable a las emociones mágicas. Pero aún es más conmovedora esta misteriosa perduración cuando lo que pervive no es sólo el encanto artístico de una imagen, sino que, como en el caso presente, subsiste la realidad misma que la pintura primitiva refiere. Poco tiempo después de visitar aquella Exposición tropecé en una de mis lecturas etnográficas con la descripción de una escena idéntica que todavía acontece (i). Fijar la atención sobre ello puede ser de alguna utilidad para los prehistoriadores. Se trata, en efecto> de un caso ejemplar que manifiesta la fértil reciprocidad existente entre la prehistoria y la etnología, ciencias ambas tan características de nuestro tiempo. (1) Serrasin, Die Vedaos vori Ceylon, 1893. Seligman, The Veddae, 1911. 517 La relación en que se hallen las maneras primigenias de humanidad, perescrutadas por la prehistoria, y las de los pueblos «salvajes» del presente será siempre problemática. N o falta quien con graves razones considera las razas primitivas actuales como casos de degeneración, en tanto que el prehistoriador suele encontrarse con restos maravillosos que arguyen una genialidad matinal de la especie humana. Esto invita a mantener diferenciadas la prehistoria y la etnología, a modo de dos idiomas distintos, pero dispuestos en todo instante a traducirse mutuamente. E n el caso de ahora, la coincidencia de ambos lenguajes es perfecta, y la pintura vetustísima queda explicada sin resto y sin sutilezas por el hecho actual. Ello acaece entre los Veddas de Ceilán, que son una de las razas de vida más elemental entre las conocidas. Viven en pequeñas hordas de ocho o diez individuos, cada una adscrita a un distrito de caza, que es respetado por las demás. N o existe entre ellos estructura alguna de Estado, y la familia misma carece de regulación. E l hombre suele casarse con su hermana menor, y sólo, según parece, le está prohibido el enlace con la mayor o con las hermanas de su madre. N o conocen la guerra y carecen del síntoma bélico por excelencia, que es el arma defensiva— el escudo. N o se reúnen en fiestas colectivas, y cuando alguno muere no se le entierra, sino que queda abandonado el cadáver y la horda huye. Ignoran toda autoridad. Existe sólo el predominio efectivo de la personalidad más vigorosa, física o moralmente. Pero esta superioridad real de un individuo no se ha solidificado en el oficio genérico y perdurable de una magistratura. A veces, la persona más influyente, por ser la más vivaz, es una mujer. La configuración del territorio es una serie de valles silvanos que irradian de una sierra, coronada de rocas, donde abundan las cuevas. La vida de estos hombres está regida en su ciclo anual por los animales de que se alimentan, ciervos principalmente. E n el período de las lluvias —octubre, noviembre y diciembre—, la caza abandona el valle y sube a la sierra. Los Veddas siguen dócilmente la emigración de las bestias y ascienden a la región rocosa, donde hallan cavernas naturales. Como el número de éstas es inferior al de las hordas, acaece que se alojan en una varias de éstas. Pero es un fenómeno de alta significación para entender la psicología del hombre primitivo que, a pesar de vivir en la misma concavidad durante tres meses del año, no se traba entre las hordas nexo alguno perdurable que inicie una forma superior de organización. Cuando el invierno pasa, las hordas descienden a sus parques de caza y no 518 vuelven a verse ni casi a saber las unas de las otras. E l comercio entre ellas es nulo, y el que ejecuta con las tribus singalesas próximas es del tipo que se ha llamado silencioso. E l Vedda que necesita algún producto síngales deposita en la linde del territorio una porción de carne. A los dos o tres días encuentra en su lugar el producto apetecido. Sólo hay un momento durante todo el año en que el atomismo de las hordas vive una hora de organización casi estataria. E n ese momento surge una autoridad, una magistratura que inmediatamente vuelve a volatilizarse. Es la ocasión que la pintura rupestre a que se refieren estas notas declara con sus formas mudas. La abeja índica labra sus colmenas en la roca, y preferentemente, en las oquedades y entrantes de ella guarecidos de la lluvia. Por un agudo instinto terapéutico, estos salvajes comedores de carnes fuertes sienten un gran apetito del alimento complementario, la miel, rica en hidratos carbónicos. Pero la obtención del delicioso manjar es sobremanera peligrosa y exige cooperación. Los panales se hallan en las paredes de las rocas cortadas a pico. Es preciso descolgarse sobre el vacío para extraerlos y exponerse a la picadura innumerable de estos ápidos, que es sumamente dolorosa. Hace falta un hombre muy resuelto, un héroe, que se desliza por una escala vegetal mientras otros sostienen ésta desde la altura. Si titubear^ y abandonan el peso, están obligados a recoger la familia del periclitado —única ley sobrefamiliar existente en esta civilización protoplasmática. La escena, según es descrita por los viajeros, tiene un carácter patético no exento de gestos wagnerianos. Acontece en las noches borrascosas de la estación. E n la frente de las rocas florecen incendios rituales para aplacar el demonio del abismo —que, según creo, es de sexo femenino. Suenan cantos religiosos de dramática resonancia que animan a los héroes prestos a la hazaña. E l protagonista desciende por las febles sogas, se sume en la tiniebla. Lleva un poco de hierba húmeda ardiendo, a fin de estupefacer a las abejas con el humo. Cuelga de su hombro al flanco un saco donde va a recoger la miel. E l viento bronco silba en las aristas de la piedra y hace bambolearse sobre el vacío al hombre y su escala. Cuando, victorioso, torna a la cima, tiene el derecho de repartir la miel y reservarse la mejor parte. Este oficio de distribuir es la única magistratura que conoce, y eso fugazmente, la sociología de los Veddas. Compárese con esta descripción la figura rupestre. La coincidencia es perfecta. Además, la región levantina donde existe tiene 519 una configuración pareja a la que presenta el territorio central de la isla indica. La vida del salvaje Vedda posee un repertorio reducidísimo de actos, ideas, sentimientos. Puede decirse que está polarizada por los dos signos de la abeja y el ciervo. Esta simplicidad tiene un valor inestimable para la ciencia, porque si algún día deja de ser la Historia el cuento de viejas que todavía es, se deberá al descubrimiento de leyes específicas que rigen los movimientos colectivos como las mecánicas imperan la inquietud de los astros. Ahora bien, es vano pretender que esas leyes se nos revelen investigando las edades de vida más compleja que nos son más o menos próximas. La única probabilidad de su descubrimiento se esconde en el estudio de las formas más primitivas, más elementales de la existencia humana. N o ha habido física hasta que, apartando la vista de la pavorosa complicación del mundo, le ocurrió a Galileo analizar los fenómenos más sencillos —una bola que rueda sobre un plano inclinado, un péndulo que oscila bajo una bóveda. De esta suerte fue descubierto el abecedario de los movimientos que luego, en sus complicaciones sintácticas, forma el gran párrafo de la astronomía. Esperamos un Galileo de la historia y nos resistimos a aceptar que la hipótesis del Ubre albedrío, aunque sea bien fundada e inexcusable en Ética, obture el paso hacia un sistema de la Historia, construcción que, como ninguna otra, es postulada por los nervios de nuestra época. Revista de Occidente, agosto 1924. LA « F I L O S O F Í A DE L A H I S T O R I A » DE HEGEL Y LA H I S T O R I O L O G Í A CON esta versión de la Filosofía de la Historia, de Hegel, comienzo a publicar una Biblioteca de Historiología. Esta palabra —historiología— se usa aquí, según creo, por vez primera. Convendría, pues, conjuntamente, aclarar cuál sea su significado y por qué al frente de lo que ella enuncia colocamos a Hegel con aire de capitán (i). Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos. Pero bajo el gesto insatisfecho de joven príncipe Hamlet que hace el hombre ante el universo, se esconden tres maneras de alma muy diferentes: dos buenas y una mala. Hay la insatisfacción provocada por lo incompleto e imperfecto de cuanto da la realidad. Este sentimiento me parece la suma virtud del hombre: es leal consigo mismo y no quiere engañarse attibuyendo a lo que le rodea perfecciones ausentes. Esta insatisfacción radical se caracteriza porque en ella el hombre no se siente culpable ni responsable de la imperfección que advierte. Mas hay otro descontento que se refiere a las propias obras humanas, en que el individuo no sólo echa de ver su defectuosidad, sino que tiene a la par conciencia de que sería posible evitarla, cuando menos en cierta medida. Enton(1) Los que siguen son algunos apuntes para un prólogo a la traducción española del famoso curso de Hegel, que, por vez primera vertido a idioma latino, publicó en sus ediciones la Revista de Occidente. 521 ees se siente no sólo descontento de la cosa, sino de sí mismo. V e con toda claridad que podría aquélla hacerse mejor; encuentra ante sus ojos, junto a la obra monstruosa, el perfil ideal que la depura o completa, y como la vida es en él —a diferencia de lo que es en el animal— un instinto frenético hacia lo óptimo, no para hasta que ha logrado adobar la realidad conforme a la norma entrevista. Con esto no obtiene una perfección absoluta, pero sí una relativa a su responsabilidad. E l descontento radical y metafísico perdura, pero cesa el remordimiento. Frente a estos dos modos excelentes de sentirse insatisfecho hay otro que es pésimo: el gesto petulante de disgusto que pasea por la existencia el que es ciego para percibir las cualidades valiosas residentes en los seres. Esta insatisfacción queda siempre por debajo de la gracia y virtud efectivas que recaman lo real. Es un síntoma de debilidad en la persona, una defensa orgánica que intenta compensarla de su inferioridad y nivela imaginariamente a la vulpeja con todo racimo peraltado. Esta Biblioteca de Historiologta ha sido inspirada por la insatisfacción sentida al leer los libros de historia, ante todo los libros de Historia. Conforme volvemos sus páginas, siempre abundantes, nos gana irremediablemente, contra nuestra favorable voluntad, la impresión de que la Historia tiene que ser cosa muy diferente de lo que ha sido y es. N o se trata de un descontento de la primera ni de la última clase, sino de la concreta insatisfacción que he colocado entremedias: la que implica remordimiento porque ve clara una posible perfección. A l paso que otras ciencias, por ejemplo, la física, poseen hoy un rigor y una exactitud que casi, .casi rebosan nuestras exigencias intelectuales, hasta el punto de que la niente va tras ellas un poco apurada y excesivamente tensa, acaece que la Historia al uso no llena el apetito cognoscitivo del lector. E l historiador nos parece manejar toscamente, con rudos dedos de labriego, la fina materia de la vida humana. Bajo un aparente rigor de métodos en lo que no importa, su pensamiento es impreciso y caprichoso en todo lo esencial. Ningún libro de Historia representa con plenitud en esta disciplina lo que tantos otros representan en física, en filosofía y aun en biología —el papel de clásicos. L o clásico no es lo ejemplar ni lo definitivo: no hay individuo ni obra humana que la humanidad, en manera viva, no haya superado. Pero he ahí lo específico y sorprendente del hecho clásico. La humanidad, al avanzar sobre ciertos hombres y ciertas obras, no los ha aniquilado y sumergido. N o se sabe qué extraño poder de pervivencia, de inexhausta vitali- 522 dad, les permite flotar sobre las aguas. Quedan, sin duda, como un pretérito, pero de tan rara condición, que siguen poseyendo actualidad. Ésta no depende de nuestra benevolencia para atenderlos, sino que, queramos o no, se afirman frente a nosotros y tenemos que luchar con ellos como si fuesen contemporáneos. Ni nuestra caritativa admiración ni una perfección ilusoria y «eterna» hacen al clásico, sino precisamente su aptitud para combatir con nosotros. Es el ángel que nos permite llamarnos Israel. Clásico es cualquier pretérito tan bravo que, como el Cid, después d." muerto nos presente batalla, nos plantee problemas, discuta y se defienda de nosotros. Ahora bien: esto no sería posible si el clásico no hubiese calado hasta el estrato profundo donde palpitan los problemas radicales. Porque vio algunos claramente y tomó ante ellos posición, pervivirá mientras aquéllos no mueran. N o se le dé vueltas: actualidad es lo mismo que problematismo. Si los físicos dicen que un Cuerpo está allí donde actúa, podemos decir que un espíritu pervive mientras hay otro espíritu al que propone un enigma. La más radical comunidad es la comunidad en los problemas. El error está en creer que los clásicos lo son por sus soluciones. Entonces no tendrían derecho a subsistir, porque toda solución queda superada. E n cambio, el problema es perenne. Por eso no naufraga el clásico cuando la ciencia progresa. Pues bien, en la Historia no hay clásicos. Los que podían optar al título, como Tucídides, no son clásicos formalmente en cuanto historiadores, sino bajo otras razones. Y es que la Historia parece no haber adquirido aún figura completa de ciencia. Desde el siglo xviii se han hecho no pocos ensayos geniales para elevar su condición. Pero no los han hecho los historiadores mismos, los hombres del oficio. Fue Voltaire o Montesquieu o Turgot, fue Winckelmann o Herder, fue Schelling o Hegel, Comte o Taine, Mar o Dilthey. Los historiadores profesionales se han limitado casi siempre a teñir vagamente su obra con las incitaciones que de esos filósofos les llegaban, pero dejando aquélla muy poco modificada en su fondo y sustancia. Este fondo y sustancia de los libros históricos sigue siendo el cronicón. Existe un evidente desnivel entre la producción historiográfica y la actitud intelectiva en que se hallan colocadas las otras ciencias. Así se explica un extraño fenómeno. Por una parte, hay en las gentes cultas una curiosidad tan viva, tan dramática para lo histórico, que acude presurosa la atención pública a cualquier descubrimiento arqueológico o etnográfico y se apasiona cuando aparece un libro 523 como el de Spengler. E n cambio, nunca ha estado la conciencia culta más lejos de las obras propiamente históricas que ahora. Y es que la calidad inferior de éstas, en vez de atraer la curiosidad de los hombres, la embotan con su tradicional pobreza. Indeliberadamente actúa en los estudiosos un terrible argumento ad homtnem que no debe silenciarse: la falta de confianza en la inteligencia del gremio historiador. Se sospecha del tipo de hombre que fabrica esos eruditos productos; se cree, no sé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscritos a expedientear el pasado. E n suma, mandarines. Y no puede desconocerse que hay una desproporción escandalosa entre la masa enorme de labor historiográfica ejecutada durante un siglo y la calidad de sus resultados. Y o creo firmemente que los historiadores no tienen perdón .de Dios. Hasta los geólogos han conseguido interesarnos en el mineral; ellos, en cambio, habiendo entre sus manos el tema más jugoso que existe, han conseguido que en Europa se lea menos Historia que nunca. Verdad es que las cimas de la historiografía no gozan de gran altitud. Puede hacerse una experiencia. Los alemanes nos presentan una y otra vez como prototipo de historiador, como gran historiador ante el Altísimo, a Leopoldo de Ranke. Tiene fama de ser el más rico en «ideas». Léase, pues, a Ranke, que es él solo una biblioteca. Después de leerlo con atención, sopese el lector el botín de ideas claras que un año de lectura le ha dejado. Tendrá el recuerdo de haber atravesado un desierto de vaguedades. Diríase que Ranke entiende por ciencia el arte de no comprometerse intelectualmente. Nada es en él taxativo, claro, inequívoco. Pero a esta sincera impresión del lector responden los historiadores diciendo: «Esa falta de «ideas» que se advierte en Ranke no es su defecto, sino su específica virtud. Tener «ideas» es cosa para los filósofos. E l historiador debe huir de ellas. La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos». Nada más, nada menos. Por eso, según Ranke, la misión de la Historia es «tan sólo decir cómo, efectivamente, han pasado las cosas» (i). Los historiadores repiten constantemente esta fórmula, como si en ella residiese un poder entre mágico y jurídico que les tranquiliza (1) E n el famoso prölogo a su libro Geschichte der romanischen und germanischen Völker von 1494-1514 (1824). 524 respecto a sus empedernidos usos y les otorga un fuero bien fundado. Pero la verdad es que esa frase de Ranke, típica de su estilo, no dice nada determinado (i). Sólo cabrá algún sentido si se advierte que fue escrita como declaración de guerra contra Hegel, precisamente contra esta Filosofía de la Historia, que entonces no se había publicado aún, pero actuaba ya en forma de curso universitario. Con ella comienza la batalla entre la «escuela histórica» y la «escuela filosófica» (2). Y ante todo, es preciso reconocer que la escuela histórica comienza por tener razón frente a la «escuela filosófica», frente a Hegel. Su filosofía es, en uno u otro rigoroso sentido, lógica, y opera mediante un movimiento de puros conceptos lógicos, y pretende deducir lógicamente los hechos a-lógicos, no hay duda que la Historia debe rebelarse contra su intolerable imperialismo. Ahora bien: la filosofía de la Historia de Hegel pretende, por lo tanto, y muy formalmente, ser eso. Por lo tanto, nos unimos a los historiadores en su jacquerie contra la llamada «filosofía del espíritu», y, aliados con ellos, tomamos la Bastilla de este libro hegeliano. Pero una vez que hemos asaltado la fortaleza, nos volvemos contra la plebe historiográfica y decimos: «La Historia no es filosofía. E n esto nos hallamos de acuerdo. Pero ahora digan ustedes qué es». De Niebuhr y Ranke se data la ascensión de la Historia al rango de la auténtica ciencia. Niebuhr representa la «crítica histórica», y Ranke, además de ella, la «historia diplomática o documental». Historia —se nos dice— es eso: crítica y documento. Como el historiador no puede tachar al filósofo de insuficiencia crítica le echa en cara, casi siempre con pedantería, su falta de documentos. Desde hace un siglo, gracias a la documentación, se siente (1) Con certera ironía habla Ottokar Lorenz de los «medios elásticos de lenguaje» que Ranke tenía a su disposición. Die GeschicJitsvñssenchaft, tomo II, 1891. (2) El término «escuela histórica» se usa con diferente radio. Troeltsch lo reduce a la escuela de Savigny, Eichhorn, etc. (Der Historiamus und seine Probleme, 277 y sigs., 1923); Rothacker incluye a casi todos los postrománticos (Einleüung in die Geistesivissenschaften, 40 y ss., 1920). Puede ampliarse aún más y comprender en él todos los historiadores enemigos de la filosofía de la historia. Esto significaba la palabra para Ranke. Por supuesto, que rfi siquiera esa oposición a la filosofía está clara en Ranke. Suya es esta otra frase: «Con frecuencia se ha distinguido entre la escuela histórica y la filosófica; pero la verdadera historia y la verdadera filosofía no pueden nunca estar en colisión». 525 como un chico con zapatos nuevos. L o propio acontece al naturalista con el experimento. También se data la «ciencia nueva», la física, desde Galileo, porque descubrió el experimento. Es inconcebible que existan todavía hombres con la pretensión de científicos — y son los que más se llenan la boca de este adjetivo— que crean tal cosa. ¡Como si no se hubiese experimentado en Grecia y en la Edad Media; como si antes del siglo xrx no hubiese el historiador buscado el documento y criticado sus «fuentes»! L a diferencia entre lo que se hizo hasta 1800 y lo que se comenzó a hacer va para un siglo es sólo cuantitativa y no basta para modificar la constitución de la Historia. Claro es que ningún gran físico, ningún historiador de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sabían muy bien que ni la física es el experimento —así, sin más ni más— ni la Historia el documento. Galileo el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar de que uno y otro combaten la filosofía de su tiempo. L o que pasa es que ni uno ni otro —tan taxativos en su negación, en su justa rebeldía— son igualmente precisos en su afirmación, en su teoría del conocimiento físico e histórico (1). La innovación sustancial de Galileo no fue el «experimento», si por ello se entiende la observación del hecho. Fue, por el con(1) La impureza, la imprecisión radical de Ranke —representativo de todo el gremio— en las cuestiones fundamentales, se demuestra haciendo notar que toda su vida aspira a ser tenido como el anti-Hegel; pero al escribir en sus últimos años una Historia Universal y verse obligado a afrontar los decisivos problemas que ella plantea, dice: «¿Cómo no podría lograrse con mayor seguridad una concepción universal siguiendo u n camino puramente histórico? N o ; sólo por el camino que Niebuhr inició y la tendencia que inspiró a Hegel es posible dar cima a la tarea que se propone la Historia Universal. E s preciso dedicarse con todo amor a la investigación particular, examinar lo individual según normas morales; pero, a la par, es preciso intentar comprender el curso de la historia en todo su conjunto. El dominio de la investigación histórica es, al cabo, el de la existencia espiritual, que marcha en incesante progreso. Ciertamente que éste no v a regido por categorías lógicas, sino que las experiencias históricas poseen siempre su propio contenido espiritual. E n su sucesión no se revela una necesidad absoluta, pero sí una estricta causalidad interna.» (Citado e n Lorenz, loe. cit., Tí, 56). Estas palabras de Ranke demuestran muchas cosas importantes: Primera, que el anti-Hegel era bastante hegeliano, puesto que algo de Hegel le parece esencial para la constitución de la Historia; segunda, que no dice claramente qué de Hegel debe conservarse; tercera, que dice, en cambio, muy claramente, qué no debe conservarse (las categorías lógicas); cuarta, que la Historia posee sus propias categorías, y no es sólo crítica y documento (Niebuhr). N o pedimos más que esto último. 526 trario, la adjunción al puro empirismo que observa el hecho de una disciplina ultraempírica: el «análisis de la Naturaleza». E l análisis no observa lo que se ve, no busca el dato, sino precisamente lo contrario: construye una figura conceptual (mente concipio) con la cual compara el fenómeno sensible. Pareja articulación del análisis puro con la observación impura es la física. Ahora bien: ésta es la anatomía de toda ciencia de realidades, de toda ciencia empírica. Cuando se usa esta última denominación, se suele malentender, y la mente atiende sólo al adjetivo «empírica», olvidando el substantivo «ciencia». Ciencia no significa jamás «empina», observación, dato a posterior?, sino todo lo contrario: construcción a priori. Galileo escribe a Kepler que en cuanto llegó el buen tiempo para observar a Venus se dedicó a mirarla con el telescopio: «ut quod mente tenebam indubium, ipso etiam sensu comprehenderem» (i). Es decir, que antes de mirar a Venus, Galileo sabía ya lo que iba a pasar a Venus, indubium, sin titubeo, con una seguridad digna de Don Juan. La observación telescópica no le enseña nada sobre el lucero; simplemente confirma su presencia. La física es, pues, un saber a priori, confirmado por un saber a posteriori. Esta confirmación es, ciertamente, necesaria y constituye uno de los ingredientes de la teoría física. Pero conste que se trata sólo de una confirmación. Por tanto, no se trata de que el contenido de las ideas físicas sea extraído de los fenómenos: las ideas físicas son autógenas y autónomas. Pero no constituyen verdad física sino cuando el sistema de ellas es comparado con un cierto sistema de observaciones. Entre ambos sistemas no existe apenas semejanza, pero debe haber correspondencia. E l papel del experimento se reduce a asegurar esta correspondencia (2). La física es, sin duda, un modelo de ciencia, y está de sobra justificado que se hayan ido tras ella los ojos de quienes buscaban para su disciplina una orientación metodológica. Pero fue un quid pro quo, más bien gracioso que otra cosa, atribuir la perfección de (1) Galüei, Opere, II, 464. (2) Según Weyl, esta correspondencia no llega a consistir ni siquiera en un paralelismo, de suerte que «cada enumerado particular tenga un sentido verificable en la intuición». E n la ciencia natural, «la verdad forma un sistema que sólo puede ser comprobado en su integridad». Philoaophie der Motematik und Naturtoiaaenachaft, pág. 111. E n algún pequeño artículo Weyl formula mas enérgicamente este diagnóstico, diciendo que el corpua de la física toca sólo con algunos de sus puntos el mundo de la experiencia, es decir, de los «hechos». 527 la física a la importancia que el dato tiene en ella. E n ninguna ciencia empírica representan los datos un papel más humilde que en física. Esperan a que el hombre imagine y hable a priori para decir s i o no (i). Un error parecido lleva a hacer consistir la Historia en el documento. La circunstancia de que en esta disciplina la obtención y depuración del dato sean de alguna dificultad —más por la cantidad (1) Nada hubiera sorprendido tanto a Galileo, Descartes y demás instauradores de la nuova scienza como saber que cuatro siglos más tarde iban a ser considerados como los descubridores y entusiastas del «experimento». Al estatuir Galileo la ley del plano inclinado, fueron los escolásticos quienes se hacían fuertes en el experimento contra aquella ley. Porque, en efecto, los fenómenos contradecían la fórmula de Galileo. E s éste un buen ejemplo para entender lo que significa el «análisis de la naturaleza» frente a la simple observación de los fenómenos. Lo que observamos en el plano inclinado es siempre una desviación de la ley de caída, no sólo en el sentido de que nuestras medidas dan sólo valores aproximados a aquélla, sino que el hecho, tal y como se presenta, no es una caída. Al interpretarlo como una caída, Galileo comienza por negar el dato sensible, se revuelve contra el fenómeno y opone a él un «hecho imaginario», que es la ley: el puro caer en el puro vacío un cuerpo sobre otro. Esto le permite descomponer (analizar) el fenómeno, medir la desviación entre éste y el comportamiento ideal de dos cuerpos imaginarios. Esta parte del fenómeno, que es desviación de la ley de caída, es, a su vez, interpretada imaginariamente como choque con el viento y roce del cuerpo sobre el plano inclinado, que son otros dos hechos imaginarios, otras dos leyes. Luego puede recomponerse el fenómeno, el hecho sensible como nudo de esas varias leyes, como combinación de varios hechos imaginarios. Lo que interesa a Galileo no es, pues, adaptar sus ideas a los fenómenos, sino, al revés, adaptar los fenómenos mediante una interpretación a ciertas ideas rigorosas y a priori, independientes del experimento, en suma, a formas matemáticas. Esta era su innovación; por tanto, todo lo contrario de lo que vulgarmente se creía hace cincuenta años. N o observar, sino construir o priori matemáticamente, es lo específico- del galileísmo. Por eso decía para diferenciar su método: «Guidicate, signore Boceo, qual dei due modi di filosofare cammini piú a segno, o il vostro físico puro e semplice bene, o il mío condito con qualche spruzzo di matemática». (Opere, II, 329). Con claridad casi ofensiva aparece este espíritu en un lugar de Toscanelli: «Che i principii della dottrina de motu siano veri o falsi, a me importa pochissimo. Poiché se non son veri, fingasi che sian veri conforme habbiamo supposto, e poi prendansi tutte le altre specolazioni derívate da essi principii, non come cosí miste, ma puré geometriche. l o fingo o suppongo che qualche corpo o punto si muova all'ingiú e all'insu con la nota proporzione ed orizzontalmente con moto equabile. Quando questo sia io dico che seguirá tutto quello che ha detto il Galileo, ed io anchora. Se poi le palle di piombo, di ferro, di pietra non osservano quella supposta proporzione, 528 que por la calidad del trabajo exigido—, ha proporcionado a este piso de la ciencia Histórica una importancia monstruosa. Cuando a principios del siglo xxx sonó la voz de que el historiador tenía que recurrir a las «fuentes», pareció cosa tan evidente e ineludible que la Historia se avergonzó de si misma por no haberlo hecho {la verdad es que lo hizo desde siempre). Equivalía esta exigencia al imperativo más elemental de todo esfuerzo cognoscitivo referente a realidades, que es aprontar ciertos datos. Y he aquí que todo un sistema de técnicas complicadas va a surgir en la pasada centuria con el propósito exclusivo de asegurar los «datos históricos». Pero los datos son los que es dado a la ciencia—ésta empieza más allá de ellos. Ciencia es la obra de Newton e Einstein, que no han encontrado datos, sino que los han recibido o demandado. Parejamente, la Historia es cosa muy distinta de la documentación y de la filología. Desde las primeras lecciones que componen este libro, Hegel ataca a los filólogos, considerándolos, con sorprendente clarividencia, como los enemigos de la Historia. N o se deja aterrorizar por «el llamado estudio de las fuentes» (pág. 8) que blanden con ingenua agresividad los historiadores de profesión. Un siglo más tarde, por fuerza hemos de darle la razón: con tanta fuente se ha empantanado el área de la Historia. Es incalculable la cantidad de esfuerzo que la filología ha hecho perder al hombre europeo en los cien años que lleva de ejercicio. Sin ton ni son se ha derrochado trabajo sobre toneladas de documentos, con un rendimiento histórico tan escaso que en ningún orden de la inteligencia cabría, como en éste, hablar de bancarrota. Es preciso, ante todo, por alta exigencia de la disciplina intelectual, negarse a reconocer el título de científico a un hombre que simplemente es laborioso y se afana en los archivos sobre los códices. E l filólogo, solícito como la abeja, suele ser, como ella, torpe. N o sabe a qué va todo su ajetreo. Sonambúlicamente acumula suo danno, noi diremmo che non parliamo di esse». Opera-Faenza, 1919. Volumen III, 357. De modo que si los fenómenos —las bolas de plomo, hierro y piedra— no se comportan según nuestra construcción, peor para ellas, suo danno. Claro es que la física actual se diferencia mucho de la de Galileo y Toscanelli no sólo por su contenido, sino por su método. Pero esta diferencia metódica no es contraposición, sino, al contrario, continuación y perfeccionamiento, depuración y enriquecimiento de aquella táctica intelectual descubierta por los gigantes del Post-renacimiento. 529 TOMO I V . — 3 4 citas que no sirven para nada apreciable, porque no responden a la clara conciencia de los problemas históricos. Es inaceptable en la historiografía y filología actuales el desnivel existente entre la precisión usada al obtener o manejar los datos y la imprecisión, más aún, la miseria intelectual en el uso de las ideas constructivas. Contra este estado de las cosas en el reino de la Historia se levanta la historiología. V a movida por el convencimiento de que la Historia, como toda ciencia empírica, tiene que ser, ante todo, una construcción y no un «agregado» —para usar el vocablo que Hegel lanza una vez y otra contra los historiadores de su tiempo. La razón que éstos podían tener contra Hegel oponiéndose a que el cuerpo histórico fuese construido directamente por la filosofía, no justifica la tendencia, cada vez más acusada en aquel siglo, de contentarse con una aglutinación de datos. Con la centésima parte de los que hace tiempo están ya recogidos y pulimentados, bastaba para elaborar algo de un porte científico mucho más auténtico y sustancioso que cuanto, en efecto, nos presentan los libros de Historia. Toda ciencia de realidad —y la Historia es una de ellas— se compone de estos cuatro elementos: a) Un núcleo a priori, la analítica del género de realidad que se intente investigar —la materia en física, lo «histórico» en Historia. b) Un sistema de hipótesis que enlaza ese núcleo a priori con los hechos observables. c) Una zona de «inducciones» dirigidas por esas hipótesis. d) Una vasta periferia rigorosamente empírica —descripción de los puros hechos o datos. La proporción en que estos diversos elementos u órganos intervengan en la ciencia depende de su fisiología particular, y ésta, a su vez, de la textura ontológica que cada forma general de realidad posea. N o sólo con respecto al sujeto cognoscente, sino en sí misma, posee la «materia» una estructura diferente de la que tiene el «cuerpo vivo», y ambas son muy distintas de la estructura real propia de lo «histórico». E s posible que en la Historia no llegue nunca el núcleo a priori, la pura analítica, a dominar el resto de su anatomía como ciencia, según acontece en física; pero lo que parece evidente es que sin él no cabe la posibilidad de una ciencia histórica. Querer reducir ésta a su elemento superior, a la descripción de puros hechos y acumulación de simples datos, por tanto, a lo que aislado y por sí no es ciencia en la ciencia, empieza ya a parecer un error demasiado grave para n o reclamar correctivo. E l mero acto de llamar «histórico» a cierto 530 hecho y a tal dato introduce ya, dése o no cuenta el historiador, todo el a priori historiológico en la masa de lo puramente facticio y fenoménico. «Todo hecho es ya teoría», dijo Goethe (i). N o se comprende que haya podido imaginarse otra cosa si no supiésemos cómo aparecía planteado el problema epistemológico hacia 1800. Tanto el kantismo como el positivismo partían, dogmáticamente, de la más extraña paradoja, cual es creer que existe un conocimiento del mundo y a la vez creer que ese mundo no tiene por sí forma, estructura, anatomía, sino que consiste primariamente en un montón de materiales —los fenómenos— o, como Kant dice, en un «caos de sensaciones». Ahora bien: como el caos es informe,, no es mundo, y la forma o estructura que éste ha menester ha tenido que ponerla el sujeto salivándola de sí mismo. Cómo sea posible que formas originariamente subjetivas se conviertan en formas de las cosas del mundo, es el grande y complicado intento de magia que ocupaba a la filosofía de aquel tiempo. Es, pues, comprensible que los hombres de ciencia, puestos ante tal problema, considerasen preferible reducir al extremo las formas del mundo que estudiaban y tendiesen a contentarse con los puros datos. Pero hoy nos hallamos muy distantes de aquella radical paradoja y pensamos que la primera «condición de la posibilidad de la experiencia» o conocimiento de algo es que ese algo sea, y que sea algo;: por tanto, que tenga forma, figura, estructura, carácter (2). El origen de aquella desviación epistemológica fue haber tomadocon maniático exclusivismo como prototipo de conocimiento a la física de Newton, que es por su rigor formal un modelo, pero que por su contenido doctrinal casi no es un conocimiento. Pues, muy probablemente, es la materia aquella porción de realidad que más próxima se halla a ser, en efecto, un caos. Dicho en otra forma: todo induce á creer que la materia es el modo de ser menos determinado que existe. Sus formas, según esto, serían elementales, muy (1) Hegel (pág. 8) devuelve a los historiadores la acusación que éstos dirigen a los filósofos de «introducir en la Historia invenciones a priori». «El historiador corriente, mediocre, que cree y pretende conducirse receptivamente, entregándose a los meros datos, no es, en realidad, pasivo en su pensar. Trae consigo sus categorías y v e a través de ellas lo existente». (2) Con esto no se prejuzga si ese ser, forma, estructura, etc., lo tienen las cosas por sí o si «surge» en ellas s ó l o cuando el hombre se enfronta con ellas. Lo decisivo en el asunto es que ni aun en este último caso es e) ser una «forma del sujeto» que éste echa sob re las cosas. 531 abstractas, muy vagas. Merced a esto, el capricho subjetivo de nuestra acción intelectual goza ante ella de amplio margen y resulta posible que «la forma» proyectada sobre los fenómenos por el sujeto sea tolerada por ellos. De aquí que puedan existir muchas físicas diferentes y, sin embargo, todas verídicas —precisamente porque ninguna es necesaria (i). Pero esta tolerancia por parte de los fenómenos tiene qué llegar a un término. El progreso mismo de la física, al ir precisando cada vez más la figura «mecánica», es decir, imaginaria, parcialmente subjetiva, del mundo corpóreo, arribará a un punto en que tropezará con la resistencia que la forma efectiva, auténtica, de la materia le ofrezca. Y ese momento trágico para la física será, a la par, el de su primer contacto cognoscente —y no sólo de «construcción simbólica» —con la realidad. Aparte lo «absoluto o teológico», es verosímilmente lo real histórico aquel modo del ser que posee una figura propia más determinada y exclusiva, menos abstracta o vaga. Bastaría esto para explicar el retraso del conocimiento histórico en comparación con el físico. Por su objeto mismo es la física más fácil que la Historia. Añádase a esto que la física se contenta con una primera aproximación cognoscitiva a la realidad. Renuncia a comprenderla, y de esta renuncia hace su método fundamental. N o se puede desconocer que este ascetismo de intelección —la renuncia a comprender— es la gran virtud, la disciplina gloriosa de la gente física. E n rigor, lo que esta ciencia tiene de conocimiento es algo meramente negativo; como conocimiento, se limita a «salvar las apariencias», esto es, a no contradecirlas. Pero su contenido positivo no se refiere propiamente a la realidad, no intenta definir ésta, sino más bien construir un sistema de manipulaciones subjetivas que sea coherente. Algo es real para la física cuando da ocasión a que se ejecuten ciertas operaciones de medida. Sustituye la realidad cósmica por el rito humano de la métrica. Una vez que la historiología reconoce lo que la Historia tiene de común con la física y con toda otra ciencia empírica —a saber ser construcción y no mera descripción de datos—, pasa a acentuar su radical diferencia. La Historia no es manipulación, sino descubrimiento de realidades: áXrj8sta. Por eso tiene que partir de la realidad misma y mantenerse en contacto ininterrumpido con ella, en (1) Otra razón de «indeterminación» en la física es que dentro de ella se define la verdad por sus consecuencias «practicas». 532 actos de comprensión y no simplemente en operaciones mecánicas que sustituyen a aquélla. N o puede, en consecuencia, substantivar sus «métodos», que son siempre, en uno u otro grado, manipulaciones. La física consiste en sus métodos. La Historia usa los suyos, pero no consiste en ellos. E l error de la historiografía contemporánea es precisamente haberse dejado llevar, por contaminación con la iisica prepotente, a una escandalosa sobreestima de sus técnicas inferiores —filología, lingüística, estadística, etc. Método es todo funcionamiento intelectual que no está exclusivamente determinado por el objeto mismo que se aspira conocer. E l método define cierto comportamiento de la mente con anterioridad a su contacto con los objetos. Predetermina, pues, la relación del sujeto con los fenómenos y mecaniza su labor ante éstos. De aquí que todo método, si se substantiva y hace independiente, no es sino una receta dogmática que da ya por sabido lo que se trata de averiguar. E n la medida en que ur.a ciencia sea auténtico conocer, los métodos o técnicas disminuyen de valor y su rango en el cuerpo científico es menor. Siempre serán necesarios, pero es preciso acabar con la confusión que ha permitido, durante el pasado siglo, considerar como principales tantas cosas que sólo son necesarias, mejor dicho, imprescindibles. E n tal equívoco nutren sus raíces todas las subversiones (i). La Historia, si quiere conquistar el título de verdadera ciencia, se encuentra ante la necesidad de superar la mecanización de su trabajo, situando en la periferia de sí misma todas las técnicas y especializaciones. Esta superación es, como siempre, una conservación. La ciencia necesita a su servicio un conjunto de métodos auxiliares, sobre todo los filológicos. Pero la ciencia empieza donde el método acaba, o, más propiamente, los métodos nacen cuando la ciencia los postula y suscita. Los métodos, que son pensar mecanizado, han per;nítido, sobre todo en Alemania, el aprovechamiento del tonto. Y sin duda es preciso aprovecharlo, pero que no estorbe, como en los circos. E n definitiva, los métodos históricos sirven sólo para surtir de datos a la Historia. Pero ésta pretende conocer la realidad histórica, y ésta no consiste nunca en los datos que el filólogo o el archivero, encuentran, como la realidad del sol no es la imagen visual de su disco flotante, «tamaño como una rodela», según Don Quijote. Los datos son síntomas o manifestaciones de la realidad, y son dados a alguien para algo. Ese alguien es, en este caso, el verdadero (}.) El ejemplo más grueso de este equívoco ha sido la exaltación política del trabajo manual, simplemente porque es imprescindible. 533 historiador —no el filólogo ni el archivero—, y ese algo es la realidad histórica. Ahora bien: esta realidad histórica se halla en cada momento constituida por un número de ingredientes variables y un núcleo de ingredientes invariables —relativa o absolutamente constantes. Estas constantes del hecho o realidad históricos son su estructura radical, categórica, a priori. Y como es a priori, no depende, en principio, de la variación de los datos históricos. A l revés, es ella quien encarga al filólogo y ai archivero que busque tales o cuales determinados datos que son necesarios para la reconstrucción histórica de tal o cual época concreta. La determinación de ese núcleo categórico, de lo esencial histórico, es el tema primario de la historiología. La razón que suele movilizarse contra el a priori histórico es inoperante. Consiste en hacer constar que la realidad histórica es individual, innovación, etc., etc. Pero decir esto es ya practicar el a priori historiológico. ¿Cómo sabe eso el que lo dice, si no es de una vez para siempre, por tan to, a priori? Cabe, es cierto, sostener que de lo histórico sólo es posible una única tesis a priori: la que niega a lo histórico toda estructura a priori. Pero, evidentemente, no se quiere sustentar semejante proposición, que haría imposible cualquier modo de historia, A l destacar el carácter individual e innovador de lo histórico, se quiere indicar que es diferencial en potencia más elevada que lo físico. Pero esa extrema diferencialidad de todo punto histórico no excluye, antes bien, incluye la existencia de constantes históricas. César no es diferente de Pompeyo ni en sentido abstracto ni en sentido absoluto, porque entonces no habrían podido ni siquiera luchar —lucha supone comunidad, por lo menos, la de desear lo mismo uno y otro contendiente. Su diferencia es concreta, y consiste en su diferente modo de ser romanos —una constante— y de ser romanos del siglo i a. de J . C. —otra constante. Estas constantes son relativas, pero en César y Pompeyo hay, cuando menos, un sistema común de constantes absolutas— su condición de hombres, de entes históricos. Sólo sobre el fondo de esas invariantes es posible su diferencialidad. Eduardo Meyer, queriendo llevar al extremo la distinción entre Historia y ciencia de leyes, de «hechos generales» (i), proclama que (1) Esta distinción, propuesta con penosa insistencia por Rickert en su libro Die Grenzen der naturwissenschaftlichen Begriffsbildung, ha impedido durante quince años el progreso de la Historia. Casi todos los que en un primer momento la aceptaron —grandes ejemplos son Troeltsch y 534 «en el mundo descrito por la Historia rigen el azar y el albedrío» (i). Lo cual, en primer lugar, incluye toda una metafísica de la Historia, más audaz que la expuesta por Hegel en estas Lecciones. Pero, además, es una afirmación sin sentido. Pongamos que, en efecto, la misión de la Historia no sea otra que la de constatar un hecho azaroso como éste: en el año 52 a. de J . C , César venció a Vercingetorix. Esta frase es ininteligible si las palabras «César», «vencer» y «Vercingetorix» no significan tres invariantes históricas. Meyer remite a una ciencia que él llama Antropología el estudio de «las formas generales de vida humana y de humana evolución» (2). La Historia recibe de ellas una suma de conceptos generales. E n el ejemplo nuestro, «vencer» sería uno de ellos. N o es cosa muy clara eso de que una ciencia reciba conceptos de otra y, sin embargo, no esté constituida también por ella; en consecuencia, que la Historia no sea constitutivamente antropología. Mas, aparte de esto, acaece que César y Vercingetorix son determinaciones exclusivamente históricas, no son conceptos «generales», sino individualísimos, y, sin embargo, poseen un contenido invariante. Este César acampado frente a Vercingetorix es el mismo que treinta años antes fue secuestrado por unos piratas del Mediterráneo. A l través de sus días y aventuras, César es constantemente César, y si no tenemos una rigorosa definición de esa naturaleza constante, de esa estructura o figura individual, pero permanente, no podemos ni siquiera entender el vocablo «César». Ahora bien: esa constante individual incluye múltiples constantes no indivjduales. César, la concreción César, está integrada por muchos ingredientes abstractos que no le son exclusivos, sino, al revés, comunes con los demás romanos, con los romanos de su tiempo, con los políticos romanos de su tiempo, con los hombres de carácter «cesáreo», con los generales vencedores en todos los tiempos. Es decir, que el hecho César, aunque sea un azar, considerado metafísicamente, es, como pura realidad histórica, un sistema de elementos constantes. No es, por cierto, sólo esto: en torno a ese núcleo de invariantes, precisamente en función de ellas, se acumulan innuinerables determinaciones azarosas, puros hechos que no cabe reconstruir en la unidad de una estructura, sino simplemente atestiguar. E n vez de definir por anticipado lo histórico como una pura Max Weber —han tenido que desasirse de ella, y, por tanto, con ella no hicieron sino perder el tiempo. (1) Eduard Meyer: GeschicJite des AUertums, I, 1 —Elemente der Anthropologie, 185-186, 1910. (2) Ibíd., pág. 3. 535 serie de puros azares —en cuyo caso la ciencia histórica sería imposible, porque sería inefable—, es la verdadera misión de esta disciplina determinar en cada caso lo que hay de constante y lo que hay de azaroso, si es que lo hay. Sólo así será la Historia, efectivamente, una ciencia empírica. D e otro modo topamos con una extraña especie de a priori negativo, el apriorismo del no-apriorismo. La más humilde y previa de las técnicas historiográficas, por ejemplo, la «crítica de las fuentes», involucra ya toda una ontologia de lo histórico, es decir, un sistema de definiciones sobre la estructura genérica de la vida humana. La parte principal de esta crítica no consiste en corregir la fuente en vista de otros hechos —puesto que estos otros hechos, a su vez, proceden de otra fuente sometida a la misma crítica—, sino que funda el valor de los hechos que la fuente notifica en razonamientos de posibilidad e imposibilidad, de verosimilitud e inverosimilitud: lo que es humanamente imposible, lo que es imposible en cierta época, en cierto pueblo, en cierto hombre, precisamente en el hombre que escribió la «fuente». Ahora bien: lo posible y lo imposible son los brazos del a priori. Cuando Rankef para su estudio sobre Sixto V , critica la historia de Gregorio Leti y llega al punto en que éste describe la escena donde el cardenal arroja las muletas del falso tullido, rechaza la autenticidad del hecho diciendo: «El conocedor pensará, desde luego, que en todo esto hay muy, poco de verdad; las sumas dignidades no se obtienen de esa manera». N o se comprende bien cómo Meyer puede asegurar que, por su parte, no ha tropezado jamás con una ley histórica. Hay, por lo visto, tantas y tan especiales, que hasta existe una, la cual formula la manera de obtenerse la dignidad pontificia, y ella tan evidente y notoria, que basta a Ranke sugerirla para justificar su athétesis de la noticia tradicional (i). No es posible, pues, reducir la Historia al ingrediente inferior de los que enumeraba yo más arriba como constitutivos de toda ciencia empírica. A las técnicas inferiores con que rebusca los datos es preciso añadir y anteponer otra técnica de rango incomparablemente más elevado: la ontologia de la realidad histórica, el estudio a priori de su estructura esencial., Sólo esto puede transformar a la Historia en ciencia, es decir, en reconstrucción de lo real mediante una construcción a priori de lo que en esa realidad —en este caso la vida histórica— haya de invariante. Por no hacer esto y contentarse con una presunta constatación de lo «singular», de lo azaroso, acontece (1) V. Lorenz: Die Geschichb&wissenschaft. 536 lo que menos podía esperarse de los libros históricos, a saber: que son casi siempre incomprensibles. La mayor parte de la gente resbala sobre los libros históricos y cree haber hecho con esto una operación intelectual. Pero el que esté habituado a distinguir cuándo comprende y cuándo no comprende —lo cual supone haber comprendido verdaderamente algo alguna vez y poder referirse a aquel estado mental como a un diapasón—, sufrirá constantemente al pasar las hojas de las Historias. Es evidente que si el historiador no me define rigorosamente a César, como el físico me define el electrón, yo no puedo entender frase ninguna de su libro donde ese vocablo intervenga. Ha padecido la Historia el mismo quid pro quo que en las mentes poco atentas padeció la física cuando se atribuyeron sus progresos al «experimento». Por fortuna para ésta, habían precedido a la instauración en la forma moderna que esencialmente conserva largos siglos de meditación «metafísica» sobre la materia. Cuando Galileo reflexiona sobre las primeras leyes del movimiento, sabe ya lo que es la materia en su más genérica estructura: Grecia, filosofando, había descubierto la ontología de la materia en general. La física se limita a concretar y particularizar —en la astronomía llega a singularizar— ese género. Merced a esto, entendemos lo que.Galileo dice al formular la ley de caída. Pero, por desgracia, no ha habido una metahistoria que defina lo real histórico in genere, que lo analice en sus categorías primarias. Por su parte, la Historia al uso habla, desde luego, de lo particular o singular histórico, es decir, de especies e individuos cuyo género ignoramos. La concreción sólo es inteligible previa una abstracción o análisis. La física es una concreción de la «metafísica». La Historia, en cambio, no es aún la concreción de una metahistoria. Por eso no sabemos nunca de qué se nos habla en el libro histórico; está escrito en un lenguaje compuesto sólo de adjetivos y adverbios, con ausencia grave de los substantivos. Esta es la razón del enorme retraso que la Historia padece en su camino hacia una forma de ciencia auténtica. Por filosofía de la Historia se ha entendido hasta ahora una de dos cosas: o el intento de construir el contenido de la Historia mediante categorías sensu stricto filosóficas (Hegel), o bien la reflexión sobre la forma intelectual que la historiografía practica (Rickert). Esta es una lógica, aquélla una metafísica de la Historia. La historiología no es ni lo uno ni lo otro. Los neokantianos conservan del gran chino de Kónigsberga el dogma fundamental que niega a todo ser o realidad la posesión de una forma o estructura 5 3 7 propia. Sólo el pensar tiene y da forma a lo que carece de ella. De aquí que tampoco lo histórico tenga por sí una figura y un verdadero ser. £ 1 pensamiento encuentra un caos de datos humanos, puro material informe, al cual, mediante la historiografía, proporciona modelado y perfil. Si a la actividad intelectual del sujeto llamamos logos, tendremos que no hay más formas en el mundo que las lógicas, ni más categorías o principios estructurales que los del logos subjetivo. De esta manera los neokantianos reducen la filosofía de la Historia a una lógica de la historiografía. La historiología parte de una convicción inversa. Según ella, todo ser tiene su forma original antes de que el pensar lo piense. Claro es que el pensamiento, a fuer de realidad entre las realidades, tiene también la suya. Pero la misión del intelecto no es proyectar su forma sobre el caos de datos recibidos, sino precisamente lo contrario. La característica del pensar, su forma constitutiva, consiste en adoptar la forma de los objetos, hacer de éstos su principio y norma. E n sentido estricto no hay, pues, un pensar formal, no hay una lógica con abstracción de un objeto determinado en que se piensa (i). L o que siempre se ha denominado pensamiento lógico puro no es menos material que otro cualquiera. Como todo pensar disciplinado, consiste en analizar y combinar ideas objetivas dentro de ciertas limitaciones —los llamados principios. E n el caso de la lógica pura, estos principios o limitaciones son sólo dos —a saber: la identidad y la «contradicción». Pero estos dos principios no son principios de la actividad subjetiva, que de hecho se contradice a menudo y no es nunca rigorosamente idéntica, sino que son las formas más elementales y abstractas del ser. Cuando nuestro intelecto funciona atendiendo sólo a esas dos formas del ser, analiza y combina los objetos, reduciendo éstos a meros sustratos de las relaciones de identidad y oposición. Entonces tenemos la llamada lógica formal. Si a esas formas añadimos la de relación numeral, tenemos el logos aritmético. Si agregamos, por ejemplo, la relación métrica y exigimos a nuestros conceptos que impliquen las condiciones de medición, tenemos el pensar físico, etc., etc. Hay, pues, tantas lógicas como regiones objetivas. Según esto, es la materia o tema del pensamiento quien, a la par, se constituye en su norma o principio. E n suma, pensamos con las cosas. (1) N o se oculta que esta tesis implica una grave heterodoxia frente al canon tradicional filosófico. Espero, sin embargo, en un estudio especial exponer sus fundamentos. 538 A mi juicio, ésta fue la gran averiguación de Hegel. ¿Cómo no se ha entrevisto nunca, por debajo de la realización que el sistema de Hegel proporciona a ese descubrimiento — y que es, sin duda, manca—, el brillo de esta magnífica verdad? «La razón, de la cual se ha dicho que rige el mundo, es una palabra tan mdeterminada como la de Providencia. Se habla siempre de la razón (logos), sin saber indicar cuál sea su determinación, cuál sea el criterio según el cual podemos juzgar si algo es racional o irracional. La razón determinada es la cosa» (i). Se trata, pues, nada menos que de la des-subjetivación de la razón. N o es esto volver al punto de vista griego, pero si integrarlo con la modernidad, juntar en una síntesis a Aristóteles y a Descartes, y al juntarlos evadirse de ambos. La historiología no es, por tanto, una reflexión metodológica sobre la historia rerum gestarum o historiografía, sino un análisis inmediato de la res gesta, de la realidad histórica. ¿Cuál es la textura ontológica de ésta? ¿De qué ingredientes radicales se compone? ¿Cuáles son sus dimensiones primarias? La mayor porción de mi vida individual consiste en encontrar frente a mí otras vidas individuales que tangentean, hieren o traspasan por diferentes puntos la mía; así como la mía, aquéllas. Ahora bien: encontrar ante sí otra vida, no es lo mismo que hallar un mineral. Éste queda incluido, incrustado en mi vida como mero contenido de ella. Pero otra vida humana ante mí no es sin más incluíble en la mía, sino que mi relación con ella implica su independencia de irií y la consiguiente reacción original de ella sobre mi acción. N o hay, pues, inclusión, sino convivencia. Es decir, que mi vida pasa a ser trozo de un todo más real que ella si la tomo aislada, como suele hacer el psicólogo. E n el convivir se completa el vivir del individuo; por tanto, se le toma en su verdad y no abstraído, separado. Pero al tomar el vivir como un convivir, adopto un punto de vista que trasciende la perspectiva de la vida individual, donde todo está referido a mí en la esfera inmanente que es para mí mi vida. La convivencia interindividual es una primera trascendencia de lo inmediato y «psicológico». Las formas de interacción vital entre dos individuos —amistad, amor, odio, lucha, compromiso, etc.— son fenómenos biformes en que dos series de fenómenos psíquicos constituyen un hecho ultrapsíquico. N o basta que yo sea un alma y el otro también para que nuestro choque o enlace sea también (1) Pág. 25. 539 un suceso psicológico. La psicología estudia lo que pasa en un individuo, y es enturbiar su concepto llamar también psicología a la investigación de lo que pasa entre dos almas, que al pasar entre las dos no pasa, a la postre, íntegramente en ninguna de ellas. Por eso digo que es un hecho trascendente de la vida individual y que descubre un orbe de realidad radicalmente nuevo frente a todo lo «psíquico» (i). Ese complejo de dos vidas vive a su vez por sí según nuevas leyes, con original estructura, y avanza en su proceso llevando en su vientre mi vida y la de otros prójimos. Pero esta vida interindividual, y cada una de sus porciones individuales, encuentra también ante sí un tercer personaje: la vida anónima —ni individual ni interindividual—, sino estrictamente colectiva, que envuelve a aquéllas y ejerce presiones de todo orden sobre ellas. Es preciso, por tanto, trascender nuevamente, y de la perspectiva interindividual avanzar hacia un todo viviente más amplio, que comprende lo individual y lo colectivo; en suma: la vida social. Esta nueva realidad, una vez advertida, transforma la visión que cada cual tiene de si mismo. Porque sí al principio le pareció ser él una sustancia psíquica independiente y la sociedad mera combinación de átomos sueltos como él y como él suficientes en sí mismos, ahora se percata de que su persona vive, como de un fondo, de esa realidad sobreindividual que es la sociedad. Rigorosamente, no puede decir dónde empieza en él lo suyo propio y dónde termina lo que de él es materia social. Ideas, emociones, normas que en nosotros actúan, son, en su mayor número, hilos sociales que pasan por nosotros y que ni nacieron en nosotros ni pueden ser dichos de nuestra propiedad. Así notamos toda la amplitud ingenua de la abstracción cometida cuando creíamos plenamente recogida nuestra realidad por la psicología. Antes que sujetos psíquicos somos sujetos sociológicos (2). Pero a su vez, la vida social se encuentra siempre incompleta en sí misma. E l carácter de cambio incesante y constitutivo movimiento, flujo o proceso que aparece, desde luego, en la vida individual, adquiere un valor eminente cuando se trata de la vida social. E n todo instante, es ésta algo que viene de un pasado, es decir, de otra vida social pretérita, y va hacia una vida social futura. E l simple (1) Dejo aquí intacta la cuestión fundamental —tan fundamental, q u e es previa a todo el tema de este estudio y lo desborda— de si la vida individual misma no es y a trascendencia. Siempre me he resistido a creer que mi vida sea no mas que u n «hecho de conciencia». Creo más bien lo contrario,, que mi «conciencia» está en mi vida, es un hecho de mi vida. (2) Esto es lo que Hegel llamó espíritu objetivo. 540 hecho de hallarse estructurado todo hoy social por la articulación de tres generaciones manifiesta que la vida social presente es sólo una sección de un todo vital amplísimo, de confines indefinidos hacia pasado y futuro, que se hunde y esfuma en ambas direcciones (i). Ésta es sensu stricto la vida o realidad histórica. N o digamos vida humana o universal. Precisamente, uno de los temas historiológicos es determinar si esas dos palabras «humanidad» —en sentido ecuménico— y «universalidad» o «mundialidad», son formas efectivas de realidad histórica o meras idealizaciones. Este círculo vital máximo a que hemos llegado es lo histórico. Pero no está dicho cuál sea el significado real de sus círculos interiores; por ejemplo, si el individuo que vive sumergido en lo histórico, como la gota en el mar, es, no obstante, y en algún sentido, un ser independiente dentro de él, o si lo es «una sociedad», pueblo, estado, raza, etc., ni cómo ni en qué medida influyen unos sobre otros estos círculos. N i siquiera está dicho que ese círculo máximo que es «una vida social con su pasado y su futuro», es, a su vez, independiente y forma un orbe aparte, o es sólo fragmento, un auténtico, definido y único «mundo histórico». Sólo va dicho con ello que de ese círculo máximo no cabe ulterior trascendencia. Revista de Occidente, febrero 1928. (1) Es esencial a la vida del individuo datarse a sí misma de un cierto instante —el nacimiento— y extenderse desde cualquier presente hasta un tiempo aproximado en que la muerte ha de venir. Esta conclusión cierta actúa por anticipado en «nuestros días»; es el gran mañana, que modela nuestro hoy. Sobre esto, finas verdades y finos errores en el estudio reciente de Heidegger: Sein und Zeit, 1927. Puede descubrirse aquí, desde luego, una diferencia a priori entre la estructura de lo histórico y la del vivir individual. La historia no muere nunca, y sus movimientos no van gobernados por la idea de un término y consumación. (19 3 3) SOBRE EL ESTUDIAR Y EL ESTUDIANTE (PRIMERA LECCIÓN D E UN CURSO) I ESPERO que durante este curso entiendan ustedes perfectamente la primera frase que después de esta inicial voy a pronunciar. La frase es ésta: vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos a hacer es, por lo pronto, una falsedad. La cosa es, a primera vista, estupefaciente, pero el estupor que produzca no quita a la frase la dosis que tenga de verdad. E n esa frase —nótenlo ustedes— no se dice que la Metafísica sea una falsedad; ésta se atribuye no a la Metafísica, sino a que nos pongamos a estudiarla. N o se trata, pues, de la falsedad de uno o muchos pensamientos nuestros, sino de la falsedad de un nuestro hacer —de lo que ahora vamos a hacer: estudiar una disciplina. Porque lo afirmado por mí vale no sólo para la Metafísica, si bien vale eminentemente para ella. Según esto, en general, estudiar sería una falsedad. N o parece que frase tal y tesis semejante sean las más oportunas para dichas por un profesor a sus discípulos, sobre todo al comienzo de un curso. Se dirá que equivalen a recomendar la ausencia, la fuga, que se vayan, que no vuelvan. Eso ya lo veremos: veremos si ustedes se van, si no vuelven porque yo he comenzado enunciando tamaña enormidad pedagógica. Tal vez acontezca lo contrario —que esa inaudita afirmación les interese. Entre que pasa lo uno o lo otro —que ustedes resuelvan irse o resuelvan quedarse—, yo voy a aclarar su significado. TOMO I V 3 5 545 N o he dicho que estudiar sea sólo una falsedad; es posible que contenga facetas, lados, ingredientes que no sean falsos, pero me basta con que alguna de las facetas, lados o ingredientes constitutivos del estudiar sea falso para que mi enunciado posea su verdad. Ahora bien: esto último me parece indiscutible. Por una sencilla razón. Las disciplinas, sea la Metafísica o la Geometría, existen, están ahí porque unos hombres las crearon merced a un rudo esfuerzo, y si emplearon éste fue porque necesitaban aquellas disciplinas, porque las habían menester. Las verdades que ellas contengan fueron encontradas originariamente por un hombre y luego repensadas o reencontradas por otros que acumularon su esfuerzo al del primero. Pero si las encontraron es que las buscaron, y si las buscaron es que las habían menester, que no podían, por unos u otros motivos, prescindir de ellas. Y si no las hubieran encontrado habrían considerado fracasadas sus vidas. Si, viceversa, encontraron lo que buscaban, es evidente que eso que encontraron se adecuaba a la necesidad que sentían. Esto, que es perogrullesco, es, sin embargo, muy importante. Decimos que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida por nosotros. Si no nos sentimos menesterosos de ese pensamiento, éste no será para nosotros una verdad. Verdad es, por lo tanto, aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. Sin esta inquietud no cabe aquel aquietamiento. Parejamente decimos que hemos encontrado la llave cuando hemos hallado un preciso objeto que nos sirve para abrir un armario, cuya apertura nos es menester. La precisa busca se calma en el preciso hallazgo: éste es función de aquélla. Generalizando la expresión, tendremos que una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester; que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso; en fin, que la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita. Para quien no la necesita, para quien no la busca, la Metafísica es una serie de palabras, o si se quiere de ideas, que aunque se crea haberlas entendido una a una, carecen, en definitiva, de sentido, esto es: que para entender verdaderamente algo, y sobre todo la Metafísica, no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas —lo que, en cambio, hace falta es una condición elemental, pero fundamental: lo que hace falta es nece­ sitarlo. Mas hay formas diversas de necesidad, de menesterosidad. Si alguien me obliga inexorablemente a hacer algo, yo lo haré necesa- 546 riamente, y, sin embargo, la necesidad de este hacer mío no es mía, no ha surgido en mí, sino que me es impuesta desde fuera. Y o siento,, por ejemplo, la necesidad de pasear, y esta necesidad es mía, brota en mí —lo cual no quiere decir que sea un capricho ni un gusto, no; a fuer de necesidad, tiene un carácter de imposición y no se origina en mi albedrío, pero me es impuesta desde dentro de mi ser; la siento, en efecto, como necesidad mía. Mas cuando al salir yo de paseo el guardia de la circulación me obliga a seguir una cierta ruta, meencuentro con otra necesidad, pero que ya no es mía, sino que me viene impuesta del exterior, y ante ello lo más que puedo hacer es convencerme por reflexión de sus ventajas, y en vista de ello aceptarla. Pero aceptar una necesidad, reconocerla, no es sentirla, sentirla inmediatamente como tal necesidad mía —-es más bien una necesidad de las cosas, que de ellas me llega, forastera, extraña a mí. La llamaremos necesidad mediata frente a la inmediata, a la que siento, en efecto, como tal necesidad, nacida en mí, con sus raíces en mí, indígena, autóctona, auténtica. Hay una expresión de San Francisco de Asís donde ambas formas de necesidad aparecen sutilmente contrapuestas. San Francisco" solía decir: « Y o necesito poco, y ese poco lo necesito muy poco». En la primera parte de la frase, San Francisco alude a las necesidades exteriores o mediatas; en la segunda, a las íntimas, auténticas e inmediatas. San Francisco necesitaba, como todo viviente, comer para vivir, pero en él esta necesidad exterior era muy escasa—esto es, materialmente necesitaba comer poco para vivir. Pero además, su actitud íntima era que no sentía gran necesidad de vivir, que sentía muy poco apego efectivo a la vida y, en consecuencia, sentía muy poca, necesidad íntima de la externa necesidad de comer. Ahora bien: cuando el hombre se ve obligado a aceptar una necesidad externa, mediata, se encuentra en una situación equívoca, bivalente; porque equivale a que se le invitase a hacer suya —esto significa aceptar— una necesidad que no es suya. Tiene, quiera o no, que comportarse como si fuese suya —se le invita, pues, a una ficción, a una falsedad. Y aunque el hombre ponga toda su buena voluntad para lograr sentirla como suya, no está dicho que lo logre, no es ni siquiera probable. Hecha esta aclaración, fijémonos en cuál es la situación normal del hombre que se llama estudiar, si usamos sobre todo este vocablo en el sentido que tiene como estudio del estudiante —o, lo que es lo mismo, preguntémonos qué es el estudiante como tal. Y es el caso que nos encontramos con algo tan estupefaciente como la escanda- 547 losa frase con que yo he iniciado este curso. Nos encontramos con que el estudiante es un ser humano, masculino o femenino, a quien la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales él no ha sentido inmediata, auténtica necesidad. Si dejamos a un lado casos excepcionales, reconoceremos que en el mejor caso siente el estudiante una necesidad sincera, pero vaga, de estudiar «algo», así in genere, de «saber», de instruirse. Pero la vaguedad de este afán declara su escasa autenticidad. Es evidente que un estado tal de espíritu no ha llevado nunca a crear ningún saber —porque éste es siempre concreto, es saber precisamente esto o precisamente aquello, y según la ley, que ha poco insinuaba yo, de la funcionalidad entre buscar y encontrar, entre necesidad y satisfacción, los que crearon un saber es que sintieron, no el vago afán de saber, sino el concretísimo de averiguar tal determinada cosa. Esto revela que aun en el mejor caso — y salvas, repito, las excepciones—, el deseo de saber que pueda sentir el buen estudiante es por completo heterogéneo, tal vez antagónico del estado de espíritu que llevó a crear el saber mismo. Y es que, en efecto, la situación del estudiante ante la ciencia es opuesta a la que ante ésta tuvo su creador. Éste no se encontró primero con ella y luego sintió la necesidad de poseerla, sino que primero sintió una necesidad vital y no científica y ella le llevó a buscar su satisfacción, y al encontrarla en unas ciertas ideas resultó que éstas eran la ciencia. En cambio, el estudiante se encuentra, desde luego, con la ciencia ya hecha, como con una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital. E n el mejor caso, repito, la serranía de la ciencia le gusta, le atrae, la parece bonita, le promete triunfos en la vida. Pero nada de esto tiene que ver con la necesidad auténtica que lleva a crear la ciencia. La prueba de ello está en que ese deseo general de saber es incapaz de concretarse por sí mismo en el deseo estricto de un saber determinado. Aparte, repito, de que no es un deseo lo que lleva propiamente al saber, sino una necesidad. E l deseo no existe si previamente no existe la cosa deseada —ya sea en la realidad, ya sea, por lo menos, en la imaginación. L o que por completo no existe aún, no puede provocar el deseo. Nuestros deseos se disparan al contacto de lo que ya está ahí. E n cambio, la necesidad auténtica existe sin que tenga que preexistir ni siquiera en la imaginación aquello que podría satisfacerla. Se necesita precisamente lo que no se tiene, lo que falta, lo que no hay, y la necesidad, el menester, son tanto más estrictamente tales cuanto menos se tenga, cuanto menos haya lo que se necesita, lo que se ha menester. 548 Para ver esto con plena claridad no es preciso que salgamos de nuestro tema —basta con comparar el modo de acercarse a la ciencia ya hecha, el que sólo va a estudiarla y el que siente auténtica, sincera necesidad de ella. Aquél tenderá a no hacerse cuestión del contenido de la ciencia, a no criticarla; al contrario, tenderá a reconfortarse pensando que ese contenido de la ciencia ya hecha tiene un valor definitivo, es la pura verdad. L o que busca es simplemente asimilársela tal y como está ya ahí. E n cambio, el menesteroso de una ciencia, el que siente la profunda necesidad de la verdad, se acercará cauteloso al saber ya hecho, lleno de suspicacia, sometiéndolo a crítica; más bien con el prejuicio de que no es verdad lo que el libro sostiene; en suma, precisamente porque necesita un saber con radical angustia, pensará que no lo hay y procurará deshacer el que se presenta como ya hecho. Hombres así son los que constantemente corrigen, renuevan, recrean la ciencia. Pero eso no es lo que en su sentido normal significa el estudiar del estudiante. Si la ciencia no estuviese ya ahí, el buen es'udiante no sentiría la necesidad de ella, es decir, que no sería estudiante. Por tanto, se trata de una necesidad externa que le es impuesta. A l colocar al hombre en la situación de estudiante se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente. II Pero a esto se opondrán algunas objeciones. Se dirá, por ejemplo, que hay estudiantes que sienten profundamente la necesidad de resolver ciertos problemas que son los constitutivos de tal o cual ciencia. Es cierto que los hay, pero es insincero llamarlos estudiantes. Es insincero y es injusto. Porque se trata de casos excepcionales, de criaturas que, aunque no hubiese estudios ni ciencia, por sí mismos y solos inventarían, mejor o peor, ésta y dedicarían, por inexorable vocación, su esfuerzo a investigar. Pero ¿y los otros? ¿La inmensa y normal mayoría? Éstos y no aquellos pocos venturosos, éstos son los que realizan el verdadero sentido — y no el utópico— de las palabras «estudiar» y «estudiante». ¡Con éstos es con quienes se es injusto al no reconocerlos como los verdaderos estudiantes y no plantearse 549 con respecto a ellos el problema de qué es estudiar como forma y tipo de humano hacer! Es un imperativo de nuestro tiempo, cuyas graves razones expondré un día en este curso, obligarnos a pensar las cosas en su desnudo, efectivo y dramático ser. E s la única manera de encontrarse verdaderamente con ellas. Sería encantador que ser estudiante significase sentir una vivacísima urgencia por este y el otro y el otro saber. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa, o a lo sumo le interesa sólo vaga, genérica o indirectamente. La otra objeción que habría de hacérseme es recordarme el hecho indiscutible de que los muchachos o las muchachas sienten sincera curiosidad y peculiares aficiones. E l estudiante no lo es en general, sino que estudia ciencias o letras, y esto supone una predeterminación de su espíritu, una apetencia menos vaga y no impuesta de fuera. En el siglo x i x se ha dado demasiada importancia a la curiosidad y a las aficiones; se ha querido fundar en ellas cosas demasiado graves, es decir, demasiado ponderosas para que puedan sostenerlas entidades tan poco serias como aquéllas. Este vocablo «curiosidad», como tantos otros, tiene doblé sentido —uno de ellos primario y sustancial, otro peyorativo y de abuso— lo mismo que la palabra «aficionado», que significa el que ama verdaderamente algo, pero también el que es sólo amateur. E l sentido propio del vocablo «curiosidad» brota de su raíz, que da una palabra latina sobre la cual nos ha llamado la atención recientemente Heidegger: cura, los cuidados, las cuitas, lo que yo llamo la preocupación. De cur-a viene cur-iosidad. D e aquí que en nuestro lenguaje vulgar un hombre curioso es un hombre cuidadoso, es decir, un hombre que hace con atención y extremos rigor y pulcritud lo que tiene que hacer, que no se despreocupa de lo que le ocupa, sino, al revés, se preocupa de su ocupación. Todavía en el antiguo español cuidar era preocuparse—curare. Este sentido originario de cura o cuidados pervive en nuestras voces vigentes curador, procurador, procurar, curar, y en la misma palabra cura, que vino al sacerdote porque éste tiene cura de almas. Curiosidad es, pues, cuidadosidad, preocupación. Como, viceversa, incuria es descuido, despreocupación, y seguridad —securitas— es ausencia de cuidados y preocupaciones. Si busco las llaves es porque me preocupo de ellas, y si me preocupo de ellas es porque las he menester para hacer algo, para ocuparme. Cuando este preocuparse se ejercita mecánicamente, insincera- 550 mente, sin motivo suficiente y degenera en prurito, tenemos un vicio humano que consiste en fingir cuidado por lo que no nos da en rigor cuidado, en un falso preocuparse por cosas que no nos van de verdad a ocupar; por tanto, en ser incapaz de auténtica preocupación. Y esto es lo que significa peyorativamente empleados los vocablos «curiosidad», «curiosear» y «ser un curioso». Cuando se dice, pues, que la curiosidad nos lleva a la ciencia, una de dos, o nos referimos a aquella sincera preocupación por ella que no es sino lo que yo antes he llamado «necesidad inmediata y autóctona» —la cual reconocemos que no suele ser sentida por el estudiante—, o nos referimos al frivolo curiosear, al prurito de meter las narices en todas las cosas, y esto no creo que pueda servir para hacer de un hombre un científico. Estas objeciones son, por tanto, vanas. N o andemos con idealizaciones de la áspera realidad, con beaterías que nos inducen a debilitar, esfumar, endulzar los problemas, a ponerles bolas en los cuernos. E l hecho es que el estudiante tipo es un hombre que no siente directa necesidad de la ciencia, preocupación por ella y, sin embargo, se ve forzado a ocuparse de ella. Esto significa ya la falsedad general del estudiar. Pero luego viene la concreción, casi perversa por lo minuciosa, de esa falsedad —porque no se obliga al estudiante a estudiar en general, sino que éste se encuentra, quiera o no, con el estudio disociado en carreras especiales y la carrera constituida por disciplinas singulares, por la ciencia tal o la ciencia cual. ¿Quién va a pretender que el joven sienta efectiva necesidad, en un cierto año de su vida, por tal ciencia que a los hombres antecesores les vino en gana inventar? Así, de lo que fue una necesidad tan auténtica y vivaz que a ella dedicaron su vida íntegra unos hombres —los creadores de la ciencia—, se hace una necesidad muerta y un falso hacer. N o nos hagamos ilusiones; en ese estado de espíritu no se puede llegar a saber el saber humano. Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. E l estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente sólo lo que es auténticamente por íntima e inexorable necesidad. Ser hombre no es ser, o, lo que es igual, no es hacer cualquier cosa, sino ser lo que irremediablemente se es. Y hay los modos más distintos entre sí de ser hombre, y todos ellos igualmente auténticos. E l hombre puede ser hombre de ciencia y hombre de negocios u hombre político u hombre religioso, porque todas estas cosas son, como veremos, necesidades constitutivas e inmediatas de la condición humana. Pero el hombre por 551 sí mismo no sería nunca estudiante, como el hombre por sí mismo no sería nunca contribuyente. Tiene que pagar contribuciones, tiene que estudiar, pero no es ni contribuyente ni estudiante. Ser estudiante, como ser contribuyente, es algo «artificial» que el hombre se ve obligado a ser. Esto que al principio pudo parecer tan estupefaciente, resulta que es la tragedia constitutiva de la pedagogía, y de esa paradoja tan cruda debe, a mi juicio, partir la reforma de la educación. Porque la' actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en sí mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolerado lo falso como en la enseñanza. Y o sé bien que hay también una falsa justicia, esto es, que se cometen abusos en los juzgados y audiencias. Pero sopese con su experiencia cada uno de los que me escuchan si no nos daríamos por muy contentos con que no existiesen en la efectividad de la enseñanza más insuficiencias, falsedades y abusos que los padecidos en el orden jurídico. L o que allí se considera como abuso intolerable —que no se haga justicia— es correspondientemente casi lo normal en la enseñanza: que el estudiante no estudia, y que si estudia, poniendo su mejor voluntad, no aprende; y claro es que si el estudiante, sea por lo que sea, no aprende, el profesor no podrá decir que enseña, sino a lo sumo que intenta, pero no logra enseñar. Y entretanto se amontona gigantescamente, generación tras generación, la mole pavorosa de los saberes humanos que el estudiante tiene que asimilarse, tiene que estudiar. Y conforme aumenta y se enriquece y especializa el saber, más lejos estará el estudiante de sentir inmediata y auténticamente la necesidad de él. E s decir, que cada vez habrá menos congruencia entre el triste hacer humano que es el estudiar y el admirable hacer humano que es el verdadero saber. Y esto acrecerá la terrible disociación, que hace un siglo por lo menos se inició, entre la cultura vivaz, entre el auténtico saber y el hombre medio. Porque como la cultura o saber no tiene más realidad que responder y satisfacer en una u otra medida a necesidades efectivamente sentidas y el modo de transmitir la cultura es el estudiar, el cual no es sentir esas necesidades, tendremos que la cultura o saber se va quedando en el aire, sin raíces de sinceridad en el hombre medio a quien se obliga a ingurgitarlo, a tragárselo. E s decir, que se introduce en la mente humana un cuerpo extraño, un repertorio de ideas muertas, inasimilables o, lo que es lo mismo, inertes. Esta cultura 552 sin raigambre en el hombre, que no brota en él espontáneamente, carece de autoctonía, de indigenato, es algo impuesto, extrínseco, extraño, extranjero, ininteligible; en suma, irreal. Por debajo de la cultura recibida, pero no auténticamente asimilada, quedará intacto el hombre; es decir, quedará inculto; es decir, quedará bárbaro. Cuando el saber era más breve, más elemental y más orgánico, estaba más cerca de poder ser verdaderamente sentido por el hombre medio, que entonces lo asimilaba, lo recreaba y revitalizaba dentro de sí. Así se explica la colosal paradoja de estos decenios: que un gigantesco progreso de la cultura haya producido un tipo de hombre como el actual, indiscutiblemente más bárbaro que el de hace cien años. Y que la aculturación o acumulo de cultura produzca paradójica, pero automáticamente, una rebarbarización de la humanidad. Comprenderán ustedes que no se resuelve el problema diciendo: «Bueno; pues si estudiar es una falsificación del hombre, y además lleva o puede llevar a tales consecuencias, que no se estudie». Decir esto no sería resolver el problema: sería sencillamente ignorarlo. Estudiar y ser estudiante es siempre, y sobre todo hoy, una necesidad inexorable del hombre. Tiene éste, quiera o no, que asimilarse el saber acumulado, so pena de sucumbir individual o colectivamente. Si una generación dejase de estudiar, la humanidad actual, en sus nueve décimas partes, moriría fulminantemente. E l número de hombres que hoy viven sólo puede subsistir merced a la técnica superior de aprovechamiento del planeta que las ciencias hacen posible. Las técnicas se pueden enseñar mecánicamente. Pero las técnicas viven del saber, y si éste no se puede enseñar, llegará una hora en que también las técnicas sucumbirán. Hay, pues, que estudiar; es ello, repito, una necesidad del hombre —pero una necesidad externa, mediata, como lo era seguir la derecha que me marca el guardia de la circulación cuando necesito pasear. Mas hay entre ambas necesidades externas —el estudiar y el llevar la derecha— una diferencia esencial, que es la que convierte el estudio en un sustantivo problema. Para que la circulación funcione perfectamente no es menester que yo sienta íntimamente la necesidad de ir por la derecha: me basta con que de hecho camine ya en esa dirección; basta con que la acepte, con que finja sentirla. Pero con el estudio no acontece lo mismo; para que yo entienda de verdad una ciencia no basta que yo finja en mí la necesidad de ella o, lo que es igual, no basta que tenga la voluntad de aceptarla; en fin, no basta con que estudie. Es preciso, además, que sienta auténticamente su necesidad, que me preocupen espontánea y verdadera- 553 I mente sus cuestiones; sólo así entenderé las soluciones que ella da o pretende dar a esas cuestiones. Mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde. E l caso del estudiar es, pues, diferente del de caminar por la derecha. E n éste es suficiente que yo lo ejercite bien para que rinda el efecto apetecido. E n aquél, no; no basta con que yo sea un buen estudiante para que logre asimilar la ciencia. Tenemos, por tanto, en él un hacer del hombre que se niega a sí mismo: es a un tiempo necesario e inútil. Hay que hacerlo para lograr un cierto fin, pero resulta que no lo logra. Por esto, porque las dos cosas son verdad a la par —su necesidad y su inutilidad— es el estudiar un problema. Un problema es siempre una contradicción que la inteligencia encuentra ante sí, que tira de ella en dos direcciones opuestas y amenaza con desgarrarla. La solución a tan crudo y bicorne problema se desprende de todo lo que he dicho: no consiste en decretar que no se estudie, sino en reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser del estudiante. Para esto es preciso volver del revés la enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante. La Nación, de Buenos Aires, 23 de abril de 1933. Í N D I C E Págs. ARTÍCULOS (192ü). SOBRE E L VUELO D E LAS AVES ANILLABAS 11 K A N T (1929). REFLEXIONES D E CENTENARIO (1724-1924). . • 25 FILOSOFÍA P U R A . — A N E J O A MI FOLLETO «KANT» 48 ARTÍCULOS (1930). VICISITUDES E N LAS CIENCIAS 63 P O R QUE H E ESCRITO « E L HOMBRE A LA DEFENSIVA» 69 NO SER HOMBRE D E PARTIDO. . . 75 I. ¿Quién es usted? 75 II. Partidismo e ideología 79 LA MORAL D E L AUTOMÓVIL E N E S P A Ñ A 84 .¿POR QUE S E VUELVE A LA FILOSOFÍA? 89 I. El. drama de las generaciones 89 II. Imperialismo de la física . 93 III. La «ciencia» es mero simbolismo. 98 IV. Las ciencias en rebeldía 102 LA REBELIÓN B E LAS MASAS (1930). PRÓLOGO PARA FRANCESES 113 Primera parte.—La rebelión de las masas. I. El hecho de las aglomeraciones 143 II. La subida del nivel histórico 149 III. La altura de los tiempos 156 IV. El crecimiento de la vida 163 V. U n dato estadístico 170 VT. Comienza la- disección del hombre-masa 175 VTI. Vida noble y vulgar, o esfuerzo e inercia 180 VTII. Por qué las masas intervienen en todo y por qué sólo intervienen violentamente 186 IX. Primitivismo y técnica 193 X. Primitivismo e historia 201 XI. La época del «señorito satisfecho». . 207 XII. La barbarie del «especialismo». 215 XIII. El mayor peligro, el Estado. 221 Segunda parte.—¿Quién manda en el mundo? XTV. ¿Quién manda en el mundo? 231 XV. Se desemboca en la verdadera cuestión 276 i I EPÍLOGO PARA INGLESES. Epílogo para ingleses. . 2 8 1 En cuanto al pacifismo . 2.86 MISIÓN D E L A U N I V E R S I D A D ( 1 9 3 0 ) . I. La cuestión fundamental 3 1 3 II. Principio de la economía en la enseñanza 3 2 9 III. Lo que la Universidad tiene que ser «primero». La Universidad. La profesión y la ciencia 3 3 5 IV. Cultura y ciencia 3 4 0 V. Lo que la Universidad tiene que ser «ademas». . . . . . . . 3 4 9 ARTÍCULOS ( 1 9 3 1 - 1 9 3 2 ) . L o s «NUEVOS» ESTADOS U N I D O S 3 5 7 ¿INSTITUCIONES? 3 6 2 P A R A E L «ARCHIVO D E LA PALABRA» 3 6 6 I. El quehacer del hombre 3 6 6 II. Concepto de la historia. . 3 6 7 SOBRE LOS ESTADOS U N I D O S . 3 6 9 GOETHE D E S D E D E N T R O ( 1 9 3 2 ) . PRÓLOGO-CONVERSACIÓN. . ' 3 8 3 P I D I E N D O U N GOETHE D E S D E DENTRO.—Carta a un alemán. . . 3 9 5 GOETHE, E L LIBERTADOR 4 2 1 L A POESÍA D E A N A D E NOAILLES 4 2 9 MAURICIO B A R R E S 4 3 7 SOBRE E L PUNTO D E VISTA E N LAS ARTES 4 4 3 P A R A U N A TOPOGRAFÍA D E L A SOBERBIA ESPAÑOLA. (Breve análisis de una pasión). 4 5 9 P A R A U N A PSICOLOGÍA D E L HOMBRE INTERESANTE. (Conocimiento del hombre). 4 6 7 COSMOPOLITISMO 4 8 5 REFORMA D E L A INTELIGENCIA 4 9 3 E L PROBLEMA D E CHINA.—Un libro de Bertrand Russell. . . . 5 0 1 M A X SOHELER.—Un embriagado en esencias ( 1 8 7 4 - 1 9 2 8 ) 5 0 7 SOBRE L A SINCERIDAD TRIUNFANTE 5 1 3 A B E J A S MILENARIAS • . 5 1 7 L A «FILOSOFÍA D E LA HISTORIA» D E H E G E L Y LA HISTORIOLOGÍA. 5 2 1 A R T Í C U L O S ( 1 9 3 3 ) . SOBRE E L ESTUDIAR ir E L ESTUDIANTE. (Primera lección de un curso). > 645