Capítulo I. Tríbada. Miguel Espinosa 1 CAPÍTULO I. DAMIANA «No creo en Dios» -dice Damiana Palacios, boticaria de cuarenta años. Y habla sin gravedad, entusiasmo ni arrojo. Más que la expresión de una convicción, la afirmación revela una manera de estar en el mundo; equivale a manifestar: «La cuestión de la existencia divina no me interesa». Empero, Damiana cree en la quiromancia, en la cartomancia, en la oniromancia, en la uromancia, en la hidromancia, en la geomancia, en la telepatía y en toda clase de las llamadas artes notorias, que predicen y vaticinan. Parla de telekinesia, de hipnosis, de psicoquinesis, de desdoblamientos, de fenómenos ectoplasmáticos, de facultades ocultas, de ondas cerebrales, de médiums, de bilocaciones y de saberes paranormales. Una cierta Silvia Carrasco, su amiga, suele echarle las cartas, como ordinariamente se dice, y siempre descubre y anuncia lances gratos para la expectante. Feliciana Duero, también amiga, la somete a sesiones de relajación y pacificaciones. «Tus piernas no pesan; tus brazos son alígeros, no te poseen» -susurra Feliciana. Y Damiana va cerrando los ojos y abandonando el cuerpo en mecánico desasimiento. Por último, Rosario Nieto, otra amiga, examina las rayas de sus manos y le augura novedades. Damiana no cree en Dios porque su idea le produce aburrición; tampoco le arrebatan, en verdad, estas prácticas cabalísticas; sin embargo, las realiza porque las encuentra tangibles y de prontas respuestas. Dios calla, pero Silvia, Feliciana y Rosario hablan, y su decir llena el tiempo de la mujer. «Damiana quiere un mundo elemental, hecho de cosas y percances enumerables» -ha dictaminado un tal José López Martí, su observador. «No necesaria una vida futura para Damiana; tampoco una vida actual grave» --- explicó una vez la palomita a cierto Wilhelm Heintel, chapurreando el idioma alemán. Después cohabitaron de seis maneras, bien recordadas por la concubitada. Silvia Carrasco, la cartomántica; Feliciana Duero, la ensalmadora; Rosario Nieto, la quiromántica; Pepito Cadenas, un profesor de liceo, y Emigdio Covacho, un burócrata, son los amigos cotidianos de Damiana. Se reúnen y dicen frases de esta especie: «Mi hija tarda en vestirse»... «Mi hijo no madruga»... «Tapicé mis sillones»... «Expulsé tres alumnos de las aulas»... «Compré un perrito con su collar». «Fulano parece una araña»: he aquí una proposición demasiado compleja para Damiana y sus amigos; expresa, en efecto, algo del mundo, y no del simple entorno, por lo cual resulta excesivamente extensa para aquellos hablantes. Damiana y sus amigos viven en Murcia. ¿Qué hacen en Murcia Damiana y sus amigos, amén de relatar cuanto ocurre en su ambiente? Comen en sus tertulias; tragan viandas en pequeños trozos, preparados pacientemente al efecto, y beben, por lo general, licores con hielo. Frecuentan cinematógrafos y comentan las estampas que en la pantalla aparecen, acuden a los teatros y glosan los cuerpos de los actores y actrices. Cuando se agrupan para ejecutar en grey tales ritualidades, se besan en las mejillas y espían sus atuendos. «¡Cuánto me quiere Silvia!, ¡cuánto me quiere Feliciana!, ¡cuánto me quiere Rosario!, ¡cuánto me quieren Pepito y Emigdio!» -exclama Damiana. Y añade: «¡Cuánto quiero a Silvia, a Feliciana, a Rosario, a.Pepito y a Emigdio!». Capítulo I. Tríbada. Miguel Espinosa 2 Estos son los valores que valen para Damiana: los beneficios que origina la botica, su seguridad y fortaleza; una casita de recreo junto al mar, su propiedad y tenencia; unas vacaciones periódicas en el extranjero, su abrazo con el cosmos; amistad con individuos socialmente relevantes, su comunión con lo extraordinario; y su cuerpo al sol tostado, la realidad del ser. Fuera de lo expuesto, no hay para la boticaria valor alguno bajo las nubes ni encima de ellas. Si un cirujano acreditado se llama Romualdo, Damiana se enorgullece de nombrarle Romi; pero si un peluquero solicitado se llama Tadeo, Damiana se gloria de titularle Tadi. Igual le ufanan las rosas regaladas por el cirujano que los claveles ofrendados por el peluquero; tanto el uno como el otro colocan la criatura en su ámbito. «Romi, el cirujano, y Tadi, el peluquero, estrechan el mundo hasta los límites que Damiana pide: el de la pulga» -ha dicho José López Martí. Todos los años, Damiana pasa una temporada en el extranjero. Hacia el mes de marzo, comienza a disponer su viaje, organizando la estada, que será en julio, y tramitando el transporte. Ya en abril, conoce los pormenores de su futuro cielo: el día que ha de partir, el hotel que ha de ocupar, el día que ha de llegar, las excursiones que ha de gozar, los paisajes que ha de ojear. «Esta predestinación vacacional de Damiana me acongoja; la contemplación de su ordenada vaciedad equivale a la visión de la nada. La correntona no es una conciencia, sino un proyecto, un movimiento inexorable; para ella, ir, estar o venir son el mismo caso» -ha formulado José López Martí, su implacable historiador. ¿Qué hace Damiana en el extranjero? Lo mismo que en Murcia, pero rodeada de otras Silvias, Felicianas, Rosarios, Pepitos y Emigdios, que, naturalmente, llevan nombres foráneos. ¡Hasta ese extremo se verifica la unidad de los humanos! Una vez saboreó un cordero, cocinado al modo árabe, conjuntada con alemanes, franceses y argelinos. Otra vez guisó una tortilla de patatas para delectación de belgas, suizos, italianos, daneses e irlandeses. Otra vez asistió a un ágape mejicano, cuajado de picantes, bajo la mirada de ingleses, búlgaros, sirios y yugoslavos. Otra vez recitó ante suecos, turcos y polacos, un poema en lengua castellana, y aguardó que los oyentes recitaran en sus respectivas lenguas, asunto que le pareció donoso. En Inglaterra despojóse del sostén bañador, «para sentir el sol sobre ambos pechos, a la manera de casi todas las mujeres allí presentes». En otra ocasión conoció un rumano, llamado Take Micle, y «se acercó a Bucarest», para ver la ciudad con la ayuda de aquel cicerone. Poco después, el rumano, blanco y fofo, dormilón y tacaño, «enemigo de ser manoseado», se personó en la casa de la viajera, aquí, en España, y le obligó a pagar la estada y correrías de quince días. Damiana se indignó. Algunos años, la inquieta peregrina países en compañía de su amiga Justina, que zanganea buscando comercio carnal, pretensión que no siempre alcanza. En Roma, Justina logró dormir con un mozallón, pero, al despertar, hallóse sin equipaje ni dinero. La policía sonrió: «Se tratará de Piperno» -dijo tranquilamente. Otra vez voló a Berlín, en pasión de lo mismo; el mozancón tudesco anduvo ocupado en graves trabajos, y no otorgó a la acuciada satisfacción alguna, por lo cual ella tornó triste. «Justina carece de suerte» declaró sencillamente Damiana. Robert Régnier, Helda Sauter, Monique, Stanislas, Bugulawski, Auerswald, Basserman, Bem, Görgy, Jelacic, Stolo, Helen, Anielo, Mieroslawski, Cambises, Palacky, Perzcel, Ramsey: éstos son algunos nombres de los amigos extranjeros de la boticaria. Un día recibió carta de Robert Régnier, que así decía: «Te escribo desde una aldea; el invierno ha llegado, el frío es intenso, los prados se acercan a mi refugio. El cielo tiembla bajo el peso de las estrellas; a veces pasa un aeroplano, alto, sordo, pertinaz. Cohabito con una mujer de pubis sonrosado, cuyos ojos son como una oración; voy a ella como el viento en la noche, suave y violento; desgrano el silencio con mis manos de arcilla. Sé dichosa, sé bella, sigue Capítulo I. Tríbada. Miguel Espinosa 3 copulando y libérate de las sombras; sé como la mañana». Damiana no se interesó por tan largo documento, ya que los vocablos solían cansarle; en consecuencia, no advirtió su banal palabrería. Gustaba más de las misivas de Helda Sauter, alemana cuarentona, que, como Justina, traveseaba en demanda de méntula, y con igual desventura. Una de sus cartas rezaba así: «No sé si podré verte el próximo verano de mil novecientos setenta y seis. Mi viaje depende de Bugulawski, cuyos juegos con Monique están destruyéndome. Ella, que tiene dieciocho años, me inculpa vejez, y no sé qué responderle». Desde el extranjero, Damiana enviaba un par de tarjetas postales a cierto Daniel, su amante. He aquí el texto de una de ellas: «Anhelo la conclusión de estos días; preciso escuchar tu voz». Daniel contestaba de la siguiente manera: «Amo tu talante, la paz que emanas, la ingenua existencia por ti vivida, la limpieza de tu pensamiento y toda tu interioridad. Eres la Serenísima y la Plácida Presencia. Te pido que no me olvides, así como soy, y que hagas propósito de no apartarme de ti; sé benevolente». Y también: «Tu imaginación y la mía son hermanas, hemos bebido en la misma fuente, nuestros vocablos están repletos, un entendimiento común nos acoge y gratifica». Y también: «Una reflexión lenta, una constante reiteración, un continuo ensimismamiento, un estar sin zozobra, una concordia fluida, un gozo que nada desea: tal es cuanto traerás contigo». Y también: «Evocados desde el destierro que ahora padezco, los días del pasado invierno me parecen tan bellos como el recuerdo de la vida desde la muerte. La Historia proseguirá cuando llegues a mi persona, que te espera invariable. Entonces podré afirmar que las cosas han vuelto a recobrar su fundamento y ordenación». Damiana recibía estas cartas, las leía y devolvía a Daniel, para su custodia. Así de desasida estaba de la palabra. Una de aquellas tardes de vacaciones, la vagarosa penetró inesperadamente en la habitación de su amiga Justina, allá en el extranjero, y la descubrió tendida en el lecho, rígida y dejada de sí, por lo cual marchó sin abrir la boca. Luego supo que Justina era, en España, catecúmeno de una escuela para el aprendizaje y ejercicio de ciertos encantamientos, y que, en aquel momento, invocaba al placer venéreo por medio de sus artes. Llegada la noche, visitaron una sala de bailes en compañía de un libio. Al regresar del extranjero, Damiana compra bujerías para sus amigos: un buho, en medallón, para Silvia; un cenicero, en forma de dedo obsceno, para Feliciana; un collar de príapos para Rosario; una botella de vino para Emigdio; una envoltura de cigarrillos para Pepito Cadenas. Admira a José López Martí saber que la boticaria gasta sus horas en estas pamplinas. «Sin duda, el tiempo es angustia en Damiana, su renta inacabable» -dice. Respecto a los regalos, la propia Damiana confiesa: «Los defino fruslerías; sin embargo, simbolizan la memoria que de los amigos tengo». Estos corresponden con contradones, y así configuran, en concordancia con el calendario y sus fastos, una mutua dación de chilindrinas. Daniel no quiere tomar ni devolver baratijas. La azucenita lo tolera, porque su amante pertenece a su noche, no a su día. ¡Cómo deshace Damiana su valija en las tornadas! Los ojos vivos, da en extraer envoltorios, mientras proclama: «¡Esto para Fulano!, ¡esto para Mengano!, ¡esto para Perengano!». A simple vista, y sin necesidad de rasgar las cubiertas, conoce la avecilla el objeto encerrado bajo el brillante papel, y el nombre del establecimiento donde lo adquirió en Rumania, en Holanda, en una isla del Canal de la Mancha; luego lo entrega con gozoso pudor. Capítulo I. Tríbada. Miguel Espinosa 4 ¿Qué hace Damiana las tardes de los inviernos? Los lunes, miércoles y viernes aprende el manejo de la guitarra; los martes y jueves asiste, como escolar, a una academia, para recordar y conservar el dominio de la lengua inglesa. La tórtola sabe interpretar breves tonadas y pronunciar frases en perfecta dicción inglesa o alemana; también modula algunas canciones en ambas lenguas, que graba en el ingenio magnetofónico. El resto del tiempo busca la cofradía de Silvia, de Feliciana, de Rosario, de Emigdio y de Pepito Cadenas, se arrima a Tadi, el peluquero, que la invita a comer bombones y le cuenta su ilusión de alcaller, desde la juventud frustrada; o se traslada a un lugar de recreo y moda, donde ejerce gimnasias, salta a la comba y se abandona a masajes. Algunos días se dirige en automóvil a una piscina termal, y otros comparece a pláticas sobre fantasmas, conciencias extraterrestres, psicofonías y precogniciones. ¿Qué hace Damiana los sábados de los inviernos? Ocupa su automóvil, corre hacia la cercana costa, almuerza en una cafetería, se asoma al mar, bebe un refresco y vuelve a la ciudad. «Hizo un mal día» -explica por la noche a sus amigos. Y todos suspiran por el venidero estío y hablan de practicar un periplo por Grecia y sus islas; bosquejan el plan, sin mayor empeño, y dejan pasar las horas. ¿Qué hace Damiana los domingos de los inviernos? Sube a su automóvil, vuela hacia la cercana costa, almuerza en una cafetería, se asoma al mar, bebe agua embotellada y vuelve a la ciudad. «Hizo un hermoso día» -declara por la noche.