Pierre Bourdieu Las reglas del arte Genesis y estructura del campo literario ίλ ANAGRAMA Colección Argumentos El universo literario de hoy, territorio conquistado a las burocracias de Estado y a sus academias, no se configura hasta el siglo XIX. Nadie se encuentra ya en situación de decidir taxativamente lo que debe escribirse y cuáles son los cánones del buen gusto: los escritores, los críticos y los editores libran la batalla del reconocimiento y la consagración. El proyecto estético de Flaubert cuaja en el momento en que la conquista de la autonomía ingresa en su fase crítica. Así, a través de la descripción de la génesis y estructura del campo literario, Pierre Bourdieu demuestra en primer lugar en qué medida la obra de Flaubert está en deuda con la constitución del campo, del espacio de las posiciones y de las tomas de posición de las diversas corrientes, movimientos, escuelas y autores de la época: en otras palabras, cómo el Flaubert escritor se produce precisamente por lo que contribuye a producir. Aplicando las reglas del arte al día de hoy -esa lógica a la que obedecen escritores e instituciones literarias y que se expresa de forma sublimada en las otras-, Pierre Bourdieu hace volar en pedazos el espejismo del genio todopoderoso del creador y, al mismo tiempo, sienta los cimientos de una ciencia de las obras, cuyo objeto sería no sólo la producción material de la obra misrrja sino también la producción de su valor. Sin embargo, en lugar de aplastar al creador bajo el peso de los determinantes sociales que pesan sobre él y reducir así la obra al medio que la vio nacer, la extraordinaria contundencia del análisis desarrollado en este texto permite comprender por fin la tarea específica que el artista (y especialmente el escritor) debe llevar a cabo -en contra y gracias a esos determinantes sociales- para llegar a producirse como creador, es decir, sujeto de su propia creación. «Un gran libro que comparte con el lector no sólo su saber sino también los instrumentos que han permitido construirlo» (Roger Chartier, Le Monde). «Flaubert atrapa la atención de Bourdieu como punto de partida de un libro que se interroga sobre la posibilidad de fundar una ciencia de las obras, es decir, una ciencia de la literatura y, de un modo más general, de la creación artística. Libro capital, inaugural, Las reglas del arte alimentará los debates teóricos de los años futuros. Cuando menos, habrá un debate que quedará definitivamente zanjado: el lugar que corresponde a Bourdieu en el reducidísimo círculo de los grandes pensadores franceses de hoy en día será indiscutible» (Didier Eribon, Le Nouvel Observateur). Pierre Bourdieu (1930-2002), uno de los más prestigiosos y polémicos pensadores de nuestro tiempo, fue profesor de sociología en el Collège de France y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Dirigió la revista Actes de la recherche en sciences sociales y la colección de opúsculos Liber-Raisons d’agir. En esta colección se han publicado Lección sobre la lección, Las reglas del arte, Razones prácticas. Sobre la televisión, Meditaciones pascalianas, La dominación masculina, Contrafuegos, Contrafuegos 2, Las estructuras sociales de la economía, El oficio de científico, El baile de los solteros y Autoanálisis de un sociólogo. www.anagramn-cd.cs Pierre Bourdieu Las reglas del arte Génesis y estructura del campo literario Traducción de Thomas Kauf Μ EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Título de la edición original: Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire © Editions du Seuil Paris, 1992 Publicado con la ayuda del Ministerio francés de la Cultura y la Com unicación Portada: Julio Vivas Ilustración: «Composition ouverte», Jean Helion, 1930, colección particular. © VEGAP, Barcelona, 1995 Primera edición: septiem bre 1995 Segunda edición: octubre 1997 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-1397-2 Depósito Legal: B. 42072-1997 Printed in Spain Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona C’est en lisant qu’on devient liseron. (A base de mucho leer, liana se llega a ser.) R a y m o n d Q u e n e a u Agradezco a Marie-Christine Rivière la ayuda que me ha prestado en la preparación y el retoque final del manuscrito de este libro. PREÁM BULO Ángel. Queda bien en Amor y en literatura. G u s t a v e F l a u b e r t Todo no consta en el Repertorio de disparates. Hay esperanza. R a y m o n d Q u e n e a u «¿Dejaremos que las ciencias sociales reduzcan la experiencia literaria, la más elevada que el hombre pueda conocer junto con la del amor, a meros sondeos referidos a nuestros ocios, cuando se trata del sentido de nuestra vida?»' Semejante frase, sacada de uno de esos innumerables alegatos sin fecha ni autor en pro de la lectura, y de la cultura, habría desatado, a buen seguro, el furibundo júbilo que inspiraban a Flaubert los lugares comunes de los bienpensantes. ¿Y qué decir de los «tópicos» trasnochados del culto escolar del Libro o de las revelaciones heideggero-holderlinianas dignas de engrosar el «florilegio bouvardo-pecuchetiano» (la fórmula es de Queneau...): «Leer es en primer lugar desprenderse del propio ser, del mundo propio»;2 «ya no se puede seguir en el mundo sin la ayuda de los libros»;3«en la literatura, la esencia se descubre de golpe, nos viene dada con su verdad, en su verdad, como la verdad misma del ser que se descubre»?4 Si al empezar me ha parecido necesario recordar alguno de estos tétricos tópicos sobre el arte y la vida, lo único y lo común, la literatura y la ciencia, las ciencias (sociales), que pueden en efecto establecer leyes pero perdiendo la «singularidad de la experiencia», y la literatura, que no establece leyes pero que «trata siempre del hombre singular, en su singularidad absoluta»,5 se 1. D. Sallenave, Le Don des morts, París, Gallimard, 1991, passim. 2. Ibid. 3. Ibid. 4. Ibid. 5. Ibid. 9 debe a que, indefinidamente reproducidos para y por la liturgia académica, asimismo están inscritos en todas las mentes moldeadas por la Escuela: al funcionar como filtros o pantallas, amenazan siempre con bloquear o perturbar la comprensión del análisis científico de los libros y la lectura. ¿Implica la reivindicación de la autonomía de la literatura, que alcanzó su expresión ejemplar con el Contre Sainte-Beuve de Proust, una lectura exclusivamente literaria de los textos literarios? ¿Será verdad que el análisis científico está condenado a destruir lo que constituye la especificidad de la obra literaria y de la lectura, empezando por el placer estético? ¿Y que el sociólogo está condenado al relativismo, a nivelar valores, a rebajar grandezas, a abolir las diferencias que hacen la singularidad del «creador», siempre situado en el bando de lo Unico? ¿Y eso porque estaría de acuerdo con los grandes números, con el promedio, con la medianía, y, por consiguiente, con la mediocridad, con lo menor, los minores, con la masa de pequeños autores oscuros, justamente desconocidos, y con lo que más repugna a los «creadores» de esta época, con el contenido y el contexto, con el «referente» y lo que está fuera de texto, fuera de la literatura? Para muchos escritores y lectores habituales de literatura, por no hablar de los filósofos, de mayor o menor enjundia, que, de Bergson a Heidegger y más allá, pretenden atribuir a la ciencia unos límites a priori, la causa está vista para sentencia. Y los que prohíben a la sociología cualquier contacto profanador con la obra de arte son innumerables. ¿Hace falta citar a Gadamer, que en el inicio de su «arte de comprender» parte de un postulado de incomprensibilidad o, por lo menos, de inexplicabilidad: «El hecho de que la obra de arte represente un desafío lanzado a nuestra comprensión porque escapa indefinidam ente a cualquier explicación y que oponga una resistencia siempre insuperable a quien tratara de traducirla en la identidad del concepto, ha sido precisamente para mí el punto de partida de mi teoría hermenéutica»?1 Tampoco pienso discutir este postulado (¿acaso lo ιοί. H.-G. Gadamer, L ’Art de comprendre, Écrits, II, Herméneutique et Champ de l’expérience humaine, Paris, Aubier, 1991,pág. 17; y también, sóbrela irreductibilidad de la experiencia histórica como «inmersión en un “advenir”que excluye el conocimiento de “lo que adviene”», pág. 197. 10 leraría, por lo demás?). Sólo preguntaré por qué a tantos críticos, a tantos escritores, a tantos filósofos les complace tanto sostener que la experiencia de la obra de arte es inefable, que escapa por definición al conocimiento racional; por qué tanta prisa para afirmar así, sin combatir, la derrota del saber; de dónde les viene esa necesidad tan poderosa de rebajar el conocimiento racional, esa furia por afirmar la irreductibilidad de la obra de arte o, para usar una palabra más apropiada, su trascendencia. ¿Por qué tanto empeño en conferir a la obra de arte —y al conocimiento al que apela—ese estatuto de excepción, si no es para debilitar con un descrédito perjudicial los intentos (necesariamente laboriosos e imperfectos) de quienes pretenden someter esos productos de la acción humana al tratamiento corriente de la ciencia corriente, y para afirmar la trascendencia (espiritual) de quienes saben reconocer su trascendencia? ¿Por qué tanto ensañamiento contra quienes tratan de hacer progresar el conocimiento de la obra de arte y de la experiencia estética, si no es porque el propósito mismo de elaborar un análisis científico de ese individuum ineffabile y del individuum ineffabile que lo ha elaborado representa una amenaza mortal para la pretensión tan común (por lo menos entre los aficionados al arte), y no obstante tan «distinguida», de creerse a sí mismo individuo inefable, y capaz de vivir experiencias inefables de este inefable. ¿Por qué, en una palabra, se opone semejante resistencia al análisis, si no es porque asesta a los «creadores», y a aquellos que pretenden identificarse con ellos mediante una lectura «creativa», la postrera y tal vez la peor de las heridas infligidas, según Freud, al narcisismo, después de las que marcaron los nombres de Copérnico, Darwin y el propio Freud? ¿Es legítimo investirse de la autoridad de la experiencia de lo inefable, que sin duda es consustancial a la experiencia amorosa, para hacer del amor como maravillado abandono a la obra entendida en su singularidad inexpresable la única forma de conocimiento que se ajuste a la obra de arte? ¿Y para considerar el análisis científico del arte, y del amor por el arte, la forma por excelencia de la arrogancia cientificista que, so pretexto de explicar, no vacila en amenazar al «creador» y al lector en su libertad y su singularidad? A todos estos defensores de lo incognoscible, em­ 11 peñados en levantar las murallas invencibles de la libertad humana contra las intrusiones de la ciencia, opondré esta sentencia, muy kantiana, de Goethe, que todos los especialistas de las ciencias naturales y de las ciencias sociales podrían hacer suya: «Nuestra opinión es que conviene al hombre suponer que existe algo incognoscible, pero que no debe poner límites a su búsqueda.»1 Y opino que Kant expresa muy bien la representación que los científicos se hacen de su empeño cuando postula que la reconciliación del conocer y del ser es una especie de focus im aginarius, de punto de fuga imaginario, al que la ciencia debe atenerse sin poder pretender jamás establecerse en él (y ello en contra de la ilusión del conocimiento absoluto y del fin de la historia, más común entre los filósofos que entre los científicos...). En cuanto a la amenaza que la ciencia podría representar para la libertad y la singularidad de la experiencia literaria, basta, para ser ecuánime, con comprobar que la capacidad, proporcionada por la ciencia, de explicar y comprender esta experiencia, y de dotarse de este modo de la posibilidad de una libertad real respecto a las propias determinaciones, está al alcance de todos aquellos que quieran y puedan apropiarse de ella. Más legítimo sería tal vez el temor de que la ciencia, al hacer la disección del amor por el arte, acabara por matar el placer y que, capaz de hacer comprender, no fuera apta para hacer sentir. Y no cabe más que aplaudir una tentativa como la de Michel Chaillou cuando, basándose en la primacía del percibir, del sentir, de la aisthèsis, propone una evocación literaria de la vida literaria, curiosamente ausente de las historias literarias de la literatura:2 ingeniándoselas para introducir de nuevo en un espacio especialmente limitado lo que se puede llamar, con Schopenhauer, los parerga y paralipom ena, el entorno ignorado del texto, todo lo que los comentaristas habituales suelen dejar de lado, y evocando, a través de la virtud mágica de la nominación, lo que hizo y lo que fue la vida de los autores, los detalles familiares, domésticos, pintorescos, incluso grotescos o «excrementescos» de 1. J. W. Goethe, «Karl Wilhelm Nose», Naturwiss. Sch., IX, pág. 195, citado en E. Cassirer, Rousseau, Kant, Goethe, París, Belin, 1991, pág. 114. 2. M. Chaillou, Petit Guide pédestre de la littérature française du XVII’ siècle, Paris, Hatier, 1990, particularmente págs. 9-13. 12 su existencia y de su marco más cotidiano, lleva a cabo una inversión de la jerarquía corriente de los intereses literarios. Se pertrecha con todos los recursos de la erudición no para contribuir a la celebración sacralizadora de los clásicos, al culto de los antepasados y del «don de los muertos», sino para invitar y preparar al lector a «brindar con los muertos», como decía SaintAmant: libera del santuario de la Historia y del academicismo textos y autores fetichizados para ponerlos de nuevo en libertad. ¿Cómo no iba el sociólogo, que también ha de romper con el idealismo de la hagiografía literaria, a sentir una afinidad hacia esta «gaya ciencia» que recurre a las asociaciones libres que un uso liberado y liberador de las referencias históricas ha hecho posibles para repudiar el boato profético de la gran crítica de autor y el runrún sacerdotal de la tradición académica? Pero, contrariamente a lo que la representación común de la sociología podría hacer pensar, no puede darse del todo por satisfecho con esta evocación literaria de la vida literaria. Pese a que prestar atención a lo sensible resulte de lo más pertinente aplicado al texto, conduce a errar en lo esencial cuando se refiere al mundo social en el que éste es escrito. El empeño por devolver la vida a los autores y a su entorno podría ser el de un sociólogo, y no faltan análisis de arte y de literatura que se fijan como meta reconstruir una «realidad» social susceptible de ser captada en lo visible, en lo sensible y en lo concreto de la existencia cotidiana. Pero, como trataré de poner de manifiesto en el desarrollo de este libro, el sociólogo, próximo en este aspecto al filósofo según Platón, se opone al «amigo de los espectáculos hermosos y de las voces hermosas» que también es el escritor: la «realidad» que trata de cernir no se deja reducir a los datos inmediatos de la experiencia sensible en los que se revela; no se propone hacer ver, o sentir, sino construir unos sistemas de relación inteligibles capaces de dar razón de los datos sensibles. ¿Significa acaso que nos encontramos remitidos de nuevo a la tradicional y antigua antinomia de lo inteligible y lo sensible? De hecho, incumbirá al lector juzgar si, como pienso (por haberlo experimentado yo mismo), el análisis científico de las condiciones sociales de la producción y de la recepción de la obra de arte, lejos de reducirla o destruirla, intensifica la experiencia literaria: 13 como veremos a propósito de Flaubert, parece, primero, anular la singularidad del «creador» en beneficio de las relaciones que la vuelven inteligible sólo para recuperarla mejor al cabo de la labor de reconstrucción del espacio en el que el autor se encuentra englobado y «comprendido como un punto». Conocer como tal ese punto del espacio literario, que también es un punto a partir del cual se forma un punto de vista singular sobre este espacio, es estar en disposición de comprender y de sentir, a través de la identificación mental con una posición construida, la singularidad de esta posición y de quien la ocupa, y el esfuerzo extraordinario que, al menos en el caso particular de Flaubert, ha sido necesario para hacerla existir. El amor por el arte, como el amor a secas, incluso y sobre todo el más arrebatado, se siente fundamentado en su objeto. Para convencerse de tener razón (o razones) para amar recurre muy a menudo al comentario, esa especie de discurso apologético que el creyente se dirige a sí mismo y que, si por lo pronto tiene el efecto de intensificar su creencia, también puede despertar la creencia en los demás e inducirlos a ella. Por este motivo el análisis científico, cuando es capaz de sacar a la luz lo que hace que la obra de arte se vuelva necesaria, es decir la fórmula informadora, el principio generador, la razón de ser, proporciona a la experiencia artística, y al goce que la acompaña, su mejor justificación, su más rico alimento. A través de él, el amor sensible por la obra puede realizarse en una especie de amor intellectualis rei, asimilación del objeto al sujeto e inmersión del sujeto en el objeto, sumisión activa a la necesidad singular del objeto literario (que, en más de un caso, es él mismo el producto de una sumisión semejante). Pero ¿no es acaso pagar demasiado cara esta intensificación de la experiencia el tener que afrontar la reducción a la necesidad histórica de lo que se quiere vivir como una experiencia absoluta, ajena a las contingencias de una génesis? En realidad, comprender la génesis social del campo literario, de la creencia que lo sostiene, del juego de lenguaje que en él se produce, de los intereses y de los envites materiales o simbólicos que en él se engendran, no es plegarse al placer de reducir o de destruir (aun cuando, como sugiere Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, 14 el empeño en comprender es sin duda en parte tributario del «placer de destruir los prejuicios» y de la «seducción irresistible» que ejercen las «explicaciones del tipo “esto no es más que aquello”», sobre todo a título de antídoto contra las complacencias fariseas del culto por el arte). Es sencillamente mirar las cosas de frente y verlas como son. Buscar en la lógica del campo literario o del campo artístico mundos paradójicos capaces de inspirar o de imponer los «intereses» más desinteresados, el principio de la existencia de la obra de arte en lo que tiene de histórico pero también de transhistórico, es tratar esa obra como un signo intencional habitado y regulado por algo distinto, de lo cual también es síntoma. Es suponer que se enuncia en ella un impulso expresivo que la formulación impuesta por la necesidad social del campo tiende a hacer irreconocible. La renuncia al angelismo del interés puro por la forma pura es el precio que hay que pagar para comprender la lógica de estos universos sociales que, a través de la alquimia social de sus leyes históricas de funcionamiento, consiguen extraer del enfrentamiento a menudo despiadado de las pasiones y de los intereses particulares la esencia sublimada de lo universal; y ofrecer una visión más verdadera y, en definitiva, más tranquilizadora, por menos sobrehumana, de las más altas conquistas de la empresa humana. 15 Prólogo Flaubert analista de Flaubert Una lectura de «La educación sentimental» No se escribe lo que se quiere. G u s t a v e F l a u b e r t La educación sentim ental, esta obra mil veces comentada, y sin duda nunca leída de verdad, proporciona todos los instrumentos necesarios para su propio análisis sociológico:1 la estructura de la obra, que una lectura estrictamente interna saca a la luz, es decir la estructura del espacio social en el que se desarrollan las aventuras de Frédéric, resulta ser también la estructura del espacio social en el que su propio autor está situado. Tal vez algunos pensarán que es el sociólogo quien, proyectando sus propios interrogantes, convierte a Flaubert en un sociólogo, y capaz de ofrecer una sociología de Flaubert por añadidura. Y la prueba misma que piensa presentar, construyendo un modelo de la estructura inmanente de la obra que permite reengendrar, por lo tanto comprender en su principio, toda la historia de Frédéric y de sus amigos, corre el peligro de aparecer como el colmo de la desmesura cientificista. Pero lo más curioso es que esta estructura que, apenas enunciada, se impone como evidente, se les ha pasado por alto a los intérpretes más atentos.2 Ello obliga a plantear en términos menos corrientes que los habituales el problema 1. Para permitir al lector seguir con mayor facilidad el análisis que propongo aquí ycontrolar su validez confrontándolo con otras lecturas, hemos reproducido en los anexos a este capítulo un resumen de La educación sentimental (ver pág. 66), y algunas interpretaciones clásicas de esta obra (ver pág. 68). 2. Por ejemplo, con un atisbo de maliciosa delectación nos enteramos, por mediación de Lucien Goldmann, de que Lukács consideraba La educación una novela psicológica (más que sociológica) orientada hacia el análisis de la vida interior (ver L. Goldmann, «Introducción a los problemas de una sociología de la novela», Revue de VInstitut de sociologie, n.° 2, Bruselas, 1963, págs. 225-242). 19 del «realismo» y del «referente» del discurso literario. ¿Qué es en efecto este discurso que habla del mundo (social o psicológico) como si no hablara de él; que sólo puede hablar de este mundo con la condición de hablar de él como si no hablara de él, es decir, de unaform a que lleva a cabo, para el autor y el lector, una negación (en el sentido freudiano de Verneinung) de lo que expresa? ¿No hay que preguntarse acaso si el trabajo ejercido sobre la forma no es lo que hace posible la anamnesia parcial de estructuras profundas, y reprimidas, si, en definitiva, el escritor más preocupado por la investigación formal -com o Flaubert, y tantos otros después de él—no se ve obligado a actuar como médium de las estructuras (social o psicológica) que alcanzan la objetivación, a través de él y de su labor sobre unas palabras inductoras, «cuerpos conductores» pero también pantallas más o menos opacas? Pero, además de obligar a plantear y examinar estas cuestiones, digamos, en situación, el análisis de la obra debería permitir sacar partido de unas propiedades del discurso literario como la capacidad de desvelar velando, o de producir un «efecto de realismo» que resta realismo para ir entrando suavemente, con Flaubert socioanalista de Flaubert, en un socioanálisis de Flaubert, y de la literatura. P l a z a s , in v e r s io n e s a p l a z o , d e s p l a z a m ie n t o s Ese «joven de dieciocho años, de largos cabellos», «recién graduado bachiller», a quien «con el dinero muy contado había enviado su madre a El Havre, para ver a un tío del que ella esperaba hiciera de Frédéric su heredero»,' ese adolescente burgués que piensa «en el argumento de una obra dramática, en motivos de cuadros, en pasiones futuras», ha llegado a ese punto de su carrera desde donde puede abarcar con una mirada el conjunto de los poderes y de los posibles que le están abiertos y de las avenidas que a ellos conducen. Frédéric Moreau es, en su doble aceptación, un ser indeterminado, o, mejor aún, determinado a la in­ 1. Seguimos la traducción de Miguel Salabert: La educación sentimental, Madrid, Alianza, 1987. (N. del T.) 20 determinación, objetiva y subjetiva. Instalado en la libertad que tiene asegurada por su condición de rentista, está gobernado, hasta en los sentimientos de los que aparentemente es el sujeto, por las fluctuaciones de sus inversiones financieras a plazo, que definen las orientaciones sucesivas de sus elecciones.1 La indiferencia, a la que no siempre permanece fiel, hacia los objetos comunes de la ambición burguesa,2 es un efecto segundo de su amor soñado por Mme Arnoux, una especie de soporte imaginario de su indeterminación. «¿Qué puedo hacer yo en el mundo? ¡Los demás se esfuerzan por lograr la riqueza, la celebridad, el poder! Yo no tengo profesión, usted es mi ocupación exclusiva, toda mi fortuna, el objetivo y el centro de mis pensamientos y de mi existencia.»3En cuanto a los intereses artísticos que expresa de tarde en tarde, les falta constancia y consistencia para servir de punto de apoyo para una ambición más elevada, capaz de contrarrestar positivamente las ambiciones comunes: él, que, en su primera aparición, «pensaba en el argumento de una obra dramática y en motivos de cuadros», y, en otras ocasiones, «soñaba sinfonías», «quería pintar» y componía versos, empieza un día «a escribir una novela titulada Silvio, el hijo del pescador», en la que se representa a sí mismo, con Mme Arnoux; después «alquila un piano y compone valses alemanés», se convierte más adelante a la pintura, que le acerca a Mme Arnoux, para volver por último a la ambición de escribir, una Historia del Renacim iento en esta ocasión.4 1. La renta se encarna durante mucho tiempo en la madre, «que abriga grandes ambiciones en cuanto a él» y que no deja de llamarlo al orden y a las estrategias (particularmente matrimoniales) necesarias para consolidar el mantenimiento de su posición. 2. «Protesta» cuando Deslauriers, invocando el ejemplo de Rastignac, le perfila cínicamente la estrategia capaz de asegurarle el éxito: «Haz por agradarle [a Dambreuse], y a su mujer también. ¡Hazte su amante!» (G. Flaubert, L ’Éducation sentimentale, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», 1948, pág. 49; consultar también G. Flaubert, L ’Education sentimentale, Paris, Gallimard, col. «Folio», 1991, pág. 35 [las referencias E.S., P. y F., seguidas de un número de página, remiten de ahora en adelante a las ediciones publicadas en las colecciones Pléiade y Folio respectivamente].) Manifiesta, respecto a los demás estudiantes y a sus preocupaciones comunes, un «desdén» (É.S., P., pág. 55; F., pág. 42) que, como su indiferencia hacia el éxito de los necios, se inspira en «aspiraciones más elevadas» (É.S., P., págs. 93-94; F., pág. 80). Pero se imagina sin rebeldía ni amargura un porvenir de fiscal o de orador parlamentario (É.S., P., pág. 118; F., pág. 106). 3. É.S., P., págs. 300-301; F., pág. 296. 4. É.S., P., págs. 34, 47, 56-57, 82, 216; F., págs. 20, 33, 42-43, 69, 208. 21 Toda la existencia de Frédéric, como todo el universo de la novela, se organizará alrededor de dos polos, representados por los Arnoux y los Dambreuse: «el arte y la política» por un lado, «la política y los negocios» por otro. En la intersección de ambos universos, por lo menos al principio, es decir antes de la revolución de 1848, además del propio Frédéric, únicamente el bueno de Oudry, convidado en casa de los Arnoux, pero en calidad de vecino. Los personajes de referencia, Arnoux y Dambreuse especialmente, Funcionan como símbolos encargados de marcar y representar posiciones pertinentes del espacio social. No son «caracteres», al estilo de La Bruyère, como considera Thibaudet, sino más bien símbolos de una posición social (la labor de escritura crea así un universo saturado de detalles significativos y, gracias a ello, más significante que el natural, como atestigua la abundancia de los indicios pertinentes que ofrece para su análisis).1 Así por ejemplo, las diferentes recepciones y reuniones están por entero caracterizadas, y diferenciadas, por las bebidas que se sirven, desde la cerveza de Deslauriers hasta «los grandes vinos de Burdeos» de los Dambreuse, pasando por los «vinos extraordinarios» de Arnoux, lipfraoli y tokay, y el champán de Ro­ sanette. De este modo podemos construir el espacio social de L a educación sentim ental basándonos, para situar las posiciones, en los indicios que Flaubert proporciona profusamente, y en las distintas «redes» que delimitan las prácticas sociales de cooptación tales como recepciones, veladas y reuniones de amigos (ver diagrama de pág. 23). A las tres cenas ofrecidas por los Arnoux,2asisten, además de los 1. Para poner de manifiesto hasta qué grado de precisión llega Flaubert en su búsqueda del detalle pertinente, bastará con citar el análisis del escudo de armas de los Dambreuse propuesto por M. Yves Lévy: «El siniestrado (brazo izquierdo móvil del flanco diestro del escudo) es una pieza heráldica muy poco usual, y que cabe considerar como la forma infamada del adestrado (brazo derecho móvil del flanco izquierdo del escudo). La elección de esta pieza, su puño cerrado, y por otra parte la elección de los esmaltes (arena del campo, oro del brazo y plata del guante) y el lema tan significativo (“por todas las vías”) indican a las claras la intención de Flaubert de dotar a su personaje de un blasón elocuente; no es el escudo de un hidalgo, es el blasón de un explotador.» 2. É.S. P., págs. 65, 77, 114; F., págs. 51, 64, 101. 22 podelpodersegúnLaeducaciónsentimental pilares de L ’Art industriel, Hussonnet, Pellerin, Regimbart y, a la primera, Mlle Vatnaz, los habituales, Dittmer y Burrieu, pintores ambos, Rosenwald, compositor, Sombaz, caricaturista, Lovarias, «místico» (presente dos veces), y por último convidados ocasionales, Anténor Braive, retratista, Théophile Lorris, poeta, Vourdat, escultor, Pierre-Paul Meinsius, pintor (a los que hay que añadir, en alguna de las cenas, un abogado, el letrado Lefaucheux, dos críticos de arte amigos de Hussonnet, un fabricante de papel y el bueno de Oudry). En el extremo opuesto, las recepciones de los Dambreuse,1 las dos primeras separadas de las demás por la revolución de 1848, cuentan con la presencia, además de la de las personalidades definidas genéricamente, de un ex ministro, del sacerdote de una parroquia importante, de dos altos funcionarios, de «propietarios» y de personajes famosos del arte, la ciencia y la política («el gran M. A., el ilustre B., el profundo C., el elocuente Z., el inmenso Y., las viejas figuras del centro izquierda, los paladines de la derecha, los burgraves del justo medio»), Paul de Grémonville, diplomático, Fumichon, industrial, Mme de Larsillois, esposa del prefecto, la duquesa de Montreuil, M. de Nonencourt, y por último, además de Frédéric, Martinon, Cisy, M. Roque y su hija. Después de 1848, también aparecerán en casa de los Dambreuse M. y Mme Arnoux, Hussonnet y Pellerin, conversos, y finalmente Deslauriers, introducido por Frédéric al servicio de M. Dambreuse. En las dos recepciones que ofrece Rosanette, una en la época de su relación con Arnoux,2 la otra al final de la novela, cuando proyecta casarse con Frédéric,3 nos topamos con actrices, el actor Delmar, Mlle Vatnaz, Frédéric y algunos de sus amigos, Pellerin, Hussonnet, Arnoux, Cisy, y por último el conde de Palazot y unos personajes que ya hemos visto también en casa de los Dambreuse, Paul de Grémonville, Fumichon, M. de Nonencourt y M. de Larsillois, cuya esposa frecuenta el salón de Mme Dambreuse. Los convidados de Cisy son todos nobles (M. de Comaing, presente también en casa de Rosanette, etc.), salvo su preceptor y Fré­ déric.4 1. É.S., P., págs. 187, 266, 371, 393; F., págs. 178, 260, 369, 392. 2. É.S., P., pág. 145; F., pág. 135. 3. É.S., P., pág. 421; F., pág. 422. 4. É.S., P., pág. 249; F., pág. 243. 24 A las veladas de Frédéric asiste como siempre Deslauriers, acompañado por Sénécal, Dussardier, Pellerin, Hussonnet, Cisy, Regimbart y Martinon (los dos últimos no están presentes en la última velada).1 Por último, Dussardier reúne a Frédéric y a la fracción pequeñoburguesa de sus amigos, Deslauriers, Sénécal, y un arquitecto, un farmacéutico, un tratante de vinos y un empleado de seguros.2 El polo del poder político y económico está caracterizado por los Dambreuse, que son instituidos de entrada metas supremas de la ambición política y amorosa («¡Un hombre millonario, fíjate! Haz por agradarle, y a su mujer también»).3 En su salón tienen cabida «hombres y mujeres con una gran experiencia de la vida», es decir de los negocios, quedando totalmente excluidos, antes de 1848, los artistas y los periodistas. Las conversaciones suelen ser serias, aburridas, conservadoras: se proclama en ellas que la República es imposible en Francia; que hay que amordazar a los periodistas; se propugna una descentralización, el reparto de los excedentes de las ciudades en el campo; se vilipendian los vicios y las necesidades de las «clases bajas»; se habla de política, de votos, de enmiendas y de subenmiendas; se exponen los prejuicios contra los artistas. Los salones están atestados de objetos artísticos. Se sirven los manjares más insólitos, doradas, venado, cangrejos, acompañados de los mejores vinos, con las cuberterías de plata más hermosas. Después de la cena, los hombres hablan entre ellos, de pie; las mujeres permanecen sentadas, al fondo. El polo opuesto está caracterizado no por un gran artista, revolucionario o reconocido, sino por Arnoux, marchante de cuadros, quien, en calidad de tal, es el representante del dinero y de los negocios en el seno del mundo del arte. Flaubert es de una 1. É.S., P., págs. 88, 119, 167; F., págs. 75, 107, 158. 2. É.S., P., pág. 293; F., pág. 285. 3. E.S., P., pág. 49; F., pág. 35. La posición eminente de los Dambreuse queda indicada por el hecho de que, mencionados muy al principio (É.S., P., pág. 42; F., pág. 29), no serán accesibles para Frédéric hasta relativamente tarde, yeso gracias a determinadas intercesiones. La distancia temporal es una de las formas más insuperables de retraducir la distancia social. 25 claridad meridiana en sus apuntes: M. Moreau (nombre inicial de Arnoux) es un «industrial de arte», después un «industrial puro».1 La asociación de palabras sirve para señalar, tanto en la designación de su profesión como en la cabecera de su periódico, L ’Art industriel, la doble negación que está inscrita en la fórmula de este ser doble, indeterminado, como Frédéric, y por ello condenado a la ruina. «Terreno neutral en el que las rivalidades se codeaban familiarmente»,2 «el establecimiento híbrido» que es L ’Art industriel representa un lugar de encuentro para artistas que ocupan posiciones opuestas, defensores del «arte social», partidarios del arte por el arte o escritores consagrados por el público burgués. Las conversaciones que se mantienen allí son «libres», es decir a menudo obscenas («a Frédéric le sorprendió el cinismo de aquellos hombres»), siempre paradójicas; los modales son «sencillos» pero tampoco ven la «pose» con malos ojos. Comen platos exóticos y beben «vinos extraordinarios». Se acaloran por teorías estéticas o políticas, son de izquierdas, más bien republicanos, como el propio Arnoux, incluso socialistas. Pero L ’Art industriel también es una industria artística capaz de explotar económicamente el trabajo de los artistas porque es una instancia de consagración que gobierna la producción de los escritores y de los artistas.3 Arnoux en cierto modo estaba predispuesto a cumplir la función de marchante de arte, que no puede garantizar el éxito de su empresa más que disimulando la verdad, es decir la explotación a través de un doble juego permanente entre el arte y el dinero.4 Este ser doble, «mezcla de mercantilismo y de ingenuidad»,5 de avaricia calculadora y de «insensatez» (en el sentido de Mme Arnoux,6 pero también de Rosanette),7 es decir tanto de extravagancia y de generosidad como de descaro y de incon­ 1. M. J. Durry, Flaubert et ses Projets inédits, Paris, Nizet, 1950, pág. 155. 2. É.S., P.,pág. 65; F., pág. 52. 3. «... disponía de ellos gracias a sus relaciones y a su revista. Los principiantes ambicionaban ver sus obras en su escaparate» (E.S., P., pág. 71; F., pág. 58). 4. <íL'Art industriel tenía más la apariencia de un salón que de una tienda» (E.S., P., pág. 52; F., pág. 39). 5. É.S., P.,pág. 425; F., pág. 426. 6. É.S., P.,pág. 201; F., pág. 195. 7. É.S., P., pág. 177; F., pág. 170. 26 veniencia, acumula en beneficio propio, por lo menos durante un tiempo, las ventajas de ambas lógicas antitéticas, la del arte desinteresado, que no produce más que beneficios simbólicos, y la del comercio: su dualidad, más profunda que ninguna otra, le permite pillar a los artistas en su propio juego, el del desinterés, la confianza, la generosidad, la amistad («Aunque lo explotara [a Pellerin] Arnoux le tenía afecto»),1 y dejarles de este modo la mejor parte, los beneficios meramente simbólicos de lo que ellos mismos llaman la «gloria»,2 al reservarse para sí los beneficios materiales deduciéndoselos de su trabajo. Hombre de negocios y comerciante entre gentes que tienen p ara consigo mismas la obligación de negarse a reconocer, o incluso a conocer, su interés material, está condenado a merecer la consideración de burgués para los artistas y la de artista para los bur­ gueses.3 Situado entre la bohemia y el «mundo», el «medio mundo», representado por el salón de Rosanette, recluta a la vez en ambos universos opuestos: «Los salones de las cortesanas (de esa época data su importancia) eran un terreno neutral en el que se encontraban los reaccionarios de los más distintos pelajes.»4 Este mundo intermedio, y algo equívoco, está dominado por «mujeres libres», y por lo tanto capaces de cumplir hasta el final con la función de mediadoras entre los «burgueses», dominantes a secas, y los artistas, dominantes-dominados (la esposa legítima del «burgués», dominada —como mujer— entre los dominantes, también cumple esta función, en otro registro, con su salón). A menudo hijas de las «clases bajas», estas «cortesanas» de lujo, e incluso de arte, como las bailarinas y las actrices, o la Vatnaz, medio mujer mantenida y medio mujer de letras, a las que se paga para que sean «libres», engendran las libertades por sus ca­ 1. É.S., P., pág. 78; F., pág. 64. 2. Así, «más sensible a la gloria que al dinero», Pellerin, al que Arnoux acababa de estafar respecto a un encargo pero al que poco después había cubierto de elogios en L'Art industriel, acude a la cena a la que había sido invitado (E.S., P., pág. 78; F., pág. 64). 3. «Es un bruto, un burgués», dice Pellerin {É.S., P., pág. 73; F., pág. 59). Por su parte, M. Dambreuse pone a Frédéric en guardia contra él: «Supongo que no están haciendo negocios juntos, ¿no?» (E.S., P., pág. 269; F., pág. 263). 4. É.S., P., pág. 421; F., pág. 422. 27 prichos y su extravagancia (es asombrosa la homología con la bohemia o hasta con los escritores más reconocidos, quienes, como Baudelaire o Flaubert, reflexionan sobre la relación entre su función y la de la «prostituta»). A ellas se les permite todo, todo lo que en otro lugar resultaría impensable, incluso en casa de los Arnoux,1por no hablar del salón de los Dambreuse: incongruencias de lenguaje, retruécanos, jactancias, «mentiras aceptadas como verdaderas, aserciones improbables», modales impropios («se lanzaban de un lugar a otro una naranja o un tapón de corcho, se mudaban de sitio para hablar con alguien»). Este «decorado hecho para el placer»2 reúne las ventajas de ambos mundos opuestos, conservando la libertad de uno y el lujo del otro, sin reunir sus privaciones, puesto que unos abandonan en él su obligado ascetismo y los otros su máscara de virtud. Y efectivamente es a «una fiestecita familiar», como dice irónicamente Hussonnet,3 a lo que las «cortesanas» invitan a los artistas entre quienes reclutan a veces a sus amigos sentimentales (en este caso Delmar), y a los burgueses que las mantienen (en este caso Oudry); pero esta reunión de familia invertida, donde el vínculo del dinero y de la razón sirve para mantener la relación sentimental, sigue todavía bajo el dominio, como las misas negras, de lo que niega: todas las reglas y las virtudes burguesas están proscritas, salvo el respeto por el dinero, que, como en otro lugar la virtud, puede impedir el amor.4 L a c u e s t ió n d e l a h e r e n c ia Colocando de este modo los dos polos del campo del poder, auténtico medio newtoniano,5 donde se ejercen fuerzas sociales, 1. «Cuando se sirvieron los licores, [Mme Arnoux] desapareció. La conversación se hizo entonces más libre y picante» (E.S., P., pág. 79; F., pág. 66). 2. É.S., P., pág. 148; F., pág. 138. 3. É.S., P., pág. 155; F., pág. 145. 4. En ningún lugar se refleja mejor la jerarquía dominante, la del dinero, que en casa de Rosanette: Oudry está por encima de Arnoux («Es muy rico, el viejo tacaño» — É.S., P., pág. 158; F., pág. 148), Arnoux por encima de Frédéric. 5. Respecto a las utilizaciones de la noción de medio, desde Newton, que no emplea este término, hasta Balzac, que lo introduce en la literatura en 1842 en el prefacio 28 atracciones o repulsiones, que plasman su manifestación fenoménica bajo la forma de motivaciones psicológicas como el amor o la ambición, Flaubert instaura las condiciones de una especie de experimentación sociológica: cinco adolescentes —entre ellos el protagonista, Frédéric—, provisionalmente reunidos debido a su posición común de estudiantes, serán lanzados en este espacio, como partículas en un campo de fuerzas, y sus trayectorias estarán determinadas por la relación entre las fuerzas del campo y su inercia propia. Esta inercia se inscribe por un lado en las predisposiciones debidas a sus orígenes y a sus trayectorias, y que implican una tendencia a perseverar en una manera de ser, una trayectoria probable por lo tanto, y por el otro en el capital que han heredado, y que contribuye a definir las posibilidades y las imposibilidades que les asigna el campo.1 Campo de fuerzas posibles, que se ejercen sobre todos los cuerpos que pueden entrar en él, el campo del poder también es un campo de luchas, y cabe, en este sentido, compararlo con un juego: las posesiones, es decir el conjunto de las propiedades incorporadas, incluyendo la elegancia, el desahogo o incluso la belleza, y el capital bajo sus diversas formas, económica, cultural, social, constituyen bazas que impondrán tanto la manera de jugar como el éxito en el juego, en resumidas cuentas todo el proceso de envejecimiento social que Flaubert llama «educación senti­ mental». Como si hubiera querido exponer a las fuerzas del campo a un conjunto de individuos en posesión de las aptitudes, combinadas de forma diversa, que representaban en su opinión las condiciones del éxito social, Flaubert «construye» un grupo de adolescentes en el que cada uno de sus miembros está unido a cada de La comedia humana, o hasta Taine, que lo convierte en uno de los tres principios de explicación de la historia, pasando por L ’Encyclopédie de D ’Alembert y Diderot, donde aparece con su significación mecánica, por Lamarck, que lo introduce en la biología, y por Auguste Comte, entre otros, que lo constituye teóricamente, se puede consultar el capítulo titulado «Lo vivo y su medio», en la obra de Georges Canguilhem, La Connaissance de la vie, París, Vrin, 1975, págs. 129-154. 1. El porvenir se presenta de hecho como un haz de trayectorias desigualmente probables situadas entre un límite superior —por ejemplo, para Frédéric, ministro y amante de Mme Dambreuse- y un límite inferior -por ejemplo, para el mismo Frédéric, pasante de un procurador de provincias, casado con Mlle Roque. 29 uno de los demás y separado de cada uno de los demás por un conjunto de similitudes y de diferencias repartidas de una forma más o menos sistemática: Cisy es muy rico, noble, cuenta con buenas relaciones y es distinguido (¿guapo?), pero poco inteligente y poco ambicioso; Deslauriers es inteligente y le mueve una voluntad desaforada de triunfar, pero es pobre, carece de relaciones y de belleza; Martinon es bastante rico, bastante guapo (de eso presume, al menos), bastante inteligente y está empeñado en triunfar; Frédéric, como suele decirse, lo tiene todo —una riqueza relativa, encanto e inteligencia—, salvo la voluntad de triunfar. En este juego que es el campo del poder, el envite evidentemente es el poderío, que hay que conquistar o conservar, y los que penetran en él pueden diferir en dos aspectos: en primer lugar, desde el punto de vista de la herencia, es decir de las bazas; en segundo lugar, desde el punto de vista de la disposición del heredero al respecto, es decir de la «voluntad de triunfar». ¿Qué es lo que hace que un heredero esté o no esté dispuesto a heredar? ¿Qué es lo que le impulsa a limitarse a conservar la herencia o a incrementarla? Flaubert facilita algunos elementos de respuesta a estas preguntas, especialmente en el caso de Frédéric. La relación con la herencia está siempre enraizada en la relación con el padre y la madre, figuras sobredeterminadas en las que los componentes psíquicos (como los describe el psicoanálisis) se entrelazan con los componentes sociales (como los describe la sociología). Y la ambivalencia de Frédéric respecto a su herencia, fuente de tergiversaciones, podría tener su origen en su ambivalencia respecto a su madre, personaje doble, femenino, por supuesto, pero masculino también como sustituto del padre desaparecido, portador habitual de la ambición social. Viuda de un marido «plebeyo» que «había muerto de una estocada, durante su embarazo, dejándole una fortuna precaria», esta mujer de mente fría, hija de una familia de la pequeña nobleza de provincias, había puesto en su hijo todas sus ambiciones de recuperación social y no paraba de recordarle los imperativos del mundo de los negocios y el dinero, que también son de aplicación en los asuntos amorosos. Pero Flaubert sugiere (parti­ 30 cularmente en la evocación del encuentro final: «sentía a la vez algo inexpresable, una repulsión y como el horror de un incesto») que Frédéric ha transferido su amor hacia su madre a Mme Arnoux, responsable de la victoria de las razones del amor sobre las de los ne­ gocios. Tenemos así una primera división entre los «pequeñoburgueses», que no cuentan con más recursos que su (buena) voluntad, Deslauriers y Hussonnet,1 y los herederos. Entre éstos están los herederos que se asumen como tales, ora porque se limitan a conservar su posición, como Cisy, el aristócrata, ora porque tratan de mejorarla, como Martinon, el burgués conquistador. En la economía de la novela, la única razón de ser de Cisy estriba en representar una de las predisposiciones posibles respecto a la herencia y, más generalmente, respecto al sistema de las posiciones heredables: él es el heredero sin historia, que se limita a heredar porque, dada la naturaleza de su herencia, sus bienes, sus títulos, pero también su inteligencia, no tiene otra cosa que hacer, ni tampoco nada más que hacer. Pero también están los herederos con líos, aquellos que, como Frédéric, se niegan, si no a heredar, por lo menos a ser heredados por su herencia. La transmisión del poder entre las generaciones constituye siempre un momento crítico de la historia de las unidades domésticas. Entre otras razones, porque la relación de apropiación recíproca entre el patrimonio material, cultural, social y simbólico y los individuos biológicos formados para y por la apropia­ 1. Flaubert no consigue diferenciar realmente a Deslauriers y a Hussonnet: socios durante un tiempo en la empresa político-literaria hacia la cual tratan de despertar el interés de Frédéric, siempre están muy cerca uno de otro en sus actitudes y opiniones, pese a que el primero orienta más bien sus ambiciones hacia la política y el otro hacia la literatura. En el transcurso de una discusión sobre las razones del fracaso de la revolución de 1848, Frédéric responde a Deslauriers: «Vosotros erais simplemente pequeñoburgueses, y los mejores de entre vosotros, unos pedantes» (E.S., P., pág. 400; F., pág. 400). Recordatorio de una observación anterior: «Frédéric lo miró; con su pobre levita, sus tristes gafas y su lívido rostro, el abogado le pareció un pelagatos pedante, y no pudo evitar que asomara a sus labios una sonrisa desdeñosa» (É.S., P., pág. 185; F., pág. 176). 31 ción se encuentra provisionalmente en peligro. La tendencia del patrimonio (y, a través de ello, de toda la estructura social) a perseverar en su ser sólo puede llevarse a cabo si la herencia hereda al heredero, si, particularmente por mediación de aquellos que asumen provisionalmente este cometido y que han de garantizar su sucesión, «el muerto (es decir la propiedad) se apodera del vivo (es decir de un propietario dispuesto a heredar y apto para ello)». Frédéric no cumple estos requisitos: poseedor que no está dispuesto a dejarse poseer por su posesión, sin renunciar no obstante a ella, se niega a sentar cabeza, a dotarse de dos atributos que son los únicos que, en esa época y en ese ambiente, podrían conferirle los instrumentos y los distintivos de la existencia social, es decir una «posición» y una esposa que disponga de rentas.1 Frédéric quiere heredar sin ser heredado. Le falta lo que los burgueses llaman seriedad, esa aptitud para ser lo que se es: una forma social del principio de identidad que es la única que puede fundamentar una identidad social inequívoca. Mostrándose incapaz de tomarse él mismo en serio, de identificarse por anticipación con el ser social que está llamado a ser (por ejemplo el de «futuro» de Mlle Louise)2 y de proporcionar con ello garantías de seriedad futura, vacía de contenido real la «seriedad» y todas las «virtudes domésticas y democráticas».3 Virtudes de aquellos que, identificados con lo que son, hacen lo que hay que hacer y se dedican plenamente a lo que hacen, «burgueses» o «socialistas». Mientras todo le acerca a él en los demás aspectos, Martinon es, en este sentido, la antítesis perfecta de Frédéric. Si, a fin de cuentas, quien acaba ganando es él, es porque se mete en serio en los papeles que Frédéric no hace más que representar: Flaubert, que desde su primera aparición señalaba que quería «pare­ 1. É.S., P., pág. 307; F„ pág. 303. 2. É.S., P., pág. 275; F., pág. 269. 3. Ver G. Flaubert, Correspondance, Carta a Louise Collet, 7 de marzo de 1847, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», 1973,1.1, pág. 446 [las referencias Corr., P., y Corr., C., seguidas por un número de página, remiten a partir de ahora respectivamente a la edición publicada en la Pléiade y a la edición Conard, París, 1926-1933], 32 cer serio»,1 indica por ejemplo que, en la primera recepción en casa de los Dambreuse, en medio de las risas y de las «bromas atrevidas», «tan sólo Martinon se mostró serio»,2 mientras Frédéric charlaba con Mme Dambreuse. De manera general, en circunstancias semejantes, Martinon siempre trata de convencer a las «personas serias» de su «seriedad»; en el extremo opuesto de Frédéric, que huye con las mujeres del aburrimiento de las conversaciones masculinas («Como esas cosas le aburrían, Frédéric se acercó a las mujeres»).3 El menosprecio de Frédéric hacia las personas serias, siempre dispuestas, como Martinon, a aceptar con entusiasmo la posición a la que están destinados y las mujeres que les están destinadas, presenta como contrapartida la irresolución y la inseguridad que experimenta frente a un mundo sin metas señaladas ni referencias seguras. Encarna una de esas formas, y no la más insólita, de pasar por la adolescencia burguesa, que puede vivirse y expresarse, según los momentos o las épocas, en la retórica del aristocratismo o en la fraseología del populismo, profundamente impregnados, los dos, de esteticismo. Burgués en excedencia e intelectual provisional, obligado a adoptar o a imitar durante un tiempo las poses del intelectual, está predispuesto para la indeterminación debido a esta doble determinación contradictoria: situado en el centro de un campo de fuerzas cuya estructura se debe a la oposición entre el polo del poder económico o político y el polo del prestigio intelectual o artístico (cuya fuerza de atracción se ve reforzada por la lógica propia del ambiente estudiantil), se sitúa en una zona de ingravidez social donde se compensan o se equilibran provisionalmente las fuerzas que acabarán imponiéndose en una u otra dirección. Por lo demás, a través de Frédéric, Flaubert dirige la reflexión hacia lo que hace que la adolescencia sea un momento crítico, en su doble sentido. «Entrar en la vida», como se suele decir, es aceptar entrar en uno u otro de los juegos sociales socialmente reconocidos, e iniciar el compromiso inaugural, eco­ 1. É.S., P., pág. 53; F., pág. 40. 2. É.S., P., pág. 193; F., pág. 184. 3. É.S., P., pág. 267; F., pág. 261. 33 nómico y psicológico a la vez, que implica la participación en los juegos serios que integran el mundo social. Esta creencia en el juego, en el valor del juego, y de sus envites, se manifiesta ante todo, como en Martinon, en la seriedad, incluso en el espíritu de seriedad, esa propensión a tomarse en serio todas las cosas y a todas las personas socialmente designadas como serias —empezando por uno mismo— y sólo a ellas. Frédéric no consigue comprometerse en uno u otro de los juegos de arte o de dinero que propone el mundo social. Rechazando la illusio como ilusión unánimemente aprobada y compartida, por lo tanto como ilusión de realidad, se refugia en la ilusión verdadera, declarada como tal, cuya forma por excelencia es la ilusión novelesca en sus formas más extremas (en don Quijote o Emma Bovary, por ejemplo). La entrada en la vida como entrada en la ilusión de realidad garantizada por todo el grupo no es tan evidente. Y las adolescencias novelescas, como las de Frédéric o Emma, que, como el propio Flaubert, se toman la ficción en serio porque no consiguen tomarse en serio la realidad, recuerdan que la «realidad» con la que calibramos todas las ficciones no es más que el referente universalmente garantizado de una ilusión colectiva.1 De este modo, para el espacio polarizado del campo del poder, el juego y los envites están dispuestos: entre ambos extremos, la incompatibilidad es total, y no cabe apostar por ambos, so pena de perderlo todo queriendo ganarlo todo. Con la descripción de las cualidades de los adolescentes, las bazas están repartidas. La partida puede comenzar. Cada uno de los protagonistas está definido por una especie de fórmula generadora, que no necesita ser explicitada del todo, y menos aún formalizada, para orientar las elecciones del novelista (funciona sin duda más o menos como la intuición práctica del habitus que, en la experiencia cotidiana, nos permite presentir o comprender los comportamientos de las personas allegadas). Las acciones, las interac­ 1. La existencia de invariantes estructurales como las que caracterizan la situación del «heredero» o, más generalmente, del adolescente, y que pueden originar relaciones de identificación entre el lector y el personaje, es sin duda uno de los fundamentos del carácter de eternidad que la tradición literaria presta a determinadas obras y a determinados personajes. 34 ciones, las relaciones de rivalidad o conflicto, o incluso los azares afortunados o desafortunados que forman la trayectoria de las distintas historias vitales, son sólo otras tantas ocasiones de manifestar la esencia de los personajes desarrollándola en el tiempo bajo la forma de una historia. Así, cada uno de los comportamientos de cada uno de los personajes irá precisando el sistema de las diferencias que le oponen a todos los demás miembros del grupo experimental, sin aportar nunca nada nuevo a la fórmula inicial. De hecho, cada uno de ellos está todo él en cada una de sus manifestaciones, pars totalis predispuesta a funcionar como signo inmediatamente inteligible de todas las demás, pasadas o futuras. Así, la «barba recortada en forma de collar» de Martinon anuncia todos sus comportamientos posteriores, tanto la palidez, los suspiros y lamentos a través de los cuales trasluce, cuando se produce la revuelta, su miedo de verse comprometido, o la prudente objeción que aduce ante sus compañeros cuando atacan a Luis Felipe —una actitud que el propio Flaubert remite a la docilidad que le ha permitido librarse de los castigos durante sus años de colegio y agradar en la actualidad a sus profesores de derecho—, como la seriedad que exhibe, tanto en sus comportamientos como en sus palabras ostentosamente conservadoras, en las veladas de los Dambreuse. Si L a educación sentim ental, historia necesaria de un grupo cuyos elementos, unidos por una combinatoria casi sistemática, están sometidos al conjunto de las fuerzas de atracción o de repulsión que ejerce sobre ellos el campo del poder, se puede leer como una historia, es porque la estructura que organiza la ficción, y que fundamenta la ilusión de realidad que produce, se oculta, como en la realidad, bajo las interacciones entre personas que estructura. Y como las más intensas de estas interacciones son relaciones sentimentales, que el propio autor pone de relieve de antemano, se comprende que el fundamento de su propia inteligibilidad haya quedado completamente enmascarado por éstas para los estudiosos que, por su propio «sentido literario», no eran demasiado propensos a buscar en las estructuras sociales la clave de los sentimientos. Otro elemento que despoja a los personajes de su aire abs­ 35 tracto de combinación de parámetros es, paradójicamente, la exigüidad del espacio social en el que están colocados: en este universo finito y cerrado, muy parecido, pese a las apariencias, al de las novelas policíacas, en las que todos los personajes están encerrados en una isla o en una mansión aislada, los veinte protagonistas tienen muchas posibilidades de encontrarse, para lo mejor y para lo peor, por lo tanto de desarrollar en una aventura necesaria todas las implicaciones de sus «fórmulas» respectivas que contienen por anticipación las peripecias de su interacción, por ejemplo la rivalidad por una mujer (entre Frédéric y Cisy a propósito de Rosanette, o entre Martinon y Cisy a propósito de Cécile) o por una posición (entre Frédéric y Martinon respecto a la protección de M. Dambreuse). Al cabo de este primer balance comparativo de las trayectorias, nos enteramos de que «Cisy no acabaría su carrera de derecho». ¿Y a santo de qué iba a hacerlo? Habiéndose codeado, lo que dura una adolescencia parisina, tal como por lo demás prevé la tradición, con gentes, costumbres e ideas heréticas, no tardará en recuperar la senda, bien recta, que le lleva al porvenir implícito en su pasado, es decir al «palacio de sus antepasados», donde acaba, como corresponde, «sumido en la religión y padre de ocho hijos». Ejemplo puro de reproducción simple, se opone tanto a Frédéric, el heredero que rechaza la herencia, como a Martinon, que, tratando por todos los medios de incrementarla, pone al servicio de su capital heredado (bienes y relaciones, belleza e inteligencia) una voluntad de triunfar que sólo tiene parangón entre los pequeñoburgueses y que le garantizará la más elevada de las trayectorias objetivamente posibles. La determinación de Martinon, estrictamente inversa a la indeterminación de Frédéric, debe sin duda una parte importante de su eficacia a los efectos simbólicos que acompañan a toda acción marcada por este signo: la modalidad particular de las prácticas a través de las cuales se manifiesta la disposición respecto a lo que está en juego, la «seriedad», la «convicción», el «entusiasmo» (o inversamente la «ligereza», la «insolencia» y la «desenvoltura»), constituye el testimonio más fehaciente del reconocimiento de las posiciones codiciadas, por lo tanto del sometimiento al orden en el que uno desea integrarse, eso que cualquier 36 cuerpo exige por encima de todo de quienes tendrán que repro­ ducirlo. La relación entre Frédéric y Deslauriers dibuja la oposición entre los que heredan y los que sólo heredan la aspiración a poseer, es decir entre burgueses y pequeñoburgueses. Así la aventura en casa de la Turca: Frédéric tiene el dinero, pero le falta la audacia; Deslauriers, que se atrevería, no tiene el dinero, y no puede hacer más que seguirle en su huida. La distancia social que les separa es recordada en múltiples ocasiones, particularmente a través de la oposición entre sus gustos: Deslauriers tiene aspiraciones estéticas de colegial e ignora los refinamientos del esnobismo («Por ser pobre, ambicionaba el lujo bajo su forma más transparente»):1 «—Yo, en tu lugar —dijo Deslauriers dejando así asomar en ese amor a la opulencia, al hombre de bajos orígenes—, me compraría vajillas de plata.»2 De hecho, «ambiciona la riqueza como medio de dominio sobre los hombres», mientras que Frédéric se hace del porvenir una representación de esteta.3 Además, Frédéric manifiesta en varias ocasiones que se avergüenza de su relación con Deslauriers4 e incluso le hace abiertamente partícipe de su menosprecio.5 Y Flaubert, como para recordar el principio de todo el comportamiento de Deslauriers (y de su diferencia con Frédéric), convierte la cuestión de la herencia en la causa del fracaso que pone punto final a sus ambiciones universitarias: habiéndose presentado a la oposición de cátedra «con una tesis sobre el derecho de testar en la que sostenía que se debía restringir todo lo posible», «la casualidad había querido que le tocase en suerte, como tema de lección, la Prescripción», lo que le dio pie para prolongar su diatriba contra la herencia y los herederos; reafirmado por su fracaso en las «teorías deplorables» que le habían hecho fracasar, preconiza la abolición de las sucesiones colaterales, haciendo una única excepción para Frédéric...6 Algunos estudiosos —y el propio Sartre—se han planteado muy seriamente la existencia de una reía- 1. É.S., P., pág.276; F., pág. 270. 2. É.S., P., pág.144; F., pág. 133. 3. É.S., P., pág. 85; F., pág. 72. 4. É.S., P., págs. 91,114; F., págs. 78, 102. 5. É.S.y P., pág.185; F., pág. 176. 6. £.5., P., págs. 141-142; F., págs. 130-131. 37 ción homosexual entre Frédéric y Deslauriers, en nombre, precisamente, de uno de los párrafos de La educación sentimental en el que la estructura objetiva de la relación entre las clases se transparenta con mayor claridad en la interacción entre los individuos: «Después pensó en la persona misma de Frédéric. Siempre había ejercido sobre él una fascinación casi femenina.»1 Cosa que en realidad no es más que una manera relativamente estereotipada de formular la diferencia social de hexis corporal y de modales que, al estar situada en el orden del refinamiento, de la elegancia, coloca a Frédéric en lo femenino, incluso en lo afeminado, como se ve en este otro párrafo: «En la Escuela Frédéric había trabado conocimiento con M. de Cisy, hijo de una familia aristocrática y que parecía una damisela por la gracia de sus modales.»2 A las diferencias de modales habría que añadir las diferencias, más fundamentales, de la relación con el dinero, ya que Frédéric, manifiestamente, como subraya Pierre Coigny, «tiene una noción femenina del dinero, al que convierte más en instrumento de placer y de lujo que de poder».3 El principio de la relación singular entre ambos amigos está inscrito en la relación entre la burguesía y la pequeña burguesía: la aspiración que induce a identificarse, a ponerse en el lugar de, a tomarse por otro, es constitutiva de la pretensión pequeñoburguesa y, más ampliamente, de la posición de pretendiente (o de segundo, de «doble»). Pensamos evidentemente en la gestión ambigua con Mme Arnoux que Deslauriers inicia en nombre de Frédéric, en sus deliberaciones en el momento en que trata de apropiarse de las dos «posibilidades» de Frédéric, Mme Dambreuse y Mme Arnoux, de ocupar su sitio poniéndose en el lugar de su amigo, o en la estrategia que emplea con Louise, «prometida» de Frédéric con la que acabará casándose: «había comenzado no sólo por hacerle el elogio de su amigo, sino por 1. É.S., P., pág. 276; F., pág. 270. 2. É.S., P., pág. 53; F., pág. 39. Respecto al intento de Sartre de encontrar en la estructura profunda de la relación de Gustave con los demás, y en particular con su padre, el origen de la propensión al desdoblamiento, principio de este «doblete», verJ.-P. Sartre, L ’idiot de la fam ille, Gustave Flaubert de 1821 à 1857, Paris, Gallimard, 1971, tomo I, págs. 226, 330. 3. P. Coigny, L ’Éducation sentimentale de Flaubert, Paris, Larousse, 1975, pág. 119. 38 La propensión de Deslauriers a identificarse con Frédéric, a adoptar su causa, a imaginarse «casi a creer que era éste, por una singular evolución intelectual en la que coexistían a la vez la venganza y la simpatía, la imitación y la audacia»,2 es inconcebible sin una conciencia aguda de la diferencia que le separa de Frédéric, un sentido de la distancia social que le obliga a mantener sus distancias, incluso con la imaginación. Sabiendo que lo que es bueno para uno no es necesariamente bueno para el otro, se queda en su sitio incluso cuando se pone en el lugar de su amigo: «Dentro de diez años, Frédéric tenía que ser diputado; dentro de quince, ministro; ¿por qué no? Con su herencia, que no tardaría en caerle, podía fundar un periódico; ése sería el principio, luego ya se vería. En cuanto a él, continuaba aspirando a una cátedra en la Escuela de Derecho.»3 Si vincula sus ambiciones a las de Frédéric, siempre es para subordinarles sus proyectos, realistas y limitados: «¡Tienes que entrar en ese mundo! Después me llevarás a mí.»4 Tiene ambiciones para Frédéric: pero eso significa que presta a Frédéric no sus ambiciones propiamente dichas, sino las que se sentiría plenamente justificado de albergar si tan sólo tuviera los medios de los que dispone Frédéric: «Se le ocurrió la idea de presentarse en casa de M. Dambreuse y solicitar el puesto de secretario. Claro que ese empleo dependía de la compra de cierto número de acciones. Reconoció la locura de su proyecto y se dijo que estaría mal. Pensó entonces en los medios de recuperar los quince mil francos. ¡Semejante suma no era nada para Frédéric! Pero si él la hubiera tenido, ¡qué palanca!»5 El desahogo del heredero de prestigio, que puede dilapidar su herencia o permitirse el lujo de rechazarla, no sirve para reducir la distancia objetiva que le separa de los pretendientes: condena implícita del arribismo ansioso y crispado, sólo puede sumar odio vergonzante a la envidia inconfesable. La desesperada esperanza de ser otro se torna con facilidad 1. É.S., P., pág. 430; F., pág. 431. 2. É.S., P., pág. 276; F., pág. 271. 3. É.S., P., pág. 118; F., pág. 107. 4. É.S., P., pág. 49; F., pág. 35. 5. É.S., P., págs. 275-276; F., pág. 270. El subrayado es mío. imitarle en sus modales y lenguaje tanto como le era posible.»1 39 en desespero ante el fracaso del empeño, y la ambición por delegación concluye en la indignación moral: Frédéric, teniendo lo que tiene, debería tener las ambiciones que Deslauriers tiene para él; o bien Deslauriers, siendo lo que es, debería disponer de los medios que tiene Frédéric. Hay que seguir una vez más a Flaubert: «Y el antiguo pasante se sintió indignado de que la fortuna del otro fuera tan grande. “Además, hace de ella un uso lamentable. Es un egoísta. ¡Bah, me importan un bledo sus quince mil francos!”» Alcanzamos así el principio de la dialéctica del resentimiento que condena en el otro la posesión de lo que desea para sí. «¿Por qué se los había prestado? Por la cara bonita de Mme Arnoux, ¡era su amante! De eso no le cabía la menor duda a Deslauriers. “Esa es una de las cosas para las que sirve el dinero!” Y le asaltaron pensamientos odiosos.» El anhelo desgraciado por unas posesiones inasequibles, y la admiración arrebatada que le es consustancial, están condenados a concluir en el odio hacia el otro, única forma de escapar del odio hacia uno mismo cuando la envidia hace objeto suyo cualidades, particularmente corporales o incorpóreas, como los modales, que uno no puede apropiarse, aunque tampoco puede borrar el deseo de apropiación (así, la condena indignada del «brillante», frecuente entre los «pedantes», como habría dicho Flaubert, a menudo no es más que la forma invertida de una envidia que sólo puede oponer un antivalor al valor dominante). Pero el resentimiento no es la única salida: se desarrolla en alternancia con el voluntarismo: «Sin embargo, ¿no era la voluntad el elemento capital de toda empresa? Y puesto que con ella se triunfa...1 Lo que para Frédéric sería suficiente con sólo quererlo, Deslauriers tiene que conseguirlo a fuerza de voluntad, aun cuando tenga que ocupar el lugar de Frédéric para ello. Esta visión típicamente pequeñoburguesa que hace depender el éxito social de la voluntad y de la buena voluntad individuales, esta ética crispada del esfuerzo y del mérito que lleva en su reverso el resentimiento, se prolongan lógicamente en una visión del mundo social que mezcla el artificialismo con la obsesión criptocrática, semioptimista, puesto que el ahínco y la intriga todo lo 1. É.S., P., pág. 276; F., pág. 268. 40 pueden, semidesesperada, puesto que únicamente los iniciados en el complot ostentan los resortes secretos de esta mecánica. «Por no tener del gran mundo otra visión que la inspirada por sus febriles ambiciones, Deslauriers se lo im aginaba como una creación artificial que funcionaba en virtud de leyes matemáticas. Una invitación a cenar, el conocimiento de un hombre bien situado, la sonrisa de una hermosa mujer podían tener gigantescos resultados por una serie de razones deducidas unas de otras. Algunos salones parisinos eran como esas máquinas que toman la materia en estado bruto y la transforman centupilicando su valor. Él creía en las cortesanas consejeras de los diplomáticos, en la conquista de la fortuna mediante matrimonios logrados por la intriga, en el ingenio subterráneo de los forzados, en la docilidad del azar a la mano de los fuertes.»1 De este modo se presenta el mundo del poder visto desde fuera, y sobre todo desde lejos y desde abajo, cuando lo contempla alguien que aspira a entrar en él: en política como en lo demás, el pequeñoburgués está condenado a la allodoxia, error de percepción y de apreciación que consiste en reconocer una cosa por otra.2 El resentimiento es una rebelión sumisa. La decepción, por la ambición que en ella se trasluce, constituye una confesión, un reconocimiento. El conservadurismo jamás se ha llamado a engaño: siempre ha sabido reconocer en él el mejor homenaje tributado al orden social, el del despecho y la ambición frustrados; como sabe descubrir la verdad de más de una revuelta juvenil en la trayectoria que conduce de la bohemia rebelde de la adolescencia al conservadurismo resignado o al fanatismo reaccionario de la edad madura. Hussonnet, otro pequeñoburgués que a Flaubert, como hemos visto, le cuesta diferenciar de Deslauriers, había emprendido muy pronto una carrera literaria: encarnación típica de esa bohemia, condenada a las privaciones materiales y a las decepciones intelectuales, que Marx llama Lum penproletariat y Weber «intelligentsia proletaroide», no sale durante muchos años de su con­ 1. É.S., P., pág. 111; F., pág. 98. El subrayado es mío. 2. Así, para Deslauriers, Mme Arnoux representa la «mujer de mundo»: «la mujer de mundo (o lo que él creía tal) deslumbraba al abogado como el símbolo y el compendio de mil placeres desconocidos» (E.S., P., pág. 276; F., pág. 270). 41 dición de «plumífero», dedicado a escribir «vodeviles sin éxito» y a «componer cuplés». De fracaso en fracaso, de periódico fallido a semanario indefinidamente proyectado,1 el adolescente algo utópico, que no dispone de medios materiales (las rentas) ni de los medios intelectuales imprescindibles para mantenerse mucho tiempo a la espera del reconocimiento del público, se convierte en un bohemio amargado, dispuesto a denigrarlo todo, tanto del arte de sus contemporáneos como de la acción revolucionaria.2 Al final, acaba instalado en el puesto de animador de un círculo reaccionario,3 intelectual de vuelta de todo, particularmente de las cosas intelectuales, y dispuesto a todo, incluso a escribir biografías de empresarios,4 para alcanzar la «posición elevada» desde donde domina «todos los teatros y toda la prensa».5 Queda Frédéric. Heredero que no quiere convertirse en lo que es, es decir un burgués, oscila entre estrategias mutuamente exclusivas y, a fuerza de rechazar los posibles que se le ofrecen —particularmente a través del matrimonio con Louise—, acaba por comprometer todas sus posibilidades de reproducción. Las ambiciones contradictorias que le llevan sucesivamente hacia los dos polos del espacio social, hacia la carrera artística o hacia los negocios, y, paralelamente, hacia las dos mujeres que se asocian con estas posiciones, son lo propio de un ser sin gravedad (otra palabra para decir seriedad), incapaz de oponer la más mínima resistencia a las fuerzas del campo. Lo único que puede oponer a esas fuerzas es su herencia, 1. É.S., P., págs. 184, 245; F., págs. 175, 238. 2. É.S., P., pág. 344; F., pág. 342. «Hussonnet no estuvo divertido. A fuerza de escribir cotidianamente sobre toda clase de asuntos, de leer muchos periódicos, de oír muchas discusiones y de emitir paradojas para deslumbrar, había terminado por perder la exacta noción de las cosas, y por cegarse así mismo con suspetardos mojados. Los problemas de una vida que si antaño fue ligera ahoraera difícil, le mantenían en una perpetua agitación; y su impotencia, que no quería confesarse a sí mismo, le volvía amargo y sarcástico. A propósito de Οζαϊ, un nuevo ballet, arremetió a fondo contra la danza, y, a propósito de la danza, contra la ópera, que, a su vez, le dio pie para atacar a los italianos, reemplazados ahora por una compañía de actores españoles, “¡como si no estuviéramos ya hartos de las Castillas!”» (E.S., P., pág. 241; F., pág. 234.) 3. É.S., P., pág. 377; F., pág. 376. 4. É.S., P., pág. 394; F., pág. 394. 5. É.S., P., págs. 453-454; F., pág. 456. 42 que utiliza para demorar el momento en el que será heredado, para prolongar el estado de indeterminación que le define. Cuando se encuentra por primera vez «arruinado, despojado, perdido», renuncia a París y a todo lo que esta ciudad conlleva, «el arte, la ciencia, el amor»,1 dispuesto a resignarse al bufete del letrado Prouharam; pero en cuanto hereda de su tío, reanuda su sueño parisino que su madre, responsable de las llamadas al orden, es decir a las posibilidades objetivas, considera «una locura, un absurdo».2 Un nuevo descalabro de sus acciones le obliga a tomar la determinación de volver a la provincia, a la casa materna y a Mlle Roque, es decir a su «sitio natural» en el orden social. «A fines de julio, una baja inexplicable hizo caer las acciones del Norte. Frédéric, que no había vendido las suyas, perdió de un golpe sesenta mil francos. Esa sensible disminución de sus medios le obligaba a restringir sus gastos, a establecerse profesionalmente o a buscar una buena dote nupcial.»3 Carente por completo de fuerza propia, trátese de la tendencia a perseverar en la posición dominante que caracteriza a los herederos dispuestos a sentar cabeza, o de la aspiración de acceder a ella que define a los pequeñoburgueses, desafía la ley fundamental del campo del poder al intentar esquivar las elecciones irreversibles que determinan el envejecimiento social y conciliar los opuestos, el arte y el dinero, el amor loco y el amor de conveniencia. Y acierta cuando, al final de la historia, instruido por sus incontables traspiés, atribuye su fracaso a la «falta de una línea recta». Incapaz de definirse, de despedirse de uno u otro de los posibles incompatibles, Frédéric es un ser doble, con o sin duplicidad, por tanto condenado a los malentendidos y a los enredos, espontáneos, provocados o explotados, o al doble juego de la «doble existencia»4que hace posible la coexistencia de universos separados y que permite diferir, durante un tiempo, las decisiones. 1. É.S., P., pág. 123; F., pág. 112. 2. É.S., P., pág. 130; F., pág. 118. 3. É.S., P., pág. 273; F., pág. 267. 4. É.S., P., pág. 417; F., pág. 418. 43 Un primer malentendido anuncia el mecanismo dramático en torno al cual se organiza toda la obra. Deslauriers, que llega a casa de Frédéric justo cuando éste se dispone a salir, cree que va a cenar a casa de los Dambreuse, y no a la de los Arnoux, y bromea: «¡Se diría que vas a casarte!»1Un malentendido cínicamente mantenido sin aclarar por Frédéric cuando Rosanette cree que llora como ella por su hijo muerto cuando él está pensando en Mme Arnoux;2 o cuando Rosanette, a la que Frédéric recibe en el apartamento preparado para Mme Arnoux, toma para sí, sin que Frédéric haga nada para desengañarla, unas atenciones y unas lágrimas que tenían a otra por objeto. Y otro malentendido más cuando Frédéric acusa a Rosanette de haber iniciado contra Arnoux (es decir contra Mme Arnoux) unas demandas judiciales de las que Mme Dambreuse es responsable en realidad.3 Los enredos amorosos de Frédéric son lo que confiere su sentido al quiasma implícito de ese grito que surge del corazón de Rosanette: «¿Por qué vas a divertirte a casa de las mujeres honestas?»4 Un enredo organizado por Martinon, que, con la complicidad inconsciente de Frédéric, encantado de sentarse junto a Mme Arnoux, le quita el sitio de forma que se sienta junto a Cécile.5 Otro sabio enredo, también organizado por Martinon: una vez más con la complicidad de su víctima, éste empuja a Mme Dambreuse a los brazos de Frédéric, mientras corteja a Cécile, con la que se casará, heredando así a través de ella la fortuna de M. Dambreuse, que había tratado de conseguir primero a través de Mme Dambreuse, finalmente desheredada por su marido, justo cuando Frédéric la hereda. Frédéric trata a través de estrategias de doble juego o de desdoblamiento de encontrar un medio de mantenerse un momento en el universo burgués en el que reconoce «su verdadero ambiente»6 y 1. E.S., P., pág. 76; F., pág. 63. La primera parte de la novela da lugar a una segunda coincidencia, pero que se resolverá felizmente: Frédéric recibe una invitación de los Dambreuse para el mismo dia de la fiesta de Mme Arnoux (E.S., P., pág. 110; F., pág. 98). Pero todavía no ha llegado la hora de las incompatibilidades y Mme Dambreuse anulará su invitación. 2. É.S., P., pág.438; F., pág. 439. 3. É.S., P., pág.440; F., pág. 441. 4. É.S., P., pág.390; F., pág. 389. 5. É.S., P., pág.373; F., pág. 372. 6. É.S., P., pág.379; F., pág. 379. 44 que le proporciona «una satisfacción, una gratificación profunda».1 Trata de conciliar los opuestos reservándoles espacios y tiempos separados. A costa de una división racional de su tiempo y de algunos embustes, consigue sumar al amor noble de Mme Dambreuse, encarnación de la «consideración burguesa»,2 el amor alocado de Rosanette, que se enamora de él con una pasión exclusiva justo cuando él descubre los encantos de la doble inconstancia: «repetía a una el juramento que acababa de hacer a la otra, les enviaba dos ramos de flores iguales, les escribía al mismo tiempo, y luego establecía comparaciones entre ellas. Pero siempre había una tercera continuamente presente en su pensamiento. La imposibilidad de tenerla justificaba para él sus perfidias; perfidias cuya alternancia avivaba el placer».3 La misma estrategia en la política, donde se compromete con una candidatura «apoyada por un conservador y preconizada por un rojo»,4 que también acabará en fracaso: «Se presentaban dos candidatos nuevos, uno conservador y el otro rojo; un tercero, fuera quiene fuese, carecía de posibilidades. La culpa era de Frédéric: había dejado pasar la oportunidad, habría tenido que ir antes y mo­ verse.»5 LOS ACCIDENTES NECESARIOS Pero la posibilidad del accidente, colisión imprevista de posibles socialmente exclusivos, también se inscribe en la coexistencia de series independientes. La educación sentimental de Frédéric es el aprendizaje progresivo de la incompatibilidad entre ambos mundos, entre el arte y el dinero, el amor puro y el amor mercenario; es la historia de los accidentes estructuralmente necesarios que determinan el envejecimiento social al determinar el choque de posibles estructuralmente inconciliables cuya coexistencia en el equívoco era permitida por los juegos dobles de la «existencia doble»: los encuentros sucesivos de series causales in- 1. É.S., P., pág. 403; F., pág. 403. 2. É.S., P., pág. 399; F., pág. 394. 3. É.S., P., págs. 418-419; F., pág. 418. 4. É.S., P., pág. 402; F., pág. 403. 5. É.S., P., pág. 417; F., pág. 417. 45 dependientes aniquilan paulatinamente todos los «posibles late­ rales».1 A título de comprobación del modelo propuesto, basta con fijarse en que la necesidad estructural del campo, que quiebra las ambiciones desordenadas de Frédéric, también acabará con la empresa esencialmente contradictoria de Arnoux: auténtico doble estructural de Frédéric, el marchante de arte es, como él, un ser doble, en tanto que representante del dinero y de los negocios en el mundo del arte.2 Aun cuando puede diferir por un tiempo el desenlace fatal al que le aboca la ley de incompatibilidad de los mundos jugando, como Frédéric, un doble juego permanente entre el arte y el dinero, Arnoux está condenado a la ruina por su indeterminación y su ambición de conciliar los opuestos: «Su inteligencia no era suficientemente elevada para llegar hasta el arte, ni tampoco suficientemente burguesa para tener como única meta el provecho, con lo que, sin satisfacer a nadie, se arruinaba.»3 Llama la atención que una de las últimas posiciones con las que Deslauriers y Hussonnet tratan de encandilar a Frédéric, en comparación con las que él por su lado tiene pensadas en la administración o en los negocios, es absolutamente similar a la que ocupaba antes Arnoux: «—Tendrás que ofre­ 1. Bien es verdad que La educación sentimental es «la novela de las coincidencias a las que asisten pasivamente los personajes, como alucinados, pasmados, ante el baile de sus destinos» (]. Bruneau, «El papel del azar en La educación sentimental», Europe, septiembre-noviembre de 1969, págs. 101-107). Pero se trata de coincidencias necesarias, que al producirse desvelan la necesidad inscrita en el «medio» y la necesidad incorporada en los personajes: «En esta novela en la que parece reinar el azar (encuentros, desapariciones, ocasiones que se presentan, ocasiones fallidas), de hecho el azar no tiene cabida. Henry James, leyendo esta novela como una epopeya asfixiante —an epic without air-, destacaba que todo estaba íntimamente relacionado —hangs together—, que todos los pedazos estaban muy firmemente cosidos unos a otros» (V. Brombert, «La educación sentimental: articulaciones y polivalencia», en C. Gothot-Mersch (ed.), La Production du sens chez Flaubert, París, UGE, col. «10/18», págs. 55-69). 2. Flaubert subraya que existen «similitudes profundas» entre Arnoux y Frédéric (É.S., P., pág. 71; F., pág. 57). Y dota a este personaje condenado a ocupar posiciones dobles de disposiciones duraderamente dobles, o desdobladas: «la mezcla de mercantilismo y de ingenuidad» que, en su apogeo, le llevaba a tratar de ampliar sus beneficios económicos «cuidando, sin embargo, de conservar sus ínfulas artísticas» le incita, cuando, debilitado por un ataque, había vuelto a la religión, a dedicarse al comercio de objetos religiosos, «para conseguir a la vez la salvación y la fortuna» (E.S., P., págs. 71, 425; F., págs. 58, 422). (Flaubert se apoya aquí, como vemos, en la homología entre el campo artístico y el campo religioso.) 3. É.S., P., pág. 65; F., pág. 51. 46 cer una cena a la semana. Eso es indispensable, aunque te cueste la mitad de tu renta. Querrán ser invitados, para ellos, será un centro, una palanca para ti; y con la opinión agarrada por los dos mangos de la literatura y de la política, en seis meses, ya lo verás, París será nuestro.»1 Para comprender esta especie de juego de «quien pierde gana» que es la vida de Frédéric, hay que tener presente por una parte la correspondencia que Flaubert establece entre las formas de amor y las formas de amor por el arte que se están inventando, más o menos en la misma época, y en el mismo mundo, el de la bohemia y los artistas, y por otra la relación de inversión que enfrenta al mundo del arte puro con el mundo de los negocios. El juego del arte es, desde el punto de vista de los negocios, un juego de «quien pierde gana». En ese mundo económico invertido no cabe conquistar el dinero, los honores (el propio Flaubert decía: «los honores deshonran»), las mujeres, legítimas o ilegítimas, resumiendo, todos los símbolos del éxito mundano, éxito en el mundo y éxito en este mundo, sin comprometer la propia salvación en el más allá. La ley fundamental de este juego paradójico es que no carece de interés ser desinteresado: el amor por el arte es un amor loco, por lo menos considerado desde el punto de vista de las normas del mundo banal, «normal», del montaje teatral burgués. La ley de la incompatibilidad entre ambos mundos se cumple a través de la homología entre las formas del amor por el arte y las formas del amor. En efecto, en el orden de la ambición, las oscilaciones pendulares entre el arte y el poder tienden a estrecharse a medida que se va avanzando en la historia; y ello a pesar de que Frédéric siga vacilando durante mucho tiempo entre una posición de poder en el mundo del arte y una posición en la administración o en los negocios (la de secretario general del negocio dirigido por M. Dambreuse, o la de auditor en el Consejo de Estado). En el orden sentimental, por el contrario, las oscilaciones de gran amplitud, entre el amor loco y los amores mercenarios, prosiguen hasta el final: Frédéric está situado entre Mme 1. É.S., P., págs. 209-210; F., pág. 201. 47 Arnoux, Rosanette y Mme Dambreuse, mientras que Louise (Roque), la «prometida», lo posible más probable, nunca consigue representar, para él, algo más que un refugio o un desquite en los momentos en que sus acciones, en sentido propio y en sentido figurado, van de baja.1 Y la mayoría de accidentes, que estrechan el espacio de los posibles, se producirán por mediación de estas tres mujeres; con mayor exactitud, surgirán de la relación que, a través de ellas, une a Frédéric a Mme Arnoux o a Mme Dambreuse, al arte y al poder. Estas tres figuras femeninas representan un sistema de posibles, en el que cada una se define por oposición a las otras dos: «No sentía él a su lado [de Mme Dambreuse] ese transporte de todo su ser que le impulsaba hacia Mme Arnoux, ni el alegre desorden al que le había llevado al principio Rosanette. Pero la deseaba como una cosa anormal y difícil, porque era noble, porque era rica, porque era devota.»2 Rosanette se opone a Mme Arnoux como la chica fácil a la mujer inaccesible, que se rechaza para seguir soñándola y amándola en el pretérito irreal; como la «mujerzuela» a la mujer que no tiene precio, sagrada, «santa»:3 «una retozona, divertida y llena de movimiento, la otra grave y casi religiosa».4 Por un lado, aquella cuya realidad social (una «golfa»)5 se recuerda siempre (de madre semejante lo único que se puede aceptar es un hijo que, ella misma lo propone, reconociendo así su indignidad, se llamará Frédéric, como su padre). Por el otro, aquella a la que todo predestina a ser madre,6 y de 1. Un ejemplo de estas fluctuaciones: «Su retorno a París no le causó placer [...]; y al cenar solo, Frédéric sintió una extraña sensación de abandono que le hizo pensar en Mlle Roque. La idea de casarse ya no le parecía descabellada» (É. S., P., pág 285; F., pág. 280). Al día siguiente de su triunfo en la velada en casa de los Dambreuse, por el contrario: «Jamás había estado Frédéric más lejos del matrimonio que en esos momentos. Además Mlle. Roque le parecía una pobre infeliz. ¡Qué diferencia con una mujer como Mme Dambreuse! Era muy otro el futuro que le estaba reservado a él» (E.S., P., pág. 381; F., pág. 380). Nuevo regreso junto a Mlle Roque tras su ruptura con Mme Dambreuse (Ê.S., P., pág. 446; F., pág. 449). 2. É.S., P., págs. 395-396; F., pág. 395. 3. É.S., P., pág. 440; F., pág. 442. 4. É.S., P., pág. 175; F., pág. 166. 5. É.S., P., pág. 389; F., pág. 389. 6. En los retratos contrastados de Rosanette y Mme Arnoux (£.5., P., págs. 174-175; F., págs. 164-165), el papel de madre y de mujer hogareña de «María», un 48 una «hijita» que se le pareciese.1 En cuanto a Mme Dambreuse, se opone tanto a una como a la otra: es la antítesis de todas las formas de «pasiones infructuosas»,2 como dice Frédéric, «desvarios» o «amor loco» que desesperan a las familias burguesas porque destruyen la ambición. Con ella, como con Louise, pero a un nivel de cumplimiento superior, la antinomia del poder y del amor, de la relación sentimental y la relación de negocios, queda abolida: hasta a la mismísima Mme Moreau no le queda más remedio que aplaudir, al reemprender su sueño más elevado. Pero, aunque aporte poder y dinero, ese amor burgués, en el que Frédéric retrospectivamente verá una «especulación un tanto innoble»,3 no proporciona, a la inversa, placer ni «arrebato», e incluso tiene que recurrir a los amores auténticos para encontrar su sustancia: «El se sirvió del viejo amor. Le expresó, como inspirado por ella, todo lo que Mme Arnoux le había hecho sentir en otro tiempo, sus momentos de languidez, sus aprensiones, sus sueños.»4 «Reconoció él entonces lo que él se había ocultado a sí mismo: la desilusión de sus sentidos. No por ello dejó de fingir grandes ardores, pero para sentirlos le era necesario evocar la imagen de Rosanette o de Mme Arnoux.»5 El primer accidente que pondrá término a las ambiciones artísticas de Frédéric se produce cuando tiene que escoger entre tres destinos posibles para los quince mil francos que acaba de recibir de su notario:6entregárselos a Arnoux para ayudarle a salvarse de la quiebra (y salvar con ello a Mme Arnoux), ponerlos en manos de Deslauriers y de Hussonnet y acometer una empresa de tipo literario, llevárselos a M. Dambreuse para sus inversiones.7 «Se quedó en casa maldiciendo a Deslauriers, pues nombre de pila que, como observa Thibaudet, simboliza la pureza, ocupa el lugar prota­ gonista. 1. É.S.y P., pág. 390; F., pág. 390. 2. É.S.yP., pág. 285; F., pág. 280. 3. É.S., P., pág. 446; F., pág. 448. 4. É.S., P., pág. 396; F., pág. 396. 5. É.S., P., pág. 404; F., pág. 404. 6. É.S., P., pág. 213; F., pág. 205. 7. Encontramos la misma estructura en el proyecto titulado «Un matrimonio moderno»: «Los cien mil francos en torno a los cuales giran las vilezas de los personajes, le convendrían a la mujer, al primer amante, al marido; la mujer los estafa gracias a una “canallada” que le hace cometer a un joven que está enamorado de ella; los destina a su 49 quería cumplir su palabra, pero también ayudar a Arnoux. “¿Y si me dirigiera a M. Dambreuse? Pero ¿con qué pretexto pedirle dinero? ¡Es a mí, al contrario, a quien corresponde llevárselo para sus acciones de la hulla!”»1Y el malentendido se prolonga: Dambreuse le ofrece el puesto de secretario general cuando en realidad ha ido para interceder en favor de Arnoux a petición de Mme Arnoux.2 Así, de la relación que le une a Arnoux, es decir al mundo del arte, a través de la pasión que experimenta por su mujer, surge, para Frédéric, la ruina de sus posibles artísticos, o, con mayor exactitud, la colisión de los posibles mutuamente excluyentes que le poseen: el amor apasionado, principio y expresión del rechazo a ser heredado, por lo tanto de la ambición; la ambición, contradictoria, del poder en el mundo del arte, es decir en el mundo del no poder; la ambición veleidosa y vencida del auténtico poder. Otro accidente, surgido del doble juego y del malentendido, que pone definitivamente término a todos los dobles juegos: Mme Dambreuse, que se ha enterado de que los doce mil francos que Frédéric le ha pedido prestados, invocando un pretexto falso, estaban destinados a salvar a Arnoux, por lo tanto a Mme Arnoux,3 hace, siguiendo los consejos de Deslauriers, que salgan a subasta los bienes del matrimonio Arnoux; Frédéric, que sospecha que la responsable de esta acción es Rosanette, rompe con ella. Y se produce el encuentro final, manifestación arquetípica de la estructura, en el que en torno a las «reliquias» de Mme Arnoux se juntan Mme Dambreuse y Rosanette. A la compra, por Mme Dambreuse, del cofrecito de Mme Arnoux, que reduce el símbolo y el amor que simboliza a su valor en dinero (mil francos), Frédéric replica con la ruptura y, «sacrificándole una fortuna»,4 vuelve a revestir a Mme Arnoux de su estatuto de objeto que no tiene precio. Situado entre la mujer que compra amor y la mujer que lo vende, entre dos encarnaciones de los amores buramante, los entrega al marido, que inesperadamente acaba de arruinarse» (M. J. Durry, Flaubert et ses Projets inédits, op. cit, pág. 102). 1. É.S.,P., pág. 213; F., pág. 205. 2. É.S.,P., pág. 221; F., pág. 214. 3. É.S.,P., pág. 438; F., pág. 440. 4. É.S.,P., pág. 446; F., pág. 448. 50 gueses, el buen partido y la querida, por lo demás complementarias y jerarquizadas, como las clases sociales, Frédéric afirma un amor puro, irreductible al dinero y a todos los objetos del interés burgués, un amor por algo que, como la obra de arte puro, ni se vende ni está hecho para ser vendido. Así como el amor puro es el arte por el arte del amor, el arte por el arte es el amor puro del arte. No hay mejor prueba de todo lo que separa la escritura literaria de la escritura científica que esta capacidad, que le pertenece por derecho propio, de concentrar y condensar en la singularidad concreta de una figura sensible y de una aventura individual, que funciona a la vez como metáfora y como metonimia, toda la complejidad de una estructura y de una historia que el análisis científico tiene que desarrollar y extender muy laboriosamente. Así, la subasta comprime en el instante toda la historia del cofrecito de cierres de plata, que a su vez condensa toda la estructura y la historia de la confrontación entre las tres mujeres y lo que simbolizan: en la primera cena en la rue de Choiseul, en casa de Arnoux, allí está, encima de la chimenea; Mme Arnoux encontrará en él la factura del chal de cachemira que Arnoux le regaló a Rosanette. Frédéric lo vislumbrará, en casa de Rosanette, en la segunda antecámara, «entre un jarrón lleno de tarjetas de visita y una escribanía». Y el cofre es lógicamente el testigo y el envite de la última confrontación entre las tres mujeres, o, con mayor exactitud, de la confrontación final de Frédéric con las tres mujeres que se produce a propósito de este objeto y que inevitablemente invoca el «tema de los tres cofres» analizado por Freud. Sabemos que Freud, tomando como punto de partida una escena de E l m ercader de Venecia de Shakespeare en la que los pretendientes han de escoger entre tres cofres, uno de oro, otro de plata, y un tercero de plomo, pone de manifiesto que este tema trata de hecho de la «elección que hace un hombre entre tres mujeres», puesto que los cofres son «símbolos de lo esencial en la mujer, por lo tanto de la mujer en sí».1 Cabe suponer que, a 1. S. Freud, Essais de psychanalyse appliquée, traducción francesa de E. Monty y M. Bonaparte, Paris, Gallimard, 7.“edición, 1933, págs. 87-103. A través los tres estados del cofre, que pertenece sucesivamente a Mme Arnoux, a Rosanette y a Mme Dam- 51 través del esquema mítico inconscientemente empleado para invocar esta especie de violación de la pureza soñada de Mme Arnoux representado por la apropiación mercenaria de su cofre, Flaubert utiliza también un esquema social homólogo, en concreto la oposición entre el arte y el dinero; puede de este modo poner de manifiesto una representación de una región absolutamente esencial del espacio social que en un principio parece no estar: el propio campo literario, que se organiza en torno a la oposición entre el arte puro, asociado al amor puro, y el arte burgués, bajo sus dos formas, el arte mercenario que cabría llamar mayor, representado por el teatro burgués, y asociado a la figura de Mme Dambreuse, y el arte mercenario menor, representado por el vodevil, el cabaret o el folletín, evocado por Rosanette. También en este caso es forzoso suponer que es el mecanismo de la elaboración de una historia lo que impele al autor a poner de manifiesto la estructura enterrada más profundamente, la más oscura, porque es la que está más directamente unida a sus compromisos primarios, que está en la base misma de sus estructuras mentales y de sus estrategias literarias. E l p o d e r d e l a e s c r it u r a Llegamos así al lugar donde se sitúa de verdad la relación, tantísimas veces evocada, entre Flaubert y Frédéric. Lo que se suele ver como una de esas proyecciones complacientes e ingenuas de corte autobiográfico, hay que verlo en realidad como una empresa de objetivación del propio ser, de autoanálisis, de socioanálisis. Flaubert se separa de Frédéric, de la indeterminación y de la impotencia que lo definen, con el acto mismo de escribir la historia de Frédéric, cuya impotencia se manifiesta, entre otras cosas, a través de su incapacidad para escribir, para convertirse en escritor.1 Lejos de sugerir con ello la identificación del autor breuse, se designan sus tres propietarias y la jerarquía que se establece entre ellas bajo la perspectiva del poder y el dinero. 1. Se comprende que necesitara sentirse plenamente seguro del carácter «no negativo» de su «vocación» de escritor, con el éxito de Madame Bovary, para estar en disposición de concluir La educación sentimental. 52 con el personaje, es sin duda para dejar bien sentado el distanciamiento que adopta respecto a Gustave y a su amor por Mme Schlésinger en el acto mismo de escribir la historia de Frédéric por lo que Flaubert indica que Frédéric acomete la empresa de escribir una novela, un proyecto que de inmediato queda arrinconado, cuya acción transcurre en Venecia y cuyo «héroe era él mismo, y la heroína Mme Arnoux».1 Flaubert sublima la indeterminación de Gustave, su «apatía profunda»,2 a través de la apropiación retrospectiva de sí mismo que lleva a cabo al escribir la historia de Frédéric. Frédéric ama en Mme Arnoux a «las mujeres de los libros románticos»;3 jamás recupera en la felicidad real toda la felicidad soñada;4 a Frédéric le asalta «una concupiscencia retrospectiva e inexpresable»5 cuando hace una evocación literaria de las amantes reales; conspira, a través de sus torpezas, de sus indecisiones o sus delicadezas, con los azares objetivos que surgen demorando o impidiendo la satisfacción de un deseo o el cumplimiento de una ambición.6 Y pensamos en la frase que, al final de la novela, cierra el retorno nostálgico de Frédéric y de Deslauriers recordando su visita fallida en casa de la Turca: «Sí, aquélla fue la mejor aventura que corrimos.» Esta derrota de la ingenuidad y de la pureza resulta ser retrospectivamente una especie de cumplimiento: de hecho, condensa toda la historia de Frédéric, es decir la experiencia de la posesión virtual deunapluralidad deposibles los cuales uno no quiere ni puede escoger, que, a través de la indeterminación que determina, está en la base de la impotencia. A esta revelación desesperadamente retrospectiva están condenados todos aquellos que no pueden vivir su vida más que en el an- 1. É.S., P., págs. 56-57; F., pág. 42. 2. J.-P. Richard, «La creación de la forma en Flaubert», en Littérature et Sensation, Paris, Éd. du Seuil, 1954, pág. 12. 3. É.S., P., pág. 32; F., pág. 27. 4. É.S., P., pág. 240; F., pág. 233. 5. £.5., P., pág. 352; F., pág. 351. 6. Por ejemplo, É.S.yP., pág. 200; F., pág. 191 («Frédéric se maldijo por su necedad); P., pág. 301 ; F., pág. 296 («Frédéric la amaba tanto que salió. No tardó en sentirse encolerizado consigo mismo, se llamó un imbécil»); y sobre todo P., págs. 451-452; F., págs. 453-454 (el último encuentro con Mme Arnoux). De forma más general, cualquier acción suele parecer «tanto más difícil» cuanto más fuerte es el deseo, condenado a irse desesperando en la imaginación. 53 tefuturo, como Mme Arnoux invocando su relación con Frédéric: «Qué importa, nos habremos amado.» Cabría citar veinte frases de la Correspondencia en las que Flaubert parece estar hablando exactamente el lenguaje de Frédéric: «Muchas cosas que me dejan frío cuando las veo o cuando otros hablan de ellas, me entusiasman, me irritan, me hieren cuando hablo yo de ellas y sobre todo cuando las escribo.»1«Pintarás el vino, a las mujeres, la gloria, a condición, mi buen amigo, de que no seas borracho, ni marido, ni amante, ni soldado. Mezclado con la vida, cuesta distinguirla, se sufre y se goza demasiado. El artista, en mi opinión, es una monstruosidad, algo ajeno a la naturaleza.»2 Pero el autor de La educación es precisamente quien ha sabido convertir en proyecto artístico la «pasión inactiva»3de Frédéric. Flaubert no podía decir: «Frédéric soy yo.» Al escribir una historia que podría haber sido la suya, niega que esta historia de un fracaso sea la historia de quien la escribe. Flaubert saca partido de lo que se imponía a Frédéric como un destino: el rechazo de las determinaciones sociales, tanto de aquellas que, como las maldiciones burguesas, corresponden a una posición social, como de los distintivos propiamente intelectuales, léase la pertenencia a un grupo literario o a una revista.4 Trató durante toda su vida de mantenerse en esa posición indeterminada, en ese lugar neutral desde el cual cabe sobrevolar los grupos y sus conflictos, las luchas que enfrentan entre ellas a las distintas especies de intelectuales y de artistas y las que las oponen globalmente a las diferentes variedades de «propietarios». La educación sentim ental señala un momento privilegiado de esta labor: el propósito estético y la neutralización que lleva a cabo se aplican a ese posible mismo que ha tenido que negar para constituirse, es decir a la indeterminación pasiva de Frédéric, equivalente espontáneo, y por ello mismo fallido, de la indetermina­ 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 8 de octubre de 1846, Corr., P., 1.1, pág. 380. 2. G. Flaubert, Carta a su madre, 15 de diciembre de 1850, Corr., P., 1.1, pág. 720. 3. «Pretendo hacer la historia moral de los hombres de mi generación; “sentimental” sería más acertado. Se trata de un libro de amor, de pasión, pero de una pasión como la que puede existir en estos momentos, es decir inactiva» (G. Flaubert, Carta a Mlle Leroyer de Chantepie, 6 de octubre de 1864, Corr., P., t. III, pág. 409). 4. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 31 de marzo de 1853, Corr., P., t. II, pág. 291; o, a la misma, 3 de mayo de 1853, ibid., pág. 323. 54 ción activa del «creador» que está tratando de crear. La compatibilidad inmediata de todas las posiciones sociales que, en la existencia ordinaria, no cabe ocupar simultáneamente ni tan sólo sucesivamente, entre las que no queda más remedio que escoger, por las que, quiérase o no, uno es escogido, sólo puede ser vivida en y a través de la creación literaria. «Por eso amo el Arte. Y es que allí, por lo menos, todo es libertad en ese mundo de ficciones. Se cumplen todos los deseos, se hace todo, se es rey y pueblo a la vez, activo y pasivo, víctima y sacerdote. No hay límites: la humanidad para uno es un pelele con cascabeles que se hacen sonar al final de la frase como un titiritero con la punta del pie.»1 Piénsese también en las biografías imaginarias que se atribuye retrospectivamente san Antonio: «Bien habría hecho quedándome con los monjes de Nitrea [...]. Pero habría servido mejor a mis hermanos siendo sencillamente un sacerdote [...]. Sólo de mí dependía ser... por ejemplo... gramático, filósofo [...]. Más valía soldado [...]. Nada me impedía, tampoco, comprar con mi dinero un cargo de publicano en el peaje de algún puente.»2 Entre las múltiples variaciones sobre el tema de las existencias composibles, no hay que olvidar este párrafo de una carta a George Sand: «No experimento como usted ese sentimiento de una vida que empieza, el asombro de una existencia que acaba de nacer. Tengo la impresión, por el contrario, de haber existido siempre y de que poseo recuerdos que se remontan a los faraones. Me veo en épocas diferentes de la historia, con mucha nitidez, ejerciendo diferentes oficios y corriendo múltiples suertes. Mi individuo actual es el resultado de mis individualidades desaparecidas. He sido barquero en el Nilo, leño en Roma en la época de las guerras púnicas, y después retórico griego en Suburra, donde se me comían las pulgas. Morí, durante la cruzada, por haber comido demasiadas uvas en la costa de Siria. He sido pirata y monje, equilibrista y cochero. ¿Tal vez emperador de Oriente?»3 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 15-16 de mayo de 1852, Corr., P., t. II, pág. 91. 2. G. Flaubert, La Tentation de saint Antoine, Paris, Gallimard, 1971, págs. 41-42. 3. G. Flaubert, Carta a Georges Sand, 29 de septiembre de 1866, Corr., P., t. III, pág. 536. 55 La escritura aboie las determinaciones, las imposiciones y los límites que son constitutivos de la existencia social: existir socialmente significa ocupar una posición determinada en la estructura social y estar marcado por ella, particularmente bajo la forma de automatismos verbales o de mecanismos mentales,1 y también depender, considerar y ser considerado, en resumidas cuentas pertenecer a unos grupos y estar inserto en unas redes de relaciones que poseen la objetividad, la opacidad y la permanencia del asunto y que se recuerdan bajo forma de obligaciones, de deudas, resumiendo, de controles y de imposiciones. Como el idealismo de Berkeley, el idealismo del mundo social supone la visión en sobrevuelo y el punto de vista absoluto del espectador soberano, liberado de la dependencia y del trabajo, a través de los que se recuerda la resistencia del mundo físico y del mundo social, y capaz, como dice Flaubert, «de situarse de un salto por encima de la humanidad, y de no tener nada en común con ella, salvo una relación visual». Eternidad y ubicuidad, tales son las atributos divinos que se otorga el observador puro. «Veía cómo vivían los demás, pero una vida distinta de la mía: unos creían, otros negaban, otros dudaban, otros por último no se ocupaban para nada de estas cosas y se limitaban a sus asuntos, es decir a vender en sus tiendas, a escribir sus libros o a declamar a voz en grito en sus cátedras.»2 Reconocemos, una vez más aquí, la relación fundamental de Flaubert con Frédéric como posibilidad a la vez superada y conservada de Gustave. A través del personaje de Frédéric, que podría haber sido Flaubert, éste objetiva el idealismo del mundo social que se expresa en la relación de Frédéric con el mundo de las posiciones que se abren a sus aspiraciones, en el diletantismo del adolescente burgués provisionalmente liberado de las imposiciones sociales, «sin nadie a quien cuidar, sin lugar ni hogar, sin 1. Son, por descontado, los «tópicos» que Flaubert persigue encarnizadamente, tanto en sí mismo como en los demás, y también los hábitos verbales que son característicos de una persona; como por ejemplo lo que llama las «estúpidas muletillas» de Rosanette («¡Y un jamón!», «¡Váyase a paseo!», «Nunca se pudo saber», etc), o las «expresiones habituales» de Mme Dambreuse («Un ingenuo egoísmo brotaba en sus más ordinarias locuciones: “¿Y qué me importa a mí eso?, ¡Buena estaría yo!, ¿Y qué necesidad tengo yo?”» —É.S., P., págs, 392, 420; F., págs. 392, 421). 2. G. Flaubert, Novembre, París, Charpentier, 1886, pág. 329. 56 fe ni ley», como dice el Sartre de L a Mort dans l’âme. De golpe, la ubicuidad social que trata de alcanzar Frédéric se inscribe en la definición social del oficio de escritor, y pertenecerá a partir de ahora a la representación del artista como «creador» increado, sin amarras ni raíces, que orienta no sólo la producción literaria, sino toda una forma de vivir la condición de intelectual. Pero es difícil separar la cuestión de los determinantes sociales de la ambición de liberarse de todas las determinaciones y de sobrevolar mentalmente el mundo social y sus conflictos. Lo que se recuerda, a través de la historia de Frédéric, es que tal vez las ambiciones intelectuales podrían no ser más que la inversión imaginaria del fracaso de las ambiciones temporales. ¿No resulta acaso significativo que Frédéric, que, entonces en el momento culminante de su trayectoria, no ocultaba su desdén hacia sus amigos, revolucionarios fracasados (o fracasados revolucionarios), nunca se sienta tan intelectual como cuando sus negocios van mal? Desconcertado por el reproche de M. Dambreuse respecto a sus negocios y por las alusiones de Mme Dambreuse respecto a su coche y a Rosanette, defiende entre los banqueros las posiciones del intelectual, y concluye: «A mí me importan un bledo los negocios.»1 ¿Y cómo iba el escritor a poder evitar plantearse si el desprecio del escritor hacia el «burgués» y hacia las posesiones temporales en las que se encarcela —propiedades, títulos, condecoraciones, mujeres—no es en algo fruto del resentimiento del «burgués» fallido, propenso a convertir su fracaso en el aristocratismo de la renuncia electiva? «Artistas: alabar su desprendimiento», reza el Diccionario de tópicos. El culto al desprendimiento es el principio de inversión asombrosa, que convierte la pobreza en riqueza rechazada, por lo tanto en riqueza espiritual. El proyecto intelectual más pobre vale una fortuna, la que se le sacrifica. Mejor aún, no hay fortuna temporal que pueda competir con él, puesto que siempre se preferirá el proyecto... En cuanto a la autonomía que supuestamente ha de justificar esta renuncia imaginaria a una riqueza imaginaria, ¿no será la libertad condicional, y limitada a su mundo separado, que el «burgués» le asigna? La sublevación con­ 1. É.S.yP., pág. 271; F., pág. 265. 57 tra el «burgués», ¿no sigue acaso dominada por lo que pone en tela de juicio, mientras continúe ignorando el principio, propiamente reaccional, de su existencia? ¿Cómo estar seguro de que no es una vez más el «burgués» quien, manteniéndolo a distancia, permite al escritor tomar distancia respecto a él?1 L a f ó r m u l a d e F l a u b e r t Así, a través del personaje de Frédéric y de la descripción de su posición en el espacio social, Flaubert desvela la fórmula generadora que rige el principio de su propia creación novelesca: la relación de doble rechazo de las posiciones enfrentadas en los diferentes espacios sociales y de las tomas de posición correspondientes en las que se fundamenta una relación de distancia objetivante respecto al mundo social. «Frédéric, aprisionado entre dos densos grupos, no se movía. Estaba fascinado y se divertía extremadamente. Los heridos que calan heridos, los muertos extendidos, no parecían verdaderos heridos, verdaderos muertos. Tenía la impresión de asistir a un espectáculo.»2 Se podrían censar innumerables manifestaciones de este neutralismo esteta·. «Tampoco me inspira más compasión el sino de las clases trabajadoras actuales que el de los esclavos de la antigüedad que hacían girar la rueda del molino, no más y sí la misma. No soy más moderno que antiguo, ni más francés que chino.»3 «Para mí en el mundo sólo están los versos hermosos, las frases redondas, armoniosas, cantarínas, las hermosas puestas de sol, los claros de luna, los cuadros de colores, los mármoles antiguos y las cabezas expresivas. Más allá, no hay nada. Hubiera preferido ser Taima a Mirabeau por­ 1. Recuérdese la reflexión que suscita en Frédéric el éxito de Martinon: «Nada tan humillante como ver a los necios triunfar en las empresas en que uno fracasa» (É.S., P., pág. 93; F., pág. 81). Toda la ambivalencia de la relación subjetiva que el intelectual mantiene con los dominantes y sus poderes adquiridos con malas artes está contenida en la falta de lógica de estas palabras. El desprecio por el éxito del que hace gala podría no ser más que una manera de hacer de necesidad virtud y el sueño de una visión sobrevoladora una forma de la ilusión de librarse de las determinaciones que forma parte de las determinaciones inscritas en la posición del intelectual. 2. É.S., P., pág. 318; F., pág. 315. El subrayado es mío. 3. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 26 de agosto de 1846, Corr., P., 1.1, pág. 314. 58 que vivió en una esfera de belleza más pura. Los pájaros enjaulados me inspiran tanta compasión como los pueblos esclavizados. De toda la política, sólo comprendo una cosa, la revuelta. Fatalista como un turco, creo que todo lo que podemos hacer por el progreso de la humanidad o nada, es lo mismo.»1 A George Sand, que estimula su vena nihilista, Flaubert le escribe: «¡Ah!, qué harto estoy del obrero inmundo, del burgués inepto, del campesino estúpido y del eclesiástico odioso! Por eso me pierdo, todo lo que puedo, en la antigüedad».2 Este doble rechazo es sin duda también el principio que rige en todas esas parejas de personajes que funcionan como esquemas generadores del discurso novelesco, Henry y Jules de la primera Educación sentimental, Frédéric y Deslauriers, Pellerin y Delmar en La educación, etc. Queda más manifiesto todavía en su afición por las simetrías y las antítesis (particularmente visible en los guiones de Bouvard et Pécuchet publicados por Desmorets), antítesis entre cosas paralelas y paralelas entre cosas antitéticas, y sobre todo en las trayectorias cruzadas que conducen a tantos personajes de Flaubert de un extremo al otro del campo del poder, con todas las palinodias sentimentales y todos los virajes políticos correlativos, meros desarrollos en el tiempo, bajo la forma de procesos biográficos, de la misma estructura quiasmática: en La educación sentimental, Hussonnet, revolucionario que se vuelve ideólogo conservador, Sénécal, republicano que se convierte en agente de policía al servicio del golpe de Estado y mata en la barricada a su antiguo amigo Dus­ sardier.3 Pero la manifestación más clara de este esquema generador, auténtico principio de la invención flaubertiana, la constituyen las libretas donde Flaubert apuntaba los guiones de sus novelas: las estructuras que la escritura oculta y disimula, con la labor de elaboración formal, se desvelan con toda claridad. En tres ocasiones dos parejas de personajes antitéticos cuyas trayectorias se cruzan se ven abocados a todos los virajes y negaciones, giros y medias vueltas, so­ 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 6-7 de agosto de 1846, Corr., P., 1.1, pág. 278. 2. G. Flaubert, Carta a George Sand, 6 de septiembre de 1871, Corr., C., t. VI, pág. 276. 3. Este análisis estrictamente interno de las propiedades de la obra se ampliará (en el capítulo siguiente) con los resultados de la descripción del campo literario y de la posición que en él ocupa Flaubert. 59 bre todo de izquierda a derecha, que tanto encantan al desencanto burgués. No queda más remedio que proponer la lectura íntegra de este proyecto, «La promesa de los amigos», donde Flaubert escenifica dos de estos virajes bruscos que tanto le gustan, en un espacio social bastante parecido al de La educación. LA PROMESA DE LOS AMIGOS pareja Un [industrial] < comerciante > opaco haciendo una gran fortuna ( un hombre de letras primero poeta... después al descender a periodista se vuelve famoso un poeta de verdad —cada vez más refinado y oscuro — concreto médico jurista el hombre del derecho, notario Abogado — republicano, volviéndose ministerio público, labor de la fam ilia para desmoralizarlo un republicano de verdad todas las utopías sucesivamente (Emm. Vasse) acaba en la guillotina empleado en una oficina pareja La degradación del Hombre por la Mujer. — El héroe demócrata, < letrado > librepensador < & pobre > enamorado de una gran dama católica, la filosofía y la religión moderna en oposición, — ir infiltrándose una dentro de la otra. Primero es virtuoso para merecerla. — < ella es para él el ideal> después, viendo que no sirve de nada, se vuelve un canalla, ir se recupera al fin a l con un acto de abnegación. — la salva en la Comuna de la que form a parte se vuelve después en contra de la comuna ir los versalleses acaban ma­ tándolo. 60 Es primero poeta lírico < no publicado > — luego dramaturgo < no representado > — luego novelista < no destacado > — luego periodista. [luego] < y se va a volver > funcionario cuando el imperio cae. —Se ha orientado hacia el poder durante el Ministerio Olivier. Entonces ella [va a] < quiere > darle a su hija Un liberal (un poco escéptico) la Católica lo corrompe suave­ mente — Ella pierde su fe. él se hunde. M. J. Durry, op. cit., pág. 111; págs. 258-259 Todo induce a pensar que la labor de escritura («las angustias del estilo», a las que Flaubert alude con tanta frecuencia) trata primero de dominar los efectos incontrolados de la ambivalencia de la relación hacia todos los que gravitan en el campo del poder. Esta ambivalencia que Flaubert comparte con Frédéric (y en quien la objetiva), y que hace que nunca pueda identificarse del todo con ninguno de sus personajes, constituye sin duda el fundamento práctico del cuidado extremo con el que controla la distancia inherente a la situación del narrador. El esmero en evitar la confusión de las personas, en la que tan a menudo incurren los novelistas (cuando introducen sus pensamientos en la mente de los personajes), y en mantener una distancia incluso en la identificación decisoria de la comprensión verdadera, me parece la raíz común de todo un conjunto de rasgos estilísticos señalados por distintos analistas: el empleo deliberadamente ambiguo de la cita que puede tener un valor de ratificación o de irrisión, y expresar a la vez la hostilidad (ése es el tema del «Repertorio de disparates») y la identificación; la hábil concatenación del estilo directo, del estilo indirecto y del estilo indirecto libre que permite ir variando de forma infinitamente sutil la distancia entre el objeto del relato y el punto de vista del narrador sobre el punto de vista 61 de los personajes («De todos los franceses, el que más temblaba era M. Dambreuse. El nuevo estado de cosas amenazaba su fortuna, pero sobre todo desafiaba su experiencia. ¡Un sistema tan bueno, un rey tan prudente! ¿Sería posible? La tierra iba a hundirse. Desde el primer día, despidió a tres domésticos, vendió sus caballos, se compró para salir a la calle un sombrero flexible, pensó incluso en dejarse crecer la barba...»);1 el empleo del como si («Entonces se estremeció, presa de una tristeza gélida, como si hubiera vislumbrado mundos enteros de miseria y desesperación...»), que, como observa Gérard Genette, «introduce una visión hipotética»2 y recuerda explícitamente que el autor atribuye a los personajes pensamientos probables, en vez de «prestarles sus propios pensamientos», sin saberlo y, en cualquier caso, sin hacerlo saber; la utilización, destacada por Proust, de los tiempos verbales, y en particular del pretérito imperfecto y del pretérito indefinido, muy apropiados para indicar distancias distintas respecto al presente de la narración y del narrador; el recurso a unos huecos que, a modo de inmensos puntos suspensivos, dejan lugar para la reflexión silenciosa del autor y el lector; el «asíndeton generalizado», señalado por Roland Barthes,3 manifestación negativa —por lo tanto desapercibida—del retraimiento del autor, que se indica a través de la supresión de esas diminutas intervenciones lógicas, las partículas de ilación, mediante las cuales se introducen, de forma imperceptible, relaciones de causalidad o de finalidad, de oposición o de semejanza, y se insinúa toda una filosofía de la acción y de la historia. Así, la doble distancia del neutralismo social y la vacilación constante entre la identificación y la hostilidad, la adhesión y la irrisión que favorece, predisponían a Flaubert para establecer la visión del campo del poder que propone en L a educación sentimental. Visión que cabría llamar sociológica si no estuviera alejada de un análisis científico por la forma en que se revela y se oculta a la vez. En efecto, L a educación sentim ental restituye de forma extraordinariamente exacta la estructura del mundo social 1. É.S., P., págs. 331-332; F., págs. 324-325. 2. G. Ginette, Figures, París, Éd. du Seuil, 1966, págs. 229-230. 3. R. Barthes, Le Plaisir du texte, Paris, Éd. du Seuil, 1973, págs. 18-19. 62 en el que ha sido elaborada e incluso las estructuras mentales que, moldeadas por estas estructuras sociales, constituyen el principio generador de la obra en la que estas estructuras se revelan. Pero lo hace con los medios que le son propios, es decir haciendo ver y sentir, con ejemplificaciones o, mejor aún, evocaciones, en el sentido fuerte de hechizos capaces de producir unos efectos, particularmente sobre los cuerpos, mediante la «magia evocadora» de palabras aptas para «hablar a la sensibilidad» y para conseguir una creencia y una participación imaginaria an álogas a las que atribuimos habitualmente al mundo real.1 La traducción sensible oculta la estructura, en la forma misma en la que se presenta y gracias a la cual logra producir un efecto de creencia (más que de realidad). Y eso sin duda es lo que hace que la obra literaria alcance a veces a decir más, incluso sobre el mundo social, que muchos textos con pretensiones científicas (sobre todo cuando, como aquí, las dificultades que se trata de vencer para acceder al conocimiento son más resistencias de la voluntad que obstáculos intelectuales); pero lo dice de tal modo que no lo dice de verdad. La revelación encuentra su límite en el hecho de que el escritor conserva en cierta medida el control del retorno de lo reprimido. La formulación que lleva a cabo funciona como un eufemismo generalizado y la realidad literariamente desrealizada y neutralizada que propone le permite satisfacer una voluntad de saber dispuesta a contentarse con la sublimación que le ofrece la alquimia literaria. Para revelar completamente la estructura que el texto literario sólo desvelaba velándola, el análisis tiene que reducir el relato de una aventura al protocolo de una especie de montaje experimental. Se comprende que el análisis implique un profundo desencanto. Pero la reacción de hostilidad que suscita obliga a plantear con toda claridad la cuestión de la especificidad de la expresión literaria: formular también es introducir formas, y la negación que lleva a cabo la expresión literaria es lo que permite la manifestación limitada de una verdad que dicha de otro 1. El efecto de creencia que produce el texto literario se basa, como veremos, en el acuerdo entre las suposiciones que introduce y las que introducimos en la experiencia habitual del mundo. 63 modo resultaría insoportable. El «efecto de realidad» es esta forma muy particular de creencia que la ficción literaria produce a través de una referencia denegada a lo real designado que permite saber rehuyendo saber de qué se trata en realidad. La lectura sociológica rompe el hechizo. Al dejar en suspenso la complicidad que une al autor y al lector en la misma relación de denegación de la realidad expresada por el texto, revela la verdad que el texto enuncia, aunque de tal modo que no la dice; además, hace que surja a contrario la verdad del propio texto, que precisamente se define en su especificidad por el hecho de que no dice lo que dice como lo dice ella.1La forma en la que se enuncia la objetivación literaria es sin duda lo que permite la emergencia de lo real más profundo, más oculto (aquí la estructura del campo del poder y el modelo de envejecimiento social), porque es el velo que permite al autor y al lector disimularlo y disimulárselo. El hechizo de la obra literaria se debe sin duda en gran parte a que habla de las cosas más serias sin exigir, a diferencia de la ciencia según Searle, que se la tome completamente en serio. La escritura ofrece al propio autor y a su lector la posibilidad de una comprensión denegadora, que no es una comprensión a medias. Sartre, en la Crítica de la razón dialéctica, dice a propósito de sus primeras lecturas de la obra de Marx: «Lo comprendía todo y no comprendía nada.» Así es la comprensión de la vida que tenemos a través de la lectura de las novelas. Unicamente se puede «vivir todas las vidas», según la frase de Flaubert, a través de la escritura o de la lectura, porque constituyen otras tantas maneras de no vivirlas de verdad. Y cuando alcanzamos a vivir realmente lo que hemos vivido cien veces en la lectura de las novelas, tenemos que reemprender desde cero nuestra «educación sentimental». Flaubert, el novelista de la ilusión novelesca, nos introduce así en el principio de esta ilusión. En la realidad como en las no­ 1. Conferir a La educación sentimental el estatuto de «documento sociológico», como se ha hecho muchas veces (ver por ejemplo J. Y. Dangelzer, La Description du milieu dans le roman français, Paris, 1939; o B. Slama, «Una lectura de La educación sentimental», Littérature, n.° 2, 1973, págs. 19-38) teniendo en cuenta sólo a los indicios más exteriores de la descripción de los «ambientes», significa no atender a la especificidad de la labor literaria. 64 velas, los personajes a los que se suele tildar de novelescos, entre los cuales también hay que incluir a los autores de novelas —«Madame Bovary soy yo»—, tal vez sean los que se toman la ficción en serio no, como se dice, para huir de la realidad, y encontrar una evasión en mundos imaginarios, sino porque, como Frédéric, no consiguen tomarse la realidad en serio; porque no pueden apropiarse el presente tal y como se presenta, el presente en su presencia insistente, y, debido a ello, aterradora. En la base del funcionamiento de todos los campos sociales, trátese del campo literario o del campo del poder, está la illusio, la inversión en el juego. Frédéric es aquel que no consigue comprometerse con ninguno de los juegos de arte o de dinero que produce y propone el mundo social. Su bovarismo se rige por el principio de la impotencia para tomarse en serio lo real, es decir los envites de los juegos llamados serios. La ilusión novelesca que, en sus formas más radicales, puede llegar, con don Quijote o Emma Bovary, hasta la abolición completa de la frontera entre la realidad y la ficción, encuentra así su fundamento en la experiencia de la realidad como ilusión: si la adolescencia se presenta como la época novelesca por excelencia, y Frédéric como la encarnación ejemplar de esa época, tal vez se deba a que la entrada en la vida, es decir en uno u otro de los juegos sociales que el mundo social ofrece a nuestro compromiso, no siempre resulta tan sencilla. Frédéric —como todos los adolescentes difíciles— es un analista extraordinario de nuestra relación más profunda con el mundo social. Objetivar la ilusión novelesca, y sobre todo la relación con el mundo llamado real que supone, significa recordar que la realidad que nos sirve de medida de todas las ficciones no es más que el referente reconocido de una ilusión (casi) universalmente compartida. 65 A N EXO 1 Resumen de «La educación sentimental» Frédéric Moreau, estudiante en París hacia 1840, conoce a Mme Arnoux, esposa de un editor de arte, propietario de una tienda de cuadros y grabados en el faubourg Montmartre. Se enamora de ella. Alberga difusas veleidades literarias, artísticas y mundanas a la vez. Trata de introducirse en el ambiente de los Dambreuse, un banquero mundano, pero, decepcionado por la acogida que le brindan, vuelve a sumirse en la incertidumbre, el ocio, la soledad y las ensoñaciones. Frecuenta a todo un grupo de jóvenes que van a gravitar a su alrededor, Martinon, Cisy, Sénécal, Dussardier y Hussonnet. Le invitan a casa de los Arnoux y su pasión por Mme Arnoux renace. De vacaciones en Nogent, en casa de su madre, se entera de la situación precaria de su fortuna y conoce a la joven Louise Roque, que se enamora de él. Rico de nuevo gracias a una herencia inesperada, marcha otra vez a París. Vuelve a ver a Mme Arnoux, cuya acogida le decepciona. Conoce a Rosanette, una cortesana, amante de Arnoux. Se siente dividido entre tentaciones diversas, indeciso entre una y otra: por un lado Rosanette y los encantos de una vida lujosa; por otro Mme Arnoux, a la que trata en vano de seducir; por último, la rica Mme Dambreuse, que podría ayudarle a materializar sus ambiciones mundanas. Tras una larga sucesión de vacilaciones y de tergiversaciones, regresa a Nogent, decidido a casarse con la joven Roque. Pero vuelve a marcharse a París: Marie Arnoux acepta una cita. Espera en vano mientras se lucha en las calles (22 de febrero de 1848). Decepcionado y furioso, va a consolarse entre los brazos de Rosanette. Testigo de la revolución, Frédéric visita a Rosanette con asiduidad: tiene con ella un hijo que muere pronto. También visita el sa- 66 lón de los Dambreuse. Se convierte en el amante de Mme Dambreuse. Esta, tras la muerte de su marido, le propone matrimonio. Pero, en un arrebato, Frédéric rompe primero con Rosanette, y después con Mme Dambreuse, sin por ello volver a encontrar a Mme Arnoux, que tras la ruina de su marido ha abandonado París. Regresa a Nogent, decidido a desposarse con la joven Roque. Pero ésta se ha casado con su amigo Deslauriers. Quince años más tarde, en marzo de 1867, Mme Arnoux va a visitarlo. Se confiesan mutuamente su amor, evocan el pasado. Se separan para siempre. Dos años más tarde, Frédéric y Deslauriers establecen el balance de su fracaso. Sólo les quedan los recuerdos de su juventud; el más valioso, el de una visita a casa de la Turca, es la historia de una derrota: Frédéric, que tenía el dinero, había salido huyendo del burdel, asustado ante la visión de tantas mujeres ofrecidas; y Deslauriers no había tenido más remedio que seguirle en su huida. Concluyen: «Sí, tal vez sí. Fue lo mejor que nos pasó.» 67 A N EXO 2 Cuatro lecturas de «La educación sentimental» En aquel entonces la gente solía ser más bien revolucionaria en arte y en literatura, o por lo menos creía serlo, pues se tomaban por grandes audacias o progresos inmensos cualquier cosa que contradijera las ideas admitidas por las dos últimas generaciones anteriores a aquella en la que se estaba alcanzando la madurez. En aquel entonces, como ahora y como en todas las épocas, la gente se dejaba engañar por las palabras, se entusiasmaba con frases huecas y vivía de ilusiones. En política, un Regimbard, un Sénécal son tipos como los que todavía se dan y se seguirán dando mientras los hombres no dejen de ir a las tabernas y a los clubes; en el mundo de los negocios y de las finanzas siguen abundando los Dambreuse y los Arnoux; entre los pintores, los Pellerin; y los Hussonnet hoy como ayer son la plaga de las salas de redacción; y, no obstante, todos los mencionados están profundamente inmersos en su época y no en la de hoy. Pero poseen tanta humanidad que vislumbramos en ellos los caracteres permanentes que los convierten, en vez de en personajes de novela condenados a morir con sus contemporáneos, en tipos que sobreviven a su siglo. ¿Y qué decir de los protagonistas, Frédéric, Deslauriers, Mme Arnoux, Rosanette, Mme Dambreuse, Louise Roque? Jamás novela más amplia ha ofrecido al lector semejante cantidad de personajes hasta tal punto marcados por rasgos caracterís­ ticos. R. Dumesnil, En marge de Flaubert, París, Librairie de France, 1928, págs. 22-23 Los tres amores de Frédéric, Mme Arnoux, Rosanette, Mme 68 Dambreuse, podrían ser representados algo artificiosamente con estos tres nombres, la belleza, la naturaleza, la civilización [...]. Ésa sería la parte central del cuadro, los valores claros. Los bordes, los valores oscuros, figuras menos principales, son por un lado el grupo de los revolucionarios, por el otro el grupo de los burgueses, los partidarios del progreso y los partidarios del orden. Derecha e izquierda, esas realidades políticas están concebidas aquí como valores de artista, y para Flaubert sólo representan un pretexto para escenificar, una vez más, como con Homais y con Bournisien, las dos caretas alternas de la estulticia humana. [...] Estas figuras dependen unas de otras, en la medida en que una llama a la otra y se completan mutuamente, pero no dependen del tema central de la novela, pues se las podría separar sin alterar perceptiblemente el tema principal. A. Thibaudet, Gustave Flaubert, París, Gallimard, 1935, págs. 161, 166, 170 ¿Qué significa el título? La educación sentimental de Frédéric Moreau es su educación a través del sentimiento. Aprende a vivir, o, con mayor precisión, aprende lo que es la existencia, al experimentar qué son el amor, los amores, la amistad, la ambición... Y esta experiencia desemboca en el fracaso total. ¿Por qué? En primer lugar, porque Frédéric es, ante todo, un ser imaginativo en el mal sentido de la palabra, que sueña la existencia en vez de captar con lucidez sus necesidades y límites, por lo tanto porque es, en gran medida, la réplica masculina de Emma Bovary; y por último, consecuentemente, Frédéric es un ser veleidoso, las más de las veces incapaz de tomar una decisión, excepto decisiones excesivas y extremas, en pleno arrebato. ¿Equivale tal cosa a decir que La educación sentimental desemboca en la nada? No es ésa nuestra opinión. Pues está Marie Arnoux. Este personaje puro salva, por así decirlo, toda la novela. Marie Arnoux es, sin lugar a dudas, Elisa Schlésinger, pero uno no puede dejar de pensar que se trata de una Elisa singularmente idealizada. Aunque Mme Schlésinger fue en muchos aspectos una mujer muy respetable, lo que sabemos de ella, pese a todo, su actitud, por lo menos equívoca, durante su relación con Schlésinger, el hecho, por lo menos probable, de que hubiera sido en un momento deter­ 69 minado amante de Flaubert, permiten pensar que a fin de cuentas Marie Arnoux es sin duda el ideal femenino de Flaubert mucho más que una representación fiel y auténtica de su «gran pasión». No obstante, Marie Arnoux, tal como es, en medio de un mundo repleto de arribistas, de fatuos, de libidinosos, de calaveras, de soñadores o de inconscientes, permanece como la encarnación de una figura profundamente humana, rebosante de ternura, de resignación, de firmeza, de silencioso sufrimiento, de bondad. J.-L. Douchin, Presentación de La educación sentimental, París, Larousse, col. «Nouveaux classiques Larousse», 1969, págs. 15-17 ¿En qué medida el amor que le profesa es homosexual? En su excelente artículo «El doble pupitre», Roger Kempf, con gran habilidad y pertinencia, ha puesto de manifiesto la «androginia» de Flaubert. Es hombre y mujer: he precisado ya antes que pretende ser mujer entre las manos de las mujeres, pero podría ocurrir que hubiera vivido este avatar del avasallamiento como un abandono del cuerpo a los deseos del Señor. Kempf muestra citas perturbadoras. Particularmente ésta, que extrae de la segunda Educación·. «El día de la llegada de Deslauriers, Frédéric se deja invitar por Arnoux...»; al ver a su amigo: «se puso a temblar como una mujer adúltera ante la mirada de su marido»; y: «Luego Deslauriers se puso a pensar en la persona misma de Frédéric. Siempre había ejercido sobre él un hechizo casi femenino.» He aquí a una pareja de amigos en la que, «por acuerdo tácito, uno representaría a la mujer y el otro al marido». Con toda la razón agrega el crítico que «este reparto de papeles se rige muy sutilmente» por la feminidad de Frédéric. Ahora bien, Frédéric, en La educación, es la encarnación principal de Flaubert. Se puede decir, en resumidas cuentas, que, consciente de esta feminidad, la interioriza conviertiéndose en la esposa de Deslauriers. Con gran destreza, Gustave nos muestra a Deslauriers perturbado por su mujer Frédéric, pero jamás a ésta arrebatada ante la virilidad de su marido. J.-P. Sartre, L ’Idiot de la fam ille, Gustave Flaubert, 1821-1857, t. I, Paris, Gallimard, 1971, págs. 1046-1047 70 A N EXO 3 El París de «La educación sentimental» Se reconoce en el triángulo cuyos vértices están representados por el mundo de los negocios (IV, la «chaussée d’Antin», domicilio de los Dambreuse), el mundo del arte y de los artistas de éxito (V, el «faubourg Montmartre», con el Art industriel y los domicilios sucesivos de Rosanette) y el ambiente estudiantil (II, el «Barrio Latino», domicilio inicial de Frédéric y de Martinon), una estructura que no es más que la del espacio social de La educación sentiment a l Este universo en su conjunto está definido en sí mismo objetivamente a través de una doble relación de oposición, nunca evocada en la obra misma, por una parte con la gran y rancia aristocracia del «faubourg Saint Germain» (III), mencionada con mucha frecuencia en Balzac y totalmente ausente en La educación, y por la otra con las «clases populares» (I): las zonas de París donde se produjeron los acontecimientos revolucionarios decisivos de 1848 quedan excluidas en la novela de Flaubert (la descripción de los incidentes iniciales en el Barrio Latino2 y de los disturbios en el Palais-Royal nos retrotrae cada vez a los barrios de París constantemente mencionados en el resto de la novela). Dussardier, único representante de las clases populares en la novela, trabaja primero en la rue de Cléry.3 El lugar de llegada a París de Frédéric, a su re- 1. Esta nota, preparada y discutida en el marco del seminario de historia social del arte y de la literatura de la Ecole normale supérieure (1973), ha sido redactada en colaboración con J.-C. Chamboredon y M. Kajman. 2. É.S., F., págs. 44 y siguientes. 3. É.S., F., pág. 48. En el plano de París que se reproduce aquí, hemos representado con flechas de trazo continuo las trayectorias de los personajes principales y hemos inscrito sus nombres en sus lugares de residencia. La línea punteada norte-sur, que re- 71 El París de L a educación sentim ental greso de Nogent, también está situado en este mismo barrio (rue du Coq-Héron). El «Barrio Latino», el barrio de los estudios y de «iniciación a la vida», es donde residen los estudiantes y las «modistillas» cuya imapresenta el límite de la zona ocupada por los sublevados en 1848, ha sido trazada según C. Simon, Paris de 1800 à 1900, 3 vols., Paris, Pion et Nourrit, 1900-1901. 72 gen social se está constituyendo (particularmente, con Contes et Nouvelles de Musset, especialmente «Frédéric y Bernerette» publicado en La Revue des Deux Mondes). Allí se inicia la trayectoria de Frédéric: vive sucesivamente en la rue Saint-Hyacinthe,1luego en el quai Napoléon,2 y suele cenar en la rue de la Harpe.3 Lo mismo para Martinon.4 En la imagen social de Paris que los literatos están construyendo, y a la que tácitamente se refiere Flaubert, el «Barrio Latino», sede de las fiestas galantes, de los artistas y de las modistillas de la «vida bohemia», está en contrastada oposición con la cumbre del ascetismo aristocrático que es el faubourg Saint-Germain. La «chaussée d’Antin», es decir, en el universo de La educación, la zona constituida por la rue Rumfort (con la casa de Frédéric), la rue d’Anjou (Dambreuse) y la rue de Choiseul (Arnoux), es donde residen los miembros de la nueva facción dirigente de la clase dominante. Esta «nueva burguesía» se enfrenta a la vez al mundo de «medio pelo» del «faubourg Montmartre» y sobre todo a la rancia aristocracia del «faubourg Saint-Germain», entre otras cosas debido al carácter de batiburrillo de la población que reside en él (que queda de manifiesto, en la novela, en la distancia social que hay entre Frédéric, Dambreuse y Arnoux) y a la movilidad de sus miembros (Dambreuse ha venido a instalarse, Frédéric no accede a él hasta después de haber heredado, Martinon llega gracias al matrimonio y Arnoux no tardará en quedar excluido). Esta nueva burguesía, que se propone salvaguardar o crear (construyéndose, por ejemplo, grandes mansiones) las rasgos distintivos del antiguo tren de vida del faubourg Saint-Germain, es sin duda, por una parte, producto de una reconversión social que se traduce en una traslación espacial;5 «M. Dambreuse era en realidad el conde de Ambreuse; pero, desde 1. É.S. F., pág. 39. 2. É.S., F., pág. 44. 3. É.S., F., pág. 42. 4. É.S., F., pág. 40. 5. No es casual, sin duda, que esté situado en este barrio un de los liceos más prósperos de la época, el Lycée Condorcet, donde cursan sus estudios de bachiller los vástagos de la gran burguesía que iban a dedicarse mayoritariamente, según una encuesta de 1864, a los estudios de derecho (117 sobre 224) o de medicina (16), por oposición al Lycée Charlemagne, más «democrático», cuyos alumnos, en mayor proporción, se preparaban para ingresar en las grandes escuelas (ver R. Anderson, «Secondary Education in Mid-Nineteenth Century France: Some Social Aspects», Past and Present, 1971, págs. 121-146). Esta burguesía de los negocios, que aúna a menudo la nobleza (cf. Dambreuse y Frédéric respecto a los cuales el bueno de Roque evoca —E.S., F., pág. 114— 73 1825, había ido abandonando poco a poco su nobleza y su partido para orientarse hacia la industria»;1y un poco más adelante, para indicar al mismo tiempo los vínculos y la ruptura geográfica y social: «Con su adulación a las duquesas [Mme Dambreuse] apaciguaba los rencores del noble faubourg y daba a entender que M. Dambreuse podía aún arrepentirse y prestarles útiles servicios.» El mismo sistema de vínculos y de oposiciones puede leerse en el blasón de Dambreuse, a la vez distinción heráldica y etiqueta de caballero de la industria. La alusión al comité de la rue de Poitiers,2 lugar de encuentro de todos los políticos conservadores, confirmaría si resultara necesario que es en esta parte de París donde a partir de ahora «todo se desarrolla». El «faubourg Montmartre», donde Flaubert sitúa el Art industriel y los domicilios sucesivos de Rosanette, es el lugar de residencia por excelencia de los artistas de éxito (en él por ejemplo residen Feydeau o Gavarni, que lanzará en 1841 el término de «lorette» para designar a las cortesanas que pululan por el sector de Notre-Dame de Lorette y de la place Saint-Georges). Como el salón de Rosanette, que es en cierto modo su transfiguración literaria, este barrio es el lugar de residencia o de encuentro de financieros, artistas de éxito, periodistas y también de actrices y de «lorettes». Estos hombres y mujeres de medio pelo que, como el Art industriel, se sitúan a medio camino entre los barrios burgueses y los barrios populares, se oponen tanto a los burgueses de la «chaussée d’Antin» como a los estudiantes, las «modistillas» y los artistas fracasados —a los que Gavarni ridiculiza con dureza en sus caricaturas—del «Barrio Latino». Arnoux, que en sus tiempos de esplendor forma parte por su domicilio (rue de Choiseul) y su lugar de trabajo (boulevard Montmartre) del universo del dinero y del universo del arte, resulta primero expulsado hacia el faubourg Montmartre (rue Paradis),3 antes de verse relegado a la exterioridad absoluta de la rue de Fleuras.4 Rosanette también se mueve por el espacio reservado de las «lorettes» y su decadencia se indica por un deslizamiento progresivo hacia el este, es eventuales pretensiones) con titulos más sustanciosos, es sin duda más proclive a acumular capitales culturales que la antigua aristocracia. 1. É.S.,F., pág. 36. 2. É.S.,F., pág. 393. 3. É.S.,F., pág. 128. 4. É.S.,F., pág. 426. 74 decir hacia las fronteras de los barrios obreros: rue de Laval;1 luego rue Grange-Batelière;2 por último boulevard Poissonnière.3 Así pues, en este espacio estructurado y jerarquizado, las trayectorias sociales ascendentes o descendentes se distinguen con toda claridad: del sur hacia el noroeste en cuanto a las primeras (Martinon y, durante una temporada, Frédéric), de oeste a este y/o de norte a sur en cuanto a las segundas (Rosanette, Arnoux). El fracaso de Deslauriers se señala con el hecho que no sale del punto de partida, el barrio de los estudiantes y de los artistas fracasados (place des Trois-Maries).4 1. É.S., F., pág. 134. 2. É.S., F., pág. 282. 3. É.S., F., pág. 341. 4. Hemos situado a Deslauriers en la place des Trois-Maries a falta de poder situar la «rue» des Trois-Maries de la que habla Flaubert. 75 Primera parte Tres estados del campo Artistas. Todos unos farsantes. - Alabar su desprendimiento. G u s t a v e F l a u b e r t Somos obreros de lujo. Pero resulta que nadie es lo bastante rico para pagarnos. Si uno pretende ganar dinero con la pluma, tiene que dedicarse al periodismo, al folletín o al teatro. Con la Bovary he ganado... 300 francos, que HE PAGADO, y de los que jamás cobraré ni un céntimo. En la actualidad me alcanza para pagar el papel, pero no las gestiones, ni los viajes, ni los libros que mi trabajo requieren; y, en el fondo, me parece bien (o hago como que me parece bien), pues no veo qué relación hay entre una moneda de cinco francos y una idea. Hay que amar el Arte por el Arte en sí mismo; de lo contrario, cualquier oficio vale más. G u s t a v e F l a u b e r t 1. LA CONQUISTA D E LA AUTONOMÍA La fase crítica de la emergencia del campo Resulta doloroso percatarse de que encontramos errores parecidos en dos escuelas opuestas: la escuela burguesa y la escuela socialista. ¡Moralicemos! ¡Moralicemos!, exclaman ambas con fervor de misionario. Ch a r l e s B a u d e l a ir e Dejadlo todo. Dejad a Dada. Dejad a vuestra mujer, dejad a vuestra amante. Dejad vuestras esperanzas y vuestros temores. Sembrad vuestros hijos en el rincón de un bosque. Dejad la presa por la sombra. Dejad si es necesario una vida desahogada, lo que os [presentan como una situación con porvenir. Partid por los caminos. A n d r é B r e t o n La lectura de L a educación sentim ental es algo más que un mero preámbulo con el propósito de preparar al lector para penetrar en un análisis sociológico del mundo social en el que ha sido escrita y que pone de manifiesto. Obliga a plantearse de qué condiciones sociales particulares surge la lucidez especial de Flaubert, y también cuáles son los límites de esta lucidez. Únicamente un análisis de la génesis del campo literario en el que se ha constituido el proyecto flaubertiano puede conducir a una comprensión verdadera tanto de la fórmula generadora que fundamenta la obra como del trabajo gracias al cual Flaubert consiguió ponerla en marcha, objetivando, al mismo tiempo, esta estructura generadora y la estructura social de la que es fruto. Flaubert, es sabido, contribuyó mucho, junto con otros, particularmente Baudelaire, a la constitución del campo literario como un mundo aparte, sujeto a sus propias leyes. Reconstruir el 79 punto de vista de Flaubert, es decir el punto del espacio social a partir del cual se formó su visión del mundo, y ese espacio social en sí mismo, es ofrecer la posibilidad real de situarse en los orígenes de un mundo cuyo funcionamiento se nos ha hecho tan familiar que las regularidades y las reglas que lo gobiernan se nos escapan. También es, volviendo a los «tiempos heroicos» de la lucha por la independencia en los que, frente a una represión que se ejerce con toda su brutalidad (especialmente en los juicios), las virtudes de sublevación y de resistencia tienen que afirmarse con toda claridad, volver a descubrir los principios olvidados, o abjurados, de la libertad intelectual. U n a s u b o r d in a c ió n e s t r u c t u r a l No se puede comprender la experiencia que los escritores y los artistas pudieron tener de las nuevas formas de dominación a las que se vieron sometidos en la segunda mitad del siglo XIX, y el horror que la figura del «burgués» les llegó a inspirar a veces, si no se tiene una idea de lo que representó la emergencia, favorecida por la expansión industrial del Segundo Imperio, de industriales y comerciantes de fortunas colosales (como los Talabot, los De Wendel o los Schneider), nuevos ricos sin cultura dispuestos a hacer triunfar en toda la sociedad los poderes del dinero y su visión del mundo profundamente hostil a los asuntos del intelecto.1 Cabe citar esta declaración de André Siegfried hablando de su propio padre, empresario textil: «En esta educación, la cultura no tenía cabida alguna. A decir verdad, jamás tendrá cultura intelectual y jamás se preocupará por adquirirla. Estará instruido, notablemente 1. Sin duda, el odio hacia los «burgueses» ylos «filisteos» se habla convertido en un tópico literario con los románticos, que, escritores, artistas o músicos, proclaman sin desmayo su desprecio hacia una sociedad y hacia el arte que ésta encarga yconsume (ver la revista Romantisme, n.° 17-18, 1977); pero resulta imposible no constatar que la indignación y la sublevación cobran, en el Segundo Imperio, unos tintes de violencia sin precedentes, que hay que relacionar con los triunfos de la burguesía y el desarrollo extraordinario de la bohemia artística y literaria. 80 informado, sabrá todo lo que necesita para su acción del momento, pero la afición desinteresada por las cosas del espíritu le será siempre ajena.»1 De igual modo, André Motte, un gran empresario del departamento de Nord, escribe: «Les repito diariamente a mis hijos que el título de bachiller jamás conseguirá hacer que se lleven un pedazo de pan a la boca; que les he mandado al colegio para que puedan conocer los placeres de la inteligencia; para ponerles en guardia en contra de todas las doctrinas falsas, ora literarias, ora filosóficas, ora históricas. Pero agrego que podría representar un gran peligro para ellos que se dedicaran a los placeres del es­ píritu.»2 El reino del dinero se afirma por doquier, y las fortunas de los nuevos dominadores, industriales a los que las transformaciones técnicas y el apoyo del Estado ofrecen unos beneficios sin precedentes, a veces meros especuladores, se exhiben en las lujosas mansiones particulares del París del barón Haussmann o en el esplendor de sus carruajes y atuendos. La práctica del candidato oficial permite conferir una legitimidad política, con la pertenencia al cuerpo legislativo, a hombres nuevos, entre los cuales figura una mayoría importante de hombres de negocios, e instaurar vínculos estrechos entre el mundo político y el mundo económico, que progresivamente va apoderándose de la prensa, cada vez más rentable. La exaltación del dinero y del beneficio converge con las estrategias de Napoleón III. Para garantizar la fidelidad de una burocracia mal convertida al «impostor», gratifica a sus servidores con emolumentos fastuosos y suntuosos regalos; abundan las fiestas, en París o en Compiègne, a las que convida, además de a editores y empresarios de prensa, a los escritores y los pintores mundanos más acomodaticios y más conformistas, como Octave Feuillet, Jules Sandeau, Ponsard, Paul Féval, o Meissonier, Cabanel, Gérome, y a los más dispuestos a comportarse como cortesanos, como Octave Feuillet y Violet-le-Duc que escenifi- 1. L. Bergeron, Les capitalistes en France (1 780-1914), París, Gallimard, col. «Archives», 1978, pág. 77. 2. Ibid., pág. 195. 81 can, con la colaboración de Gérome o de Cabanel, «cuadros vivientes» de temas sacados de la historia o la mitología. Estamos muy lejos de las sociedades eruditas y de los clubes de la sociedad aristocrática del siglo XV III o incluso de la Restauración. La relación entre los productores culturales y los dominadores ya nada tiene que ver con lo que la pudo caracterizar en los siglos anteriores, tanto en lo que se refiere a la dependencia directa respecto al socio comanditario (más frecuente entre pintores, pero también atestiguada en el caso de algunos escritores) como a la fidelidad a un mecenas o a un protector oficial de las artes. Se produce a partir de entonces una auténtica subordinación estructural, que se impone de forma muy desigual a los diferentes autores según su posición en el campo, y que se instituye a través de dos mediaciones principales: por un lado el mercado, cuyas sanciones o imposiciones se ejercen sobre las empresas literarias o bien directamente, a través de las cifras de venta, el número de entradas, etc., o bien indirectamente, a través de los nuevos puestos de trabajo que ofrecen el periodismo, la edición, la ilustración y todas las formas de literatura industrial; por otro lado los vínculos duraderos, basados en afinidades de estilo de vida y de sistema de valores, que, particularmente por mediación de los salones, unen a una parte al menos de los escritores a determinados sectores de la alta sociedad, y contribuyen a orientar las liberalidades del mecenazgo de Estado. En ausencia de verdaderas instancias específicas de consagración (la Universidad por ejemplo, que exceptuando el Collège de France apenas tiene peso en el campo), las instancias políticas y los miembros de la familia imperial ejercen un dominio directo sobre el campo literario y artístico, no sólo por las sanciones que padecen los periódicos y otras publicaciones (juicios, censura, etc.), sino también por mediación de los beneficios materiales o simbólicos que están capacitados para repartir: pensiones (como la que Leconte de Lisie recibió en secreto del régimen imperial), acceso a la posibilidad de ser representado en los teatros, en las salas de conciertos o de exponer en el Salón (cuyo control trató Napoleón III de arrebatar a la Academia), cargos o puestos bien remunerados (como el de senador que se le concedió a SainteBeuve), distinciones honoríficas, Academia, Instituto, etc. 82 Los gustos de los nuevos ricos instalados en el poder se orientan hacia la novela, en sus formas más asequibles, como los folletines, que se arrancan unos a otros de las manos en la corte y en los ministerios, y que dan lugar a empresas editoriales lucrativas; por el contrario, la poesía, todavía asociada a las grandes batallas románticas, a la bohemia y al compromiso en pro de los menos favorecidos, es objeto de una política deliberadamente hostil, particularmente por parte de la Fiscalía del Estado, asunto del que por ejemplo dan fe los juicios instruidos contra los poetas o el acoso judicial contra los editores como Poulet-Malassis, que había publicado a toda la vanguardia poética, especialmente a Baudelaire, Banville, Gautier, Leconte de Lisle, y que acabó arruinado y encarcelado por deudas. Las imposiciones inherentes a la pertenencia al campo del poder se ejercen también sobre el campo literario aprovechando los intercambios que se establecen entre los poderosos, en su mayoría nuevos ricos en pos de legitimidad, y los más conformistas o los más consagrados de los escritores, particularmente a través del universo sutilmente jerarquizado de los salones. La emperadora, en las Tullerías, se rodea de escritores, de críticos y de periodistas mundanos, todos tan notoriamente conformistas como Octave Feuillet, que en Compiègne se encargaba de la organización de los espectáculos. El príncipe Jérôme hace alarde de su liberalismo (da por ejemplo un banquete en honor de Delacroix —cosa que no le impide invitar a Augier—) manteniendo en su entorno, en el Palais-Royal, a un Renan, a un Taine o a un SainteBeuve. La princesa Mathilde, por último, afirma su originalidad respecto a la corte imperial acogiendo, de forma muy selectiva, a escritores como Gautier, Sainte-Beuve, Flaubert, los Goncourt, Taine o Renan. Encontramos después, alejándonos de la corte, salones como el del duque de Morny, protector de los escritores y los artistas, el de Mme de Solms, que, juntando a personajes tan dispares como Champfleury, Ponsard, Auguste Vacquerie, Banville, consigue el prestigio atribuido a un lugar de oposición, el de Mme d’Agoult, donde se reunía la prensa liberal, el de Mme Sabatier, donde entablan amistad Baudelaire y Flaubert, los de Nina de Callias y Jeanne de Tourbey, asambleas harto heteróclitas de escritores, críticos y ar- 83 tistas, el de Louise Colet, frecuentado por los «hugolianos» y los supervivientes del romanticismo, pero también por Flaubert y sus amigos. Estos salones no son sólo unos lugares donde los escritores y los artistas pueden juntarse por afinidades y codearse con los poderosos, materializando así, mediante interacciones directas, la continuidad que se establece de un extremo al otro del campo del poder; no son sólo refugios elitistas donde los que se sienten amenazados por la irrupción de la literatura industrial y de los periodistas literatos pueden otorgarse la ilusión de revivir, sin creérselo del todo, la vida aristocrática del siglo XV III cuya nostalgia se expresa con frecuencia en los Goncourt: «Esta insociabilidad asilvestrada del hombre de letras del siglo X IX resulta curiosa si se la compara con la vida mundana de los literatos del siglo X V III, de Diderot a Marmontel; la burguesía actual sólo busca la compañía del hombre de letras cuando éste está dispuesto a aceptar el papel de bicho raro, de bufón o de cicerone en el extranjero.»1 También constituyen, a través de los cambios que en ellos se llevan a cabo, auténticas articulaciones entre los campos: los que ostentan el poder político tratan de imponer su visión a los artistas y de apropiarse de la consagración y de la legitimación de que éstos gozan, particularmente a través de lo que Sainte-Beuve llama la «prensa literaria»;2 por su parte, los escritores y los artistas, actuando como peticionarios e intercesores o incluso, a veces, como auténticos grupos de presión, luchan por asegurarse un 1. Citado por A. Cassagne, La Théorie de l’art pour l'art en France chez les derniers romantiques et les premiers réalistes, Paris, 1906, Ginebra, Slatkine Reprints, 1979, pág. 342. 2. En una nota encontrada entre los documentos de la familia imperial «respecto a los estímulos que hay que dar a los escritores», Sainte-Beuve escribe: «La literatura en Francia también es una democracia, o por lo menos en eso se ha convertido. La inmensa mayoría de los escritores son trabajadores, obreros de determinada condición, que viven de su pluma. No pretendemos hablar aquí de los licenciados, que pertenecen a la universidad, ni de los que forman parte de la Academia, sino de la inmensa mayoría de escritores que componen lo que se suele llamar la prensa literaria» (Sainte-Beuve, Premiers Lundis, París, Calmann-Lévy, 1886-1891, t. III, págs. 59 y siguientes; ver también Nouveaux Lundis, París, Calmann-Lévy, 1867-1879, t. IX, págs. 101 y siguientes, donde Sainte-Beuve habla de «obrero literario»). 84 control mediato de las distintas prebendas materiales o simbólicas repartidas por el Estado. El salón de la princesa Mathilde es el paradigma de estas instituciones bastardas, cuyo equivalente encontramos en los regímenes más tiranos (fascistas o estalinistas por ejemplo), donde se instauran intercambios que sería un error describir en términos de «adhesión» (o, como se habría dicho después de 1968, de «recuperación») y en los que a ambos campos en definitiva acaban saliéndoles las cuentas: a través de estos personajes de pacotilla, lo bastante poderosos para ser tomados en serio por los escritores y los artistas pero no lo suficiente para ser tomados en serio por los poderosos, se instauran a menudo unas formas suaves de imposición que impiden o desalientan la secesión completa de aquellos que ostentan el poder cultural y que los enredan en una maraña de relaciones confusas, basadas en la gratitud y la culpabilidad del compromiso y del comprometimiento, hacia un poder de intercesión percibido como un último recurso o, cuando menos, un islote de excepción, apropiado para justificar las concesiones a la mala fe y dispensar de las rupturas heroicas. Esta profunda imbricación del campo literario y el campo político se manifiesta en el momento del juicio a Flaubert, ocasión para movilizar una red de relaciones poderosa, que aúna a escritores, periodistas, altos funcionarios, personajes de la alta burguesía fieles al Imperio (su hermano Achille en particular), miembros de la corte, y ello más allá de todas las diferencias de gustos o de estilos de vida. Una vez dicho esto, en esta gran cadena, hay excluidos a secas: en primera fila, Baudelaire, proscrito de la corte y de los salones de los miembros de la familia imperial, que, a diferencia de Flaubert, pierde su juicio por no haber querido recurrir a la influencia de una familia de la alta burguesía, y que huele a azufre porque se codea con la bohemia, pero también los realistas como Duranty, y más tarde Zola y su grupo (y eso pese a que muchos antiguos de la «segunda bohemia», como Arsène Houssaye, han entrado a formar parte de los literatos del poder). También están los ignorados, como los parnasianos, con frecuencia, bien es verdad, de procedencia pequefioburguesa y carentes de capital social. 85 Como las vías de la dominación, las vías de la autonomía son complejas, cuando no impenetrables. Y las luchas en el seno del campo político, como la que enfrenta a la emperatriz Eugenia, la forastera, nueva rica y devota, y a la princesa Mathilde, antaño bien acogida en el faubourg Saint-Germain y desde hace tiempo desperdigada en los salones de París, protectora de las artes, liberal y custodia de los valores franceses, pueden resultar indirectamente de utilidad para los intereses de aquellos escritores más preocupados por su independencia literaria: éstos pueden conseguir de la protección de los poderosos los medios materiales o institucionales que no pueden pretender del mercado, es decir de los editores y de los periódicos, ni, como comprendieron inmediatamente después de 1848, de los encargos dominados por sus competidores más desvalidos de la bohemia. Pese a no estar sin duda tan alejada en sus auténticos gustos (el folletín, el melodrama, Alejandro Dumas, Augier, Ponsard y Feydeau) de aquella cuya frivolidad pretende rechazar, la princesa Mathilde pretende dotar su salón de un contenido literario de altísimo nivel. Aconsejada en la selección de sus invitados por Théophile Gautier, que había acudido a ella solicitando ayuda para encontrar un empleo que le liberara del periodismo, y por Sainte-Beuve, que en la década de 1860 era ya un hombre muy famoso, con pleno dominio de Le Constitutionnel y de Le Moniteur, pretende actuar como mecenas y protectora de las artes: interviene incesantemente para proporcionar favores o protecciones para sus amigos, consiguiendo el Senado para Sainte-Beuve, el premio de la Academia francesa para George Sand, la legión de Honor para Flaubert y para Taine, luchando para garantizar una colocación para Gautier, y después su ingreso en la Academia, intercediendo para que se represente Henriette Maréchal en la Comédie-Française, protegiendo por mediación de Nieuwerkerke, su amante, cuyos gustos en pintura defendía, a pintores pompier como Baudry, Boulanger, Bonnat o Ja- labert.1 1. J. Richardson, Princess Mathilde, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1969, y también F. Strowski, Tableau de la littérature française au XIXe siècle, Paris, Paul Delaplane, 1912. 86 De este modo, los salones, que se distinguen más por lo que excluyen que por lo que reúnen, contribuyen a estructurar el campo literario (como también lo harán, en otros estados de campo, las revistas o los editores) en torno a las grandes oposiciones fundamentales: por un lado los literatos eclécticos y mundanos reunidos en los salones de la corte, por el otro los grandes escritores elitistas, agrupados alrededor de la princesa Mathilde y en las veladas Magny (fundadas por Gavarni, gran amigo de los Goncourt, Sainte-Beuve y Chennevières, y aglutinadores Flaubert, Paul Saint-Victor, Taine, Théophile Gautier, Auguste Neffetzer, redactor jefe de Le Temps, Renan, Berthelot, Charles Edmond, redactor de L a Presse), y por último los cenáculos de la bohemia. Los efectos de la dominación estructural también se ejercen a través de la prensa: a diferencia de la de la monarquía de julio, muy diversificada y marcadamente politizada, la prensa del Segundo Imperio, bajo la amenaza permanente de la censura y, a menudo, bajo el control directo de los banqueros, está condenada a dar cumplida cuenta, con un estilo pesado y pomposo, de los acontecimientos oficiales, o a someterse a los dictados de amplias teorías literario-filosóficas absolutamente inocuas o a perogrulladas dignas de Bouvard y Pécuchet. Los propios periódicos serios reservan extensos espacios al folletín, a la crónica de sociedad y a la de sucesos, que dominan las dos creaciones más célebres de la época: Le Figaro, cuyo fundador, Henry de Villemessant, va repartiendo por las diversas secciones, «ecos», «crónicas», «despachos», el cupo de cotilleos que ha ido recopilando por los salones, los cafés y las bambalinas, y Le Petit Jou rn al, un periódico barato, deliberadamente apolítico, dedicado a la supremacía de la crónica de sucesos más o menos novelados. Los directores de periódicos, parroquianos asiduos de todos los salones, íntimos de los dirigentes políticos, son personajes adulados, a los que nadie se atreve a desafiar, especialmente entre los escritores y artistas que saben que un artículo en La Presse o en Le Figaro crea una reputación y labra un porvenir. A través de los periódicos, y de los folletines que se incluyen inevitablemente en sus páginas y que todo el mundo lee, del pueblo llano a la burguesía y los despachos ministeriales de la corte, como 87 dice Cassagne, «el industrialismo se ha adueñado de la literatura misma tras haber transformado la prensa».1Los industriales de la escritura fabrican, de acuerdo con los gustos del público, obras escritas de corrido, de apariencia popular, pero que no excluyen el tópico «literario» ni el efecto rebuscado, «cuyo valor se ha tomado por costumbre considerar en función de los importes que han generado»:2 así, Ponson du Terrail escribía cada día una página diferente para Le Petit Jou rn al, L a Petite Presse, diario literario, L ’Opinion nationale, diario político pro imperial, Le M oniteur, periódico oficial del Imperio, La Patrie, diario político de lo más serio. A través de su acción como críticos, los escritores periodistas se instauran, con total inocencia, como medida de todas las cosas en materia de arte y literatura, invistiéndose de este modo de autoridad para rebajar todo lo que les supera y condenar todas las iniciativas dirigidas a cuestionar las disposiciones éticas que gobiernan sus juicios y en las que principalmente se expresan los límites o incluso las mutilaciones intelectuales inscritas en su trayectoria y en su posición. L a b o h e m ia y l a in v e n c ió n d e u n a r t e d e v iv ir El desarrollo de la prensa es un indicio entre muchos de una expansión sin precedentes del mercado de bienes culturales, unido por una relación de causalidad circular al flujo de una población muy importante de jóvenes sin fortuna, procedentes de las clases medias o populares de la capital y sobre todo de provincias, que acuden a París con el propósito de probar suerte en las carreras de escritor o de artista, hasta entonces más estrictamente reservadas a la nobleza o a la burguesía parisina. Pese a la multiplicación de las ofertas de trabajo a causa del desarrollo de los negocios, las empresas y la administración pública (particularmente el sistema de enseñanza), no pueden absorberse todos los titulados de enseñanza secundaria, cuyo número experimentó un acentuado crecimiento en toda Europa en el transcurso de la pri­ 1. A. Cassagne, La Théorie de l ’art pour l’art..., op. cit., pág. 115. 2. Ibid. 88 mera mitad del siglo X IX , y experimentará un auge nuevo en Francia durante el Segundo Imperio.1 El desfase entre la oferta y la demanda de posiciones dominantes está particularmente acentuado en Francia debido a los efectos de tres factores específicos: la juventud de los mandos administrativos procedentes de la Revolución, del Imperio y de la Restauración, que impide durante mucho tiempo el acceso a las carreras abiertas a los vástagos de la pequeña y de la mediana burguesía, ejército, medicina, administración pública (a lo que hay que añadir la competencia de los aristócratas que reconquistan la administración y cierran el paso a las «capacidades» procedentes de la burguesía); la centralización que concentra a los titulados en París; el exclusivismo de la alta burguesía, que, particularmente sensibilizada por las experiencias revolucionarias, percibe cualquier forma de movilidad ascendente como una amenaza para el orden social (valga como prueba el discurso de Guizot, el 1.° de febrero de 1836, ante la Cámara de los Diputados, sobre el carácter inadecuado de la enseñanza de las humanidades) y trata de reservar las posiciones prominentes, particularmente en la alta administración, a sus propios hijos —entre otras cosas esforzándose en conservar el monopolio del acceso a la enseñanza secundaria clásica—. De hecho, durante el Segundo Imperio, particularmente en relación con el crecimiento económico, los efectivos de la enseñanza secundaria siguen creciendo (pasando de 90.000 en 1850 a 150.000 en 1875) como los de la enseñanza superior, sobre todo literaria y científica.2 Estos recién llegados, que han mamado humanidades y retórica pero carecen de los medios financieros y de las protecciones sociales imprescindibles para hacer valer sus títulos, se ven desplazados hacia las profesiones literarias, que gozan de todo el prestigio de los triunfos románticos y que, a diferencia de otras 1. Respecto a este punto se puede consultar especialmente L. O’Boile, «The Problem of Excess of Educated Men in Western Europe, 1800-1850», The Journ al o f Modern History, vol. XLII, n.° 4, 1970, págs. 471-495, y «The Democratic Left in Germany, 1848», The Journ al of Modern History, vol. X X X II, n.° 1,1961, págs. 374-383. 2. A. Prost, Histoire de l’enseignement en France, 1800-1967, Paris, A. Colin, 1968. 89 profesiones más burocratizadas, no requieren ninguna cualificación con garantía académica, o bien hacia las profesiones artísticas ensalzadas por el éxito del Salón. Resulta evidente en efecto que, como siempre ocurre, los factores llamados morfológicos (y particularmente los que atañen al volumen de las poblaciones en cuestión) están a su vez subordinados a condiciones sociales como, en este caso particular, el enorme prestigio de las grandes carreras de pintor o de escritor: «Incluso aquellos de nosotros que no eran del oficio», escribe Jules Buisson, «sólo pensaban en las cosas para escribir acerca de ellas...»1 Estos cambios morfológicos constituyen sin duda uno de los determinantes capitales (por lo menos a título de causa permisiva) del proceso de autonomización de los campos literario y artístico y de la transformación correlativa de la relación entre el mundo del arte y la literatura y el mundo político. Cabe, para comprender esta tranformación, pensarla por analogía con el paso, repetidas veces analizado, del criado, ligado por vínculos personales a una familia, al trabajador libre (del cual el obrero agrícola de Weber constituye un caso particular), que, liberado de los vínculos de dependencia dirigidos a limitar o impedir la venta libre de su fuerza de trabajo, está disponible para enfrentarse al mercado y padecer sus imposiciones y sus sanciones anónimas, a menudo más implacables que la violencia suave del paternalismo.2 La principal virtud de esta comparación consiste en poner en guardia contra la tendencia muy común a reducir este proceso fundamentalmente ambiguo exclusivamente a sus efectos alienantes (dentro de la tradición de los románticos ingleses, analizada por Raymond Williams): se suele olvidar que ejerce efectos liberadores, por ejemplo ofreciendo a la nueva «.intelligentsia proletaroide» la posibilidad de vivir, sin duda con muchas estrecheces, de todos los modestos oficios vinculados a la literatura industrial y al periodismo, pero que las nuevas posibili­ 1. Carta deJules Buisson a Eugène Crépet, citada en C. Pichois yJ. Ziegler, Baudelaire, Paris, Julliard, 1987, pág. 41. 2. La homología de posición contribuye sin duda a explicar la propensión del artista moderno a identificar su destino social con el de la prostituta, «trabajador libre» del mercado de los intercambios sexuales. 90 dades adquiridas de este modo también pueden ser fuente de nuevas formas de dependencia.1 Con la concentración de una población muy numerosa de jóvenes que aspiran a vivir del arte, y que están separados de todas las demás categorías sociales por el arte de vivir que están inventando, surge una auténtica sociedad dentro de la sociedad; aun cuando, como ha puesto de manifiesto Robert Darnton, se fuera anunciando, a una escala sin duda mucho más restringida, desde las postrimerías del siglo X V III, esta sociedad de los escritores y los artistas, donde predominan, por lo menos numéricamente, los plumíferos y los pintores noveles, tiene algo absolutamente extraordinario, sin precedentes, y suscita muchos interrogantes, y en primer lugar entre sus propios miembros. El estilo de vida bohemia, que ha aportado sin duda una contribución importante a la invención del estilo de vida del artista, con la fantasía, el retruécano, la broma, las canciones, la bebida y el amor en todas sus formas, se ha ido elaborando tanto en contra de la existencia formal de los pintores y escultores oficiales como en contra de las rutinas de la vida burguesa. Convertir el arte de vivir en una de las bellas artes es predisponerlo a entrar en la literatura; pero la invención del personaje literario de la bohemia no es un mero hecho de la literatura: de Murger y Champfleury a Balzac y al Flaubert de La educación sentim ental, los novelistas aportan una contribución importante al reconocimiento público de la nueva entidad social, especialmente al inventar y difundir la noción misma de bohemia, y a la construcción de su identidad, sus valores, sus normas y sus mitos. La seguridad de ser colectivamente depositarios de la excelencia en materia de estilo de vida se expresa por doquier, en las Scènes de la vie de bohème y en el Traité de la vie élégante. Así, según Balzac, 1. Tenemos aquí un ejemplo de la simplificación en la que incurren aquellos que piensan las transformaciones de las sociedades modernas como procesos lineales y unidimensionales, como el «proceso de civilización» de Norbert Elias: reducen a un progreso unilateral unas evoluciones complejas que, cuando atañen a los modos de dominación, son siempre ambiguas, de doble faceta, al quedar la regresión del recurso a la violencia física por ejemplo compensada por una progresión de la violencia simbólica y de todas las formas suaves de control. 91 en un mundo dividido en «tres clases de seres», «el hombre que trabaja» (es decir, sin distinción, labradores, albañiles o soldados, tenderos, mozos o incluso médicos, abogados, comerciantes importantes, pequeños terratenientes y burócratas), «el hombre que piensa» y «el hombre que no hace nada» y que se dedica a la «vida elegante», «el artista es una excepción: su ocio es un trabajo, y su trabajo un descanso; es alternativamente elegante y descuidado; se pone, cuando le viene en gana, el guardapolvo del labrador, y decide qué frac llevará el hombre de moda; no sigue ninguna ley, las impone. Tanto cuando se ocupa de no hacer nada como cuando piensa una obra de arte sin parecer ocupado; tanto cuando guía un caballo con bocado de palo como cuando conduce a rienda suelta los caballos de un briska; tanto cuando no tiene ni un real como cuando tira el oro a manos llenas, él es siempre la expresión de un gran pensamiento y domina la sociedad.»1 El hábito y la complicidad nos impiden ver todo lo que implica un texto como éste, es decir la labor de construcción de una realidad social en la que participamos en mayor o menor medida como intelectuales de pertenencia o de aspiración, y que no es otra que la identidad social del productor intelectual. Esta realidad designada por términos de uso corriente como escritor, artista, intelectual, fue creada por los productores culturales (el texto de Balzac no es más que uno entre mil), que trabajaron para producirla a través de enunciados normativos, o, mejor aún, performativos, como éste: bajo la apariencia de decir lo que es, estas descripciones aspiran a hacer ver y a hacer creer, a hacer ver el mundo social conforme a las creencias de un grupo social que tiene la particularidad de poseer un cuasimonopolio de la producción de discurso sobre el mundo social. Realidad ambigua, la bohemia suscita sentimientos ambivalentes incluso entre sus más encarnizados defensores. En primer lugar porque se opone a la clasificación: próxima al «pueblo», cuya miseria comparte a menudo, está separada de él por el arte de vivir que la define socialmente y que, aun cuando se enfrenta ostensiblemente a las convenciones y las conveniencias burguesas, la sitúa más cerca de la aristocracia y de la alta burguesía que de la pequeña burguesía formal, especialmente en el orden de las 1. H. de Balzac, Traité de la vie élégante, Paris, Delmas, 1952, pág. 16. 92 relaciones entre los sexos donde experimenta a gran escala todas las formas de transgresión, amor libre, amor venal, amor puro, erotismo, que en sus escritos convierte en modelos. Y ello no resulta menos cierto en lo que atañe a sus miembros más desvalidos, que, asentados en su capital cultural y en su naciente autoridad como taste makers, consiguen garantizarse a muy bajo costo los audaces atuendos, las fantasías culinarias, los amores mercenarios y los placeres refinados que los «burgueses» tienen que pagar a alto precio. Pero además, incrementando con ello su ambigüedad, la bohemia cambia incesantemente con el transcurso del tiempo a medida que crece numéricamente y que su prestigio o sus espejismos atraen a esos jóvenes de extracción provinciana y popular, que hacia 1848 dominan la «segunda bohemia»: a diferencia de los dandis románticos de la «bohemia dorada» de la rue du Doyenné, la bohemia de Murger, Champfleury o Duranty constituye un auténtico ejército de reserva intelectual, directamente sometido a las leyes del mercado, y con frecuencia obligado a ejercer una segunda profesión, a veces sin relación directa con la literatura, para poder vivir un arte que no puede hacerla vivir. De hecho, ambas bohemias coexisten, pero con pesos sociales diferentes según las épocas: los «intelectuales proletaroides», a menudo tan pobres que, al tomarse como objeto a sí mismos, de acuerdo con la tradición de las Memorias románticas a la Musset, inventan lo que se llamará el «realismo» y cohabitan, no sin enfrentamientos, con burgueses descarriados o desclasados que poseen todos los atributos de los dominantes menos uno, parientes pobres de las grandes dinastías burguesas, aristócratas arruinados o en declive, extranjeros o miembros de minorías estigmatizadas como los judíos. Estos «burgueses sin un real», como dice Pissarro, o cuya renta sólo alcanza para financiar una empresa a fondo perdido, están de alguna manera ajustados de antemano, en su habitus doble o dividido, a una posición en falso, la de los dominados entre los dominantes, que les condena a una especie de indeterminación objetiva, por lo tanto subjetiva, nunca tan manifiesta como en las fluctuaciones simultáneas o sucesivas de sus relaciones con los poderes. 93 L a RUPTURA CON EL «BURGUÉS» Las relaciones que los escritores y los artistas mantienen con el mercado, cuya anónima sanción puede crear entre ellos disparidades sin precedentes, contribuyen sin duda a orientar la representación ambivalente que se forman del «gran público», fascinante y despreciado a la vez, dentro del cual confunden al «burgués», esclavizado por las preocupaciones vulgares del negocio, y al «pueblo», entregado al embrutecimiento de las actividades productivas. Esta doble ambigüedad les impulsa a elaborar una imagen ambigua de su propia posición en el espacio social y de su función social: ello explica que sean propensos a enormes oscilaciones en materia de política y que, como los numerosos cambios de régimen acaecidos entre los años 1830 y 1880 permiten comprobar, tiendan a deslizarse, como la limadura de hierro, hacia el polo del campo que resulta inmediatamente reforzado. Así, cuando durante los últimos años de la monarquía de julio el centro de gravedad del campo se desplaza hacia la izquierda, asistimos a un deslizamiento generalizado hacia el «arte social» y hacia las ideas socialistas (el propio Baudelaire habla de la «pueril utopía del arte por el arte»1y se alza violentamente contra el arte puro). Por contra, durante el Segundo Imperio, siempre sin adherirse abiertamente, y haciendo gala a veces, como Flaubert, del mayor desprecio hacia «Badinguet», una mayoría importante de defensores del arte puro frecuentan con asiduidad uno u otro de los salones que mantienen los grandes personajes de la corte im­ perial. Pero la sociedad de los artistas no es sólo el laboratorio en el que se inventa ese arte de vivir tan particular que es el estilo de vida del artista, dimensión fundamental de la empresa de creación artística. Una de sus principales funciones, y no obstante siempre ignorada, consiste en ser ella misma su propio mercado. Ofrece a las osadías y a las transgresiones que los escritores y los artistas introducen, no sólo en sus obras sino también en su existencia, ella misma concebida a su vez como obra de arte, la aco­ 1. C. Baudelaire, Œuvres completes, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», 1976, t. II, pág. 26. 94 gida más favorable, más comprensiva; las sanciones de este mercado privilegiado, cuando no se manifiestan en especies contantes y sonantes, poseen cuando menos la virtud de garantizar una especie de reconocimiento social a lo que de otro modo (es decir para otros grupos) se presenta como un reto al sentido común. La revolución cultural de donde procede este mundo al revés que es el campo literario y artístico sólo ha sido capaz de triunfar porque los grandes heresiarcas podían contar, en su propósito de subvertir todos los principios de visión y de división, cuando no con el apoyo, por lo menos con la atención de todos aquellos que, al entrar en el mundo del arte en vías de constitución, habían aceptado tácitamente la posibilidad de que todo en él pudiera ser posible. Resulta manifiesto así que el campo literario y artístico se constituye como tal en y por oposición a un mundo «burgués» que jamás hasta entonces había afirmado de un modo tan brutal sus valores y su pretensión de controlar los instrumentos de legitimación, en el ámbito del arte como en el ámbito de la literatura, y que, a través de la prensa y sus plumíferos, trata de imponer una definición degradada y degradante de la producción cultural. El asco y el desprecio que inspira a los escritores (particularmente a Flaubert y a Baudelaire) este régimen de nuevos ricos sin cultura, todo él marcado con la impronta de la falsedad y la adulteración, el prestigio que la corte atribuye a las obras literarias más banales, aquellas mismas que toda la prensa vehicula y ensalza, el materialismo vulgar de los nuevos dueños de la economía, el servilismo cortesano de una buena parte de los escritores y de los artistas, asimismo contribuyeron en buena medida a propiciar la ruptura con el mundo corriente que es inseparable de la constitución del mundo del arte como un mundo aparte, un imperio dentro de un imperio. «Todo era falso», dice Flaubert en una carta del 28 de septiembre de 1871 a Maxime Du Camp:1«falso ejército, falsa política, falsa 1. G. Flaubert, Corr., C., t. VI, pág. 161. 95 literatura, falso prestigio e incluso falsas cortesanas.» Y amplía el tema en una carta a George Sand:1 «Todo era falso, falso realismo, falso prestigio e incluso falsas mujerzuelas [...]. Y esta falsedad [...] se aplicaba sobre todo en la manera de juzgar. Lo que se quería era una actriz, pero que fuera buena madre. Se le exigía al arte que fuera moral, a la filosofía que fuera clara, al vicio que fuera decente, a la ciencia que se pusiera al alcance del pueblo.» Y Baudelaire: «El 2 de diciembre me ha despolitizado físicamente. Ya no hay ideas generales.» También cabría citar, pese a ser mucho más tardío, este texto de Bazire a propósito de, Jesús insultado por los soldados de Manet, que expresa bien el horror particular que suscitó la atmósfera cultural del Segundo Imperio: «Este Jesús, que sufre de verdad entre unos soldados verdugos, y que es un hombre en vez de ser un dios, tampoco podía ser aceptado... Se era fanático de lo bonito, y todo el mundo quería que, tanto víctima como flageladores, todos los personajes tuvieran un aspecto seductor. Existe y siempre existirá una escuela para la cual la naturaleza necesita ser engalanada y que sólo admite el arte a condición de que mienta. Esta doctrina prosperaba entonces: al imperio le gustaba lo ideal y no soportaba que se vieran las cosas tal como son».2 ¿Cómo no suponer que la experiencia política de esta generación, con el fracaso de la revolución de 1848 y el golpe de Estado de Luis Napoléon Bonaparte, y después la dilatada desolación del Segundo Imperio, desempeñó un papel en la elaboración de la visión desencantada del mundo político y social que va parejo al culto del arte por el arte? Esta religión exclusiva es el último recurso de aquellos que se niegan a someterse o a dimitir: «El momento era nefasto para el verso», como escribirá Flaubert en el prefacio de Dernières Chansons de su amigo Louis Bouilhet. «Las capacidades de imaginación y de arrojo estaban de capa caída, y ni el público, ni tampoco el poder, estaban dispuestos a permitir la independencia del espíritu.»3Cuando el pueblo ha he- 1. G. Flaubert, 29 de abril de 1871, Corr., C., t. VI, págs. 229-230. 2. E. Bazire, Manet, París, 1884, págs. 44-45, citado en Manet. Catalogue de ¡'exposition de 1983, París, Ed. de la Réunion des musées nationaux, 1983, pág. 226. 3. G. Flaubert, prefacio a Dernières Chansons deL. Bouilhet, 20 de junio de 1870, citado en Corr., C., t. VI, Apéndice 2, pág. 477. 96 cho gala de una inmadurez política sólo comparable a la cobardía cínica de la burguesía, y cuando los sueños humanistas y las causas humanitarias han sido escarnecidos y deshonrados por aquellos mismos que hacían profesión de defenderlos —periodistas que se venden al mejor postor, antiguos «mártires del arte» que se convierten en custodios de la ortodoxia artística, literatos que alientan un falso idealismo de evasión en sus dramas y en sus novelas «honestas»—, cabe decir, con Flaubert, que «esto se acabó» y que «hay que encerrarse y seguir sumido en la propia obra, como un topo».' Y de hecho, como subraya Albert Cassagne, «se dedicarán al arte independiente, al arte puro, y como de todos modos el arte necesita una materia, o bien la buscarán en el pasado, o bien la sacarán del presente, pero para convertirla en meras representaciones objetivas plenamente desinteresadas»:2«El pensamiento de Renan esboza la evolución que le conducirá al diletantismo (“Desde 1852, me he vuelto todo curiosidad”); Leconte de Lisie sepulta bajo el mármol parnasiano sus sueños humanitarios; los Goncourt reiteran que “el artista, el hombre de letras, el sabio, jamás deberían meterse en política: es la tormenta que deberían dejar pasar por debajo de ellos”.»3 Aun aceptando estas descripciones, hay que rechazar la idea, que podrían sugerir de una determinación directa a través de las condiciones económicas y políticas: a partir de la posición muy particular que ocupan en el microcosmos literario, los Flaubert, Baudelaire, Renan, Leconte de Lisle o Goncourt aprehenden una coyuntura política que, percibida a través de las categorías de percepción inherentes a sus disposiciones, legitima y solicita su propensión a la independencia (que otras circunstancias históricas habrían podido reprimir o neutralizar, por ejemplo reforzando, como justo antes y justo después de 1848, las posiciones dominadas en el campo literario y en el campo social). 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 22 de septiembre de 1853, Corr., P., t. II, pág. 437. 2. A. Cassagne, La Théorie de l'art pour l’art..., op. cit., págs. 212-213. 3. E. Caramaschi, Réalisme et Impressionnisme dans l’œuvre des frères Goncourt, Pisa, Librería Goliardica, París, Nizet, s. f., pág. 96. 97 B a u d e l a ir e n o m o t et a Este análisis de las relaciones entre el campo literario y el campo del poder, que destaca las formas, abiertas o larvadas, y los efectos, directos o indirectos, de la dependencia, no debe hacer olvidar lo que constituye uno de los efectos principales del funcionamiento del mundo literario en su calidad de campo. Es indudable que la indignación moral contra cualquier forma de sumisión a los poderes o al mercado, trátese del celo por hacer carrera que lleva a algunos literatos (se nos ocurre pensar en Maxime Du Camp) a perseguir con empeño los privilegios y los honores, o del sometimiento a los requerimientos de la prensa y el periodismo que impulsa a folletinistas y vodevilistas a hacer una literatura carente de exigencias y de escritura, desempeñó un papel determinante, en personajes como Baudelaire o Flaubert, en la resistencia cotidiana que condujo a la afirmación progresiva de la autonomía de los escritores; y es indudable también que, en la fase heroica de la conquista de la autonomía, la ruptura ética es siempre, como queda patente con Baudelaire, una dimensión fundamental de todas las rupturas estéticas. Pero tampoco resulta menos cierto que la indignación, la sublevación, el desprecio siguen siendo principios negativos, contingentes y coyunturales, demasiado directamente dependientes de las disposiciones y de las virtudes singulares de las personas y sin duda demasiado fáciles de invertir o de echar por tierra, y que la independencia de reacción que suscitan sigue siendo demasiado vulnerable ante los intentos de seducción o de anexión de los poderosos. Unas prácticas regular y perdurablemente libres de las imposiciones y de las presiones directas o indirectas de los poderes temporales sólo son posibles si son capaces de basarse no en las tendencias fluctuantes del estado de ánimo o en las resoluciones voluntaristas de la moralidad, sino en la necesidad misma de un universo social que tiene como ley fundamental, como nomos, la independencia respecto a los poderes económicos y políticos; si, dicho de otro modo, el nomos específico que constituye como tal el orden literario o artístico se encuentra instituido a la vez en las estructuras objetivas de un mundo socialmente regulado y en las estructuras mentales de aquellos que lo 98 habitan y que tienden por ello a aceptar dándolos por sentados los mandamientos inscritos en la lógica inmanente de su funcio­ namiento. Sólo en un campo literario y artístico que ha alcanzado un alto nivel de autonomía, como ocurrirá en la Francia de la segunda mitad del siglo X IX (particularmente después de Zola y del caso Dreyfus), todos aquellos que intenten afirmarse como miembros de pleno derecho del mundo del arte, y especialmente aquellos que pretenden ocupar en él posiciones dominantes, se sentirán obligados a manifestar su independencia respecto a los poderes externos, políticos o económicos; entonces, y sólo entonces, la indiferencia respecto a los poderes y a los honores, incluso los más específicos aparentemente, como la Academia, o incluso el Premio Nobel, el alejamiento respecto a los poderosos y a sus valores, serán inmediatamente comprendidos, incluso respetados, y, debido a ello, recompensados y tenderán por este motivo a irse imponiendo cada vez más ampliamente como máximas prácticas de las conductas legítimas. En la fase crítica de la constitución de un campo autónomo que reivindique el derecho a definir él mismo los principios de su legitimidad, las contribuciones al cuestionamiento de las instituciones literarias y artísticas (cuyo momento culminante se alcanzará con el hundimiento de la Academia de Bellas Artes y del Salón) y a la invención y la imposición de un nuevo nomos han procedido de las posiciones más diversas: primero de la juventud demasiado numerosa del Barrio Latino que denuncia y sanciona, particularmente en el teatro, los compromisos con el poder; del cenáculo realista de los Champfleury y Duranty, que oponen sus teorías político-literarias al «idealismo» conformista del arte burgués; por último y principalmente de los partidarios del arte por el arte. En efecto, los Baudelaire, Flaubert, Banville, Huysmans, Villiers, Barbey o Leconte de Lisle comparten, más allá de sus diferencias, el hecho de estar comprometidos con una obra que se sitúa en las antípodas de la producción sometida a los dictados de los poderes o del mercado y, pese a sus discretas concesiones a los encantos de los salones o incluso, con Théophile Gautier, de la Academia, son los primeros en formular con toda claridad los cánones de la nueva legitimidad. Ellos son quienes, al transfor­ 99 mar la ruptura con los dominantes en el principio de la existencia del artista como artista, la instituyen como norma de funcionamiento del campo en vías de constitución. De este modo, Renan puede profetizar: «Si la revolución se hace en un sentido absolutista y jesuítico, reaccionaremos hacia la inteligencia y el liberalismo. Si se hace en beneficio del socialismo, reaccionaremos en el sentido de la civilización y de la cultura intelectual, que evidentemente padecerá primero este desbordamiento...» Si, en esta empresa colectiva, sin propósito asignado explícitamente ni líder designado expresamente, se tuviera que nombrar una especie de héroe fundador, un nomoteta, y un acto inicial de fundación, sólo cabría pensar evidentemente en Baudelaire y, entre otras transgresiones creadoras, en su candidatura a la Academia francesa, absolutamente seria y paródica a la vez. A través de una decisión madurada largamente, hasta en su propósito de ultraje (el sillón de Lacordaire es el que se ha propuesto alcanzar), y condenada a aparecer tan insólita, incluso escandalosa, tanto a sus amigos del campo de la subversión como a sus enemigos del campo de la conservación, que son precisamente los que manejan los hilos de la Academia y ante los cuales decide comparecer —los visitará uno por uno—, Baudelaire lanza un reto a la totalidad del orden literario establecido. Su candidatura constituye un auténtico atentado simbólico, que resulta mucho más explosivo que todas las transgresiones carentes de consecuencias sociales que, aproximadamente un siglo más tarde, en los ambientes de los pintores se llamarán «acciones»; pone en tela de juicio, y desafía, las estructuras mentales, las categorías de percepción y de apreciación que, al estar ajustadas a las estructuras sociales mediante una congruencia tan profunda que quedan al margen de los ataques de la crítica aparentemente más radical, son fuente de una sumisión inconsciente e inmediata al orden cultural, de una adhesión visceral que se trasluce por ejemplo en el «asombro» de un Flaubert, pese a ser entre todos el más capaz de comprender la provocación baudelairiana. Flaubert escribe a Baudelaire, que le había pedido que intercediera ante Jules Sandeau, recomendando su candidatura: «¡Tengo tantas preguntas que hacerle y mi asombro ha sido tan profundo 100 que un volumen no bastarla!»1Y a Jules Sandeau, con una ironía absolutamente baudelairiana: «El candidato me insta a que le haga partícipe de “lo que pienso de él”. Usted ya debe conocer sus obras. En lo que a mí respecta, si perteneciera a la honorable asamblea, indudablemente ¡me gustaría verle sentado entre Villemain y Nisard! ¡Qué espectáculo!»2 Al presentar su candidatura a una institución de consagración que todavía goza de amplio reconocimiento, Baudelaire, que es el que menos ignora la acogida que le van a dispensar, afirma el derecho a la consagración que le confiere el reconocimiento que se le tributa en el estrecho círculo de la vanguardia; al obligar a esta instancia desacreditada en su opinión a manifestar abiertamente su incapacidad para reconocerlo, afirma también el derecho, e incluso el deber, que recae en aquel que ostenta la nueva legitimidad, de trastocar la tabla de valores, obligando a aquellos mismos que le reconocen, y a los cuales su acto desconcierta, a confesarse que siguen reconociendo el antiguo orden más de lo que creen. Con su acto contrario al sentido común, insensato, se propone instituir la anomia que, paradójicamente, es el nomos de este mundo paradójico que será el campo literario una vez alcanzada la plena autonomía, concretamente la libre competencia entre unos creadores profetas que afirman libremente el nomos extraordinario y singular, sin precedente ni equivalente, que propiamente los define. Eso es en efecto lo que le expresa a Flaubert en su carta del 31 de enero de 1862: «¿Cómo es que no ha adivinado que Baudelaire quería decir: Auguste Barbier, Théophile Gautier, Banville, Flaubert, Leconte de Lisie, es decir literatura pura?»3 Y la ambigüedad del propio Baudelaire, que, sin dejar de reiterar hasta el final el mismo rechazo obstinado de la vida «burguesa», sigue anhelando el reconocimiento social (¿no ha soñado acaso en un momento dado con la Legión de Honor o, como le escribe a su madre, con la dirección de un teatro?), pone de ma- 1. G. Flaubert, 26 de enero de 1862, Corr., P., t. III, pág. 203. 2. G. Flaubert, Carta aJ. Sandeau, 26 de enero de 1862, Corr., P., t. III, pág. 202. 3. C. Baudelaire, Carta a Gustave Flaubert, 31 de enero de 1862, citada en C. Pichois y J. Ziegler, Baudelaire, op. cit., pág. 445. 101 nifiesto la dificultad de la ruptura que los revolucionarios fundadores (Manet manifiesta las mismas vacilaciones) tienen que llevar a cabo para instaurar un orden nuevo. De igual modo que la transgresión electiva del innovador (piénsese en el Torero muerto de Manet) puede parecer una torpeza de la incompetencia, el fracaso deliberado de la provocación sigue siendo un fracaso, por lo menos en opinión de los Villemain o incluso de los Sainte-Beuve —que concluye su artículo de Le Constitutionnel dedicado a las elecciones académicas con estas acotaciones rebosantes de pérfida condescendencia: «Lo que resulta indudable es que M. Baudelaire gana cuando se le ve, que cuando uno esperaba encontrarse con un hombre raro, excéntrico, se encuentra en presencia de un candidato educado, respetuoso, ejemplar, de un buen chico, de vocabulario escogido y absolutamente clásico en su as­ pecto.»1 No resulta sin duda fácil, ni siquiera para el propio creador en la intimidad de su experiencia, discernir qué es lo que separa al artista fracasado, bohemio que prolonga la rebeldía adolescente más allá del límite socialmente estipulado, del «artista maldito», víctima provisional de la reacción suscitada por la revolución simbólica que lleva a cabo. Hasta que el nuevo principio de legitimidad, que permite percibir en la maldición presente una indicación de la elección futura, no goza del reconocimiento general, por lo tanto hasta que un nuevo régimen estético no se ha instaurado en el campo, y, más allá, en el campo del propio poder (el problema se planteará en los mismos términos para Manet y para los «rechazados» del Salón), el artista herético está condenado a una extraordinaria incertidumbre, fuente de una terrible tensión. Sin duda porque vivió, con la lucidez de los inicios, todas las contradicciones, percibidas como otras tantas double binds, que son inherentes al campo literario en vías de constitución, nadie 1. Respecto a la candidatura a la Academia, como a todo lo que se refiere al quehacer baudelairiano, yparticularmente a sus relaciones con sus editores, ver C. Pichois yJ. Ziegler, Baudelaire, op. cit., y también H. J. Martin y R. Chartier (eds.), Histoire de l’édition française, 4 vols., Paris, Promodis, 1984; y respecto a Flaubert, R. Descharmes, «Flaubert y sus editores, Michel Lévy y Georges Charpentier», Revue d ’histoire littéraire de la France, 1911, págs. 364-393 y 627-663. 102 vislumbró mejor que Baudelaire el vínculo entre las transformaciones de la economía y la sociedad y las transformaciones de la vida artística y literaria que colocan a los pretendientes al estatuto de escritores o artistas frente a la alternativa de la degradación, con la famosa «vida bohemia», compuesta de miseria material y moral, de esterilidad y resentimiento, o del sometimiento igualmente degradante a los gustos de los dominantes, a través del periodismo, el folletín o el teatro de bulevar. Encarnizado crítico del gusto burgués, se opone con la misma fuerza a la «escuela burguesa» de los «caballeros del sentido común», liderada por Emile Augier, y a la «escuela socialista», ya que tanto una como otra aceptan el lema (moral): «¡Moralicemos! ¡Morali­ cemos!» En su artículo sobre Madame Bovary publicado en L ’Artiste, escribe: «Desde hace varios años, la parte de interés que el público concede a las cosas del espíritu se encontraba singularmente mermada: su presupuesto de entusiasmo iba menguando más y más. Los últimos años del reinado de Luis Felipe habían conocido las últimas explosiones de un espíritu todavía capaz de excitarse con los juegos de la imaginación; pero el novelista nuevo se encontraba frente a una sociedad desgastada —peor que desgastada—, embrutecida y voraz, que concentraba todos sus odios en la ficción y todos sus amores en la posesión.»1 De igual modo, coincidiendo una vez más con Flaubert, que carta tras carta (particularmente a Louise Colet) lucha contra lo «bonito», lo «sentimental», denuncia, en un proyecto de respuesta a un artículo de Jules Janin a propósito de Heine, el gusto por lo bonito, lo alegre, lo encantador, que lleva a preferir la alegría de los poetas franceses a la melancolía de los poetas extranjeros (está pensando en aquellos que, como Béranger, pueden convertirse en los vates de la «encantadora embriaguez de los veinte años»).2 Y es presa de unos arrebatos de ira dignos de Flaubert contra aquellos que aceptan ponerse al servicio del gusto burgués, especialmente en el teatro: «Desde hace un tiempo, un gran arrebato de honradez se ha apoderado del teatro y de la novela [...]. Uno de los más orgullo­ 1. C. Baudelaire, Œuvres completes, op. «Λ, t. II, págs. 79-80; ver también, a propósito de Gautier, ibid., t. II, pág. 106. 2. Ibid., t. II, págs. 231-234. 103 sos pilares de la honradez burguesa, uno de los caballeros del sentido común, M. Emile Augier, ha escrito una obra, La Ciguë (La cicuta), en la que se ve a un joven alborotador, vividor y bebedor [...] que se prenda de la mirada pura de una muchacha. Hemos visto a grandes disolutos [...] tratar de encontrar en el ascetismo [...] amargas voluptuosidades desconocidas. Tal cosa sería algo hermoso, aunque bastante banal. Pero eso superaría las fuerzas virtuosas del público de M. Augier. Pienso que ha pretendido demostrar que al final siempre hay que acabar sentando la cabeza...»' Vive y describe con la postrera lucidez la contradicción que le ha hecho descubrir un aprendizaje de la vida literaria efectuado con sufrimiento y rebeldía, en el seno de la bohemia de la década de 1840: la degradación trágica del poeta, la exclusión y la maldición que le aquejan, le vienen impuestas por la necesidad exterior al tiempo que se le imponen, debido a una necesidad exclusivamente interior, como la condición de la realización de una obra. La experiencia y la conciencia de esta contradicción hacen que, a diferencia de Flaubert, sitúe toda su existencia y toda su obra bajo el signo del desafío, de la ruptura, y que se sepa y se quiera irrecuperable para siempre jamás. Aun cuando Baudelaire ocupa en el campo una posición asimilable a la de Flaubert, introduce una dimensión heroica, basada sin duda en la relación con su familia, que le conducirá, en el momento del juicio, a una actitud muy diferente de la de Flaubert, dispuesto a hacer intervenir la honorabilidad burguesa de su linaje, y que también es responsable de un prolongado hundimiento en la miseria de la vida bohemia. Resulta obligado citar la carta que escribe a su madre, «extenuado, de fatiga, de fastidio y de hambre»: «Envíeme [...] algo de que vivir durante unos veinte días [...]. Tengo tanta fe en la distribución de mi tiempo y en el poder de mi voluntad que sé positivamente que si consiguiera llevar, durante quince o veinte días, una vida ordenada, mi inteligencia estaría a salvo.»2 Mientras que Flaubert sale del juicio de Madame Bovary crecido por el escándalo, 1. Ibid., t. II, págs. 38, 41. 2. C. Baudelaire, Œuvres completes, op. cit., t. II, págs. 79-80; ver también, a propósito de Gautier, ibid., t. II, pág. 246. 104 aupado a la categoría de los mayores escritores de la época, Baudelaire padece, tras el juicio de Las flores del mal, el destino de un hombre «público», por descontado, pero estigmatizado, excluido de la buena sociedad y de los salones que frecuenta Flaubert y puesto en la picota del mundo literario por la prensa de gran difusión y por las revistas. En 1861, la segunda edición de Las flores del mal es ignorada por la prensa, y por lo tanto por el gran público, pero impone a su autor en los ambientes literarios, donde sigue teniendo muchos enemigos. Debido a los desafíos sucesivos y continuados que lanza a los bienpensantes, tanto en su vida como en su obra, Baudelaire encarna la posición más extrema de la vanguardia, la de la rebeldía contra todos los poderes y todas las instituciones, empezando por las instituciones literarias. Poco a poco sin duda es inducido a ir tomando distancia respecto a las complacencias realistas o humanitarias de la bohemia, mundo apoltronado e inculto, que confunde en sus invectivas a los grandes creadores románticos y a los plagiarios demasiado honrados de la literatura aburguesada, y a contraponerle la obra hecha en el sufrimiento y la desesperación, como es el caso de Flaubert en Croisset. A partir de la década de 1840, Baudelaire marca distancias respecto a la bohemia realista a través del simbolismo de su apariencia física, enfrentando al desaliño de sus compañeros la elegancia del dandi, expresión visible de la tensión que no dejará de habitar en él. Flagela las ambiciones realistas de Champfleury, que «como estudia minuciosamente [...] se cree que capta una realidad exterior»; se mofa del realismo, «insulto nauseabundo [...] que significa para el vulgo no un nuevo método de creación, sino una descripción minuciosa de lo accesorio».1 En su descripción de «la juventud realista, que se entrega, al salir de la infancia, al arte realístico (¡las cosas nuevas requieren palabras nuevas!)», le faltan palabras suficientemente duras, pese a su amistad hacia Champfleury, de la que no renegará jamás: «Lo que la caracteriza con toda claridad es un odio firme, innato, hacia museos y bibliotecas. Sin embargo, tiene sus 1. C. Baudelaire, Œuvres complètes, op. cit., t. II, pág. 79-80; ver también a propósito de Gautier, ibid., t. II, pág. 80. 105 clásicos, particularmente Henri Murger y Alfred de Musset [...]. De su confianza absoluta en la genialidad y la inspiración, saca el derecho de no someterse a gimnasia alguna [...]. Tiene malas costumbres, amores estúpidos, tanta fatuidad como pereza.»1 Pero nunca reniega de lo adquirido durante su paso por las regiones más dejadas de la mano de Dios del mundo literario, por lo tanto las más favorables para una percepción crítica y global, desencantada y compleja, desgarrada por contradicciones y paradojas, de ese mundo mismo y de todo el orden social; la indigencia y la miseria, pese a representar una amenaza constante para su integridad mental, le parecen el único lugar posible de la libertad y el único principio legítimo de una inspiración indisoluble de una insurrección. No libra batalla en los salones, o mediante la correspondencia, como Flaubert, que sigue en eso una tradición aristocrática, sino en ese mundo de «desclasados», como dice Hippolyte Babou, que compone el ejército heteroclito de la revolución cultural. A través de él, toda la bohemia, despreciada, estigmatizada (incluso por la tradición del socialismo autoritario, siempre predispuesta a reconocer en él la figura equívoca del Lum penproletariat), y el «artista maldito» resultan rehabilitados (cosa que vemos en la carta a su madre del 20 de diciembre de 1855 en la que contrapone «la admirable facultad poética, la claridad de ideas y la fuerza de esperanza que constituyen [su] capital», es decir el capital específico, avalado por un campo literario autónomo, al «capital efímero que le falta para establecerse de forma que pueda trabajar en paz lejos de una maldita carroña de arrendador.»2 Rompiendo con la nostalgia ingenua de un regreso a un mecenazgo aristocrático al estilo del siglo XV III (a menudo evocado por escritores sin embargo muy cercanos a él en el campo, como los Goncourt o Flaubert), formula una definición extremadamente realista, y premonitoria, de lo que será el campo literario. Así, mofándose del decreto del 12 de octubre de 1851 pen­ 1. Ibid., t. II, pág. 183. 2. C. Baudelaire, Œuvres completes, op. cit., t. II, págs. 79-80; ver también a propósito de Gautier, ibid., t. II, pág. 333. 106 sado para estimular a «los autores de obras teatrales con un propósito moral y educativo», escribe: «Hay algo en un premio oficial que quiebra al hombre y a la humanidad, y ofende el pudor y la virtud [...]. En cuanto a los escritores, su premio estriba en el aprecio de sus pares y en la caja de los libreros.»1 Al tratar de agrupar, para comprenderlas, las distintas acciones que Baudelaire llevó a cabo, tanto en su vida como en su obra, con el objetivo de afirmar la independencia del artista, y no sólo todos esos rechazos que, después de él, se han vuelto algo así como constitutivos de una existencia de escritor, rechazo de la familia (de origen y de pertenencia), rechazo de la carrera, rechazo de la sociedad, se corre el riesgo de dar la impresión de volver a la tradición hagiográfica basada en el principio de la ilusión que consiste en percibir la coherencia deseada de un proyecto en los productos objetivamente congruentes de un habitus. ¿Cómo no percibir sin embargo algo así como una política de la independencia en las acciones que Baudelaire llevó a cabo en materia de edición y de crítica? Sabemos que, en una época en la que el auge de la literatura «comercial» hacía la fortuna de unas pocas editoriales grandes, Hachette, Lévy o Larousse, Baudelaire prefirió asociarse, para Las flores del mal, con un editor pequeño, Poulet-Malassis, que frecuentaba los cafés de vanguardia: rechazando las condiciones económicas más beneficiosas y la difusión incomparablemente más amplia que le ofrecía Michel Lévy, precisamente porque temía para su libro una divulgación excesivamente amplia, se compromete con un editor menor, pero a su vez comprometido con la lucha en favor de la poesía joven (publicará en particular a Asselineau, Astruc, Banville, Barbey d’Aurevilly, Champfleury, Duranty, Gautier, Leconte de Lisle) y plenamente identificado con los intereses de sus autores (esta forma de afirmar su voluntad de ruptura contrasta con la estrategia de Flaubert, que publica en Lévy y en La Revue de P arís, cuya redacción, compuesta de arribistas como Maxime Du 1. Ibid., t. II, pág. 43. 107 Camp, y de partidarios del arte «útil», es objeto de su desprecio).1 Obedeciendo una de esas corazonadas profundamente deseadas e incoercibles a la vez, razonables sin ser razonadas, que son las «elecciones» del habitus («en su editorial, me editarán con honestidad y elegancia»), Baudelaire instituye por vez primera la ruptura entre edición comercial y edición de vanguardia, contribuyendo así a hacer que surja un campo de los editores homólogo al de los escritores y, al mismo tiempo, la relación estructural entre el editor y el escritor de combate (una expresión que nada tiene de excesivo cuando se recuerda que Poulet-Malassis recibió una dura condena por la publicación de Las flores del mal y tuvo que exiliarse). La voluntad unitaria de radicalismo se expresa en la concepción de la crítica que elabora Baudelaire. Todo transcurre como si retornara a la tradición que, en la época del romanticismo, asociaba en una comunión de ideal a los artistas y a los escritores, agrupados en los mismos cenáculos o en torno a una revista como L ’Artiste, y que había incitado a muchos escritores a dedicarse a la crítica de arte; a demasiados en cierto sentido, puesto que muchos lo habían olvidado todo del antiguo ideal. Al sustituir por la teoría de las correspondencias la difusa noción de un ideal común, Baudelaire denuncia la incompetencia y sobre todo la incomprensión de unas críticas que pretenden medir la obra singular con unas normas formales y universales. Desposee al crítico de arte del papel de juez que le confería, entre otras cosas, la distinción académica entre la fase de concepción de la obra, superior en cuanto a dignidad, y la fase de ejecución, subordinada, como sede de la técnica y la habilidad, y le exige que se someta en cierto modo a la obra, pero con un propósito totalmente nuevo de disponibilidad creadora, aplicado a poner de manifiesto el propósito profundo del pintor. Esta definición radicalmente nueva del papel del crítico (hasta entonces exclusivamente dedicado a la paráfrasis del contenido informativo, particularmente histórico, del cuadro) se inscribe con toda lógica 1. Hay que decir no obstante que Flaubert tiene muchos conflictos con Lévy, mientras mantiene relaciones de amistad con Charpentier, cuya editorial es uno de los lugares de reunión de la vanguardia literaria y artística (ver, por ejemplo, E. Bergerat, Souvenirs d ’un enfant de Paris, Bibl. Charpentier, 1911-1913, t. II, pág. 323). 108 en el proceso de institucionalización de la anomia que es correlativa a la constitución de un campo en el que cada creador está autorizado a instaurar su propio nomos en una obra que aporta en sí misma el principio (sin precedente) de su propia percepción. L a s p r im e r a s l l a m a d a s a l o r d e n Paradójicamente, los actos extra-ordinarios de ruptura profética que los héroes fundadores tienen que llevar a cabo sirven para crear las condiciones adecuadas para que se vuelvan inútiles los héroes y el heroísmo de los inicios: en un campo que ha alcanzado un elevado nivel de autonomía y de conciencia de sí mismo, los propios mecanismos de la competencia autorizan y fomentan la producción ordinaria de actos extra-ordinarios, basados en el rechazo de las satisfacciones temporales, de las gratificaciones mundanas y de los objetivos de la acción corriente. Las llamadas al orden, y las sanciones, entre las cuales la más terrible es el descrédito, equivalente específico de una excomunión o de una quiebra, son el producto automático de la competencia que enfrenta particularmente a los autores consagrados, los más expuestos a la seducción de los compromisos mundanos y los honores temporales, siempre sospechosos de ser la contrapartida de renuncias o abjuraciones, con los recién llegados, menos sometidos, por posición, a las tentaciones externas, y propensos a cuestionar las autoridades establecidas en nombre de los valores (de desprendimiento, de pureza, etc.) que éstas propugnan, o que han propugnado para imponerse. La represión simbólica se ejerce con un rigor especial contra aquellos que tratan de escudarse en unas autoridades o unos poderes externos, por lo tanto «tiránicos», en el sentido de Pascal, para triunfar en su campo. Es el caso de todos esos personajes intermedios entre el campo artístico y el campo económico que constituyen los editores, los directores de galerías de arte o los directores de teatro, sin hablar de los funcionarios encargados del ejercicio del mecenazgo de Estado, con los que los escritores y los artistas mantienen a menudo (hay ex­ 109 cepciones como la del editor Charpentier) una relación de gran violencia larvada y a veces declarada. Buena prueba de ello es lo que Flaubert, que tuvo a su vez muchos conflictos con su editor, Lévy, escribe a Ernest Feydeau, que está preparando una biografía de Théophile Gautier: «Haz que se note que fue explotado y tiranizado por todos los periódicos en los que escribió; Girardin, Turgan y Dalloz fueron auténticos verdugos para nuestro pobre amigo, al que lloramos [...]. Un hombre de talento, un poeta que no tiene rentas y que no pertenece a ningún partido político concreto, está obligado, para vivir, a escribir en los periódicos; pero fíjense en lo que le ocurrió. Éste es, en mi opinión, el sentido que deberías darle a tu es­ tudio.»1 Cabe aquí, por citar un único ejemplo, y de la época de Flaubert, evocar el personaje de Edmond About, escritor liberal de L ’Opinion nationale, auténtica pesadilla de toda la vanguardia literaria, de los Baudelaire, Villiers o Banville que decía de él que «por su propia naturaleza estaba hecho para asumir los lugares comunes»: pese a las «ingeniosas impertinencias» de sus artículos en Le Figaro, le reprochaban que hubiese vendido su pluma a Le Constitutionnel, cuyo sometimiento al poder era de dominio público, y sobre todo que encarnase la traición del oportunismo y del servilismo o, lisa y llanamente, de la frivolidad, que desnaturaliza todos los valores, y sobre todo aquellos que propugna. Cuando, en 1862, estrena G aëtana, toda la juventud de la «rive gauche» se moviliza para abuchearle y, al cabo de cuatro tormentosas representaciones, se retira la obra.2 Y son innumerables las obras (por ejemplo L a Contagion de Emile Augier) que fueron silbadas y hundidas por los manejos o los alborotos de los artistas jóvenes. Pero no hay mejor prueba de la eficacia de las llamadas al orden inscritas en la propia lógica del campo en vías de autonomización que el reconocimiento que los autores en apariencia más 1. G. Flaubert, Carta a Ernest Feydeau, mediados de noviembre de 1872, Corr., C. t. VI, pág. 448. 2. G. Vapereau, Dictionnaire universel des contemporains, Paris, Librairie Hachette, 1865 (artículo «E. About»), y L. Badesco, La Génération poétique de I8 6 0 , Paris, Nizet, 1971, págs. 290-293. 110 directamente subordinados a los requerimientos o a las exigencias externos, no sólo en su comportamiento social sino en su propia obra, se ven obligados a conceder cada vez con mayor frecuencia a las normas específicas del campo; como si, para honrar su estatuto de escritores, se debieran a sí mismos manifestar una cierta distancia respecto a los valores dominantes. Así, resulta un tanto sorprendente, cuando sólo se los conoce a través de los sarcasmos de Baudelaire o de Flaubert, descubrir que los representantes más típicos del teatro burgués plantean, más allá de un elogio inequívoco de la vida y de los valores burgueses, una sátira violenta de los fundamentos mismos de esta existencia y de la «degradación de las costumbres» que se imputa a determinados personajes de la corte y de la gran burguesía imperial. De este modo, el mismo Ponsard, que con su Lucrèce, representada en el Théâtre-Français en 1843 (fecha del fracaso de Les Burgraves), había sido considerado el abanderado de la reacción neoclásica contra el romanticismo, y que había sido designado, en calidad de tal, jefe de la «escuela del sentido común», arremete, durante el Segundo Imperio, contra los estragos del dinero: en L ’Honneur et l’Argent, expresa su indignación contra aquellos que prefieren las distinciones y las riquezas mal adquiridas a una pobreza honrosa; en La Bourse, la toma con los especuladores cínicos, y en su última obra, el drama titulado Galilée, que se representa en 1867, año de su fallecimiento, hace un alegato en favor de la libertad y de la ciencia. Del mismo modo, Emile Augier, miembro de la alta burguesía parisina (nacido en Valence, se había criado en París) que, incluido en el repertorio de la Comédie-Française en 1845 con Un Homme de bien y La Ciguë, había producido, con Gabrielle, obra representada en 1849, el paradigma de la comedia burguesa antirromántica, se erige en pintor de los males provocados por el dinero. En La Ceinture dorée y Maître Guérin hace salir a escena a unos acaudalados burgueses que han hecho fortuna con malas artes y que son maltratados por unos hijos demasiado escrupulosos. En Les Effrontés, Le Fils de Giboyer y Lions et Renards, obras estrenadas en 1861, 1862 y 1869, la emprende con los hombres de nego­ 111 cios trapaceros que explotan el periodismo, con los trapícheos, con la venalidad de las conciencias, y lamenta el éxito de los sinvergüenzas sin escrúpulos.1 Pese a que se entiendan también como avisos y advertencias dirigidos a la burguesía, estas concesiones que los autores más típicos del teatro burgués se sienten obligados a hacer a los valores antiburgueses atestiguan que ya nadie puede ignorar del todo la ley fundamental del campo: los escritores en apariencia más ajenos a los valores del arte puro la reconocen de hecho, aunque sólo sea con su modo, siempre algo vergonzante, de transgre­ dirla. Descubrimos de pasada lo que se oculta tras el argumento según el cual la sociología (o la historia social) de la literatura, a menudo equiparada a una forma determinada de estadística literaria, tendría como efecto «nivelar» en cierto modo los valores artísticos al «rehabilitar» a los autores de segundo orden. Todo, por el contrario, induce a pensar que lo esencial de lo que constituye la singularidad y la grandeza mismas de los supervivientes se pierde cuando se ignora el mundo de los contemporáneos con los que y contra los que se han construido. Además de estar marcados por su pertenencia al campo literario, cuyos efectos y, al mismo tiempo, cuyos límites, permiten captar, los autores condenados por sus fracasos o por sus éxitos conseguidos con malas artes y lisa y llanamente abocados a ser tachados de la historia de la literatura modifican el funcionamiento del campo debido a su existencia misma, y a las reacciones que en él suscitan. El analista que no conoce del pasado más que los autores que la historia literaria ha reconocido como dignos de ser conservados se condena a una forma intrínsecamente viciada de comprensión y de explicación: sólo puede registrar sin saberlo los efectos que estos autores ignorados por él han ejercido, según la lógica de la acción y la reacción, sobre los autores que trata de interpretar y que, por su rechazo activo, han contribuido a su desaparición; con ello se niega la posibilidad de comprender de verdad todo lo 1. F. Strowski, Tableau de la littérature française au XIXe siècle, op. cit., págs. 337-341. 112 que, en la propia obra de los supervivientes, es, como sus rechazos, el producto indirecto de la existencia y de la acción de los autores desaparecidos. Donde mejor se percibe esto es en el caso de un escritor como Flaubert, que se define y se construye en y por toda la serie de dobles negaciones que contrapone a parejas de estilos o de autores opuestos —como el romanticismo y el realismo, Lamartine y Champfleury, etc. U n a p o s ic ió n p o r h a c e r A partir de la década de 1840, y sobre todo después del golpe de Estado, el peso del dinero, que se ejerce especialmente a través de la dependencia respecto a la prensa, a su vez sometida al Estado y al mercado, y el entusiasmo, estimulado por los fastos del régimen imperial, por los placeres y las diversiones fáciles, particularmente en el teatro, propician la expansión de un arte comercial, directamente sometido a las aspiraciones del público. Frente a este «arte burgués», se perpetúa, con dificultad, una corriente «realista» que prolonga, transformándola, la tradición del «arte social» —recurriendo, una vez más, a las etiquetas de la época—. En contra de uno y otro se define, mediante un doble rechazo, una tercera posición, la del «arte por el arte». Esta taxonomía indígena, surgida de la lucha de las clasificaciones cuya sede es el campo literario, posee la virtud de recordar que, en un campo todavía en vías de constitución, las posiciones internas deben entenderse en primer lugar como otras tantas especificaciones de la posición genérica de los escritores (o del campo literario) en el campo del poder, o, también, como otras tantas formas particulares de la relación que se instaura objetivamente entre los escritores en su conjunto y los poderes tem­ porales. Los representantes del «arte burgués», en su mayoría dramaturgos, están estrecha y directamente vinculados a los miembros de la clase dominante, tanto por su procedencia como por su estilo de vida y sus sistemas de valores. Esta afinidad, que constituye el principio mismo de su éxito en un género que presupone una comunicación inmediata, por lo tanto una complicidad ética 113 y política, entre el autor y su público, les proporciona no sólo importantes beneficios materiales —el teatro es con ventaja la más rentable de las actividades literarias—, sino también beneficios simbólicos de todo tipo, empezando por el más emblemático de la consagración burguesa, particularmente la Academia. Como en la pintura los Horace Vernet y Pascal Delaroche, y más adelante los Cabanel, Bouguereau, Baudry o Bonnat, o en la novela los Paul de Kock, Jules Sandeau, Louis Desnoyers, etc., son los autores como Emile Augier y Octave Feuillet los que ofrecen al público burgués obras que éste percibe como «idealistas» (en contraposición a la corriente llamada «realista», pero tan «moral» y moralizadora como aquélla, que quedará representada en el teatro por Dumas hijo y su Dama de las camelias, y también, aunque en un registro totalmente distinto, por H enriette M aréchal de los hermanos Goncourt): este romanticismo edulcorado, cuya fórmula generadora describe a la perfección Jules Goncourt cuando nombra a Octave Feuillet «el Musset de las familias», subordina lo novelesco más descabellado a los gustos y normas burgueses, cantando las excelencias del matrimonio, de la buena administración del patrimonio, de la colocación decorosa de los hijos. Así, en La Aventurière, Emile Augier combina reminiscencias sentimentales de Hugo y Musset con un elogio de las buenas costumbres y de la vida familiar, una sátira de las cortesanas y una condena de los amores tardíos.1 Pero con Gabrielle la restauración del arte «sano y decoroso» alcanza las cumbres del antirromanticismo burgués: en este drama en verso, representado en 1849, aparece una burguesa casada con un notario demasiado prosaico para su gusto, que, a punto de entregarse a un poeta enamorado de los «campos donde se prostran los soles», descubre de repente que la auténtica poesía está en el hogar y, al caer rendida en los brazos de su marido, exclama: Oh, padre de familia, oh, poeta, te amo. 1. A. Cassagne, La Théorie de l’art pour l ’art..., op. cit., págs. 115-118. 114 Verso que parece escrito para ser incluido en las parodias del «Garçon» y que Baudelaire, en un artículo de La Semaine théâtrale del 27 de noviembre de 1851 titulado «Los dramas y las novelas decorosas», comenta así: «¡Un notario! ¡Véanla a esta honesta burguesa, haciendo gorgoritos de enamorada en el hombro de su marido y poniéndole ojitos lánguidos como en las novelas que ha leído! ¡Vean a todos los notarios de la sala aclamando al autor que se pone a su nivel social y los trata como a colegas, y que la desquita de todos esos tunantes que tienen deudas y que piensan que el oficio de poeta consiste en expresar los impulsos líricos del alma respetando un ritmo regido por la tradición!»1 El mismo propósito moralizador se reitera en las obras de Dumas hijo, que pretende contribuir a la transformación del mundo mediante una descripción realista de los problemas de la burguesía (dinero, matrimonio, prostitución, etc.), y que, oponiéndose a Baudelaire cuando proclama la separación del arte y la moral, afirmará, en 1858, en el prefacio de su drama El hijo natural: «Toda literatura que no se proponga la perfectibilidad, la moralización, lo ideal, lo útil en una palabra, es una literatura raquítica y enfermiza, nacida muerta.» En el polo opuesto del campo, los partidarios del arte social, que tuvieron su momento justo antes y después de los acontecimientos de febrero de 1848: republicanos, demócratas o socialistas como Louis Blanc o Proudhon, y también Pierre Leroux y George Sand, que, particularmente en su Revue indépendante, elogiaban a Michelet y a Quinet, a Lamennais y a Lamartine y, en menor medida, a Victor Hugo, demasiado tibio. Rechazan el arte «egoísta» de los partidarios del «arte por el arte» y exigen de la literatura que cumpla una función social o política. En la efervescencia social de la década de 1840, marcada también por los manifiestos en pro del arte social surgidos de los fourieristas y de los saint-simonianos, aparecen poetas «populares» como Pierre Dupont, Gustave Mathieu2 o Max Biichon, tra- 1. C. Baudelaire, Œuvres complètes, op. cit., t. II, pág. 39. 2. Pierre Dupont fue, después de Béranger, el chansonnier más famoso de mediados de siglo. Poeta romántico en sujuventud, premio de la Academia en 1842, se manifiesta como «poeta aldeano» en 1845, particularmente con su canción Les Bœufs (Los bueyes), que entonces conocía todo el mundo. Recita sus poemas en los cafés literarios 115 ductor de Hebel, y de los «poetas obreros», apadrinados por George Sand y Louise Colet.1 Los pequeños cenáculos de la bohemia agrupan, en cafés como Le Voltaire, Le Momus, o en la redacción de pequeños periódicos literarios como Le Corsaire-Satan, a escritores tan diferentes como A. Gautier, Arsène Houssaye, Nerval, supervivientes de la primera bohemia, y también a Champfleury, Murger, Pierre Dupont, Baudelaire, Banville y unas cuantas decenas más, sumidos en el olvido (como Monselet o Asselineau): estos autores provisionalmente próximos tendrán destinos divergentes, como Pierre Dupont y Banville, el plebeyo de los estribillos pegadizos y el aristócrata republicano, enamorado de la forma clásica, o como Baudelaire y Champfleury, cuya estrechísima amistad, nacida en torno a Courbet (se reúnen en L ’Atelier) y a raíz de los intercambios místicos de los «miércoles», sobrevivirá a la disparidad de opiniones sobre el «realismo». En la década de 1850, la posición la ocupa la segunda bohemia, o por lo menos la tendencia «realista» que se va perfilando y de la que Champfleury se convierte en teórico. Esta bohemia «aficionada a las canciones y al vino»2 es una prolongación del círculo del Corsaire-Satan. Asienta sus reales en la «rive gauche», en la cervecería Andler (y unos años más tarde en la cervecería des Martyrs), agrupando, en torno a Courbet y a Champfleury, a los poetas populares, a pintores como Bonvin y A. Gautier, al crítico Castagnary, al poeta excéntrico Fernand Desnoyers, al novelista Hippolyte Babou, al editor Poulet-Malassis y a veces, pese frecuentados por la bohemia y, al integrarse en el movimiento popular, escribe canciones revolucionarias, en vísperas de 1848, para convertirse en el bardo de la nueva república. Tras el golpe de Estado es detenido y condenado. Sus obras se publican en 1851 con el título de Chants et chansons, con un prefacio de Baudelaire. Gustave Mathieu, amigo e imitador de Dupont, nacido en Nevers y miembro del grupo de paisanos del Berry que se congregaba en torno a George Sand, alcanza gran fama literaria después de 1848, especialmente debido a sus poemas políticos que, como los de Dupont, cantaba Darcier en los cabarets de la «rive gauche» (ver E. Bouvier, La Bataille réaliste, 1844-1857, París, Fortemoing, 1913). 1. Los «poetas obreros» florecen en los años inmediatamente anteriores a 1848. Por ejemplo Charles Poney, albañil de Tolón, publica en L'Illustration unos poemas que tienen un gran éxito, y que suscitan la aparición de una hornada de cantos socialistas que no son a menudo más que pálidas y torpes imitaciones de Hugo, Barbier y Ponsard. 2. C. Pichois y J. Ziegler, Baudelaire, op. cit., pág. 219. 116 a sus desavenencias teóricas, a Baudelaire. Por su estilo de vida campechano y el espíritu de camaradería, por el entusiasmo y el apasionamiento de las discusiones teóricas sobre política, arte y literatura, este grupo abierto de gente joven, escritores, periodistas, pintores noveles o estudiantes, basado en los encuentros cotidianos en un café, propicia un ambiente de exaltación intelectual totalmente opuesto a la atmósfera reservada y exclusiva de los sa­ lones. La solidaridad que esos «intelectuales proletaroides» manifiestan hacia los dominados es sin duda en algo tributaria de sus raigambres y vínculos provincianos y populares: Murger era hijo de un portero sastre, el padre de Champfleury era secretario del ayuntamiento de Laon, el de Barbara un modesto vendedor de instrumentos de música en Orléans, el de Bonvin guarda forestal, el de Delvau curtidor en el faubourg Saint-Marcel, etc. Pero, contrariamente a lo que pretenden creer y hacer creer, no es sólo efecto directo de una fidelidad, de disposiciones heredadas: también procede de las experiencias que conlleva el hecho de ocupar, en el seno del campo literario, una posición dominada que evidentemente no está desvinculada de su posición de procedencia, y, con mayor precisión, de las disposiciones y del capital económico y cultural que de ella han heredado. Citando a Pierre Martino, cabría evocar las propiedades sociales de Murger, representante ejemplar de su categoría: «Era hijo de un portero sastre y por descontado le esperaba un porvenir que no tenía nada que ver con el de redactor de La Revue des Deux Mondes-, gracias a la ambición de su madre pudo superar, tras muchas privaciones, esta etapa imprevista; le metieron en el colegio; recordaba a veces sin entusiasmo esta decisión materna e instaba a los padres humildes a que no hicieran cambiar a sus hijos de estado. Cursó estudios irregulares, incompletos; poco provecho sacó el niño de ellos; leyó sobre todo a los poetas y empezó a escribir versos. Jamás se le ocurrió completar aquella educación fallida; su ignorancia era muy grande: admiraba respetuosa e ingenuamente a uno de sus amigos que había leído a Diderot, pero ni se le ocurría imitarle. Su juicio, incluso con la edad, carece de fuerza: sus reflexiones, cuando rozan las cuestiones sociales, políticas, religiosas, literarias incluso, son de 117 una indigencia singular. ¿De dónde iba a sacar el tiempo y los medios para suministrar a su espíritu un alimento serio? Tras haber roto con su padre, y haber encontrado cobijo junto a uno de esos «bebedores de agua», tuvo que vérselas con la auténtica miseria, que muy pronto le dejó sin salud, le mandó varias veces al hospital y le hizo morir a los cuarenta años, consumido por las privaciones. El éxito de sus libros, tras diez años muy duros, no le proporcionó más que un escaso desahogo y los medios para vivir en soledad en el campo. Su experiencia del mundo fue tan incompleta como su educación; en lo que a realidad se refiere, tan sólo conoció su propia vida bohemia y lo que pudo atisbar de las costumbres campesinas, en los alrededores de su casa de Marlotte; así que se repitió mucho.»1 Champfleury, amigo íntimo de Murger, presenta unas características muy similares: su padre es secretario de ayuntamiento en Laon; su madre tiene una tiendecita. Cursa estudios muy cortos, y después marcha a París, donde consigue un empleo subalterno en el negocio de un distribuidor de libros. Constituye con unos compañeros de restaurante el cenáculo de los Bebedores de Agua. Escribe en L ‘Artiste y en el Corsaire (sobre todo críticas de arte). En 1846, ingresa en la Société des gens de lettres. Escribe folletines en revistas serias. En 1848 se refugia en Laon, pero cobra del gobierno provisional doscientos francos. De vuelta en París, en la década de 1850, frecuenta a Baudelaire y a Bonvin, sus amigos de antaño, y también a Courbet. Escribe mucho para vivir (novelas, críticas, ensayos eruditos). Se impone como el «jefe de los realistas», lo que le crea problemas con la censura. Gracias a Sainte-Beuve, obtiene en 1863 el privilegio del Théâtre des Funambules (pero por poco tiempo). En 1872 es nombrado conservador del museo de Sèvres.2 Pese a definirse por su rechazo de las dos posiciones polares, aquellos que poco a poco van a ir inventando lo que se llamará el «arte por el arte» y, con ello, las normas del campo literario comparten con el arte social y con el realismo su violenta oposición a la burguesía y al arte burgués: su culto a la forma y a la 1. P. Martino, Le Roman réaliste sous le second Empire, Paris, Hachette, 1913, pág. 9. 2. E. Bouvier, La Bataille réaliste, 1844-1857, op. cit. 118 neutralidad impersonal da de ellos una imagen de defensores de una definición «inmoral» del arte, sobre todo cuando, como Flaubert, aparentan poner su investigación formal al servicio de un rebajamiento del mundo burgués. El término de «realismo», sin duda más o menos caracterizado con la misma vaguedad, en las taxonomías de la época, que cualquiera de sus equivalentes actuales (como «izquierdista» o radical), permite englobar dentro de la misma condena no sólo a Courbet, blanco inicial, y a sus defensores, con Champfleury a la cabeza, sino a Baudelaire y a Flaubert, en resumen, a todos aquellos que, por el fondo o por la forma, parecen poner en peligro el orden moral y, con ello, los mismísimos fundamentos del orden establecido. En el juicio de Flaubert, la requisitoria del sustituto Pinard denuncia la «pintura realista» e invoca la moral que «estigmatiza la literatura realista»; el abogado de Flaubert está obligado a reconocer en su defensa que su cliente pertenece a la «escuela realista». Los considerandos de la sentencia retoman los términos de la acusación en dos ocasiones e insisten en «el realismo vulgar y a menudo chocante del retrato de los caracteres».1De igual modo, en los considerandos de la sentencia condenatoria de Las flores del mal se lee que Baudelaire es culpable de un «realismo soez y ofensivo para el pudor» que conduce a «la excitación de los sentidos».2 Muchos debates históricos, especialmente a propósito del arte, pero también en otros ámbitos, quedarían clarificados o, sencillamente, anulados si se pudiera sacar a la luz, en cada caso, el mundo completo de significados distintos y a veces opuestos que se atribuye a los conceptos aludidos, «realismo», «arte social», «idealismo», «arte por el arte», en las luchas sociales en el seno del campo en su conjunto (donde con frecuencia funcionan, inicialmente, como enunciaciones denunciadoras, como insultos, como en este caso la noción de realismo) o en el seno del subcampo de aquellos que lo reivindican como un emblema (como los distintos defensores del «realismo», en literatura, en pintura, en teatro, etc.). Sin olvidar que el sentido de estas palabras que la discusión teórica eterniza deshistorizándolas (siendo esta deshistoriza- 1. G. Flaubert, Madame Bovary, París, Conard, págs. 577, 581, 629, 630. 2. C. Pichois, Baudelaire. Études et témoignages, Neuchâtel, La Baconnière, 1976, pág. 137. 119 ción, que a menudo no es más que el mero efecto de la ignorancia, una de las condiciones principales del debate llamado «teórico») cambia incesantemente en el transcurso del tiempo, como cambian los campos de luchas correspondientes y las relaciones de fuerza entre los usuarios de los conceptos considerados que sin duda nunca ignoran tanto la historia anterior de las taxonomías que utilizan como cuando elaboran genealogías más políticas que científicas con el propósito de conferir fuerza simbólica a sus usos presentes. Pero, en un sentido, como evidencian los procesos judiciales que se les incoaron, y cuya seriedad sería un error subestimar, los partidarios del «arte puro» van mucho más lejos que sus compañeros de viaje, aparentemente más radicales: el desapego de esteta, que, como veremos, constituye el auténtico principio de la revolución simbólica que llevan a cabo, les lleva a romper con el conformismo moral del arte burgués sin caer en esa otra forma de complacencia ética que ilustran los partidarios del «arte social» y los propios «realistas» cuando, por ejemplo, ensalzan la «virtud superior de los oprimidos», otorgando al pueblo, como Champfleury, «un sentimiento de las cosas grandes que le hace superior a los mejores jueces».1 Una vez dicho lo que antecede, no está clara la frontera entre el espíritu de provocación irónica y de transgresión sediciosa, correlativo a una apertura moderada en la vanguardia literaria, que caracteriza a los primeros, y el espíritu de protesta, más radical política que estéticamente, que esgrimen los segundos. Indudablemente, después del golpe de Estado las diferencias de estilo de vida asociadas a la procedencia social reemplazada por la posición en el campo propician la constitución de grupos distintos (con, por un lado, el Divan Le Peletier, el Paris y L a Revue de Paris, que agrupan a escritores más o menos consagrados y dedicados al arte por el arte, Banville, adoptado por las revistas más importantes, Baudelaire, Asselineau, Nerval, Gautier, Planche, los hermanos de la Madeléne, Murger, convertido en una cele­ 1. B. Russell, «The Superior Virtue of the Oppressed», The Nation, 26 de junio de 1937, y Champfleury, Sensations de Josquin, pág. 215, citados por R. Cherniss, «The Antinaturalists», en G. Boas (ed.), Courbet and the Naturalistic Movement, Nueva York, Russell and Russell, 1967, pág. 97. 120 bridad, Karr, De Beauvoir, Gavarni, los Goncourt, etc., y, por el otro, la cervecería Andler y la cervecería des Martyrs, que agrupan a los «realistas», Courbet, Champfleury, Chenavard, Bonvin, Barbara, Desnoyers, P. Dupont, G. Mathieu, Duranty, Pelloquet, Vallès, Montégut, Poulet-Malassis, etc.); sin embargo, ambos grupos no están absolutamente separados y sus integrantes pasan con frecuencia de uno a otro: Baudelaire, Poulet-Malassis, Ponselet, los políticamente más a la izquierda, suelen acudir a la cervecería Andler, como Chenavard, Courbet, Vallès suelen hacerlo al Divan Le Peletier. Más que una posición preestablecida, que bastaría con conquistar, como las que, a través de las funciones sociales que reivindican, están fundadas en la lógica misma del funcionamiento social, el «arte por el arte» es una posición por hacer, carente de cualquier equivalente en el campo del poder, y que podría o debería no existir. Pese a estar inscrita en estado potencial en el espacio mismo de las posiciones ya existentes y pese a que determinados poetas románticos hubieran perfilado ya su necesidad, aquellos que pretenden ocuparla sólo pueden hacerla existir haciendo el campo en el que ésta podría situarse, es decir revolucionando un mundo del arte que la excluye, de hecho y de derecho. Tienen por lo tanto que inventar, en contra de las posiciones establecidas y de sus ocupantes, todo lo que propiamente la define, y para empezar este personaje social sin precedentes que es el escritor o el artista moderno, profesional de jornada completa, dedicado a su tarea de una manera total y exclusiva, indiferente a las exigencias de la política y a los mandamientos perentorios de la moral y que no reconoce más jurisdicción que la norma específica de su arte. L a d o b l e r u p t u r a Los ocupantes de esta posición contradictoria están condenados a enfrentarse, bajo dos perspectivas diferentes, a las distintas posiciones establecidas y, con ello, a tratar de conciliar lo inconciliable, es decir los dos principios opuestos que rigen este doble rechazo. En contra del «arte útil», variante oficial y conservadora 121 del «arte social», del cual Maxime Du Camp, muy amigo de Flaubert, era uno de los defensores más destacados, y en contra del arte burgués, vehículo inconsciente o consentidor de una doxa ética y política, propugnan la libertad ética, hasta incluso la provocación profética; se proponen afirmar sobre todo el distanciamiento respecto a todas las instituciones, Estado, Academia, periodismo, pero sin reconocerse por ello en la dejadez espontaneísta de los bohemios que también se dicen partidarios de estos valores de independencia, pero para legitimar unas transgresiones sin consecuencias propiamente estéticas, o meras regresiones a la facilidad y la «vulgaridad». Si rechazan la vida burguesa a la que estaban abocados, es decir su carrera y su familia a la vez, no es para trocar una esclavitud por otra al aceptar, como Gautier o tantos otros, las servidumbres de la industria literaria y del periodismo, o para ponerse al servicio de una causa, por muy noble y generosa que ésta sea. En este sentido, la actitud política de Baudelaire, particularmente en 1848, es ejemplar: no lucha por la república, sino por la revolución, en la que ve una especie de arte por el arte de la rebelión y la transgresión. En su preocupación por situarse por encima de las alternativas corrientes, por superarlas sobrevolándolas, se imponen una disciplina extraordinaria, pero voluntariamente asumida, contra las facilidades que se otorgan sus adversarios de todos los bandos. Su autonomía consiste en una obediencia escogida libremente, pero incondicional, a las leyes nuevas que inventan y que pretenden imponer en la República de las letras. De ello se desprende que están condenados a experimentar con redoblada intensidad las contradicciones inherentes al estatuto de «parientes pobres» de la familia burguesa que está inscrito en la posición dominada que el campo de producción cultural ocupa en el seno del campo del poder. (Lo cual significa que cabe imputar a esta posición lo esencial de lo que Sartre, en el caso de Flaubert, atribuye a la relación con la familia y la clase de procedencia.) Y tal vez no resulte excesivo ver en el poema significativamente titulado «Héautontimoroumenos» [«el que se castiga a sí mismo»] una expresión simbólica de la extraordinaria tensión resultante de la relación contradictoria de participación- 122 exclusión que vincula a Baudelaire con los dominantes y con los dominados: ¡Soy la llaga y el cuchillo! ¡Soy la bofetada y la mejilla! ¡Soy los miembros y la rueda, y la víctima y el verdugo! Para aquellos que pudieran acusarme de forzar el texto (error que se suele pasar por alto a los intérpretes inspirados), citaré estas palabras que no sería correcto considerar como una mera provocación del cinismo esteta (cosa que también son) y en las que Baudelaire, tras la revolución de 1848, se identifica con ambos campos: «Me hubiera gustado ser sucesivamente verdugo y víctima, para conocer las sensaciones que se experimentan en ambos casos.» La propia estética de Baudelaire encuentra sin duda su origen en la doble ruptura que lleva a cabo y que se manifiesta particularmente en una especie de exhibición permanente de singularidad paradójica: el dandismo no es sólo propósito de parecer y de asombrar, ostentación de la diferencia o incluso placer de desagradar, intención concertada de desconcertar, de escandalizar, mediante la voz, el ademán, el sarcasmo; es también y sobre todo una postura ética y estética volcada íntegramente hacia una cultura (y no un culto) del yo, es decir hacia la exaltación y la concentración de las capacidades sensibles e intelectuales. El odio hacia las formas blandas del romanticismo, que hacen estragos en la escuela del sentido común —cuando por ejemplo un Emile Augier se erige en defensor de una poesía dedicada a los «sentimientos verdaderos», es decir a las sanas pasiones del amor por la familia y por la sociedad—, tiene mucho que ver en la condena de la improvisación y el lirismo en beneficio del trabajo y la investigación; pero al mismo tiempo el rechazo de las transgresiones fáciles, limitadas las más de las veces al plano ético, es el principio básico del propósito de introducir una parte de contención y de método hasta en esta forma dominada de libertad que es el «culto a la sensación multiplicada». En este punto geométrico de los opuestos, que nada tiene 123 que ver con un «justo medio» a lo Victor Cousin, se sitúa también Flaubert, así como muchos otros, muy distintos entre sí y que nunca se constituyeron auténticamente en grupo, los Gautier, Leconte de Lisle, Banville, Barbey d’Aurevilly, etc.1 Y tan sólo citaré una formulación particularmente ejemplar de estos dobles rechazos que se encuentran en todos los ámbitos de la existencia, desde la política hasta la estética propiamente dicha, y cuya fórmula cabría enunciar del modo siguiente: aborrezco a X (un escritor, una forma, un movimiento, una teoría, etc., en este caso el realismo, a Champfleury), pero aborrezco por igual a lo opuesto a X (en este caso el falso idealismo de los Augier o de los Ponsard que, como yo, se oponen a X , es decir al realismo y a Champfleury; pero también, además, al romanticismo, como Champfleury): «Se supone que soy un ferviente partidario de lo real cuando lo abomino, pues he acometido esta novela en pleno odio al realismo. Pero abomino por igual de la falsa idealidad que nos engaña a todos en los tiempos que corren.»2 Esta fórmula generadora, que es la forma transformada de las propiedades contradictorias de la posición, permite acceder a una comprensión verdaderamente genética de muchas de las particularidades de las tomas de posición de los ocupantes de esta posición, comprensión re-creativa que nada tiene que ver con ninguna forma de empatia proyectiva. Me refiero por ejemplo a su neutralidad política, que se manifiesta en unas relaciones y unas amistades absolutamente eclécticas y se asocia al rechazo de cualquier compromiso («La estupidez», según la famosa frase de Flaubert, «consiste en querer concluir»), de cualquier consagración oficial («Los honores deshonran», dice también Flaubert) y sobre todo de cualquier especie de prédica ética o política, trátese de ensalzar los valores burgueses o de instruir a las masas en los principios republicanos o socialistas. La preocupación por mantenerse alejado de todos los luga­ 1. Ya hemos visto que, en una carta del 31 de enero de 1862 en la que respondía a Flaubert que le expresaba su «pasmo» ante su candidatura a la Academia, Baudelaire manifestaba la conciencia de una solidaridad. 2. G. Flaubert, Carta a Edma Roger des Genettes, 30 de octubre de 1856, Corr., P., t. II, págs. 633-634. 124 res sociales (y de los lugares comunes con los que se comunican aquellos que los ocupan) impone la negativa a someterse a las aspiraciones del público, a seguirlas o a precederlas, como hacen los dramaturgos de éxito o los autores de folletines. Flaubert, que sin duda lleva más lejos que nadie este propósito deliberado de indiferencia, echa en cara a Edmond de Goncourt el haberse dirigido al público, en el prefacio de Les Frères Zemganno, para explicarle las intenciones estéticas de la obra: «¿Qué necesidad tiene de dirigirse al público? No es digno de nuestras confidencias.»1 Y escribe a Renan, a propósito de la Prière sur l’Acropole: «¡No sé si existe en francés una página de prosa más hermosa! [...] Es espléndida y estoy seguro de que el burgués no entiende ni jota. ¡Tanto mejor!»2 Cuanto más se afirma el artista afirmando su autonomía, más constituye al «burgués», en el que se engloba, con Flaubert, «al burgués de guardapolvo y al burgués de levita», como «beocio» o «filisteo», incapaz de amar la obra de arte, de apropiársela realmente, es decir simbólica­ mente. «Incluyo, en el término de burgués, tanto a los burgueses de guardapolvo como a los burgueses de levita. Nosotros, y sólo nosotros, es decir los letrados, somos el pueblo o, mejor dicho, la tradición de la humanidad.»3O también: «Sí, me abroncarán, cuenta con ello, Salammbô fastidiará a los burgueses, es decir a todo el mundo...»4 «Los burgueses, eran más o menos todo el mundo, los banqueros, los agentes de cambio, los notarios, los comerciantes, los tenderos y los demás, cualquiera que no formara parte del misterioso cenáculo y se ganara prosaicamente la vida.»5Si los artistas puros, movidos por su odio al «burgués», se ven impulsados a proclamar su solidaridad con aquellos que la brutalidad de los intereses y de los prejuicios proscribe, el bohemio, el saltimbanqui, el noble 1. G. Flaubert, Carta a E. de Goncourt, 1.° de mayo de 1879, Corr., C., t. VIII, pág. 263. 2. G. Flaubert, Carta a Renan, 13 de diciembre de 1876, Corr., C., t. VII, pág. 368. 3. G. Flaubert, Carta a George Sand, mayo de 1867, Corr., P., t. III, pág. 642. 4. G. Flaubert, Carta a Ernest Feydeau, 17 de agosto de 1861, Corr., P., t. Ill, pág. 170. 5. T. Gautier, Histoire du romantisme, citado por P. Lidsky, Les Ecrivains contre la Commune, Paris, Maspero, 1970, pág. 20. 125 arruinado, la sirvienta de gran corazón y la prostituta, especie de figura simbólica de la relación del artista con el mercado, también pueden llegar a acercarse al «burgués» cuando se sienten amenazados por la bohemia.1 El horror por el burgués se nutre, en el seno mismo del microcosmos artístico, horizonte inicial de todos los conflictos estéticos y políticos, del aborrecimiento por el «artista burgués», que, por sus éxitos y su notoriedad, precio, casi siempre, de su servilismo respecto al público o a los poderes, recuerda la posibilidad, siempre abierta para el artista, de comerciar con el arte o de convertirse en maestro de ceremonias de los placeres de los poderosos, como hacen Octave Feuillet y sus amigos: «Hay una cosa mil veces más peligrosa que los burgueses», dice Baudelaire en Les Curiosités esthétiques, «es el artista burgués, que ha sido creado para interponerse entre el artista y el genio, que esconde a uno del otro.» Pero los escritores «puros» también se ven llevados por su concepto tan exigente de la labor artística a profesar por el proletariado literario un desprecio de profesionales del que surge sin duda la representación que se forman del «populacho». Los Goncourt, en su Jou rn al, denuncian «la tiranía de las cervecerías y de la bohemia respecto a todos los trabajadores limpios», y oponen a Flaubert a los «grandes hombres de la bohemia», como Murger, para justificar su convicción de que «hay que ser un hombre honrado y un burgués honorable para ser un hombre de talento». En cuanto a Baudelaire y Flaubert, a quienes la percepción dominante, en el campo y fuera del campo, coloca, muy a pesar suyo, entre los «realistas», se oponen al difuso humanismo de los partidarios del arte social y de los realistas proudhonianos por el rigor de su ética profesional, que les lleva a negarse a identificar la libertad con la dejadez, y por el aristocratismo de su ética personal, que les inspira el mismo horror hacia todas las formas de fa r iseísmo, conservador o progresista. De este modo por ejemplo, cuando Victor Hugo le escribe que «jamás ha dicho, el Arte por el arte», sino «el Arte por el Progreso», Baudelaire, que en una 1. A. Cassagne, La Théorie de l'art pour l’art..., op. cit., págs. 154-155. 126 carta a su madre habla de Los miserables como de un «libro inmundo y necio», reitera su desprecio hacia el sacerdocio político del mago romántico. Tras el período militante de 1848, se une a Flaubert en el desencanto que lleva al rechazo de cualquier inserción en el mundo social y a la condena indiferenciada de todos aquellos que se entregan al culto a las buenas causas, como George Sand, su pesadilla particular. Coincide con él a la hora de denigrar a los partidarios del «catolicismo social», monstruoso apareamiento, citando libremente una carta de Flaubert a George Sand, de «la Inmaculada Concepción con las fiambreras obreras».1 «Acabo de tragarme a Lamennais, Saint-Simon y Fourier; y vuelvo a leerme a Proudhon de cabo a rabo. [...] Hay una cosa sobresaliente y que los une a todos: es el odio a la libertad, el odio a la Revolución francesa y a la filosofía. Son todos unos tipejos de la Edad Media, espíritus hundidos en el pasado. ¡Y menudos paletos! ¡Menudos pedantes! Seminaristas achispados o cajeros que desbarran. Si fracasaron en el 48 es porque estaban al margen de la gran corriente tradicional. El socialismo es una faceta del pasado, como lo es el jesuitismo. El gran maestro de Saint-Simon era M. de Maistre y no se ha dicho todo lo que Proudhon y Louis Blanc le han robado a Lamennais.»2 Se recordará que, en La educación sentimental, Flaubert prodiga el mismo desprecio a los conservadores adictos al orden burgués y a los reformadores prendados de las quimeras. Baudelaire, una vez más, se muestra aquí mucho más radical que Flaubert; particularmente a propósito de George Sand: tonta, pesada, charlatana, «tiene en las ideas morales el juicio tan profundo [...] como las porteras y las cortesanas mantenidas»; «teóloga del sentimiento», «suprime el infierno por amor al género humano». Acostumbra denunciar «la herejía de la enseñanza» que pretende que el objetivo de la poesía es «una enseñanza cualquiera más». También arremete con violencia contra Veuillot, que había atacado el arte 1. G. Flaubert, Carta a George Sand, 19 de septiembre de 1868, Corr., P., t. Ill, pág. 805. 2. G. Flaubert, Carta a Mme Roger des Genettes, verano de 1864, Corr., P., t. Ill, pág. 402. 3. C. Baudelaire, Carta a Barbey, 9 de julio de 1860, citada en C. Pichois, Baudelaire, Études et témoignages, op. cit., pág. 177. 127 por el arte y del que dice que es «utilitario como un demócrata.»' U n m u n d o e c o n ó m ic o a l r e v é s La revolución simbólica mediante la cual los artistas se liberan de la demanda burguesa al negarse a reconocer cualquier otro amo que no sea su arte tiene el efecto de hacer que desaparezca el mercado. No pueden en efecto vencer al «burgués» en la lucha por el dominio del sentido y de la función de la actividad artística sin anularlo al mismo tiempo como cliente potencial. En el momento de afirmar, con Flaubert, que «una obra de arte [...] no es valorable, carece de valor comercial, no puede pagarse con dinero», que no tiene precio, es decir que es ajena a la lógica corriente de la economía corriente, se descubre en efecto que carece de valor comercial, que no tiene mercado. La ambigüedad de la frase de Flaubert, que expresa ambas cosas a la vez, obliga a descubrir esta especie de mecanismo infernal que los artistas despliegan y en el que se encuentran cogidos: al hacer ellos mismos la necesidad que hace su virtud, siempre cabe la sospecha de que estén haciendo de necesidad virtud. Flaubert entendió perfectamente el principio de la nueva economía: «Cuando uno no se dirige a la multitud, es justo que la multitud no le pague. Eso es economía política. Ahora bien, yo mantengo que una obra de arte digna de este nombre y hecha a conciencia no es valorable, carece de valor comercial, no puede pagarse con dinero. Conclusión: ¡si el artista no tiene rentas, tiene que morirse de hambre! Los hay que opinan que el escritor, porque ha dejado de percibir pensiones de los grandes, es mucho más libre, más noble. Toda su nobleza social consiste ahora en ser el igual de un tendero. ¡Menudo progreso!»2«Cuanto más concienzudo se es en la tarea, menos beneficio se saca de ella. Sostengo este axioma hasta con la guillotina al cuello. Somos obreros de lujo; pero resulta que 1. C. Baudelaire, Carta a Barbey, 9 de julio de 1860, citada en C. Pichois, Baudelaire, Études et témoignages, op. cit., pág. 177. 2. G. Flaubert, Carta a George Sand, 12 de diciembre de 1872, Corr., C., t. VI, pág. 458. 128 nadie es lo bastante rico para pagarnos. Si uno pretende ganar dinero con la pluma, tiene que dedicarse al periodismo, al folletín o al teatro.»1 Esta antinomia del arte moderno como arte puro se manifiesta en el hecho de que, a medida que va creciendo la autonomía de la producción cultural, vemos crecer también el intervalo de tiempo necesario para que las obras consigan imponer al público (las más de las veces oponiéndose a los críticos) las normas de su propia percepción que aportan con ellas. Este desfase temporal entre la oferta y la demanda tiende a convertirse en una característica estructural del campo de producción restringida: en este mundo económico propiamente antieconómico que se instaura en el polo económicamente dominado pero simbólicamente dominante, en el campo literario, eñ poesía con Baudelaire y los parnasianos, en la novela con Flaubert (pese al éxito de escándalo, y basado en un malentendido, de M adam e Bovary), los productores pueden tener como únicos clientes, por lo menos a corto plazo, a sus competidores (así, cuando durante el Imperio, con la instauración de la censura, las revistas importantes cierran sus puertas a los escritores jóvenes, asistimos a una proliferación de revistas menores, en su mayor parte condenadas a una existencia efímera, cuyos lectores se reclutan principalmente entre los colaboradores y sus amigos). Por lo tanto están obligados a aceptar todas las consecuencias del hecho de que sólo pueden contar con una remuneración necesariamente diferida, a diferencia de los «artistas burgueses», que tienen garantizada una clientela inmediata, o los productores mercenarios de literatura comercial, como los autores de sainetes o de novelas populares, que pueden sacar ingresos importantes de su producción mientras se aseguran una fama de escritor social o incluso socialista, como Eugène Sue. 1. G. Flaubert, Carta al conde René de Maricourt, 4 de enero de 1867, Corr., C., t. V, pág. 264. La relación ambivalente que mantiene con el público burgués y con los autores que aceptan ponerse al servicio de éste explica sin duda en parte que, a excepción de Bouilhet yde Théodore de Banville, los partidarios del arte por el arte cosecharan fracasos sonados en el teatro, como Flaubert y los Goncourt, o que, como Gautier y Baudelaire, guardaran muchos libretos y argumentos de obras teatrales en sus carpetas. 129 Eugène Sue es sin duda uno de los primeros, si no el primero, en haber intentado, más inconsciente que conscientemente, compensar el descrédito que conlleva el éxito «popular» invocando una inconsistente filosofía socialista. El interés extraordinario que había despertado aplicando los procedimientos de la novela histórica al retrato de las clases dominadas, y ofreciendo así a los suscriptores burgueses de Le Constitutionnel una forma renovada de exotismo, también tenía su reverso en las acusaciones de inmoralidad y de ofensa al buen gusto que se formularon a menudo. El «socialismo», como en Champfleury el realismo, permite basar la «novela costumbrista» popular en una especie de apuesta estética y política a la vez; lo que, dando crédito a la opinión de Champfleury, le hace merecedor de ser leído por los burgueses a título de «novelista moral». Algunos escritores, como Leconte de Lisie, llegan incluso a considerar el éxito inmediato como «una señal de inferioridad intelectual». Y la mística tributaria de Cristo del «artista maldito», sacrificado en este mundo y consagrado en el más allá, no es sin duda más que la transfiguración en ideal, o en ideología profesional, de la contradicción específica del modo de producción que el artista puro pretende instaurar. Estamos en efecto en un mundo económico al revés: el artista sólo puede triunfar en el ámbito simbólico perdiendo en el ámbito económico (por lo menos a corto plazo), y al contrario (por lo menos a largo plazo). Esta economía paradójica, de forma muy paradójica también, confiere todo su peso a los bienes económicos heredados, y en particular a la renta, condición de la supervivencia en ausencia de mercado. En términos más generales, y en contra de la representación mecanicista de la influencia de las determinaciones sociales que acepta demasiado a menudo la historia social o la sociología del arte y de la literatura, los efectos probables de los bienes vinculados a los agentes, ora al estado objetivado, como el capital económico y la renta, ora al estado incorporado, como las disposiciones constitutivas del habitus, dependen del estado del campo de producción. Dicho de otro modo, las mismas disposiciones pueden engendrar tomas de posición muy diferentes, incluso opuestas, por ejemplo en el ámbito político o religioso, según los estados del campo (y eso, a veces, dentro de los límites de una vida, como atestiguan las numerosas «conversiones» éticas o políticas que las décadas de 1840 a 1880 permitieron com­ probar). Ello condena la tendencia a convertir la procedencia social en un principio explicativo independiente y transhistórico, como por ejemplo hacen quienes establecen una oposición universal entre escritores patricios y escritores plebeyos. Si hay que combatir sin desmayo la tendencia a reducir la explicación por la relación entre un habitus y un campo a la explicación directa y mecánica por la «procedencia social», se debe sin duda a que esta forma de pensamiento simplista viene propiciada por los hábitos de la polémica corriente que hace gran uso del insulto genealógico («¡Hijo de burgués!») y por las rutinas de la investigación, tanto monográfica («el hombre, la obra») como estadística. Como en La educación sentim ental, los «herederos» cuentan con una ventaja decisiva cuando se trata de arte puro: el capital económico heredado, que libera de las imposiciones y de las urgencias de la demanda inmediata (las del periodismo por ejemplo, que agobian a un Théophile Gautier) y ofrece la posibilidad de «resistir» en ausencia de mercado, es uno de los factores más importantes del éxito diferencial de las empresas de vanguardia y de sus inversiones a fondo perdido, o a muy largo plazo: «Flaubert», decía Théophile Gautier a Feydeau, «ha sido más ingenioso que nosotros, [...] ha tenido la inteligencia de venir al mundo con algún tipo de patrimonio, cosa que resulta absolutamente imprescindible para cualquiera que pretenda hacer arte.» Desde luego, Flaubert no le habría desmentido, Flaubert, que escribía a Feydeau, en el momento del fallecimiento del «bueno de Théo», que tomara como principio de una biografía concebida como una «venganza» la explotación de la que éste había sido objeto a lo largo de toda su vida. Y no hay mejor ilustración de la condición de «obrero literario» que vivió Gautier, obligado desde 1837 a producir semanalmente sus crónicas teatrales para La Presse, que los conflictos que le enfrentaron a Emile de Girardin, director de este periódico, particularmente a propósito de su viaje a España, o lo que escribe Maxime Du Camp refiriéndose a 131 su estancia en Oriente: «Contaba cada una de sus etapas por las páginas escritas que remitía a su diario: valoraba los kilómetros por el número de líneas que le costaban.»1 Una vez más es el dinero (heredado) lo que garantiza la libertad respecto al dinero. Tanto más cuanto que, proporcionando seguridad, garantías, redes de protección, la fortuna otorga la audacia a la que la fortuna sonríe, en materia de arte sin duda más aún que en cualquier otro ámbito. Evita a los escritores «puros» los compromisos a los que la carencia de renta les expone, como atestiguan la famosa pensión de Leconte de Lisie o las gestiones de Flaubert en beneficio de su amigo Bouilhet, menos favorecido por la fortuna que él: «Ahora, hablemos de la cuestión del vivir. Te prometo que Mme Strfoehlin] podrá perfectamente solicitar para ti al emperador en persona el puesto que quieras. Aspira a alguno, de aquí a tres semanas, busca. Manda traer discretamente las hojas de servicios de tu padre. Veremos. Podríamos pedir una pensión, pero tendrías que pagar eso con monedas de tu oficio, es decir con cantatas, epitalamios, etc., no, no.»2 Pero, asimismo, Flaubert no anda escaso de fundamento cuando se indigna por esta «lata cómoda» («tienes suerte de poder trabajar sin prisas, gracias a tus rentas») que sus colegas le «echan en cara». Aun cuando es cierto que la libertad objetiva respecto a los poderes temporales y a los poderosos que garantiza la renta favorece la libertad subjetiva, no hay que olvidar que no es una condición necesaria y menos aún suficiente para la independencia, o para la indiferencia hacia las seducciones mundanas, incluso las más específicas, como las alabanzas de la crítica y los éxitos literarios, que únicamente la inversión inequívoca en 1. M. Du Camp, Théophile Gautier, Paris, Hachette, 1895, pág. 120, citado por M. C. Schapira, «La aventura española de Théophile Gautier», en R. Bellet (ed.), L ’Aventure dans la littérature populaire au XIXe siècle, Lyon, PUL, 1985, págs. 21-42 (sobre las relaciones entre Gautier y Girardin, consultar especialmente las páginas 22 a 25). 2. G. Flaubert, Carta a Louis Bouilhet, 30 de septiembre de 1855, Corr., P., t. II, pág. 598. Esta carta nos brinda la ocasión de comprobar, una vez más, la importancia del capital social de Flaubert: Mme Stroehlin, amiga íntima de la madre de Flaubert, vecina suya en Rouen, estaba «bien introducida en la corte con las autoridades imperiales». Bouilhet, a diferencia de Flaubert, parece haber estado totalmente falto de capital social y, cosa que suele ir pareja, de disposiciones que le permitieran adquirirlo (como le echa en cara Flaubert en repetidas ocasiones). 132 un auténtico proyecto intelectual puede garantizar: «El éxito, el tiempo, el dinero y la imprenta están confinados en el fondo de mi pensamiento en unos horizontes muy difusos y perfectamente indiferentes. Todo eso me parece tonto a más no poder e indigno (repito la palabra, indigno) de calentaros la cabeza. La impaciencia que tienen los escritores por verse impresos, representados, famosos, elogiados, me maravilla como un desvarío. Me parece que eso tiene tanta relación con su tarea como el juego de dominó con la política. Eso es todo. Todo el mundo puede hacer como yo. Trabajar con la misma lentitud y mejor. Basta sencillamente con prescindir de determinadas aficiones y privarse de unos cuantos placeres. No soy virtuoso en absoluto, sino consecuente. Y , pese a que tengo importantes necesidades (de las que no digo palabra), preferiría trabajar de vigilante en una escuela que escribir cuatro líneas por dinero.»1 Tal vez hayamos dado aquí, para aquellos que lo están pidiendo, con un criterio bastante indiscutible del valor de cualquier producción artística y, más ampliamente, intelectual, a saber la inversión en la obra que puede valorarse en función de los costos en esfuerzos, en sacrificios de todo tipo y, en definitiva, en tiempo; una inversión que va pareja, por ello mismo, con la independencia respecto a las fuerzas y a las imposiciones que se ejercen desde el exterior del campo o, peor aún, desde el interior, como las seducciones de la moda o las presiones del conformismo ético o lógico —con, por ejemplo, las problemáticas obligadas, los temas impuestos, las formas de expresión reconocidas, etc. P o s ic io n e s y d is p o s ic io n e s Así pues, sólo tras haber caracterizado las distintas posiciones se puede volver sobre el particular de los agentes singulares y las diferentes características personales que los predisponen más o menos a ocuparlas y a llevar a cabo las potencialidades que se 1. G. Flaubert, Carta a Ernest Feydeau, 15 de mayo de 1859, Corr., P., t. Ill, pág. 22. 133 inscriben en ellas. Llama la atención que el conjunto de los partidarios del «arte por el arte», que están objetivamente muy próximos por sus tomas de posición políticas y estéticas1 y que, sin formar propiamente un grupo, están vinculados por relaciones de aprecio mutuo y a veces de amistad, también están muy próximos por su trayectoria social (como también lo estaban, como hemos visto, los partidarios del «arte social» o del «arte burgués»). Así, Flaubert y Fromentin son hijos de médicos de altos vuelos de provincias, Bouilhet también es hijo de médico, pero de vuelos menos altos (y fallecido joven), Baudelaire hijo de un jefe de negociado en la Cámara de los Pares, que también se pretendía pintor, e hijastro de un general, Leconte de Lisie hijo de un plantador de La Réunion, mientras que Villiers de FIsle-Adam procede de una familia noble de rancio abolengo y Théodore de Banville, Barbey d’Aurevilly y los Goncourt de familias de la pequeña nobleza de provincias. Los biógrafos destacan, a propósito de algunos de ellos, que su padre «deseaba que tuvieran una posición social elevada» —lo que explica sin duda que casi todos iniciaran o efectuaran estudios de derecho (como Frédéric...): así ocurre con Flaubert, Banville, Barbey d’Aurevilly, Baudelaire y Fromentin. La burguesía con aptitudes y la nobleza de tradición tienen en común el favorecer unas disposiciones aristocráticas que llevan a esos escritores a sentirse alejados por igual de las proclamas demagógicas de los partidarios del «arte social», a los que identifican con la plebe periodística de la bohemia,2 y de las diversio- 1. La espléndida obra de A. Cassagne, por el mero efecto del reagrupamiento temático, aporta una prueba aplastante de ello: podemos leer en ella por ejemplo las consideraciones sobre el sufragio universal o sobre la instrucción del pueblo, La Théorie de l’art pour l’art..., op. cit., págs. 195-198. 2. Así, los Goncourt, que en sus evocaciones se extienden ampliamente sobre las contradicciones del artista moderno (E. yJ. de Goncourt, Charles Demailly, París, Fasquelle, 1913, págs. 164-171), representan la bohemia como una especie de proletariado literario que, «condenado a la miseria por la bajada del salario literario», pone a disposición del «pequeño diario» una especie de ejército revolucionario, «desnudo, hambriento, descalzo», dispuesto a declarar la guerra a «la aristocracia de las letras» (op. cit., págs. 24-25). nes fáciles de los «artistas burgueses», que, en su mayor parte hijos de la burguesía de los negocios, no son para ellos más que mercaderes del templo que se han convertido en maestros en el arte de recuperar, caricaturizándolos, los valores de la gran tradición romántica. Al estar más o menos en igualdad de condiciones en cuanto a dotación de capital económico y de capital cultural, los escritores procedentes de las posiciones centrales en el seno del campo del poder (como los hijos de médico o de miembros de las profesiones «intelectuales» a los que el lenguaje de la época llamaba «capacidades») parecen predispuestos a ocupar una posición homologa en el campo literario. Así, a la doble orientación de las inversiones de Achille-Cléophas, padre de Flaubert, que inciden a la vez en la educación de los hijos y en la propiedad inmobiliaria, corresponde la indeterminación del joven Gustave, enfrentado a la dificultad de escoger entre varios futuros igualmente probables: «Me quedan todavía las grandes sendas, los caminos trillados, los cargos en venta, los puestos, mil agujeros que se tapan con imbéciles. Así pues, seré un parche en la sociedad, cumpliré con mi función. Seré un hombre de bien, formal y todo lo demás si quieres, seré como cualquier otro, como Dios manda, como todos, abogado, médico, subprefecto, notario, procurador judicial, juez mismo, una estupidez como todas las estupideces, un hombre de mundo o de despacho, cosa que todavía es más tonta.»1 El lector de El idiota de la fa m ilia queda harto sorprendido cuando, en una carta de Achille-Cléophas a su hijo, las consideraciones de rigor, aunque no sin pretensiones intelectuales, sobre las virtudes de los viajes adquieren de repente un tono típicamente flaubertiano, con la vituperación al tendero: «Aprovecha el viaje y acuérdate de tu amigo Montaigne que quiere que se viaje para dar cuenta principalmente de los humores de las naciones y de sus costumbres, y para “frotar y limar nuestro cerebro contra el de otro”. Mira, observa y toma apuntes; no viajes como 1. G. Flaubert, Carta a Ernest Chevalier, 23 de julio de 1839, Corr., C., 1.1, pág. 54; ver también carta a Gourgaud-Dugazon, 22 de enero de 1842, ibid., pág. 93. un tendero ni como un representante de comercio.»1 Este programa para un viaje literario tal y como los escritores del arte por el arte practicaron con asiduidad y la forma misma de las referencias a Montaigne («tu amigo»), que permite suponer que Gustave hacía partícipe a su padre de sus gustos literarios, inducen a dudar de que, como sugiere Sartre, la «vocación» literaria de Flaubert pudiera surgir de la «maldición paterna» y de la desdichada relación con el hermano mayor, más brillante académicamente y más representativo de la imagen paterna del éxito;2 ponen de manifiesto en cualquier caso que las inclinaciones del joven Gustave contaron sin duda con la comprensión y el apoyo del doctor Flaubert, quien, si hemos de dar crédito a esta carta y también, entre otros indicios, a la frecuencia de las referencias a poetas en su tesis de medicina, no era insensible al prestigio del quehacer literario. Pero eso no es todo, y, pese al peligro de llevar algo lejos el intento de explicación, cabría, reinterpretando el análisis de Sartre, hacer hincapié en la homología que se establece entre la relación del artista como «pariente pobre» con el «burgués» o con el «artista burgués» y la relación de Flaubert con su hermano mayor, designado por su rango de nacimiento para perpetuar la estirpe burguesa prosiguiendo la honorable carrera que Gustave 1. A. C. Flaubert, Carta a Gustave Flaubert, 21 de agosto de 1840, Corr., P., t. I., pág. 68. Y un ejemplo de las bromas antiprudhomescas en el jovencisimo Gustave: «Voy a responder a tu carta y como dicen algunos bromistas empuño la pluma para escribiros» (G. Flaubert, Carta a Ernest Chevalier, 28 de septiembre de 1834, Corr., P., t. I, pág. 15; ver también, ibid., págs. 18 y 27). 2. De hecho, parece que Flaubert fue más bien un buen alumno (sin llegar a ser sin embargo tan «brillante» como Bouilhet). Y puede que quedara principalmente marcado por una experiencia muy amarga de sus años de internado (interno de 1832 a 1838, y externo después, deja el colegio en 1839 tras una rebelión que él encabezó): «A partir de los doce años, me metieron interno en un colegio: pude ver allí un compendio del mundo, sus vicios en miniatura, el gérmen de su ridículo, sus pequeñas pasiones, sus pequeñas camarillas, su pequeña crueldad; pude ver el triunfo de la fuerza, misterioso emblema del poder de Dios» (G. Flaubert, Œuvres de jeunesse, t. II, pág. 270, citado porJ. Bruneau, Les Debuts littéraires de Gustave Flaubert, 1831-1845, Paris,A. Colin, 1962, pág. 221). «Permanecí en el colegio desde los diez años y adquirí allí tempranamente una profunda aversión hacia los hombres. Esa sociedad de niños es tan cruel con las víctimas como la otra pequeña sociedad, la de los hombres. La misma injusticia de la multitud, la misma tiranía de los prejuicios y de la fuerza, el mismo egoísmo» (G. Flaubert, «Memorias de un loco», Œuvres de jeunesse, 1. 1, pág. 490, citado porJ. Bruneau, Les Débuts littéraires de Gustave Flaubert, op. cit., pág. 221). 136 habría debido seguir también;1y plantear la hipótesis de que esta superposición de determinaciones redundantes pudo impulsar a Flaubert a buscar y a producir la posición del escritor, y del escritor puro, y a experimentar de forma particularmente aguda las contradicciones inscritas en esta posición, donde alcanzan su más alto grado de intensidad. E l p u n t o d e v is t a d e F l a u b e r t En este punto, el análisis caracteriza de forma genérica la posición ocupada, entre otros, por Flaubert, cuya particularidad sólo capta muy parcialmente, a falta sobre todo de entrar en la lógica específica de la obra misma, considerada en su génesis propiamente artística. Parece en efecto como si oyésemos a Flaubert, tras haber reprochado a los críticos de su época que se limitaran meramente a sustituir la crítica gramatical como la de La Harpe por una crítica histórica como la de Sainte-Beuve o la de Taine, preguntar:-«¿Dónde ha visto usted una crítica que tenga en cuenta la obra en sí de forma intensa? Se suele analizar con mucha agudeza en qué ambiente se produjo y qué causas la hicieron surgir, pero ¿la poética insciente?, ¿de dónde resulta?, ¿su composición, su estilo?, ¿el punto de vista del autor? Jamás!»2 Para aceptar el reto tomando a Flaubert al pie de la letra, hay que reconstituir el punto de vista artístico a partir del cual se define su «poética insciente» y que, como vista tom ada a partir de un punto del espacio artístico, lo caracteriza propiamente. Más exactamente, hay que reconstituir el espacio de las tomas de posi­ 1. A diferencia de Flaubert, Baudelaire, cuyo padre, funcionario culto (es aficionado a pintar), procedente de una familia de magistrados, falleció cuando aquél era niño, y cuyo padrastro, el general Aupick, hace una brillante carrera, mantiene una relación muy conflictiva con su familia, que, oponiéndose a sus ambiciones literarias e imponiéndole un consejo judicial, imprime sobre toda su vida el estigma de los excluidos. Como destacan C. Pichois yJ. Ziegler, la prodigalidad representa para él una manera de rechazar a la familia que le ha rechazado sobrepasando los límites que ésta impone a sus gastos. Esta ruptura, padecida y reivindicada a la vez, con la familia, y especialmente con su madre, constituye sin duda la base de una relación trágica con el mundo social, la del excluido obligado a excluir, mediante una ruptura permanente, lo que le excluye. 2. G. Flaubert, Carta a George Sand, 2 de febrero de 1869, Corr., C., t. VI, pág. 8. 137 ción artísticas actuales y potenciales en relación con el espacio en el que se elaboró su proyecto artístico, y respecto al cual cabe plantear por hipótesis que es el homólogo del espacio de las posiciones en el campo de la producción en sí tal y como lo hemos esbozado burdamente. Elaborar como tal el punto de vista del autor significa, si se prefiere, ponerse en su lugar, pero mediante un proceso absolutamente opuesto a esa especie de identificación proyectiva que practica la crítica «creativa». Paradójicamente, sólo cabe contar con algunas posibilidades de poder ser partícipe de la intención subjetiva del autor (o, si se prefiere, de lo que en otros momentos he llamado su «proyecto creador») siempre y cuando se lleve a cabo la larga labor de objetivación que resulta necesaria para reconstruir el mundo de las posiciones dentro del cual estaba situado y donde se definió lo que trató de hacer. Dicho de otro modo, sólo se puede adoptar el punto de vista del autor (o de cualquier otro agente), y comprenderlo —pero con una comprensión muy distinta de aquella que posee, en la práctica, el que ocupa realmente el punto considerado—, siempre y cuando se recoja la situación del autor en el espacio de las posiciones constitutivas del campo literario: es esta posición la que, debido a la homología estructural entre ambos espacios, está en el origen de las «elecciones» que este autor lleva a cabo en un espacio de tomas de posición artísticas (en cuanto a contenido y forma) definidas, ellas también, por las diferencias que las unen y las separan. Cuando Flaubert acomete la escritura de M adame Bovary o de La educación sentim ental, se sitúa activamente, mediante elecciones que implican otros tantos rechazos, en el espacio de los posibles que se le presentan. Comprender estas elecciones implica comprender el significado diferencial que las caracteriza en el seno del universo de las elecciones composibles y la relación inteligible que une este sentido diferencial a la diferencia entre el autor de estas elecciones y los autores de elecciones diferentes de las suyas. Para facilitar una idea más concreta de este programa, se puede citar una carta dirigida a Flaubert, el 7 de febrero de 1880, en la que Paul Alexis trata de justificar el prefacio que ha escrito para una recopilación de sus relatos: «Si cada autor hubiera hecho lo mismo con cada una de sus obras, y ello con 138 toda la sinceridad y la ingenuidad del mundo, aun equivocándose de medio a medio, ¡qué mina de informaciones más valiosa para el crítico, para la historia literaria! Ejemplo: encabezando M adame Bovary esta indicación: “el fastidio que me ha producido la mala escritura de Champfleury y de los presuntos realistas no ha carecido de influjo en la producción de esta obra. Firmado: Gustave Flaubert”. ¡Menuda luz arrojaría sobre la historia literaria de la segunda mitad del siglo xix! ¡Cuántas tonterías se ahorrarían los profesores de retórica del futuro!»1 A falta de disponer de las respuestas «sinceras e ingenuas» a un cuestionario metódico sobre el conjunto de los puntos de referencia, aglutinantes o de rechazo, respecto a los cuales quedó definido el proyecto creador, sólo cabe basarse en declaraciones espontáneas, por lo tanto a menudo parciales e imprecisas, o en indicios indirectos para tratar de reconstituir a la vez la parte consciente y la parte inconsciente de lo que ha orientado las elecciones del escritor. La jerarquía de los géneros y, dentro de éstos, la legitimidad relativa de los estilos y de los autores representa una dimensión fundamental del espacio de los posibles. A pesar de ser en cada momento objeto de disputa, se presenta como un dato con el que hay que contar, aunque tan sólo sea para oponerse a él y transformarlo. Al escoger escribir novelas, Flaubert se exponía a quedar incluido en el estatuto de inferioridad asociado a la pertenencia a un género menor. En efecto, la novela era percibida como un género inferior o mejor dicho, hablando como Baude- 1. Carta de Paul Alexis a Flaubert, citada en A. Albalat, Gustave Flaubert et ses amis, Paris, Pion, 1927, págs. 240-243. El esquema titulado «El buho filósofo, apuntes para la composición y la redacción de un periódico» da una idea de lo que podría haber sido, en 1851, la respuesta de Baudelaire. Más tajante en sus rechazos que en sus aprobaciones, expresa su horror por la literatura comercial (G. Planche,J.Janin, A. Dumas, E. Sue, P. Féval —C. Baudelaire, Œuvres completes, op. cit., t. II, págs. 50-52; el artículo «Los dramas y las novelas honestas» añade a la lista a Ponsard, a Augier y a los neoclásicos), su aprecio por la literatura costumbrista realista (Ourliac), su respeto por los escritores legítimos (Gautier, Sainte-Beuve), pero, en aquel momento, se muestra todavía hostil al arte por el arte, sin duda por influjo de la bohemia de antes de 1848 {ibid., t. II, págs. 38-43). El pequeño texto titulado «Sobre algunos prejuicios contemporáneos», sin embargo escrito en la misma época, señala su ruptura con los ideales de 1848 y el idealismo romántico (Hugo, Lamennais) {ibid., t. II, pág. 54). En 1855 afirma su ruptura con el realismo en un texto titulado «Puesto que realismo hay» {ibid., t. II, págs. 57-59). 139 laire, «un género plebeyo», «un género bastardo»,1 pese al reconocido prestigio de Balzac, a quien, por lo demás, no le gustaba demasiado definir sus obras como novelas (no emplea este término casi nunca, salvo para designar el subgénero histórico a lo Walter Scott o una obra filosófico-fantástica como L a Peau de chagrín). La Academia francesa, que mantenía la novela bajo sospecha, espera hasta 1863 para distinguir a un novelista, y se trata de Octave Feuillet...2 Y el prefacio de Germinie Lacerteux, manifiesto de la novela realista, todavía tiene que revindicar para «la Novela (con mayúscula)» el estatuto de «forma importante y seria». Pero, a través de lo que invierte con esta elección, es decir una definición transformada de la novela que implica un rechazo del rango que se le otorga en la jerarquía de los géneros, Flaubert contribuye a transformar la novela y a transformar la representación social del género, en primer término entre sus iguales: todos los novelistas mínimamente de enjundia, particularmente los naturalistas, le dan un trato de jefe de escuela. El reconocimiento que obtiene entre los escritores y críticos de mayor prestigio y, con ello, en el mundo de los salones, del que están excluidos, como hemos visto, los novelistas «realistas» e incluso los representantes más prominentes del género oficialmente dominante, los poetas parnasianos, le permite imponer mucho más allá del campo intelectual propiamente dicho el respeto hacia un género que cuenta ya con una larga historia y con unos ilustres padres fundadores, aquellos que el propio Flaubert reivindica, como Cervantes, y también aquellos que todos los espíritus cultos tienen en mente, como Balzac o Musset. Y así Gustave Planche 1. «Cuando la novela costumbrista no queda enaltecida por el elevado gusto natural del autor, corre el serio peligro de resultar sosa e incluso [...] absolutamente inútil. Si Balzac consiguió convertir este género plebeyo en algo digno de admiración, siempre insólito ycon frecuencia sublime, es porque se volcó en ello con todo su ser» (ibid., t. II. pág. 121). En resumidas cuentas, sostiene que «este género bastardo cuyo ámbito carece realmente de límites» (ibid., t. II, pág. 119) ha de ser salvado aplicándole algún talento especial, como el «arte de decir bien las cosas». 2. P. Martino, Le Roman réaliste sous le second Empire, op. cit., pág. 98. En una crítica devastadora de un discurso de Musset en la Academia, Flaubert critica la jerarquía de los géneros y la docilidad de Musset respecto a ella (ver G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 30 de mayo de 1852, Corr., C., t. II, pág. 421). 140 puede escribir: «La novela [...] holla hoy las cumbres más altas de la filosofía y de la poesía.»1 Cuando Flaubert inicia la escritura de su primera novela, no hay novelistas de la envergadura de Balzac, pero cabe citar, sin orden ni concierto, a Octave Feuillet, Sandeau, Augier, Féval, About, Murger, Achard, De Custine, Barbey d’Aurevilly, Champfleury, Barbara, a los que hay que agregar, como observa Jean Bruneau,2a todos los románticos de segunda fila, hoy en día totalmente olvidados, pero que fueron best-sellers, los Paul de Kock, Janin, Delavigne, Barthélémy. En ese mundo confuso, por lo menos para nosotros, Flaubert sabe reconocer a los suyos. Arremete con violencia contra todo lo que quepa llamar «literatura de género» —debido a una analogía que él mismo sugiere,3 con la pintura de género—, sainetes, novelas históricas a lo Dumas, ópera bufa, sin olvidar, por descontado, las novelas a lo Paul de Kock (Mon Voisin Raymond, L a Pucelle de Belleville, Le Barbier de Paris, etc.), que halagan al público devolviéndole su propia imagen bajo la forma de héroe dotado de una psicología directamente transcrita de la vida cotidiana de la pequeña burguesía. Se subleva también contra las banalidades idealistas y los arrebatos sentimentales de los Augier o Feuillet: este último conseguirá un éxito inmenso, en 1858, es decir después de la publicación de M adam e B ovary, con Le Roman d ’un jeu n e homme pauvre, relato novelesco de las desdichas de Maxime Odiot, marqués de Champcey d’Hauterive, que, arruinado por su padre y obligado a ganarse la vida como administrador de la familia Laroque, acaba casándose con la heredera de los Laroque, tras extravagantes peripecias. Pero no por ello cae en el campo de los novelistas llamados «realistas», los Duranty, Champfleury (o, en el polo opuesto, el del arte burgués, Feydeau, About o Alejandro Dumas hijo), que se enfrentan a los mismos adversarios que él, pero que se definen sobre todo en contra del romanticismo y en contra de todos los grandes profesionales de la literatura, entre los cuales pretende clasificarse: «Para casi todos, la carencia de estudios clásicos im- 1. G. Planche, Portraits littéraires, t. II, pág. 420, citado porJ. Bruneau, Les Débuts littéraires de Gustave Flaubert, op. cit., pág. 111. 2. J. Bruneau, ibid., págs. 72 y siguientes. 3. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 20 de junio de 1853, Corr., P., t. II, pág. 358. 141 plicaba que, al no saber qué era la metafísica, ni la psicología, ni la lógica, ignoraban cómo se analiza y cómo se piensa. Se les oía pronunciar los nombres de Stendhal, de Mérimée, de SainteBeuve, de Renan, de Berthelot, de Taine; pero, exceptuando a Joseph Delorme y al autor de Colomba, esos nombres eran todo lo que sabían al respecto.»1 Los primeros realistas, es decir la facción de la segunda bohemia que solía reunirse, en la década de 1850, en la cervecería Andler, en la rue de Hautefeuille, o, en la «rive droite» del Sena, en la cervecería des Martyrs, en torno a Courbet y Champfleury (los Duranty, Barbara, Desnoyers, Dupont, Mathieu, Pelloquet, Vallès, Montégut, Silvestre, y también, en el bando de los artistas y de los críticos de arte, Bonvin, Chenavard, Castagnary, Préault), están separados, como hemos visto, por todo un conjunto de propiedades sociales, y particularmente por su humilde procedencia y su escaso capital cultural, de los dos campos a los que se enfrentan en el ámbito de las luchas simbólicas. Lo que los une, además de la afinidad de los habitus, es el rechazo anticonformista del conservadurismo oficial que los lanza de cabeza a todas las corrientes algo nuevas, afición por la observación exacta, desconfianza respecto al lirismo, fe en los poderes de la ciencia, pesimismo y sobre todo tal vez rechazo de toda jerarquía en los objetos o los estilos que se afirma en el derecho a decirlo todo y en el derecho de todas las cosas a ser dichas. F l a u b e r t y e l «r e a l is m o » Duranty y Champfleury propugnaban una literatura de mera observación, social, popular, excluyente de cualquier erudición, y consideraban el estilo como una prioridad de segundo orden. Mejor preparados para arremeter en la cervecería des Martyrs contra Ingres y las bellas artes oficiales, con Courbet, Murger y Monselet, es decir para derribar que para construir, son teóricos mediocres, poco cultos, que aportan en el campo intelectual dis- 1. Citado por E. Bouvier, La Bataille réaliste, 1844-1857, op. cit., pág. 329. 142 posiciones pequeñoburguesas y percibidas como tales, un espíritu de seriedad, disposiciones militantes, con frecuencia algo sectarias, antitéticas y antipáticas al desparpajo del esteta. Más aún, como si no diferenciaran entre el campo político y el campo artístico (ésa es la definición misma del arte social), importan también formas de acción y de pensamiento de uso corriente en el campo político, al concebir la actividad literaria como un compromiso y una acción colectiva, basada en sesiones de reunión regulares, en consignas, en programas. Su papel es decisivo en los inicios: en la década de 1850 ellos son los que expresan y organizan la rebeldía de la juventud, crean los lugares de discusión donde se elaboran las ideas nuevas, empezando por la idea misma de un partido de la novedad que se llamará vanguardia. Pero, como suele ocurrir en la historia de los movimientos intelectuales (cabe pensar por ejemplo en la historia reciente del movimiento feminista), el entusiasmo y el apasionamiento de los animadores y de los militantes quedan desplazados y dan paso al profesionalismo de los creadores que cuentan con los medios económicos y culturales para llevar a cabo en sus obras las utopías literarias y artísticas que sus precursores más desvalidos habían profetizado en los cafés o en los periódicos (como Duranty, que había desperdigado sus puntos de vista críticos en la prensa); los medios mismos para recuperar, con un nivel de exigencia y de realización superiores, las libertades y los valores aristocráticos del siglo XVIII. La oposición entre el arte y el dinero, que ha acabado imponiéndose como una de las estructuras fundamentales de la visión del mundo dominante a medida que el campo literario y artístico iba afirmando su autonomía,1impide a los agentes y también a los analistas (sobre todo cuando su especialidad y/o sus aficiones literarias les conducen a una visión idealizada de la condición del artista en el 1. Se ha podido demostrar, a propósito de la elección entre las diferentes «grandes escuelas», que la oposición entre el arte y el dinero, entre la cultura yla economía, constituye uno de los esquemas de percepción más fundamentales de esta matriz de preferencias que es el habitus (ver P. Bourdieu, La Noblesse d'État, Grandes écoles et esprit de corps, Paris, Minuit, 1989, págs. 225 y siguientes). 143 siglo xviii) percatarse de que, como dice É. Zola, «el dinero ha emancipado al escritor, el dinero ha creado las letras modernas.»1 En términos muy parecidos a los que empleaba Baudelaire, Zola recuerda en efecto que el dinero es lo que ha liberado al escritor de la dependencia de los mecenas aristocráticos y de los poderes públicos y, en contra de los partidarios de una concepción romántica de la vocación artística, apela a una percepción realista de las posibilidades que el reino del dinero ofrece al escritor: «Hay que aceptarlo sin lamentaciones ni puerilidades, hay que reconocer la dignidad, el poder y la justicia del dinero, hay que dejarse llevar por el nuevo espíritu...»2 (estas citas y estas referencias han sido extraídas del artículo de W. Asholt3 en el que se analizan las posiciones de Vigny —Prefacio de Chatterton, 1834—, Murger —Prefacio de Scènes de la vie de bohème, 1853—, Vallès —Prefacio de L ’Argent, 1860— y Zola sobre las relaciones entre el escritor y el dinero). Designado jefe de la escuela realista, tras el éxito de M adame Bovary, que coincide con el declive del primer movimiento realista, Flaubert se indigna: «Todo el mundo cree que estoy prendado del realismo cuando en realidad lo aborrezco, pues es por aversión al realismo por lo que he acometido esta novela. Pero tampoco aborrezco menos el falso idealismo, que tan engañados nos tiene en los tiempos que corren.»4 Esta sentencia (cuyo valor matricial ya he destacado) pone de manifiesto el principio de la posición absolutamente paradójica, casi «imposible», que va a constituir Flaubert, y cuyo carácter propiamente inclasificable se manifiesta en los debates irresolubles que suscita entre aquellos que pretenden atraerlo hacia el realismo y aquellos que, más recientemente, han tratado de anexionarlo al formalismo (y al «Nouveau Roman»), y en el hecho de que se suele recurrir, para caracterizarlo, a oxímorones: Francis Sarcey le llamaba «el neoparnasiano de la prosa», y un historiador refiriéndose a él recurre 1. É. Zola, Œuvres completes, París, Bernouard, 1927-1939, t. XLI, pág. 153. 2. Ibid., pág. 157. 3. W. Asholt, «La cuestión de L ’Argent. Algunas observaciones a propósito del primer texto literario de Vallès», Revue d ’études vallésiennes, n.° 1, 1984, págs. 5-15. 4. G. Flaubert, Carta a Edma Roger des Genettes, Corr., 30 de octubre de 1856, P., t. II, págs. 643-644. 144 al «realismo del arte por el arte».1 Para lo cual tendrá que sumar los logros de los realistas, hoy en día totalmente olvidados (salvo los de Courbet, que, mutatis mutandis, es un poco para Manet lo que Champfleury fue para Flaubert), y los de aquellos a los que todo los oponía, empezando por su posición y su visión sociales, Gautier (el autor del prefacio de M ademoiselle de M aupin, y el «maestro impecable» de la forma pura), Baudelaire o incluso los parnasianos; por no hablar de los románticos, como Chateaubriand, o de todos los grandes antepasados, ignorados o deleznados por los aficionados a la novedad a cualquier precio, los Boileau, La Fontaine o Buffon, al que lee con frecuencia, inscribiendo así su obra en la historia de la literatura en vez de limitarse a «colocarse» en las letras contemporáneas —como hacen los que se someten al afán de hacerse un sitio en referencia a un público concreto—, y contribuyendo con ello a la autonomización del campo. Flaubert, como sabemos, afirmaba haber escrito M adam e B ovary «por aversión al realismo». Y , de hecho, la prédica, la demostración y la declamación, y todas las disposiciones pequeñoburguesas que se expresan en ella, es aquello de lo que Flaubert pretende huir con esta impasibilidad absoluta, que tanto sorprende a los estudiosos, tanto progresistas como conservadores, empezando por Champfleury y Duranty: «No hay emoción, ni sentimiento, ni vida en esta novela, sino una gran fuerza de aritmética que ha computado y reunido todos los ademanes, pasos o accidentes geográficos que darse puedan en unos personajes, unos acontecimientos y unos países determinados. Este libro es una aplicación literaria del cálculo de probabilidades.»2 El espacio de las tomas de posición que reconstituye el análisis no se presenta como tal ante la conciencia del escritor, cosa que obligaría a interpretar sus elecciones como estrategias conscientes de diferenciación. Emerge de tarde en tarde, y fragmentariamente, en particular en los momentos de duda sobre la realidad de la diferencia que el creador pretende afirmar, en su obra 1. G. Michaut, Pages de critique d ’histoire littéraire, 1910, pág. 117, citado por P. Martino, Le Roman réaliste sous le second Empire, op. cit., págs. 156-157. 2. E. Duranty, Le Réalisme, n.° 5, 15 de marzo de 1857, pág. 79, citado por R. Descharmes y R. Dumesnil, Autour de Flaubert, Paris, Mercure de France, 1912. 145 misma, y al margen de cualquier búsqueda intencionada de la originalidad. «Tengo miedo de caer en algo a lo Paul de Kock o de hacer una especie de Balzac chateaubrianizado.»1 «Lo que estoy escribiendo ahora corre el peligro de ser algo a lo Paul de Kock si no le doy una forma profundamente literaria. ¿Pero cómo hacer diálogos triviales que estén bien escritos?»2 Y la lucha permanente en dos frentes que está implícita en un proyecto basado en un doble rechazo encierra el peligro de debatirse sin cesar entre Caribdis y Escila: «Paso alternativamente del énfasis más extravagante a la banalidad más académica. Eso huele sucesivamente a Pétrus Borel y a Jacques Delille.»3 Pero la amenaza para la identidad del artista en ningún momento es tan grande como cuando se presenta bajo la forma de una coincidencia con un autor que ocupa en el campo una posición muy próxima en apariencia. Es lo que ocurre cuando Bouilhet llama la atención de Flaubert sobre Les Bourgeois de M olinchart, novela de Champfleury que se publicaba como folletín en La Presse y cuyo tema, un adulterio provinciano, está muy próximo al de M adame Bovary.4 De hecho, Flaubert aprovecha sin duda esta circunstancia como una ocasión de afirmar su diferencia: «He hecho M adam e Bovary para fastidiar a Champfleury. He querido mostrar que las tristezas burguesas y los sentimientos mediocres pueden tolerar la belleza del lenguaje.»5 Mejor aún, inventa en la práctica, con la labor mediante la cual se crea a sí mismo como «creador», el verdadero principio de esta diferencia: una relación singular, que constituye la tonalidad flaubertiana, entre el refinamiento de la escritura y la banalidad extrema del tema, que ocasionalmente comparte con los realistas o con los románticos o incluso con los autores de comedia 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 20 de septiembre de 1851, Corr., P., t. II, pág. 5. 2. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 13 de septiembre de 1852, Corr., P., t. II, pág. 156. 3. G. Flaubert, Carta a Ernest Feydeau, finales de noviembre-principios de diciembre de 1857, Corr., P., t. II, pág. 782. 4. G. Flaubert, Cartas a Louis Bouilhet, 2 y 10 de agosto de 1854, Corr., P., t. II, págs. 563-564. 5. Citado por A. Albalat, Gustave Flaubert et ses Amis, op. cit., pág. 68. 146 ligera;1una especie de disonancia, a través de la cual se recuerda a cada instante la distancia irónica, paródica a veces, del escritor con lo que escribe, o con otras maneras de escribir, como, en este caso, el sentimentalismo insípido de las novelas de Champfleury o de los relatos de Duranty. Zola percibió perfectamente esta tensión, y la excelencia aristócratica que la sustenta y que no excluye un poder de negación que nada tiene que envidiar al de los realistas: «Sí, dicha está la palabra clave: Flaubert era un burgués, y el más digno, el más escrupuloso, el más formal que verse pudiera. El mismo lo decía a menudo, orgulloso de la consideración de la que gozaba, de su vida entera organizada en torno al trabajo, cosa que no le impedía pasar a cuchillo a los burgueses, fulminarlos a la menor ocasión, con sus arrebatos líricos [...]. Afortunadamente, junto al estilista impecable, al retórico frenético de perfección, en Flaubert hay un filósofo. Es el más grande negador que haya existido jamás en nuestra literatura. Profesa el verdadero nihilismo —una palabra en ismo que le habría sacado de sus casillas—, no escribió una sola página en la que no hubiera ahondado en nuestra nada.»2 Cabe, como paréntesis, considerar como una prueba a contrario de la virtud creadora de esta tensión la debilidad extrema de las obras teatrales de Flaubert, en las que precisamente ésta se pierde. El que Flaubert, autor de varias obras dramáticas que cosecharon todas fracasos sonados, naufragara lamentablemente en el teatro, se debe sin duda a que el desprecio que profesaba hacia los Ponsard, Augier, Sardou, Dumas hijo y otros sainetistas de éxito, capaces, y aún gracias, en su opinión, de esbozar burdos fantoches, y que le inducía a formarse del teatro una- idea demasiado simplista, le llevó a caer excesivamente en lo que, según su 1. Por no tomar más que un ejemplo, Eugène Scribe, que cosechó enormes éxitos en el teatro de comedia ligera desde principios de la década de 1830 hasta el Segundo Imperio, presenta, en Bertrand et Raton, escrita en 1833, y en La Camaraderie, escrita en 1837, situaciones (por ejemplo, los debates y las rivalidades en el seno de un cenáculo político y literario en la segunda) y observaciones (las palabras desencantadas del conde de Rantzau a propósito de las revoluciones en la primera) en las que se puede reconocer la forma en bruto de determinados temas flaubertianos (ver B. Froger y S. Hans, «La Comédie-Française en el siglo XIX: un repertorio literario y político», Revue d ’histoire du théâtre, vol. X X X V I, n.° 3, 1984, págs. 260-275). 2. E. Zola, Les Romanciers naturalistes, Paris, Fasquelle, 1923, págs. 184-196. 147 parecer, definía la lógica propia del teatro:1 como se ve perfectamente en Le Candidat, una sátira de los usos y costumbres políticos escrita en dos meses en la que arremete contra todos los partidos, orleanistas, partidarios del conde de Chambord, tanto reaccionarios de todas las tendencias como republicanos, optó por «la brocha gorda», por los trazos gruesos, por mostrar a personajes rígidos, rayanos en la caricatura, por multiplicar, en los apartes, las aclaraciones sobre una acción ya de por sí demasiado explícita, por caer en la demostración esquemática. Resumiendo, en cuanto acepta competir con los autores de éxito, en vez de apropiarse del proyecto de aquéllos redefiniéndolo en su contra, es decir contra las facilidades que se conceden, Flaubert deja de hacer de Flaubert. «Sa b e r e s c r ib ir l o m e d io c r e » «Saber escribir lo mediocre»:2 esta fórmula en forma de oxímoron concentra y condensa todo su programa estético. Da una idea justa de la situación casi insostenible en la que se encuentra cuando trata de conciliar los opuestos, es decir exigencias y experiencias habitualmente asociadas a regiones opuestas del espacio social y del campo literario, por lo tanto sociológicamente inconciliables. Y , de hecho, va a imponer en las formas menores y triviales de un género literario considerado inferior —es decir en los temas tratados comúnmente por los realistas, como atestigua la coincidencia con Les Bourgeois de M olinchart de Champfleury— las exigencias más altas que se hayan afirmado jamás en el género noble por excelencia, como la distancia descriptiva y el 1. «Estaba convencido de poseer el don de la bufonada de más grueso calibre y se jactaba de conseguir que reventaran de la risa los cinturones de las panzas de los bobos haciendo chocarrerías del Pont-Neuf. Su obra maestra era en su opinión la payasada furibunda llamada “el paso del acreedor”, que le había enseñado a Gautier y que bailaban juntos en Neuilly haciendo contorsiones de derviche giróvago. “¡Esto es teatro!”, exclamaba derrumbándose, empapado, en los sofás, “¡ydel de verdad!”» (E. Bergerat, Souvenirs d ’un enfant de Paris, op. cit., pág. 132). 2. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 12 de septiembre de 1853, Corr., P., t. II, pág. 429. Este tema se repite de forma casi obsesiva durante todo el tiempo que dura la redacción de Madame Bovary. 148 culto a la forma que Théophile Gautier, y después de él los parnasianos, impusieron en poesía contra la efusión sentimental y las facilidades estilísticas del romanticismo. Esta proeza, que el análisis pone de manifiesto, no es voluntaria como tal. Flaubert no opone Gautier a Champfleury, o, a la inversa, no trata de conciliar los opuestos o de combatir los excesos de uno mediante los excesos del otro. Se opone a uno y a otro, y se construye tanto contra Gautier y el Arte puro como contra el realismo. Próximo, en este caso también, a Baudelaire y a Manet, siente tanta antipatía hacia el falso materialismo de un realismo que pretende imitar lo real y que ignora su auténtica materia, es decir el lenguaje que una escritura digna de este nombre trata como material sonoro (el «gueuloir»' portador del sentido, como hacia el idealismo corrupto gratuito del arte burgués: «El Arte no ha de ser un juguetito, pese a que soy partidario también acérrimo de la doctrina del arte por el arte, entendida a mi manera (por supuesto).»2 Flaubert pone en tela de juicio los fundamentos mismos de la forma de pensar vigente, es decir los principios de visión y de división comunes que, en cada momento, fundamentan el consenso sobre el sentido del mundo, poesía contra prosa, lo poético contra lo prosaico, lirismo contra vulgaridad, concepción contra ejecución, idea contra escritura, tema contra factura, etc.; revoca los límites y las incompatibilidades que fundamentan el orden perceptivo y comunicativo sobre el interdicto del sacrilegio que es la mezcla de los géneros o la confusión de los órdenes, la prosa aplicada a lo poético y sobre todo la poesía aplicada a lo prosaico. En este sentido, cabe dar la razón a los primeros críticos de M adame Bovary, que consideraron esta obra (como hicieran los críticos de Manet acusando al pintor de la Olimpia de ser el representante de «la democracia en el arte»)3 la primera expre­ 1. De gueuler, «decir a voz en grito»; el propio Flaubert nos habla de su preocupación por encontrar la palabra sonora y de la prueba a la que sometía sus frases leyendo en voz alta lo que había escrito antes de dar por buena la redacción. (N. del T.) 2. G. Flaubert, Carta al conde René de Maricourt, agosto-septiembre de 1865, Corr., C., t. V, pág. 179. 3. De este modo, en La Revue des Deux Mondes de junio 1874, Duvergier de Hauranne trata a Manet y a sus semejantes depeligro político: «Aquí estamos llegando a lo que podríamos llamar la democracia del arte. Esta democracia protesta contra las ba­ 149 sión de la democracia en las letras (a condición de no establecer el vínculo, cosa que sin duda ellos hacían, entre la democracia y los demócratas en política y la «democracia» o los «demócratas» en el campo literario). Pero no se rompe impunemente con el «conformismo lógico» ni con el «conformismo moral» que fundamentan el orden social y el orden mental. Y es comprensible que tal empresa constantemente resulte para sí misma una especie de locura·. «Pretender dar a la prosa el ritmo del verso (dejándola prosa y muy prosa) y escribir la vida corriente como se escribe la historia o la epopeya (sin desnaturalizar el tema) tal vez sea un absurdo. Eso es lo que me pregunto a veces. ¡Pero también podría ser una tentativa importante y muy original!»1 Pretender, como dice también, «fundir el lirismo y lo vulgar», es enfrentarse a la prueba insostenible y turbadora de aquellos a quienes incumbe la tarea de llevar a cabo la colisión de los opuestos. De hecho, mientras escribe M adame Bovary, expresa sin cesar su sufrimiento, que a veces se convierte en desesperación: se compara con un payaso ejecutando una proeza, y constreñido a «una gimnasia desaforada»; reprocha a la materia «fétida», «crapulosa», que le impida «gueuler», «vocear» sobre temas líricos y espera impaciente el momento de poder volver a emborracharse de belleza estilística. Pero sobre todo repite una y otra vez que no sabe, a decir verdad, lo que está haciendo, ni cuál será el fruto del esfuerzo contra natura, contra su propia naturaleza en cualquier caso, que se está imponiendo a sí mismo. «No tengo ni idea del libro que saldrá; pero respondo de que se escribirá.» La única seguridad, ante lo impensable, es la sensación de proeza que implica la experiencia de la inmensidad del esfuerzo, a la medida de la extraordinaria dificultad de la empresa: «Habré hecho realidad escrita, cosa nada frecuente.» «Realidad escrita»: para cualquier mente estructurada según los principios de la venalidades burguesas y contra las fantasías corrompidas del lujo burgués; pero las más de las veces tan sólo sabe imitar esas banalidades, y a menudo es tan enfermiza como el arte que pretende reformar. Su pretensión consiste en idealizar la trivialidad mediante el exceso de la propia trivialidad y escapar de la banalidad mediante la propia afectación del tópico» (citado porJ. Lethève, Impressionnistes et Symbolistes devant la presse, Paris, A. Colin, 1959, págs. 73-74). 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 27 de marzo de 1853, Corr., P., t. II, pág. 287. 150 sión y de la division que comparten todos aquellos que se meten, entre 1840 y 1860, en la gran batalla del «realismo», la expresión es, a todas luces, un oxímoron. Decir, como hace Flaubert, de un libro, o sea de un escrito, que «está escrito», no es en absoluto una tautología. Es afirmar más o menos lo que dice Sainte-Beuve cuando, a propósito de M adam e Bovary, declara: «Una cualidad valiosa distingue a M. Gustave Flaubert de los demás observadores más o menos exactos que, en la actualidad, presumen de reflejar en conciencia la realidad, y que a veces lo consiguen; tiene estilo.»1 Tal es pues la singularidad de Flaubert, si nos atenemos a la opinión de Sainte-Beuve: produce unos escritos considerados «realistas» (sin duda por su temática) que contradicen la definición tácita del «realismo» debido a que están bien escritos, que tienen «estilo». Cosa que, ahora sin duda resulta más perceptible, no es ni con mucho tan evidente. El programa proclamado en la fórmula «saber escribir lo mediocre» se manifiesta aquí en su verdad: se trata, nada menos, de escribir la realidad (y no de describirla, de imitarla, sino de dejarla en cierto modo que se produzca a sí misma, representación natural de la naturaleza); es decir de hacer aquello que define propiamente la literatura, pero a propósito de la realidad más banalmente real, la más corriente y moliente que, por oposición a lo ideal, no está hecha para ser es­ crita.2 El cuestionamiento de las formas de pensamiento vigentes que efectúa la revolución simbólica y la originalidad absoluta de lo que engendra tienen como contrapartida la soledad absolu- 1. Citado en B. Weinberg, French Realism: The Critical Reaction, 1830-1870, Nueva York, Londres, Oxford University Press, 1937, pág. 165. Un análisis de los argumentos, recopilados minuciosamente por el autor, que utilizan adversarios y partidarios del realismo muestra que la discusión y la discrepancia sólo son posibles porque los adversarios están tácitamente de acuerdo sobre un conjunto de supuestos comunes, tales como la oposición entre lo real y lo poético, la copia, la imitación o la reproducción y el estilo, el afán por la elegancia, la elección, etc. 2. Las novelas industriales que hoy en dia llamamos best-sellers parecen obedecer (habría que comprobar esta hipótesis) a una lógica estrictamente inversa del propósito flaubertiano: describir con mediocridad lo extraordinario (en su definición más corriente), evocar situaciones ypersonajes fuera de lo común, pero según la lógica del sentido común, y con el lenguaje más cotidiano, apropiado para dar una visión que resulte familiar. 151 ta que implica la transgresión de los límites de lo pensable. Este pensamiento que así se ha convertido en su propia medida no puede esperar en efecto que mentes estructuradas según esas mismas categorías que cuestiona puedan pensar este impensable. De hecho, llama la atención que las valoraciones de la crítica, al aplicar a las obras los principios de división en los que éstas fallan, deshagan la combinación inconcebible de los opuestos, reduciéndola a uno u otro de los términos opuestos. Así, un crítico de M adame Bovary, fiándose de las asociaciones corrientes, infiere de la vulgaridad de los objetos la vulgaridad del estilo: «Estilo Champfleury (con eso está todo dicho), corriente a rabiar, trivial, sin fuerza ni amplitud, sin gracia ni finura. ¿Por qué no iba a atreverme a señalar el defecto más sobresaliente de una escuela que por lo demás no carece de cualidades? La escuela Champfleury, a la que se nota perfectamente que M. Flaubert pertenece, considera que el estilo es demasiado poca cosa para ella; lo pasa por alto, lo desprecia, todas las burlas son pocas para los autores que escriben bien. ¡Escribir bien! ¿Para qué? ¡Me basta con que me entiendan! Pero no a todo el mundo le basta. Aunque Balzac escribiera mal a veces, siempre tenía estilo. Eso es lo que los champfleuristas no se atreven a reco­ nocer.»1 Están pues los que, privilegiando el contenido, asocian M adam e Bovary a Les Bourgeois de M olinchart de Champfleury, a Les Amours vulgaires de Vilmorel o a L a Bêtise hum aine, sátira de la vida burguesa, de Jules Noriac —otras tantas referencias que debían de llegarle a Flaubert a lo más hondo del alma...—, o los que, como Pontmartin, hablan de las novelas de Flaubert y de Edmond About en el mismo artículo, titulado «La novela burguesa y la novela demócrata», o los que, como Cuvillier-Fleury, en Les Débats del 26 de marzo de 1857, meten a Flaubert y a Dumas hijo en el mismo saco. («Observe», escribe Flaubert, «que hacen como si me confundieran con el joven Alex. Mi Bovary es ahora una Dama de las Camelias. ¡Toma!») Pero también están, en menor número, los que, más atentos 1. A. Claveau, Courierfranco-italien, 7 de mayo de 1857, citado en G. Flaubert, Corr., P., t. II, pág. 1372. 152 al tono y al estilo, sitúan a Flaubert en el linaje de los poetas formalistas. Mientras Champfleury lamenta el abuso de las descripciones y Duranty la falta de «sentimiento, de emoción, de vida», Jean Rousseau, en Le Fígaro del 27 de junio de 1858, considera a Gautier el inspirador directo del estilo descriptivo de Flaubert. Y Charles Monselet, tránsfuga del grupo de los realistas convertido en una de las encarnaciones del espíritu de la comedia ligera, escenifica, en una sátira titulada Le Vaudeville du crocodile, a un Flaubert y a un Gautier que se declaran partidarios de suprimir a la humanidad en beneficio de la descripción: “En un vodevil egipcio”, dice Gautier, “no debe haber hombres ni mujeres; el ser humano estropea el paisaje, corta desagradablemente las líneas, altera la suavidad de los horizontes. El hombre está de más en la naturaleza.” “¡Pardiez!”, dice Flaubert.»1 No resulta nada sorprendente que Baudelaire sea el único que se sustraiga a esta visión dividida, y que restituya en la recepción la experiencia de la tensión de la que surge la proeza que consiste en extraer lo universal del «dato más banal, más prostituido, el organillo más desvencijado, el adulterio»: «un estilo brioso, pintoresco, sutil, excepcional, sobre una trama argumentai banal», «los sentimientos más ardientes y exaltados en la aventura más trivial». La radical originalidad de Flaubert, y lo que confiere a su obra un valor incomparable, radica en la relación que entabla, por lo menos negativamente, con la totalidad del universo literario en el que está inscrito y cuyas contradicciones, dificultades y problemas asume en su totalidad. De ello se desprende que tan sólo se tiene alguna posibilidad de volver a captar realmente la singularidad de su proyecto creador y de dar cumplida cuenta de él a condición de proceder exactamente a la inversa de aquellos que se limitan a cantar las alabanzas de lo Unico. Historizándolo completamente es como cabe comprender completamente cómo se libera de la historicidad estricta de los destinos menos heroicos. La originalidad de su empresa sólo se desprende de verdad cuando, en vez de convertirla en una anticipación inspirada aunque inacabada de tal o cual posición en el campo actual (como el 1. A. Albalat, Gustave Flaubert et ses Amis, op. cit., pág. 43. 153 Nouveau Roman, en nombre de la famosa frase, mal leída, a propósito del «libro sobre nada»), se la reinserta en el espacio histórico constituido dentro del cual se construyó; cuando, dicho de otro modo, adoptando el punto de vista de un Flaubert que todavía no era Flaubert, se intenta descubrir qué es lo que el joven Flaubert quiso y debió de hacer en un mundo artístico que todavía no había sido transformado por lo que él llevó a cabo como aquel al que nos referimos tácitamente al tratarlo de «precursor». Este mundo familiar, en efecto, nos impide comprender, entre otras cosas, el esfuerzo extraordinario que tuvo que efectuar, las resistencias inauditas que tuvo que superar, y dentro de sí mismo en primer lugar, para producir e imponer lo que, hoy en día, gracias a él en gran parte nos parece tan fácil. En realidad, no hay sin duda en el campo ningún posible pertinente al que no se refiera práctica, y a veces explícitamente. Para empezar aquellos que ya han sido evocados, como el romanticismo insulso del teatro burgués o de la «novela honesta», como decía Baudelaire, o el realismo de Champfleury o incluso de Vermorel habría adoptado, según Luc Badesco,1 la posición contraria a la del autor de Les Amours vulgaires, de sus retratos de Tricochet y de Gaston en particular; a lo que hay que sumar todos aquellos que reivindica explícitamente: Gautier por descontado, el Quinet del Ahasvérus, que se sabe de carrerilla, y todos los poetas en los que, como en Boileau, al que lee y relee sin cesar, encuentra antídotos contra la lengua insulsa de Graziella, los tópicos à e Jocelyn y los arrebatos sentimentales de Musset, al que reprocha no haber nunca cantado más que sus propias pasiones, Baudelaire, Villiers de L ’Isle-Adam, con el que comulga en el culto al estilo, la pasión por la antigüedad y el amor por el disparate y la broma, Heredia, cuyo prefacio a la traducción del Jou rn al de Bernal-D iaz admira. Sin olvidar a Leconte de Lisie, que a pesar de su desprecio hacia la novela expresaba su admiración por Salam m bô y Los tres cuentos, y que, en la década de 1850, había formulado en diversos prefacios una estética basada, como la suya, en la condena del sentimentalismo romántico y de la poesía de propaganda social, y con el que comparte el afán de 1. L. Badesco, La Génération poétique de 1860, op. cit., pág. 204, nota 74. 154 impasibilidad, el culto del ritmo y de la exactitud plástica, y también el amor por la erudición. En aquellos tiempos en los que los filólogos, Burnouf en particular, con su Introduction à l’historié du bouddhisme, y más aún los historiadores, especialmente Michelet, cuya Histoire rom aine fue una de sus grandes admiraciones de juventud, fascinan a los escritores, y muy particularmente a sus amigos Théophile Gautier y Louis Bouilhet, cuyo primer libro, Melaenis, publicado en 1851, es un cuento arqueológico, Flaubert se impone una inmensa labor de investigación, en especial en la preparación de Salammbô. Sus contemporáneos le consideran una especie de poeta sabio (Berlioz, que le escribe «poeta sabio», le consulta sobre el vestuario de Les Troyens à Carthage, y su amigo Alfred Nion lamenta que su modestia le haya impedido acompañar el texto de Salam m bô de notas eruditas).1 Pero los tiempos también están pendientes de los Geoffroy Saint-Hilaire, Lamarck, Darwin, Cuvier, de las teorías sobre el origen de las especies y de la evolución: Flaubert, que, como los parnasianos, se propone superar también el tradicional enfrentamiento entre el arte y la ciencia, toma prestados de las ciencias naturales e históricas no sólo conocimientos eruditos, sino también la manera de pensar que las caracteriza y la filosofía que se desprende de ellas, determinismo, relativismo, historicismo. Encuentra entre otras cosas la legitimación de su aversión por las prédicas del arte social y de su inclinación por la fría neutralidad de la mirada científica: «Lo hermoso de las ciencias naturales: no tratan de probar nada. Por lo tanto, ¡cuánta amplitud en los hechos y qué inmensidad para el pensamiento! ¡Hay que tratar a los hombres como a mastodontes o como a cocodrilos!» O también: «tratar el alma humana con la imparcialidad que se utiliza en las 1. A. Albalat, Gustave Flaubert et ses Amis, op. cit.-, L. Badesco, La Ge'nération poétique de 1860, op. cit. Resulta evidente que la historia ocupa un lugar, y de primerísima fila, en el campo literario: sus esfuerzos por hacerse más «verídica» y más «imparcial», como se decía entonces, tampoco excluyen el deseo de hacerse además más «literaria». Las valoraciones que merecen los diferentes historiadores, Thiers, Mignet o Michelet, siempre tienen en cuenta el estilo, y Michelet goza de la consideración de «mago del estilo». 155 ciencias físicas».1 Lo que Flaubert aprendió de la escuela de los biólogos, particularmente de Geoffroy Saint-Hilaire, «ese gran hombre que probó la legitimidad de los monstruos»,2 le lleva muy cerca del lema durkheimiano, «hay que tratar los hechos sociales como si fueran cosas», que pone en práctica con mucho rigor en L a educación sentimental. Tenemos la sensación de que Flaubert en su totalidad está bien presente en todo eso, en ese mundo de relaciones que habría que ir explorando una por una, en su doble dimensión, artística y social, y que no obstante permanece irreductiblemente más allá: aunque sólo sea porque la integración activa que lleva a cabo implica una superación. Al situarse como en el lugar geométrico de todas las perspectivas, que también es el punto de mayor tensión, se pone en cierto modo en situación de llevar a su más alta intensidad el conjunto de las cuestiones que están planteadas en el campo, de utilizar plenamente todos los recursos inscritos en el espacio de los posibles que, como una lengua o un instrumento de música, están a disposición de cada uno de los escritores como mundo infinito de combinaciones posibles contenidas en estado potencial en un sistema finito de imposiciones. V u e l t a a « L a e d u c a c ió n s e n t im e n t a l » La educación sentim ental representa sin duda el ejemplo más completo de esta confrontación con el conjunto de las tomas de posición pertinentes. Por su tema, la obra se inscribe en la intersección de las tradiciones romántica y realista: por un lado, La Confession d ’un enfant du siècle y Chatterton, pero también la novela intima que, como observa Jean Bruneau, «narra los acontecimientos de la vida cotidiana y plantea sus problemas esencia- 1. En un artículo en el que analiza pormenorizadamente la controversia entre el autor de Salammbô yel arqueólogo Froehner, y muy particularmente todo lo que la respuesta de Flaubert aporta sobre la cuestión del estatuto de la literatura frente a la ciencia, Joseph Jurt prueba que Flaubert busca en las ciencias un ideal estilístico (la precisión) y un modelo cognoscitivo (el ideal de imparcialidad) (J. Jurt, «El estatuto de la literatura frente a la ciencia», Écrire en France au XIX' siècle, Montreal, Longueuil, 1989, págs. 172-192). 2. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 7 de octubre de 1853, Corr., P., t. II, pág. 450. 156 les» y que, «muy a ras de suelo y a menudo moralizadora», anticipa la novela realista y la novela de tesis;1 por el otro, la segunda bohemia, cuyo diario íntimo según los usos románticos (como en Courbet la pintura intimista del mundo familiar del pintor) se convierte en novela realista cuando, con Les Scènes de la vie de bohème de Murger y sobre todo con Les Aventures de M ariette y Chien-Caillou de Champfleury, registra fielmente la realidad con frecuencia sórdida de la vida de los aprendices de artista famélicos, sus buhardillas, sus tascas, sus amores («Es en realidad la vida más triste», escribe Champfleury en una carta de 1847, «eso de no cenar, de no tener botas y de dedicarse a hacer paradojas sobre ello»). Al acometer un tema semejante, Flaubert no sólo se enfrenta a Murger y a Champfleury, que no están a su altura: también topa con Balzac, no sólo con Un Grand Homme de province à Paris, historia de nueve jóvenes pobres, o con Un Prince de la bohème, sino sobre todo con E l lirio en el valle. El gran precursor está explícitamente nombrado, en la obra misma, a través de este consejo de Deslauriers a Frédéric: «Acuérdate de Rastignac en La comedia humana.» Esta referencia de un personaje de novela a otro personaje de novela señala el acceso de la novela a la reflexividad que, como sabemos, constituye una de las manifestaciones más importantes de la autonomía de un campo: la alusión a la historia interna del género, especie de guiño al lector capaz de apropiarse de esta historia de las obras (y no sólo de la historia que cuenta la obra), resulta tanto más significativa cuanto que se inscribe en una novela que a su vez contiene una referencia, negativa, a Balzac. A la manera de Manet, que introduce en una tradición de imitación harto académica una forma de imitación distanciada, irónica, a veces incluso paródica, Flaubert hace gala para con el padre fundador del género de una reverencia deliberadamente ambigua, a la medida justa de la admiración ambivalente que le profesa: como queriendo dejar mejor sentado su rechazo de la estética balzaquiana, coge un tema típico de Balzac pero haciendo desaparecer todas las resonancias balzaquianas, 1. J. Bruneau, Les Débuts littéraires de Gustave Flaubert, op. cit., págs. 112 y si­ guientes. 157 atestiguando así que se puede hacer una novela sin hacer algo a lo Balzac o incluso, como les gusta decir a los partidarios del Nouveau Roman, que «ahora ya no se puede seguir haciendo algo a lo Balzac» (o a lo Walter Scott, como en L a leyenda de San Ju lián de Los tres cuentos, donde la intención paródica está indicada a través de alusiones directas). Como las referencias de Manet a los grandes maestros del pasado, Giorgione, Tiziano o Velázquez, las referencias de Flaubert expresan a la vez la reverencia y la distancia, señalando esa ruptura dentro de la continuidad o esa continuidad dentro de la ruptura que hace la historia de un campo que ha alcanzado la autonomía. Complejidad de la revolución artística: so pena de quedar excluido del juego, sólo se puede revolucionar un campo si se movilizan o se invocan las experiencias adquiridas de la historia del campo, y los grandes heresiarcas, Baudelaire, Flaubert o Manet, se inscriben explícitamente en la historia del campo, cuyo capital específico dominan mucho más completamente que sus contemporáneos, ya que las revoluciones toman la forma de un regreso a las fuentes, a la pureza de los orígenes. Flaubert no compite con Balzac (la emulación es una especie de identificación vencida que conduce a la disolución en la alteridad) y sus opciones profundas sin duda nada tienen que ver con la búsqueda de la diferenciación. La labor necesaria para poder «hacer algo a lo Flaubert» —y para hacer de Flaubert—implica un distanciamiento respecto a Balzac que no requiere obligatoriamente un distanciamiento que sea deliberado como tal. Aun cuando no se pueda excluir totalmente, ni en Flaubert ni en Manet, el propósito de engañar al lector o al espectador mediante el recurso a la ironía o a la parodia: ¿cómo no contemplar, por ejemplo, Un Cœur simple como una parodia cariñosa de George Sand? Y sabemos que Flaubert tenía previsto presentar el Dictionnaire des idées reçues con un prefacio, «de tal modo que el lector no sepa si le están tomando el pelo o no». Al poner la referencia a Rastignac en boca de Deslauriers, perfecta encarnación del pequeñoburgués, Flaubert está autorizando que se considere a Frédéric —como todo lo sugiere por lo demás—la «contrapartida» (como dicen los lógicos) de Rastignac, lo que no significa un Rastignac fracasado, ni siquiera un anti- 158 Rastignac, sino más bien un equivalente de Rastignac en otro mundo posible, el que crea Flaubert, y que, como tal, le hace la competencia al de Balzac.1 Frédéric se opone a Rastignac en el universo de los mundos literarios posibles, que existe realmente, por lo menos en la mente de los comentaristas, pero también en la del escritor digno de este nombre. Lo que separa al escritor «consciente» del escritor «ingenuo» es en efecto que domina lo suficiente el espacio de los posibles como para presentir la significación que el posible que está realizando corre el peligro de recibir por su contacto con otros posibles, y para evitar los encuentros indeseables, capaces de pervertir su intención. Como prueba, esta nota de Flaubert, en el opúsculo publicado por Mme Durry: «Al tanto con E l lirio en el valle.» ¿Y podía acaso Flaubert no estar pensando también en el Dominique de Fromentin, y sobre todo en Volupté de Sainte-Beuve, uno de esos lectores anticipados que todo escritor lleva dentro de sí, y para el que escribe, tanto y más cuando contra quienes escribe es contra ellos: «Había hecho La educación sentim ental en parte para Sainte-Beuve. Ha muerto sin haber podido leer ni una sola línea.»?2 ¿Y cómo iba a no tener presente en la mente Les Forces perdues de Maxime Du Camp, un libró concebido a partir de recuerdos comunes, que se publica en 1866 y del cual dice a George Sand que se parece en muchos aspectos a La educación, en el que está trabajando?3 Pero eso no es todo. Optando por escribir con la impasibilidad de un paleontólogo y la exquisitez de un parnasiano la novela del mundo moderno, sin descartar ninguno de los ardientes acontecimientos que dividen el mundo literario y el mundo polí­ 1. P. G. Castex (Flaubert, L ’Education sentimentale, París, CDU, 1962) compara la actitud de Rastignac en el cementerio del Pére-Lachaise (el famoso reto lanzado a la capital por el pequeñoburgués provinciano ascendente: «¡Ahora nos veremos las caras!») con el comportamiento de Frédéric, que, en las mismas circunstancias, se limitaba a «admirar los paisajes mientras se pronunciaban los discursos», se aburría y, a diferencia de Rastignac, que en cuanto concluyera la ceremonia iba a cenar con Mme de Nuncingen, evitaba coger al vuelo la ocasión que para él representaba Mme Dam- breuse. 2. G. Flaubert, Carta a Caroline Flaubert, 14 de octubre de 1869, Corr., C., t. VI, pág. 82. 3. «Así éramos exactamente en nuestra juventud; todos los hombres de nuestra generación se reconocerán en él» (G. Flaubert, Carta a Mlle Leroyer de Chantepie, 13 de diciembre de 1866, Corr., C., t. V, pág. 256). 159 tico, la revolución de 1848, las polémicas artísticas del momento (se debate sobre «poetas obreros», arte industrial, se comparan las «cancioncillas pueblerinas» con los «líricos del siglo X IX »), hace añicos toda una serie de asociaciones obligadas: la que vincula la novela llamada «realista» con la «chusma literaria» o con la «democracia», la «vulgaridad» de los objetos con la «vileza» del estilo o el «realismo» del tema con el moralismo humanista. Quiebra al mismo tiempo todas las solidaridades basadas en la adhesión a uno u otro de los términos constitutivos de las parejas convenidas de contrarios: así, se condena con ello a decepcionar, más aún que con M adame Bovary, a todos aquellos que esperan de la literatura que demuestre algo, tanto a los defensores de la novela moral como a los partidarios de la novela social, tanto a los conservadores como a los republicanos, tanto a aquellos que son sensibles a la trivialidad del tema como a los que rechazan la frialdad estética del estilo y la banalidad deliberada de la compo­ sición. Esta serie de rupturas de todas las relaciones que, como amarras, podían ligar la obra a determinados grupos, a sus intereses y a sus hábitos de pensamiento, explica, mejor que la coyuntura, que se ha evocado a menudo, la acogida que la crítica reservó al libro, sin duda uno de los peor acogidos y también uno de los peor leídos de la obra de Flaubert. Unas rupturas absolutamente análogas a las que lleva a cabo la ciencia, pero que no se plantean deliberadamente como tales y que se producen al nivel más profundo de la «poética insciente», es decir al de la labor de escritura y de la labor del inconsciente social que propicia la labor formal, instrumento de una anamnesis a la vez propiciada y limitada por la negación que implica la elaboración formal. La escritura nada tiene que ver con un desahogo, y media un abismo entre la objetivación de Flaubert que se produce en L a educación y la proyección subjetiva de Gustave que ven los comentaristas en el personaje de Frédéric: «Uno no escribe lo que quiere, dice Flaubert. Y es verdad. Maxime [Du Camp] escribe lo que quiere, o casi. Pero eso no es escribir.»1Tampoco es una mera grabación 1. Amigo allegado de Flaubert (hacen juntos un viaje por Oriente durante el cual traban una amistad que Maxime cultiva con esmero y que Flaubert ignora), Maxime Du 160 documental, como parecen pensar aquellos que a veces son considerados sus discípulos: «Goncourt está la mar de feliz cuando pesca por la calle una palabra que puede meter en un libro y yo la mar de satisfecho cuando he escrito una página sin asonancias ni repeticiones.»1 L a e l a b o r a c ió n f o r m a l No es casualidad que el propósito casi explícito de acumular exigencias e imposiciones que, al estar asociadas a posiciones opuestas en el espacio literario (por lo tanto a disposiciones generadoras de «antipatías» y de «incompatibilidades de talante», de exclusiones y de exclusivas), parecen inconciliables lleve, con La educación sentim ental, a una objetivación extraordinariamente lograda (y casi científica) de las experiencias sociales de Flaubert y de las determinaciones que pesan sobre ellas, incluidas las que dependen de la posición contradictoria del escritor en el campo del poder. La labor de escritura lleva a Flaubert a objetivar no sólo las posiciones a las que se enfrenta en el campo y a aquellos que las ocupan (como Maxime Du Camp, cuya relación con Mme Delessert le proporciona el esquema generador de la relación entre Frédéric y Mme Dambreuse), sino también, a través del sistema de relaciones que le vincula con las demás posiciones, todo el espacio en el que se encuentra incluido él mismo, por lo tanto su propia posición y sus propias estructuras mentales. En la estructura quiasmática que se va repitiendo obsesivamente a lo largo de la totalidad de su obra, y bajo las formas más variadas, personajes dobles, trayectorias cruzadas, etc.,2y en la esCamp se ha ido convirtiendo para él, poco a poco, en una especie de antagonista ético y estético (rompe con él en 1852). Es, en un sentido, la antítesis exacta de Flaubert: aquel que, en vez de hacer el campo, es hecho por las fuerzas del campo; aquel que, aun mostrándose profundamente conservador en su universo propio, siempre se sitúa (y se piensa) en la vanguardia en el ámbito de la política. Así, impulsado por su ambición, no hace más que soñar con arte social ypoesía útil: ensalza el vapor y la locomotora, se convierte en director de revista y frecuenta los salones para «promocionarse». 1. G. Flaubert, Carta a G. Sand, diciembre de 1875, Corr., C., t. VII, pág. 281. 2. Albert Thibaudet ya había reparado en la «tendencia a las simetrías y las antítesis», lo que él llamaba la visión binocular de Flaubert: «Su manera de sentir y de pensar 161 tructura misma de la relación que esboza entre Frédéric y los personajes clave de L a educación sentim ental, Flaubert objetiva la estructura de la relación que le une, como escritor, al mundo de las posiciones constitutivas del campo del poder o, lo que es equivalente, al mundo de las posiciones homologas de las anteriores en el campo literario. Si está en disposición de superar, con su labor de escritor, unas incompatibilidades instituidas en el mundo social, bajo forma de grupos, cenáculos, escuelas, etc., y también en las mentes (sin excluir la suya propia), bajo forma de principios de visión y de división, como esas parejas de nociones en «-ismo» que tanto aborrecía, tal vez sea porque, a diferencia de la indeterminación pasiva de Frédéric, el rechazo activo de todas las determinaciones asociadas a una posición determinada en el campo intelectual,1 al que tendía por su trayectoria social y las propiedades contradictorias que lo fundamentaban, le predisponía a una visión más elevada y más amplia del espacio de los posibles, y con ello y al mismo tiempo a una utilización más completa de las libertades que la que contenían las imposiciones. Así, lejos de aniquilar al creador con la reconstrucción del universo de las determinaciones sociales que se ejercen sobre él, y de reducir la obra a un mero producto de un ambiente en lugar consiste en captar, como asociados por parejas, opuestos, extremos de un mismo género, y en componer a partir de esos dos extremos de un género, de esas dos imágenes planas, una imagen en relieve» (A. Thibaudet, Gustave Flaubert, pág. 89, citado en L. Cellier, «La educación sentimental», Archives des lettres modernes, 1964, vol. Ill, n.° 56, págs. 2-20). Y Léon Cellier agrega a la serie de parejas que había determinado yo en mi análisis de La educación sentimental la que forman Sénécal y Deslauriers. Destaca que Sénécal significa para Deslauriers lo mismo que Deslauriers para Frédéric: Deslauriers protege a Sénécal, le proporciona alojamiento, del mismo modo que Frédéric le había protegido a él; Sénécal se separa de él, vuelve a él, él lo utiliza (reproduciendo la actitud que había sido la de Frédéric hacia él); se ponen ambos al servicio de la dictadura, uno como prefecto, el otro como agente de policía. 1. Esta negativa a participar, a depender, a dejarse clasificar se expresa sin cesar, particularmente cuando Louise Colet trata de reclutar a Flaubert para la creación de una revista: «Pero en cuanto a formar parte efectivamente de lo que sea en este bajo mundo, ¡no!, ¡no!, ¡y mil veces no! No quiero ser miembro de una revista, ni de una sociedad, ni de un círculo o de una academia, como tampoco quiero ser consejero municipal u oficial de la guardia nacional» (G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 31 de marzo de 1853, Corr., P., t. II, pág. 291; o también, a Louise Colet, 3 de mayo de 1853, ibid., pág. 323). 162 de ver en ella la señal de que su autor había sabido liberarse de él, como parecía temerlo el Proust de Contre Sainte-Beuve, el análisis sociológico permite describir y comprender la labor específica que el escritor tuvo que llevar a cabo, a la vez en contra de estas determinaciones y gracias a ellas, para producirse como creador, es decir como sujeto de su propia creación. Permite incluso dar cuenta de la diferencia (habitualmente descrita en términos de valor) entre las obras que son el mero producto de un medio y de un mercado y las que tienen que producir su propio mercado y que incluso pueden contribuir a transformar el medio, gracias a la labor de liberación de la que ellas son el producto y que es efectuado, en parte, a través de la objetivación de ese medio. No es casualidad que Proust no sea el autor absolutamente improductivo que es el narrador de En busca del tiempo perdido. El Proust escritor es aquello en lo que se convierte el narrador en y por esa labor que produce En busca..., y que le produce a él como escritor. Esta ruptura liberadora, y creadora del creador, es lo que Flaubert simbolizó representando, bajo la forma de Frédéric, la impotencia de un ser manipulado por las fuerzas del campo; y eso en la propia obra donde superaba esta impotencia al evocar la aventura de Frédéric, y a través de ella, la verdad objetiva del campo en el que escribía esta historia y que, a través del conflicto de sus poderes convergentes, habría podido reducirlo, como a Frédéric, a la impotencia. L a in v e n c ió n d e l a e s t é t ic a «p u r a » La lógica del doble rechazo es el principio que origina la invención de la estética pura que Flaubert lleva a cabo, pero en un arte que, como la novela, parece condenado, más o menos en el mismo grado que la pintura, donde Manet efectuará una revolución semejante, a la búsqueda ingenua de la ilusión de realidad. El realismo es en efecto una revolución parcial y fallida: no cuestiona realmente la confusión entre valor estético y valor moral (o social) que Victor Cousin había instaurado como «teoría» y que todavía sigue orientando los juicios de la crítica cuando espera de 163 la novela que comporte una «enseñanza moral» o cuando condena una obra por su inmoralidad, su indecencia o su indiferencia. Si pone en tela de juicio la existencia de una jerarquía objetiva de los temas, sólo es para invertirla, en un afán de rehabilitación o de desquite (los críticos hablan de una «furia rebajadora») y no para aboliría. Por este motivo se suele tender a reconocerlo más por la naturaleza de los ambientes sociales representados que por la forma más o menos «vil» o «vulgar» de representarlos (cosa que suele darse a menudo): «El realismo, cuando se empezó a emplear esta palabra, sólo tenía un sentido: la aparición en la novela de personajes que hasta entonces habían sido despreciados [...]. El realismo, lo afirma La Revue des Deux Mondes, es el “retrato de los mundos especiales y de las mujeres de la vida”.»1Así, hasta el propio Murger es percibido como realista porque presenta «temas mediocres», protagonistas que visten mal, hablan irreverentemente de todo e ignoran las conve­ niencias. Este vínculo privilegiado con una categoría particular de objetos es lo que Flaubert tiene que romper para generalizar y radicalizar la revolución parcial que ha llevado a cabo el realismo. Así, particularmente, como hará Manet enfrentado a un problema similar, es como describe a la vez, y a veces en la misma novela, lo más alto y lo más bajo, lo más noble y lo más vulgar, la bohemia y el gran mundo. Como Manet (en un cuadro como L a mujer de los pechos desnudos, por ejemplo), subordina el interés literal y literario por el tema al interés por la representación, sacrifica la sensualidad o el sentimentalismo en aras del médium literario o pictórico —lo que le lleva a rechazar los temas que le afectan demasiado emocionalmente o a tratarlos reduciendo su interés dramático, mediante una especie de efecto de sordina. Si la mirada pura puede dedicar un interés especial a los objetos socialmente designados como aborrecibles o despreciables (como la serpiente de Boileau o la carroña de Baudelaire), debido al reto que representan y a la proeza que requieren, ignora deliberadamente todas las diferencias no estéticas entre los objetos y puede encontrar en el universo burgués, debido especial- 1. P. Martino, Le Roman réaliste sous le second Empire, op. cit., pág. 25. 164 mente al vínculo privilegiado que le une al arte burgués, una ocasión particular para afirmar su irreductibilidad. «No hay en la literatura», dice Flaubert, «temas artísticos hermosos y [...] Yvetot, por tanto, vale tanto como Constantinopla.»1 La revolución estética sólo puede realizarse estéticamente:2 no basta con constituir como bello lo que la estética oficial excluye, con rehabilitar los temas modernos, viles o mediocres; hay que afirmar el poder que pertenece al arte de constituirlo todo gracias a la virtud de la forma («escribir bien lo mediocre»), de trasmutarlo todo en obra de arte gracias a la eficacia de la propia escritura. «Por ese motivo no hay temas bonitos ni feos y casi podría establecerse como axioma, planteado desde el punto de vista del Arte puro, que no hay tema de ningún tipo, pues el estilo por sí solo ya es una manera absoluta de ver las cosas.»3 Pero tampoco basta, como hacen los parnasianos, o incluso Gautier, con afirmar la primacía de la forma pura que, al convertirse en fin para sí misma, no es más que expresión de sí misma y nada más. Siñ duda, cabría llevarme la contraria aquí con el famoso «libro sobre nada», que tanto les gustaba a los teóricos del «Nouveau Roman» y a los semiólogos, o, por el bando de Baude- 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 25 de junio de 1853, Corr., P., t. II, pág. 362; o también: «El rio Ganges no es más poético que el Bièvre, pero el Bièvre tampoco lo es más que el Ganges. Cuidado, vamos a volver a caer, como en los tiempos de la tragedia clásica, en la aristocracia de los temas y en el preciosismo de los términos. Acabaremos encontrando que las expresiones chabacanas resultan de buen tono en el estilo, del mismo modo que antes se emperifollaba con palabras rebuscadas sólo para adornar. La retórica esta invertida, pero sigue siendo retórica» (G. Flaubert, Carta a J. K. Huysmans, febrero-marzo de 1879, Corr., C., t. VIII, pág. 225). 2. Eso es lo que no comprendieron los realistas a los que combate Flaubert y, tras ellos, todos los comentaristas que, como vemos hoy en día a propósito del arte «pompier», quieren que una revolución estética vaya necesariamente asociada, en sus causas y en sus efectos, a una revolución política (en el sentido corriente del término): pueden así pelearse para saber si aquellos que llevan a cabo una revolución estética inseparable de una revolución política específica (es decir efectuada dentro del campo), como la revolución impresionista contra la Academia y el Salón, son más o menos progresistas o conservadores políticamente que aquellos cuyo poder derrocan (ya que el empleo de un vocabulario de origen político, como la noción de vanguardia, contribuye enormente a la confusión). La respuesta a este falso problema ya sólo puede entonces depender de las disposiciones políticas de los historiadores, que únicamente están en disposición de enfrentarse porque comparten el hecho de ignorar la autonomía del campo y la especificidad de los combates que se libran en él. 3. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 16 de enero de 1852, Corr., P., t. II, pág. 31. 165 laire, con el fragmento que se cita a menudo de su artículo dedicado a Gautier en la Anthologie des poetes français de Crépet: «La Poesía [...] no tiene más fin que la Poesía misma; [...] y ningún poema será tan grande, tan noble, tan auténticamente digno del nombre de poema, como el que se haya escrito por el gusto de escribir un poema.»1 En ambos casos, el lector se condena a una lectura parcial y mutilada, si no considera conjuntamente las dos facetas de una verdad que se determina y se define oponiéndose a dos errores opuestos: así, en contra de todos aquellos que «se imaginan que el objetivo de la poesía es algún tipo de enseñanza, que ora debe fortalecer la conciencia, ora perfeccionar las costumbres, ora por último demostrar alguna cosa de utilidad», resumiendo, en contra de «la herejía de la enseñanza», que comparten románticos y realistas, y sus corolarios, «las herejías de la pasión, de la verdad, de la moral»,2 Baudelaire cierra filas junto a Gautier. Pero, en el elogio mismo, se disocia imperceptiblemente de Gautier al atribuirle (mediante una estrategia absolutamente clásica en los prefacios) una concepción de la poesía que nada tiene de formalista, la suya: «Cuando pensamos que además de esta maravillosa facultad [el estilo y el dominio de la lengua], Gautier aporta una inmensa inteligencia innata de la correspondencia y del simbolismo universales, ese repertorio de todas las metáforas, comprendemos que, sin tregua, sin cansancio ni desmayo, pueda definir la actitud misteriosa que los objetos de la creación conservan ante la mirada de los hombres. Hay en la palabra, en el verbo, algo sagrado que nos prohíbe convertirlo en un juego de azar. Manejar con sabiduría una lengua es practicar una especie de brujería evocatoria.»3 No me parece que sea forzar el significado de la última frase considerarla como el programa de una estética basada en la conciliación de posibles indebidamente separados por la representación dominante del arte: un form alism o realista. ¿Qué dice en efecto Baudelaire? Paradójicamente, el trabajo puro sobre la forma pura, ejercicio formal por excelencia, hace surgir, como 1. C. Baudelaire, Œuvres completes, op. cit., t. II, págs. 112-113. 2. Ibid. 3. C. Baudelaire, Œuvres complètes, op. cit., t. II, págs. 117-118. 166 por arte de encantamiento, una realidad más real que la que se ofrece inmediatamente a los sentidos y en la que se detienen los enamorados ingenuos de la realidad, aun a costa de imponerle desde fuera unos significados morales o políticos que, como el título de los cuadros, orientan la mirada y la desvían de lo esencial. A diferencia de los parnasianos y de Gautier, Baudelaire se propone abolir la distinción entre la forma y el fondo, el estilo y el mensaje: pide a la poesía que integre el espíritu y el universo concebido como un depósito de símbolos cuyo sentido oculto el lenguaje puede volver a captar recurriendo al fondo inagotable de la analogía universal. La búsqueda adivinatoria de las equivalencias entre los elementos de los sentidos permite restituirles «la expansión de las cosas infinitas» confiriéndoles, a través del poder de la imaginación y de la gracia del lenguaje, el valor de símbolos capaces de fundirse en la unidad espiritual de una esencia común. De este modo, al lirismo sentimental del romanticismo (francés al menos), que concibe la poesía como la expresión refinada de los sentimientos, y al objetivismo pictórico y descriptivo de Gautier y del Parnaso, que renuncian a la búsqueda de una penetración recíproca del espíritu y de la naturaleza, Baudelaire contrapone una especie de misticismo de la sensación ampliada por el juego del lenguaje: realidad autónoma, sin más referente que ella misma, el poema es una creación independiente de la creación, y no obstante unida a ella por unos lazos profundos, que ninguna ciencia positiva percibe, y que son tan misteriosos como las correspondencias que unen entre sí a los seres y las cosas. Se trata del mismo formalismo realista que propugna Flaubert con unos considerandos totalmente distintos y en un caso particularmente difícil, ya que la novela parece abocada a la búsqueda del efecto de realidad por lo menos con la misma rigurosidad que la poesía a la expresión del sentimiento. Su dominio de todos los requisitos de la forma le permite afirmar casi sin límites el poder legítimo de constituir estéticamente cualquier realidad del mundo, incluidas aquellas que, históricamente, han sido objeto de elección del realismo. Más aún, como hemos visto, en y a través de la elaboración formal se lleva a cabo la evocación (en el sentido fuerte de Baudelaire) de ese real más real que las apa- 167 riencias sensibles a merced de la mera descripción realista. «De la forma nace la idea»: la labor de la escritura no es una mera ejecución de un proyecto, mera elaboración formal de una idea preexistente, como cree la doctrina clásica (y como todavía se aprende en la Academia de pintura), sino una auténtica búsqueda, comparable en su orden con la que practican las religiones iniciáticas, y abocada en cierto modo a crear las condiciones favorables para la evocación y el surgimiento de la idea, que no es otra cosa, en este caso, que lo real. Rechazar las convenciones y las conveniencias estilísticas de la novela establecida y desechar su moralismo y su sentimentalismo es la misma cosa. A través del trabajo sobre la lengua, que implica a la vez y sucesivamente resistencia, lucha, y sumisión, entrega de uno mismo, actúa la magia evocadora que, como una encantación, hace que surja lo real. Cuando consigue dejarse poseer por las palabras, el escritor descubre que las palabras piensan por él y le descubren lo real. La investigación que cabe llamar formal sobre la composición de la obra, sobre la articulación de las historias de personajes diferentes, sobre la correspondencia entre los ambientes o las situaciones y los comportamientos o los «caracteres», así como también sobre el ritmo o el colorido de las frases, sobre las repeticiones y las asonancias que hay que eliminar, forma parte de las condiciones de la producción de un efecto de realidad mucho más profundo que el que los analistas suelen designar con este nombre. So pena de creer el efecto de una especie de milagro absolutamente ininteligible el hecho de que el análisis pueda descubrir en la obra —como he hecho con L a educación sentim ental—unas estructuras profundas inaccesibles a la intuición normal (y a la lectura de los comentaristas), no queda más remedio que admitir que a través de esta elaboración formal es como se proyectan en la obra estas estructuras que el escritor, como cualquier agente social, lleva en sí mismo en estado práctico, sin por ello tener un pleno dominio sobre ellas, y como se lleva a cabo la anamnesis de todo lo que normalmente permanece oculto, en estado implícito o inconsciente, por debajo de los automatismos del lenguaje, que trabaja en balde. Por último, convertir la escritura en una investigación inseparablemente formal y material dedicada a tratar de inscribir en 168 las palabras más eficaces para evocarla, por su forma misma, la experiencia intensificada de lo real que han contribuido a producir en la mente misma del escritor, es obligar al lector a detenerse en la forma sensible del texto, material visible y sonoro, lleno de correspondencias con lo real que se sitúan a la vez en el orden del sentido y en el orden de lo sensible, en vez de atravesarla, como un signo transparente, leído sin ser visto, para ir directamente al sentido; es obligarlo con ello a descubrir por su cuenta la visión intensificada de lo real que la invocación mágica implicada en la labor de escritura ha inscrito en ella. Cabe citar aquí a un crítico de la época, Henry Denys, que expresa perfectamente, a través de la comparación con la pintura, el efecto que pudo haber producido la primera novela de Flaubert: «... contiene páginas deslumbrantes de audacia y de verdad. Así pues, a los eternos amigos de estas ficción de dedos rosados cuya cabeza reposa en el claroscuro, mientras el resto del cuerpo lo hace en ríos de gasa, tal vez les ofenda una luz demasiado fuerte: el prolongado uso de cristales engañosos les ha hecho la mirada débil, indecisa y superficial».1 Y sin duda porque consigue realmente del lector, gracias a la fuerza propia de la escritura, esta mirada intensificada sobre una representación intensificada de la realidad, y de una realidad metódicamente rechazada por las convenciones y las conveniencias habituales, es por lo que Flaubert (como Manet, que hizo más o menos lo mismo en su arte) suscita la indignación de unos lectores por lo demás muy indulgentes con unas obras carentes de la magia de su escritura. Así se explica sin duda que tantos críticos, sin embargo acostumbrados al erotismo insulso de los novelistas «honestos» y de los pintores pom pier, coincidieran a la hora de denunciar lo que llamaban el «sensualismo» de Flaubert. 1. Citado en B. Weinberg, French Realism: The Critical Reaction, op. cit., pág. 162. 169 L as co n d ic io n es ét ic a s d e la r e v o l u c ió n e s t é t ic a La revolución de la mirada que se lleva a cabo en y a través de la escritura supone y suscita a la vez una ruptura del vínculo entre la ética y la estética, que va pareja con una conversion total del estilo de vida. Los realistas de la segunda bohemia sólo pudieron realizar esta conversión, que se efectúa en el esteticismo del estilo de vida de los artistas, a medias, porque estaban acantonados en la cuestión de las relaciones entre el arte y la realidad, entre el arte y la moral, pero principalmente porque se hallaban encerrados dentro de los límites de su ethos pequeñoburgués, que les impedía aceptar sus implicaciones éticas. Todos los partidarios del arte social, trátese de Léon Vasque hablando de M ademoiselle de M aupin, de Vermorel juzgando a Baudelaire o de Proudhon estigmatizando las costumbres de los artistas, ven con toda claridad los fundamentos éticos de la nueva estética: denuncian la perversión de una literatura que «se torna venérea y se vuelve afrodisíaca»; condenan a los «poetas de lo feo y de lo inmundo», que aúnan las «ignominias morales» y las «corrupciones físicas»; les indigna muy especialmente todo lo que hay de método y de artificio en esa «depravación [...] fría, razonada, buscada con ahínco».1 Escándalo de la complacencia perversa, pero escándalo también de la cínica indiferencia hacia lo infame o lo escandaloso. Así, cierto crítico, en un artículo sobre M adam e B ovary y la «novela fisiológica», reprocha a la imaginación pictórica de Flaubert «haberse encerrado en el mundo físico como en un inmenso taller atestado de modelos que tienen todos el mismo valor para él».2 De hecho, la mirada pura que se trata entonces de inventar (en vez de limitarse a ponerla en práctica, como en la actualidad), a costa de una ruptura de los vínculos entre el arte y la moral, exige una postura de impasibilidad, de indiferencia y de desapego, tal vez incluso de cínica desenvoltura, que está en las antípodas de la doble ambivalencia, compuesta de horror y de 1. L. Badesco, La Génération poétique de I860, op. cit., págs. 304-306. 2. G. Merlet, Revue européenne, 15 de junio de 1860, citado por B. Weinberg, French Realism: The Critical Reaction, op. cit., pág. 133. fascinación, del pequeñoburgués para con los «burgueses» y el «pueblo». Así por ejemplo el violento talante anarquista de Flaubert, su sentido de la transgresión y de la broma unido a esa capacidad de mantenerse a distancia que le permite extraer los más hermosos efectos estéticos de la mera descripción de las miserias humanas. Como cuando lamenta que, con Les Amoureux de Sainte-Périne, Champfleury echara a perder un hermoso tema: «No veo qué es lo que [el tema] tiene de cómico; yo lo habría hecho atroz y lamentable.»1 Y también vale la pena recordar aquella carta en la que anima a Feydeau, entonces junto a su mujer moribunda, a sacar partido artístico del trance: «Has visto y verás hermosos cuadros, y podrás hacer buenos estudios. Es pagarlos muy caros. A los burgueses ni se les pasa por la cabeza que les servimos nuestro corazón. La estirpe de los gladiadores no ha muerto: todo artista lo es. Divierte al público con sus agonías.»2 El estetismo llevado a sus últimas consecuencias tiende hacia una especie de neutralismo moral, que no anda lejos de un nihilismo ético. «El único medio de poder vivir en paz es situarse de un salto por encima de toda la humanidad y no tener en común con ella más que una relación de espectador. Eso escandalizaría a los Pelletan, a los Lamartine y toda la estirpe estéril y seca (inactiva tanto en el bien como en lo ideal) de los humanitarios, republicanos, etc. ¡Peor para ellos! Que empiecen por pagar sus deudas antes de predicar la caridad. Por ser sencillamente honrados, antes de pretender ser virtuosos. La Fraternidad es una de las invenciones más hermosas de la hipocresía social.»3 Esta libertad respecto a las conveniencias morales y a los conformismos huma­ 1. G. Flaubert, Carta a George Sand, 23-24 de enero de 1867, Corr., C., t. V, pág. 271. 2. G. Flaubert, Carta a Ernest Feydeau, primera quincena de octubre de 1859, Corr., C., t. IV, pág. 340. Monet evocará, casi con los mismos términos, ese desapego absoluto del ojo del artista: «Un día, estando junto al lecho de una fallecida que me había sido y que me seguía siendo muy querida, me sorprendí con la mirada clavada en la sien trágica, en pleno acto de buscar maquinalmente la sucesión, la apropiación de las degradaciones de los colores que la muerte acababa de imponer al rostro inmóvil. Tonos azules, amarillos, grises, ¿qué sé yo? A eso había llegado...» (G. Clemenceau, Claude Monet, Les Nymphéas, 1928, págs. 19-20, citado por L. Venturi, De Manet à Lautrec, París, Albin-Michel, 1953, pág. 77). 3. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 22 de abril de 1853, Corr., P., t. II, pág. 313. 171 nitarios que aprisionan a las gentes «decentes» en el fariseísmo es sin duda lo que une profundamente al grupo de convidados de las veladas Magny, donde, entre anécdotas literarias y chistes obscenos, se propugna la separación del arte y la moral. Esta libertad es lo que fundamenta la particular afinidad entre Baudelaire y Flaubert, a la que éste alude cuando escribe a Ernest Feydeau, durante la redacción de Salam m bô: «Estoy llegando a los tonos algo tenebrosos. Se empiezan a pisar tripas y a quemar moribundos. ¡Baudelaire estará contento!» Y el mismo aristocracismo esteticista del que se alardea aquí en tono de desplante provocador surge, de un modo mucho más discreto pero sin duda mucho más auténtico, en el siguiente juicio sobre Hugo (muy próximo a los que formularía Baudelaire): «¿Por qué ha propugnado a veces una moral tan tonta y que tanto le ha estrechado? ¿Por qué la Academia?, ¡los tópicos!, la imaginación, etc.»1 O sobre Erckmann-Chatrian: «¿Es suficientemente zafio? He aquí a dos individuos que tienen el alma muy plebeya.»2 Así, la invención de la estética pura es inseparable de la invención de un nuevo personaje social, el del gran artista profesional que aúna en una combinación tan frágil como improbable el sentido de la transgresión y de la libertad respecto a los conformismos y el rigor de una disciplina de vida y de trabajo extremadamente estricta, que supone el desahogo burgués y el celibato3y que más bien caracteriza al sabio o al erudito. Las grandes revoluciones artísticas no proceden de los dominantes (temporalmente) que, aquí como en todas partes, nada tienen que objetar a un orden que los consagra, ni de los dominados a secas, cuyas condiciones de existencia y disposiciones condenan a menudo a un ejercicio rutinario de la literatura y que tanto pueden engrosar las filas de los heresiarcas como las de los guardianes del orden simbólico. Pertenecen a esos seres bastardos e inclasificables 1. G. Flaubert, Carta a Louise Colet, 11 de mayo de 1853, Corr., P., t. II, pág. 330. 2. G. Flaubert, Carta a George Sand, 4 de diciembre de 1872, Corr., C., t. VI, pág. 457. 3. Flaubert, que siempre se negó a casarse, considera el matrimonio de sus allegados, Alfred Le Poitevin, Ernest Chevalier, una especie de sumisión al conformismo que suscita en él la reprobación, cuando no el sarcasmo. Fundar una familia es iniciar una existencia de «tendero» (ver M. Nadeau, Gustave Flaubert écrivain, Paris, Les Lettres nouvelles-Maurice Nadeau, 1980, págs. 75-76). 172 cuyas disposiciones aristocráticas asociadas a menudo a una procedencia social privilegiada y a la posesión de un gran capital simbólico (en el caso de Baudelaire y de Flaubert el prestigio sulfúreo asegurado de entrada por el escándalo) sustentan una profunda «alergia a los límites», sociales pero también estéticos, y una intolerancia altiva hacia cualquier compromiso con el siglo. «La búsqueda de cualquier honor me parece por lo demás un acto de modestia incomprensible.»1 Este alejamiento de todas las posiciones que favorece la elaboración formal es inscrito por el trabajo sobre la forma en la misma obra: la eliminación sin piedad de todos los «tópicos», de todos los lugares comunes típicos de un grupo y de todos los rasgos estilísticos propios para indicar o revelar la adherencia o la adhesión a una u otra de las posiciones o de las tomas de posición manifestadas; el empleo metódico del estilo indirecto libre que deja indeterminada, en lo que cabe, la relación del narrador con los hechos y las personas de los que habla en el relato. Pero nada hay más revelador del punto de vista de Flaubert que la am bigüedad misma del punto de vista que queda manifiesta en la composición tan característica de sus obras: como en L a educación sentim ental, a la que los críticos han reprochado a menudo estar hecha de una serie de «pedazos yuxtapuestos al relato», debido a la ausencia de una jerarquía clara de los pormenores y los incidentes.2 Igual que hará Manet, Flaubert abandona la perspectiva unificadora, adoptada a partir de un punto de vista fijo y central, en beneficio de lo que cabría llamar, con Panofski, un «espacio agregativo», entendiendo con ello un espacio hecho de pedazos yuxtapuestos y carentes de un punto de vista privilegiado. En una carta a Huysmans, a propósito de Les Sœurs Vatard, escribe: «Falta en Les Sœurs Vatard, como en L a educación sentim ental, ¡la falsedad de la perspectiva! No hay progresión del efecto.»3 Y no olvidemos la declaración que le hizo un día a Henry Céard, 1. G. Flaubert, Carta a George Sand, 28 de octubre de 1872, Corr., C., t. VI, pág. 440. 2. B. Weinberg, French realism: The Critical Reaction, op. cit., pág. 172 y también 164. 3. G. Flaubert, Carta a Huysmans, febrero-marzo de 1879, Corr., C., t. VIII, pág. 224. 173 siempre a propósito de La educación: «“Es un libro que está condenado, querido amigo, porque no hace esto”, y juntando las manos largas y elegantes pese a su robustez, imitó una construcción piramidal.»1 El rechazo de la construcción piramidal, es decir de la convergencia ascendente hacia una idea, una convicción, una conclusión, contiene por sí mismo un mensaje, y sin duda el más importante, es decir una visión —por no decir una filosofía— de la historia, en el doble sentido del término. Burgués rabiosamente antiburgués, Flaubert carece al mismo tiempo totalmente de ilusiones sobre el «pueblo» (pese a que Dussardier, plebeyo sincero y desinteresado que, creyendo defender la República, mata a un sublevado heroico, sea, ingenuamente engañado, la única figura luminosa de L a educación). Pero en su desencanto absoluto conserva una convicción absoluta referida a la tarea del escritor. En contra de todos los predicadores de alma bienintencionada surgidos de Lamennais (antítesis de Barbes, respecto al cual Flaubert dice a George Sand: «ése amaba la libertad, y sin frases, como un hombre de Plutarco»), afirma, de la única forma consecuente, es decir sin frases, y únicamente con la estructura de su discurso, su negativa a conceder al lector las satisfacciones engañosas que le ofrece el falso humanismo fariseo de los mercaderes de ilusiones. Este texto que al negarse a «formar una pirámide» y a «abrir perspectivas» se afirma como un discurso sin más allá, y en el que el autor se ha borrado a sí mismo, pero como un Dios spinozista, inmanente y coextensivo a su creación, ése es en efecto el punto de vista de Flaubert. 1. R. Descharmes y R. Onracsrál, Autour de Flaubert, op. cit., pág. 48. El mismo análisis del fracaso de La educación también aparece en la Correspondencia: «Estéticamente hablando, le fa lta la falsedad de la perspectiva. A fuerza de haber urdido a fondo el plan, el plan acaba desapareciendo. Toda obra debe tener un punto, una cumbre,form ar una pirámide, o bien la luz debe caer con fuerza sobre un punto de la bola. Pero nada de todo eso sucede en la vida. ¡Pero el Arte no es la Naturaleza!» (G. Flaubert, Carta a Mme Roger des Genettes, Corr., C., t. VIII, pág. 309). 2. LA EM ERGENCIA D E UNA ESTRUCTURA DUALISTA Si tuviera tanta fama como Paul Bourget, me exhibiría todas las noches en taparrabos en una revista de cabaret y le garantizo que sería un éxito de taquilla. A r t h u r Cr a v a n Tras haber trazado el estado del campo intelectual en la fase de constitución, período heroico en el cual los principios de autonomía que se convertirán en mecanismos objetivos, inmanentes a la lógica del campo, residen aún, en su mayor parte, en las disposiciones y las acciones de los agentes, quisiéramos proponer aquí un modelo del estado del campo literario que se instaura en la década de 1880. De hecho, tan sólo una auténtica crónica elaborada podría hacer sentir concretamente que este universo en apariencia anárquico y deliberadamente libertario —cosa que también es, gracias especialmente a los mecanismos sociales que permiten y propician la autonomía— es el lugar donde se mueve una especie de ballet bien regulado en el que los individuos y los grupos van evolucionando, ora oponiéndose unos a otros, ora enfrentándose, ora marcando el mismo paso, y luego dándose la espalda, con separaciones a menudo chocantes, y así sucesivamente, hasta hoy... L a s p a r t ic u l a r id a d e s d e l o s g é n e r o s Los progresos del campo literario hacia la autonomía quedan manifiestos en el hecho de que, a finales del siglo xix, la jerarquía entre los géneros (y los autores) en función de los criterios específicos del juicio de sus pares es más o menos exactamente la inversa de la jerarquía en función del éxito comercial. Y eso a diferencia de lo que sucedía en el siglo XV II, cuando las dos jerar­ 175 quías prácticamente se confundían, ya que los más consagrados entre los hombres de letras, particularmente los poetas y los sabios, eran los que más se beneficiaban de pensiones y prebendas.1 Desde el punto de vista económico, la jerarquía es sencilla y relativamente constante pese a las fluctuaciones coyunturales. En la cúspide, el teatro, que proporciona, para una inversión cultural relativamente pobre, beneficios importantes e inmediatos a un número muy reducido de autores. En la base de la jerarquía, la poesía, que, salvo contadísimas excepciones (como algunos éxitos del teatro en verso), proporciona beneficios extremadamente modestos a un número reducido de productores. Situada en posición intermedia, la novela puede proporcionar beneficios importantes a un número relativamente elevado de autores, pero bajo la condición de ampliar su público bastante más allá del mundo literario en sí mismo (al que está confinada la poesía) y del mundo burgués (como ocurre con el teatro), es decir hasta la pequeña burguesía o incluso, especialmente gracias a las bibliotecas municipales, hasta la «aristocracia obrera». Desde el punto de vista de los criterios de valoración que dominan en el interior del campo, las cosas no son tan sencillas. Sin embargo, hay numerosos indicios de que, bajo el Segundo Imperio, la cumbre de la jerarquía está ocupada por la poesía, que, consagrada como el arte por excelencia por la tradición romántica, conserva todo su prestigio: a pesar de las fluctuaciones —con el declive del romanticismo, nunca totalmente igualado por Théophile Gautier o el Parnaso, y el surgimiento de la figura enigmática y sulfúrea de Baudelaire—, sigue atrayendo a un gran número de escritores, pese a carecer casi totalmente de mercado 1. Ver A. Víala, Naissance de l’écrivain, París, Minuit, 1984. Hay que evitar cometer el error de constituir en indicios de una especie de inicio absoluto las primeras señales de la institucionalización del personaje del escritor, como la aparición de instancias específicas de consagración. En efecto, este proceso es durante mucho tiempo ambiguo, incluso tal vez contradictorio, en la medida en que los artistas tienen que pagar con una dependencia estatutaria con respecto al Estado el reconocimiento y el estatuto oficial que éste les otorga. Y el sistema de rasgos constitutivos de un campo autónomo no se encuentra completado hasta finales del siglo xix (sin que por ello quede excluida para siempre la posibilidad de una regresión hacia la heteronomia, como la que se está iniciando en la actualidad, impulsada por un retorno a unas formas nuevas de mecenazgo, público o privado, y debida al influjo acrecentado del periodismo). 176 —la mayoría de las obras a duras penas alcanzan unos pocos centenares de lectores—. En el polo opuesto, el teatro proporciona, a quien se someta directamente a la sanción inmediata del público burgués, de sus valores y de sus conformismos, además del dinero, la consagración institucionalizada de las Academias y de los honores oficiales. En cuanto a la novela, situada en una posición central entre ambos extremos del espacio literario, presenta la mayor dispersión desde el punto de vista del estatuto simbólico: pese a haber adquirido sus títulos de nobleza, por lo menos en el interior del campo, e incluso más allá, con Stendhal y Balzac, y sobre todo con Flaubert, permanece asociada a la imagen de una literatura mercantil, vinculada al periodismo por el folletín. Adquiere un peso considerable en el campo literario cuando, con Zola, alcanza éxitos de ventas excepcionales (por lo tanto unos ingresos muy importantes que le permiten liberarse de la prensa y el folletín), llegando a un público mucho más amplio que cualquier otro medio de expresión, pero sin renunciar a las exigencias específicas en lo que a la forma se refiere (logrará incluso alcanzar, con la novela mundana, una consagración burguesa reservada hasta entonces al teatro). Cabe dar cumplida cuenta de la estructura quiasmática de este espacio, en el que la jerarquía en función del beneficio comercial (teatro, novela, poesía) coexiste con una jerarquía de sentido inverso en función del prestigio (poesía, novela, teatro), mediante un modelo sencillo que tenga en cuenta dos principios de diferenciación. Por una parte, los diferentes géneros, considerados como empresas económicas, se distinguen por tres aspectos: primero, en función del precio del producto o del acto de consumición simbólica, relativamente elevado en el caso del teatro o del concierto, bajo en el caso del libro, de la partitura o de la visita al museo o la galería (el coste unitario del lienzo coloca la producción pictórica en una situación absolutamente aparte); segundo, en función del volumen y de la calidad social de los consumidores, por lo tanto de la importancia de los beneficios económicos pero también simbólicos (relacionados con la calidad social del público) que proporcionan estas empresas; tercero, en función de la duración del ciclo de producción y en particular de la rapidez con la que se obtienen los beneficios, tanto materiales 177 como simbólicos, y del tiempo durante el cual están garanti­ zados. Por otra parte, a medida que el campo va ganando autonomía y va imponiendo su propia lógica, estos géneros se diferencian también, y cada vez con mayor nitidez, en función del crédito propiamente simbólico que poseen y confieren y que tiende a variar en razón inversa al beneficio económico: el crédito atribuido a una práctica cultural tiende en efecto a menguar con el volumen y sobre todo con la dispersión social del público (y eso porque el valor del crédito de reconocimiento que proporciona la consumición decrece cuando decrece la competencia específica que se le reconoce al consumidor y tiende incluso a cambiar de signo cuando ésta desciende por debajo de un umbral deter­ minado). Este modelo da cumplida cuenta de las oposiciones más importantes entre los géneros, pero también de las diferencias más sutiles que se observan en el interior de un mismo género, y de las formas diversas que reviste la consagración otorgada a los géneros o a los autores. En efecto, la calidad social del público (calibrada principalmente en función de su volumen) y el beneficio simbólico que proporciona determinan la jerarquía específica que se establece entre las obras y los autores en el interior de cada género, ya que las categorías jerarquizadas que se distinguen en él concuerdan bastante estrechamente con la jerarquía social de los públicos, cosa que se ve con claridad meridiana en el caso del teatro, con la oposición entre teatro clásico, teatro de comedia ligera, vodevil y cabaret, o, con mayor claridad aún, en el caso de la novela, donde la jerarquía de las especialidades —novela mundana, que se convertirá en novela psicológica, novela naturalista, novela costumbrista, novela regionalista, novela popular— coincide muy directamente con la jerarquía de los públicos abarcados, y también, de forma bastante estricta, con la jerarquía de los mundos sociales representados e incluso con la jerarquía de los autores en función de su procedencia social y de su sexo. Permite también comprender lo que aproxima y lo que separa al teatro y a la novela. El teatro de comedia ligera, que puede proporcionar unos beneficios económicos considerables gracias a las repetidas representaciones de una misma obra ante 178 un público restringido y burgués, aporta a los autores, casi todos procedentes de la burguesía, una forma de respetabilidad social, la que consagra la Academia. Las características sociales muy particulares de los autores teatrales resultan del hecho de que son el producto de una selección a dos niveles: al haber pocos teatros —y al estar los directores interesados en mantener la obra en cartel el plazo de tiempo más largo posible—, los autores tienen que enfrentarse, para llegar a ser representados a una competencia terrible, en la que la baza más importante consiste en el capital social de relaciones en el medio teatral; tienen después que enfrentarse a la competencia por el público, en la que intervienen, además del dominio de los miquillos del oficio, también ligado a la familiaridad con el mundo del teatro, la proximidad a los valores del público, principalmente burgués y parisino, por lo tanto más «distinguido» social que culturalmente. En el polo opuesto, los novelistas sólo pueden generar beneficios equivalentes a los de los autores teatrales siempre y cuando lleguen al «gran público», es decir, como indican las connotaciones peyorativas de la expresión, exponiéndose al descrédito atribuido al éxito comercial. De este modo Zola, cuyas novelas conocieron una suerte harto comprometida, sólo se libró, parcialmente, del destino social que le asignaban sus importantes tiradas y sus temas triviales sin duda debido a la conversión de lo «comercial», negativo y «vulgar» en «popular», portador de todos los prestigios positivos del progresismo político; una conversión que se había hecho posible gracias al papel de profeta social con el que fue investido en el seno mismo del campo y que le fue reconocido mucho más allá gracias a la contribución de la abnegación militante (y también, pero mucho más adelante, del progresismo profesoral).1 El hechizo extraordinario que ejerció sobre Zola la Introduction à l’étude de la médecine expérimentale no sólo se explica por el in- 1. Si, exceptuando a Courbet, los pintores no han recurrido a justificaciones populistas más que en muy escasas ocasiones, tal vez sea porque no están enfrentados con el problema de la difusión masiva, debido al hecho de que sus productos son únicos y de un precio unitario relativamente elevado y a que el único éxito que pueden cosechar es el éxito mundano, muy próximo en sus efectos sociales a los éxitos teatrales. 179 menso prestigio de que goza la ciencia en la década de 1880, especialmente a través de la influencia de los Taine, Renan y también Berthelot (un científico que se convirtió a sí mismo en el profeta de una auténtica religion de la ciencia).1 ¿Fue tan ingenuo como para creer, como se le reprocha a menudo, que el método de Claude Bernard podría aplicarse directamente a la literatura? Todo impulsa a pensar en cualquier caso que la teoría de la «novela experimental» le ofrecía un medio privilegiado de neutralizar la sospecha de vulgaridad atribuida a la inferioridad social de los ambientes que describía y de aquellos que alcanzaba a través de sus libros: reivindicando el modelo de médicos eminentes, identificaba la mirada del «novelista experimental» con la mirada clínica, instituyendo entre el escritor y su objeto la distancia objetivante que separa a las grandes celebridades médicas de sus pacientes. Este afán por mantener las distancias nunca resulta tan evidente como en el contraste que mantiene (y que abolirá Céline, por ejemplo) entre el lenguaje atribuido a los personajes populares y las declaraciones del narrador, en las que siempre están presentes las marcas de la gran literatura, en su ritmo, que es el del texto escrito, o en los rasgos típicos del estilo noble, como el empleo del pretérito indefinido o del estilo indirecto. Así, quien en su manifiesto La novela experimental proclamaba bien alto la independencia y la dignidad del hombre de letras, afirma, en su obra misma, la dignidad superior de la cultura y de la lengua literarias, a las cuales él debe estar reconocido y para las que reclama el reconocimiento, designándose así como el autor por excelencia de la educación popular, toda ella asentada, a su vez también, en el reconocimiento a esta ruptura sobre la que se fundamenta el respeto a la cultura. D if e r e n c ia c ió n d e l o s g é n e r o s y u n if ic a c ió n d e l c a m p o La reacción simbolista contra el naturalismo, y también, en el caso de la poesía, contra el positivismo que pesa sobre la poesía parnasiana a través de la superstición del hecho preciso, del documento, del orientalismo y del helenismo, no puede enten­ 1. Sobre el prestigio de la ciencia hacia 1880, ver D. Mornet, Histoire de la littérature, París, Larousse, 1927, págs. 11-14. 180 derse como un efecto directo de una transformación de las mentalidades que a su vez fuera el reflejo de cambios económicos o políticos, es decir haciendo abstracción de la lógica y de la historia específicas del campo. Es indudable que el «renacimiento espiritualista» que se observa en todo el campo del poder, relacionado con un impulso renovado del idealismo asociado al culto a Wagner y los italianos primitivos, y que, en el campo literario, se expresa bajo forma de renovado impulso del misticismo (por ejemplo, con la Unión para la Acción Moral de Paul Desjardins), a veces mezclado con unas gotas de anarquismo de salón,1aportó las condiciones propicias para la aparición y el éxito relativo del movimiento simbolista (y de los innumerables movimientos menores afines, como el «impulsionismo» de Florian-Parmentier que, contra «el materialismo científico, el fanatismo experimental, el intelectualismo», erige una filosofía muy cercana a la de Bergson). La dimensión social e incluso política de esta reacción es en efecto bastante evidente: contrapone un arte artista y espiritualista que cultiva el sentido del misterio, a un arte social y materialista fundamentado en la ciencia (el progresismo político está más bien asociado al conservadurismo estético y se da por ejemplo entre los viejos parnasianos sociales o en las diferentes escuelas raras, como el «unanimismo» de Jules Romains, que se dice discípulo de Tarde, de Le Bon y del naturalismo, el «paroxismo», el «dinamismo», el «proletarismo», etc.). Pero la reacción simbolista sólo se comprende del todo si se la relaciona con la crisis específica que experimenta la producción literaria en la década de 1880 y que afecta a los diferentes géneros literarios tanto más cuanto más rentables son económicamente.2 La poesía, que pese al mayor poder de atracción de la novela continúa atrayendo a una parte muy importante de los nuevos reclutas, no tiene gran cosa que perder, bien es verdad, puesto que apenas cuenta con otros clientes aparte de los propios productores; la lógica inmanente de la diferenciación permanente de los estilos propicia el nacimiento, en la senda abierta 1. Particularmente entre los escritores vinculados al Théâtre de l’Œuvre como Félix Fénéon, Louis Malaquin, Camille Mauclair, Henri de Régnier o Saint-Pol-Roux. 2. Ver C. Charle, La Crise littéraire à l’époque du naturalisme, Paris, PENS, 1979, págs. 27-54. 181 por Baudelaire, de una escuela simbolista rupturista respecto a los últimos parnasianos o los naturalistas, que versifican lamentables discursos políticos, filosóficos y sociales. Por el contrario, los novelistas naturalistas, particularmente los de la segunda generación, están muy directamente afectados por la crisis y sus conversiones son sin duda también reconversiones que tratan de responder a las nuevas expectativas del público culto, ligadas especialmente al «renacimiento espiritualista»: algunos (como Huysmans) se convierten a un «naturalismo espiritualista» o, como Paul Bonnetain, J.-H. Rosny, Lucien Descaves, Paul Margueritte y Gustave Guiches, autores del «Manifiesto de los cinco contra la tierra», publicado en Le Figaro de 18 de agosto de 1887, forman parte de la reacción espiritualista contra Zola y el naturalismo. Por su parte, una fracción de los escritores que se habían inclinado primero por la poesía reconvierten en la novela «idealista» y «psicológica» un capital cultural y sobre todo un capital social más importante que el de sus competidores naturalistas:1 así, André Theuriet importa en la novela la tradición de la poesía intimista, y Paul Bourget, discípulo de Taine que, como Anatole France, André Theuriet o Barbey d’Aurevilly, había iniciado su carrera literaria con la publicación de unos pocos opúsculos de poesía (La Vie inquiète, 1875; Edel, 1878; Les Aveux, 1882), se convierte en el analista de los etéreos sentimientos de unos personajes acantonados en un marco mundano, abriendo así la vía a novelistas como Barrés, Paul Margueritte, Camille Mauclair, Edouard Estaunié o André Gide, algunas de cuyas novelas, por su estilo y su lirismo, pueden ser leídas como poemas en prosa. Ello provoca que surja en la novela la división en escuelas concurrentes que ya había experimentado la poesía, con la novela social o regional hija del naturalismo y de la novela de tesis en el polo opuesto de estas corrientes nuevas. En cuanto al teatro, coto reservado de los escritores de origen burgués, se convierte también en lugar de amparo para los 1. Ver R. Ponton, «Nacimiento de la novela psicológica, capital cultural, capital social y estrategia literaria en las postrimerías del siglo xix», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 4, julio de 1975, págs. 66-81. 182 novelistas y los poetas poco favorecidos por la suerte, de origen pequeñoburgués o popular en su gran mayoría; pero éstos se topan con las barreras iniciales características del género, es decir con las blandas medidas de exclusión que el club cerrado de los directores de teatro, los autores titulares y los críticos contrapone a las pretensiones de los recién llegados. Sin duda porque es el que está más directamente sometido a las imposiciones de la demanda de un público eminentemente burgués (por lo menos en los inicios), el teatro es el último que llega a conocer una vanguardia autónoma que, por las mismas razones, permanecerá siempre débil y amenazada. Pese a los fracasos iniciales de los Goncourt (en 1865, con H enriette M aréchal) y de Zola (con Thérèse Raquin en 1873, Les Héritiers Rabourdin en 1874, Bouton de rose en 1878, L ’Assommoir, en 1879, etc.), la acción de los naturalistas, especialmente de Zola,1 para derrocar la jerarquía de los géneros transfiriendo al ámbito del teatro un capital simbólico conquistado entre un público nuevo (que lee sus novelas pero que no va al teatro) no queda totalmente sin efectos: en 1887, Antoine funda su Théâtre-Libre, la primera empresa que constituye un auténtico desafío a las limitaciones económicas en un sector del campo donde habían dominado hasta entonces en solitario, y donde acabarán por lo demás imponiéndose, ya que el intento quedó abandonado por su director en 1896, agobiado entonces por unas deudas de cien mil francos. Pero la ruptura mediante la cual acaba creándose una posición nueva, enfrentada a la vez a la tradición declamatoria de la Comédie-Française y a la elegante desenvoltura de los actores del teatro de comedia ligera, basta para hacer surgir los efectos más característicos del funcionamiento de un universo como que campo: por una parte, el Théâtre d’Art de Paul Fort, que se convertirá en el Théâtre de l’Œuvre de Lugné-Poe (tránsfuga del Théâtre-Libre), se constituye según el modelo del Théâtre-Libre y en oposición a él, reproduciendo, en el subcampo del teatro constituido de este modo, los enfrentamientos entre naturalistas 1. De 1876 a 1880 Zola abogó por un teatro naturalista en su reseña de crítica teatral (ver É. Zola, Le Naturalisme au théâtre, Œuvres complètes, op. cit., t. X X X ; Nos auteurs dramatiques, ibid., t. XXXIII). 183 y simbolistas que dividen desde entonces el conjunto del campo en su totalidad; por otra parte, al constituir como tal el problema de la puesta en escena y al plantear sus distintas puestas en escena como otras tantas tomas de posición artísticas, es decir como conjuntos sistemáticos de respuestas explícitamente elegidas para un conjunto de problemas que la tradición ignoraba o a los que daba respuesta sin plantearlos, André Antoine pone en tela de juicio una doxa que, como tal, estaba fuera de cuestión y que pone en movimiento todo el mecanismo, es decir la historia de la puesta en escena. Hace que surjan de golpe el espacio fin ito de las elecciones p osibles que la investigación teatral todavía no ha terminado de explorar, el universo de los problemas pertinentes sobre los que todo director digno de este nombre tiene, quiéralo o no, que tomar posición y a propósito de los cuales los diferentes directores acabarán enfrentándose: las cuestiones relativas al espacio escénico, a la relación (que le gustaría fuera más necesaria) entre el decorado y los personajes (propugna la exactitud), la cuestión del texto y la sobriedad o la teatralidad de la interpretación, la cuestión de la interacción entre los actores y los espectadores (con la sala a oscuras y en contra de la interpretación junto a las candilejas, que rompe la ilusión teatral, la teoría de la «cuarta pared»), la cuestión de la iluminación y la acústica, etc.1 Y la mejor prueba del dominio que Antoine alcanzó sobre el campo a cuya existencia colaboró de este modo estriba en el hecho de que, como destacan los observadores menos propensos a una visión sociológica de la historia del teatro, sus adversarios de la Œuvre contraponen a cada una de sus tomas de posición una toma de posición antagonista: ostentación de la «teatralidad» (particularmente con Jarry) contra ilusionismo de lo «natural», «sugestión» contra verismo, «teatro de imaginación» contra «teatro de observación», primacía del verbo contra primacía del decorado, «hombre metafísico» contra «hombre fisiológico», «teatro del alma», según la expresión de Edouard Schuré, contra teatro del cuerpo y de los instintos, simbolismo contra naturalismo, al ser llevadas estas antítesis por autores y directores que, como 1. J.-J. Roubine, Théâtre et Mise en scène, 1880-1980, Paris, PUF, 1980. 184 Paul Fort y Lugné-Poe, están, con Antoine y sus autores, en una relación de oposición homologa desde la perspectiva de la procedencia social (mientras que Antoine no tiene más que una instrucción básica, Lugné-Poe, cuyo padre ha hecho toda su carrera en la banca, especialmente como subdirector de la Société générale en Londres, es un antiguo alumno del Lycée Con- dorcet). Así, entre primeros de siglo, para la poesía, y la década de 1880, para el teatro, respecto al cual Zola, respondiendo a Huret, destacaba que «siempre va retrasado en relación con el resto de la literatura», se desarrolla, en el seno de cada género, un sector más autónomo —o, si se prefiere, una vanguardia—. Cada uno de los géneros tiende a partirse en dos estratos, un sector de investigación y un sector comercial, dos mercados entre los cuales hay que cuidarse mucho de trazar una frontera tajante y que no son más que los dos polos, definidos en y a través de sus relaciones de antagonismo, de un mismo espacio. Este proceso de diferenciación de cada género va acompañado de un proceso de unificación del conjunto de los géneros, es decir del campo literario, que tiende cada vez más a organizarse en torno a oposiciones comunes (por ejemplo, en la década de 1880, la del naturalismo y el simbolismo): en efecto, cada uno de los dos sectores opuestos de cada subcampo (por ejemplo, el teatro de director) tiende a acercarse cada vez más al sector homólogo de los otros géneros (la novela naturalista en el caso de Antoine o la poesía simbolista en el caso de Lugné-Poe) que al polo opuesto del mismo subcampo (el teatro de comedia ligera). Dicho de otro modo, la oposición entre los géneros pierde parte de su eficacia estructurante en beneficio de la oposición entre los dos polos presentes en cada subcampo: el polo de la producción pura, donde los productores tienden a no tener como clientes más que a los demás productores (que también son süs competidores) y donde se agrupan los poetas, novelistas y hombres de teatro dotados de propiedades de posiciones homologas pero comprometidos en unas relaciones que pueden ser antagónicas; el polo de la gran producción, subordinada a las expectativas del gran público. 185 El campo literario a finales del siglo XIX (detalle) alto nivel de consagración (viejo) bajo nivel de consagración (joven) E l ARTE y EL DINERO Así las cosas, el campo literario unificado tiende a organizarse en función de dos principios de diferenciación independientes y jerarquizados: la oposición principal entre la producción pura, destinada a un mercado restringido a los productores, y la gran producción, orientada a la satisfacción de las expectativas del gran público, reproduce la ruptura fundadora con el orden económico, que está en la base del campo de producción restringida; se solapa con una oposición secundaria que se establece, en el interior mismo del subcampo de pro­ 186 ducción pura, entre la vanguardia y la vanguardia consagrada. Es, por ejemplo, para el período considerado, la oposición entre los parnasianos y aquellos a los que se llama los «decadentes», ellos mismos a su vez virtualmente divididos, en una tercera dimensión, según las diferencias de estilo y de propósito literarios que corresponden a diferencias de procedencia social y de estilo de vida. Considerados durante mucho tiempo los hijos perdidos del Parnaso (presentes entre los treinta y siete poetas publicados en las dos primeras ediciones de la antología titulada Le Parnasse contemporain, están excluidos en la tercera, lo que les otorga un estatuto de mártires), Verlaine y Mallarmé empiezan a llamar la atención hacia mediados de la década de 1880, y reciben su nombre de guerra de una parodia polémica, Les Déliquescences d ’Adoré Floupette, poète décadent, opúsculo de versos satíricos de Gabriel Vicaire y Henri Beauclair, publicado en 1885, que ridiculiza la poesía de Verlaine, de Mallarmé y de sus imitadores. En un primer tiempo objetivamente unidos (y agrupados en orden de batalla por Verlaine, que en Les Poetes maudits presenta a Mallarmé, a Rimbaud y a Tristan Corbière) por su oposición común a los parnasianos, sus hermanos mayores, ambos poetas —Mallarmé y sus simbolistas, Verlaine y sus decadentes— van distanciándose poco a poco hasta llegar al enfrentamiento en torno a una serie de oposiciones estilísticas o temáticas (las de una y otra orilla del Sena, del salón y el café, del radicalismo pesimista y el reformismo prudente, de la estética explícita, basada en el hermetismo y en el esoterismo, y la estética de la claridad y la sencillez, la ingenuidad y la emoción) que corresponden a diferencias sociales (la mayoría de los simbolistas son hijos de la burguesía media o de la gran burguesía o de la nobleza y han cursado sus estudios, a menudo de derecho, en París, mientras que los decadentes proceden de las clases populares o de la pequeña burguesía y cuentan con un capital cultural escaso).1 1. Ver R. Ponton, Le Champ littéraire en France de 1865 à 1905, París, tesis EHESS, 1977, yJ. Jurt, «Sincronía literaria y relación de fuerzas. El campo poético de la década de los 80», Œuvres et Critiques, vol. XII, n.° 2, 1987, págs. 19-33. 187 Las diferencias en función del nivel de consagración separan de hecho a generaciones artísticas, definidas por el intervalo, a menudo muy corto, apenas de unos años a veces, entre unos estilos y unos estilos de vida que se oponen como lo «nuevo» y lo «viejo», lo original y lo «superado», dicotomías decisivas, a menudo casi vacías, pero suficientes para clasificar y hacer que existan, al menor coste, grupos designados —mejor que definidos— por etiquetas que responden al propósito de producir las diferencias que pretenden enunciar. El que la edad social es en amplia medida independiente de la edad biológica no queda nunca tan manifiesto como en el campo literario, donde las generaciones pueden estar separadas por menos de diez años (es el caso de Zola, nacido en 1840, y de sus discípulos famosos de las veladas de Médan, Alexis, nacido en 1847, Huysmans, en 1848, Mirbeau, en 1848, Maupassant, en 1850, Céard, en 1851, Hennique, en 1851). Lo mismo puede decirse de Mallarmé y sus primeros discípulos. Otro ejemplo: entre Paul Bourget, uno de los principales defensores de la «novela psicológica», y Zola sólo media una separación de doce años. Zola no pierde la ocasión de subrayar este desfase entre la edad social (de posición) y la edad «real»: «Perdiendo el tiempo en tonterías, en semejantes bobadas, en este momento tan grave de la evolución de las ideas, me dan la impresión, todos estos jovencitos, de que todos tienen entre treinta y cuarenta años, ¡de que son como cáscaras de nuez bailando en las cataratas del Niágara! ¡Y es que nada tienen bajo los pies, sólo una gigantesca y vacía pretensión!»1 A los que ocupan las posiciones de vanguardia y todavía no están consagrados, particularmente a los de más edad (biológica), les interesa reducir la segunda oposición a la primera, presentar los éxitos o el reconocimiento que, a la larga, algunos escritores de vanguardia pueden acabar alcanzado como efecto del abandono de sus propias convicciones o del compromiso con el orden burgués. Pueden apoyar su argumentación en el hecho de que, si 1. J. Huret, Enquête sur l’évolution littéraire, París, Charpentier, 1891; reed, con notas y prefacio de Daniel Grojnowski, Vanves, Thot, 1982, pág. 158. 188 £1 campo de producción cultural en el campo del poder y en el espacio social Leyenda ------ Espacio social ------ Campo del poder ------ Campo de producción ------ Subcampo de producción restringida CE Capital económico CC Capital cultural CSe Capital simbólico específico AUTON+ Grado de autonomía alto AUTON- Grado de autonomía reducido la consagración burguesa y los beneficios económicos o los honores temporales signos de esa consagración (academias, premios, etc.) recaen prioritariamente en escritores que producen para el mercado burgués y el mercado de gran consumo, también conciernen a la fracción más conformista de la vanguardia consagrada. La Academia francesa siempre ha reservado un lugar a un número reducido de escritores «puros», como Leconte de Lisie, líder de los parnasianos, que 1882, en el prefacio de Les Poèmes antiques, se presentaba sí mismo como profeta, restaurador de una pureza perdida y adversario de las modas, y que acabó ingresando en la Academia, condecorado con la Legión de Honor (a contrario, aquellos que quieren evitar a toda costa la asimilación con el arte burgués y el efecto de envejecimiento social que ésta determina tienen la obligación de rechazar los signos sociales de consagración, condecoraciones, premios, academias y honores de todo tipo). Las estructuras temporales y las formas de cambio que se habían instaurado desde antiguo en el ámbito de la poesía, condenada a vivir al ritmo de las revoluciones (romántica, parnasiana, simbolista), se imponen también en la novela después del naturalismo, y hasta en el teatro con el advenimiento del director y la revolución que éste introduce. En el caso de la poesía, el ritmo de las revoluciones (proyectadas, cuando no logradas) se acelera, y a principios de siglo se llega al colmo de la «anarquía literaria», como dicen algunos: el «Congreso de los poetas», que se celebra en París en la Escuela Superior de Estudios Sociales, el 27 de mayo de 1901, para promover un intento de confraternización, concluye en plena batalla campal. Las escuelas proliferan, provocando escisiones en cadena: el sintetismo con Jean de la Hire, el integralismo con Adolphe Lacuzon en 1901, el impulsionismo con Florian-Parmentier en 1904, el aristocratismo con Lacaze-Duthiers en 1906, el unanimismo con Jules Romains, el sincerismo con Louis Nazz, el subjetivismo con Han Ryner, el druidismo con Max Jacob, el futurismo con Marinetti en 1909, el intensismo con Charles de Saint-Cyr en 1910, el floralismo con Lucien Rolmer en 1911, el simultaneísmo con Henri-Martin Barzun y Fernand Divoire en 1912, el dinamismo con Henri Guilbeaux en 1913, el efreneísmo, el 190 totalismo, etc.1Algunos, aplicando la lógica de la revolución permanente en que se ha convertido la ley del funcionamiento del campo para justificar su impaciencia por apropiarse de la herencia, no vacilan en decir que veinticinco años es un tiempo de supervivencia demasiado dilatado para una generación literaria.2 El frenesí sectario, que recuerda el de los grupúsculos políticos de vanguardia, lleva a las escisiones inducidas por líderes autoproclamados: los decadentes engendran el simbolismo que engendra el magnicismo, el magismo, el socialismo, el anarquismo y la escuela románica. Muy pocos son los movimientos que logran imponerse y la mayoría de jefes de escuela, casi todos por lo demás sumidos en el olvido más profundo, no consiguen tener discípulos. Por doquier, la ruptura inaugural engendra su repetición en una fase posterior. En el caso de la novela, la revolución naturalista engendra, al final, la reacción de los «psicólogos», y en el caso del teatro, como ya hemos visto, la aparición del Théâtre-Libre de Antoine provoca casi de inmediato la creación del Théâtre de l’Œuvre de Lugné-Poe, proyección en el nuevo espacio abierto por Antoine de la oposición (trascendente en la frontera de los géneros) entre el naturalismo y el simbolismo (beneficiándose de esta doble ruptura, la poesía impone su dominación sobre la novela con Huysmans, y sobre el teatro con Maeterlinck). Cada revolución que triunfa se legitima a sí misma, pero legitima también la revolución como tal, aun en el caso de la revolución contra la formas estéticas que ella misma impuso. Las manifestaciones y los manifiestos de todos aquellos que, desde principios de siglo, tratan de imponer un régimen artístico nuevo, designado con un concepto en -ismo, dan fe de que la revolución tiende a imponerse como el modelo del acceso a la existencia en el campo. Caso ejemplar, lo que se llamó la «crisis del naturalismo», no es más que el conjunto de las estrategias simbólicas, parcialmente eficaces, mediante las cuales un conjunto de escritores y de críticos, algunos hijos del naturalismo, afirman su derecho a la suce­ 1. Florian-Parmentier, La Littérature et l ’Époque. Histoire de la littérature française de 1885 à nos jours, Paris, Eugène Figuière, 1914, págs. 292-293. 2. Ibid. 191 sión, en una especie de golpe de Estado simbólico: es decir, además de los cinco autores del manifiesto del 18 de agosto de 1887, Brunetiére, que escribe el 1.° de septiembre de 1887 un artículo sobre la bancarrota del naturalismo, Paul Bourget, que en el prefacio de Le Disciple de 1889 se levanta contra el naturalismo triunfante, y el propio Jules Huret con su célebre encuesta (primer ejemplo de esas interrogaciones performativas, práctica habitual desde entonces, que tienden a producir los efectos de los cuales pretenden dar cuenta), en la que sirve en bandeja a todos los pretendientes, a Huysmans por ejemplo, la ocasión para proclamar que «el naturalismo está acabado».1 De este modo se constituye un esquema de pensamiento que, al expandirse a la vez entre los escritores, los periodistas y una parte del público que es la que más preocupada está por su distinción cultural, induce a introducir la vida literaria y, más ampliamente, toda la vida intelectual en la lógica de la moda, y que, arguyendo sencillamente que está «superada», permite condenar una tendencia, una corriente, una escuela. L a d ia l é c t ic a d e l a d is t in c ió n Resulta difícil no sacar de la lectura de tal o cual obra de la época, o inmediatamente posterior2 en la que figure un censo pormenorizado de todas las escuelas literarias, la impresión de vérselas con un mundo sometido, de forma casi mecánica, a la ley de la acción y la reacción, o, reservando un hueco aquí a las intenciones y las disposiciones, de la pretensión y la distinción. No hay acción de un agente que no sea una reacción a todos los demás, o a uno u otro de ellos: el neorromanticismo rechaza el hermetismo simbolista y trata de reconciliar la poesía y la cien- 1. Típica del nuevo régimen instituido en el campo literario, la encuesta efectuada entre sesenta ycuatro escritores (y que se publicó en L 'Echo de Paris desde el 3 de marzo al 5 de julio de 1891) formulaba con todas las letras la nueva filosofía de la historia, la de la superación perpetua, en las tres preguntas planteadas: «1) ¿Está enfermo el naturalismo? ¿Esta muerto? 2) ¿Se lo puede salvar? 3) ¿Qué lo sustituirá?» 2. En especial, Florian-Parmentier, La Littérature et l ’Époque, op. cit.;]. Muller y G. Picard, Les Tendances présentes de la littératurefrançaise, 1913; G. LeCarbonel y C. Vellay, La littérature contemporaine, Paris, Mercure de France, 1905. 192 cia; la «escuela románica» de Moréas se opone al simbolismo volviendo al clasicismo; el «humanismo» de Fernand Gregh rechaza el simbolismo, oscuro e inhumano; el «renacimiento neoclásico» de Morice se opone en bloque a todo lo nuevo, etc. Se comprende que algunos, como Robert Wohl, puedan fechar alrededor del cambio de siglo la emergencia de una tendencia muy acusada a concebir el conjunto del orden social a través del esquema de la división en generaciones (en aplicación de la lógica que reza que los intelectuales acaban con frecuencia extendiendo al conjunto del mundo social rasgos que se refieren a su microcosmos):1 en ese momento, en efecto, es cuando esta división tiende a generalizarse en el conjunto del campo de producción cultural, en especial con la rebelión que, a través de las obras de Agathon (seudónimo de Henri Massis, nacido en 1886, y de Alfred de Tarde, nacido en 1880, L ’Ésprit de la nouvelle Sorbonne (1911) y Les Jeunes Gens d ’aujourd’hui (1913), se declara en contra del pensamiento cientificista de los Renan y los Taine que había dominado todo el campo intelectual en la década de 1880 y que triunfa en el campo universitario a través de los fundadores de las ciencias nuevas y de la nueva universidad, los Durkheim, Seignobos, Aulard, Lavisse, Lanson y Brunot. En esta fase crítica de una lucha permanente que es la retrotraslación en el seno del campo intelectual de la oposición entre la derecha y la izquierda, los católicos y los ateos, las divisiones fundamentales, que se convertirán en principios estructurantes de las visiones del mundo ulteriores, se afirman con toda rotundidad: el rechazo de la razón o de la inteligencia en nombre del sentimiento o de la fe conduce a un antirracionalismo o a un irracionalismo que valoriza la comprensión en contra de la explicación, que rechaza la ciencia y sobre todo la ciencia social —y particularmente la sociología «teutónica»—por su reduccionismo, su positivismo y su materialismo, que exalta la «cultura» en contra de la erudición sin alma de los «técnicos intelectuales» y sus cajas llenas de fichas, que pretende restaurar 1. Ver R. Wohl, The Generation o f 1914, Cambridge, Harvard University Press, 1979. La expresión prototípica de esta teoría de las generaciones, que se ha convertido en uno de los «métodos» admitidos en literatura (con el estudio de las «generaciones literarias») y en política (las «generaciones políticas»), es el libro de François Mentré Les Générations sociales (París, 1920), que elabora la noción de «generación social» como «unidad espiritual» constituida en torno a un «estado colectivo». 193 el ideal nacional, es decir las humanidades clásicas, el latín y el griego, el panteón de los autores franceses, y también, en otro orden, el deporte y las virtudes viriles. El enfrentamiento entre partidarios y pretendientes instituye en el seno mismo del campo la tensión entre aquellos que, como en una carrera, ponen su empeño en superar a sus competidores y aquellos que pretenden evitar serlo. Es el caso de Zola y de Maupassant, que a raíz del éxito de la novela psicológica cambian su temática y su factura, con Le Rêve y Une Vie, como si quisiera llevar a cabo por anticipado el proyecto de sus competidores: «Por lo demás, si tengo tiempo, ya lo haré yo, lo que quieren», responde Zola en la encuesta de Huret, entendiendo que él mismo iba a llevar a cabo esa superación del naturalismo, es decir de sí mismo, que sus adversarios estaban tratando de realizar en contra de él.1 R e v o l u c io n e s e s p e c íf ic a s y c a m b io s e x t e r n o s Aun cuando las luchas permanentes entre los que ostentan el capital específico y aquellos que todavía carecen de él constituyen el motor de una transformación incesante de la oferta de productos simbólicos, sólo pueden llevar a esas transformaciones profundas de las relaciones de fuerza simbólicas que son las alteraciones de la jerarquía de los géneros, de las escuelas o de los autores cuando pueden apoyarse en cambios externos del mismo sentido. Entre esos cambios, el más determinante es sin duda el incremento (vinculado a la expansión económica) de la población escolarizada (en todos los niveles de la enseñanza), que da pie a dos procesos paralelos: el aumento del número de productores capaces de vivir de su pluma o de ganarse el sustento con empleos humildes ofrecidos por las empresas culturales (editoriales, periódicos, etc.); la expansión del mercado de los lectores potenciales, a disposición de los pretendientes sucesivos (románticos, parnasianos, naturalistas, simbolistas, etc.) y de sus produc­ 1. J. Huret, Enquête sur l’évolution littéraire, op. cit., pág. 160. tos. Ambos procesos van evidentemente ligados entre sí en la medida en que el incremento del mercado de lectores potenciales es lo que, al permitir el desarrollo de la prensa y de la novela, permite que se multiplique el número de empleos modestos dis­ ponibles. Más generalmente, a pesar de ser en amplia medida independientes en su principio, las luchas internas dependen siempre, en sus resultados, de la correspondencia que puedan mantener con las luchas externas, tanto si se trata de luchas en el seno del campo del poder como en el seno del campo social en su conjunto. De este modo, la revolución naturalista fue posible gracias al encuentro entre, por un lado, las nuevas disposiciones que Zola y sus amigos pudieron introducir en el campo de producción y, por el otro, las posibilidades objetivas que permiten las condiciones de cumplimiento de estas disposiciones: en concreto, por un lado, una disminución del derecho de entrada en las profesiones literarias vinculado a un estado relativamente propicio del mercado del trabajo intelectual (en sentido amplio), que propone unos oficios propios para garantizar unos recursos mínimos a los escritores que carecen de rentas, como el propio Zola, empleado en la Librairie Hachette de 1860 a 1865 y colaborador de diversos periódicos, y, por el otro, un mercado literario en expansión, por lo tanto un mayor número de lectores y más dispersos socialmente, por lo tanto virtualmente dispuestos a acoger productos nuevos. Como sucede con el éxito del naturalismo, tampoco el giro que se lleva a cabo en su contra durante la década de 1880 puede comprenderse como un efecto directo de los cambios externos, económicos o políticos. La «crisis del naturalismo» es correlativa a una crisis del mercado literario, es decir, con mayor precisión, a la desaparición de las condiciones que, en el período anterior, habían propiciado el acceso de nuevas categorías sociales al consumo y, paralelamente, a la producción. Y la situación política (proliferación de las bolsas del trabajo, desarrollo de la CGT y del movimiento socialista, Anzin, Fourmies, etc.), que no carece de relación con el renacer espiritualista en la burguesía (y las numerosísimas conversiones de escritores), sólo puede significar un estímulo para aquellos que, llevados por la lógica interna de la 195 lucha de la competencia, se levantan, en el seno del campo, contra los naturalistas (y, a través de ellos, contra las pretensiones culturales de las fracciones ascendentes de la pequeña burguesía y de la burguesía). El ambiente de restauración espiritual contribuye sin duda a propiciar el retorno a unas formas de arte que, como la poesía simbolista o la novela psicológica, llevan a su más alto nivel la negación tranquilizadora del mundo social. Todavía quedaría por estudiar cómo el «proyecto creador» puede surgir del encuentro entre las disposiciones particulares que un productor (o un grupo de productores) importa en el campo (debido a su trayectoria anterior y a su posición en el campo) y el espacio de los posibles inscritos en el campo (lo que se suele entender por el término impreciso de tradición artística o literaria). En el caso particular de Zola, habría que analizar lo que, en la experiencia del escritor (sabemos, por ejemplo, que estuvo condenado a muchos y largos años de miseria por la muerte prematura de su padre), pudo propiciar el desarrollo de la visión rebelde de la necesidad (o incluso de la fatalidad) económica y social que expresa toda su obra y la fuerza extraordinaria de ruptura y resistencia (sin duda fruto de las mismas disposiciones) que necesitó para llevar a cabo esa obra y defenderla en contra de toda la lógica del campo. «Una obra», escribía Zola en Le Naturalisme au théâtre, «no es más que una batalla contra las convenciones.» Sólo la conjunción de una coyuntura excepcionalmente propicia y de una indiferencia inflexible hacia las imposiciones perentorias y tácitas del campo literario, y, tras el éxito de L ’Assommoir, hacia todas las manifestaciones de hostilidad o desprecio, podía hacer que fuera posible semejante desafío a algunas de las normas más fundamentales de las conveniencias literarias y sobre todo su éxito duradero. L a in v e n c ió n d e l in t e l e c t u a l Pero seguramente Zola no se habría librado del 'descrédito al que le exponían sus éxitos de ventas ni de la sospecha de vulgaridad que éstos implicaban si no hubiera conseguido (sin haberlo buscado) cambiar, cuando menos parcialmente, los principios de 196 percepción y de valoración vigentes, particularmente al constituir en elección deliberada y legítima el partido de la independencia y de la dignidad específica del hombre de letras, fundamentado para poner su autoridad específica al servicio de causas políticas. Para ello, tenía que producir una figura nueva, la del intelectual, inventando para el artista una misión de subversión profética, inseparablemente intelectual y política, propia para hacer que apareciera como un propósito estético, ético y político, idóneo para agrupar a unos partidarios militantes, todo lo que sus adversarios describían como el efecto de un gusto vulgar o depravado. Al llevar a término la evolución del campo literario en el sentido de la autonomía, intenta imponer hasta en la política los valores mismos de independéncia que se afirmaban en el campo literario. Eso es lo que alcanza cuando, con el caso Dreyfus, consigue importar en el campo político un problema construido según los principios característicos del campo intelectual e imponer al universo social en su totalidad les leyes no escritas de ese mundo particular pero cuya particularidad consiste en revindicar lo universal.1 Así, paradójicamente, la autonomía del campo intelectual es lo que posibilita el acto inaugural de un escritor que, en el nombre de las normas propias del campo literario, interviene en el campo político, constituyéndose así en intelectual. El «Yo acuso» es el resultado y la realización del proceso colectivo de emancipación que progresivamente se ha ido produciendo en el campo de producción cultural: en tanto que ruptura profética con el orden establecido, reitera, en contra de todas las razones de Estado, la irreductibilidad de los valores de verdad y de justicia, y al mismo tiempo, la independencia de los custodios de estos valores con respecto a las normas de la política (las del patriotismo por ejemplo) y a las imposiciones de la vida económica. El intelectual se constituye como tal al intervenir en el campo político en el nombre de la autonomía y de los valores específicos de un campo de producción cultural que ha alcanzado un elevado nivel de independencia con respecto a los poderes (y 1. Ver, C. Charle, «Campo literario y campo del poder. Los escritores y el caso Dreyfus», Annales ESC, η° 2, marzo-abril de 1977, págs. 240-264. 197 no, como el hombre político que dispone de un importante capital cultural, basado en una autoridad propiamente política, adquirida a costa de una renuncia a la carrera y a los valores intelectuales). Con ello, se opone al escritor del siglo xvn , que goza de las prebendas del Estado, cuenta socialmente con el crédito de una función reconocida pero subordinada, está estrictamente limitado a la diversión, y por lo tanto apartado de las cuestiones candentes de la política y la teología; se opone también al legislador de aspiración que pretende ejercer un poder espiritual en el ámbito de la política y competir con el príncipe o con el ministro en su propio terreno, como Rousseau cuando se pone a redactar una Constitución para Polonia; se opone por último a aquellos que, habiendo trocado un estatuto, a menudo de segundo orden, en el campo intelectual por una posición en el campo político, rompen más o menos ostensiblemente con los valores de su universo de procedencia y, pendientes de afirmarse como hombres de acción, son los que con frecuencia se muestran más proclives a denunciar el idealismo o el irrealismo de los «teóricos» con el fin de autorizarse así mejor para traicionar los valores inscritos en las teorías. Encerrado en su mundo, adosado a sus propios valores de libertad, de desapego, de justicia, que excluyen que pueda abdicar de su autoridad y de su responsabilidad específicas a cambio de unos beneficios o de unos poderes temporales necesariamente devaluados, se afirma, en contra de las leyes específicas de la política, de las de la R ealpolitik y de la razón de Estado,1 como el defensor de unos principios universales que no son más que el producto de la universalización de los principios específicos de su propio universo.2 La invención del intelectual que se lleva a cabo con Zola no sólo supone la autonomización previa del campo intelectual. 1. Sobre la elaboración de la noción de «razón de Estado» como razón específica, irreductible tanto a la «razón ética» como a la «razón teológica», ver E. Thuau, Raison d ’ État et Pensée politique à l’époque de Richelieu, tesis, París, Universidad de Paris, 1966. 2. Compruébese de pasada la perfecta irrealidad de las grandes leyes tendenciales como la que reza que los intelectuales van perdiendo poder político a medida que ganan autonomía: de hecho, como se ve, la propia forma del poder es lo que cambia hasta el punto de que no tiene mucho sentido comparar el poder crítico y negativo de un Zola o de un Sartre con el poder dependiente de un Corneille o un Racine. 198 También es el resultado de otro proceso, paralelo, de diferenciación, el que lleva a la constitución de un cuerpo de profesionales de la política, y que ejerce unos efectos indirectos sobre la constitución del campo intelectual.1 La lucha liberal contra la Restauración y la apertura hacia los hombres de letras en el período orleanista habían propiciado, si no una politización de la vida intelectual, sí por lo menos una especie de indiferenciación de la literatura y la política, como atestigua la pléyade de políticos literatos y de literatos políticos, Guizot, Thiers, Michelet, Thierry, Villemain, Cousin, Jouffroy o Nisard. La revolución de 1848, que decepciona o preocupa a los liberales, y sobre todo el Segundo Imperio remiten a la mayoría de escritores a una especie de quietismo político, indisoluble de un repliegue altivo hacia el arte por el arte, definido en contra del «arte social». Recordemos a Baudelaire echando pestes contra los socialistas: «¡Muele regularmente a palos los omoplatos del anarquista!»2 O a Leconte de Lisie aleccionando a Louis Ménard, que se mantenía fiel a sus ideales políticos: «¡No te vas a pasar la vida rindiéndole culto a Blanqui, que no es ni más ni menos que una especie de hacha revolucionaria, un hacha útil en su lugar, lo reconozco, pero hacha al fin! ¡Venga! El día que hayas hecho una obra bella, habrás manifestado mejor tu amor por la justicia y por el derecho que escribiendo veinte volúmenes de economía.»3 Pero la expresión más típica de este desencanto la encontramos en Flaubert, en Taine o en Renan, que, refugiados en su obra, guardan silencio sobre los acontecimientos políticos. Entre los factores que volcaron a los escritores hacia un reforzamiento de la autonomía respecto a las demandas externas, la hostilidad hacia la política y hacia aquellos que pretenden reintroducir envites políticos en el seno mismo del campo, como los partidarios del arte social, desempeñó sin duda un papel determi- 1. Sobre la lógica específica del campo político, ver P. Bourdieu, «La representación política. Elementos para una teoría del campo político», Actes de la recherche en seiendes sociales, n.° 36-37, 1981, págs. 3-24. 2. C. Baudelaire, citado por A. Cassagne, La Théorie de l’art pour l’art..., op. cit., pág. 81. 3. C. M. Leconte de Lisle, Carta a Louis Ménard, 7 de septiembre de 1849, citado por P. Lidsky, Les Écrivains contre la Commune, op. cit. 199 nante. Así, a través de una curiosa inversión, apoyándose en la autoridad específica que había sido conquistada en contra de la política por los escritores y los artistas puros, Zola y los investigadores surgidos a raíz del desarrollo de la enseñanza superior y de la investigación podrán romper con la diferencia política de sus predecesores para intervenir, en el caso Dreyfus, en el propio campo político, pero con unas armas que no son las de la po­ lítica. El Zola «comprometido», «ejemplar», tal vez incluso «misionero» que la tradición militante, cuyo relevo asume la devoción académica, se ha inventado de cabo a rabo oculta que el defensor de Dreyfus es el mismo que defendía a Manet contra la Academia, el Salón y el buen tono burgués, pero también, y en el nombre de la misma fe en la autonomía del artista, en contra de Proudhon y de sus lecturas «humanitarias», moralizadoras y socializantes, de la pintura: «He defendido a M. Manet como defenderé toda mi vida a cualquier individualidad franca que sea atacada. Siempre estaré de parte de los vencidos. Hay una lucha evidente entre los temperamentos indomables y el vulgo.» Y un poco más lejos: «Me imagino que estoy en plena calle y que me cruzo con un tropel de chiquillos que persiguen a Edouard Manet a pedradas. Los críticos de arte —perdón, los agentes del orden—no cumplen bien su cometido; aumentan el tumulto en vez de calmarlo, e incluso, ¡que Dios me perdone!, me parece que los agentes del orden tienen unos adoquines enormes en las manos. De entrada hay, en este espectáculo, una cierta vulgaridad que me entristece, a mí, transeúnte desinteresado, de aire tranquilo y libre. Me acerco, pregunto a los chiquillos, pregunto a los agentes del orden; sé cuál es el crimen que este paria al que lapidan ha cometido. Me vuelvo a casa, y, en honor a la verdad, establezco el atestado que va a ser leído.»1Un atestado de esta índole es el que establecerá el «Yo acuso». 1. Ver É. Zola, Mes Haines, París, Fasquelle, 1923, págs. 322 y 330. Y también, a propósito de Courbet y de Proudhon: «Un lienzo, para él, es un tema; que lo pinten de rojo o de verde, ¡qué más le da! [...] Comenta, fuerza al cuadro a significar algo; de la forma, ni palabra.» O también: «Mi arte, el mío, por el contrario, es una negación de la sociedad, una afirmación del individuo, al margen de todas las reglas y de todas las necesidades sociales» (É. Zola, ibid., págs. 35-36, 39). 200 Los INTERCAMBIOS ENTRE LOS PINTORES Y LOS ESCRITORES Pero, como el propio ejemplo de Zola basta para recordar, hay que volver atrás y partir de una perspectiva más amplia sobre el proceso de autonomización de los campos literario y artístico. Efectivamente, no es posible comprender la conversión colectiva que desembocó en la invención del escritor y del artista a través de la constitución de universos sociales relativamente autónomos donde las necesidades económicas están (parcialmente) suspendidas a menos que se salga de los límites que impone la división de las especialidades y de las competencias: lo esencial permanece ininteligible mientras se siga dentro de los límites de una tradición única, literaria o artística. Al haberse llevado a cabo los avances hacia la autonomía en momentos diferentes en ambos universos, vinculados a cambios económicos o morfológicos diferentes, en relación con poderes diferentes en sí mismos, como la Academia o el mercado, los escritores pudieron sacar partido de las conquistas de los pintores, y a la recíproca, para incrementar su independencia.1 La construcción social de campos de producción autónomos va pareja a la construcción de principios específicos de percepción y de valoración del mundo natural y social (y de las representaciones literarias y artísticas de ese mundo), es decir a la elaboración de un modo de percepción propiamente estético que sitúe el principio de la «creación» en la representación y no en la cosa representada y que nunca se afirma con tanta plenitud como en la capacidad de constituir estéticamente los objetos viles o vulgares del mundo moderno. Si las innovaciones que condujeron a la invención del artista y del arte modernos sólo son inteligibles a escala del conjunto de los campos de producción cultural es porque, debido a los desfases entre las transformaciones acaecidas en el campo literario y 1. Me baso aquí en la investigación que emprendí a propósito de la revolución simbólica llevada a cabo por Manet y cuyos primeros resultados presenté (sobre la Academia y la mirada académica) en P. Bourdieu, «La institucionalización de la anomia», Les Cahiers du Musée national d'art moderne, n.° 19-20, 1987, págs. 6-19. He querido proponer aquí un esquema simplificado de los intercambios entre los pintores y los escritores, que corresponderá al lector ampliar y matizar. 201 en el campo artístico, los artistas y los escritores pudieron, como en una carrera de relevos, sacar provecho de los avances llevados a cabo, en momentos diferentes, por sus vanguardias respectivas. De este modo, pudieron acabar acumulándose unos descubrimientos que, posibilitados gracias a la lógica específica de uno u otro de los campos, aparecen retrospectivamente como perfiles complementarios de un único y mismo proceso histórico. Analizaré en otro lugar la historia de las batallas que los pintores, y muy especialmente Manet, tuvieron que librar para conquistar su autonomía en contra de la Academia; y el proceso a cuyo término el universo de los artistas deja de funcionar como un aparato jerarquizado y controlado por un cuerpo y se constituye poco a poco en campo de competencia por el monopolio de la legitimidad artística: el proceso que conduce a la constitución de un campo es un proceso de institutionalization de la anom ia a cuyo término nadie puede erigirse dueño y señor absoluto del nomos, del principio de visión y de división legítima. La revolución simbólica cuyo iniciador es Manet abóle la posibilidad misma de la referencia a una autoridad postrera, de un tribunal de última instancia, capaz de zanjar todos los litigios en materia de arte: el monoteísmo del nomoteta central (encarnado, durante mucho tiempo, por la Academia) da paso a la competencia de múltiples dioses inciertos. El poner en tela de juicio la Academia reanuda la historia aparentemente concluida de una producción artística encerrada en el mundo estanco de posibles predeterminados y permite explorar un universo infinito de posibles. Manet invalida los fundamentos sociales del punto de vista fijo y absoluto del absolutismo artístico (como invalida la idea de un lugar privilegiado de la luz, a partir de entonces presente por doquier en la superficie de las cosas): instaura la pluralidad de los puntos de vista, que está inscrita en la existencia misma de un campo (y cabe preguntarse si el abandono, cosa en la que se ha reparado a menudo, del punto de vista soberano, casi divino, en la propia escritura de la novela no está relacionado con la aparición, en el campo, de una pluralidad de perspectivas concurrentes). Al evocar el papel revolucionario de Manet (como antes el de Baudelaire y de Flaubert), no quisiera propiciar una visión ingenua- 202 mente discontinuista de la génesis del campo. Si es verdad que se puede situar el momento en el que el lento proceso de emergencia (como dice, muy propiamente, Ian Hacking) de una estructura es sometido a la transformación decisiva que parece conducir a la realización de la estructura, también es verdad que se puede situar en cada uno de los momentos de este proceso continuo y colectivo la emergencia de una forma provisional de la estructura, capaz ya de orientar y de gobernar los fenómenos que en ella pueden producirse, y contribuir con ello a la elaboración más completa de la estructura. Pero, a título de antídoto contra la ilusión del primer inicio, pediré a Aristóteles lo que podría constituir la formulación (algo irónica) del falso problema que tantos debates estériles sobre el nacimiento del artista y del escritor ha suscitado: ¿cómo un ejército en desbandada se detiene en su huida? ¿En qué momento cabe decir que se detuvo? ¿En el momento en que se detuvo el primero, el segundo, el tercer soldado? ¿O tan sólo cuando un número suficiente de soldados ha dejado de huir o incluso cuando el último de los fugitivos se ha detenido en su huida? De hecho, no se puede decir que el ejército se detuvo con él: ya hacía tiempo que había empezado a detenerse. Pero, en su lucha contra la Academia, los pintores (y en particular los «rechazados») podían apoyarse en toda la labor de invención colectiva (iniciada con el romanticismo) de la figura heroica del artista en lucha, rebelde, cuya originalidad se mide en función de la incomprensión de la que es víctima o del escándalo que suscita. Pero también recibieron el apoyo directo de los escritores, desde hacía tiempo liberados de la autoridad académica que desde el siglo XV II les había proporcionado una identidad reconocida pero asignándoles una función limitada, y, en cualquier caso, definida desde fuera. Los escritores devolvieron a los pintores el reflejo de una imagen exaltada de la ruptura heroica que estaban llevando a cabo y, sobre todo, elevaron al orden del discurso los descubrimientos que los pintores estaban haciendo en la práctica, especialmente en lo referido al arte de vivir. Después de Chateaubriand, que en Las memorias de ultratumba exaltaba la resistencia a la miseria, el espíritu de entrega y 203 la abnegación del artista, los grandes románticos, Hugo, Vigny o Musset, recurrieron a menudo a la defensa de los mártires del arte para expresar su desprecio del burgués o su propia autocompasión. La propia imagen del artista maldito, que es un elemento central de la nueva visión del mundo, se apoya directamente en el ejemplo de la generosidad y de la abnegación que los pintores dan a la totalidad del universo intelectual: como Gleyre negándose a cobrar remuneración alguna de sus alumnos, como Corot ayudando a Daumier, como Dupré alquilando un estudio para Théodore Rousseau, etc., por no hablar de todos aquellos que soportan la miseria con heroísmo o sacrifican su vida por el amor al arte y cuya existencia, exaltada y siniestra, es descrita en las Scènes de la vie de bohème, como en todas las novelas de la misma veta (las de Champfleury por ejemplo). Desprendimiento contra interés, nobleza contra vileza, generosidad y audacia contra mezquindad y prudencia, arte y amor pobres contra arte y amor mercenarios, la contraposición se afirma por doquier, a partir de la época romántica, primero en la literatura, con los incontables retratos contrastados del artista y del burgués (Chatterton y John Bell, el pintor Théodore de Sommervieux y el viejo pañero Guillaume de L a Maison du chat qui pelote, etc.), pero también y sobre todo en el arte de la caricatura, con los Philipon, Granville, Decamps, Henri Monnier o Daumier, que critican al burgués nuevo rico dibujándolo con los rasgos de Mayeux, de Robert Macaire o de M. Prudhomme. Y nadie sin duda contribuyó en mayor medida que Baudelaire, cuyos primeros escritos conocidos son los Salons de 1845 y 1846, a fabricar la imagen del artista como héroe solitario que, como Delacroix, lleva una existencia de aristócrata indiferente a los honores y volcado por entero hacia la posteridad,1 y también como un personaje saturniano condenado al infortunio y a la melancolía. La teoría de la economía absolutamente singular de este mundo aparte es lo que elaboran los escritores cuando, como Theophile Gautier en el prefacio de M ademoiselle de M aupin, o Baudelaire en el Salon de 1846, establecen, a propósito de la 1. C. Baudelaire, Œuvres completes, op. cit., t. II, pág. 312. 204 pintura, las primeras formulaciones sistemáticas de la teoría del arte por el arte, esa manera particular de vivir el arte que está arraigada en un arte de vivir rupturista con el estilo de vida burgués, particularmente porque se basa en el rechazo de cualquier justificación social del arte y del artista. Resulta significativo que la noción de arte por el arte apareciera a propósito del Rolando furioso del escultor Jean Duseigneur (o Jehan du Seigneur), expuesto en el Salón de 1831: en efecto, en casa de este artista, rue de Vaugirard, se reúnen, hacia finales de 1830, aquellos a los que Nerval llama «el pequeño cenáculo», Borel, Nerval, Gautier, y que, huyendo de las extravagancias de los «Francia joven», se encuentran, en unas posiciones más sobrias, en la rue du Doyenné. Pintor convertido en escritor (como Pétrus Borel y Delescluze), por lo tanto predispuesto a asumir el papel de intermediario entre ambos universos, Gautier, el más «pictórico» de los escritores y el «maestro impecable» de la joven generación (según la dedicatoria de Las flores del mal), expresará la visión del arte y del artista que se está elaborando en el seno de ese grupo: libre desarrollo de la invención intelectual, aun a costa de atentar contra el buen gusto, las convenciones y las reglas, odio y rechazo por encima de todo hacia aquellos a los que los pintores en ciernes designan como «tenderos», «filisteos» o «burgueses», elogio de los placeres del amor y santificación del arte, considerado el segundo creador. Al asociar elitismo y antiutilitarismo, el artista se burla de la moral convencional, de la religión, de los deberes y de las responsabilidades y menosprecia todo lo que podría sugerir la idea de un servicio que el arte debería prestar a la sociedad. i Como el Tebaldeo de Lorenzaccio, que, único ser libre en un universo corrompido, puede dar un sentido al mundo, exorcizar el mal y cambiar la vida mediante la contemplación y la creación artísticas, el pintor que se afirma contra la Academia y al que la malevolencia de las instituciones oficiales sólo consigue engrandecer, representa la encarnación por antonomasia del «creador», naturaleza apasionada, enérgica, inmensa por su sensibilidad fuera de lo común y su poder único de transustentación. Este mundo muy diverso, y a su vez polarizado, al que globalmente se 205 designa como la bohemia es, como hemos visto, la sede de una descomunal labor de experimentación, que Lamennais llama un «libertinaje espiritual», y a través del cual se inventa un nuevo arte de vivir. Los pintores ofrecen a los escritores, a modo de una «profecía ejemplar» en el sentido de Max Weber, el modelo del artista puro que por lo demás tratan de inventar y de imponer; y la pintura pura, liberada de la obligación de servir para algo o, sencillamente, de significar, que contraponen a la tradición académica contribuye a materializar la posibilidad de un arte «puro». La crítica artística, que ocupa un lugar tan importante en la actividad de los escritores, representa sin duda para ellos una ocasión de descubrir la verdad de su práctica y de su proyecto artístico. Lo que está en juego, en efecto, no es sólo una redefinición de las funciones de la actividad artística; ni siquiera la revolución mental que resulta necesaria para concebir todas las experiencias excluidas del orden académico, «emoción», «impresión», «luz», «originalidad», «espontaneidad», y para revisar los términos más familiares del léxico tradicional de la crítica de arte, «efecto», «esbozo», «retrato», «paisaje». Se trata de crear las condiciones de una creencia nueva, capaz de dar un sentido al arte de vivir en ese mundo al revés que es el universo artístico. Los pintores rupturistas con la Academia y con el público burgués no habrían podido sin duda conseguir la conversión que les venía impuesta sin la ayuda de los escritores; convencidos de su competencia específica de profesionales de la explicitación y sustentándose en una tradición de ruptura con el orden «burgués» que se había instituido en el campo literario con el romanticismo, éstos estaban predispuestos a sumarse a la labor de conversión ética y estética que estaba llevando a cabo la vanguardia de los pintores y a llevar la revolución simbólica a su realización plena, constituyendo en principios explícitamente planteados y asumidos, con la teoría del «arte por el arte», las necesidades de la nueva economía de los bienes simbólicos. Pero los escritores también aprendieron mucho, para su propio gobierno, con la defensa de los pintores herejes. Y así, la libertad que los pintores —especialmente Manet— se tomaron al 206 afirmar lo que Joseph Sloane1llama la «neutralidad del sujeto», es decir el rechazo a toda jerarquía entre los objetos y a toda función didáctica, moral o política, sólo pudo ejercer un efecto de rebote sobre los escritores, que, aunque hiciera ya mucho que se habían liberado de las imposiciones académicas, estaban, como usuarios del lenguaje, sometidos más directamente a la exigencia del «mensaje». La revolución que llevará a la constitución de universos artísticos separados, y de algún modo encerrados en la pureza que los define propiamente, se llevó a cabo en dos tiempos. En un primer tiempo se trataba de liberar a la pintura de la obligación de cumplir una función social, de someterse a un encargo o a una demanda, de servir de causa. En esa fase, la ayuda de los escritores cumple un papel determinante. Así, en nombre de la pintura, que en relación con el lenguaje escrito o hablado no tiene que transmitir ningún mensaje, Zola denunciará el uso didáctico que Proudhon pretende hacer de la pintura de Courbet: «¡Pero cómo! Tiene usted la escritura, la palabra, puede usted decir todo lo que se le antoje, y se le ocurre echar mano del arte de las líneas y los colores para enseñar e instruir. ¡Piedad, por favor! Recuerde que no somos todo razón. Sea usted práctico, deje para el filósofo el derecho a darnos lecciones y para el pintor el derecho a darnos emociones. No creo que le pueda usted exigir al artista que nos instruya y, en cualquier caso, niego tajantemente la acción de un cuadro sobre las costumbres de la multitud.»2 Manet, y tras él todos los impresionistas, rechazan cualquier obligación no sólo de servir para algo, sino también de decir cualquier cosa. Hasta el punto de que, en definitiva, para ir hasta el final de su empresa de liberación tendrán que liberarse también del escritor, que, como muy bien dice Pissarro a propósito de Huysmans, «emite juicios de literato y las más de las veces no ve más que el tema».3 Incluso cuando, como Zola, tratan de negarlo reiterando la especificidad de lo pictórico, los escritores 1. J. C. Sloane, French Painting between the Past and the Present. Artists, Critics and Traditions, from 1848 to 18 70, Princeton, Princeton University Press, 1951, pág. 77. ^ 2. E. Zola, Mes Haines, op. cit., pág. 34 3. C. Pissarro, Lettres à son fils Lucien, Paris, Albin Michel, 1950, pág. 44. 207 son, para los pintores, unos liberadores alienantes. Y tanto más cuanto que, con el fin del monopolio académico de la consagración, esos taste makers se han convertido en unos artist makers que, con su discurso, están en disposición de hacer la obra de arte como tal. Así pues, apenas liberados de la institución académica, los pintores —Pissarro y Gauguin a la cabeza— tienen que empezar a liberarse de los escritores que utilizan la obra pictórica (como en los tiempos dorados de la crítica académica) para ensalzar su propio gusto y su propia sensibilidad, llegando incluso a superponer su comentario a la obra o a suplantarla con él. La afirmación de una estética que convierte la obra pictórica (y cualquier obra de arte) en una realidad intrínsecamente polisémica, por lo tanto irreductible a cualquier glosa y a cualquier exégesis, se debe sin duda en gran medida a la voluntad expresa de los pintores de liberarse del dominio de los escritores. Lo que no excluye que, en este esfuerzo para liberarse, pudieran encontrar armas y herramientas de pensamiento en el campo literario, particularmente los simbolistas, que más o menos en la misma época, negaban cualquier transcendencia del significado en relación con el significante, convirtiendo la música en el arte por an­ tonomasia. La historia de las relaciones entre Odilon Redon y sus críticos, Huysmans en particular, tal como la describe Darío Gamboni,1constituye una ilustración ejemplar de la última batalla por la liberación que los pintores tuvieron que librar para conquistar su autonomía y para afirmar la irreductibilidad de la obra pictórica a cualquier tipo de discurso (contra el célebre ut pictura p oesis) o, lo que es lo mismo, su infinita disponibilidad para todos los discursos posibles. Así se llevó a cabo el prolongado empeño que llevó del absolutismo académico -que presupone la existencia de una verdad ideal a la que tienen que doblegarse tanto la producción como la contemplación de la obra— al subjetivismo que deja a cada cual la libertad de crear o de recrear la obra a su manera. Pero, sin duda, sólo con Duchamp conseguirán los pintores una estrategia propia que les permita utilizar al literato sin ser 1. D. Gamboni, La Plume et le Pinceau, Paris, Minuit, 1989. 208 utilizado por él, y salirse así de la relación de inferioridad estructural en relación con los productores de metadiscursos en la que les coloca su estatuto de productores de objetos necesariamente mudos, y en relación consigo mismos en primer lugar: la que consiste en denunciar y en desbaratar metódicamente, en la concepción y en la estructura mismas de la obra, pero también con un metadiscurso anticipado (el título oscuro y desconcertante) o un comentario retrospectivo, cualquier intento de anexión de la obra mediante el discurso; y todo ello, por descontado, sin dejar de fomentar, sino todo lo contrario, la exégesis, siempre igual de necesaria para la existencia social plenamente realizada del objeto de arte. C u e s t ió n d e f o r m a El movimiento del campo artístico y del campo literario hacia una mayor autonomía va acompañado de un proceso de diferenciación de los modos de expresión artística y de un descubrimiento progresivo de la forma más propiamente conveniente para cada arte o para cada género, más allá incluso de los signos externos, socialmente conocidos o reconocidos, de su identidad: al reivindicar la autonomía de la representación propiamente «icónica», como se dirá más adelante, en relación con la enunciación verbal, los pintores abandonan lo literario, es decir el «motivo», la «anécdota», todo lo que puede inducir a pensar en un propósito de reproducir y de representar, en pocas palabras, de decir, partiendo de que el cuadro debe obedecer sus leyes propias, específicamente pictóricas, e independientes del objeto representado; de igual modo, los escritores desechan todo lo pictórico y lo pintoresco (lo de Gautier y los parnasianos por ejemplo) en beneficio de lo literario —invocando la música, que no vehicula ningún sentido, en contra del sentido y del mensaje—y, con Mallarmé, excluyen los términos incultos del «lenguaje reportaje», discurso meramente denotativo, ingenuamente enfocado hacia un referente. Resulta significativo que Gide evoque explícitamente el retraso 209 de la literatura respecto a la pintura para exaltar la novela «pura», libre de sentido (la misma novela que están inventando Joyce, Faulkner y Virginia Woolf): «Me he preguntado a menudo por qué prodigio la pintura iba por delante, y cómo era que la literatura se había dejado distanciar de esta manera. ¡Qué desacreditado está hoy en día lo que se solía considerar en pintura «el motivo»! ¡Un tema hermoso! Da risa. Los pintores ya ni se atreven a hacer retratos, salvo si eluden cualquier parecido.»1 Ello significa que, de tanto depurar, las luchas que se desarrollan en cada uno de los diferentes campos llevan a aislar poco a poco el principio esencial de lo que define propiamente cada arte y cada género, la «literalidad», como dicen los formalistas rusos, o la «teatralidad», con Copeau, Meyerhold o Artaud. Así por ejemplo, despojando la poesía, con el verso libre, de rasgos como la rima o el ritmo, la historia del campo sólo permite que subsista una especie de extracto de alta concentración (como en Francis Ponge) de las propiedades más idóneas para producir el efecto poético de desbanalización de las palabras y las cosas, la ostranenia de los formalistas rusos, sin recurrir a técnicas socialmente designadas como «poéticas». Cada vez que se instituye uno de esos universos relativamente autónomos, campo artístico, campo científico, o tal o cual de sus especificaciones, el proceso histórico que se instaura en él desempeña el mismo papel de abstractor de quintaesencia. De modo que el análisis de la historia del campo es sin duda, en sí mismo, la única forma legítima del análisis de esencia.2 Los formalistas, y Jakobson en particular, familiarizado con la fenomenología, en su afán por responder de una manera más metódica y más consecuente a los viejos planteamientos de la crítica y de la tradición académicas sobre la naturaleza de los géneros, 1. A. Gide, Les Faux-Monnayeurs, París, Gallimard, col. «Folio», 1978, pág. 30. 2. Los análisis de esencia y las definiciones formales no pueden ocultar en efecto que la afirmación de la especificidad de lo «literario» o de lo «pictórico» y de su irreductibilidad a cualquier otra forma de expresión es inseparable de la afirmación de la autonomía del campo de producción que supone y refuerza a la vez. De este modo, como se verá más adelante, el análisis de la disposición estética pura que es aducida por las formas más avanzadas del arte es inseparable del análisis del proceso de autonomización del campo de producción. 210 teatro, novela o poesía, se limitaron, como toda la tradición de reflexión sobre la «poesía pura» o la «teatralidad», a constituir en esencia transhistórica una especie de quintaesencia histórica, es decir el producto de la lenta y dilatada labor de alquimia histórica que acompaña al proceso de autonomización de los campos de producción cultural. Así, la larga batalla de los pintores para liberarse del encargo, aun del más neutro y más ecléctico, el del mecenazgo de Estado, y para romper con los temas impuestos, había puesto al descubierto la posibilidad, y al mismo tiempo la necesidad, de una producción cultural libre de cualquier sugerencia o imposición externa y capaz de descubrir en sí misma el principio de su propia existencia y de su propia necesidad. Con ello, esta lucha había contribuido a revelar a los escritores, que, exaltándola o analizándola, habían contribuido a su realización, la posibilidad de una libertad que a partir de entonces se ofrecía y, con ello, se imponía a cualquiera que quisiera meterse en el papel del pintor o del escritor. ¿Cómo no suponer en efecto que Zola reivindicaba también para sí mismo, aprovechando la identificación inevitable que propicia la homología de posición, la libertad que exigía para los pintores? Al dar por sentado que el artista sólo es responsable ante sí mismo, que es absolutamente libre respecto a la moral y a la sociedad —cosa que, no hay que olvidarlo, suscita un escándalo enorme, y le obliga a abandonar, en 1866, la redacción de L ’Événem ent—, afirma, más radicalmente de lo que jamás había sido afirmado en el pasado, el derecho del artista a la impresión personal y a la reacción subjetiva: la «pintura pura», libre del deber de significar algo, es una expresión de la sensibilidad singular del artista y de su originalidad de concepción, resumiendo, según la famosa frase, «un rincón de creación visto a través de un temperamento». No es por su realismo objetivo, como el que propugna Champfleury, por lo que Zola admira la obra de Manet, sino porque revela la particularidad personal del pintor. Y de igual modo, en el extenso alegato que escribe en defensa de Germinie Lacerteux, alaba menos lo natural y el naturalismo de la descripción que la «libre y alta manifestación de una personalidad», «el lenguaje particular de un alma» y «el producto único de una inte­ 211 ligencia», aboliendo cualquier pretensión de valorar en función de unas reglas éticas o estéticas una obra que se sitúa «más allá de la moral, más allá de los pudores y de las purezas».1 Pero ¿cómo no considerar que con una reafirmación semejante —sin precedentes desde Delacroix—del poder del individuo creador, y de su derecho a la libre afirmación de su ser, que tiene como correlato el derecho del crítico o del espectador a la comprensión emocional, sin presupuestos previos, no hace más que desbrozar el camino para esta afirmación radical de la libertad del escritor que son el «Yo acuso» y las batallas del caso Dreyfus? El derecho a la visión subjetiva y la reivindicación de la libertad de denunciar y de condenar, en nombre de unas exigencias interiores, la violencia irreprochable de la razón de Estado van indisolublemente unidos. 1. É. Zola, Mes Haines, op. cit., págs. 68 y 81. La lógica de la transposición a la literatura de categorías inventadas a propósito de la pintura queda manifiesta en el principio que enuncia acerca de Hugo, y que define sin duda la estética moderna como subjetivismo radical contra el absolutismo de la estética académica: «No debe haber dogma literario alguno; cada obra es independiente y exige ser juzgada aparte» (E. Zola, ibid., pág. 98). La actividad artística no se rige por unas reglas preexistentes y no puede ser valorada en función de ningún criterio trascendente. Produce sus propias reglas y aporta con ello la medida de su valoración. 212 3. EL MERCADO D E LOS BIENES SIMBÓLICOS En otro ámbito, he tenido el honor, ya que no el placer, de perder dinero encargando la traducción de los dos monumentales volúmenes del Hemingway de Carlos Baker. R o b e r t L a f f o n t La historia cuyas fases más decisivas he tratado de restituir, practicando una serie de cortes sincrónicos, desemboca en la instauración de ese mundo aparte que es el campo artístico o el campo literario tal como lo conocemos en la actualidad. Este universo relativamente autónomo (es decir, también, relativamente dependiente, en particular respecto al campo económico y al campo político) da cabida a una economía al revés, basada, en su lógica específica, en la naturaleza misma de los bienes simbólicos, realidades de doble faceta, mercancías y significaciones, cuyos valores propiamente simbólico y comercial permanecen relativamente independientes. Al cabo del proceso de especialización que ha llevado al nacimiento de una producción cultural especialmente destinada al mercado y, en parte como reacción en contra de ella, de una producción de obras «puras» y destinadas a la apropiación simbólica, los campos de producción cultural se organizan, muy generalmente, en su estado actual,1 según 1. Pese a que los datos en que se basan no son actuales —se recopilaron en 1976—, los análisis que presentamos a continuación conservan toda su validez en la época actual (como hemos sugerido indicando, aquí o allá, algunos equivalentes actuales de agentes o de instituciones que han desaparecido, o proporcionando algunos indicios de los cambios que han experimentado los que se han perpetuado). Los cambios acaecidos tanto en el ámbito teatral como en el mundo de las galerías de arte o de la edición no parecen haber afectado profundamente a la estructura que se desprendía de los análisis empíricos efectuados en un estado anterior de estos universos. (El afán por despejar invariantes y por captar homologías me ha llevado a silenciar o a relegar a un segundo plano las características específicas de los diferentes campos, literario y artístico en particular, para despejar, en esta labor exploratoria, los principios de división que los dife­ 213 un principio de diferenciación que no es más que la distancia objetiva y subjetiva de las empresas de producción cultural respecto al mercado y a la demanda expresada o tácita, ya que las estrategias de los productores se reparten entre dos límites que, de hecho, no se alcanzan nunca, la subordinación total y cínica a la demanda y la independencia absoluta respecto al mercado y sus exigencias. Dos LÓGICAS e c o n ó m ic a s Estos campos son la sede de la coexistencia antagónica de dos modos de producción y de circulación que obedecen a lógicas inversas. En un polo, la economía anti-«económica» del arte puro que, basada en el reconocimiento obligado de los valores del desinterés y en el rechazo de la «economía» (de lo «comercial») y del beneficio «económico» (a corto plazo), prima la producción y sus exigencias específicas, fruto de una historia autónoma; esta producción, que no puede reconocer más demanda que la que es capaz de producir ella misma pero sólo a largo plazo, está orientada hacia la acumulación de capital simbólico, en tanto que capital «económico» negado, reconocido, por lo tanto legítimo, auténtico crédito, capaz de proporcionar, en determinadas condiciones y a largo plazo, beneficios «económicos».1 En el otro polo, la lógica «económica» de las industrias literarias y artísticas que, al convertir el comercio de bienes culturales en un comercio como los demás, otorgan la prioridad a la difusión, al éxito inmediato y temporal, valorado por ejemplo en función de la tirada, y se limitan a ajustarse a la demanda preexistente de la clientela (no obstante, la pertenencia de estas empresas al campo queda manifiesta en el hecho de que sólo pueden acumular los beneficios económicos de una empresa económica corriente y los beneficios simbólicos propios de las empresas intelectuales si rechazan las formas más vulgares del merrentes campos tienen en común y que organizan a la vez el funcionamiento de los diferentes campos de producción cultural y la percepción que de ellos tenemos.) 1. Las comillas indicarán de ahora en adelante que se trata de «economía» en el sentido restringido del economicismo. 214 cantilismo y se abstienen de proclamar abiertamente sus fines in­ teresados). Una empresa está tanto más cerca del polo «comercial» cuanto más directa o más completamente los productos que oferta en el mercado responden a una dem anda preexistente, y dentro de unas form as preestablecidas. De ello resulta que la duración del ciclo de producción constituye sin duda una de los mejores formas de calibrar la posición que ocupa una empresa de producción cultural dentro del campo. Tenemos así, por una parte, unas empresas de ciclo de producción corto, que tratan de minimizar los riesgos a través de un ajuste anticipado a la demanda identificable, y dotadas de circuitos de comercialización y de recursos de promoción (publicidad, relaciones públicas, etc.) pensados para garantizar el reintegro acelerado de los beneficios mediante una circulación rápida de productos condenados a una obsolescencia rápida; y, por el otro, unas empresas de ciclo de producción largo, basado en la aceptación del riesgo inherente a las inversiones culturales y sobre todo en el acatamiento de las leyes específicas del comercio del arte: al carecer de mercado en el presente, esta producción volcada por entero hacia el futuro tiende a constituir stocks de productos siempre amenazados por el peligro de la regresión al estado de objetos materiales (valorados como tales, es decir por ejemplo al peso del papel).1 La incertidumbre es en efecto enorme y las posibilidades de recuperar la inversión cuando se edita a un escritor joven son escasas. Una novela que no tiene éxito tiene una vida (a corto plazo) que puede ser inferior a tres semanas. En el caso de un éxito mediano a 1. Las longitudes muy desiguales de la duración del ciclo de producción hacen que la comparación de los balances anuales de los distintos editores carezca casi totalmente de sentido: el balance anual da una idea tanto más inadecuada de la situación real de la empresa cuanto más se aleja uno de las empresas de rotación rápida, es decir a medida que la parte de los productos de ciclo largo va incrementándose. En efecto, si se trata por ejemplo de valorar unos stocks, se puede considerar o bien el precio de fa b ricación, o bien el precio de venta, inseguro, o bien el precio del papel. Estos diferentes modos de valoración son de aplicación muy desigual, según se trate de casas «comerciales» para las que el stock retorna muy rápidamente al estado de papel impreso o de casas para las cuales constituye un capital que tiende a ir aumentando continuamente de valor. 215 Crecimiento comparado de las ventas de tres obras publicadas por Éditions de Minuit Cifra acumulada de los ejemplares vendidos Fuente: Ëdidons de Minuit corto plazo, una vez restados los gastos de fabricación, los derechos de autor y los gastos de difusión, le queda aproximadamente el 20 % del precio de venta al editor, que tiene que amortizar los ejemplares no vendidos, financiar su stock, pagar sus gastos generales y sus impuestos. Pero, cuando un libro prolonga su carrera más allá del primer año y entra en el «fondo», constituye una «reserva» financiera que proporciona las bases de una previsión y de una «política» de inversiones a largo plazo: al haber amortizado los gastos fijos con la primera edición, el libro puede ser reeditado con un coste considerablemente reducido y proporciona así unos ingresos regulares (ingresos directos y también derechos anexos, traducciones, ediciones en libro de bolsillo, ventas a la televisión o al cine) que permiten financiar inversiones de mayor 216 o menor riesgo, que a su vez contribuyen, a largo plazo, al crecimiento del «fondo». La incertidumbre y el riesgo que caracterizan la producción de bienes culturales se leen en las curvas de ventas de tres obras publicadas por Éditions de Minuit: un «premio literario» (curva A) que, tras una venta inicial fuerte (de 6.143 ejemplares difundidos en 1959, 4.298 se venden en 1960, una vez deducidos los no vendidos), experimenta a partir de esa fecha unas ventas anuales bajas (del orden de 70 al año de promedio); La Jalousie (curva B), novela de Alain Robbe-Grillet publicada en 1957 que, con una venta de 746 ejemplares el primer año, no alcanza hasta el cabo de cuatro años (en 1960) el nivel de venta inicial de la novela premiada pero que, gracias a una tasa de crecimiento constante de las ventas anuales a partir de 1960 (20% al año de promedio entre 1960 y 1964, 19% entre 1964 y 1968), alcanza en 1968 la cifra acumulada de 29.462; Esperando a Godot (curva C), de Samuel Beckett, que, publicado en 1952, no alcanza los 10.000 ejemplares hasta el cabo de cinco años: gracias a una tasa de crecimiento que a partir de 1959 se mantiene más o menos constante (salvo en el año 1963) alrededor del 20% (la curva adquiere en este caso también un aspecto exponencial a partir de esta fecha), este título alcanza en 1968 (año en el que se venden 14.298 ejemplares) una cifra de ventas acumulada de 64.897 ejemplares. (Habría que añadir aquí el caso del fracaso sin paliativos, es decir el de un Godot cuya carrera se hubiera detenido a finales de 1952, arrojando un balance acusadamente deficitario.) Cabe así caracterizar las diferentes casas editoriales en función de la parte que destinan a las inversiones arriesgadas a largo plazo y a las inversiones seguras a corto plazo, y al mismo tiempo, según la proporción, entre sus autores, de escritores con perspectivas de futuro y de escritores coyunturales, periodistas que prolongan su actividad habitual mediante escritos de «actualidad», «personalidades» que dan su «testimonio» en ensayos o relatos autobiográficos o escritores profesionales que se someten a los cánones de una estética confirmada (literatura de «premios», novelas de éxito, etc.). Así, en 1975 asistíamos al enfrentamiento entre las pequeñas editoriales de vanguardia, como Minuit (o POL en la actualidad), y 217 las «editoriales grandes», Laffont, Groupe de la Cité, Hachette, estando las posiciones intermedias ocupadas por editoriales como Flammarion, Albin Michel, Calmann-Lévy, antiguas editoriales de «tradición», dirigidas por los herederos, cuyo patrimonio constituye una fuerza y un freno, y sobre todo Grasset, antigua «editorial grande» hoy en día englobada en el imperio Hachette, y Gallimard, antigua editorial de vanguardia, desde hace ya mucho en la cima de la consagración, que aúna una empresa orientada hacia la gestión del fondo (reediciones, publicaciones en libro de bolsillo, etc.) y empresas a largo plazo («Le Chemin», «Bibliothèque des sciences humaines»), cuyos autores, como veremos, están representados por igual en la lista de los best-sellers, y en la lista de los best-sellers intelectuales. En cuanto al subcampo de las editoriales orientadas más bien hacia la producción a largo plazo, por lo tanto hacia el público «intelectual», éste se polariza en torno a la oposición entre Minuit (que representa la vanguardia en vías de consagración) por un lado y por el otro Gallimard, situada en posición dominante, representando Le Seuil la posición central. Características de ambos polos opuestos del campo de la edición, las editoriales Robert Laffont y Les Éditions de Minuit permiten captar en la multiplicidad de sus aspectos las oposiciones que separan los dos sectores del campo. Por un lado, una gran empresa (700 empleados) que publica cada año un número considerable de títulos nuevos (aproximadamente 200) y abiertamente orientada hacia la búsqueda del éxito (para el año 1976, prevé siete tiradas superiores a 100.000, catorce superiores a 50.000 y cincuenta superiores a 20.000), lo que supone una necesidad de promoción importante, gastos de publicidad y de relaciones públicas considerables (en particular dirigidos a los libreros) y también toda una política de opciones regida por el sentido de la inversión segura (hasta 1975, casi la mitad de las obras publicadas consiste en traducciones de libros que han funcionado bien en el extranjero) y la búsqueda del best-seller:* en el «palmarès» que el editor esgrime ante quienes «siguen todavía empeñados en no considerar su editorial como una editorial literaria», destacan los nombres de Bernard Clavel, Max Gallo, Françoise Dorin, Georges-Emmanuel Clancier, Pierre Rey. 1. En la editorial Laffont (y también en otras editoriales menos completamente subordinadas a la lógica del mercado, como Albin Michel), las traducciones de libros extranjeros parecen obedecer a una lógica más propiamente literaria. 218 En el polo opuesto, Éditions de Minuit, pequeña empresa artesana que, empleando a una decena de personas, publica menos de veinte títulos al año (es decir, entre novelas o teatro, unos cuarenta autores en veinticinco años); dedicando una parte ínfima de su presupuesto a la publicidad (hasta consigue sacar un beneficio estratégico del rechazo de las formas más burdas del marketing), tiene a menudo, como en sus inicios, ventas inferiores a los 500 ejemplares («El primer libro de P. del que se vendieron más de 500 ejemplares era su noveno libro») y tiradas inferiores a 3.000 (según un balance efectuado en 1975, sobre 17 novedades publicadas desde 1971, es decir en tres años, 14 no habían alcanzado la cifra de 3.000, sin que las otras tres superaran los 5.000). Deficitaria (en 1975) si sólo se consideran las novedades, la editorial vive de su fondo, es decir de los beneficios que le proporcionan regularmente aquellas de sus publicaciones que se han hecho famosas (por ejemplo Godot), Una editorial que entra en la fase de explotación del capital simbólico acumulado hace que coexistan dos economías diferentes, una orientada hacia la producción y la investigación (es, en el caso de Gallimard, la colección fundada por Georges Lambrichs), la otra orientada hacia la explotación del fondo y la difusión de los productos consagrados (con colecciones como «La Pléiade» y sobre todo «Folio» o «Idées»). No es difícil hacerse cargo de las contradicciones que resultan de las incompatibilidades entre ambas economías:1 la organización requerida para producir, difundir y promocionar una categoría de productos resulta inadecuada para la otra; además, el peso que las exigencias de la difusión y la gestión ejercen sobre las formas de pensamiento de los responsables tiende a excluir las inversiones arriesgadas, cuando los autores que podrían ocasionarlas no se han anticipado ya encarrilándose hacia otros editores. Resulta evidente que, aun cuando puede acelerarlo, 1. El tiempo transcurrido desde la fecha de la encuesta permite ver que Éditions de Minuit, tras haber conseguido un estatuto de institución consagrada (especialmente con los premios Nobel de Samuel Beckett y de Claude Simon), puede intentar sumar, durante un breve tiempo (según una lógica aplicada en el caso de la galería Denise René), los prestigios del ascetismo vanguardista ylos beneficios del éxito comercial mediante estrategias de doble juego de las que la novela deJean Rouaud, galardonada con el Premio Goncourt, constituye un buen ejemplo (ver B. Simonot, «Premio Goncourt: una libertad vigilada», Liber, Revue européenne des livres, diciembre de 1991, n.° 8, pág. 21). 219 la desaparición del fundador no basta para explicar un proceso semejante, que está inscrito en la lógica del desarrollo de las empresas de producción cultural. Sin entrar en un análisis sistemático del campo de las galerías de arte que, debido a su homología con el campo de la edición, forzosamente resultaría repetitivo, cabe tan sólo destacar que, en este caso también, las diferencias en función de la antigüedad (y de la notoriedad), por lo tanto en función del nivel de consagración y del valor comercial de las obras poseídas, se superponen con toda exactitud a las diferencias respecto a la «economía». Carentes de «escudería» propia, las «galerías de venta» (Beaubourg, por ejemplo) exponen una selección (en 1977) relativamente ecléctica de pintores de épocas, escuelas y edades muy diversas (tanto abstractos como postsurrealistas, algunos hiperrealistas europeos, nuevos realistas), es decir obras que, al ser más accesibles (debido a su aún no alcanzada canonización o a sus disponibilidades «decorativas»), pueden encontrar compradores al margen de los coleccionistas profesionales o semiprofesionales (que se reclutan entre los «ejecutivos de oro» y los «industriales de la moda», como dice un informador); están así en disposición de descubrir y atraer a una fracción de los pintores de vanguardia ya destacados ofreciéndoles una forma de consagración algo comprometedora, es decir un mercado donde los precios son mucho más elevados que en las galerías de vanguardia.1 Por el contrario, las galerías que, como Sonnabend, Denise René o DurandRuel, hacen época en la historia de la pintura, porque cada una en su momento supo agrupar una «escuela», se caracterizan por una toma de posición sistemática.2 Así cabe reconocer, en la sucesión de 1. La misma lógica hace que el editor-descubridor (uno de cuyos ejemplos más típicos lo constituye sin duda Maurice Nadeau) esté siempre expuesto a ver cómo sus «descubrimientos» acaban siendo robados por unos editores mejor asentados o más consagrados, que ofrecen su nombre, su notoriedad, su influencia sobre los jurados de los premios, y también mayor promoción y derechos de autor más elevados. 2. Si nos limitamos a unos cuantos puntos de referencia en un continuum (hay evidentemente posiciones intermedias entre Durand-Ruel y Denise René), observamos que, por oposición a la galería Sonnabend, que agrupa a pintores jóvenes (el mayor tiene cincuenta años) pero ya relativamente conocidos, y a la galería Durand-Ruel, que ya casi sólo tiene a pintores fallecidos y célebres, la galería Denise René, que (en 1976) se sitúa en ese punto particular del espacio-tiempo del campo artístico donde los beneficios, normalmente exclusivos, de la vanguardia y de la consagración consiguen, durante un tiempo, sumarse, reúne a un conjunto de pintores ya muy consagrados (abstractos) y un grupo de vanguardia o de la penúltima vanguardia (arte cinético), como si 220 los pintores presentados por la galería Sonnabend, la lógica de un desarrollo artístico que conduce de la «nueva pintura americana» y del Pop Art, con pintores como Rauschenberg, Jaspers Johns, Jim Dine, a los Oldenburg, Lichtenstein, Wesselman, Rosenquist, Warhol, a veces clasificados bajo la etiqueta de Minimal Art, y a las investigaciones más recientes del arte pobre, del arte conceptual o del arte por correspondencia. De igual modo, es evidente el vínculo entre la abstracción que le ha dado la fama a la galería Denise René (fundada en 1945 e inaugurada con una exposición de Vasarely) y el arte cinético, con artistas que como Max Bill y Vasarely aúnan en cierto modo las investigaciones visuales del período de entreguerras (y sobre todo las del Bauhaus) y las investigaciones ópticas y tecnológicas de la nueva generación. D O S MODOS DE ENVEJECIMIENTO Así, la oposición entre ambos polos, y entre las dos visiones de la «economía» que se afirman en ellos, adquiere la forma de oposición entre dos ciclos de vida de la empresa de producción cultural, dos modos de envejecimiento de las empresas, de los productores y de los productos, que se excluyen totalmente. El peso de los gastos generales y la preocupación subsiguiente por el rendimiento del capital, que obligan a las grandes sociedades anónimas (como Laffont) a darle un giro muy rápido al capital, también inciden y gobiernan muy directamente su política cultural, y muy particularmente la selección de manuscritos.1Además, estas empresas de producción de ciclo corto, como las de alta costura, son estrechamente tributarias de todo un conjunto de agentes y de instituciones de «promoción» que exigen un mantenimiento hubiera conseguido zafarse un tiempo de la dialéctica de la distinción que remite a las escuelas del pasado (Éditions de Minuit ocupa, en 1990, una posición muy parecida en el campo de la edición). 1. Es de dominio público que el director de una de las «mayores» editoriales francesas no lee ni uno de los manuscritos que publica y sus jornadas de trabajo transcurren íntegramente dedicadas a tareas de mera gestión (reuniones con el consejo de producción, citas con los abogados, con los responsables de las filiales, etc.). 221 constante y una movilización periódica.1 Por el contrario, el editor pequeño puede conocer personalmente, con la ayuda de sus consejeros, que también son autores de la casa, el conjunto de los autores y libros publicados. Las estrategias que despliega en sus relaciones con la prensa están perfectamente adaptadas a las exigencias de la región más autónoma del campo, que impone el rechazo de los compromisos temporales y tiende a oponer el éxito y el valor propiamente artístico. El éxito simbólico y económico de la producción de ciclo largo depende (por lo menos en sus inicios) de la acción de unos cuantos «descubridores», es decir de los autores y de los críticos que hacen la editorial otorgándole su confianza (por el hecho de publicar en ella, de aportar manuscritos, de hablar favorablemente de sus autores, etc.), y también del sistema de enseñanza, único capaz de ofrecer, a largo plazo, un público adicto. Mientras la acogida de los productos llamados «comerciales» es más o menos independiente del nivel de instrucción de sus receptores, las obras de arte «puras» sólo son accesibles a consumidores dotados de la disposición y la competencia que son la condición necesaria para su valoración. De lo cual se desprende que los productores-pajra-productores dependen muy directamente de la institución escolar, contra la cual, por lo demás, no paran de sublevarse. La Escuela ocupa un lugar homólogo al de la Iglesia, que, según Max Weber, tiene que «fundar y delimitar sistemáticamente la nueva doctrina victoriosa y defender la antigua de los ataques proféticos, establecer lo que tiene y lo que no tiene valor de sacramento, y hacerlo penetrar en la fe de los legos»: a través de la delimitación entre lo que merece ser transmitido y adquirido y lo que no lo merece, reproduce continuamente la distinción entre las obras consa­ 1. Robert Laffont reconoce esta dependencia cuando, para explicar la disminución de traducciones respecto a las obras originales, alude no sólo al aumento del importe de los anticipos a cuenta de los derechos por la traducción, sino a «la influencia determinante de los medios de comunicación, particularmente la televisión y la radio, en la promoción del libro»: «La personalidad del autor y su facilidad de palabra constituyen un elemento de peso en la selección de autores que acuden a estos medios, y por lo tanto también en su repercusión a nivel de público. En este terreno, los autores extranjeros, salvo unos pocos monstruos sagrados, están naturalmente en desventaja» {Vient de paraître, boletín de informaciones de la editorial Robert Laffont, n.° 167, enero de 1977). 222 gradas y las obras ilegítimas y, también, entre la manera legítima y la manera ilegítima de considerar las obras legítimas. En esta función, se distingue de las demás instancias por el paso, extremadamente lento, de su acción: dedicados al cumplimiento de su función de descubridores, los críticos de vanguardia están obligados a entrar en los intercambios de certificados de carisma que los convierten a menudo en los portavoces, a veces en los empresarios, de los artistas y de su arte; instancias como las academias o los cuerpos de conservadores de museos tienen que combinar la tradición y la innovación moderada en la medida en que su jurisprudencia cultural se ejerce sobre unos contemporáneos. La institución escolar, que aspira al monopolio de la consagración de las obras del pasado y de la producción y la consagración (a través de la titulación académica) de los consumidores conformes, sólo concede post mortem, y tras un largo proceso, ese distintivo infalible de consagración que constituye la canonización de las obras como clásicas a través de la inclusión en los programas. Así, la oposición es total entre los best-sellers sin futuro y los clásicos, best-sellers de larga duración que deben al sistema de enseñanza su consagración, y por lo tanto su amplio y duradero mercado.1Inscrita en las mentes como principio de división fundamental, es la base de dos representaciones opuestas de la actividad del escritor e incluso del editor, mero comerciante o audaz descubridor, que sólo puede triunfar si reconoce plenamente las leyes y las apuestas específicas de la producción «pura». En el polo más heterónomo del campo, es decir para los editores y los escritores orientados hacia la venta, y para su público, el éxito es, por sí mismo, una garantía de valor. Eso es lo que hace que, en el mercado, el éxito conduzca al éxito: se contribuye a fabricar best-sellers publicando sus tiradas; los críticos no pueden hacer nada mejor por un libro o por una obra de teatro que «pronosticarles el éxito» («Tiene el éxito asegurado»;2«Apuesto por el éxito de 1. Algo que resulta particularmente manifiesto en el caso del teatro, donde el mercado de los clásicos (las «sesiones matinales clásicas» de la Comédie-Française) se rige por unas leyes absolutamente particulares debido a su dependencia respecto al sistema de enseñanza. 2. R. Kanters, L ’Express, 15-21 de enero de 1973. 223 Le Tournant con los ojos cerrados»).1 El fracaso, evidentemente, significa una condena inapelable: el que no tiene público no tiene talento (el mismo Robert Kanters habla de «autores sin talento y sin público como Arrabal»). En el polo opuesto, el éxito inmediato resulta algo sospechoso: como si redujera la ofrenda simbólica de una obra que no tiene precio al mero «toma y daca» de un intercambio comercial. Esta visión que convierte la ascesis en este mundo en la condición de la salvación en el más allá se basa en la lógica específica de la alquimia simbólica, que exige que sólo sean recuperables las inversiones que son (o parecen) a fondo perdido, que se hacen como una donación que únicamente podrá asegurarse la contradonación más valiosa, el «reconocimiento», siempre y cuando se la experimente como de sentido único, sin retorno; y, como en la donación a la que convierte en mera generosidad al ocultar la contradonación futura, el intervalo de tiempo interpuesto hace de pantalla y oculta el beneficio al que se suponen abocadas las inversiones desinteresadas.2 El capital «económico» sólo puede proporcionar los beneficios específicos ofrecidos por el campo —y al mismo tiempo los beneficios «económicos» que a menudo éstos reportarán a largo plazo—si se reconvierte en capital simbólico. La única acumulación legítima, tanto para el autor como para el crítico, para el marchante como para el editor o el director de teatro, consiste en hacerse un nombre, un nombre conocido y reconocido, capital de consagración que implica un poder de consagrar objetos (es el efecto de marca o de firma) o personas (mediante la publicación, la exposición, etc.), por lo tanto de otorgar un valor, y de sacar los beneficios correspondientes de esta operación. Comercio de objetos de los que no hay comercio, el comercio de arte «puro» pertenece a la categoría de las prácticas en las que sobrevive la lógica de la economía precapitalista (como, en otro orden, la economía de los intercambios entre las generaciones y, más generalmente, de la familia y de todas las relaciones de 1. P. Marcabru, France-Soir, 12 de enero de 1973. 2. Para un análisis de la estructura temporal del intercambio de donaciones, ver P. Bourdieu, Le Sens pratique, París, Minuit, 1980, págs. 178-183. 224 philià):' negaciones prácticas, estos comportamientos intrínsecamente dobles, ambiguos, se prestan a dos lecturas opuestas pero falsas ambas en la misma medida, que destruyen su dualidad y su duplicidad esenciales reduciéndolos ora a la negación, ora a lo que se niega, ora al desinterés, ora al interés. El reto al que desafían a todas las especies de economicismo reside precisamente en el hecho de que sólo pueden llevarse a cabo en la práctica —y no sólo en las representaciones—a costa de una represión constante y colectiva del interés propiamente «económico» y de la autenticidad de la práctica que el análisis «económico» pone de mani­ fiesto. La empresa «económica» negada del marchante de arte o del editor, en quienes el arte y los negocios se conjugan, sólo puede triunfar, incluso «económicamente», si no está regida por el dominio práctico de las leyes de funcionamiento y de las exigencias específicas del campo. El empresario en materia de producción cultural debe reunir una serie de elementos combinados muy improbable, en cualquier caso nada frecuente, algo de realismo, que implica unas concesiones mínimas a las necesidades «económicas» negadas (que no rechazadas), y algo de convicción «desinteresada», que las excluye. Así por ejemplo, el empeño encarnizado con que Beethoven, objeto por antonomasia de la exaltación hagiográfica del artista «puro», defendió sus intereses económicos —especialmente los derechos de autor sobre la venta de sus partituras—se comprende perfectamente si se es capaz de percibir una forma específica de la mentalidad de empresa en los comportamientos más indicados para atacar el angelicalismo económico de la representación romántica del artista: so pena de no superar el estado de veleidad, el propósito revolucionario tiene que proporcionarse los medios «económicos» de una ambición irreductible a la «economía» (por ejemplo, en el caso de Beethoven, disponer de orquestas de gran envergadura). Del mismo modo, si todo opone al editor o al marchante de arte que pretende actuar como «descubridor» al comerciante puro, también se opone en 1. Sobre el comercio en las sociedades indoeuropeas como «oficio sin nombre», innombrable, ver E. Benveniste, Le Vocabulaire des institutions européennes, París, Minuit, 1969, págs. 139 y siguientes; sobre la economía precapitalista como «economía» negada, ver P. Bourdieu, Algérie 60, París, Minuit, 1977, págs. 19-43. 225 igual medida a quienes inician las mismas disposiciones inspiradas en la dimensión comercial y en la dimensión cultural de su empresa (como Arnoux): «Un error en los precios de coste o en las tiradas puede provocar catástrofes, aun cuando las ventas sean excelentes. Cuando Jean-Jacques Pauvert puso en marcha la reimpresión del diccionario Littré, el asunto parecía sustancioso debido al número inesperado de suscriptores. Pero, cuando salió, se descubrió que un error al escandallar el precio de coste producía una pérdida de unos quince francos por ejemplar. El editor tuvo que ceder la operación a un colega.»1 La ambigüedad profunda del universo del arte es lo que provoca que, por un lado, los recién llegados carentes de capital puedan imponerse en el mercado reivindicando unos valores en nombre de los cuales los dominantes han acumulado su capital simbólico (más o menos reconvertido desde entonces en capital «económico»); y que, por el otro, tan sólo aquellos que saben contar y contemporizar con las imposiciones «económicas» inscritas en esta economía negada puedan cosechar plenamente los beneficios simbólicos e incluso «económicos» de sus inversiones simbólicas. Las diferencias que separan las pequeñas empresas de vanguardia de las «grandes empresas» y de las «grandes editoriales» se superponen a aquellas que quepa hacer, en cuanto a los productos, entre lo «nuevo», provisionalmente carente de valor «económico», lo «viejo», devaluado definitivamente, y lo «antiguo» o lo «clásico», dotado de un valor «económico» constante o constantemente creciente; o también a aquellas que se establecen, en cuanto a los productores, entre la vanguardia, integrada principalmente por jóvenes (biológicamente) sin quedar circunscrita a una generación, los autores o los artistas «acabados» o «superados» (que pueden ser jóvenes biológicamente) y la vanguardia consagrada, los «clásicos». Para convencerse basta con considerar la relación entre la edad (biológica) de los pintores y su edad artística, establecida según la posición que el campo les asigna en su espacio-tiempo. Los pintores 1. B. Demory, «El libro en la era industrial», L ’Expansion, octubre de 1970, pág. 110. 226 de las galerías de vanguardia se enfrentan tanto a los pintores de su edad (biológica) que exponen en las galerías de la «rive droite» como a los pintores mucho más mayores o ya fallecidos que se exponen en estas galerías: nada tienen en común con los primeros salvo la edad biológica; comparten con los segundos, a los que se enfrentan por la época artística, que se establece en razón de las generaciones (revoluciones) artísticas, el ocupar una posición homologa a la que ocupaban esos antecesores de reconocido prestigio en unos estados más o menos antiguos del campo y el tener todas las posibilidades de ocupar posiciones homologas en estados posteriores (como atestiguan los indicios de consagración tales como catálogos, artículos o libros ya dedicados a su obra). Si se considera la pirámide de las edades del conjunto de los pintores «controlados»1 por diferentes galerías, se observa primero una relación bastante clara (perceptible también con los escritores) entre la edad de los pintores y la posición de las galerías en el campo de producción: situado en el período de 1930-1939 en Sonnabend (y de 1920-1929 en Templon), galería de vanguardia, en el período de 1900-1909 en Denise René (o en la galerie de France), galería de vanguardia consagrada, la edad modal se sitúa en el período anterior a 1900 en Drouant (o en Durand-Ruel), mientras que galerías que, como Beaubourg (o Claude Bernard), ocupan posiciones intermedias entre la vanguardia y la vanguardia consagrada, y también entre la «galería de venta» y la «galería de escuela», presentan una estructura bimodal (con un modo antes de 1900 y otro en 1920-1929). Concordantes en el caso de los pintores de vanguardia (que exponen Sonnabend o Templon), la edad biológica y la época artística (cuyo mejor criterio podría ser sin duda la época de aparición del estilo correspondiente en la historia relativamente autónoma de la pintura) pueden ser discordantes en el caso de los continuadores académicos de todas las formas canónicas del pa- 1. No se nos escapa lo que de arbitrario puede haber en el hecho de caracterizar una galería por los cuadros que tiene, lo que lleva a asimilar a los pintores que la galería ha «hecho» y que «controla» con aquellos de los que tan sólo posee unas pocas obras sin llegar a tener su monopolio. El peso relativo de estas dos categorías de pintores es por lo demás muy variable según las galerías y permitirla sin duda diferenciar, al margen de cualquier juicio de valor, las «galerías de venta» de las galerías de escuela. 227 Las galerías y sus pintores (en 1977) I Número global I de catálogos Número global de libros Número global de artículos □ Numero total de pintóte« de la misma quinta sado que exponen, junto a los pintores más famosos del siglo pasado, en las galerías de la «rive droite», a menudo situadas en el área de las tiendas de lujo, como Drouant o Durand-Ruel, el «marchante de los impresionistas». Como fósiles de otra era, esos pintores que hacen hoy en día lo que hacía la vanguardia del pasado (como los «falsificadores», pero por cuenta propia) hacen un arte que no es, si cabe decirlo, de su época. A la inversa de los artistas de vanguardia, que son de algún modo dos veces «jóvenes», por la época artística pero también por el rechazo (provisional) al dinero y a las grandezas temporales a través de las cuales llega el envejecimiento artístico, los artistas fósiles son en cierto modo dos veces viejos, por la edad de su arte y de sus esquemas de producción pero también por todo un estilo de vida del cual el estilo de sus obras es una dimensión, y que implica el sometimiento directo e inmediato a las obligaciones y a las gratificaciones seculares.1 Los pintores de vanguardia tienen muchas más cosas en común con la vanguardia del pasado que con la retaguardia de esta vanguardia; y, ante todo, la falta de signos de consagración extraartística o, si se prefiere, temporal de la que los artistas fósiles, pintores establecidos, a menudo procedentes de las escuelas de bellas artes, galardonados con premios, miembros de academias, condecorados con la Legión de Honor, cubiertos de encargos oficiales, están abundantemente provistos. Si se excluye la vanguardia del pasado, se observa en efecto que los pintores que expone la galería Drouant presentan en su mayoría unas características del todo opuestas a la imagen del artista que reconocen los artistas de vanguardia y aquellos que los ensalzan. A menudo de origen o incluso de domicilio provinciano, estos pintores suelen tener como punto de anclaje principal en la vida artística parisina la pertenencia a esta galería que ha «descubierto» a muchos de ellos. Muchos expusieron allí por primera vez y/o fueron «lanzados» por el Premio Drouant de pin­ 1. Resulta evidente que, como hemos mostrado en otro lugar, la «elección» entre las inversiones arriesgadas que exige la economía de la negación y las inversiones seguras de las carreras temporales (por ejemplo entre artista y artista-profesor de dibujo o entre escritor yescritor-profesor) no es independiente de la procedencia social y de la propensión a asumir los riesgos que esa economía propicia en mayor o menor grado según las seguridades que reporta. 229 tura joven. Formados, sin duda mucho más a menudo que los pintores de la vanguardia en Bellas Artes (aproximadamente un tercio de ellos ha cursado estudios en la Escuela de Bellas Artes, en la Escuela de Artes Aplicadas o en la de Artes Decorativas, en París, en provincias o en su país de origen), se llaman a sí mismos gustosamente «discípulos» de tal o cual, practican un arte académico en su factura (posimpresionista las más de las veces), sus temas («marinas», «retratos», «alegorías», «escenas campestres», «desnudos», «paisajes de Provenza», etc.) y sus aplicaciones (decorados de teatro, ilustraciones de libros de lujo, etc.). Este arte sin historia les proporciona con frecuencia una auténtica carrera, jalonada por recompensas y promociones diversas, como los premios y las medallas (para 66 de ellos sobre 133), y coronada por el acceso a posiciones de poder en las instancias de consagración y de legitimación (muchos de ellos son socios numerarios, presidentes o miembros del comité de los grandes salones tradicionales), o en las instancias de reproducción y de legitimación (director de Bellas Artes en provincias, catedráticos en París, en la Escuela de Bellas Artes o en la de Artes Decorativas, conservador de museo, etc.). Dos ejemplos: Nacido el 23 de mayo de 1914 en París. Asiste a la Escuela de Bellas Artes. Exposiciones individuales en Nueva York y en París. Ilustra dos obras. Participa en los Grandes Salones de París. Premio de dibujo en el Concurso General de 1932. Medalla de plata en la 4.a Bienal de Menton en 1957. Obras en los museos y en colecciones particulares. Nacido en 1905. Estudia en la Escuela de Bellas Artes de París. Socio numerario de los Salones de los Independientes y del Salón de Otoño. Obtiene en 1958 el gran premio de la Escuela de Bellas Artes de la ciudad de París. Obras en el museo de Arte Moderno de París y en numerosos museos de Francia y del extranjero. Conservador del museo de Honfleur. Numerosas exposiciones individuales en el mundo entero. Muchos de ellos, por último, han recibido las señales más inequívocas de la consagración temporal, como la Legión de Honor, en contrapartida sin duda a una inserción en el mundo a través de los contactos político-administrativos que se consiguen gracias a los 230 «encargos» o a las relaciones mundanas que implica la función de «pintor oficial»: Nacido en 1909. Paisajista y retratista. Ejecuta el retrato de S. S. Juan XXIII, así como los de las celebridades de nuestra época (Cécile Sorel, Mauriac, etc.) presentados en la galería Drouant en 1957 y 1959. Premio de los Pintores Testigos de su Tiempo. Participa en los Grandes Salones de los que es uno de los organizadores. Participa en el Salón de París organizado por la galería Drouant en Tokio en 1961. Sus lienzos figuran en numerosos museos de Francia y en colecciones del mundo entero. Nacido en 1907. Debutó en el Salón de Otoño. Su primer viaje a España le marca con una fuerte influencia y el primer Gran Premio de Roma (1930) decide su larga estancia en Italia. Su obra se vincula sobre todo a los países mediterráneos: España, Italia, Provenza. Autor de ilustraciones para libros de lujo, de maquetas de decorados de teatro. Miembro del Instituto. Exposiciones en París, Londres, Nueva York, Ginebra, Niza, Burdeos, Madrid. Obras en numerosos museos de arte moderno y en colecciones particulares en Francia y en el extranjero. Oficial de la Legión de Honor.1 Las mismas regularidades se observan entre los escritores. Así, los «autores de éxito intelectual» (es decir el conjunto de los autores mencionados en la «selección» de La Çhiinzaine littéraire durante los años 1972 a 1974, ambos incluidos) son más jóvenes que los autores de best-sellers, (es decir el conjunto de los autores mencionados en el palmarès semanal de L ’Express durante los años 1972 a 1974) y sobre todo han sido galardonados con menos frecuencia por los jurados literarios (31% contra 63%), y especialmente por los jurados más «comprometedores» en opinión de los «intelectuales» y han sido condecorados en menor medida (4% contra 22%). Mientras que los best-sellers están sobre todo editados por grandes editoriales especializadas en las obras de 1. Ver Peintresfiguratifs contemporains, París, Galerie Drouant, 4.° trimestre de 1967. 231 venta rápida, Grasset, Flammarion, Laffont y Stock, más de la mitad de los «autores de éxito intelectual» están publicados por los tres editores cuya producción está más exclusivamente orientada hacia el público «intelectual», Gallimard, Le Seuil y Les Éditions de Minuit. Estas oposiciones todavía son más acentuadas si se comparan poblaciones más homogéneas, los escritores de Laffont y de Minuit. Claramente más jóvenes, estos últimos han sido galardonados con premios en muchas menos ocasiones y sobre todo han conseguido muchas menos condecoraciones.1 De hecho, estas dos editoriales agrupan a dos categorías más o menos incomparables de escritores: por un lado, el modelo dominante es el del escritor «puro», comprometido con experimentaciones formales y muy alejado del «mundo»; por el otro, el lugar destacado corresponde a los escritores-periodistas y a los periodistas-escritores que producen obras «a caballo entre la historia y el periodismo», «que tienen relación con la biografía y la sociología, el diario íntimo y el relato de aventuras, el montaje cinematográfico y el testimonio judicial»:2 «Si considero la lista de mis autores, veo, por un lado, a los que han venido del periodismo al libro, como Gaston Bonheur, Jacques Peuchmaurd, Henri-François Rey, Bernard Clavel, Olivier Todd, Dominique Lapierre, etc., y los que, inicialmente universitarios, como Jean-François Revel, Max Gallo, Georges Belmont, han recorrido el camino inverso.» A esta categoría de escritores, muy típica de la edición «comercial», habría que añadir los autores de testimonios, «personalidades» de la política, del deporte o del espectáculo que escriben a menudo por encargo y a veces con la ayuda de un periodista-escritor.3 Resulta claro que la primacía que el campo de producción 1. Ninguno de los escritores incluidos en la categoría del Nouveau Roman ha recibido el Premio Goncourt o el Premio de la Academia y, hasta el Nobel de Claude Simon, sólo han sido galardonados por las más «intelectuales» de esas instancias de consagración, el Premio Fénéon y sobre todo el Premio Médicis (ver J. Ricardou, Le Nouveau Roman, París, Ed. du Seuil, 1973, págs. 31-33). 2. R. Laffont, Éditeur, Paris, Laffont, 1974, pág. 302. 3. Menos del 5% de los «intelectuales de éxito intelectual» forma parte también del conjunto de los autores de best-sellers (y se trata en todos los casos de autores muy consagrados, como Sartre, Simone de Beauvoir, etc.). 232 y autores reconocidos1 F ech a de n acim ien to Express N: 92 Quinzaine littéraire N: 106 Prem ios Express N: 92 Quinzaine littéraire N: 106 Nacidos antes de 1900 4 7 No 28 68 1900/1909 10 27 Si 48 31 1910/1919 17 15 Renaudot - - 1920/1929 33 28 Concourt 25 6 1930/1939 11 15 Interallié - - 1940 y después 5 5 Fémina - NR 12 9 Médicis - 4 Premio Nobel - 2 N R 16 7 Profesión declarada C ondecoraciones Hombre de letras 35 32 No 44 79 Universitario 5 48 Si 35 22 Periodista 26 6 Legión de Honor 1a Psicoanalista, psiquiatra - 2 u Ordre du Mérite ZÖ lo Otras 10 7 NR 13 5 NR 16 11 Lu gar de residencia E d itoriales* • Provincias 5 13 Gallimard 8 34 -Suburbios de París 2 5 Seuil 7 12 —Midi 1 4 Denoël 3 6 —Otros 2 4 Flammarion 11 5 • Extranjero 2 4 Grasset 14 8 • París y suburbios 62 57 Stock 11 1 -D istritos 6.°/7.° 19 19 Laffont 18 3 —Distritos 8.°/16.° y Pion 1 4 suburbios Oeste 23 11 Fayard 5 4 -D istritos 5.°/13.0/14.0/15 ° 11 11 Calmann-Lévy 1 2 -O tros distritos 7 9 Michel 5 —Suburbios (salvo Oeste) 2 7 Otras 11 33 NR 23 32 1 * El total supera a N, ya que el mismo autor puede publicar en editoriales distintas. 1. Para establecer la población de autores reconocidos por el gran público intelectual, hemos considerado el conjunto de los autores franceses y vivos que fueron mencionados en la sección «La Quinzaine aconseja», publicada por L a Q u in zain e littéraire durante los años 1972 a 1974. En lo Sue se refiere a los autores para el gran público, hemos considerado los autores franceses y vivos cuyas obras tuvieron las tiradas más importantes en 1972 y 1973 y cuya lista, basada en las informaciones facilitadas por 29 grandes librerías de París y de provincias, publica regularmente L 'Express. La selección de L a (Quinzaine littéraire reserva un lugar destacado a las traducciones de obras extranjeras (43% de los títulos mencionados) y a las reediciones de autores canónicos (por ejemplo, cultural otorga a la juventud remite, una vez más, a la negación del poder y de la «economía» en la que se fundamenta: si, por su indumentaria y por su hexis corporal en particular, los escritores y los artistas tienden siempre a ponerse del lado de la «juventud», es porque, tanto en las representaciones como en la realidad, la oposición entre las edades es homologa de la oposición entre la sensatez «burguesa» y el rechazo «intelectual» al espíritu de sensatez, y, más exactamente, el alejamiento con respecto al dinero y a los poderes que mantiene una relación de causalidad circular con el estatuto de dominante-dominado, definitiva o provisionalmente alejado del dinero y el poder. Por hipótesis cabe así plantear que el acceso a los índices sociales de la edad madura, que es a la vez condición y efecto del acceso a las posiciones del poder, y el abandono de las prácticas asociadas a la irresponsabilidad adolescente (de la que forman parte las prácticas culturales o incluso políticas «vanguardistas») tienen que ser cada vez más precoces cuando se va de los artistas a los profesores, de los profesores a los miembros de las profesiones liberales, y de éstos a los ejecutivos o a los empresarios; o que los miembros de una misma categoría de edad biológica, por ejemplo el conjunto de los alumnos de las grandes escuelas universitarias, tienen edades sociales diferentes, marcados por atributos y comportamientos simbólicos diferentes, en función del porvenir objetivo que les espera: el estudiante de Bellas Artes se debe a sí mismo ser más «juvenil de aspecto» que el estudiante de la École normale, a su vez más juvenil que el de politécnico o que el estudiante de la ENA (Escuela Nacional de Administración) o de HEC (Escuela de Altos Estudios Comerciales). Habría que analizar aplicando la misma lógica la relación entre los sexos en el interior de la región dominante del campo del poder, y más exactamente los efectos de la posición de dominante-dominado que incumbe a las mujeres de la «burguesía» y que las acerca (estructuralmente) a los jóvenes «burgueses» y a los «intelectuales», Colette, Dostoïevski, Bakunin, Rosa Luxembourg, tratando así de seguir la actualidad muy particular del mundo intelectual; la lista de L’Express presenta sólo un 12% de traducciones de obras extranjeras, que representan otros tantos best-sellers internacionales (Desmond Morris, Mickey Spillane, Pearl Buck, etc.). 234 predisponiéndolas a un papel de mediador entre las fracciones dominante y dominada (que siempre han desempeñado, en particular a través de los «salones»). H a c e r é p o c a Pero el privilegio concedido a la «juventud», y a los valores de originalidad y de cambio a los que va asociada, no puede comprenderse del todo únicamente a partir de la relación entre «artistas» y «burgueses»; expresa también la ley específica del cambio del campo de producción, es decir la dialéctica de la distinción: ésta condena a las instituciones, las escuelas, las obras y a los artistas que han «hecho época» a sumirse en el pasado, a convertirse en clásicos o en descatalogados, a encontrarse relegados fu era de la historia o a «pasar a la historia», al eterno presente de la cultura consagrada donde las tendencias y las escuelas más incompatibles «en vida» pueden coexistir pacíficamente, porque están canonizadas, academizadas, neutralizadas. El envejecimiento les llega a las empresas y a los autores cuando permanecen adscritos (activa o pasivamente) a modos de producción que, sobre todo si hicieron época, están inevitablemente datados; cuando permanecen encerrados en esquemas de percepción o de valoración que, convertidos en normas trascendentes y eternas, impiden aceptar o percibir la novedad. Así, tal marchante de arte o tal editor, que desempeñó en un momento un papel de descubridor, puede acabar dejándose encerrar en el concepto institucional (como por ejemplo «Nouveau Roman» o «nueva pintura americana») que él mismo contribuyó a producir, en la definición social respecto a la cual se determinan los críticos, los lectores y también los autores más jóvenes que se limitan a aplicar los esquemas producidos por la generación de los inicia­ dores. «Quería algo nuevo, alejarme de los senderos trillados. Por eso», escribe Denise René, «mi primera exposición estuvo dedicada a Vasarely. Era un investigador. Después, expuse a Atlan en 1945, porque también él era insólito, diferente, nuevo. Un día, cinco descono- 235 cidos, Hartung, Deyrolle, Dewasne, Schneider, Marie Raymond, vinieron a enseñarme sus lienzos. En un abrir y cerrar de ojos, ante aquellas obras estrictas, austeras, mi camino parecía trazado. Había allí bastante dinamita como para suscitar pasiones y volver a poner en tela de juicio los problemas artísticos. Organicé entonces la exposición “Pintura abstracta joven” (enero de 1946). Para mí, empezaba entonces la época de lucha. Primero, hasta 1950, para imponer la abstracción en su conjunto, trastocar las posiciones tradicionales de la pintura figurativa, de la que se tiende a olvidar hoy en día que en aquel entonces era ampliamente mayoritaria. Después, se produjo, en 1954, el maremoto informal: contemplamos la generación espontánea de una cantidad de artistas que se empatanaban complacientemente en la materia. La galería que, desde 1948, luchaba por la abstracción, rechazó el entusiasmo general y se atuvo a una selección estricta. Esta selección fue el abstracto constructivo, que es hijo de las grandes revoluciones plásticas de principios de siglo, y que nuevos investigadores están desarrollando hoy en día. Un arte noble, austero, que afirma continuamente su vitalidad. ¿Por qué poco a poco he ido llegando a defender exclusivamente el arte construido? Si busco las razones dentro de mí misma, es, me parece, porque ninguno expresa mejor el triunfo del artista sobre un mundo en peligro de descomposición, un mundo en perpetua gestación. En una obra de Herbin, de Vasaraly, no hay sitio para las fuerzas oscuras, el empantanamiento, lo mórbido. Este arte plasma de forma evidente el dominio total del creador. Una hélice, un rascacielos, una escultura de Schoffer, un Mortensen, un Mondrian: he aquí unas obras que me sosiegan; se puede leer en ellas, cegadora, la dominación de la razón humana, el triunfo del hombre sobre el caos. Ése es para mí el papel del arte. La emoción sale ganando con creces.»1 Se ve perfectamente cómo la toma de posición que origina las opciones iniciales, la afición por las construcciones «estrictas» y «austeras», implica unos rechazos inevitables, cómo, cuando se le aplican las categorías de percepción y de valoración que han hecho posible el «descubrimiento» inicial, acaba desechada hacia 1. Denise René, Presentación del Catalogue du V' salon international des galeries pilotes, Lausana, Musée cantonal des Beaux-Arts, 1963, pág. 150. El subrayado es mío. 236 lo informe y el caos toda la obra fruto de la ruptura con los esquemas de producción y de percepción antiguos; cómo, por último, la referencia nostálgica a las luchas sostenidas para imponer unos cánones otrora heréticos contribuye a legitimar la falta de disposición para admitir la contestación herética de lo que se ha convertido en una nueva ortodoxia. No basta con decir que la historia del campo es la historia de la lucha por el monopolio de la imposición de las categorías de percepción y de valoración legítimas; la propia lucha es lo que hace la historia del campo; a través de la lucha se temporaliza. El envejecimiento de los autores, de las obras o de las escuelas es algo muy distinto del producto de un deslizamiento mecánico hacia el pasado: se engendra en el combate entre aquellos que hicieron época y que luchan por seguir durando, y aquellos que a su vez no pueden hacer época sin remitir al pasado a aquellos a quienes interesa detener el tiempo, eternizar el estado presente; entre los dominantes conformes con la continuidad, la identidad, la reproducción, y los dominados, los nuevos que están entrando y que tienen todas las de ganar con la discontinuidad, la ruptura, la diferencia, la revolución. H acer época significa indisolublemente hacer existir una nueva posición más allá de las posiciones establecidas, por delante de estas posiciones, en vanguardia, e, introduciendo la diferencia, producir el tiempo. Se comprende el lugar que, en esta lucha por la vida, por la supervivencia, corresponde a las señas distintivas que, en el mejor de los casos, tratan de señalar las más superficiales y las más visibles de las propiedades atribuidas a un conjunto de obras o de productores. Los términos, nombres de escuelas o de grupos, nombres propios, sólo tienen tanta importancia porque hacen las cosas: señas distintivas, producen la existencia en un universo en el que existir es diferir, «hacerse un nombre», un nombre propio o un nombre común (el de un grupo). Falsos conceptos, instrumentos prácticos de clasificación que hacen las similitudes y las diferencias al nombrarlas, los nombres de escuelas o de grupos que han proliferado en la pintura reciente, pop art, minimal art, process art, land art, body art, arte conceptual, arte povera, Fluxus, nuevo realismo, nueva figuración, soporte-superficie, arte pobre, op art, los producen los propios artis­ 237 tas o sus críticos titulares en la lucha por el reconocimiento y cumplen la función de signos de reconocimiento que distinguen a las galerías, a los grupos y a los pintores y, también, los productos que fabrican o que proponen.1 A los recién llegados no les queda otro recurso que remitir continuam ente al pasado —aprovechando el movimiento mismo a través del cual acceden a la existencia, es decir a la diferencia legítima o incluso, durante un tiempo más o menos largo, a la legitimidad exclusiva—a los productores consagrados a los que se enfrentan y, consecuentemente, también sus obras y la afición de los que permanecen fieles a ellas. Debido a ello, las galerías o las editoriales, como los pintores o los escritores, se reparten en todo momento en función de su edad artística, es decir según la antigüedad de su modo de producción artística y según el grado de canonización y de divulgación de este esquema generador que al mismo tiempo también es esquema de percepción y de valoración. El campo de las galerías reproduce en la sincronía la historia de los movimientos artísticos desde finales del siglo X IX : cada una de las galerías importantes ha sido una galería de vanguardia en un época más o menos remota y está tanto más consagrada, como las obras que consagra (y que puede por lo tanto vender más caras), cuanto que su apogeo es más remoto en el tiempo y que su «seña» (el «abstracto geométrico» o el «pop americano») goza de un conocimiento y de un reconocimiento más amplio, pero permanece encerrada en esa «seña» («Durand-Ruel, el marchante de los impresionistas»), que es también un destino. En cada momento del tiempo, en el campo de luchas que sea 1. Bastaría, para que desaparecieran muchas discusiones sobre muchos «conceptos» que son de uso común en materia de arte, de literatura o incluso de filosofía, con darse cuenta de que se trata las más de las veces de nociones clasificatorias, a veces retraducidas a términos de apariencia más neutra y más objetiva (como por ejemplo «literatura objectai» referida a «Nouveau Roman», a su vez equivalente de un «conjunto de novelistas editados por Éditions de Minuit»), cuya función primera consiste en permitir delimitar unos conjuntos prácticos tales como los pintores reunidos en una exposición señalada o en una galería consagrada o como los escritores publicados por el mismo editor, o efectuar unas caracterizaciones sencillas y cómodas (del tipo «Denise René es el arte abstracto geométrico», «Alexandre Iolas es Max Ernst» o «Arman, los cubos de basura» y «Christo, los empaquetados»). 238 La temporalidad del campo de producción artística t i t2 t3 (campo social en su conjunto, campo del poder, campo de producción cultural, campo literario, etc.), los agentes y las instituciones que intervienen en el juego son a la vez contemporáneos y discordantes. El campo del presente no es más que otro nombre del campo de las luchas (como demuestra el hecho de que cada autor del pasado continúe presente en la medida exacta en que todavía siga resultando un envite). La contemporaneidad como presencia en el mismo presente sólo existe prácticamente en la lucha que sincroniza unos tiempos discordantes o, mejor dicho, 239 unos agentes y unas instituciones separados por un tiempo y en la relación con el tiempo: unos, que se sitúan más allá del presente, sólo tienen contemporáneos a los que reconocen y que les reconocen a ellos entre los demás productores de vanguardia, y sólo tienen un público en el futuro; los otros, tradicionalistas o conservadores, sólo reconocen a sus contemporáneos en el pasado (las líneas punteadas horizontales del esquema ponen de manifiesto estas contemporaneidades ocultas). El movimiento temporal que produce la aparición de un grupo capaz de hacer época imponiendo una posición avanzada se traduce por una traslación de la estructura del campo del presente, es decir de las posiciones temporalmente jerarquizadas que se oponen en un campo dado, al así encontrarse cada una de las posiciones retrasada en un rango en la jerarquía temporal que también es al mismo tiempo una jerarquía social (las diagonales punteadas unen las posiciones estructuralmente equivalentes —por ejemplo la vanguardia— en campos de épocas diferentes). La vanguardia se encuentra en todo momento separada por una generación artística (entendida como la separación entre dos modos de producción artística) de la vanguardia consagrada, a su vez también separada por otra generación artística de la vanguardia ya consagrada en el momento en el que a su vez ella entró en el campo. De lo que resulta que, tanto en el espacio del campo artístico como en el campo del espacio social, como mejor se miden las distancias entre los estilos o los estilos de vida es en términos de tiempo. L a l ó g ic a d e l c a m b io Los autores consagrados que dominan el campo de producción tienden a ir imponiéndose poco a poco en el mercado, volviéndose cada vez más legibles y aceptables a medida que se banalizan a través de un proceso más o menos largo de familiarización asociado o no a un aprendizaje específico. Las estrategias dirigidas contra su dominación apuntan y siempre alcanzan, a través de ellos, a los consumidores distinguidos de sus productos distintivos. Imponer en el mercado en un momento determinado 240 un productor nuevo, un producto nuevo y un nuevo sistema de gustos, es hacer que se deslicen hacia el pasado el conjunto de los productores, de los productos y de los sistemas de gustos jerarquizados desde el punto de vista del grado de legitimidad. El movimiento a través del cual el campo de producción se temporaliza contribuye también a definir la temporalidad de los gustos (entendidos como sistemas de preferencias concretamente manifestados en opciones de consumo).1 Debido a que las diferentes posiciones del espacio jerarquizado del campo de producción (que son localizables, indiferentemente, por los nombres de las instituciones, galerías, editoriales, teatros, o por los nombres de los artistas o de las escuelas) corresponden a unos gustos jerarquizados socialmente, cualquier transformación de la estructura del campo implica una traslación de la estructura de los gustos, es decir del sistema de distinciones simbólicas entre los grupos: las oposiciones homologas a las que se establecían (en 1975) entre el gusto de los artistas de vanguardia, el gusto de los «intelectuales», el gusto «burgués» avanzado y el gusto «burgués» provinciano, y que encontraban sus medios de expresión en los mercados simbolizados por las galerías Sonnabend, Denise René o DurandRuel, habrían podido expresarse con la misma eficacia en 1945, en un espacio en el que Denise René representaba la vanguardia, o en 1875, cuando esta posición de vanguardia la ocupaba Du- rand-Ruel. Este modelo se impone con particular claridad en nuestros días porque, debido a la unificación casi perfecta del campo artístico y de su historia, cada acto artístico que al introducir una nueva posición en el campo hace época «desplaza» la totalidad de la serie de actos anteriores. Debido a que toda la serie de «golpes» pertinentes está presente prácticamente en el último, un 1. Como dice un pintor de vanguardia en su respuesta aun cuestionario sobre la fotografía, los gustos pueden «datarse» con respecto a lo que eran los gustos de vanguardia en las diferentes épocas: «La fotografía está superada. ¿Por qué? Porque ya no está de moda; porque está vinculada a lo conceptual de hace dos o tres años [...]. ¿Quién diría: cuando contemplo un cuadro, no me interesa lo que representa? Ahora, el tipo de gente con poca cultura artística. Es muy típico de alguien que no tiene ni idea de arte decir algo así. Hace veinte años, ni siquiera sé si hace veinte años los pintores abstractos habrían dicho algo así, no lo creo. Eso es algo muy típico del que no sabe nada y que dice: Yo no soy un gilipollas, lo que cuenta es que sea bonito.» 241 acto estético es irreductible a cualquier otro acto situado en otra fila en la serie y la propia serie tiende hacia la unicidad y la irre- versibilidad. Así se explica que, como destaca Marcel Duchamp, los regresos a estilos pasados jamás hayan sido tan frecuentes: «La característica del siglo que acaba estriba en ser como una especie de double barrelled gun: Kandinsky, Kupka, inventaron la abstracción. Después la abstracción murió. Ya no se hablaría más de ella. Resurgió al cabo de treinta y cinco años con los expresionistas abstractos norteamericanos. Cabe decir que el cubismo reapareció bajo una forma más pobre con la escuela de París de posguerra. Dada también ha vuelto ha renacer. Se trata de un fenómeno muy propio del siglo. Eso no ocurría en siglo XVIII o en el XIX. Después del romanticismo, vino Courbet. Y el romanticismo no volvió jamás. Ni siquiera los prerrafaelitas son un nuevo refrito de los románticos.»1 De hecho, estas vueltas son siempre aparentes, puesto que están separadas de lo que recuperan por la referencia negativa (cuando no por la intención paródica) a algo que a su vez era la negación (de la negación de la negación, etc.) de lo que recuperan.2 En el campo artístico o literario llegado a la fase actual de su historia, todos los actos, todos los gestos, todas las manifestaciones son, como muy bien dice un pintor, «guiños en el interior de un ambiente»: esos guiños, referencias silenciosas y ocultas a otros artistas, presentes o pasados, afirman en y a través de los mecanismos de la distinción una complicidad que excluye al profano, siempre condenado a pasar por alto lo esencial, es decir precisamente las interrelaciones y las interacciones de las que la obra no es más que la huella silenciosa. Nunca la propia estructura del campo ha estado tan presente en cada acto de pro­ ducción. 1. Entrevista reproducida en VH 101, otoño de 1970, n.° 3, págs. 55-61 2. Por lo que resultaría algo ingenuo pensar que la relación entre la proximidad en el tiempo y la dificultad de acceso a las obras desaparece en los casos en los que la lógica de la distinción suscita una vuelta (en segundo grado) a un modo de expresión antiguo (como en la actualidad con el «neodadaísmo», el «nuevo realismo» o el «hiperrea- lismo»). 242 H o m o l o g ía s y e f e c t o d e a r m o n ía p r e e s t a b l e c id a Debido a que todos se organizan en torno a la misma oposición fundamental en lo que se refiere a la relación con la demanda (la de lo «comercial» y de lo «no comercial»), los campos de producción y de difusión de las diferentes especies de bienes culturales —pintura, teatro, literatura, música—son entre ellos estructural y funcionalmente homólogos, y además mantienen una relación de homología estructural con el campo del poder donde se concentra la mayor parte de su clientela. Esta estructura está particularmente indicada en el teatro, donde la oposición entre la «rive droite» y la «rive gauche», inscrita en la objetividad de una division espacial, actúa también en las mentes como un principio de division. Así, la diferencia entre «teatro burgués» y «teatro de vanguardia», que funciona como un principio de división que permite clasificar prácticamente a los autores, las obras, los estilos, los temas, se manifiesta tanto en las características sociales del público de los diferentes teatros parisinos (edad, profesión, domicilio, frecuencia con la que asiste al teatro, precio deseado de la butaca, etc.) como en las características, perfectamente congruentes, de los autores representados (edad, procedencia social, domicilio, estilo de vida, etc.) y de las obras o de las propias empresas teatrales. Efectivamente, el «teatro de experimentación» se opone al «teatro de comedia ligera» por todos los conceptos a la vez: por un lado, los grandes teatros subvencionados (Odéon, Théâtre de l’Est parisien, Théâtre national populaire) y los escasos teatros pequeños de la «rive gauche» (Vieux Colombier, Montparnasse, etc.),1 empresas económica y culturalmente arriesgadas, que presentan, a unos pre- 1. Para no salimos de los límites de la información disponible (la que nos facilita el hermoso trabajo de Pierre Guetta Le Théâtre et ion Public, 2 vols., ciclostilados, Paris, Ministerio de Cultura, 1966), sólo hemos mencionado los teatros considerados en ese trabajo. Sobre 43 teatros parisinos censados en 1975 en las revistas especializadas (excluidos los teatros subvencionados), 29 (o sea, unos dos tercios) presentan espectáculos que manifiestamente pertenecen al género del teatro de comedia ligera; 8 presentan obras clásicas o neutras (en el sentido de que no están «selladas»); y 6, todos situados en la «rive gauche», presentan obras que cabe considerar pertenecientes al teatro intelectual. (Algunos de los teatros mencionados han desaparecido desde la fecha de la 243 cios relativamente moderados, espectáculos que rompen con las convenciones (por su contenido o su puesta en escena) y dirigidos a un público joven e «intelectual» (estudiantes, catedráticos, etc.); por el otro, los teatros «burgueses», empresas comerciales corrientes cuyo afán de rentabilidad económica obliga a unas estrategias culturales extremadamente prudentes, que no asumen ningún tipo de riesgo ni se lo hacen correr a sus clientes: presentan espectáculos de comprobada eficacia o concebidos según unos criterios seguros y confirmados para un público de más edad, «burgués» (ejecutivos, miembros de profesiones liberales y empresarios), dispuesto a pagar precios elevados para asistir a espectáculos de mera diversión que obedecen, tanto en sus mecanismos como en su puesta en escena, a los cánones de una estética que no ha variado en los últimos cien años: o bien adaptaciones francesas de obras extranjeras, distribuidas y en parte financiadas por los responsables del espectáculo original, según una fórmula calcada del mundo del cine o de la revista musical, o bien recuperaciones de las obras de mayor éxito del repertorio de comedia ligera tradicional.1 Entre ambos polos, los teatros clásicos (Comédie-Française, Atelier) constituyen lugares neutros cuyo público procede más o menos en la misma medida de todas las regiones del campo del poder y que presentan unos programas neutros o eclécticos, de «comedia ligera de vanguardia» (según la acuñación de un crítico de La Croix), o de vanguardia consagrada. Esta estructura, presente en todos los géneros artísticos y desde hace mucho tiempo, tiende hoy en día a funcionar como una estructura mental, organizando la producción y la percepción de los productos:2 la oposición entre el arte y el dinero (lo encuesta, pero han surgido otros que han ocupados posiciones equivalentes en el es­ pacio.) 1. Aquí, como a lo largo de todo el texto, «burgués» es un apunte estenográfico de «ocupantes de las posiciones dominantes del campo del poder» cuando es empleado como sustantivo o, cuando es adjetivo, de «estructuralmente vinculado a esas posiciones». «Intelectual» significa de igual modo «posiciones dominadas del campo del poder». 2. Pese a haber adquirido su forma «moderna» en el último cuarto del siglo XIX con la aparición de un teatro de «experimentación», la estructura que se observa en el espacio del teatro no es reciente. Y cuando Françoise Dorin, en Le Tournant, uno de los grandes éxitos del teatro de comedia ligera, coloca a un autor de vanguardia en las situaciones más típicas del vodevil, no hace más que recuperar, ya que las mismas causas producen los mismos efectos, las estrategias que ya a partir de 1836 empleaba Scribe, en 244 «comercial») es el principio generador de la mayoría de los juicios que, en materia de teatro, cine, pintura, literatura, pretenden establecer la frontera entre lo que es arte y lo que no lo es, entre el arte «burgués» y el arte «intelectual», entre el arte «tradicional» y el arte de «vanguardia». Algunos ejemplos entre mil: «Conozco un pintor que tiene calidad desde el punto de vista del oficio, materiales, etc., pero lo que hace es totalmente comercial para mí; lo que hace es fabricar, como si hiciera panecillos [...]. Cuando los artistas se hacen muy famosos y conocidos tienen tendencia a la fabricación» (director de galería, entrevista). El vanguardismo a menudo no ofrece más garantía de su convicción que su indiferencia hacia el dinero y su espíritu de protesta: «El dinero no cuenta para él: más allá incluso del servicio público, concibe la cultura como un instrumento de protesta.»1 La homología estructural y funcional entre el espacio de los autores y el espacio de los consumidores (y de los críticos) y la correspondencia entre la estructura social de los espacios de producción y las estructuras mentales que autores, críticos y consumidores aplican a los productos (a su vez también organizados según esas estructuras), es lo que fundamenta la coincidencia que se establece entre las diferentes categorías de obras ofertadas y las expectativas de las diferentes categorías de público. Una coincidencia que, de tan milagrosa, puede parecer el producto de un ajuste deliberado de la oferta y la demanda. Aun cuando el cálculo cínico evidentemente haga acto de presencia, sobre todo en el polo «comercial», no resulta necesario ni suficiente para producir la armonía que hemos observado entre los productores La Camaraderie, contra Delacroix, Hugo y Berlioz, cuando, para tranquilizar al buen público contra las audacias y las extravagancias de ios románticos, hacía público que Oscar Rigaut, famoso por su poesía fúnebre, era un vividor, resumiendo, un hombre como los demás, sin fuerza moral para tratar a los burgueses de «tenderos» (ver M. Descotes, Le Public de théâtre et son Histoire, París, PUF, 1964, pág. 298). Estas andanadas no serían tan frecuentes en las obras de teatro en sí (recordemos, por ejemplo, la parodia del «Nouveau Roman» en H aute-fidélité de Michel Perri, 1963), y todavía más entre los críticos, si no contaran con la seguridad de la complicidad del público «burgués», que se siente desafiado o condenado por el «teatro intelectual». 1. A. de Baecque, «Fracaso del teatro», L ’Expansion, diciembre de 1968. 245 y los consumidores de productos culturales. Así, si los críticos prestan tan buenos servicios a su público es porque la homología entre su posición en el campo intelectual y la posición de su público en el campo del poder constituye el fundamento de una connivencia objetiva (basada en los mismos principios que la que requiere el teatro) que hace que nunca defiendan los intereses de su clientela con tanta sinceridad, por lo tanto también con tanta eficacia, como cuando defienden sus propios intereses en contra de sus adversarios, ya que los críticos ocupan posiciones opuestas a las suyas en el campo de producción.1 Se puede dar crédito a los críticos más famosos por su conformidad a las expectativas de su público cuando manifiestan que jamás adoptan la opinión de sus lectores; y que el principio de la eficacia de sus críticas estriba no en un ajuste demagógico a los gustos del público, sino en un acuerdo objetivo que permite la máxima sinceridad, imprescindible también para ser creído, por lo tanto eficaz.2 El crítico de Le Figaro nunca se limita a reaccionar ante un espectáculo; reacciona ante las reacciones de la crítica «intelectual» que está capacitado para anticipar antes incluso de que ésta tenga que formularse, puesto que también domina la oposición generadora a partir de la cual ésta se engendra. No es frecuente que la estética «burguesa», que está en posición dominada, pueda expresarse sin trabas ni prudencia, y el elogio de la «comedia ligera» casi siempre adquiere la forma defensiva de una denuncia de los valores de aquellos que le niegan el valor. Así, en una crítica de la obra de Herb Gardner, Des Clowns par milliers, que concluye con un elogio saturado de palabras clave («Qué naturalidad, qué elegancia, qué soltura, qué calor humano, qué agilidad, qué finura, qué vigor y qué tacto, qué poesía también, qué arte»), Jean-Jacques Gautier escribe: «Hace reír, divierte, tiene ingenio, don de réplica, sentido de la comicidad, alegra, alivia, ilustra, hechiza; no tolera la seriedad, que es una forma de vacío, la gravedad, que es falta de gracia [...]; se aferra 1. La lógica del funcionamiento de los campos de producción de bienes culturales como campos de lucha que propician las estrategias de distinción hace que los productos de su funcionamiento, tanto cuando se trata de creaciones de moda como de obras de arte, estén predispuestos a actuar diferencialmente, como instrumentos de dis­ tinción. 2. J.-J. Gautier, Théâtre d'aujourd'hui, París, Julliard, 1972, págs. 25-26. 246 al humor como a la última arma contra el conformismo; rebosa de fuerza y de salud, es la fantasía personificada y, en clave de risa, pretende dar a todos los que le rodean una lección de dignidad humana y de virilidad; quisiera sobre todo que la gente que le rodea ya no se avergüence de reír en un mundo donde la risa es objeto de sos­ pecha.»' Se trata de darle la vuelta a la representación dominante (en el campo artístico) y de demostrar que el conformismo está en el lado de la vanguardia y de su denuncia del conformismo «burgués»: la verdadera audacia pertenece a aquellos que tienen el valor de desafiar al conformismo del anticonformismo, aun cuando tuvieran que asumir el riesgo de contar así con el aplauso de los «burgueses»...2 Este trastocamiento del pro y el contra, que no está al alcance de cualquier «burgués», es lo que permite al «intelectual de derechas» vivir la doble media vuelta que le devuelve al punto de partida, pero distinguiéndolo (por lo menos subjetivamente) del «burgués», como el testimonio Supremo de la audacia y el valor intelectuales. Cuando trata de volver contra el adversario sus propias armas o, por lo menos, de disociarse de la imagen que éste le devuelve («llevando la comedia hasta el vodevil descarado pero de la manera más sutil que darse pueda»), aun asumiéndola abiertamente en vez de limitarse a padecerla («valerosamente ligero»), el intelectual «burgués» revela que, so pena de negarse como intelectual, está obligado a reconocer los valores «intelectuales» en su propio combate contra estos valores. Estas estrategias, hasta entonces reservadas para la polémica de los ensayistas políticos, más directamente enfrentados a una crítica objetivante, surgieron, tras la protesta de Mayo del 68, en el escenario de los teatros de comedia ligera, sedes por excelencia de la afirmación y reafirmación burguesas: «Reconocido terreno neutral o zona despolitizada, el teatro de comedia ligera se arma para defender su integridad. La mayoría de las obras presentadas en este principio de temporada aluden a temas políticos o sociales aparentemente explotados como motores cualesquiera (adulterios y demás) del mecanismo inmutable de este estilo cómico: criados sindi- 1. J.-J. Gautier, Le Figaro, 11 de diciembre de 1963. 2. La misma posición en una estructura homologa engendra las mismas estrategias: A. Drouant, el marchante de cuadros, denuncia a los «chapuceros de izquierdas, a los falsos genios entre quienes las falsas originalidades hacen las veces de talento» (Galerie Drouant, Catalogue, 1967, pág. 10). 247 cados en Félicien Marceau, huelguistas en Anouilh, joven generación liberada en todos los autores.»' Porque sus propios intereses de «intelectuales» están en juego, los críticos cuya función primera consiste en tranquilizar al público «burgués» no pueden limitarse a reavivar en él la imagen estereotipada que éste tiene del «intelectual»: no se privan sin duda de sugerirle que muchas obras experimentales encaminadas a hacerle dudar de su competencia estética o muchas de sus audacias capaces de resquebrajar sus convicciones éticas o políticas están de hecho inspiradas en la afición al escándalo o el espíritu de provocación o de mistificación, cuando no le vienen dictadas, sencillamente, por el resentimiento del fracasado, propenso a llevar a cabo una inversión estratégica de su impotencia y de su incompetencia;2 sólo pueden pese a todo cumplir completamente su función siempre y cuando se muestren capaces de hablar como intelectuales que no se dejan engañar, que serían los primeros en comprender si algo hubiera que comprender3 y que no temen el enfrentamiento con los autores de vanguardia y sus críticas en su propio terreno. De ahí el valor que conceden a los signos y a las insignias institucionales de la autoridad intelectual, que sobre todo reconocen los no intelectuales, como la pertenencia a las academias; de ahí también, entre los críticos teatrales, los coqueteos estilísticos y conceptuales destinados a poner de manifiesto que se sabe de lo que se está hablando, o, entre los ensayistas políticos, la emulación de erudición marxológica.4 1. L. Dandrel, Le Monde, 13 de enero de 1973. La atmósfera de «restauración» que hace que recuperen cierto lustre las posiciones conservadoras (políticamente), propicia el retorno masivo a posiciones regresivas en los campos de producción cultural con por ejemplo la vuelta al «relato» en el ámbito de la novela o con esa encuesta reciente de Le Figaro que, abandonando las estrategias defensivas a las que en otros tiempos se habla condenado, no duda en presentar una lista de «escritores sobrevalorados» en la que figura la mayoría de los héroes culturales de la vanguardia, Duras, Beauvoir, Simon, Bataille, etc. (ver Le Figaro, 16 de marzo de 1992). 2. «Se trata de una especie de talento que el nuevo cine se dedica a denigrar, imitando sobre el particular la nueva literatura, hostilidad fácil de comprender. Cuando un arte implica un talento determinado, los impostores fingen despreciarlo, encontrándolo demasiado arduo; los mediocres escogen las vías más accesibles» (L. Chauvet, Le Figaro, 5 de diciembre de 1969). 3. «Una película no es digna del nuevo cine si el término de protesta no figura en la exposición de los temas. Precisemos que en este caso concreto no significa absolutamente nada» (L. Chauvet, Le Figaro, 4 de diciembre de 1969). 4. «¿No consistirá su máximo placer en acumular las más vulgares provocaciones eroticomasoquistas proclamadas por las más enfáticas profesiones de fe liricometafísi- 248 La «sinceridad» (que es una de las condiciones de la eficacia simbólica) sólo es posible —y efectiva— si se da el caso del acuerdo perfecto, inmediato, entre las expectativas inscritas en la posición ocupada y las disposiciones del ocupante. Nó se puede comprender cómo se establece este acuerdo, por ejemplo entre la mayoría de los periodistas y su periódico (y también al mismo tiempo del público de este periódico), sin tener en cuenta el hecho de que las estructuras objetivas del campo de producción son el origen de las categorías de percepción y de valoración que estructuran la percepción y la valoración de las diferentes posiciones que ofrece el campo y de sus productos. Así se forman esas parejas antitéticas de personas o de instituciones —periódicos (Figaro/N ouvel Observateur o, a otra escala, por referencia a otro contexto práctico, Nouvel O bservateur/Libération, etc.), teatros («rive droite»/«rive gauche»), galerías, editoriales, revistas, modistos—, que pueden funcionar como esquemas clasificatorios que permiten identificar e identificarse. Como se ve particularmente bien en el caso del arte de vanguardia, este sentido de la orientación social permite moverse en un espacio jerarquizado donde los lugares —galerías, teatros, editoriales— que señalan unas posiciones en este espacio señalan también los productos culturales que se asocian a ellos, entre otras razones porque a través de ellos se designa a un público que, sobre la base de la homología entre campo de producción y campo de consumo, califica el producto consumido, contribuyendo a convertirlo en algo poco común o vulgar (precio que hay que pagar por la divulgación). Este dominio práctico permite a los innovadores más avispados sentir o presentir, al m argen de cualquier cálculo cínico, «lo que hay que hacer», dónde, cuándo, cómo y con quién hacerlo, considerando todo lo que se ha hecho, todo lo que se está haciendo, todos los que lo hacen y dónde, cuándo y cómo lo hacen.1 cas y en ver a toda la seudointelligentzia parisina pasmándose ante esas sórdidas banalidades?» (C. B., Le Figaro, 20-21 de diciembre de 1969). 1. «Uno no está informado así como así, son cosas que se sienten... No sabía exactamente qué estaba haciendo. Había gente que enviaba cosas, yo no lo sabía [...]. La información es sentir algo vagamente, tener ganas de decir las cosas y que se te ocurran... Están llenas de cositas, sentimientos y no informaciones» (pintor de vanguardia). 249 La elección de dónde publicar (en sentido amplio) —editor, revista, galería, periódico—sólo es tan importante porque a cada autor, a cada forma de producción y de producto, corresponde un lugar natural (ya existente o que hay que crear) en el campo de producción y porque los productores o los productos que no están en el sitio que les corresponde —que están, como se suele decir, «desplazados»— están más o menos condenados al fracaso: todas las homologías que garantizan un público ajustado, unos críticos comprensivos, etc., a aquel que ha encontrado su sitio en la estructura juegan por el contrario en contra de aquel que se ha extraviado fuera de su lugar natural. De igual modo que los editores de vanguardia y los productores de bestsellers coinciden a la hora de decir que estarían inevitablemente abocados al fracaso si se les ocurriera publicar obras destinadas al polo opuesto del espacio de la edición, de igual modo, un crítico sólo puede tener «influencia» sobre sus lectores en la medida en que éstos le otorgan ese poder porque estructuralmente han sintonizado con él en su visión del mundo social, en sus gustos y en todo su habitus. Jean-Jacques Gautier describe muy bien esta afinidad electiva que une al periodista a su periódico y, a través de él, a su público: un buen director de Le Figaro, que a su vez también fue escogido según los mismos mecanismos, elige a un crítico literario de Le F igaro porque «tiene el tono adecuado para dirigirse a los lectores del periódico», porque, sin tener necesidad de proponérselo, «habla naturalmente la lengua de Le Figaro» y porque sería el lector tipo de ese periódico. «Si mañana, en Le Figaro, me pongo a hablar el lenguaje de la revista Les Temps modernes por ejemplo, o de Les Saintes Chapelles des Lettres, ya no seré leído ni comprendido, por lo tanto tampoco escuchado, porque me basaré en un determinado número de nociones o de argumentos que al lector no le importan lo más mínimo.»1 A cada posición corresponden unas presuposiciones, una 1. J.-J. Gautier, Théâtre d ’aujourd’hui, op. cit., pág. 26. Los editores también son absolutamente conscientes de que el éxito de un libro depende de dónde se publica: saben reconocer lo que es «para ellos» y lo que no lo es, y observan que tal libro «que era para ellos» (por ejemplo Gallimard) ha funcionado mal en otra editorial (por ejemplo Laffont). El ajuste entre el autor y el editor y después entre el libro yel público es de este modo el resultado de una serie de elecciones que, juntas, hacen que intervenga la imagen de marca del editor. En función de esta imagen escogen los autores al editor, que les 250 doxa, y la homología entre las posiciones ocupadas por los productores y las de sus clientes es la condición de esta complicidad que resulta tanto más obligada cuanto que, como en el teatro, lo que está en juego es más esencial, más próximo a las inversiones últimas. Así, pese a que los intereses específicos que van unidos a una posición en un campo especializado (y que son relativamente autónomos con respecto a los intereses relacionados con la posición social) sólo puedan satisfacerse legítima, por lo tanto eficazmente, a costa de un sometimiento total a las leyes específicas del campo, es decir, en este caso particular, a costa de una negación del interés en su forma corriente, la relación de homología que se establece entre el campo de producción cultural y el campo del poder (o el campo social en su conjunto) hace que las obras producidas por referencia a fines puramente «internos» estén siempre predispuestas a cumplir además con unas funciones externas; y ello tanto más eficazmente cuanto que su ajuste a la demanda no es el producto de un quehacer consciente sino el resultado de una correspondencia estructural. Pese a estar totalmente opuestos en su principio, los dos modos de producción cultural, el arte «puro» y el arte «comercial», están vinculados por su propia oposición, que actúa a la vez en la objetividad, bajo la forma de un espacio de posiciones antagónicas, y en las mentes, bajo la forma de esquemas de percepción y de valoración que organizan toda la percepción del espacio de los productores y de los productos. Y las luchas entre defensores de definiciones antagónicas de la producción artística y de la identidad misma del artista contribuyen de forma determinante a la producción y a la reproducción de la creencia, que es a la vez una condición fundamental y un efecto del funcionamiento del campo. Sin duda, los productores «puros» pueden ignorar con mayor facilidad las posiciones opuestas, a pesar de que, en calidad de elemento de contraste y de supervivencia de un pasado escoge en función de la idea que él mismo tiene de su editorial, y los lectores también hacen intervenir en su elección de un autor la imagen que tienen del editor, cosa que sin duda contribuye a explicar el fracaso de los libros «desplazados». Este mecanismo es lo que, muy apropiadamente, hace decir a un editor: «Cada editor es el mejor en su cate­ goría.» 251 «superado», sigan orientando negativamente su «quehacer»; no obstante, obtienen una parte importante de su energía, o incluso de su inspiración, del rechazo de todos los compromisos temporales, incluyendo a veces en la misma condena a aquellos que importan en el territorio de lo sagrado prácticas e intereses «comerciales» y a aquellos que sacan beneficios temporales del capital simbólico que han acumulado a costa de un sometimiento ejemplar a las exigencias de la producción «pura». En cuanto a aquellos a los que se llama los «autores de éxito», tienen que contar con las llamadas al orden de los recién llegados, que, no contando con más capital que su convicción y su intransigencia, son los que más interesados está en rechazar el interés. De este modo, sea cual sea su posición en el campo, nadie puede ignorar completamente la ley fundamental del universo:1 el imperativo que impone el rechazo a la «economía» se presenta con todas las apariencias de la trascendencia pese a no ser más que el producto de censuras cruzadas —respecto a las cuales cabe suponer que le pesan a cada uno de aquellos que contribuyen a hacer que les pesen a todos los demás. L a p r o d u c c ió n d e l a c r e e n c ia Una propiedad muy general de los campos consiste en que la competencia por el envite oculta en ellos la colusión a propósito de los propios principios del juego. La lucha por el monopolio de la legitimidad contribuye a la reafirmación de la legitimidad en cuyo nombre se ha entablado: los conflictos últimos sobre la lectura legítima de Racine, de Heidegger o de Marx excluyen la cuestión del interés y la legitimidad de esos conflictos, al mismo tiempo que la cuestión, realmente extemporánea, de las condi­ 1. Las obras, muy abundantes, en las que empresarios, banqueros, altos funcionarios u hombres políticos exponen su filosofía de aficionados son otros tantos homenajes tributados a la cultura y a la producción cultural. Sobre cien personas mencionadas en el Who's Who que han producido obras literarias, más de un tercio son no profesionales (industriales, 14%; altos funcionarios, 11%; médicos, 7%; etc.) y la proporción de productores a tiempo parcial es mayor aún en el ámbito de los escritos políticos (45%) y de los escritos de tema general (48%). 252 ciones sociales que las hacen posibles. Aparentemente sin cuartel, salvaguardan lo esencial: la convicción que en ellas invierten los protagonistas. La participación en los intereses constitutivos de la pertenencia al campo (que los presupone y los produce por su propio funcionamiento) implica la aceptación de un conjunto de presupuestos y de postulados que, al ser la condición indiscutida de las discusiones, se mantienen, por definición, al margen de la discusión. Y tras haber puesto así de manifiesto el efecto más oculto de esta colusión invisible, es decir la producción y la reproducción permanentes de la illusio, adhesión colectiva al juego que es a la vez causa y efecto de la existencia del juego, podemos dejar en suspenso la ideología carismática de la «creación», que es la expresión visible de esta creencia tácita y que constituye sin duda el obstáculo principal para una ciencia rigurosa de la producción del valor de los bienes culturales. Ella en efecto orienta la mirada hacia el productor aparente “-pintor, compositor, escritor—, impidiendo plantear quién ha creado a ese «creador» y el poder mágico de transubstanciación del que está dotado; y también hacia el aspecto más visible del proceso de producción, es decir la fabricación material del producto, transfigurada en «creación», obstaculizando con ello la búsqueda, más allá del artista y de su actividad propia, de las condiciones de esta capacidad de- miúrgica. Basta con plantear la pregunta prohibida para percatarse de que el artista que hace la obra está hecho a su vez, en el seno del campo de producción, por todo el conjunto de aquellos que contribuyen a «descubrirlo» y a consagrarlo como artista «conocido» y reconocido: críticos, prologuistas, marchantes, etc. Así por ejemplo, el comerciante de arte (marchante de cuadros, editor, etc.) es indisolublemente aquel que explota el trabajo del artista comerciando con sus productos y aquel que, introduciéndolo en el mercado de los bienes simbólicos, a través de la exposición, la publicación o el montaje escénico, proporciona al producto de la fabricación artística una consagración tanto más importante cuanto más consagrado está él mismo. Contribuye a hacer el valor del autor que defiende por el mero hecho de darle acceso a una existencia conocida y reconocida, de ser el artífice 253 de su publicación (bajo su sello editorial, en su galería o en su teatro, etc.) ofreciéndole como garantía todo el capital simbólico que ha acumulado,' y de hacerlo entrar así en el ciclo de la consagración que lo introduce en unos círculos cada vez más selectos y en unos lugares cada vez más exclusivos y codiciados (por ejemplo, en el caso del pintor, las exposiciones colectivas, las exposiciones individuales, las colecciones de prestigio, los museos). La representación carismática de los «grandes» marchantes o de los grandes editores como descubridores inspirados que, guiados por su pasión desinteresada y no razonada por una obra, han «hecho» al pintor o al escritor o le han permitido hacerse apoyándolo en sus horas bajas gracias a la fe que habían depositado en él y liberándolo de toda preocupación material, transfigura unas funciones reales: sólo el editor o el marchante pueden organizar y racionalizar la difusión de la obra, que, sobre todo tal vez en el caso de la pintura, constituye una empresa considerable que supone información (sobre los lugares de exposición «interesantes», sobre todo en el extranjero) y medios materiales; sólo él puede, actuando como intermediario y como pantalla, permitir al productor mantener una representación inspirada y «desinteresada» de su persona y de su actividad evitándole el contacto con el mercado, y dispensándole de las tareas ridiculas y desmoralizadoras a la vez que van unidas a la promoción de la obra. (Es probable que el oficio de escritor o de pintor, y las representaciones correlativas, fueran totalmente diferentes si los productores tuvieran que ocuparse ellos mismos de la comercialización de sus productos y si dependieran directamente, en sus condiciones de existencia, de las sanciones del mercado o de instancias que no conocieran y no reconocieran más que esas sanciones, como las editoriales «comerciales».) 1. No es casual que el papel de garantía simbólica que incumbe al marchante de arte sea particularmente visible en el ámbito de la pintura, donde la inversión «económica» del comprador (el coleccionista) es incomparablemente mayor que en materia de literatura o incluso de teatro. Raymonde Moulin observa que «el contrato firmado con una galería importante tiene valor comercial» y que el marchante es, en opinión de los aficionados, quien «avala la calidad de las obras» (R. Moulin, Le Marche' de la peinture en France, París, Minuit, 1967, pág. 329). 254 Pero, al subir del «creador» al «descubridor» como «creador del creador», no hemos hecho más que desplazar la pregunta inicial, y todavía quedaría por determinar de dónde le viene al marchante de arte el poder de consagrar que se le reconoce, pudiendo plantear la pregunta en los mismos términos a propósito del crítico de vanguardia o del «creador» consagrado que descubre a un desconocido o que «rescata» a un precursor desconocido. No basta con recordar que el «descubridor» nunca descubre nada que no haya sido ya descubierto, por lo menos por unos cuantos: pintores ya conocidos por un número restringido de pintores o de aficionados, autores «introducidos» por otros autores (es de dominio público por ejemplo que los manuscritos llegan casi siempre a través de mediadores de reconocido prestigio). Su capital simbólico está inscrito en la relación con los escritores y los artistas que defiende —«un editor, decía uno de ellos, es su catálogo»—y cuyo valor en sí mismo se define en el conjunto de las relaciones objetivas que los unen y los oponen a los demás escritores o artistas; en la relación con los otros marchantes y los otros editores a los que le unen y le oponen relaciones de competencia, especialmente en lo que a la apropiación de los autores y de los artistas se refiere; en la relación por último con los críticos, cuyos veredictos dependen de la relación entre la posición que ocupan en su propio espacio y la posición del autor y del editor en sus espacios respectivos. Si queremos evitar el tener que remontar sin fin la concatenación de causas, tal vez habría que dejar de pensar con la lógica teológica del «primer principio», que conduce inevitablemente a la fe en el «creador»: el principio de la eficacia de los actos de consagración reside en el propio campo, y nada resultaría más vano que buscar el origen del poder «creador», esa especie de m aná o de carisma inefable, alabado sin desmayo por la tradición, fuera de este espacio de juego que se ha ido instituyendo progresivamente, es decir en el sistema de relaciones objetivas que lo constituyen, en las luchas que en él se producen, en la forma específica de creencia que en él se engendra. En materia de magia, no se trata tanto de saber cuáles son las propiedades específicas del mago, o de los instrumentos, de las operaciones y de las representaciones mágicas, sino de de­ 255 terminar los fundamentos de la creencia colectiva o, mejor aún, del desconocimiento colectivo, colectivamente producido y mantenido, que es la base del poder del que el mago se apropia: si, como señala Mauss, resulta «imposible comprender la magia sin el grupo mágico», es porque el poder del mago es una impostura legítima, colectivamente desconocida, por lo tanto reconocida. El artista que, al escribir su nombre en un ready-m ade, le confiere un precio de mercado sin proporción con su coste de fabricación, debe su eficacia mágica a toda la lógica del campo que le reconoce y le autoriza; su acto no sería más que un gesto insensato o insignificante sin el universo de los oficiantes y de los creyentes que están dispuestos a producirlo como dotado de sentido y de valor, por referencia a toda la producción cuyo producto son sus categorías de percepción y de valoración. No existe sin duda una manera mejor de comprobar estos análisis que el destino de las tentativas que proliferaron en el propio medio artístico, alrededor de los años sesenta, para quebrar el círculo de la creencia, por ejemplo las de Manzoni, con sus latas de conserva de «mierda de artista», sus peanas mágicas capaces de transformar en obra de arte los objetos que se pongan encima de ellas o sus firmas rotuladas sobre personas vivas convertidas así en obras de arte, o también las de Ben exponiendo un pedazo de cartón en el que consta la mención «ejemplar único», o una tela con la inscripción «tela de 45 cm de largo»: porque aplican al acto artístico una intención de provocación o de burla aneja a la tradición artística desde Duchamp, se han convertido inmediatamente en «acciones» artísticas, recibidas como tales y consagradas de este modo por las instancias de consagración. El arte no puede desvelar la verdad sobre el arte sin ocultarla convirtiendo este desvelamiento en una manifestación artística. Y resulta significativo, a contrario, que todos los intentos para cuestionar el propio campo de producción artística, la lógica de su funcionamiento y las funciones que cumple, aun cuando fuera a través de las vías altamente sublimadas y ambiguas del discurso o de las «acciones» artísticas, como las de Maciunas o Flynt, provoquen una condena unánime: negándose a jugar el juego, a poner en tela de juicio el arte dentro de las reglas del arte, sus autores ponen en tela de juicio no una 256 manera de jugar el juego, sino el propio juego y la creencia que lo fundamenta, única transgresión inexpiable.1 Resulta verdadero y falso a la vez, como vemos, decir (con Marx por ejemplo) que el valor comercial de la obra de arte no está en relación con su coste de producción: verdadero si sólo se tiene en cuenta la fabricación del objeto material, de la que el artista (o cuando menos el pintor) es el único responsable; falso si se entiende la producción de la obra de arte como objeto sagrado y consagrado, producto de una inmensa empresa de alquim ia simbólica a la que contribuyen, con la misma convicción y con beneficios muy desiguales, el conjunto de los agentes implicados en el campo de producción, es decir tanto los artistas y los escritores desconocidos como los «maestros» consagrados, tanto los críticos y los editores como los autores, tanto los clientes fervorosos como los vendedores convencidos. Otras tantas contribuciones ignoradas del materialismo parcial del economicismo que basta con tomar en cuenta para percibir que la producción de la obra de arte, es decir del artista, no constituye una excepción a la ley de la conservación de la energía social. Jamás sin duda la irreductibilidad de la labor de producción simbólica al acto de fabricación material llevado a cabo por el artista se había manifestado de forma tan evidente como en la actualidad. La labor artística en su nueva definición hace que los artistas se vuelvan más tributarios que nunca de todo el acompañamiento de comentarios y de analistas que contribuyen directamente a la producción de la obra a través de su reflexión, sobre un arte que a su vez incorpora a menudo una reflexión sobre el arte, y sobre una labor artística que comporta siempre una labor del artista sobre sí mismo. La aparición de esta nueva definición del arte y del oficio de artista no se puede comprender independientemente de las transformaciones del campo de producción artística: la constitución 1. De acuerdo con la misma lógica, la «puesta en tela de juicio» filosófica de la filosofía seria aceptada, o incluso aplaudida, por los mismos filósofos que considerarían inadmisible la objetivación sociológica de la institución filosófica. 257 de un conjunto sin precedente de instituciones de registro, de conservación y de análisis de las obras (reproducciones, catálogos, revistas de arte, museos que abren sus puertas a las obras más recientes, etc.), el incremento del personal dedicado, total o parcialmente, a la solemnización de la obra de arte, a la intensificación de los intercambios de las obras y de los artistas, con las grandes exposiciones internacionales y la proliferación de galerías con varias sucursales en distintos países, etc., todo contribuye a propiciar la instauración de una relación sin precedentes entre los intérpretes y la obra de arte: el discurso sobre la obra no es un mero aditivo, destinado a favorecer su aprehensión y su valoración, sino un momento de la producción de la obra, de su sentido y de su valor. Bastará, una vez más, con citar a Marcel Duchamp: —Volviendo a sus ready-made, yo pensaba que R. Mutt, la firma de la Fountain, era el nombre del fabricante. Pero en un artículo de Rosalind Krauss leí: R. Mutt, a pun on the German, Armut, or poverty. Pobreza, eso trastocaría por completo el sentido de la Fountain. —¿Rosalind Krauss? ¿La chica pelirroja? No es eso en absoluto. Puede desmentirlo. Mutt viene de Mott Works, el nombre de una gran empresa de instrumentos de higiene. Pero Mott se parecía demasiado, entonces lo convertí en Mutt, pues había unas tiras de historietas que se publicaban diariamente entonces, Mutt and Jef, que todo el mundo conocía. Había pues, desde el principio, una resonancia. Mutt, gordito y gracioso, Jef, alto y delgado... Quería un nombre diferente. Y añadí Richard... Richard, ¡está bien para un mingitorio! Ya lo ve, lo contrario de la pobreza... Pero ni siquiera eso, sólo R.: R. Mutt. —¿Cuál es la interpretación posible de la Rueda de bicicleta? ¿Cabe ver en ella la integración del movimiento en la obra de arte? ¿O un punto de partida fundamental, como los chinos que inventaron la rueda? —Esa máquina no tiene propósito, a no ser el de librarme de la apariencia de la obra de arte. Se trataba de una fantasía. Yo no la llamaba «obra de arte». Quería acabar con las ganas de crear obras de arte. [...] 258 —¿Y el libro de geometría expuesto a la intemperie? ¿Cabe decir que se trata de la idea de integrar el tiempo en el espacio? ¿Jugando con el término «geometría en el espacio» y el «tiempo», lluvia o sol, cuya intervención transformaría el libro? —No. Como tampoco la idea de integrar el movimiento en la escultura. Sólo se trataba de humor. Inequívocamente de humor, de humor. Para denigrar la seriedad de un libro de principios. Queda patente aquí, desvelada directamente, la inyección de sentido y de valor que llevan a cabo el comentador, él también inscrito en un campo, y el comentario, y el comentario del comentario (y a la que a su vez contribuirá el desvelamiento, ingenuo y astuto a la vez, de la falsedad del comentario). La ideología de la obra de arte inagotable, o de la «lectura» como recreación, oculta, a través del casi desvelamiento que suele darse en las cosas de la fe, que la obra es hecha en efecto no dos veces, sino cien, mil veces, por todos aquellos a quienes interesa, que sacan un interés material o simbólico al leerla, al clasificarla, al descifrarla, al comentarla, al reproducirla, al criticarla, al combatirla, al conocerla, al poseerla. La producción artística, particularmente bajo la forma «pura» que reviste en el seno del campo de producción, que ha alcanzado un alto grado de autonomía, representa uno de los límites de las formas posibles de la actividad productiva: la parte de la transformación material, física o química, la que realiza por ejemplo un obrero metalúrgico o un artesano, se encuentra reducida a la mínima expresión con respecto a la parte de la transformación propiamente simbólica, la que lleva a cabo la imposición de una firma de pintor o de un sello de modisto (o, a otro nivel, la atribución de un experto). A la inversa de los objetos fabricados de valor venal simbólico escaso o nulo (sin duda cada vez más escasos en la era del diseño), la obra de arte, como los bienes o los servicios religiosos, amuletos o sacramentos varios, sólo recibe valor de una creencia colectiva en tanto que desconocimiento colectivo, colectivamente producido y reproducido. Con ello, se recuerda que por lo menos en esta extremidad del continuum que va del mero objeto fabricado, herramienta o prenda de vestir, a la obra de arte consagrada, la labor de fabrica­ 259 ción material no es nada sin la labor de producción del valor del objeto fabricado; que el «manto de la corte» que evocaban los antiguos economistas sólo tiene valor gracias a la corte, que al producirse y al reproducirse como tal reproduce todo lo que produce la vida de la corte, es decir todo el sistema de agentes y de instituciones encargados de producir y de reproducir los habitus y los vestidos de la corte, de satisfacer y de producir a la vez el «deseo» del manto de la corte del que el economista parte considerándolo como dado. Verificación casi experimental, el valor de los vestidos de la corte desaparece con la corte y con los habitus asociados a ella, y a los aristócratas caídos no les queda más elección que convertirse, de acuerdo con la fórmula de Marx, en «los maestros de baile de Europa»... ¿Pero acaso no ocurre lo mismo, en grados diferentes, con todos los objetos, y con aquellos mismos que parecen contener en sí mismos, del modo más evidente, el principio de su «utilidad»? Ello significaría que la utilidad tal vez sea una «virtud dormitiva» y que habría lugar para plantear una economía de la producción social de la utilidad y del valor con el propósito de determinar cómo se constituyen las «escalas subjetivas de valor» que determinan el valor objetivo de intercambio, y según qué lógica —¿la de la agregación mecánica, o la de la dominación simbólica y del efecto de imposición de autoridad, etc.?— se efectúa la síntesis de estas «escalas individuales». Las disposiciones «subjetivas» que fundamentan el valor tienen, como productos de un proceso histórico de institución, la objetividad de lo que se basa en un orden colectivo que transciende a las conciencias y las voluntades individuales: lo propio de la lógica de lo social es ser capaz de instituir bajo la forma de campos y de habitus una libido propiamente social que varía como los universos sociales en los que se engendra y que sostiene (libido dom inandi en el campo del poder, libido sciendi en el campo científico, etc.). En la relación entre los habitus y los campos a los que están más o menos adecuadamente ajustados —según sean más o menos completamente producto de ellos— se engendra lo que constituye el fundamento de todas las escalas de utilidad, es decir la adhesión fundamental al juego, la illusio, reconocimiento del juego y de la utilidad del juego, creencia en el valor del juego y de su envite que fundamentan todas las dona­ 260 ciones de sentido y de valor particulares. La economía que conocen los economistas, y que se empeñan en basar en la razón basándola en una «naturaleza racional», se fundamenta, como todas las demás economías, en una forma de fetichismo, pero mejor disimulado que otros debido a que la libido que lo origina presenta, por lo menos hoy en día, todas las apariencias de la naturaleza para unas mentes —es decir unos habitus— moldeadas por sus estructuras. 261 Segunda parte Fundamentos de una ciencia de las obras Cuando llevemos algún tiempo tratando el alma humana con la imparcialidad que se aplica en las ciencias físicas para estudiar la materia habremos dado un gran paso. Es el único medio para la humanidad de ponerse un poco por encima de sí misma. Ella se contemplará entonces con franqueza, con pureza, en el espejo de sus obras. Será como Dios, se juzgará desde arriba. Pues bien, creo que tal cosa es posible. Tal vez, como para las matemáticas, sólo sea cuestión de dar con un método. G u s t a v e F l a u b e r t 1. CUESTIONES D E MÉTODO Forschung ist die Kunst, den nächsten Schritt zu tun. K u r t L e w in Nunca he sido muy aficionado a la «gran teoría», y, cuando leo ensayos que pudieran entrar en esta categoría, no puedo evitar sentir cierta irritación ante esa combinación, típicamente escolar, de falsas audacias y prudencias auténticas. Podría reproducir aquí decenas de esas frases pomposas y casi vacías, que suelen concluir con una enumeración variopinta de nombres propios seguidos de una fecha, humilde procesión de etnólogos, sociólogos o historiadores que han suministrado al «gran teórico» la materia de su meditación, y que le brindan, como un tributo, los certificados de «positividad» imprescindibles para la nueva respetabilidad académica. No facilitaré más que un ejemplo, de lo más corriente, omitiendo, por caridad, mencionar a su autor: «Como muchos informes etnológicos nos enseñan, existe en ese tipo de sociedades una especie de obligación institucionalizada de intercambio de donaciones que evita la acumulación de capital utilizable con fines meramente económicos: el excedente económico, bajo forma de obsequios, de fiestas, de ayudas de urgencia, es transformado en obligaciones no especificadas en poder político, en respeto y en estatuto social (Goodfellow, 1954; Schott, 1956; Belshaw, 1965, esp. pág. 46 y siguientes; Sigrist, 1967, pág. 176 y siguientes.).» Y cuando la mecánica implacable de la demanda universitaria me obliga a considerar por un momento el escribir uno de esos textos llamados de síntesis sobre tal o cual aspecto de mi labor anterior, me encuentro de golpe retrotraído a las más oscuras noches de mi adolescencia en que, obligado a disertar sobre los 265 temas impuestos de la rutina escolar, en medio de condiscípulos entregados a la misma tarea, tenía la sensación de estar encadenado al banco de la eterna galera donde copistas y compiladores reproducen indefinidamente los instrumentos de la reiteración escolar, clases, tesis o manuales. U n a m e n t a l id a d c ie n t íf ic a n u e v a Esas profesiones de fe pretenciosas de pretendientes ansiosos por sentarse a la mesa de los «padres fundadores» me disgustan tanto como me complacen esas obras en la que la teoría, porque es como el aire que se respira, está por doquier y en ningún sitio, a la vuelta de una nota, en el comentario de un texto antiguo, en la propia estructura del discurso interpretativo. Me identifico plenamente con esos autores que saben introducir las cuestiones teóricas más decisivas en un estudio empírico desarrollado con minuciosidad, y que emplean los conceptos de un modo más modesto y más aristocrático a la vez, llegando incluso a ocultar su propia contribución en una reinterpretación creadora de las teorías inmanentes a su objeto. Buscar la solución a tal o cual problema canónico en el estudio de unos casos —como he hecho por ejemplo recurriendo, para tratar de comprender el fetichismo, no a textos clásicos de Marx o Lévi-Strauss, sino a un análisis de la alta costura y del «sello» del modisto—,1es someter a la jerarquía tácita de los géneros y de los objetos a una transformación que no carece de relación con la que llevaron a cabo, según Erich Auerbach, los inventores de la novela moderna, Virginia Woolf en particular: «Solemos conceder menos importancia a los grandes acontecimientos externos y a los golpes de la fortuna, los consideramos menos capaces de aportar alguna revelación esencial a propósito del objeto de estudio; solemos creer por el contrario que cualquier fragmento de vida, tomado al azar, en un momento cualquiera, contiene la to- 1. P. Bourdieu, «El modisto y su sello: contribución a una teoría de la magia», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 1, 1975, págs. 7-36. 266 talidad del destino y puede servir para representarlo».1 Una transformación semejante es lo que hay que llevar a cabo para conseguir imponer en las ciencias sociales una mentalidad científica nueva: teorías que se alimentan menos de la contraposición puramente teórica con otras teorías que de la confrontación con objetos empíricos siempre nuevos; conceptos que ante todo tienen la función de designar, escenográficamente, unos conjuntos de esquemas generadores de prácticas científicas epistemológicamente controladas. La noción de habitus, por ejemplo, expresa más que nada el rechazo de toda una serie de alternativas en las que la ciencia social (y, más generalmente, toda la teoría antropológica) se ha encerrado, la de la conciencia (o del sujeto) y el inconsciente, la del finalismo y el mecanicismo, etc. Cuando la introduje, aprovechando la publicación en francés de dos artículos de Panofsky que nunca habían sido relacionados, uno sobre la arquitectura gótica donde se empleaba el término, a título de concepto «indígena», para dar razón del efecto de la mentalidad escolástica en el ámbito de la arquitectura, otro sobre el padre Suger en el que también se lo podía hacer funcionar,2 esta noción me permitía romper con el paradigma estructuralista sin caer de nuevo en la vieja filosofía del sujeto o la conciencia, la de la economía clásica y su homo economicus que resurge en la actualidad bajo el nombre de «individualismo metodológico». Al retomar la noción aristotélica de hexis, convertida por la tradición escolástica en habitus, yo pretendía reaccionar contra el estructuralismo y su insólita filosofía de la acción, que, implícita en la noción levi-straussiana de inconsciente y manifiestamente declarada en los althusserianos, hacía desaparecer al agente reduciéndolo al papel de soporte o portador (Träger) de la estructura; todo ello sacando un partido algo forzado de la utilización, única en su obra, que Panofsky hacía de la noción de habitus, para evitar la reintroducción del mero sujeto conocedor de la filosofía neokantiana de las «formas 1. E. Auerbach, Mimesis. La représentation de la réalité dans la littérature occidentale, Paris, Gallimard, 1968, pág. 543. 2. Ver E. Panofsky, Architecture gothique et Pensée scolastique, precedido de L ’Abbé Suger de Saint-Denis, traducción al francés y postfacio de P. Bourdieu, Minuit, 1970, págs. 133-167. 267 simbólicas» en la que el autor de La perspectiva como «forma simbólica» se había quedado encerrado. Muy próximo en este punto a Chomsky, que proponía, en el mismo momento, la noción de generative grammar, yo pretendía poner de manifiesto las capacidades activas, inventivas, «creativas», del habitus y del agente (que no expresa el término de hábito).1 Pero pretendía señalar que este poder generador no es el de una naturaleza o una razón universal como en Chomsky: el habitus, como el propio término indica, es un conocimiento adquirido y un haber que puede, en determinados casos, funcionar como un capital; como tampoco es el de un sujeto trascendental en la tradición idealista. Recuperando del idealismo, como sugería Marx en las Thèses sur Feuerbach, el «lado activo» del conocimiento práctico que la tradición materialista, particularmente con la teoría del «reflejo», le había adjudicado, había que romper con la oposición canónica de la teoría y la práctica, que tan profundamente inscrita está en las estructuras de la división del trabajo (a través de la existencia misma de profesionales del trabajo intelectual), y hasta en las estructuras de la división del trabajo intelectual, por lo tanto en las estructuras mentales de los intelectuales, a los que impide concebir un conocimiento práctico o una práctica conocedora; había que desvelar y describir una actividad cognoscitiva de construcción de la realidad social que no es, ni en sus instrumentos ni en sus procederes (me refiero particularmente a sus actividades de clasificación), la operación pura y meramente intelectual de una conciencia calculadora y razonadora. Me ha parecido que el concepto de habitus, que lleva mucho tiempo falto de herederos, pese a sus múltiples utilizaciones oca- 1. Se ve perfectamente en este caso cómo me oponía sin paliativos a la filosofía «estructuralista» del agente de la acción. Por si alguien tiene alguna duda, le remito a un artículo que sigue pareciéndome hoy en día una objetivación bastante justa de lo que era el estado del campo de la filosofía yde las ciencias sociales en los años sesenta, y que, escrito durante esos mismos años (verP. Bourdieu yJ.-C. Passeron, «Sociology and Philosophy in France since 1945. Death and Resurrection of a Philosophy without Subject», Social Research, n.° 34,1967, págs. 162-212), demuestra, por ello mismo, una mayor libertad respecto a las imposiciones del campo que la que me conceden, en su sociologismo, aquellos que, a costa de muchos contrasentidos, de unas cuantas citas truncadas o trucadas y de un amalgama digna de las peores artes de la polémica política, pueden hablar de «mentalidad del 68». 268 sionales,1era el más indicado para significar esta voluntad de salir de la filosofía de la conciencia sin anular al agente en su verdad de operador práctico de construcciones de lo real. El propósito que consiste en recuperar, para reactivarlo, un término de la tradición y que se opone diametralmente a la estrategia que consiste en tratar de asociar su nombre a un neologismo o, partiendo del modelo de las ciencias de la naturaleza, a un «efecto», incluso menor, se inspira en la convicción de que la labor sobre los conceptos puede, a su vez también, ser acumulativa. La búsqueda de la originalidad a toda costa, con frecuencia propiciada por la ignorancia, y la fidelidad religiosa a tal o cual autor canónico, que impulsa a la repetición ritual, tienen en común el hecho de prohibir lo que me parece la única actitud posible respecto a la tradición teórica: afirmar indisolublemente la continuidad y la ruptura a través de una sistematización crítica de lo adquirido de cualquier procedencia. Las ciencias sociales están en una posición poco propicia para la institución de una relación realista con la herencia teórica de estas características: los valores de originalidad, que son los de los campos literario, artístico o filosófico, siguen orientando los juicios. Al desacreditar como servil o seguidista la voluntad de adquirir instrumentos de producción específicos inscribiéndose en una tradición y, con ello, en una empresa colectiva, propician los faroles condenados al fracaso a través de los cuales los pequeños empresarios sin capital tratan de asociar su nombre a una marca de fábrica, como vemos en el ámbito del análisis literario, donde no hay crítico, hoy en día, que 1. Resulta evidente que, por lo menos cuando se aplica a contemporáneos, es decir a competidores, la investigación de las fuentes, cosa que por lo demás nunca representa la mejor estrategia hermenéutica, responde menos al afán de comprender el sentido de una contribución que al de reducir o destruir su originalidad (en el sentido de la teoría de la información), permitiendo a la vez al «descubridor» de fuentes desconocidas diferenciarse, como aquel al que no se la dan con queso, del común de los ingenuos que, por incultura o por ceguera, caen en la trampa de lo nunca visto. Las argucias de la razón polémica son innumerables y hay quien, sin haber prestado jamás, como tantos otros «genealogistas», la más mínima atención a la noción de habitus o a la utilización que del término hace Husserl antes de que yo la empleara, se dedica a exhumar los usos y costumbres husserlianos, para reprocharme, como de pasada, el haber traicionado el pensamiento magistral en el que por lo demás entiende descubrir una anticipación des­ tructora. 269 no se otorgue un nombre de guerra en -ismo, -ico o -logia. La posición que ocupan, a medio camino entre las disciplinas científicas y las disciplinas literarias, tampoco está hecha para favorecer la instauración de modos de producción y de transmisión del saber propios para propiciar la acumulatividad: pese a que la apropiación activa y el dominio rotundo de un modo de pensamiento científico sean tan difíciles y tan valiosos, y no sólo por los efectos científicos que producen, como su invención inicial (más difíciles y más valiosos, en cualquier caso, que las falsas innovaciones, nulas o negativas, que engendra la búsqueda de la distinción a toda costa), son a menudo objeto de escarnio y de descrédito como imitación servil de epígono, o como aplicación mecánica de un arte de inventar ya inventado. Pero, semejantes a una música que estuviera hecha no para ser escuchada más o menos pasivamente, o ni siquiera interpretada, sino para permitir la composición, los trabajos científicos, a diferencia de los textos teóricos, apelan no a la contemplación o la disertación, sino a la confrontación práctica con la experiencia; comprenderlos realmente significa hacer funcionar a propósito de un objeto diferente el modo de pensamiento que en ellos se expresa, reactivarlo en un nuevo acto de producción, tan inventivo y original como el acto inicial, y en todo punto opuesto al comentario desrealizante del lector, metadiscurso impotente y esterilizante. Las mismas disposiciones han fundamentado el empleo de un concepto como el de campo. En este caso una vez más la noción sirvió primero para designar una postura teórica, generadora de elecciones metódicas, tan negativas como positivas, en la construcción de los objetos: pienso por ejemplo en los trabajos sobre los centros de enseñanza superior, y en particular las grandes escuelas, donde venía a recordar que cada una de esas instituciones sólo puede desvelar su verdad singular, paradójicamente, a condición de volver a ser situada en el sistema de relaciones objetivas constitutivo del espacio de competencia que forma con todas las demás.1Pero también ha permitido salirse de la alternativa de 1. Ello bastaría para distinguir la noción tal como se la emplea aquí de los usos blandos y difusos («campo de la escritura», «campo teórico», etc.) que la convierten en un doblete noble de nociones absolutamente banales como las de ámbito u orden. 270 la interpretación interna y la explicación externa ante la cual estaban situadas todas las ciencias de las obras culturales, historia social y sociología de la religión, del derecho, de la ciencia, del arte o de la literatura, al recordar la existencia de los microcosmos sociales, espacios separados y autónomos, en los que se engendran estas obras: en estas materias, la oposición entre un formalismo surgido de la codificación de prácticas artísticas que han alcanzado un alto grado de autonomía y un reduccionismo empeñado en remitir directamente las formas artísticas a unas formaciones sociales ocultaba que ambas corrientes tenían en común su ignorancia del campo de producción como espacio de relaciones objetivas. De lo que resulta que la investigación genealógica —que desembocaría en autores tan alejados uno del otro como Trier o Lewin— sólo tendrían interés, también aquí, en la medida en que permitiría caracterizar mejor esta opción teórica (y la tópica, para hablar como Joëlle Proust,1 en la que se inscribe) y situarla con mayor claridad en el espacio de las posiciones respecto a las cuales se define. El modo de pensamiento relacional (antes que estructuralista), que, como demostró Cassirer,2 es el de toda la ciencia moderna y que ha encontrado algunas aplicaciones, en especial con los formalistas rusos,3 en el análisis de los sistemas simbólicos, mitos u obras literarias, sólo puede aplicarse a las realidades sociales a costa de una ruptura radical con la representación corriente del mundo social. La propensión al modo de pensa­ 1. VerJ. Proust, Questions de form e, logique et proposition analytique de Kant à Carnap, Paris, Fayard, 1986. 2. E. Cassirer, Substance etfonction, Paris, Minuit, 1977. También cabría aludir a Bachelard (en particular Le Rationalisme appliqué, Paris, PUF, 1949, págs. 132-133, y La Philosophie du non, Paris, PUF, 1940, págs. 133-134), que propone una epistemología «estructural» (G. Canguilhem, Études d ’histoire et de philosophie des sciences, Paris, Vrin, 1968, pág. 202), insistiendo particularmente en el carácter formal, operacional y estructural de la matemática moderna. Yo había tratado de aclarar, en un artículo escrito en el apogeo del estructuralismo, las condiciones de la aplicación a las ciencias sociales del modo de pensamiento relacional que se ha impuesto en las ciencias de la naturaleza (ver P. Bourdieu, «Structuralism and Theory of Sociological Knowledge», Social Research, vol. XXV, n.° 4, 1968, págs. 681-706). 3. Sobre la relación entre los formalistas rusos y Cassirer, se puede leer P. Steiner, Russian Formalism. A Metapoetics, Ithaca, Cornell University Press, 1984, págs. 101-104. 271 miento que Cassirer llama «sustancialista», y que impulsa a privilegiar las diferentes realidades sociales consideradas en sí mismas y para sí mismas, en detrimento de las relaciones objetivas, con frecuencia invisibles, que las unen, nunca es tan fuerte como cuando esas realidades —individuos, grupos o instituciones— se imponen con toda la fuerza de la sanción social. De este modo el primer intento para analizar el «campo intelectual»1 se había quedado parado en las relaciones inmediatamente visibles entre los agentes comprometidos en la vida intelectual: las interacciones, entre los autores y los críticos y entre los autores y los editores, me habían ocultado las relaciones objetivas entre las posiciones relativas que unos y otros ocupan en el campo, es decir la estructura que determina la forma de las interacciones. Y la primera formulación rigurosa de la noción se estableció al albur de una lectura del capítulo de Wirtschaft und Gesellschaft (Economía y sociedad) sobre la sociología religiosa que, con el pensamiento puesto en la referencia a los problemas planteados por el estudio del campo literario en el siglo X IX , en nada se parecía a un comentario escolar: a costa de una crítica de la visión interaccionista de las relaciones entre los agentes religiosos propuesta por Weber, que implicaba una crítica retrospectiva de mi representación primitiva del campo intelectual, proponía una construcción del campo religioso como estructura de relaciones objetivas que permitía dar cuenta de la forma concreta de las interacciones que Max Weber trataba desesperadamente de encerrar en una tipología realista, pletórica de innumerables ex­ cepciones.2 Ya sólo quedaba empezar a aplicar el sistema de cuestiones generales establecido de este modo para descubrir, al aplicarlo a ámbitos diferentes, las propiedades específicas de cada campo, y los invariantes que revela la comparación de los diferentes universos tratados como otros tantos «casos particulares de lo posible». Lejos de funcionar como meras metáforas, orientadas por propósitos retóricos de persuasión, las transposiciones metódicas 1. P. Bourdieu, «Campo intelectual y proyecto creador», Les Temps modernes, n.° 246, 1966, págs. 865-906. 2. Ver. P. Bourdieu, «Una interpretación de la sociología religiosa de Max Weber», Archives européennes de sociologie, vol. XII, n.° 1, 1971, págs. 3-21. 272 de problemas y de conceptos generales, cada vez especificadas por su propia aplicación, se basan en la hipótesis de que existen homologías estructurales y funcionales entre todos los campos. Una hipótesis que se confirma con los efectos heurísticos que estas transposiciones producen y se corrige con las dificultades que hacen surgir. La paciencia de las repetidas aplicaciones es una de las vías posibles de la «ascensión semántica» (en el sentido de Quine) que permite situar en un nivel más alto de generalidad y de formalización los principios teóricos empleados en el estudio empírico de universos diferentes y las leyes invariantes de la estructura y la historia de los diferentes campos. Debido a las particularidades de sus funciones y de su funcionamiento (o, más sencillamente, de las fuentes de información que le conciernen), cada campo revela de forma más o menos clara unas propiedades que comparte con todos los demás: así, sin duda porque el aspecto «económico» de las prácticas está menos censurado en él y porque, menos legítimo culturalmente, está menos protegido contra la objetivación, que implica siempre una forma de desacralización, el campo de la alta costura me introdujo más directamente que cualquier otro universo en una de las propiedades más fundamentales de todos los campos de producción cultural, la lógica propiamente mágica de la producción del productor y del producto como fetiches. La teoría de los campos que de este modo poco a poco se ha ido elaborando1 nada tiene que ver sin embargo, al contrario de lo que pudiera parecer, con la transposición del modo de pensamiento económico; aun cuando, al replantear en una perspectiva estructuralista el análisis de Weber, que aplicaba a la religión un determinado número de conceptos sacados de la economía (como competencia, monopolio, oferta, demanda, etc.), me encontré de entrada metido de lleno en unas propiedades generales, válidas para los diferentes campos que la teoría económica había puesto de manifiesto sin llegar a poseer su fundamento teórico correcto. Lejos de originar la transposición la construc­ 1. Traté de despejar las propiedades generales de los campos dirigiendo los diferentes análisis realizados en un nivel superior de formalización en las clases que dicté en el Collège de France de 1983 a 1986 y que serán objeto de una publicación posterior. 273 ción del objeto —como cuando se toma de otro universo, prestigioso preferentemente, etnología, lingüística o economía, una noción descontextualizada, mera metáfora de función puramente emblemática—, es la construcción del objeto lo que requiere la transposición y la fundamenta.1 Y , como espero algún día poder demostrar,2 todo permite suponer que, lejos de constituir el modelo fundador, la teoría del campo económico es un caso particular de la teoría general de los campos que se va construyendo poco a poco, a través de una especie de inducción teórica empíricamente validada y que, al permitir a la vez comprender la fecundidad y los límites de la validez de las transposiciones tales como la que lleva a cabo Weber, obliga a replantear los presupuestos de la teoría económica, particularmente a la luz de los conocimientos que se desprenden del análisis de los campos de producción cultural. La teoría general de la economía de las prácticas que poco a poco se van desprendiendo del análisis de los diferentes campos debería así quedar libre de todas las formas de reduccionismo, empezando por la más común y también la más conocida que es el economicismo: analizar campos diferentes (campo religioso, campo científico, etc.) en las diferentes configuraciones que pueden adoptar según las épocas y las tradiciones nacionales, tratando cada uno de ellos como un caso particular en el sentido verdadero, es decir como un caso de figura entre otras configuraciones posibles, significa conferir toda su eficacia al método comparativo, cosa que en efecto conduce a aprehender cada caso en su singularidad más concreta sin dejarse llevar por la resignación complaciente de la descripción idiográfica (de un estado determinado de un campo determinado); y a tratar de captar, en el propio movimiento, las propiedades invariantes de todos los 1. Así, tratándose de analizar los usos sociales de la lengua, la ruptura con la noción abstracta de «situación» -que a su vez introducía una ruptura con el modelo saussuriano o chomskyano—es lo que me obligó a concebir las relaciones de intercambio lingüístico como otros tantos mercados definidos en cada caso por la estructura de las relaciones entre los capitales lingüísticos o culturales de los interlocutores y de los grupos a los que pertenecen. 2. Traté de dar un primer paso en esta dirección con el análisis del mercado de la vivienda unifamiliar (ver P. Bourdieu et al.,« La economía de la vivienda», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 81-82, 1990), págs. 2-96. 274 campos y la forma específica que presentan en cada campo los mecanismos generales y a la vez el sistema de los conceptos-capital, inversión, interés, etc., utilizados para describirlos. Dicho de otro modo, construir el caso particular como tal obliga a superar prácticamente una de esas alternativas que la rutina del pensamiento perezoso y la división de los «temperamentos intelectuales» reproduce indefinidamente, aquella que contrapone las generalidades inciertas y vacías del discurso que procede por universalización inconsciente e incontrolada del caso singular y las minucias infinitas del estudio falsamente exhaustivo del caso particular que, a falta de ser aprehendido como tal, no puede poner de manifiesto lo que tiene de singular ni lo que tiene de uni­ versal. Se concibe lo que de desmesurado puede haber en semejante proyecto. Para entrar, en cada caso, en la particularidad de la configuración histórica contemplada, hay que dominar cada vez la literatura dedicada a un universo artificialmente aislado por la especialización prematura. También hay que acometer el análisis empírico de un caso metódicamente elaborado, sabiendo que las necesidades de la construcción teórica impondrán a los procedimientos empíricos todo tipo de exigencias suplementarias, hasta el punto de llevar a veces a opciones metodológicas o a operaciones técnicas que, en relación con la sumisión positivista al dato inicial tal como se plantea, corren siempre el riesgo de parecer, debido a una insólita inversión, algo así como libertades gratuitas, o incluso facilidades injustificables.' La impresión de fuerza heurística que proporciona a menudo la puesta en práctica de esquemas teóricos que expresan el movimiento mismo de la realidad tiene como contrapartida el senti­ 1. Podría tomar aquí el ejemplo del estudio sobre el campo universitario, en el que la necesidad absoluta de situar este campo en el campo del poder obligaba a recurrir a unos indicadores burdos y manifiestamente insuficientes; o el del estudio sobre el episcopado, en el que la relación estructurante de los obispos con los teólogos (y, más ampliamente, con los religiosos) sólo pudo ser captada de una manera muy burda y cualitativa; o el del estudio, paradigmático, del campo de las instituciones de enseñanza superior, en el que el afán por aprehender el campo en su conjunto, en contra de las minucias tan irreprochables como absurdas teórica y empíricamente de las monografías dedicadas a una única institución, plantea unas inmensas dificultades, a veces insuperables en la práctica. 275 miento permanente de insatisfacción que suscita la inmensidad de la labor necesaria para obtener el rendimiento pleno de la teoría en cada uno de los casos contemplados —lo que explica los incontables reinicios y retoques- y para tratar de exportarla cada vez más lejos de su región de procedencia, con el fin de generalizarla a través de la integración de rasgos observados en casos lo más variados posible. Una labor que podría prolongarse indefinidamente si no hubiera que ponerle un término, algo arbitrario, con la esperanza de que esos primeros resultados, provisionales y revisables, hayan indicado suficientemente la dirección que debería tomar una ciencia social preocupada por convertir en programa de investigaciones empíricas realmente integradas y acumulativas la ambición legítima de sistematicidad que contienen las pretensiones totalizantes de la «gran teoría». «D O XA » LITERARIA Y RESISTENCIA A LA OBJETIVACIÓN Sin duda porque están protegidos por la veneración de todos aquellos que han sido dirigidos, a menudo desde su más tierna juventud, a cumplir los ritos sacramentales de la devoción cultural (y el sociólogo no constituye ninguna excepción), los campos de la literatura, el arte y la filosofía oponen obstáculos enormes, objetivos y subjetivos, a la objetivación científica. La dirección de la investigación y la presentación de sus resultados no están nunca tan expuestas como en este caso a dejarse encerrar en la alternativa del culto incondicional y el vilipendio desengañado, uno y otro presentes, bajo formas diversas, en el interior mismo de cada uno de los campos. El propio propósito de dedicarse a la ciencia de lo sagrado tiene algo de sacrilego, y el sentimiento de la transgresión —particularmente escandalosa para aquellos que siempre tienen esta palabra en la bocapuede impulsar a aquellos que se arriesgan a llevarla a cabo a multiplicar las heridas que inevitablemente tienen que infligir (e infligirse) con exageraciones inútiles, en las que se expresan menos la voluntad de hacer sufrir al lector (como ha podido 276 pensarse) que la tentación de «arrimar el ascua a su sardina», para superar las resistencias.1 La ruptura que hay que llevar a cabo para fundamentar una ciencia rigurosa de las obras culturales es por lo tanto algo más y otra cosa que una mera inversión metodológica:2 implica una verdadera conversión de la manera más común de pensar y de vivir la vida intelectual, una especie de époché de la creencia comúnmente otorgada a las cosas de la cultura y a las maneras legítimas de abordarlas.3 No me ha parecido necesario precisar que esta suspensión de la adhesión dóxica es una époché metódica que no implica en modo alguno trastocamiento de la tabla de valores culturales, y menos aún una conversión práctica a la contracultura o incluso, como algunos fingen creer, un culto a la incultura. Por lo menos hasta que los nuevos fariseos traten de otorgarse un diploma de virtud cultural al denunciar con grandes 1. Aquellos a los que de este modo haya podido herir habrían debido leer lo que escribí al final de La Distinction a propósito de los placeres perversos de la «visión lúcida» (ver P. Bourdieu, La Distinction. Critique sociale du jugem ent, París, Minuit, págs. 565-566). 2. Facilité una primera presentación provisional de los principios metodológicos de las investigaciones sobre los campos literario, artístico y filosófico que tuvieron su punto de partida en el marco de un seminario que se desarrolló en la École normale supérieure entre los años sesenta y ochenta en tres artículos complementarios: «Campo intelectual y proyecto creador», Les Temps modernes, n.° 246, 1966, págs. 865-906, «Campo del poder, campo intelectual y habitus de clase», Scolies,n.° 1,1971, págs. 7-26, y«El mercado de los bienes simbólicos», Année sociologique, n .°22,1971, págs. 49-126. Tengo que advertir a los usuarios eventuales de estos trabajos que el primero de estos textos me parece a la vez esencial y superado: adelanta propuestas centrales referidas a la génesis y la estructura del campo, y sugiere algunos de los desarrollos más recientes de mi investigación, como todo lo que se refiere a las parejas de oposiciones que funcionan como matrices de lugares comunes, de tópicos, pero contiene dos errores que el segundo articulo trata de corregir: tiende a reducir las relaciones objetivas entre las posiciones referidas a las interacciones entre los agentes y omite situar el campo de producción cultural en el campo del poder, pasando por alto el principio real de algunas de sus propiedades. En cuanto al tercero, bajo una forma a veces algo abrupta, pone de manifiesto los principios que han servido de base para los trabajos presentados aquí y para todo un conjunto de investigaciones que otros han llevado a cabo. 3. Retomaré más adelante el análisis de la creencia, inherente desde el punto de vista escolástico, que se otorga a las obras culturales y que a su vez fundamenta la creencia muy particular en el propio contenido de esas obras, «esa suspensión voluntaria y provisional de la incredulidad que constituye la fe poética», según Coleridge, y que induce a aceptar las experiencias más extraordinarias (ver Coleridge, Biographia Literaria, n.° 2, pág. 6, citado por M. H. Abrams, Doing Things with Texts, Essays in Criticism and Critical Theory, Nueva York, Londres, W. W. Norton / Co, 1989, pág. 108). 277 aspavientos, en estos tiempos de restauración, las amenazas que representarían para el arte (o la filosofía) unos análisis cuyo propósito iconológico reviste para ellos la apariencia de una violencia iconoclasta. Ello no quita que el análisis científico halle una verificación casi experimental en esas especies de experimentos espontáneos que son los actos iconoclastas, estén concebidos o no como actos artísticos (es decir realizados por artistas o por meros profanos): como suspensión práctica de la creencia corriente en la obra de arte o en los valores intelectuales de desinterés, estos actos ponen de manifiesto la creencia colectiva que fundamenta el orden artístico y el orden intelectual y dejan intacta las críticas aparentemente más radicales.1 Esta suspensión metódica resulta tanto más difícil cuanto que la adhesión a lo sagrado cultural no necesita, salvo excepciones, enunciarse bajo forma de tesis explícitas, y menos aún basarse en la razón. Nada hay más seguro, para aquellos que en él comulgan, que el orden cultural. Los hombres cultos están en la cultura como en el aire que respiran y se precisa una gran crisis (y la crítica que la acompaña) para que se sientan impulsados a transformar la doxa en ortodoxia o en dogma y a justificar lo sagrado y los modos consagrados de cultivarlo. De lo que se desprende que no resulta fácil encontrar una expresión sistemática de la doxa cultural, que, no obstante, aflora sin cesar por doquier. Así por ejemplo, cuando, en su muy clásico Theory o f Literature, René Wellek y Austin Warren preconizan la banalísima «explicación a través de la personalidad y la vida del escritor»,2 están admitiendo tácitamente y como algo evidente la creencia en el «genio creador», y junto a ellos sin duda también la mayoría de sus lectores, condenándose así, según sus propios términos, a «uno de los métodos más antiguos y mejor establecidos de la historia literaria», aquel que consiste en buscar en el autor tomado en estado 1. Ver D. Gamboni, «Despistes y desprecios. Elementos para un estudio de la iconoclasia contemporánea», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 49, 1983, págs. 2-28. j 2. R. Wellek y A. Warren, Theory o f Literature, Nueva York, Harcourt, Brace, 2.“ ed., 1956, pág. 75. 278 aislado (la unicidad y la singularidad forman parte de las propiedades del «creador») el principio explicativo de la obra. De igual modo, cuando Sartre se propone como objetivo reconsiderar las mediaciones a través de las cuales los determinismos sociales moldearon la individualidad singular de Flaubert, se condena a imputar tan sólo a los factores susceptibles de ser aprehendidos a partir del punto de vista así adoptado, es decir la clase social de procedencia refractada por mediación de una estructura familiar, los efectos de factores genéricos que pesan sobre cualquier escritor debido a que está incluido en un campo artístico ocupando una posición dominada en el campo del poder, y también los efectos de los factores específicos que actúan sobre el conjunto de los escritores que ocupan la misma posición que él en el campo artístico. El análisis estadístico con el que se pertrecha a veces el análisis externo, y que comúnmente suele ser percibido por los partidarios de la visión «personalista» de la «creación» como la manifestación por antonomasia del «sociologismo reductor», en ningún modo queda libre de la visión dominante: debido a que tiende a reducir a cada autor al conjunto de las propiedades que pueden ser aprehendidas en la escala del individuo tomado en estado aislado, tiene todo a su favor, salvo especial cuidado, para ignorar o anular las propiedades estructurales relacionadas con la posición ocupada en un campo, que, como por ejemplo la inferioridad estructural del sainetista o el ilustrador, no se manifiestan por lo general más que a través de unas características genéricas tales como la pertenencia a unos grupos o a unas instituciones, revistas, movimientos, géneros, etc., que la historiografía tradicional ignora o acepta como algo evidente sin preocuparse por introducirlas en un modelo explicativo. A ello hay que agregar el hecho de que la mayoría de los analistas aplican a unas poblaciones preconstruidas —exactamente igual que la mayoría de los corpus sobre los que trabajan los hermeneutas estructuralistas—unos principios de clasificación a su vez también preconstruidos. Las más de las veces prescinden del análisis del proceso de constitución de las listas, que son de hecho listas de premios, sobre las que trabajan, es decir una parte de la historia del proceso de canonización y de jerarquización que lleva a la delimitación de la población 279 de los autores canónicos. También omiten la reconstrucción de la génesis de los sistemas de clasificación, nombres de grupos, de escuelas, de géneros, de movimientos, etc., que son instrumentos y envites de la lucha de las clasificaciones y que contribuyen con ello a la formación de los grupos. A falta de proceder a una crítica histórica de los instrumentos del análisis histórico semejante, uno se expone a zanjar sin siquiera saberlo lo que está en cuestión y en juego en la realidad misma, por ejemplo la definición y la delimitación de la población de los escritores, es decir únicamente de aquellos que, entre los «escribientes», tienen derecho a llamarse escritores. E l «p r o y e c t o o r ig in a l », m it o f u n d a d o r Pero con su teoría del «proyecto original» Sartre pone de manifiesto uno de los presupuestos fundamentales del análisis literario bajo todas sus formas, el que está inscrito en las expresiones del lenguaje corriente, y muy particularmente en los «ya», «a partir de entonces», «desde su más tierna infancia», que tanto gustan a los biógrafos:1 se considera que cada vida es un todo, un conjunto coherente y orientado, y que sólo cabe aprehenderla como la expresión unitaria de un propósito, subjetivo y objetivo, que se revela en todas las experiencias, sobre todo las más remotas. A lomos de la ilusión retrospectiva que induce a constituir los postreros acontecimientos en fines de las experiencias o de los comportamientos iniciales, y de la ideología del don o de la predestinación, que parece particularmente indicada en el caso de los personajes de excepción, a los que se acostumbra conceder el crédito de una clarividencia adivinatoria, se suele admitir tácitamente que la vida, organizada como una historia, se desarrolla desde un origen, entendido a la vez como punto de partida pero 1. Para el lenguaje corriente, la vida es indisolublemente el conjunto de los acontecimientos de una existencia individual concebida como una historia y el relato de esta historia: describe la vida como un camino, una carrera, con sus encrucijadas y sus tropiezos, o como una andadura, un camino que se va haciendo y que está por hacer, una competición, un cursus, un viaje, un recorrido, un desplazamiento lineal y unidireccional que comporta un principio («un inicio en la vida»), unas etapas y un fin, en el doble sentido de término y de meta («hará su camino» significa: triunfará en la vida), un fin de la historia. 280 también como causa primera o, mejor aún, como principio generador, hasta un término que también es una meta.' Ésta es la filosofía tácita que Sartre hace explícita, introduciendo en el origen de cualquier existencia, junto al «proyecto original», la conciencia explícita de las determinaciones implicadas en una posición social. A propósito de un momento crítico de la vida de Flaubert, en los años 1837-1840, que analiza extensamente como un primer principio preñado de todo el desarrollo ulterior o una especie de cogito sociológico («pienso burguesamente, por lo tanto soy burgués»), Sartre escribe: «A partir de 1837 y durante la década de 1840, Gustave hace una experiencia capital para la orientación de su vida y del sentido de su obra: percibe, dentro de él y fuera de él, la burguesía como su clase de procedencia [...]. Lo que tenemos que hacer ahora es volver a esbozar el movimiento de este descubrimiento tan lleno de consecuencias.»2 El propio procedimiento de la investigación, a través de su movimiento doble, expresa esta filosofía de la biografía que convierte la vida en una sucesión de acontecimientos en definitiva aparente, puesto que toda ella está contenida potencialmente en la crisis que le sirve de punto de partida: «Tenemos, para aclararnos, que recorrer una vez más esta vida de la adolescencia a la muerte. Retrocederemos después a los años de crisis —1838 a 1844—, que potencialmente contienen todas las líneas dominantes de este destino.»3 Analizando la filosofía esencialista cuya forma ejemplar le parecía que llevaba a cabo la monadología leibniziana, Sartre, en El ser y la nada, subrayaba que aniquila el orden cronológico reduciéndolo al orden lógico; paradójicamente, su filosofía de la bio­ 1. Un ejemplo, con el que me topé recientemente, de esta filosofía de la biografía: «Intento [...] presentar su vida (una parte, para empezar) como un todo inteligible, como un conjunto en el que quepa discernir una unidad, o como la evolución de un Daïmon, como el que describe Goethe en uno de los poemas predilectos de Wittgenstein...» (B. McGuiness, Wittgenstein. Les Années de jeunesse, 1889-1921, t. I, trad, francesa de Y. Tenenbaum, París, Éd. du Seuil, 1991, pág. 11. El subrayado es mío). 2. J.-P. Sartre, «La conciencia de clase en Flaubert», Les Temps modernes, n.° 240, 1966, pág. 1921. El subrayado es mío. 3. Ibid., pág. 1935. 281 grafía produce un efecto del mismo tipo, pero a partir de un inicio absoluto que consiste en este caso en el «descubrimiento» realizado por un acto de conciencia original: «Entre estas concepciones diferentes, no hay orden cronológico: a partir del momento que surge en él, la noción de burgués inicia una disgregación permanente y todos los avatares del burgués flaubertiano se plantean a la vez: las circunstancias hacen que destaque uno u otro de ellos, pero sólo durante un instante y sobre el fondo oscuro de esta indistinción contradictoria. A los diecisiete como a los cincuenta años, Flaubert está en contra de toda la humanidad [...]. A los veinticuatro como a los cuarenta y cinco años, reprocha al burgués el que no se constituya en orden privilegiado.»' Hay que volver a leer, en E l ser y la nada, las páginas que Sartre dedica a la «psicología de Flaubert» y en las que se empeña, en contra de Freud y de Marx a la vez, en distanciar a la «persona» del «creador» de cualquier tipo de «reducción» a lo general, al género, a la clase, y en afirmar la trascendencia del ego contra las agresiones del pensamiento genético, encarnado, según las épocas, por la psicología o la sociología, y contra «lo que Auguste Comte llamaba el m aterialismo, es decir la explicación de lo superior por lo inferior».2 Al cabo de esta extensa «demostración», en la que demuestra sobre todo que todos los medios le valen para salvar sus convicciones últimas, Sartre introduce esa especie de monstruo conceptual que es la noción autodestructiva de «proyecto original», acto libre y consciente de autocreación mediante el cual el creador se asigna su proyecto de vida. Con este mito fundador de la creencia en el «creador» increado (que significa para la noción de habitus lo mismo que el Génesis para la teoría de la evolución), Sartre inscribe en el origen de cada existencia humana una especie de acto libre y consciente de autodeterminación, un proyecto original sin origen que contiene todos los actos ulteriores en la elección inaugural de una libertad pura, poniéndolos definitivamente, mediante esta denegación trascendental, fuera del alcance de la ciencia. 1. Ibid., págs. 1945-1950. 2. J.-P. Sartre, L ’Etre et le Néant, Paris, Gallimard, 1943, págs. 643-652, y especialmente pág. 648. 282 Este mito de origen que trata de recusar cualquier explicación por el origen tiene el mérito de dar una forma explícita, y la apariencia de una justificación sistemática, a la creencia en la irreductibilidad de la conciencia a cualquier determinación externa, fundamento de la resistencia que suscitan las ciencias sociales y su afán de «objetivación» «reductora»: el peligro «determinista» que representan permanentemente nunca resulta tan amenazador como cuando llevan la arrogancia cientificista al extremo de tomar a los propios intelectuales como objeto. Si la afirmación de la irreductibilidad de la conciencia es una de las dimensiones más constantes de la filosofía de los catedráticos de filosofía, sin duda es porque constituye una manera de definir y de defender la frontera entre lo que pertenece en propiedad a la filosofía y lo que puede abandonar en manos de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad. Así, Caro, en la lección inaugural que dictó en la Sorbona en 1864, aceptaba conceder a las ciencias positivas los fenómenos externos siempre y cuando se reconociese a cambio que los fenómenos de conciencia pertenecen a un «orden superior de hechos, de realidades y de causas que quedan no sólo fuera del alcance actual, sino también fuera del alcance posible del determinismo científico».1 Un texto esclarecedor que pone de manifiesto que nada hay tan nuevo bajo el sol de la filosofía y que, luchando contra el materialismo o el determinismo, nuestros modernos defensores de la libertad, del individuo y del «sujeto» tratan, siempre sin percatarse de ello, de defender una jerarquía, y la diferencia de naturaleza o de esencia que separa a los filósofos de todos los pensadores, a menudo caracterizados como «cientistas» o «positivistas», que, no satisfechos con hacer profesión de «reducir lo superior a lo inferior» y con quitarle así su objeto a la disciplina superior, llevan la impudicia, con la sociología de la filosofía, hasta el extremo de tomar como objeto la disciplina soberana mediante un trastocamiento intolerable del orden intelectual establecido. Dios ha muerto, pero el creador increado ha ocupado su sitio. El mismo que proclama la muerte de Dios se apodera de to­ 1. VerC. Becker, «La ofensiva naturalista», en C. Duchet (ed.), Histoire littéraire de la France, t. V, 1848-1917, Paris, Éditions Sociales, 1977, pág. 252. 283 das sus propiedades.1Aun resultando que, como muy bien vio el propio Sartre, los novelistas modernos, Joyce, Faulkner o Virginia Woolf, han abandonado el punto de vista divino, los pensadores no se resignan tan fácilmente a dejar la posición soberana. Al reinterpretar en otro registro el rechazo husserliano de cualquier génesis del sujeto absoluto, lógico, en unos sujetos contingentes, históricos, somete a los «creadores», en la persona de Flaubert, a una interrogación falsamente radical, propia para marcar de una vez por todas los límites de cualquier objetivación. En vez de objetivar a Flaubert objetivando el universo social que se expresaba a través de él, y del que el propio Flaubert esbozaba a su vez la objetización (particularmente en La educación sentim ental), se limita a proyectar sobre Flaubert, en estado no analizado, una representación «comprensiva» de los afanes genéricamente atribuidos a la posición del escritor, concediéndose así esa forma de narcisismo por procuración que suele considerarse la forma suprema de la «comprensión». ¿Cómo puede no percatarse de que aquel que está describiendo, como benjamín, como el idiota de la familia Flaubert, también es, como escritor, el idiota de la familia burguesa? Lo que le impide comprender es, paradójicamente, aquello a través de lo cual él forma parte de lo que trata de comprender, lo impensado que está inscrito en su posición de escritor y lo que rehúye, en cierto modo, en un autoanálisis que funciona como la forma suprema de la negación. Dicho de otro modo, el obstáculo que le impide ver y saber qué es lo que realmente está en juego en su análisis —es decir la posición paradójica del escritor en el mundo social, y, para ser más precisos, en el campo del poder, y en el campo intelectual como universo de creencia donde progresivamente se va engendrando el fetichismo del «creador»—es precisamente todo lo que le ata a esa posición de escritor y que comparte con Flaubert, y con todos los escritores, mayores o menores, del pasado o del presente, y también con la mayoría de sus 1. No se ha leído sin duda con suficiente atención el opúsculo de juventud en el que Sartre propone una reinterpretación o, mejor aún, una radicalización de la teoría cartesiana de la libertad: sólo se trata ni más ni menos de restituir al Hombre la libertad radical de crear las verdades y los valores eternos que Descartes otorga a Dios 0.-P. Sartre, Descartes, Ginebra, Traits, París, Trois Collines, 1946, págs. 9-52). 284 lectores, que están dispuestos de antemano a concederle lo que él concede, y que también él les concede a ellos, por lo menos aparentemente. La ilusión de la omnipotencia de un pensamiento capaz de ser él mismo su único fundamento responde sin duda a la misma disposición que la ambición de la dominación absoluta sobre el campo intelectual. Y la realización de este deseo de omnipotencia y ubicuidad que define al intelectual total, capaz de imponerse en todos los géneros y en ese género supremo que es la crítica filosófica de los demás géneros, sólo puede propiciar el auge de la hubris del pensador absoluto, sin más límites que los que la libertad se asigna libremente a sí misma, y así predispuesto a producir una expresión ejemplar del mito de la inmaculada concepción.1 Víctima de su triunfo, el pensador absoluto es incapaz de resignarse a buscar en la relatividad de un destino genérico, y menos aún en los factores específicos capaces de explicar las singularidades de su experiencia de este destino común, el verdadero principio de su práctica y, en particular, de la intensidad muy especial con la que, arrastrado por su sueño hegemónico, vive y expresa las ilusiones comunes. Sartre es de los que, como dice Lutero, «pecan valerosamente»: le podemos estar agradecidos por haber puesto de manifiesto, dándole una formulación explícita, el presupuesto (tácito) de la doxa literaria que sustenta metodologías tan diversas como las monografías universitarias a la Lanson («el hombre y la obra»), o los análisis de textos aplicados a un único fragmento de una obra individual («Los gatos» de Baudelaire en los casos de Jakobson y de Lévi-Strauss) o a la obra de un único autor, o incluso los estudios de la historia social del arte o de la literatura que, al tratar de dar razón de una obra a partir de unas variables psicológicas y sociales relativas a un autor singular, están condenados a dejar que se escape lo esencial. Como evidencia a la perfección el ejemplo de la biografía concebida como integración re­ 1. En el anexo (ver pág. 312) encontrará el lector un análisis de la posición y la trayectoria deJean-Paul Sartre que aporta algunos elementos para comprender en qué y por qué estaba predispuesto a dar una expresión ejemplar a la defensa del mito del creador increado (que ha sido objeto de muchas otras formulaciones a lo largo de la historia de la filosofía). 285 trospectiva de toda la historia personal del «creador» en un proyecto meramente estético, la labor insoslayable de aniquilar los obstáculos para la construcción adecuada del objeto, es decir la reconstrucción de la génesis de las categorías de percepción inconscientes a través de las cuales éste se plantea a la experiencia primera, es idéntica a la que resulta imprescindible para reconstruir la génesis del campo de producción en el cual se produce esta representación. Es evidente en efecto que el interés por la persona del escritor crece paralelamente a la autonomización del campo de producción y a la elevación correlativa del estatuto de los productores. La representación carismática del escritor como «creador» induce a poner entre paréntesis todo lo que está inscrito en la posición del autor en el seno del campo de producción y en la trayectoria social que le ha llevado a ella: por una parte la génesis y la estructura del espacio social absolutamente específica en el que el «creador» se inserta, y se constituye como tal, y donde su propio «proyecto creador» se ha formado; por la otra la génesis de las disposiciones a la vez genéricas y específicas, comunes y singulares, que ha introducido en esa posición. A condición de someter a una objetivación semejante sin complacencia al autor y la obra estudiados (y, también, al autor de la objetivación), y de repudiar todos los vestigios de narcisismo que vinculan al analizador con el analizado, limitando el alcance del análisis, se podrá fundar una ciencia de las obras culturales y de sus autores. E l p u n t o d e v is t a d e T e r s i t e s y l a f a l s a r u p t u r a Pero el mundo intelectual también produce imágenes menos satisfechas de sí mismo y de su vocación. Y , como para contrarrestar lo que pueda tener de irreal la imagen soberana en la que el intelectual total proyecta la ilusión y la realidad de su soberanía, cabría caer a la tentación de ceder la palabra a todos los ciudadanos corrientes de la República de las letras, a los ignotos y a los soldados rasos que, como Tersites, el hosco soldado de a pie de la Iliada que Shakespeare saca a escena, hagan públicos los vicios ocultos de los grandes. Así procedería sin duda un periodista 286 con prurito de «objetividad» en una de esas encuestas sobre los intelectuales tendentes a demostrar, como está tan de moda hoy en día, el «fin de los intelectuales»: empeñando su pundonor profesional en interrogar de forma indiferenciada a los primeros y a los últimos, a los que «no pueden faltar» y a los que quieren figurar a toda costa, presentaría infaliblemente, sin siquiera necesitar proponérselo, una nivelación de las diferencias absolutamente conforme con sus intereses de posición, que le inclinan al relati­ vismo. No hay grandes intelectuales para los pequeños y sobre todo, tal vez, para todos los que, aun ocupando una posición dominada en el universo, son impelidos a ejercer en él un poder de otro orden: al deber una parte de su poder sobre los productores consagrados a su arte de mantener o de estimular la competencia que les enfrenta y al tener la posibilidad de acercarse a ellos y de observarlos, y a veces el derecho y el deber de juzgarlos (especialmente en los comités y en las comisiones formados al efecto), están bien situados para descubrir las contradicciones, las debilidades o las vilezas que suelen permanecer ignoradas cuando se los contempla desde una reverencia más lejana. Lo que equivale a decir que las regiones dominadas de los campos de producción cultural están habitadas permanentemente por una especie de antiintelectualismo reptante: esta violencia contenida surge a la luz cuando se producen las grandes crisis del campo (como la revolución de 1848, tan pertinentemente evocada por Flaubert), o cuando se instauran regímenes decididos a someter el pensamiento libre (que llevados al límite constituyen el nazismo y el estalinismo); pero también puede ocurrir que emerja en los panfletos de más éxito donde el resentimiento de las ambiciones defraudadas y de las ilusiones perdidas o la impaciencia de las pretensiones arribistas se pertrechan a menudo del sociologismo más brutalmente reductor para destruir o reducir las conquistas más difíciles del pensamiento libre. Pero las objetivaciones del juego intelectual que inspiran estas pasiones intelectuales permanecen necesariamente parciales y ciegas a sí mismas: el resentimiento del amor defraudado impulsa a invertir la visión dominante, diabolizando lo que diviniza. Debido a que aquellos que las presentan no están en situa­ 287 ción de aprehender el juego como tal y la posición que en él ocupan, las «revelaciones» de la denuncia tienen un punto ciego, que no es más que el punto (de vista) del que se ha partido para hacerlas; al no poder revelar nada sobre las razones y sobre las razones de ser de los comportamientos que se pretende denunciar, que tan sólo surgen con la visión global del juego, no hacen más que revelar sus propias razones de ser. Y , de hecho, es posible mostrar que las diferentes categorías de «críticas» del mundo intelectual que se engendran en el propio interior de este microcosmos se pueden relacionar sin dificultad con grandes clasificaciones de posiciones y de trayectorias en el seno de ese mundo: la crítica altiva y desencantada del antiintelectualismo de buen tono (cuyo paradigma es sin duda L ’Opinion des intelectuels de Raymond Aron) se opone a la polémica hosca del antiintelectualismo populista en sus variantes diversas, como la distancia aristocrática de los intelectuales conservadores procedentes de la gran burguesía y reconocidos por ella, y dotados también de una forma de consagración interna, se opone a la marginalidad de los «intelectuales proletaroides» procedentes de la pequeña burguesía.1 Las objetivaciones parciales de la polémica o del panfleto son un obstáculo igual de temible que la complacencia narcisista de la crítica proyectiva. Quienes presentan estos instrumentos de combate camuflados de instrumentos de análisis olvidan que deberían empezar por aplicárselos a la parte de sí mismos que forma parte de la categoría objetivada. Ello supondría que estuvieran en disposición de situarse y de situar a sus adversarios en el espacio de juego donde se engendran los envites y de descubrir así el punto de vista del que parten su visión y sus despistes, su lucidez y su ceguera. «El error es privación» y, para disponer de un auténtico instrumento de ruptura con todas las objetivaciones parciales, o, mejor aún, de un instrumento de objetivación de todas las objetivaciones espontáneas, con los puntos ciegos que implican y los intereses que introducen, sin exceptuar el «conoci­ 1. El lector encontrará en el anexo al capítulo 2 (ver pág. 411) un análisis de las disposiciones éticas y políticas de las dos grandes categorías de discurso conservador relacionadas con las posiciones y las trayectorias de aquellos que las proponen. 288 miento del primer género» a merced del cual está el propio investigador mientras siga dentro del campo como sujeto empírico, hay que construir como tal ese lugar de coexistencia de todos los puntos a partir de los cuales se definen otros tantos puntos de vista diferentes, y coincidentes, y que no es más que el campo (artístico, literario, filosófico, etc.). E l e s p a c io d e l o s p u n t o s d e v is t a Ello equivale a decir que sólo cabe la esperanza de salir del círculo de las relativizaciones que se relativizan mutuamente, semejantes a reflejos que se reflejaran indefinidamente, a condición de poner en práctica la mayor reflexividad posible y de tratar de construir metódicamente el espacio de los puntos de vista posibles sobre el hecho literario (o artístico) respecto al cual se ha definido el método de análisis que se pretende presentar.1La historia de la crítica, de la que me gustaría trazar aquí un primer esbozo, no tiene otro propósito que el de tratar de hacer llegar a la conciencia de quien escribe y de sus lectores los principios de visión y de división que fundamentan los problemas que éstos se plantean, y de las soluciones que a ellos aportan. Esta de entrada hace descubrir que las tomas de posición sobre el arte y la literatura, como las posiciones en las que se engendran, se organizan por parejas de oposiciones, a menudo heredadas de un pasado polémico, y concebidas como antinomias insuperables, alternativas absolutas, en términos de todo o nada, que estructuran el pensamiento, pero también lo encierran en una serie de dilemas falsos. Una primera división es la que opone las lecturas internas (en el sentido de Saussure hablando de «lingüística interna»), es 1. Para llegar hasta el final del método, que postula la existencia de una relación inteligible entre las tomas de posición y las posiciones en el campo, habría que reunir las informaciones sociológicas necesarias para comprender cómo, en un estado determinado de un campo determinado, los distintos analistas se reparten entre las distintas aproximaciones y por qué, entre los diferentes métodos posibles, se apropian preferentemente de éste y no de aquél. El lector encontrará elementos para poder efectuar una relación de estas características en el análisis que propuse del debate entre Roland Barthes y Raymond Picard (ver P. Bourdieu, Homo academicus, Paris, Minuit, 1984, y especialmente el postfacio de la segunda edición, 1992). 289 decir formales o formalistas, y las lecturas externas, que recurren a principios explicativos e interpretativos exteriores a la propia obra, como los factores económicos y sociales. Ruego indulgencia para esta evocación del universo de las tomas de posición en materia de literatura: atento a limitarme a lo que me parece esencial, es decir a los principios fundadores explícitos o implícitos, no he desplegado aquí todo el arsenal de referencias y citas que habrían otorgado toda su fuerza a mi argumentación y, sobre todo, he reducido a lo que me parece ser su verdad unas «teorías» que, como las de los semiólogos franceses, no pecan por exceso de coherencia o de lógica, de modo que siempre cabrá la posibilidad de encontrar, a fuerza de buscar muy a fondo, algo que se me pueda objetar. Además, el método de análisis de las obras que propongo ha sido elaborado pensando a la vez en el campo literario y en el campo artístico (y también en los campos jurídico y científico), de modo que, para estar completo del todo, mi «cuadro» de las metodologías posibles también habría debido englobar las tradiciones vigentes en el estudio de la pintura, es decir a Erwin Panofsky, a Frédéric Antal o a Ernst Gombrich, así como a Roman Jakobson, a Lucien Goldmann y a Léo Spitzer. La primera tradición, en su forma más extendida, no es sino la doxa literaria, a la que ya he aludido anteriormente; arraiga en la función y la ética profesional del comentarista profesional de textos (literarios o filosóficos, y, antaño, religiosos) al que una determinada taxonomía medieval oponía, bajo el nombre de lector, al productor de textos, auctor. Como está estimulada por la autoridad y las rutinas de la institución académica a las que está perfectamente adaptada, la «filosofía» de la lectura que es inherente a la práctica del lector no necesita constituirse en un cuerpo de doctrina y, salvo contadísimas excepciones (como el New Criticism en la tradición norteamericana o la «hermenéutica» en la tradición alemana), permanece las más de las veces en estado implícito y se perpetúa subterráneamente más allá (y a través) de las renovaciones aparentes de la liturgia académica tales como las lecturas «estructurales» o «deconstruccionistas» de unos textos 290 tratados como autosuflcientes;1pero también puede basarse en el comentario de los cánones de la lectura «pura» que están expresados, en el seno mismo del campo literario, por ejemplo en el T. S. Eliot de The Sacred Wood (que describe la obra literaria como «autoélica») o en los escritores de la NRF y muy especialmente en Paul Valéry, o también en una combinación blanda y ecléctica de discursos sobre el arte procedentes de Kant, de Roman Imgarden, de los formalistas rusos y de los estructuralistas de la Escuela de Praga, como en la Theory o f Literature de René Wellek y Austin Warren, que pretenden extraer la esencia del lenguaje literario (connotativo, expresivo, etc.) y definir las condiciones necesarias de la experiencia estética. El que estas aproximaciones a la literatura gocen de una aparente universalidad sólo se debe al apoyo que reciben más o menos en todas partes por parte de la institución escolar, es decir a que están arraigadas en los manuales o en los textbooks (como la antología de Cleanth Brooks y Robert Penn Warren titulada Understanding Poetry, que ha dominado en los colleges norteamericanos mucho más allá de su año de publicación, 1938), y también en los hábitos mentales de los profesores que encuentran en ellas una justificación de su práctica de la lectura de textos descontextualizados. Buena prueba de esta relación de causa efecto nos la pueden dar las similitudes que cabe observar entre unas prácticas y unas «teorías» que surgen, como inventos simultáneos, en instituciones de enseñanza de países diferentes. Pienso en la «explicación» pormenorizada o en la «lectura de cerca» (close reading) de los poemas entendidos como 1. El lector encontrará una defensa del New Criticism en contra de las críticas de las que ha sido objeto (en particular referidas a su estetismo esotérico, su aristocratismo, su ignorancia de la historia, sus pretensiones científicas) en R. Wellek, «The New Criticism: Pro and Contra», Critical Inquiry, vol. IV, n.° 4, 1978, págs. 611-624. También hay que leer el desesperado y competente alegato que el anciano teórico de la literatura esgrime contra aquellos que, en su opinión, predicen el «fin del arte» y «la muerte de la literatura» o de «la cultura», es decir, en un batiburrillo, los marxistas, los semiólogos (Roland Barthes diciendo que «la literatura es constitutivamente reaccionaria»...), los deconstruccionistas, etc., etc. (ver R. Wellek, The Attack on Literature, The American Scholar, vol. XLII, n.° 1, 1972-1973, págs. 27-42): da una idea justa del «gran miedo» que el terrorismo verbal («la lengua es fascista», etc.) de las revoluciones conservadoras de los años setenta pudieron suscitar en el universo protegido y privilegiado del American Scholar, provocando, por reacción, las ofensivas de restauración de la cultura (con Alan Bloom en particular) que padecemos en la actualidad. 291 «estructura lógica» y «textura local», preconizada por John Crowe Ransom,1y, más extensamente, en las profesiones de fe literaria, tan incontables como indiscernibles, que afirman que el único fin del poema es el propio poema como estructura autosuficiente de significados. Habría que mencionar aquí, en un totum revolutum, a los defensores del New Criticism, John Crowe Ransom, ya mencionado, Cleanth Brooks, Allen Tate, etc., los «Chicago Critics», que consideran el poema un «todo artístico», depositario de un «poder» cuyas causas el crítico ha de investigar en las interrelaciones y la estructura del poema, al margen de cualquier referencia a factores externos —biografía del autor, público al que va dirigida la obra, etc.—, o al crítico británico F. R. Leavis, muy próximo a sus contemporáneos norteamericanos por sus prácticas y sus presupuestos, y también por la tremenda influencia que ha ejercido sobre los colleges, ingleses en este caso. También habría que mencionar, en cuanto a la tradición alemana, toda la letanía de los planteamientos del «método» hermenéutico» (del que cabe hacerse una idea leyendo la reseña histórica de Peter Szondi).2También habría que aludir, por último, en cuanto a la tradición francesa, a todas las profesiones profesorales (y demás) de la fe formalista (o internalista), sin olvidar las versiones modernizadas de la famosa «explicación de textos» que ha aportado el aggiornamento estructuralista. Pero nada mejor para convencer del carácter ritual de todas estas prácticas y de todos estos discursos pensados para regularlas y justificarlas que la extraordinaria tolerancia a la repetición, a la redundancia, a la monotonía de la letanía litúrgica de la que hacen gala todos esos intérpretes, por lo demás absolutamente volcados al culto de la originalidad. Si lo que se pretende es transformar esta tradición en teoría, cabe, en mi opinión, buscar en dos direcciones: por un lado, la filosofía neokantiana de las formas simbólicas y, más generalmente, todas las tradiciones que afirman la existencia de estructuras antropológicas universales, como la mitología comparada a lo Mircea Eliade o el psicoanálisis junguiano (o, en Francia, bachelardiano); por el otro, la tradición estructuralista. En el primer caso, al concebir la literatura como una «forma de conoci­ 1. J. C. Ransom, The World's Body, Scribner’s Sons, Nueva York y Londres 1938. 2. P. Szondi, Introduction à l’herméneutique littéraire, París, Le Cerf, 1989. 292 miento» (W. K. Wimsatt) diferente de la forma científica, lo que se le exige a la lectura interna y formai es que recupere unas formas universales de la razón literaria, de la «literalidad», bajo diferentes especies, especialmente la poética, es decir las estructuras estructuradoras antihistóricas que dan pie a la elaboración literaria o poética del mundo, o, más corrientemente, algo así como unas «esencias» de lo «literario», de lo «poético» o de figuras como la metáfora. La solución estructuralista tiene mucha más fuerza, intelectual y socialmente. Socialmente, a menudo ha tomado el relevo de la doxa internalista y ha conferido un aura de cientificidad al comentario profesoral como operación de desarme formal de textos descontextualizados y destemporalizados. Al romper con el universalismo, la teoría saussuriana aprehende las obras culturales (las lenguas, los mitos, estructuras estructuradas sin sujeto estructurador, y también, por extensión, las obras de arte) como productos históricos cuyo análisis ha de poner de manifiesto la estructura específica, pero sin referirse a las condiciones económicas o sociales de la producción de la obra o de sus productores. Pero, pese a reivindicar su pertenencia a la lingüística estructural, la semiología estructural sólo aplica el segundo presupuesto: tiende a poner entre paréntesis la historicidad de las obras culturales y, desde Jakobson a Genette, trata el objeto literario como una entidad autónoma, sujeta a sus propias leyes y cuya «literalidad» o «poeticidad» se debe al trato particular al que su material de base lingüístico está sometido, es decir a las técnicas y a los procesos que son causa de la preeminencia de la función estética del lenguaje —como los paralelismos, las contraposiciones y las equivalencias entre los niveles fonético, morfológico, sintáctico e incluso semántico del poema. En la misma perspectiva, los formalistas rusos establecen una oposición fundamental entre el lenguaje literario (o poético) y el lenguaje corriente: mientras que este último, «práctico», «referencial», comunica remitiendo al mundo exterior, el lenguaje literario aprovecha en su beneficio varios procedimientos para situar en primer plano el propio enunciado, para alejarlo del discurso corriente y para desviar la atención de sus referentes externos hacia sus estructuras «formales». De igual modo, los estructuralis- 293 tas franceses tratan la obra de arte como un modo de escritura que, como el sistema lingüístico que emplea, es una estructura autorreferencial de interrelaciones constituida por un juego de convenciones y de «códigos» literarios específicos. Y Genette extrae el postulado que está implicado en estos análisis de esencía, procedentes en Jakobson de la influencia combinada de Saussure y de Husserl y fundam entalm ente antigenéticos, cuando plantea que todo lo que es constitutivo de un discurso se manifiesta en las propiedades lingüísticas del texto y que la propia obra facilita la información respecto al modo como tiene que ser leída. No parece que se pueda llegar más allá en la absolutización de un texto. Debido a un curioso fenómeno de rebote de las cosas, la crítica «creadora» anda ahora buscando una salida a la crisis del formalismo profundamente antigenético de la semiología estructuralista volviendo al positivismo de la historiografía literaria más tradicional, gracias a una crítica llamada, por culpa de un uso abusivo del lenguaje, «genética literaria», «procedimiento científico que posee sus técnicas (el análisis de los manuscritos) y su propio proyecto de elucidación (la génesis de la obra)».1 Pasando sin mayores escrúpulos del post hoc al propter hoc, esta «metodología» busca, en lo que Gérard Genette llama el «pre-texto», la génesis del texto. El borrador, el boceto, el proyecto, resumiendo, todo lo que libretas de apuntes y cuadernos de notas ocultan, acaba constituido en objetos únicos y últimos de la investigación de la explicación científica.2 Así resulta harto difícil vislumbrar dónde estriba la diferencia entre los Durry, los Bruneau, los Gothot-Mersch, los Sherrington, autores de análisis minuciosos de los planes, los proyectos o los esbozos de Flaubert, y los nuevos «críticos genéticos» que hacen lo mismo (y se plantean muy seriamente «si Flaubert había empezado a preparar La educación sentimental en 1862 o 1863»), pero con la sensación de llevar a cabo «una especie de revolución en los estudios literarios».3 Creo 1. P.-M. de Biasi, Prefacio, en G. Flaubert, Carnets de travail, ed. crítica y genética establecida por P.-M. de Biasi, París, Balland, 1988, pág. 7. 2. R. Debray-Genette, Flaubert à l’œuvre, París, Flammarion, 1980. 3. P.-M. de Biasi, «La crítica genética», en Introduction aux méthodes critiques pour l’analyse littéraire, Paris, Bordas, 1990, págs. 5-40; R. Debray-Genette, «Esbozo de método», en Essais de critique génétique, Paris, Flammarion, 1979, págs. 23-67; C. 294 que el espacio que media entre el programa de un verdadero análisis genético del autor y de la obra tal como queda definido aquí (y particularmente como está aplicado en este libro) y el análisis, basado en la comparación de los estados y de las etapas sucesivas de la obra, del modo según el cual se va elaborando la obra, debería expresar, mejor que todos los discursos críticos los límites de una genética textual, justificada en sí, pero que amenaza con levantar un nuevo obstáculo en contra de una ciencia rigurosa de la literatura. (También podría, asumiendo el riesgo de parecer injusto, aludir a la desproporción entre la inmensidad de la labor de erudición y lo exiguo de los resultados alcanzados.) De hecho, retrotrayendo el proyecto a su verdad, cabe considerar la edición rigurosa y metódica de los textos preparatorios como un valioso material para el análisis de la labor de escritura (que nada ganamos, sino confusión, llamándola «génesis redaccional»). Y éste y no otro es el tratamiento que Pierre-Marc Biasi da a los cuadernos de apuntes de La educación sentimental cuando comenta cómo Flaubert elabora un apunte absolutamente neutro sobre el comercio de armas blancas por las calles de París en vísperas de junio de 1848, para convertirlo, gracias al efecto de sugestión de la escritura, en el indicio misterioso de una conspiración generalizada, muy apropiado para acrecentar los temores de Dambreuse y de Martinon.1 Pero el análisis de las sucesivas versiones de un texto no adquiriría toda su fuerza explicativa si sólo tratara de reconstruir (sin duda algo artificiosamente) la lógica de la labor de escritura entendida como investigación efectuada bajo la imposición estructural del campo y del espacio de los posibles que plantea. Se comprenderían mejor las vacilaciones, los arrepentimientos, las vueltas atrás si se supiera que la escritura, arriesgada navegación en un universo de amenazas y de peligros, también está gobernada, en su dimensión negativa, por un conocimiento anticipado de la acogida probable, inscrita en estado de potencialidad en el campo; que, semejante al pirata, peirat'es, el que lo intenta una vez, el que lo prueba (peirao), Duchet, «La diferencia genética en la edición del texto flaubertiano», en Gustave Flaubert, t. II, París, 1986, págs. 193-206; T. Williams, Flaubert, L ’Éducation sentimentale, Les Scénarios, Paris, José Corti, 1992; y sobre todo las dos obras: L. Hay (ed.), Essais de critique génétique, Paris, Flammarion, 1979, y A. Grésillon (ed.), De la genèse du texte littéraire, Tusson, Du Lérot, 1988. 1. P.-M. de Biasi, en G. Flaubert, Carnets de travail, op. cit., págs. 83-84. 295 el escritor tal como lo concibe Flaubert es aquel que se aventura fuera de los caminos balizados de uso corriente y es un experto en el arte de encontrar paso entre los peligros que son los tópicos, los «lugares comunes», las formas convencionales. Sin duda Michel Foucault fue quien proporcionó la formulación más rigurosa de los fundamentos del análisis estructural de las obras culturales. Consciente de que ninguna obra cultural existe por sí misma, es decir fuera de las relaciones de interdependencia que la vinculan a otras obras, plantea llamar «campo de posibilidades estratégicas» al «sistema normatizado de diferencias y dispersiones» dentro del cual cada obra singular se define.1 Pero, muy próximo a los semiólogos y a las utilizaciones que han podido hacer, con Trier por ejemplo, de una noción como la de «campo semántico», se niega explícitamente a buscar en otro lugar que no sea el «campo del discurso» el principio de elucidación de cada uno de los discursos que se insertan en él: «Si el análisis de los fisiócratas forma parte de los mismos discursos que el análisis de los utilitaristas, no es porque vivieran en la misma época, tampoco porque se enfrentaran en el seno de la misma sociedad, ni tampoco porque sus intereses se solaparan en una misma economía, sino porque sus dos opciones resultaban de un único y mismo reparto de los puntos de elección, de un único y mismo campo estratégico.» Así, fiel en este aspecto a la tradición saussuriana y a la ruptura que ésta lleva a cabo entre la lingüística interna y la lingüística externa, afirma la autonomía absoluta de este «campo de posibilidades estratégicas», y recusa como «ilusión doxológica» la pretensión de encontrar en lo que él llama «el campo de la polémica» y en «las divergencias de intereses o de hábitos mentales en los individuos» (todo lo que más o menos en el mismo momento yo metía en las nociones de campo y de habitus...) el principio explicativo de lo que sucede en el «campo de las posibilidades estratégicas», y que le parece exclusivamente determinado por las «posibilidades estratégicas de los juegos conceptuales», 1. M. Foucault, «Respuesta al círculo de epistemología», Cahiers pour l'analyse, η.° 9, 1968, págs. 9-40 (páginas citadas: 40, 29, 37). 296 única realidad a cuyo conocimiento, en su opinión, debe dedicarse una ciencia de las obras. Con ello, transfiere al limbo de las ideas las oposiciones y los antagonismos que tienen sus raíces (sin limitarse a ello) en las relaciones entre los productores, negándose así a dejar que de algún modo se relacionen las obras con las condiciones sociales de su producción (como seguirá haciéndolo más adelante en un discurso crítico sobre el saber y el poder que, al no tomar en consideración los agentes y sus intereses y sobre todo la violencia en su dimensión simbólica, se queda abstracto e idealista). Evidentemente, no se trata de negar la determinación que ejerce el espacio de los posibles y la lógica específica de las consecuciones en y mediante las cuales se engendran las novedades (artísticas, literarias o científicas), puesto que una de las funciones de la noción de campo relativamente autónomo, dotado de una historia propia, consiste en dar cumplida cuenta de ellas; no obstante, no resulta posible, incluso en el caso del campo científico, tratar el orden cultural (el épisteme) como totalmente independiente de los agentes y de las instituciones que lo actualizan y lo impulsan a la existencia, e ignorar las conexiones socio-lógicas que acompañan o subtienden las consecuciones lógicas; aunque tan sólo sea porque de ese modo uno es incapaz de dar cuenta de los cambios que acontecen en ese universo arbitrariamente separado, y por ello mismo deshistorizado y desrealizado —salvo que se le otorgue una propensión inmanente a transformarse gracias a una forma misteriosa de Selbstbewegung que fuera exclusivamente producto de sus contradicciones internas, como en Hegel (que también está presente en ese otro presupuesto de la noción de épisteme que es la creencia en la unidad cultural de una época y de una sociedad). Hay que resignarse a admitir que existe una historia de la razón que no se fundamenta (exclusivamente) en la razón. Para dar cuenta del hecho de que el arte —o la ciencia— parece encerrar en sí mismo el principio y la norma de su cambio, y de que todo sucede como si la historia fuera interna al sistema y como si el devenir de las formas de representación o de expresión sólo expresara la lógica interna del sistema, no hace ninguna falta hipostasiar, como se suele hacer, las leyes de esta evolución. «La 297 acción de las obras sobre las obras», de la que hablaba Brunetiére, siempre se ejerce únicamente por mediación de autores cuyas estrategias deben también su orientación a los intereses asociados a su posición en la estructura del campo. Pensar cada uno de los espacios de producción cultural en cuanto campo implica evitar cualquier tipo de reduccionismo, proyección allanadora de un espacio dentro de otro que induce a pensar los diferentes campos y sus productos según categorías ajenas unas a otras (como los que convierten la filosofía en un «reflejo» de la ciencia, al deducir por ejemplo la metafísica de la física, etc.).1Y de igual modo hay que comprobar científicamente la «unidad cultural» de una época y de una sociedad, cosa que la historia del arte y de la literatura acepta como un postulado tácito, debido a una especie de hegelianismo blando2 o (¿no es lo mismo, acaso?) en nombre de una forma más o menos renovada de culturalismo, incluso cuando se trata de aquella cuyo aval teórico encontró Foucault en la noción de épistém'e, especie de Wissenschaftswollen, muy próximo a la noción de Kunstwollen,3 Habría que examinar, en cada una de las configuraciones históricas consideradas, por un lado las homologías 1. Unicamente la observación histórica puede determinar en cada caso si existe una orientación privilegiada de las transmisiones entre campos y por qué; pero todo permite suponer que no se trata de relaciones de mero condicionamiento histórico semejantes a aquellas cuyo cuadro sinóptico pretendía esbozar Burckhardt en las Considérations sur l’histoire du monde (con el islam para la cultura condicionada por la religión, Atenas, la Revolución francesa, etc., para el Estado condicionado por la cultura, etc.), ni de relaciones de mera determinación lógica. En cualquier caso, las razones lógicas y las causas sociales se confunden para constituir ese complejo de necesidades de órdenes diferentes que originan intercambios simbólicos entre los diferentes campos. 2. Sobre el hegelianismo reptante en historia del arte, ver E. H. Gombrich, In Search o f Cultural History, Oxford, Clarenton Press, 1969, y también, sobre la oposición que hay que superar entre hegelianismo y positivismo, «From the Revival of Letters to the Reform of Arts», en The Heritage o f Apelles, Studies in the Arts o f the R enaissance, I, Oxford, Phaidon Press, 1976, págs. 93-110. 3. La Kunstwollen, esa «voluntad artística» propia del conjunto de las obras de un pueblo y de una época, y trascendente, como demuestra Panofsky, en relación con las voluntades singulares de un sujeto históricamente definible, nunca está muy alejada, ni siquiera en Alois Riegl, de esa especie de fuerza autónoma en la que una historia mística del arte ha sido capaz de convertirla (ver E. Panofsky, «El concepto de Kunstwollen», en La Perspective comme form e symbolique, trad, francesa de G. Ballangé, Paris, Minuit, 1975, págs. 197-221, y P. Bourdieu, Postfacio, in E. Panofsky, Architecture gothique et Pensée scholastique, op. cit.). En realidad, no es sino la suma, efectuada por la mirada retrospectiva del erudito, de los innumerables Künstler-Wollen (o, para que pa­ 298 estructurales entre campos diferentes, que pueden constituir el principio de encuentros o de correspondencias que nada tienen que ver con un préstamo, y por el otro los intercambios directos, que dependen, en su forma y en su existencia misma, de las posiciones que ocupan, en sus campos respectivos, los agentes o las instituciones afectados, por lo tanto de la estructura de esos campos, y también de las posiciones relativas de esos campos en la jerarquía que se establece entre ellos en el momento considerado, determinando todo tipo de efectos de dominación simbólica.1 Tomando como base del desglose y de la construcción del objeto una unidad geográfica (Basilea, Berlín, París o Viena) o política, se corre el riesgo de retroceder hacia una definición de la unidad en términos de Zeitgeist. Se parte en efecto del supuesto tácito de que los miembros de una misma «comunidad intelectual» comparten problemas vinculados a una situación común -p o r ejemplo un planteamiento sobre las relaciones entre apariencia y realidad- y que también se «influyen» mutuamente. Sabiendo que cada campo —música, pintura, poesía, o, en otro orden, economía, lingüística, biología, e tc.- tiene su historia autónoma, que determina sus reglas y sus envites específicos, vemos que la interpretación por referencia a la historia propia del campo (o de la disciplina) es lo previo de la interpretación a través de la relación con el contexto contemporáneo, aunque se trate de los otros campos de producción cultural o del campo político y económico. La cuestión fundamental consiste entonces en saber si los efectos sociales de la contem poraneidad cronológica, o tal vez incluso de la unidad espacial, como el hecho de compartir los mismos lugares de reunión y encuentro específicos, cafés literarios, revistas, asociaciones culturales, salones, etc., o de rezca más nietzscheano, Künstler-Wille) en los que se expresan los intereses y las disposiciones de artistas singulares. 1. Es evidente el interés que podría presentar, desde esta perspectiva, el estudio de personajes que, habiendo participado de forma más o menos «creadora» en varios campos (como Galileo, por ejemplo, estudiado, bajo esta misma óptica, por Panofsky), han producido, según el modelo típicamente leibniziano de los mundos posibles, varias realizaciones del mismo habitus (como, en el orden de las consumiciones, las diferentes artes dan lugar a expresiones objetivamente sistemáticas, como «contrapartidas», en el sentido de Lewis, del mismo sabor). 299 estar expuestos a los mismos mensajes culturales, obras de referencia comunes, planteamientos obligados, acontecimientos relevantes, etc., tienen suficiente poder para determinar, más allá de la autonomía de los diferentes campos, una problemática común, entendida o no como un Zeitgeist, una comunión espiritual o de estilo de vida, pero sí como un espacio de los posibles, sistema de tomas de posición diferentes respecto al cual cada uno tiene que definirse. Lo que induce a plantear en términos claros la cuestión de las tradiciones nacionales vinculadas a la existencia de estructuras del Estado (particularmente las académicas) aptas para propiciar más o menos la preeminencia de un lugar cultural central, de una capital cultural, y para impulsar más o menos la especialización (en géneros, disciplinas, etc.) o, por el contrario, la interacción entre los miembros de campos diferentes, o para consagrar una configuración particular de la estructura jerárquica de las artes (con el predominio permanente o coyunturalmente otorgado a uno de ellos, música, pintura o literatura) o de las disciplinas científicas. Estos desfases entre las jerarquías pueden originar discordancias a menudo atribuidas al «carácter nacional» y contribuyen a explicar las formas que adopta la circulación internacional de las ideas, de las modas o de los modelos intelectuales. Así por ejemplo, la primacía otorgada en Francia, por lo menos hasta mediados del siglo XIX, a la literatura y al personaje del escritor (por oposición al crítico y al erudito, con frecuencia tratado de pedante), y que se extiende hasta el seno del sistema escolar bajo la forma de la serie de oposiciones entre literatura (agregaduría de letras) y filología (agregaduría de gramática), discurso y erudición, «brillante» y «serio», burguesía y pequeña burguesía, preside y rige toda la relación que los agentes singulares pueden mantener, a lo largo de todo el siglo XIX, con el modelo alemán: la jerarquía entre las disciplinas (literatura/filología) está tan poderosamente identificada con la jerarquía entre las naciones (Francia/Alemania), que quienes trataran de invertir esta relación políticamente sobredeterminada correrían el riesgo de ser acusados de una especie de traición (piénsese en las polémicas nacionalistas de Agathon contra la Nueva Sorbona). 300 La misma crítica es válida para los formalistas rusos.1A falta de considerar algo más que el sistema de las obras, es decir la «red de relaciones que se establecen entre los textos» (y, secundariamente, las relaciones, por lo demás muy abstractamente definidas, que este sistema mantiene con los demás «sistemas» al funcionar en el «sistema-de-sistemas» constitutivo de la sociedad (no andamos lejos de Talcott Parsons), estos teóricos también se condenan a encontrar en el propio «sistema literario» el principio de su dinámica. Así, pese a que no les pasa por alto que este «sistema literario», lejos de ser una estructura equilibrada y armoniosa del tipo de la lengua saussuriana, es la sede, en cada momento, de tensiones entre escuelas literarias opuestas, canonizadas y no canonizadas, y se presenta como un equilibrio inestable entre tendencias opuestas, siguen creyendo (Tiniánov en particular) en el desarrollo inmanente de este sistema y, como Michel Foucault, permanecen muy próximos de la filosofía de la historia saussuriana cuando afirman que todo lo que es literario (o, en Foucault, científico) sólo puede ser determinado por las condiciones anteriores del «sistema literario» (o científico).2 A falta de buscar, como Weber, el principio del cambio en las luchas entre la ortodoxia, que «rutiniza», y la herejía, que «desbanaliza», están condenados a convertir el proceso de «automatización» y de «desautomatización» (o «desbanalización», ostranenia) en una especie de ley natural del cambio poético y, más generalmente, de todo cambio cultural, como si la «desautomati­ 1. Ver en particular C. J. Tiniánov y R. Jakobson, «El problema de los estudios literarios ylingüísticos», en Théorie de la littérature. Textes desformalistes russes, presentados y traducidos por T. Todorof, Paris, Éd. du Seuil, 1965, págs. 138-139; F. V. Erlich, Russian Formalism, La Haya, Mouton, 1965; P. Steiner, Russian Formalism. A Metapoetics, op. cit.; F. W. Galan, Historie Structures, The Prague School Project, 1928-1946, Austin, University of Texas Press, 1984; P. Steiner (ed.), The Prague School Project, Selected Writings, 1929-1946, Austin, University ofTexas Press, 1982; y por último I. Even-Zohar, «Polysystem Theory», Poetics Today, vol I, n.° 1-2, 1979, págs. 287-310. 2. Ver P. Steiner, Russian Formalism. A Metapoetics, op. cit., especialmente págs. 108-110, y también F. Jameson, que evidencia que «Tiniánov conserva el modelo saussuriano del cambio en el que los mecanismos esenciales son abstracciones últimas, identidad y diferencia» (F. Jameson, The Prison-House o f Language: A Critical Account o f Structuralism and Russian Formalism, Princeton, Princeton University Press, 1982, pág. 96). 301 zación» tuviera automáticamente que resultar de la «automatización» que a su vez nace del desgaste unido a un empleo repetitivo de los medios de expresión literaria (condenados a volverse «tan poco perceptibles como las formas gramaticales del lenguaje»): «La evolución», escribe Tiniánov, «es producto de la necesidad de una dinámica incesante, todo sistema dinámico acaba inevitablemente automatizado y un principio constructivo opuesto surge dialécticamente.»1 El carácter casi tautológico de estos planteamientos en forma de virtud dormitiva resulta inevitablemente de la confusión de dos planos, el de las obras que, a través de una generalización de la teoría de la parodia, se describen como refiriéndose unas a otras (cosa que efectivamente constituye una de las propiedades de las obras producidas en un campo), y el de las posiciones objetivas en el campo de producción y de los intereses antagónicos que fundan (esta confusión, absolutamente idéntica a la de Foucault cuando habla de «campo estratégico» a propósito del campo de las obras, está simbolizada y condensada en la ambigüedad del concepto de ustanovka, que podría significar a la vez posición y toma de posición, entendida como acto de «posicionarse por referencia a algo conocido»).2 Si resulta indudable que la orientación y la forma del cambio dependen del «estado del sistema», es decir del repertorio de posibilidades actuales y virtuales que ofrece, en un momento determinado, el espacio de las tomas de posición culturales (obras, escuelas, figuras ejemplares, géneros y formas disponibles, etc.), también y sobre todo dependen de las relaciones de fuerza simbólicas entre los agentes y las instituciones, que, al tener unos intereses absolutamente vitales en las posibilidades planteadas como instrumentos y envites de luchas, tratan, con todos los poderes a su alcance, de hacer que pasen a la acción aquellas que se les antojan más acordes con sus propósitos y sus intereses especí­ ficos. En cuanto al análisis externo, tanto cuando concibe las obras como mero reflejo como cuando las concibe como «expresión 1. J. Tiniánov, citado por P. Steiner, Russian Formalism. A Metapoetics, op. cit., pág. 107. 2. Sobre la ambigüedad de la noción de ustanovka, ver P. Steiner, ibid., especialmente pág. 124. 302 simbólica» del mundo social (según la fórmula empleada por Engels a propósito del derecho), las refiere directamente a las características sociales de los autores o de los grupos supuestos o proclamados a los que iban destinadas, a los que presuntamente deben expresar. Volver a introducir el campo de producción cultural como universo social autónomo significa librarse de la reducción que han llevado a cabo todas las formas, más o menos refinadas, de la teoría del «reflejo» que subtiende los análisis marxistas de las obras culturales, y en particular los de Luckács y Goldmann, y que jamás se enuncia del todo, tal vez porque no resistiría la prueba de la explicación. Se parte efectivamente del supuesto de que comprender una obra de arte sería comprender la visión del mundo propia del grupo social a partir o para el cual el artista habría compuesto su obra, y que, financiador o destinatario, causa o fin, o ambas cosas a la vez, se habría expresado en cierto modo a través del artista, capaz de explicitar sin tener conciencia de ello verdades y valores de los que el grupo expresado no tiene necesariamente conciencia. ¿Pero de qué grupo se trata? ¿Del mismo del que procede el propio artista —y que puede no coincidir con el grupo dentro del cual se recluta su público— o del grupo destinatario principal o privilegiado de la obra —lo que supone que siempre ha de haber uno y sólo uno? Nada permite suponer que el destinatario declarado, cuando existe, socio comanditario, dedicatario, sea el auténtico destinatario de la obra y que actúe en cualquier caso como causa eficiente o como causa final sobre la producción de la obra. Cuando más, puede ser la causa ocasional de una labor que se fundamenta en toda la estructura y la historia del campo de producción, y, a través de él, en toda la estructura y la historia del mundo social considerado. Poner de este modo entre paréntesis la lógica y la historia específicas del campo para referir directamente la obra al grupo al que objetivamente está destinada, y convertir al artista en el portavoz inconsciente de un grupo social al que la obra de arte revelaría lo que pensaba o lo que sentía sin saberlo, significa condenarse a afirmaciones que la metafísica no recusaría: «¿Hay entre tal arte y tal situación social algo más que un encuentro fortuito? Por supuesto, Fauré 303 no lo pretendía, pero su Madrigal parece manifiestamente una maniobra de diversión el año en que el sindicato obtiene derecho de ciudadanía, el año en que 42.000 obreros inician en Anzin una huelga de cuarenta y seis días. Propugna el amor individual como para desbaratar la lucha de clases. A fin de cuentas, diríase que la gran burguesía recurre a sus músicos para que sus fábricas de sueños le suministren los sueños que política y socialmente necesita.»1 Comprender el significado de tal obra de Fauré o de cual poema de Mallarmé sin reducirlos a la función de diversión compensadora, de negación de la realidad social, de huida a los paraísos perdidos que comparten con muchas otras formas de expresión, significaría en primer lugar determinar todo lo que está inscrito en la posición a partir de la cual se han producido, es decir en la poesía como se define alrededor de la década de 1880, tras un movimiento continuo de depuración y sublimación, iniciado en la década de 1830, con Théophile Gautier y el prefacio de Mademoiselle de Maupin, continuado por Baudelaire, el Parnaso, y llevado hasta su límite más evanescente con Mallarmé; significaría determinar también lo que esta posición debe a la relación negativa que la opone a la novela naturalista y que por el contrario la acerca a todas las manifestaciones de la reacción contra el naturalismo, el ciencismo y el positivismo: la novela psicológica, evidentemente en la avanzadilla, la denuncia del positivismo en filosofía, con Fouillée, Lachelier y Boutroux, la revelación de la novela rusa y su misticismo, con Melchior de Vogüé, las conversiones al catolicismo, etc. Significaría por último determinar lo que, en la trayectoria familiar y personal de Mallarmé o de Fauré, los predisponía a ocupar, al realizarlo, este puesto social poco a poco moldeado por sus ocupantes sucesivos, y en particular la relación, que examina Rémy Ponton,2 entre una trayectoria social en declive que condena al poeta a la «odiosa labor de pedagogo» y el pesimismo, σ el empleo hermético, es decir antipedagógico, del lenguaje, forma también de romper con una realidad social rechazada. Todavía quedaría por explicar la «coincidencia» entre el producto de este conjunto de factores específicos y las expectativas difusas de una aristocracia en declive y de una burguesía amenazada, y en par- 1. M. Faure, «La época de 1900 y el resurgir del mito de Citera», Le Mouvement social, n.° 109, 1979, págs. 15-34 (página citada: 25). 2. R. Ponton, Le Champ littéraire en France de 1865 à 1905, op. cit., págs. 223-228. 304 ticular su nostalgia de los fastos antiguos que también se expresa en la afición por el siglo XVIII, la huida hacia el misticismo y el irracionalismo. La conjunción entre series causales independientes y la apariencia que da de una armonía preestablecida entre las propiedades de la obra y la experiencia social de los consumidores privilegiados se presentan en cualquier caso como una trampa preparada para quienes, al querer salirse de la lectura interna de la obra y de la historia interna de la vida artística, proceden al establecimiento de una relación directa de la época y de la obra, una y otra reducidas a unas pocas propiedades esquemáticas, seleccionadas por las necesidades de la causa. La atención exclusiva prestada a las funciones (de las que la tradición internalista, y en particular el estructuralismo, prescindían sin duda equivocadamente) inclina a ignorar la cuestión de la lógica interna de los objetos culturales, su estructura como lenguaje, a la que la tradición estructuralista concede una atención exclusiva. Más profundamente, conduce a olvidar a los agentes y las instituciones que producen estos objetos, sacerdotes, juristas, escritores o artistas, y para los que cumplen también unas funciones que se definen, en lo esencial, en el interior del universo de los productores. Max Weber tiene el mérito de poner de manifiesto, en el caso particular de la religión, el papel de los especialistas, y de sus intereses propios; sin embargo se queda encerrado en la lógica marxista de la búsqueda de las funciones que, aun formuladas con toda precisión, no enseñan gran cosa sobre la propia estructura del mensaje religioso. Pero, sobre todo, no se percata de que los universos de los especialistas funcionan como microcosmos relativamente autónomos, espacios estructurados (por lo tanto justiciables en un análisis estructural, pero de otro tipo) por relaciones objetivas entre unas posiciones —la del profeta y la del sacerdote o la del artista consagrado y la del artista de vanguardia por ejemplo: estas relaciones constituyen el verdadero principio de las tomas de posición de los diferentes productores, de la competencia que los enfrenta, de las alianzas que traban, de las obras que producen o que defienden. La eficacia de los factores externos, crisis económicas, transformaciones técnicas, revoluciones políticas o, sencillamente, de- 305 manda social de una categoría particular de financiadores, cuya manifestación directa en las obras constituye el objeto de la investigación de la historia social tradicional, sólo puede ejercerse por mediación de las transformaciones de la estructura del campo que estos factores pueden determinar. A título de analogía ilustradora, cabe evocar la noción de «República de las letras» y reconocer en la descripción que de ella hace Bayle varias de las propiedades fundamentales del campo literario (la guerra de todos contra todos, la cerrazón del campo sobre sí mismo, etc.): «La libertad es lo que reina en la República de las letras. Esta República es un Estado extremadamente libre. Sólo se reconoce el imperio de la verdad y de la razón; y bajo sus auspicios, se hace la guerra a quien sea. Los amigos tienen que estar en guardia contra sus amigos, los padres contra sus hijos, los suegros contra sus yernos: es como un mundo de hierro [...]. Cada cual es a la vez soberano y justiciable de cada cual.»1 Pero, como muy bien pone de manifiesto el tono semipositivo, seminormativo de esta evocación literaria del ambiente literario, esta noción de la sociología espontánea en nada se parece a un concepto elaborado y jamás ha servido de fundamento para un análisis riguroso del funcionamiento del mundo literario ni para una interpretación metódica de la producción y la circulación de las obras (como les gustaría hacer creer a quienes la están redescubriendo en la actualidad). Además, la imagen, que sólo es válida porque identifica una verdadera homología estructural, como suele ocurrir con la intuición corriente, puede volverse peligrosa si induce a ignorar todo lo que, más allá de las equivalencias en la diferencia, separa el campo literario del campo político (la misma ambigüedad pende sobre la noción de vanguardia). En efecto, pese a que coincidan en el campo literario todos los rasgos característicos del funcionamiento de los campos político y económico, y más generalmente de todos los campos —relaciones de fuerza, capital, estrategias, intereses—, no hay fenómeno designado por estos conceptos que no adopte una 1. E. Bayle, Artículo «Catius», Dictionnaire historique et critique, Rotterdam, 3.a edición, 1720, pág. 812, a, b, citado por R. Koselleck, Le Regne de la critique, Paris, Minuit, 1979, pág. 92. 306 forma absolutamente específica, absolutamente irreductible a lo que son por ejemplo los rasgos correspondientes en el campo político. Más alejada aún, la noción de art world, de uso corriente en Estados Unidos en los campos sociológico y filosófico, se inspira en una filosofía social absolutamente opuesta a la que existe en la idea de República de las letras tal y como la presenta Bayle, y marca una regresión con respecto a la teoría del campo tal como yo la había presentado. Al plantear que «las obras de arte pueden ser entendidas como el resultado de las actividades coordenadas de todos los agentes cuya cooperación es necesaria para que la obra de arte sea lo que es», Howard S. Becker concluye que la investigación debe extenderse a todos aquellos que contribuyen a este resultado, es decir «quienes conciben la idea de la obra (por ejemplo los compositores o los dramaturgos), quienes la interpretan (los músicos o los actores), quienes suministran el equipo material necesario (por ejemplo los fabricantes de instrumentos de música) y quienes constituyen el público de la obra (espectadores habituales, críticos, etc.)».1 Sin entrar en una exposición metódica de todo lo que separa esta visión del «mundo del arte» de la teoría del campo literario o artístico, subrayaré tan sólo que este último no es réductible a una población, es decir a una suma de agentes individuales vinculados por meras relaciones de interacción y, con mayor precisión, de cooperación: lo que falta, entre otras cosas, en esta evocación meramente descriptiva y enumerativa, son las relaciones objetivas que son constitutivas de la estructura del campo y que orientan las luchas que tratan de conservarla o de transformarla. L a s u p e r a c ió n d e l a s a l t e r n a t iv a s La noción de campo permite superar la oposición entre lectura interna y análisis externo sin perder nada de lo adquirido y de las exigencias de ambas formas de aproximación, tradicionalmente percibidas como inconciliables. Conservando lo que está inscrito en la noción de intertextualidad, es decir el hecho de 1. Ver H. S. Becker, «Art as Collective Action», American Sociological Review, vol. X X X IX , n.° 6,1974, págs. 767-776; «Art Worlds and Social Types», American B ehavioral Scientist, vol. X IX , n.° 6, 1976, págs. 703-719. 307 que el espacio de las obras se presenta en cada momento como un campo de tomas de posición que sólo pueden ser comprendidas relacionalmente, en cuanto que sistema de desfases diferenciales, cabe plantear la hipótesis (confirmada por el análisis empírico) de una homología entre el espacio de las obras definidas en su contenido propiamente simbólico, y en particular en su form a, y el espacio de las posiciones en el campo de producción: por ejemplo, el verso libre se define en contra del alejandrino y de todo lo que implica estéticamente, pero también social e incluso políticamente; en efecto, debido al juego de las homologías entre el campo literario y el campo del poder o el campo social en su conjunto, la mayoría de las estrategias literarias están sobredeterminadas y muchas de sus «elecciones» son golpes dobles, a la vez estéticos y políticos, internos y externos. De este modo queda superada la oposición, con frecuencia descrita como una antinomia insuperable, entre la estructura aprehendida sincrónicamente y la historia. El motor del cambio y, con mayor precisión, del proceso propiamente literario de automatización y de desautomatización que describen los formalistas rusos no está inscrito en las propias obras sino en la oposición entre la ortodoxia y la herejía, que es constitutiva de todos los campos de producción cultural aunque adopta su forma paradigmática en el campo religioso: resulta significativo que Weber también hable, a propósito del sacerdocio y los profetas, de Veralltäglichung y Ausseralltäglichung, es decir de banalización y desbanalización, de rutinización y desrutinización. El proceso en el cual están inmersas las obras es el producto de la lucha entre quienes, debido a la posición dominante (temporalmente) que ocupan en el campo (en virtud de su capital específico), propenden a la conservación, es decir a la defensa de la rutina y la rutinización, de lo banal y la banalización, en una palabra, del orden simbólico establecido, y quienes propenden a la ruptura herética, a la crítica de las formas establecidas, a la subversión de los modelos en vigor y al retorno a la pureza de los orígenes. De hecho, sólo el conocimiento de la estructura puede aportar los instrumentos de un auténtico conocimiento de los procesos que conducen a un nuevo estado 308 de la estructura y que, en este sentido, incluyen también las condiciones de la comprensión de esa estructura nueva. Bien es verdad que, como recuerda el estructuralismo simbólico (tal como lo define Michel Foucault en el caso de la ciencia), la orientación del cambio depende del estado del sistema de las posibilidades (conceptuales, estilísticas, etc.) heredadas de la historia: ellas definen lo que es posible e imposible pensar o hacer en un momento dado en un campo determinado; pero no es menos cierto que depende también de unos intereses (con frecuencia absolutamente desinteresados según los cánones de la existencia corriente) que orientan a los agentes, en función de su posición en la estructura social del campo de producción, hacia tal o cual de los posibles propuestos o, más exactamente, hacia una región del espacio de los posibles homologa a la que ocupan en el espacio de los posibles artísticos. Resumiendo, las estrategias de los agentes y de las instituciones que están comprometidos en las luchas literarias o artísticas no se definen en la confrontación pura con unos posibles puros: dependen de la posición que estos agentes ocupan en la estructura del campo, es decir en la estructura de la distribución del capital específico, del reconocimiento, institucionalizado o no, que les es concedido por sus pares-competidores o por el gran público y que orienta su percepción de los posibles ofrecidos por el campo y su «elección» de aquellos que tratarán de actualizar o de producir. Pero, inversamente, los envites de la lucha entre los dominantes y los pretendientes, las cuestiones a propósito de las cuales se enfrentan, las propias tesis y antítesis que se contraponen mutuamente, dependen del estado de la problemática legítima, es decir del espacio de las posibilidades legadas por las luchas anteriores, que tiende a orientar la búsqueda de las soluciones y, por consiguiente, el presente y el futuro de la pro­ ducción. O b je t i v a r e l s u je t o d e l a o b je t iv a c ió n Al cabo de esta tentativa para aplicar el principio de reflexividad tratando de objetivar (retrospectivamente) el espacio de 309 los posibles, respecto al cual se ha constituido un método de análisis de las obras culturales que pone de manifiesto, precisamente, la función decisiva del espacio de los posibles en la construcción de toda obra cultural, desearíamos haber convencido de que el instrumento de la ruptura con todas las visiones parciales es efectivamente la idea de campo: ella, o, con mayor precisión, la labor de construcción de objeto cuyo programa define, ofrece la posibilidad real de tomar un punto de vista sobre el conjunto de los puntos de vista de este modo constituidos como tales. Esta labor de objetivación, cuando se aplica, como en este caso, al propio campo en el que se sitúa el objeto de la objetivación, permite aplicar un punto de vista científico sobre el punto de vista empírico del investigador, que, al estar de este modo objetivado, tal como lo están los demás puntos de vista, con todas sus determinaciones y sus límites, acaba abocado a la crítica metódica. Al dotarse de los medios científicos de tomar como objeto su punto de vista ingenuo sobre el objeto, el sujeto científico efectúa verdaderamente la ruptura con el sujeto empírico y, también, con los otros agentes, que, profesionales o profanos, siguen prisioneros de un punto de vista que ignoran como tal. Y si a veces resulta tan difícil comunicar los resultados de una investigación verdaderamente reflexiva es porque hay que conseguir que cada lector renuncie a interpretar como un «ataque» o una «crítica», en su sentido corriente, lo que pretende ser un análisis, que acepte tomar sobre su propio punto de vista el punto de vista objetivante que fundamenta el análisis y colaborar, particularmente sometiéndolo a una crítica fundada sobre la aceptación de sus premisas, en el empeño liberador para objetivar todas las objetivaciones, en vez de recusarlo en su principio reduciéndolo a un intento de otorgar las apariencias de la universalidad científica a un punto de vista particular. Adoptar el punto de vista de reflexividad no significa renunciar a la objetividad, sino poner en tela de juicio el privilegio del sujeto conocedor al que la visión antigenética libera arbitrariamente, en cuanto que meramente noética, de la labor de objetivación; significa trabajar para dar cuenta del «sujeto» empírico en los términos propios de la objetividad construida por el sujeto 310 científico (particularmente situándolo en un lugar determinado del espacio-tiempo social) y, con ello, otorgarse la conciencia y el dominio (posible) de las imposiciones que pueden ejercerse sobre el sujeto científico a través de todos los vínculos que le atan al «sujeto» empírico, a sus pulsiones, a sus presupuestos, a sus creencias, a su doxa, y que tiene que romper para constituirse. No basta con buscar en el sujeto, como enseña la filosofía clásica del conocimiento, las condiciones de posibilidad, y también los límites, del conocimiento objetivo que instituye. También hay que buscar en el objeto elaborado por la ciencia las condiciones sociales de posibilidad del «sujeto» sabio (por ejemplo, la skhol'e y toda la herencia de problemas, de conceptos, de métodos, etc., que hacen posible su actividad) y los límites posibles de sus actos de objetivación. Esta forma absolutamente insólita de reflexión conduce a repudiar las pretensiones absolutistas de la objetividad clásica pero sin condenar por ello el relativismo: en efecto, las condiciones de posibilidad del sujeto científico y las de su objeto forman una unidad, y a todo progreso en el conocimiento de las condiciones sociales de producción de los sujetos científicos corresponde un progreso en el conocimiento del objeto científico, y a la inversa. En ningún caso queda más claro que cuando el objeto de la investigación versa sobre el propio campo científico, es decir sobre el verdadero sujeto del conocimiento científico. 311 A N EXO El intelectual total y la ilusión de la omnipotencia del pensamiento La ilusión del pensamiento sin límite se manifiesta visiblemente en el análisis que Sartre dedica a la obra de Flaubert y en el que deja al descubierto los límites de la comprensión que puede haber de otro intelectual, es decir de sí mismo como intelectual. Este sueño de omnipotencia encuentra terreno abonado en la posición social sin precedentes que Sartre construyó concentrando en su única persona un conjunto de poderes intelectuales y sociales hasta entonces divididos.1Al transgredir la frontera invisible, pero más o menos infranqueable, que separaba a catedráticos, filósofos o críticos, y a escritores, «becarios» pequeñoburgueses y «herederos» burgueses, la prudencia académica y la audacia artista, la erudición y la inspiración, la farragosidad del concepto y la elegancia de la escritura, pero también la reflexividad y la ingenuidad, Sartre inventó y encarnó realmente la figura del intelectual total, pensador escritor, novelista metafísico y artista filósofo que compromete en las luchas políticas de su tiempo todas esas autoridades y esas competencias reunidas en su persona. Ello produce el efecto, entre otras cosas, de autorizarle a instaurar una relación disimétrica tanto con los filósofos como con los escritores, presentes o pasados, convirtiendo la experiencia del intelectual y su estatuto social en el objeto privilegiado de un análisis que él considera perfectamente lúcido. 1. Retomo aquí los temas, y a veces los términos, de un artículo escrito hace varios años (ver P. Bourdieu, «Sartre», London Review o f Books, vol. II, n.° 22, 20 de noviembre-2 de diciembre de 1980, págs. 11-12) sin facilitar todas las referencias de los textos a los que aludo, remitiendo a la obra de Anna Boschetti, Sartre et irLes Temps modernes», París, Minuit, 1985, que precisa y profundiza, a través de un estudio sistemático tanto del campo como de la obra, el análisis que yo meramente había esbozado. 312 La «revolución» filosófica contra las filosofías del conocimiento (simbolizadas por Léon Brunschwicg) va pareja a la «revolución» en la escritura de la filosofía. La aplicación de la teoría husserliana de la intencionalidad que induce a sustituir el mundo cerrado de la conciencia que se conoce por el mundo abierto de la conciencia que «explota hacia» las cosas, hacia el mundo, hacia los otros, provoca la irrupción en el discurso filosófico de todo un universo de objetos nuevos (como el famoso camarero), excluidos de la atmósfera algo rancia de la filosofía «académica» y hasta entonces reservados a los escritores. También impulsa una forma nueva, abiertamente literaria, de hablar de esos objetos insólitos. Y también un estilo de vida nuevo: el filósofo escribe en las mesas de los cafés, algo reservado entonces a los escritores. Como pone de manifiesto con su elección de Gallimard, fortaleza de la literatura pura, para publicar unos escritos filosóficos hasta entonces abocados a Alean, antepasado de las Presses Universitaires, Sartre abole la frontera entre la filosofía literaria y la literatura filosófica, entre los efectos de la «literalidad» permitidos por el análisis fenomenológico y los efectos de profundidad fruto de los análisis existenciales de la novela metafísica, La náusea o El muro. Al dramatizar y vulgarizar temas filosóficos, los dramas de tesis, A puerta cerrada o El diablo y el buen Dios, los predisponen para figurar a la vez en las conversaciones burguesas y en las clases de filosofía. Tradicionalmente impartida a los universitarios, la crítica es el acompañamiento imprescindible de esta transformación profunda de la estructura de la división del trabajo intelectual. En el transcurso de los años de aprendizaje, Sartre encuentra en el análisis de sus autores predilectos, todos ajenos al panteón escolar, una ocasión, algo académica, de recopilar y asimilar las técnicas constitutivas de un «oficio» de escritor de vanguardia al integrar las aportaciones de Céline, Joyce, Kafka y Faulkner en una forma literaria reconocida de entrada, y con razón, como muy «clásica»: lo mismo que en el ámbito teatral, donde permanece más cercano a Giraudoux, otro escritor normalien, o, todo lo más, a Brecht —para Los secuestrados de Altona—que a Ionesco o a Beckett, tampoco en el ámbito de la novela llevó a cabo la revolución de las formas que demandaban sus críticas de Situaciones. Sin embargo, el discurso crítico permite otorgar apariencia de testimonio de analista a la imposición de una nueva definición del escritor y de la forma novelesca. Al escribir, a 313 propósito de Faulkner, que una técnica novelesca implica una metafísica, se constituye a sí mismo como depositario del monopolio de la legitimidad en materia de novela, en contra de los Gide, Mauriac y Malraux, puesto que él es el único que posee un título de metafísico. La función de autolegitimación de la crítica no queda nunca tan manifiesta como cuando, rozando la polémica, se aplica a los competidores más inmediatos, como Camus, Blanchot o Bataille, pretendientes a la posición dominante, donde sólo hay lugar para uno, y a los emblemas y atributos correlativos, como el derecho a reivindicar la herencia de Kafka, novelista metafísico por exce­ lencia. Las estrategias de distinción que permite la crítica deben su eficacia particular al hecho de que se basan en una obra «total» que autoriza a su autor a importar en cada uno de los ámbitos la totalidad del capital técnico y simbólico adquirido en los otros, la metafísica en la novela o la filosofía en el teatro, definiendo también y al mismo tiempo a sus competidores como intelectuales parciales, o tal vez incluso mutilados: Merleau-Ponty, pese a unas escasas incursiones en la crítica, no es más que un filósofo; Camus, por haber ingenuamente desvelado, con El mito de Sísifo o El hombre sublevado, que poco tenía de filósofo profesional, no es más que un novelista; Blanchot no es más que un crítico y Bataille un ensayista; sin hablar de Aron, de todos modos descalificado por no haber recuperado ese otro componente obligatorio de la figura del intelectual total, el compromiso (con la izquierda). Preparada por los ensayos críticos y los manifiestos filosóficos de la preguerra, y también por el gran éxito de La náusea, inmediatamente reconocida como la síntesis «magistral» de la literatura y la filosofía, la concentración de todas las especies de capital intelectual que fundamenta la figura del intelectual total culmina en la inmediata posguerra con la creación de Les Temps modernes: la «revista intelectual» que, como demuestra la composición del comité de redacción, reúne bajo la bandera de Sartre a los representantes vivos de todas las tradiciones intelectuales reconciliadas en la obra y la persona del fundador, permite constituir como programa colectivo el proyecto sartriano de pensar todos los aspectos de la existencia («no debemos perdernos nada de nuestro tiempo», como decía la «presentación») y orientar así toda la producción intelectual, tanto en su forma como en sus temas. 314 Pero la reconciliación de todos los géneros de producción que Sartre lleva a cabo sigue siendo una forma particular de la ambición filosófica, fruto del cruce de dos fenomenologías, la de Hegel, leído por Kojève, y la de Husserl, revisado por Heidegger. A través del filósofo-escritor, la filosofía, que particularmente con Kant se había afirmado contra los compromisos «mundanos», obtiene en la totalidad del campo intelectual la posición hegemónica que siempre había reivindicado, sin llegar a alcanzarla nunca de verdad más allá del campo universitario. Es comprensible que la voluntad de totalización, forma que la ambición de poder absoluto adquiere en el campo intelectual, nunca se afirme con tanta claridad como en las obras filosóficas, y en primer lugar en El ser y la nada, primera afirmación de la pretensión del pensamiento insuperable (que encontrará su arma absoluta en la dialéctica omnívora de la Crítica de la razón dialéctica, último esfuerzo para conservar un poder intelectual amenazado): la propia extensión de la obra, que es la de las sumas o de los tratados, la amplitud del campo de visión y del universo del objetos abordados, en apariencia coextensivo a la vida misma, de hecho muy clásico y muy cercano a una tradición escolar ampliada, la altura soberana (señalada entre otras cosas por la falta de referencias) de la confrontación con los autores de rango superior, Hegel, Husserl o Heidegger, y sobre todo tal vez la pretensión de superarlo todo y de conservarlo todo, empezando por el objeto de los sistemas de pensamiento competidores, como el psicoanálisis o las ciencias sociales, todo, en esta obra, da fe de la voluntad de instituir la filosofía como instancia fundadora, fundada para imperar absolutamente sobre todos los ámbitos de la existencia y del pensamiento, para instaurarse como instancia trascendente, capaz de revelar a la persona, a la institución o al pensamiento a los que se aplique una verdad de sí misma de la cual está desposeída. Convertido en la encarnación del intelectual total, era imposible que Sartre no se planteara las exigencias de compromiso que estaban inscritas en el personaje del intelectual desde Zola y la vocación de magisterio moral que era tan completamente constitutiva del intelectual dominante que incluso se había impuesto durante un tiempo al propio Gide. Enfrentado con la política, es decir, durante el período casi revolucionario que vino justo después del final de la Segunda Guerra Mundial, con el Partido Comunista, una vez más encuentra, en la estrategia típicamente filosófica de la superación 315 radical mediante el cuestionamiento crítico de los fundamentos (que empleará también con el marxismo y con las ciencias del hombre), el medio de dar una forma teóricamente aceptable a la relación de legitimación mutua que trata de instaurar con el Partido (al modo de los surrealistas de la preguerra, pero en una atmósfera intelectual y un estado del Partido Comunista muy diferentes). El asentimiento libre del «compañero de viaje» de altos vuelos nada tiene que ver con la entrega incondicional de sí mismo (buena para el proletariado según la ecuación: «el Partido es el proletariado»...) que a veces se ha querido interpretar: eso es lo que permite al intelectual constituirse en conciencia fundadora del Partido, situarse respecto al Partido y al «pueblo» en la misma relación que existe entre el Para-uno mismo y el En-uno mismo, y garantizarse de este modo un título de virtud revolucionaria salvaguardando al mismo tiempo la libertad plena de una adhesión electiva que se vive como la única capaz de fundamentarse en la razón. Esta distancia respecto a todas las posiciones establecidas y a todos los que las ocupan, comunistas de la Nouvelle Critique o católicos de Esprit, es lo que define al «intelectual libre», y su transfiguración ontológica, el Parauno mismo. Cabría en efecto demostrar que las categorías fundamentales de la ontología sartriana, el Para-uno mismo y el En-uno mismo, son una forma sublimada de la antítesis, que recorre toda la obra sartriana como una obsesión, entre el «intelectual» y el «burgués» o el pueblo: «bastardo» injustificado, fina película de la nada y de libertad entre los burgueses, los «cerdos» de La náusea, y el pueblo, que comparten el ser plenamente lo que son sin más, el intelectual siempre está distanciado de sí mismo, separado de su ser, por lo tanto de todos los que no son más que lo que son, por la distancia ínfima e insuperable que constituye su miseria y su grandeza.1 Su miseria, por lo tanto su grandeza: esta inversión está en el núcleo de la transfiguración ideológica que, de Flaubert a Sartre (y más allá), permite al intelectual fundamentar su pundonor espiritual en la transmutación en libre elección de su exclusión de los poderes y los privilegios temporales. Y el «deseo de ser Dios», combinación imaginaria del En-uno mismo y del Para-uno mismo, que Sartre ins­ 1. Esta propensión a confundir en la misma clase lógica al «burgués» y al «pueblo» es una constante de la visión del mundo social de los escritores y los artistas, y, más generalmente, de los intelectuales. Se nota muy particularmente en Flaubert. 316 cribe en la universalidad de la condición humana, podría no ser en definitiva más que una forma transfigurada de la ambición de reconciliar la plenitud satisfecha del burgués y la inquietud crítica del intelectual, sueño de mandarín que se expresaba más ingenuamente en Flaubert: «vivir como un burgués y pensar como un semidiós». Sartre convierte en estructura ontológica, constitutiva de la existencia humana en su universalidad, la experiencia social del intelectual, paria privilegiado, condenado a la maldición (bendita) de la conciencia, que le prohíbe la coincidencia beata consigo mismo, y de la libertad que le distancia de su condición y de sus condicionamientos. El malestar que expresa es el malestar de ser intelectual y no el malestar en el mundo intelectual, donde se encuentra, a fin de cuentas, como pez en el agua.1 1. Una comprensión más completa del «efecto Sartre» supondría analizar las condiciones sociales del nacimiento de la demanda social de una profecía para intelectuales: condiciones coyunturales, como las experiencias de ruptura, de tragedia yde angustia asociadas a las crisis colectivas e individuales surgidas de la guerra, de la ocupación, de la resistencia y de la liberación; condiciones estructurales, como la existencia de un campo intelectual autónomo, dotado de sus instituciones propias de reproducción (École normale supérieure) y de legitimación (revistas, cenáculos, editores, academias, etc.), por lo tanto capaz de sustentar la existencia independiente de una «aristocracia de la inteligencia», separada del poder, incluso sublevada contra los poderes, y de imponer y sancionar una definición particular de la realización intelectual. 317 2. E L PUNTO D E VISTA D EL AUTOR Algunas propiedades generales de los campos de producción cultural El objeto de un crítico verdadero debería consistir en descubrir cuál es el problema que el autor se ha planteado (sabiéndolo o sin saberlo) y en averiguar si lo ha resuelto o no. P a u l V a l é r y La ciencia de las obras culturales supone tres operaciones tan necesarias y necesariamente unidas como los tres niveles de la realidad social que aprehenden: en primer lugar, el análisis de la posición del campo literario (etc.) en el seno del campo del poder, y de su evolución en el decurso del tiempo; en segundo lugar, el análisis de la estructura interna del campo literario (etc.), universo sometido a sus propias leyes de funcionamiento y de transformación, es decir la estructura de las relaciones objetivas entre las posición que en él ocupan individuos o grupos situados en situación de competencia por la legitimidad; por último, el análisis de la génesis de los habitus de los ocupantes de estas posiciones, es decir los sistemas de disposiciones que, al ser el producto de una trayectoria social y de una posición dentro del campo literario (etc.), encuentran en esa posición una ocasión más o menos propicia para actualizarse (la construcción del campo es lo previo lógico a la construcción de la trayectoria social como serie de posiciones ocupadas sucesivamente en este campo).1 El lector podrá, a lo largo de todo el texto, sustituir escritor por pintor, filósofo, científico, etc., y literario, por artístico, filosófico, 1. Este texto, cuyo propósito consiste en extraer de unos análisis históricos del campo literario que han sido presentados aquí unas propuestas válidas para el conjunto de los campos de producción cultural, tiende a poner entre paréntesis la lógica específica de cada uno de los campos especializados (religioso, político, jurídico, filosófico, científico) que he analizado en otro lugar y que será objeto de una obra próximamente). 318 científico, etc. (Para recordárselo todas las veces que sea necesario, es decir todas las veces que no hayamos podido recurrir a la designación genérica de productor cultural, escogida, sin placer particular alguno, para señalar la ruptura con la ideología carismática del «creador», la palabra escritor irá seguida de etc.) Lo que no significa que ignoremos las diferencias entre los campos. Así por ejemplo, la intensidad de la lucha varía sin duda según los géneros, y según la escasez de la competencia específica que requieren en cada época, es decir según la probabilidad de la «competencia desleal» o del «ejercicio ilegal» (cosa que sin duda explica que el campo intelectual, incesantemente bajo la amenaza de la heteronomía y de los productores heterónomos, constituya uno de los lugares privilegiados para aprehender la lógica de luchas omnipresentes en todos los campos). Así, la jerarquía real de los factores explicativos exige invertir el proceso que suelen adoptar los analistas: hay que plantearse no cómo tal escritor llegó a ser lo que fue —corriendo el peligro de caer en la trampa de la ilusión retrospectiva de una coherencia reconstruida— sino cómo, dadas su procedencia social y las propiedades socialmente constituidas de las que era tributario, pudo ocupar o, en algunos casos, producir las posiciones ya creadas o por crear que un estado determinado del campo literario ofrecía (etc.) y dar así una expresión más o menos completa y coherente de las tomas de posición que estaban inscritas en estado potencial en esas posiciones (por ejemplo, en el caso de Flaubert, las contradicciones inherentes al arte por el arte y, más generalmente, a la condición de artista). E l c a m p o l i t e r a r i o e n e l c a m p o DEL PODER Muchas prácticas y representaciones de los artistas y de los escritores (por ejemplo su ambivalencia tanto para con el «pueblo» como para con el «burgués») sólo pueden explicarse por referencia al campo del poder, dentro del cual el propio campo literario (etc.) ocupa una posición dominada. El campo del poder es el espacio de las relaciones de fuerza entre agentes o institu- 319 dones que tienen en común el poseer el capital necesario para ocupar posiciones dominantes en los diferentes campos (económico y cultural en especial). Es la sede de luchas entre ostentadores de poderes (o de especies de capital) diferentes, como las luchas simbólicas entre los artistas y los «burgueses» del siglo X IX , por la transformación o la conservación del valor relativo de las diferentes especies de capital que determina, en cada momento, las fuerzas susceptibles de ser comprometidas en esas luchas.1 Auténtico desafío de todas las formas de economicismo, el orden literario (etc.) que se ha ido instaurando progresivamente al cabo de un prolongado y lento proceso de autonomización se presenta como un modelo económico invertido: a quienes entran en él les interesa ser desinteresados; como la profecía, y especialmente la profecía de desdichas, que, según Weber, prueba su autenticidad por el hecho de no proporcionar contrapartida alguna,2 la ruptura herética con las tradiciones artísticas vigentes encuentra su criterio de autenticidad en el desinterés. Ello no significa que no haya una lógica económica de esta economía carismática basada en una especie de milagro social que es el acto puro de cualquier otra determinación que no sea el propósito propiamente estético: veremos que existen unas condiciones económicas del desafío económico que incita a decantarse hacia las posiciones más arriesgadas de la vanguardia intelectual y artística, y una aptitud para mantenerse en ellas en ausencia de toda contrapartida financiera; y también unas condiciones económicas del acceso a los beneficios simbólicos, que son a su vez también susceptibles de ser convertidos, en un plazo más o menos corto, en beneficios económicos. 1. La noción de campo del poder fue introducida (ver P. Bourdieu, «Campo del poder, campo intelectual yhabitus de clase», Scolies, n.° 1,1971, págs. 7-26) para dar razón de efectos que cabla observar en el seno mismo del campo literario o artístico y que se ejercían, con fuerzas diferentes, sobre el conjunto de los escritores o de los artistas. El contenido de la noción se ha ido precisando poco a poco, particularmente a la luz de las investigaciones llevadas a cabo sobre las grandes escuelas y sobre el conjunto de las posiciones dominantes a las que éstas conducen (ver P. Bourdieu, La Noblesse d ’Etat. Grandes écoles et esprit de corps, op. cit., págs. 375 y siguientes). 2. Ver M. Weber, Le Judaïsm e antique, Paris, Pion, 1971, pág. 499. 320 Habría que analizar, en esta lógica, las relaciones entre los escritores o artistas y los editores o directores de galería. Estos personajes dobles (cuya figura paradigmática esbozó Flaubert con el personaje de Arnoux) son aquellos a través los cuales la lógica de la «economía» penetra hasta lo más profundo del universo de la producción para productores; así, deben concurrir en ellos unas disposiciones absolutamente contradictorias: disposiciones económicas que, en determinados sectores del campo, son totalmente ajenas a los productores, y disposiciones intelectuales muy cercanas a las de los productores, cuyo trabajo pueden explotar en tanto en cuanto sepan valorarlo y promocionarlo. De hecho, la lógica de las homologías estructurales entre el campo de las editoriales o las galerías y el campo de los artistas o los escritores correspondientes hace que cada uno de los «mercaderes del templo» del arte presente unas propiedades cercanas a las de «sus» artistas o «sus» escritores, lo que propicia la relación de confianza y de creencia sobre la que se basa la explotación (ya que los mercaderes pueden limitarse a pillar al escritor o al artista en su propio juego, el del desinterés estatutario, para conseguir de él la renuncia que hace posibles sus beneficios). Debido a la jerarquía que se establece en las relaciones entre las diferentes especies de capital y entre sus poseedores, los campos de producción cultural ocupan una posición dominada, temporalmente, en el seno del campo del poder. Por muy liberados que puedan estar de las imposiciones y de las exigencias externas, están sometidos a la necesidad de los campos englobantes, la del beneficio, económico o político. De ello resulta que son, en cada momento, la sede de una lucha entre los dos principios de jerarquización, el principio heterónomo, propicio para quienes dominan el campo económica y políticamente (por ejemplo, el «arte burgués»), y el principio autónomo (por ejemplo, el «arte por el arte»), que impulsa a sus defensores más radicales a convertir el fracaso temporal en un signo de elección y el éxito en un signo de compromiso con el mundo.1El estado de la relación 1. El estatuto del «arte social» es, en este sentido, del todo ambiguo: pese a referir la producción artística o literaria a funciones externas (lo que los partidarios del «arte por el arte» no dejan de reprocharle), comparte con el «arte por el arte» la recusación ra­ 321 de fuerzas en esta lucha depende de la autonomía de que dispone globalm ente el campo, es decir del grado en el que sus normas y sus sanciones propias consiguen imponerse al conjunto de los productores de bienes culturales y más precisamente a aquellos que, al ocupar la posición temporalmente (y temporariamente) dominante en el campo de producción cultural (dramaturgos o novelistas de éxito) o al aspirar a ocuparla (productores dominados disponibles para tareas mercenarias), son los que están más cerca de los ocupantes de la posición homologa en el campo del poder, por lo tanto los más sensibles a las exigencias externas y los más heterónomos. El grado de autonomía de un campo de producción cultural se manifiesta en el grado en que el principio de jerarquización externa está subordinado dentro de él al principio de jerarquización interna: cuanto mayor es la autonomía, más favorable es la relación de fuerzas simbólica para los productores más independientes de la demanda y más tiende a quedar marcada la división entre los dos polos del campo, es decir entre el subcampo de producción restringida, cuyos productores tienen como únicos clientes a los demás productores, que también son sus competidores directos, y el subcampo de gran producción, que se encuentra simbólicam ente excluido y desacreditado. En el primero, cuya ley fundamental es la independencia respecto a las demandas externas, la economía de las prácticas se basa, como en un ju ego de quien pierde gana, en una inversión de los principios fundamentales del campo del poder y del campo económico. Excluye el afán de beneficio y no garantiza ninguna especie de correspondencia entre las inversiones y los rendimientos monetarios; condena el anhelo de los honores y de las grandezas temporales.1 Según el principio de jerarquización externa, vigente en las regiones temporalmente dominantes del campo del poder (y también en el campo económico), es decir según el criterio del triunfo tem poral calibrado en función de unos índices de éxito dical del éxito mundano y del «arte burgués» que lo consagra, despreciando los valores de «desinterés». 1. Cabe comprender en esta lógica que, por lo menos en determinados sectores del campo de la pintura en momentos determinados, la falta de toda formación y de toda consagración académica pueda ser considerada un título de gloria. 322 comercial (tales como la tirada de libros, el número de representaciones de una obra, etc.) o de notoriedad social (como las condecoraciones, los cargos, etc.), la primacía corresponde a los artistas (etc.) conocidos y reconocidos por el «gran público». El principio de jerarquización interna, es decir el grado de consagración específica, favorece a los artistas (etc.) que son conocidos y reconocidos por sus pares y sólo por ellos (por lo menos en la fase inicial de su empresa) y que deben, por lo menos negativamente, su prestigio al hecho de que no hacen ninguna concesión a la demanda del «gran público». Debido a que proporciona una buena perspectiva del grado de independencia («arte puro», «investigación pura», etc.) o de subordinación («arte comercial», «investigación aplicada», etc.) respecto a la demanda del «gran público» y a las imposiciones del mercado, por lo tanto de la adhesión presumible a los valores de desinterés, el volumen del público (por lo tanto su calidad social) constituye sin duda el indicador más seguro y más claro de la posición ocupada en el campo. La heteronomía, en efecto, surge gracias a la demanda, que puede adquirir la forma del encargo personalizado formulado por un «patrón», mecenas o cliente, o de la expectativa y la sanción anónimas de un mercado. De lo cual se desprende que nada divide con mayor claridad a los productores culturales que la relación que mantienen con el éxito comercial o mundano (y los medios para alcanzarlo, como por ejemplo, hoy en día, el sometimiento a la prensa y a los medios de comunicación modernos): reconocido y aceptado, incluso tal vez hasta buscado deliberadamente por unos, es rechazado por los defensores de un principio de jerarquización autónoma como prueba de un interés mercenario por los beneficios económicos y políticos. Y los defensores más acérrimos de la autonomía constituyen como criterio de valoración fundamental la oposición entre las obras hechas para el público y las obras que tienen que hacerse su público. Esta visiones opuestas del éxito temporal y de la sanción económica hacen que haya pocos campos, fuera dej propio campo del poder, donde el antagonismo sea tan total (dentro de los límites de los intereses relacionados con la pertenencia al campo) entre los ocupantes de las posiciones extremas: los escritores o los artistas de bandos opuestos pueden, llegando 323 al límite, no tener nada en común salvo su participación en la lucha para imponer unas definiciones opuestas de la producción literaria o artística. Ilustración perfecta de la distinción entre las relaciones de interacción y las relaciones estructurales que son constitutivas de un campo, pueden no coincidir jamás, incluso ignorarse sistemáticamente, y seguir profundamente determinados, en su práctica, por la relación de oposición que los une. En la segunda mitad del siglo X IX , época en la que el campo literario alcanza un grado de autonomía que jamás ha conseguido superar desde entonces, tenemos una primera jerarquía según el grado de dependencia real o supuesta respecto al público, al éxito, a la economía. Esta jerarquía principal se solapa a su vez con otra, que se establece (en la segunda dimensión vertical del espacio) según la calidad social y «cultural» del público abarcado (valorada en función de su alejamiento supuesto del núcleo de los valores específicos) y según el capital simbólico que proporciona a los productores al otorgarles su reconocimiento. De este modo, en el seno del subcampo de producción restringida que, al estar dedicado de forma exclusiva a la producción para productores, sólo reconoce el principio de legitimidad específica, quienes cuentan con el reconocimiento de sus pares, indicio presumible de una consagración duradera (la vanguardia consagrada), se oponen a quienes no han alcanzado el mismo grado de reconocimiento desde el punto de vista de los criterios específicos. Esta posición inferior agrupa a artistas o a escritores de edades y generaciones artísticas distintas que pueden poner en tela de juicio la vanguardia consagrada bien en nombre de un principio de consagración nuevo, según el modelo de la herejía, bien en nombre de un retorno a un principio de legitimación antiguo (ver diagram a pág. 189). El no-éxito es en sí ambiguo puesto que puede ser percibido ora como elegido, ora como padecido, y puesto que los indicios de reconocimiento de los pares que separa a los «artistas malditos» de los «artistas fracasados» siempre son inciertos y ambiguos, tanto para los observadores como para los propios artistas: los autores más desdichados pueden encontrar en esta indeterminación objetiva el medio de cultivar una incertidumbre en torno a su propio destino, al contar para ello con todas las ayudas institu- 324 cionales que la mala fe colectiva les proporciona. Además, la institucionalización de la revolución permanente como modo de transformación legítima de los campos de producción cultural hace que la vanguardia literaria y artística se beneficie, desde finales del siglo X IX , de un prejuicio favorable basado en el recuerdo de los «errores» de percepción y de valoración de los críticos y de los públicos del pasado: por lo tanto el fracaso siempre puede buscar algún tipo de justificación en unas instituciones que son fruto de toda una labor histórica, como la noción de «artista maldito» que confiere una existencia reconocida al desfase real o presumible entre el éxito temporal y el valor artístico; y, más extensamente, el hecho de que los agentes o las instancias que son designados o se designan para juzgar y consagrar estén a su vez luchando por la consagración, por lo tanto sean siempre relativizables y discutibles, proporciona un apoyo objetivo a la labor de la mala fe gracias a la cual los pintores sin clientela, los actores sin papel, los escritores sin publicaciones o sin público pueden ocultarse su fracaso jugando con la ambigüedad de los criterios del éxito que permite confundir el fracaso electivo y provisional del «artista maldito» con el fracaso a secas del «fracasado». Labor que se va volviendo cada vez más difícil a medida que, con el tiempo y el envejecimiento, el estrechamiento de los posibles que anuncia la repetición de las sanciones negativas hace que se vuelva cada vez más insostenible la prolongación voluntarista de la indeterminación adolescente. Aun cuando la lógica de la competencia por el rescate, la rehabilitación o la canonización de las obras del pasado acaba proporcionando una especie de «supervivencia» literaria a muchos escritores a los que sus contemporáneos habrían clasificado sin vacilar en la categoría de los «fracasados», no es frecuente un caso tan extraordinario como el de Alphonse Rabbe, autor de un Album d ’un pessimiste, recientemente reeditado, cuyo retrato esboza Pascal Casanova de la manera siguiente: «Escritor fracasado, olvidado, silenciado por la totalidad de sus contemporáneos, poeta mediocre, nacido en 1788 en Provenza, fracasará en todas sus empresas. Pintor desanimado, crítico de arte falto de talento, músico aficionado, actor cuyo acento meridional condenaba a la comedia, historiador de segunda fila, po­ 325 lítico provinciano, panfletario anónimo, periodista marginal, murió en 1829, dejando una obra postuma conmovedora, una apología del suicidio, titulada, lógicamente, Album d ’un pessimiste. Fue nombrado “surrealista en la muerte”, un siglo más tarde, por André Breton.»1 De igual modo, en el otro polo del campo, en la parte del subcampo de gran producción, condenada y consagrada al mercado y al beneficio, una oposición homologa de la que separa la vanguardia consagrada de la vanguardia se establece, mediante el tamaño y la calidad social del público (parcialmente responsable del volumen de los beneficios), por lo tanto del valor de la consagración que aporta por sus sufragios, entre el arte burgués, provisto de todos los derechos de la burguesía, y el arte «comercial» en estado puro, doblemente devaluado, como mercantil y «popular»: los autores que consiguen asegurarse los éxitos mundanos y la consagración burguesa (particularmente la Academia) se distinguen tanto por su procedencia social y su trayectoria como por su estilo de vida y sus afinidades literarias de quienes están condenados a los éxitos llamados populares, como los autores de novelas rurales, los sainetistas o los chansonniers. El grado de autonomía del campo puede calibrarse a partir de la importancia del efecto de retraducción o de refracción que su lógica específica impone a las influencias o a los mandatos externos y a la transformación, incluso hasta la transfiguración, a los que somete a las representaciones religiosas o políticas y a las imposiciones de los poderes temporales (la metáfora mecánica de la refracción, evidentemente muy imperfecta, sólo vale aquí negativamente, para alejar de la mente el modelo, más impropio aún, del reflejo). También puede ser calibrado a partir del rigor de las sanciones negativas (descrédito, excomunión, etc.) que se infligen a las prácticas heterónomas como la sumisión directa a unas directivas políticas o incluso a unos requisitos estéticos o éticos, y sobre todo a la vigencia de las incitaciones positivas a la resistencia, incluso a la lucha abierta contra los poderes (ya que la misma voluntad de autonomía puede conducir a tomas de po­ 1. P. Casanova, Liber, n.° 9, marzo de 1992, pág. 15. 326 sición opuestas según la naturaleza de los poderes a los que se opone). El grado de autonomía del campo (y, con ello, el estado de las relaciones de fuerzas que en él se instauran) varía considerablemente según las épocas y las tradiciones nacionales.1Depende del capital simbólico que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo a través de la acción de las generaciones sucesivas (valor otorgado al nombre de escritor o de filósofo, licencia estatutaria y casi institucionalizada para poner en tela de juicio los poderes, etc.). En el nombre de este capital colectivo los productores culturales se sienten con el derecho o con la obligación de ignorar las demandas o las exigencias de los poderes temporales, incluso de combatirlas invocando en su contra sus principios y sus normas propias: cuando están inscritas en estado de potencialidad objetiva, o incluso de exigencia, en la razón específica del campo, las libertades y las audacias que serían insensatas o sencillamente impensables en otro estado del campo o en otro campo se convierten en normales, incluso banales.2 El poder simbólico que se adquiere a través de la obediencia a las reglas de funcionamiento del campo se opone a todas las formas de poder heterónomo que algunos artistas o escritores, y, más ampliamente, todos los poseedores de capital cultural —ex- 1. La forma que adopta la dependencia de los campos de producción cultural respecto a los poderes económicos y políticos depende mucho sin duda de la distancia real entre los universos (que puede medirse a partir de indicios objetivos tales como la frecuencia de los pasos inter y sobre todo intrageneracionales de un universo a otro, o a partir de la distancia social entre las dos poblaciones desde el punto de vista de los orígenes sociales, de los lugares de formación, de las alianzas matrimoniales o demás, etc.), y también de la distancia en las representaciones mutuas (que puede variar desde el antiintelectualismo de los países anglosajones hasta las pretensiones intelectuales, en determinado sentido igual de peligrosas, de la burguesía francesa). 2. La autonomía no se reduce, como vemos, a la independencia permitida por los poderes: un grado alto de libertad permitido al mundo del arte no queda automáticamente marcado por afirmaciones de autonomía (piénsese por ejemplo en los pintores ingleses del siglo XIX , respecto a los cuales se ha llegado a decir que debían el no haber llevado a cabo las mismas rupturas que los pintores franceses de la época al hecho de que, a diferencia de estos últimos, no estaban sometidos a las tiránicas imposiciones de una academia todopoderosa); inversamente, un grado alto de imposición y de control —a través por ejemplo de una censura muy estricta—no implica necesariamente la desaparición de toda afirmación de autonomía cuando el capital colectivo de tradiciones específicas, de instituciones originales (clubes, periódicos, etc.), de modelos propios es suficientemente importante. 327 pertos, mandos intermedios, ingenieros, periodistas—, pueden acabar recibiendo como contrapartida de los servicios técnicos o simbólicos que prestan a los dominantes (especialmente en la reproducción del orden simbólico establecido). Este poder heterónomo puede estar presente en el propio seno del campo, y los productores más totalmente dedicados a las verdades y a los valores internos resultan considerablemente debilitados por esta especie de «caballo de Troya» que representan los escritores y artistas que aceptan doblegarse a la demanda externa. Una vez dicho lo que antecede, la sumisión nunca es tan total como hace que lo parezca la visión polémica cuando trata a todos los escritores conservadores como a meros portavoces. No hay mejor ilustración —porque permite el razonamiento a fo rtiori—del efecto de refracción ejercido por el campo que el caso de los escritores más visiblemente sometidos a las necesidades externas —las que ejercen los poderes políticos, conservadores o progresistas, o las de los poderes económicos, que pueden influir directamente o por mediación del éxito de público o de prensa, etc.: la lógica de la polémica política, cuya sombra todavía planea sobre muchos análisis con pretensiones científicas, induce así a ignorar la diferencia entre las representaciones que presentan y las que producen los propios dominantes, banqueros, industriales, hombres de negocios, o sus representantes en el orden político, cuando actúan como productores ocasionales de bienes cul­ turales. En el caso ejemplar de las «filosofías» conservadoras que nacen en Alemania durante la primera mitad del siglo XIX, es decir cuando se tambalean las bases tradicionales de la aristocracia y de su confianza en su propia legitimidad (especialmente debido a las reformas que tendían a abolir los privilegios y el vasallaje), las obras producidas por ideólogos profesionales se distinguen inmediatamente por el hecho de contener muchos indicios de la pertenencia de su autor al campo intelectual. Así, aunque recurra a aristócratas ajenos al campo, un escritor como Adam Müller, autor de artículos o de ensayos de estilo ampuloso y casi filosófico, manifiesta su pertenencia al campo en que se siente obligado a arremeter violentamente contra Fichte y contra las tradiciones intelectuales dominan- 328 tes (Kant y la ley natural, los fisiócratas y la agricultura racional, Adam Smith y la ideología del mercado) antes de presentar un verdadera «teoría», basada en la «idea» (que él diferencia del «concepto») de «riqueza natural»; se separa con ello de los meros aficionados, políticos o grandes aristócratas, que no suelen tener tanto miramientos con ese tipo de preocupaciones «teóricas»: como por ejemplo Friedrich August von der Marwitz, que con la ingenua seguridad de la ignorancia exalta, en unas cartas o ensayos dirigidos a sus congéneres, la tierra, la cuna, la naturaleza y la tradición, ataca las reformas, la centralización de la administración, la generalización de la economía de mercado, y se dirige muy directamente a los aristócratas que garantizan su reconversión ingresando en el ejército o jugando el juego de la modernización económica.1 La misma oposición vuelve a impregnar la literatura de inspiración tecnocrática que prosperó en Francia entre 1950 y 1970, separando a autores que, pese a desarrollar unos pensamientos más o menos intercambiables en su temática (lo que permite analizarlos como a un todo), se diferencian muy profundamente por sus estrategias discursivas y muy especialmente por la dirección en la que se orientan sus referencias:2 los profesionales se refieren tanto más —por lo menos negativamente—al campo intelectual, a sus debates y a sus problemas, a sus convenciones y a sus presupuestos, cuanto de mayor reconocimiento gozan en él y cuanto con más fuerza reconocen sus normas (distribuyéndose según una jerarquía que, por no destacar más que unos cuantos nombres clave, va de Jean Fourastié a Bertrand de Jouvenel y a Raymond Aron; los aficionados, políticos (Michel Poniatowski, Valéry Giscard d’Estaing), industriales (François Dalle) o altos funcionarios (François Bloch-Lainé o Pierre Massé), suelen limitarse a reproducir discursos académicos, surgidos más o menos directamente de las obras o de las clases de los profesionales, sin andarse con miramientos con unos problemas que 1. Sobre esta cuestión, muy estudiada, el lector puede leer especialmente H. Rosenberg, Bureaucracy and Aristocracy, The Prussian Experience, 1660-1815, Cambridge, Harvard University Press, 1958, pág. 24 en particular ;J. R. Gillis, The Prussian Bureaucracy in Crisis, 1840-1860: Origins of an Administrative Ethos, Stanford University Press, 1971; y sobre todo R, Berdahl, The Politics o f the Prussian Nobility: The Development o f a Conservative Ideology, Princeton, Princeton University Press, 1989. 2. Ver P. Bourdieu y L. Boltanski, «La producción de la ideología dominante», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 2-3, 1975, págs. 4-31. 329 preocupan a los intelectuales, y cuya existencia las más de las veces incluso ignoran. Siendo objetiva y subjetivamente ajenos al campo de producción cultural, los productores a los que podemos llamar ingenuos, por analogía con el campo de la pintura, pueden expresar sus convicciones en primer grado sin prestar la más mínima atención a los demás productores (salvo, en el caso de los políticos, a aquellos que, como ellos mismos, están situados en el campo de la política), como ponen de manifiesto la sencillez de su estilo, la sana seguridad de su argumentación y sobre todo la ingenuidad de sus referencias. Por el contrario, so pena de excluirse del campo, aquellos a los que las taxinomías indígenas califican de «intelectuales de derechas» ya no tienen derecho a esa sana inocencia y su afán por afirmar sus franquezas estatutarias de intelectuales les lleva a distanciarse de las verdades primeras del conservadurismo primario, aunque para recuperarlas con más fuerza al final de la polémica contra los «intelectuales de izquierdas»: la sencillez o la claridad a las que recurren pretende ser un rechazo deliberado de la vana complejidad de aquellos a quienes llaman, desde fu era, «los intelectuales», es decir «los intelectuales de izquierdas». La fórmula generadora de su discurso está contenida íntegramente en el famoso título de Raymond Aron El opio de los intelectuales, juego de palabras que da la vuelta al eslogan marxista sobre la religión como «opio del pueblo» en contra de los intelectuales consagrados a la religión marxista del «pueblo», y en contra de su pretensión al estatuto de despabiladores de las mentes.' E l «n o m o s » y l a c u e s t ió n d e l o s LÍMITES Las luchas internas, especialmente las que enfrentan a partidarios del «arte puro» y partidarios del «arte burgués» o «comercial» y que impulsan a los primeros a negar a los segundos hasta el nombre mismo de escritor, revisten inevitablemente la forma 1. Ver anexo, pág. 411. 330 de conflictos de definición, en el sentido propio del término: cada cual trata de imponer los límites del campo más propicios a sus intereses o, lo que es equivalente, la definición de las condiciones de la auténtica pertenencia al campo (o unos títulos que den derecho al estatuto de escritor, de artista o de científico) más adecuada para justificar que sea como es. Así, cuando los defensores de la definición más «pura», más rigurosa y más estrecha de la pertenencia dicen de unos artistas (etc.) que no son realm ente artistas, o que no son artistas auténticos, les niegan la existencia como artistas, es decir desde el punto de vista de que como artistas «auténticos» pretenden imponer en el campo el punto de vista legítimo sobre el campo, la ley fundamental del campo, el principio de visión y de división {nomos) que define el campo artístico (etc.) como tal, es decir como sede del arte como arte. Este «ver como» (según la expresión de Wittgenstein) que los artistas «puros» tratan de imponer en contra de la visión corriente no es más que, por lo menos en este caso, el punto de vista fundador a través del cual el campo se constituye como tal y que, por esta razón, define el derecho de entrada en el campo: «que nadie entre aquí» si no cuenta con un punto de vista que concuerde o coincida con el punto de vista fundador del campo; si, negándose a jugar el juego del arte como arte, que se define oponiéndose a la visión corriente y a los fines mercantiles o mercenarios de quienes se ponen a su servicio, pretende reducir los asuntos de arte a asuntos de dinero (según el principio fundador del campo económico, «los negocios son los negocios»). La definición más estricta y más restringida del escritor (etc.), que aceptamos en la actualidad como evidente, es fruto de una larga serie de exclusiones o de excomuniones destinadas a negar la existencia como escritores dignos de este nombre a todo tipo de productores que podían percibir su propia existencia como escritores en nombre de una definición más amplia y más laxa de la profesión. Uno de los envites centrales de las rivalidades literarias (etc.) es el monopolio de la legitimidad literaria, es decir, entre otras cosas, el monopolio de poder decir con autoridad quién está autorizado a llamarse escritor (etc.) o incluso a decir quién es escritor y quién tiene autoridad para decir quién es escritor; o, si se prefiere, el monopolio del poder de consagración de los producto­ 331 res y de los productos. Con mayor precisión, el envite de la lucha entre los ocupantes de los dos polos opuestos del campo de producción cultural consiste en el monopolio de la imposición de la definición legítima del escritor, y es comprensible que se organice en torno a la oposición entre la autonomía y la heteronomía. Por consiguiente, aunque universalmente el campo literario (etc.) sea la sede de una lucha por la definición del escritor (etc.), no hay una definición universal del escritor, y del análisis sólo resultan definiciones correspondientes a un estado de lucha por la imposición de la definición legítima del escritor. Ello significa que los problemas de muestrario que se plantean a todos los especialistas sólo pueden resolverse gracias a uno de esos decretos arbitrarios de la ignorancia a los que se les ha puesto el nombre de definiciones operatorias (y que tienen todos los números para no ser más que la aplicación inconsciente de una definición histórica, por lo tanto, cuando se trata de épocas muy remotas, anacrónica): la vaguedad semántica de nociones como las de escritor o artista es a la vez fruto y condición de unas luchas que se entablan con la finalidad de acabar imponiendo la definición propugnada. En este sentido, forma parte de la propia realidad que se trata de interpretar. Zanjar sobre el papel y de una forma más o menos arbitraria debates que no lo son en la realidad, como la cuestión de saber si tal o cual pretendiente al título de escritor (etc.) forma parte de la población de escritores, significa olvidar que el campo de producción cultural es sede de luchas que, a través de la imposición de la definición dominante del escritor, tratan de delimitar la población de aquellos que tienen derecho a participar en la lucha por la definición del escritor. Esta lucha a propósito de los límites del grupo y de las condiciones de pertenencia a él nada tiene de abstracta: la realidad de toda la producción cultural, y la propia idea del escritor, pueden acabar transformándose profundamente debido a la mera ampliación del conjunto de las personas que tienen algo que decir sobre los asuntos literarios. De ello se desprende que cualquier investigación que trate por ejemplo de establecer las propiedades de los escritores o de los artistas en un momento determinado predetermina su resultado en la decisión inaugural a través 332 Sólo cabe salir del círculo a condición de afrontarlo como tal. A la propia investigación corresponde inventariar las definiciones concurrentes, con la vaguedad inherente a sus hábitos sociales, aportar los medios de describir sus bases sociales: por ejemplo, analizando estadísticamente cómo se distribuyen entre los productores de libros (socialmente caracterizados) diversos índices de reconocimiento como escritor (como que figure en los listados o en las listas de premiados) otorgados por diferentes instancias de consagración (academias, sistema de enseñanza, autores de listados, etc.) y examinando cómo se distribuyen ellos mismos en el espacio construido de este modo los autores de listados o de listas de premiados y de definiciones del escritor, debería ser posible llegar a determinar los factores que condicionan el acceso a las diferentes formas del estatuto de escritor, por lo tanto el contenido implícito y explícito de las definiciones concurrentes. Pero se puede también romper el círculo elaborando un modelo del proceso de canonización que lleva a la institución de los escritores, mediante un análisis de las diferentes formas que el panteón literario ha ido adquiriendo, en diferentes épocas, en las diferentes listas de premiados presentadas tanto en los documentos —manuales, antologías, etc.—como en los monumentos —retratos, estatuas, bustos o medallones de los «grandes hombres» (piénsese en todo lo que Francis Haskell es capaz de extraer del cuadro de Delaroche, pintado en 1837 en el hemiciclo de la École des beaux-arts, en el que figura el panteón de los artistas consagrados del momento—.2) Cabría, acumulando métodos distintos, tratar de seguir el proceso de consagración en la diversidad de sus formas y de sus manifestaciones (inauguración de estatuas o de placas conmemorativas, atribución de nombres de calle, creación de sociedades conmemorativas, introducción en los programas escolares, etc.), de observar las fluctuaciones de la cotización de los diferentes autores (a través de las 1. Ocurre lo mismo, por descontado, con las investigaciones que tratan de establecer los palmarès de los escritores o de los artistas que predeterminan la clasificación determinando la población digna de participar en su establecimiento (ver P. Bourdieu, Homo academicus, París, Minuit, 1984, anexo 3, «La lista de éxitos de los intelectuales franceses o quién será juez de la legitimidad de los jueces»). 2. F. Haskell, Rediscoveries in Art. Some Aspects o f Taste, Fashion and Collection in England and France, Londres, Phaeton Press, 1976. de la cual delimita la población sometida al análisis estadístico.1 333 curvas de libros o de artículos escritos sobre ellos), de extraer la lógica de las luchas de rehabilitación, etc. Y uno de los méritos más importantes de un trabajo de estas características consistiría en poner de manifiesto el proceso de inculcación consciente o inconsciente que nos induce a aceptar como evidente la jerarquía insti­ tuida.1 El envite de las luchas de definición (o de clasificación) consiste en fronteras (entre los géneros o las disciplinas, o entre los modos de producción dentro de un mismo género), y, con ello, en jerarquías. Definir las fronteras, defenderlas, controlar las entradas, significa defender el orden establecido en el campo. En efecto, el incremento del volumen de la población de los productores es una de las vías principales a través de las cuales los cambios externos afectan a las relaciones de fuerza en el seno del campo: los grandes trastornos nacen de la irrupción de recién llegados que, por el mero hecho de su número y su calidad social, importan novedades en materia de productos o de técnicas de producción, y tienden a imponer en un campo de producción que es para sí mismo su propio mercado un modo nuevo de valoración de los productos. Producir efectos en él, aunque sean meras reacciones de resistencia o de exclusión, ya es existir en un campo. De ello se desprende que a los dominantes les cuesta defenderse de la amenaza que encierra toda redefinición del derecho de entrada explícita o implícita la existencia, por el hecho de combatirlos, a aquellos que ellos pretenden excluir. El Théâtre-Libre existe realmente en el subcampo teatral desde que se convierte en objeto de los ataques de los defensores titulados del teatro burgués -que por lo demás han contribuido efectivamente a acelerar su reconocimiento-. Y cabría multiplicar hasta el infinito los ejemplos de situaciones en las que los miembros de pleno derecho del campo están condenados a vacilar, como en los asuntos de honor 1. Podemos ver un ejemplo de un análisis de este tipo, para el panteón filosófico norteamericano, en el trabajo de B. Kuklick, «Seven Thinkers and How they Grew: Descartes, Spinoza, Leibniz; Locke, Berkeley, Hume; Kant», en R. Rorty, J. B. Schneewindy Q. Skinner (eds.), Philosophy in History. Essays on the Historiography o f Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1984, págs. 125-139. 334 y en todas las luchas simbólicas, entre la actitud despectiva, que, si no es comprendida, corre el peligro de parecer impotencia o cobardía despreciables, y la condena o la denuncia, que, pese a todo, implican una forma de reconocimiento. Una de las propiedades más características de un campo es el grado en que sus límites dinámicos, que se extienden tan lejos como alcanza el poder de sus efectos, son convertidos en frontera jurídica, protegida por un derecho de entrada explícitamente codificado, como la posesión de títulos académicos, el haber aprobado una oposición, etc., o por medidas de exclusión y de discriminación tales como las leyes que tratan de garantizar un numerus clausus. Un alto grado de codificación de ingreso en el juego va parejo con la existencia de una regla del juego explícita y de un consenso mínimo sobre esta regla; por el contrario, a un grado de codificación débil corresponden unos estados de los campos donde la regla de juego está en juego dentro del juego. Los campos literario o artístico se caracterizan, a diferencia del campo universitario en particular, por un grado de codificación muy débil. Una de sus propiedades más significativas es la extrema permeabilidad de sus fronteras y la extrema diversidad de la definición de los puestos que ofrecen y, al mismo tiempo, de los principios de legitimidad que en ellos se enfrentan: el análisis de las propiedades de los agentes confirma que no exigen el capital económico heredado en el mismo grado que el campo económico, ni el capital académico en el mismo grado que el campo universitario o incluso algunos sectores del campo del poder como los de la alta función pública.1 Pero, porque es uno de esos lugares inciertos del espacio social que ofrecen puestos mal definidos, más por hacer que ya hechos y, en esta misma medida, extremadamente elásticos y poco exigentes, y también futuros muy inciertos y extremadamente dispersos (en contraposición por ejemplo a la función pública o a la universidad), el campo literario y artístico atrae y recibe a 1. Así, apenas algo más de un tercio de los escritores de la muestra estudiada por Rémy Ponton ha cursado estudios superiores, concluidos o no (ver R. Ponton, Le Champ litte'raire en France de 1865 à 1905, op. cit., pág. 43). Para comparar, en este sentido, el campo literario y los demás campos, ver C. Charle, «Situación del campo literario», Littérature, n.° 44, 1981, págs. 8-20. 335 agentes muy diferentes entre sí por sus propiedades y sus disposiciones, y por lo tanto por sus ambiciones, y con frecuencia bastante bien provistos de seguridades y de garantías com o para negarse a darse por satisfechos con una carrera de universitario o de funcionario y para enfrentarse a los peligros de este oficio que no es tal. La «profesión» de escritor o de artista es, en efecto, una de las menos codificadas que existen; también una de las menos capaces de definir (y de alimentar) completamente a quienes la reivindican, y que, demasiado a menudo, sólo pueden asumir la función que ellos consideran principal a condición de tener una profesión secundaria de la que sacan sus ingresos principales. Resultan evidentes los beneficios subjetivos que ofrece este doble estatuto, como la identidad proclamada que permite por ejemplo declararse satisfecho con todos los trabajitos llamados alimenticios que ofrece la propia profesión, como los de lector o corrector en las editoriales o en las instituciones afines, como el periodismo, la televisión, la radio, etc. Estos empleos, cuyo equivalente también existe en las profesiones artísticas, por no hablar del cine, tienen la ventaja de situar a sus ocupantes en el centro mismo del «medio», allí donde circulan las informaciones que forman parte de la competencia específica del escritor y del artista, donde se traban las relaciones y se adquieren las protecciones útiles para acceder a la publicación, y donde se conquistan a veces las posiciones de poder específico —los estatutos de editor, de director de revista, de colección o de obras colectivasque pueden servir para incrementar el capital específico, a través del reconocimiento y los honores conseguidos por parte de los recién llegados como contrapartida de la publicación, del apadrinamiento, de los consejos, etc. Por esas mismas razones es por lo que el campo literario resulta tan atractivo y acogedor para todos aquellos que poseen todas las propiedades de los dominantes menos una, «parientes pobres» de las grandes dinastías burguesas,’ aristócratas arruinados 1. Ver S. Miceli, «División del trabajo entre los sexos y división del trabajo de dominación: un estudio clínico de los anatolios de Brasil», Acíes de la recherche en sciences sociales, n.° 5-6, 1975, págs. 162-182. 336 o en decadencia, miembros de las minorías estigmatizadas y repudiadas de las demás posiciones dominantes, y particularmente de la alta función pública, y cuya identidad social mal asegurada y contradictoria predispone en cierto modo a ocupar la posición contradictoria de dominado entre los dominantes. Así por ejemplo, exceptuando el teatro «burgués», que exige una complicidad inmediata entre el autor y su público, la discriminación racial es de manera muy general menor en el campo intelectual y artístico que en los demás campos; es sin duda menor, en cualquier caso, debido al peso del estilo y del estilo de vida en el personaje del escritor o del artista, que la discriminación puramente social (contra los provincianos particularmente), de la que dan fe las innumerables manifestaciones del desprecio de clase en las polé­ micas. L a «il l u s io » y l a o b r a d e a r t e c o m o f e t ic h e Las luchas por el monopolio de la definición del modo de producción legítimo contribuyen a reproducir continuamente la creencia en el juego, el interés por el juego y los envites, la illusio, de la que también son fruto. Cada campo produce su forma específica de illusio, en el sentido de inversión en el juego que saca a los agentes de su indiferencia y los inclina y los dispone a efectuar las distinciones pertinentes desde el punto de vista de la lógica del campo, a distinguir lo que es importante («lo que me importa», interest, por oposición a «lo que me da igual», in-diferente). Pero también es igual de cierto que una determinada forma de adhesión al juego, de creencia en el juego y en el valor de los envites, que hace que valga la pena jugar el juego, está en el origen del funcionamiento del juego, y que la colusión de agentes en la illusio está en la base de la competencia que los enfrenta y que hace que el juego sea el juego. Resumiendo, la illusio es la condición del funcionamiento de un juego del que también es, por lo menos parcialmente, el producto. Esta participación interesada en el juego se instaura en la relación coyuntural entre un habitus y un campo, dos instituciones históricas que tienen en común el ser morada (salvo pequeñas 337 discordancias) de la misma ley fundamental; esta participación es la relación misma. Nada tiene que ver con esa emanación de una naturaleza hum ana que se suele poner bajo la noción de interés. Como evidencian con toda claridad la historia y la sociología comparada, y especialmente el análisis de las sociedades precapitalistas —o de los campos de producción cultural de nuestras sociedades—, la forma particular de la illusio que supone el campo económico, es decir el interés económico en el sentido del utilitarismo, y de la economía, no es más que un caso particular entre un universo de formas de interés realmente examinadas; es a la vez la condición y el producto de la emergencia del campo económico que se constituye instituyendo en ley fundamental la búsqueda de la optimización del beneficio monetario. Pese a ser una institución histórica de la misma categoría que la illusio artística, la illusio económica como interés por el juego basado en el interés económico en sentido restringido se presenta con todas las apariencias de la universalidad lógica. Hay que agradecer a Pareto el haber sabido expresar con toda claridad esta ilusión de la universalidad que subtiende toda la teoría económica cuando contrapone los comportamientos que están «determinados por el hábito», como el hecho de quitarse el sombrero al entrar en un salón, y los comportamientos que son la conclusión de «razonamientos lógicos» basados en la experiencia, como el hecho de comprar una gran cantidad de trigo.1 Cada campo (religioso, artístico, científico, económico, etc.), a través de la forma particular de regulación de las prácticas y de las representaciones que impone, ofrece a los agentes una forma legítima de realización de sus deseos basada en una forma particular de illusio. En la relación entre el sistema de disposiciones producido total o parcialmente por la estructura y el funcionamiento del campo y el sistema de potencialidades objetivas ofrecidas por el campo, se define en cada caso el sistema de satisfacciones (realmente) deseables y se engendran las estrategias razonables inducidas por la lógica inmanente del juego (que pue­ 1. V. Pareto, Manuel d ’économie politique, Ginebra, Droz, 1964, pág. 41. 338 den ir acompañadas o no de una representación explícita del juego).1 El productor del valor de la obra de arte no es el artista sino el campo de producción como universo de creencia que produce el valor de la obra de arte como fetich e al producir la creencia en el poder creador del artista. Partiendo de que la obra de arte sólo existe como objeto simbólico provisto de valor si es conocida y está reconocida, es decir si está socialmente instituida como obra de arte por unos espectadores dotados de la disposición y de la competencia estéticas necesarias para conocerla y reconocerla como tal, la ciencia de las obras tendrá como objeto no sólo la producción material de la obra sino también la producción del valor de la obra o, lo que viene a ser lo mismo, de la creencia en el valor de la obra. Tiene por lo tanto que tener en cuenta no sólo a los productores directos de la obra en su materialidad (artista, escritor, etc.), sino también al conjunto de los agentes y de las instituciones que participan en la producción del valor de la obra a través de la producción de la creencia en el valor de la obra de arte en general y en el valor distintivo de tal o cual obra de arte, críticos, historiadores del arte, editores, directores de galerías, marchantes, conservadores de museos, mecenas, coleccionistas, miembros de las instancias de consagración, academias, salones, jurados, etc., y al conjunto de las instancias políticas y administrativas competentes en materia de arte (ministerios varios —según las épocas—, Dirección de los Museos Nacionales, Dirección de Bellas Artes, etc.), que pueden actuar sobre el mercado del arte, sea mediante veredictos de consagración acompañados o no de ventajas económicas (compras, subvenciones, premios, becas, etc.), sea mediante medidas reglamentarias (ventajas fiscales concedidas a los mecenas o a los coleccionistas, etc.), sin olvidar a los miembros de las instituciones que concurren a la producción de 1. Sólo por excepción, particularmente en los momentos de crisis, puede formarse, en algunos agentes, una representación consciente y explícita del juego como juego, que arruina la inversión en el juego, la illusio, haciendo que aparezca tal y como siempre es objetivamente (para un observador ajeno al juego, indiferente), es decir como una ficción histórica o, para hablar como Durkheim, «una ilusión bien fundada». 339 los productores (escuelas de bellas artes, etc.) y a la producción de consumidores aptos para reconocer la obra de arte como tal, es decir como valor, empezando por los profesores y los progenitores, responsables de la inculcación inicial de las disposiciones artísticas.1 Ello significa que no se puede dotar a la ciencia del arte de su objeto propio si no es rompiendo no sólo con la historia tradicional del arte, que sucumbe sin combatirlo al «fetichismo del nombre del maestro» del que hablaba Benjamin, sino también con la historia social del arte, que sólo rompe en apariencia con los presupuestos de la construcción de objeto más tradicional; en efecto, al limitarse a un análisis de las condiciones sociales de producción del artista singular (captadas particularmente a través de su origen social y su formación), permite que se le imponga lo esencial del modelo tradicional de la «creación» artística que hace del artista el productor exclusivo de la obra de arte y de su valor, precisamente cuando está estudiando a los destinatarios y los financiadores de la obra, pero sin plantear jamás la cuestión de su contribución a la creación del valor de la obra y del creador. La creencia colectiva en el juego (illusio) y en el valor sagrado de sus envites es a la vez la condición y el producto del funcionamiento mismo del juego; está en el origen del poder de consagración que permite a los artistas consagrados constituir determinados productos, mediante el milagro de la firma (o del sello), en objetos sagrados. Para dar una idea de la labor colectiva de la que es fruto, habría que reconstituir la circulación de los innumerables actos de crédito que se intercambian entre todos los agentes comprometidos en el campo artístico, entre los artistas, evidentemente, con las exposiciones colectivas de grupo o los prefacios mediante los cuales los autores más consagrados 1. Para explicar la proliferación de premios de pintura desde finales del siglo XIX, Robert Hughes invoca, además de los factores propiamente económicos, tales como la mayor liquidez de las fortunas, el crecimiento numérico de todas las profesiones comprometidas con el campo artístico y la diferenciación correlativa de las operaciones que tienden a constituir la obra de arte en tesoro sagrado (ver R. Hughes, «On Art and Money», The New York Review o f Books, vol. X X I, n.° 19, 6 de diciembre de 1984, págs. 20-27). 340 consagran a los más jóvenes que a su vez los consagran como maestros o jefes de escuela, entre los artistas y los mecenas o los coleccionistas, entre los artistas y los críticos, y en particular los críticos de vanguardia que se consagran al obtener la consagración de los artistas que ellos defienden o al llevar a cabo recuperaciones o reevaluaciones de artistas menores con los que se comprometen y comprueban su poder de consagración, y así su­ cesivamente. Lo que está claro es que resultaría vano tratar de encontrar el aval o la garantía últimos de esta moneda fiduciaria que es el poder de consagración fuera de la red de relaciones de intercambio a través de la cual se produce y circula a la vez, es decir dentro de una especie de banco central que sería la garantía úl tima de todos los actos de crédito. Este papel de banco central estaba representado, hasta mediados del siglo X IX , por la Academia, ostentadora del monopolio de la definición legítima del arte y del artista, del nomos, principio de visión y de división legítimo que permite distinguir entre el arte y el no arte, entre los artistas «auténticos», dignos de ser pública y oficialmente expuestos, y los otros, devueltos a la nada por el rechazo del jurado. La institucionalización de la anomia que resultó de la constitución de un campo de instituciones colocadas en situación de competencia por la legitimidad artística hizo desaparecer la posibilidad misma de un juicio en última instancia y condenó a los artistas a la lucha sin fin por un poder de consagración que ya sólo puede adquirirse y acabar consagrado en y mediante la lucha misma. De lo cual se desprende que sólo se puede fundar una verdadera ciencia de la obra de arte a condición de liberarse de la illusio y de suspender la relación de complicidad y de connivencia que vincula a todo hombre culto con el juego cultural para constituir ese juego en objeto, pero sin olvidar por ello que esta illusio forma parte de la realidad misma que se trata de comprender y que hay que darle cabida en el modelo destinado a dar razón de ella, así como a todo lo que concurre para producirla y mantenerla, como los discursos críticos que contribuyen al valor de la obra de arte que parecen compilar. Así como resulta necesario romper con el discurso de celebración que se piensa como acto 341 de «recreación» que reedita la «creación» original,1no hay que olvidar que este discurso y la representación de la producción cultural que contribuye a acreditar forman parte de la definición completa de este proceso de producción tan particular, en calidad de condiciones de la creación social del «creador» como fe­ tiche. P o s ic ió n , d is p o s ic ió n y t o m a d e p o s ic ió n El campo es una red de relaciones objetivas (de dominación o subordinación, de complementaridad o antagonismo, etc.) entre posiciones: por ejemplo, la que corresponde a un género como la novela o a una subcategoría como la novela mundana, o, desde otro punto de vista, la que identifica una revista, un salón o un cenáculo como los lugares de reunión de un grupo de productores. Cada posición está objetivamente definida por su relación objetiva con las demás posiciones, o, en otros términos, por el sistema de propiedades pertinentes, es decir eficientes, que permiten situarla en relación con todas las demás en la estructura de la distribución global de las propiedades. Todas las posiciones dependen, en su existencia misma, y en las determinaciones que imponen a sus ocupantes, de su situación actual y potencial en la estructura del campo, es decir en la estructura del reparto de las especies de capital (o de poder) cuya posesión controla la obtención de beneficios específicos (como el prestigio literario) que están puestos en juego en el campo. A las diferentes posiciones (que en un universo tan poco institucionalizado como el campo literario o artístico2 sólo se dejan aprehender a través de las propieda- 1. Veremos más adelante que la constitución de la mirada estética como mirada «pura», capaz de considerar la obra de arte en sí misma y para sí misma, es decir como «finalidad sin fin», está vinculada a la institución de la obra de arte como objeto de contemplación, con la creación de las galerías particulares, y públicas después, y también de los museos, ycon el desarrollo paralelo de un cuerpo de profesionales encargados de conservar la obra de arte, material y simbólicamente; y también a la invención progresiva del «artista» y de la representación de la producción artística como «creación» pura de toda determinación y de toda función social. 2. Nada se gana sustituyendo la noción de campo literario por la de «institución»: 342 des de sus ocupantes) corresponden tomas de posición homologas, obras literarias o artísticas evidentemente, pero también actos y discursos políticos, manifiestos o polémicas, etc., lo que impone la recusación de la alternativa entre la lectura interna de la obra y la explicación a través de las condiciones sociales de su producción o su consumo. En fase de equilibrio, el espacio de las posiciones tiende a controlar el espacio de las tomas de posición. En los «intereses» específicos asociados a las diferentes posiciones en el campo literario es donde hay que buscar el principio de las tomas de posición literarias (etc.), incluso de las tomas de posición políticas fuera del campo. Los historiadores, que solían recorrer el camino inverso, acabaron por descubrir, con Robert Darnton, lo que una revolución política podía deberles a las contradicciones y a los conflictos de la «República de las letras».1Los artistas no perciben realmente su relación con el «burgués» más que a través de su relación con el «arte burgués» o, más ampliamente, con los agentes o las instituciones que encarnan y expresan la necesidad «burguesa» en el seno mismo del campo, como el «artista burgués». Resumiendo, las determinaciones externas tan sólo se ejercen por mediación de las fuerzas y de las formas específicas del campo, es decir tras haber padecido una reestructuración tanto más importante cuanto que el campo es más autónomo, más capaz de imademás de correr el riesgo de sugerir, por sus connotaciones durkheimianas, una imagen consensual de un universo muy conflictivo, esta noción hace desaparecer una de las propiedades más significativas del campo literario, concretamente su débil grado de institucionalización. Cosa que se manifiesta, entre otros indicios, por la ausencia total de arbitraje yde garantía jurídica o institucional en los conflictos de prioridad o de autoridad y, más generalmente, en las luchas por la defensa o la conquista de las posiciones dominantes: así, en los conflictos entre Breton y Tzara, el primero, durante el «Congreso para la determinación de las directrices y la defensa del espíritu moderno» que había organizado, no tuvo más remedio que prever la intervención de la policía en caso de desorden y, durante el último asalto contra Tzara, en el transcurso de la velada del Coeur à Barbe, recurre a los insultos y a los golpes (le rompe un brazo a Pierre de Massot a bastonazos) mientras Tzara llama a la policía (ver J.-P. Bertrand, J. Dubois y P. Durand, «Aproximación institucional del primer surrealismo, 1919-1924», Pratiques, n.° 38, 1983, págs. 27-53). 1. Ver especialmente R. Darnton, «Policing Writers in Paris circa 1750», Representations, n.° 5, 1984, págs. 1-32. 343 poner su lógica específica, que tan sólo es la objetivación de toda su historia en instituciones y mecanismos.1 Por lo tanto, siempre y cuando tengamos en cuenta la lógica específica del campo como espacio de posiciones y de tomas de posición reales y potenciales (espacio de los posibles o problemático), podremos comprender adecuadamente la forma que las fuerzas externas pueden adquirir, al cabo de su retraducción según esta lógica, tanto si se trata de determinaciones sociales que actúan a través de los habitus de los productores que éstas han moldeado perdurablemente o de las que se ejercen sobre el campo en el momento mismo de la producción de la obra, una crisis económica o un movimiento de expansión, una revolución o una epidemia.2 Dicho de otro modo, las determinaciones económicas o morfológicas sólo se ejercen a través de la estructura específica del campo y pueden tomar las vías más inesperadas, ya que la expansión económica puede por ejemplo ejercer sus efectos más importantes mediante mediaciones tales como el incremento del volumen de los productores o del público de los lectores o de los espectadores. El campo literario (etc.) es un campo de fuerzas que se ejercen sobre todos aquellos que penetran en él, y de forma diferencial según la posición que ocupan (por ejemplo, tomando puntos muy alejados, la de un dramaturgo de éxito o la de un poeta de vanguardia), al tiempo que es un campo de luchas de competencia que tienden a conservar o a transformar ese campo de fuer­ 1. Como hemos visto, la sociología que vincula directamente las características de las obras con la procedencia social de los autores (ver por ejemplo R. Escarpit, Sociologie de la littérature, París, PUF, 1958) o con los grupos que eran sus destinatarios reales (financiadores) o supuestos (ver por ejemplo F. Antal, Florentine Painting and its Social Background, Cambridge, Harvard University Press, 1986, o L. Goldmann, Le Dieu caché, Paris, Gallimard, 1956) concibe la relación entre el mundo social y las obras culturales en la lógica del reflejo, e ignora el efecto de refracción que ejerce el campo de producción cultural. 2. Si un acontecimiento como la peste negra del verano de 1348 determina las orientaciones generales de un cambio global en los temas de la pintura (imagen de Cristo, relaciones entre los personajes, exaltación de la Iglesia, etc.), éstas acaban reinterpretadas y retraducidas en función de unas tradiciones específicas, asociadas a unas particularidades locales del campo en vías de constitución, como atestigua el hecho de que adopten formas diferentes en Florencia y en Siena (ver M. Meiss, Painting in Florence and Sienna after the Black Death, Princeton, Princeton University Press, 1951). 344 zas. Y las tomas de posición (obras, manifiestos o manifestaciones políticas, etc.), que se pueden y deben tratar como un «sistema» de oposiciones para las necesidades del análisis, no son el resultado de una forma cualquiera de acuerdo objetivo, sino el producto y el envite de un conflicto permanente. Dicho de otro modo, el principio generador y unificador de este «sistema» es la propia lucha. La correspondencia entre tal o cual posición y tal o cual toma de posición no se establece directamente, sino sólo por mediación de los dos sistemas de diferencias, de desfases diferenciales, de oposiciones pertinentes en las que están insertadas (y veremos así que los diferentes géneros, estilos, formas, maneras, etc., son unos para otros lo que son entre ellos los autores correspondientes). Cada toma de posición (temática, estilística, etc.) se define (objetiva y a veces intencionalmente) respecto al universo de las tomas de posición y respecto a la problem ática como espacio de los posibles que están indicados o sugeridos; recibe su valor distintivo de la relación negativa que le une a las tomas de posición coexistentes a las cuales se refiere objetivamente y que la determinan delimitándola. De ello se desprende por ejemplo que el sentido y el valor de una toma de posición (género artístico, obra particular, etc.) cambian automáticamente, mientras que ésta permanece idéntica, cuando cambia el universo de las opciones sustituibles que se hallan simultáneamente a disposición de la elección de los productores y los consumidores. Este efecto se ejerce prioritariamente sobre las obras llamadas clásicas, que no cesan de cambiar a medida que cambia el universo de las obras coexistentes. Ello se percibe con toda claridad cuando la mera repetición de una obra del pasado en un campo profundamente transformado produce un efecto de parodia automático (en el teatro, por ejemplo, este efecto puede obligar a distanciarse ligeramente respecto a un texto que ya no es posible defender tal cual). Se comprende que los esfuerzos de los escritores por controlar la acogida de su obra estén siempre parcialmente condenados al fracaso; aunque tan sólo fuera porque el propio efecto de sus obras tal vez hubiera podido transformar las condiciones de su acogida por parte del público y porque no deberían haber escrito muchas de las cosas 345 que han escrito ni haberlas escrito como las han escrito —por ejemplo al recurrir a estrategias retóricas tratando de «arrimar el ascua a su sardina»—si se les hubiese otorgado de antemano todo lo que se les otorga retrospectivamente. Nos libramos así de la eternización y la absolutización que lleva a cabo la teoría literaria cuando constituye en esencia transhistórica de un género todas las propiedades que le debe a su posición histórica en una estructura (jerarquizada) de diferencias. Pero no por ello se condena uno a la inmersión historicista en la singularidad de una situación particular: en efecto, tan sólo el análisis comparado de las variaciones de las propiedades relaciónales impartidas a los diferentes géneros en campos diferentes puede conducir a los verdaderos invariantes, como el hecho de que la jerarquía de los géneros (o, en otro universo, de las disciplinas) parezca siempre y en cualquier lugar uno de los principales factores determinantes de las prácticas de producción y de acogida de las obras. La ciencia de la obra de arte por lo tanto tiene por objeto propio la relación entre dos estructuras, la estructura de las relaciones objetivas entre las posiciones en el campo de producción (y entre los productores que las ocupan) y la estructura de las relaciones objetivas entre las tomas de posición en el espacio de las obras. Pertrechada con la hipótesis de la homología entre ambas estructuras, la investigación puede, instaurando un vaivén entre los dos espacios y entre las informaciones idénticas que se plantean en ellos bajo apariencias diferentes, acumular la información que trasmiten a la vez las obras leídas en sus interrelaciones y las propiedades de los agentes, o de sus posiciones, también ellas aprehendidas en sus relaciones objetivas: una estrategia estilística de esta índole puede así facilitar el punto de partida de una investigación sobre la trayectoria de su autor y tal información biográfica incitar a leer de otro modo una determinada particularidad formal de la obra o cual otra propiedad de su es­ tructura. El principio del cambio de las obras reside en el campo de producción cultural y, con mayor precisión, en las luchas entre agentes e instituciones cuyas estrategias dependen del interés que tengan, en función de la posición que ocupan en el reparto de 346 capital específico (institucionalizado o no), en conservar o transformar la estructura de ese reparto, por lo tanto en perpetuar o en subvertir las convenciones vigentes; pero los envites de la lucha entre los dominantes y los pretendientes, entre los ortodoxos y los herejes, y el contenido mismo de las estrategias a las que pueden recurrir con el propósito de que prosperen sus intereses, dependen del espacio de las tomas de posición ya efectuadas, que, al funcionar como problemática, tiende a definir el espacio de las tomas de posición posibles, y a orientar así la búsqueda de las soluciones y, por consiguiente, la evolución de la producción. Y por otro lado, por muy grande que sea la autonomía del campo, las posibilidades de éxito de las estrategias de conservación y de subversión dependen siempre en parte de los refuerzos que uno u otro campo sea capaz de encontrar en fuerzas externas (por ejemplo clientelas nuevas). Las transformaciones radicales del espacio de las tomas de posición (las revoluciones literarias o artísticas) sólo pueden resultar de transformaciones de las relaciones de fuerza constitutivas del espacio de las posiciones que a su vez se han hecho posibles gracias a la concurrencia de las intenciones subversivas de una fracción de los productores y de las expectativas de una fracción del público (interno y externo), por lo tanto gracias a una transformación de las relaciones entre el campo intelectual y el campo del poder. Cuando un nuevo grupo literario o artístico se impone en el campo, todo el espacio de las posiciones y el espacio de los posibles correspondientes, por lo tanto toda la problemática, se encuentran modificados: con su acceso a la existencia, es decir a la diferencia, el universo de las opciones posibles resulta transformado, ya que las producciones hasta entonces dominantes podían, por ejemplo, ser remitidas al estatuto de producto desclasificado o clásico. E l e s p a c io d e l o s p o s ib l e s La relación entre las posiciones y las tomas de posición nada tiene que ver con una relación de determinación mecánica. Entre unas y otras se interpone, en cierto modo, el espacio de los 347 posibles, es decir el espacio de las tomas de posición realmente efectuadas tal como se presenta cuando es percibido a través de las categorías de percepción constitutivas de un habitus determinado, es decir como un espacio orientado y portador de las tomas de posición que se anuncian en él como potencialidades objetivas, cosas «por hacer», «movimientos» por lanzar, revistas por crear, adversarios por combatir, tomas de posición establecidas por «superar», etc. Para captar el efecto del espacio de los posibles, que actúa como revelador de las disposiciones, basta, procediendo del mismo modo que los lógicos que admiten que cada individuo tiene sus «contrapartidas» en otros mundos posibles bajo la forma del conjunto de los hombres que habría existido si el mundo hubiese sido diferente, con imaginar lo que habrían podido ser los Barcos, Flaubert o Zola si hubieran encontrado en otro estado del campo una ocasión diferente para desarrollar sus disposiciones.1 Eso es lo que se suele hacer espontáneamente cuando, a propósito de una obra de música antigua, uno se pregunta si no es más lógico emplear el clavecín, instrumento para el que fue concebida, o sustituirlo por un piano porque la «contrapartida» del autor que hubiese compuesto en un mundo en el que hubiese existido este instrumento habría empleado el piano; sabiendo perfectamente que, componiendo para ese instrumento, ese compositor posible sin duda no habría actualizado de la misma manera sus intenciones, que a su vez habrían sido otras. La herencia acumulada por la labor colectiva se presenta así a cada agente como un espacio de posibles, es decir como un conjunto de imposiciones probables que son la condición y la contrapartida de un conjunto circunscrito de usos posibles. Hay que recordar, para quienes suelen pensar por alternativas sencillas, que en estas materias la libertad absoluta, que los partidarios de la espontaneidad creadora exaltan, sólo es propia de los ingenuos y los ignorantes. Es lo mismo que entrar en un campo de producción cultural, desembolsando un derecho de entrada que con- 1. Ver. D. Lewis, «Counterpart Theory and Quantified Modal Logic»,Journ al of Philosophy, n.° 5,1968, págs. 114-115, yJ. C. Pariente, «El nombre propio y la predicación en las lenguas naturales», Langages, n.° 66, 1982, págs. 37-65. 348 siste esencialmente en la adquisición de un código específico de comportamiento y de expresión, y descubrir el universo finito de las libertades bajo imposiciones y de las potencialidades objetivas que éste propone problemas por resolver, posibilidades estilísticas o temáticas por explotar, contradicciones por superar, incluso rupturas revolucionarias por efectuar.1 Para que las osadías de la búsqueda innovadora o revolucionaria tengan posibilidades de ser concebidas, tienen que existir en estado potencial en el seno del sistema de posibilidades ya realizadas, en forma de lagunas estructurales que parecen estar esperando y pidiendo ser colmadas, en forma de direcciones potenciales de desarrollo, en forma de vías posibles de búsqueda. Más aún, hace falta que tengan posibilidades de ser recibidas,2 es decir aceptadas y reconocidas como «razonables», por lo menos por un reducido número de personas, aquellas mismas sin duda que habrían podido concebirlas.3 De igual modo que los gustos (realizados) de los consumidores están en parte determinados por el estado de la oferta (de tal modo que, como ha puesto de manifiesto Haskell, todo cambio importante de la naturaleza y del número de las obras ofertadas contribuye a determinar un cambio de las preferencias manifestadas), de igual modo, todo acto de producción depende en parte del estado del espacio de las producciones posibles que se abre concretamente a la percepción bajo la forma de alternativas prác­ 1. Esto vale para cualquier campo de producción cultural, y en particular para el campo científico, donde el enfrentamiento de los «programas de investigación científica», como dice Lakatos, ejerce un fuerte efecto estructurante sobre las representaciones y las prácticas científicas. 2. El ejemplo de los «Incoherentes» ilustra perfectamente este mecanismo: inventaron montones de cosas que los pintores conceptuales reinventaron después de ellos, pero, como no se los tomaba en serio, no podían tomarse en serio ellos mismos y, con ello, sus inventos pasaron desapercibidos incluso ante sus propios ojos. Ver D. Grojnowski, «Una vanguardia sin avanzadilla: las “Artes incoherentes”, 1882-1889», Actes de la recherche en sciences sociales, n.° 40, 1981, págs. 73-86. 3. Para «sentir» lo que representan esas invenciones históricas que se han hecho familiares -por ejemplo, el «Salón de los rechazados», el «vernissage» de una exposición, la «petición», etc.—hay que pensarlas por analogía con una experiencia como la introducción de la palabrajogging y la práctica correspondiente que hace que ese personaje en pantalón corto, camiseta y gorra de color chillón que corre por las aceras entre los transeúntes, y que, diez años antes, habría sido considerado un excéntrico, o incluso un insensato, pasa ahora más o menos desapercibido. 349 ticas entre proyectos concurrentes y más o menos completamente incompatibles (nombres propios o conceptos en -ismo), al constituir debido a ello cada uno de esos objetos un cuestionamiento para los defensores de todos los demás. Este espacio de los posibles se impone a todos los que han interiorizado la lógica y la necesidad del campo como una especie de trascendental histórico, un sistema de categorías (sociales) de percepción y valoración, de condiciones sociales de posibilidad y legitimidad que, como los conceptos de géneros, de escuelas, de maneras, de formas, definen y delimitan el universo de lo pensable y de los impensable, es decir a la vez el universo finito de las potencialidades susceptibles de ser pensadas y realizadas en el momento considerado —libertad—y el sistema de imposiciones dentro del cual se determina lo que hay que hacer y que pensar —necesidad—. Auténtica ars obligatoria, como decía la escolástica, define, al modo de la gramática, el espacio de lo que es posible, concebible, dentro de los límites de un campo determinado, al constituir cada una de las «elecciones» efectuadas (en materia de puesta en escena por ejemplo) como una opción gramaticalmente conforme (por oposición a las elecciones que provocan que se diga de su autor que «hace cualquier cosa»); pero también hay una ars inveniendi que permite inventar una diversidad de soluciones aceptables dentro de los límites de la gramaticalidad (todavía no se han agotado las posibilidades inscritas en la gramática de la puesta en escena instituida por Antoine). Con ello, constituye sin duda lo que hace que todo producto cultural quede irremediablemente situado y fechado en tanto en cuanto participa de la misma problem ática que el conjunto de sus contemporáneos (en sentido sociológico). No hay Nouveau Roman para Diderot, por mucho que Robbe-Grillet pueda, mediante una proyección anacrónica de su espacio de los posibles, encontrar una anticipación de este movimiento en Jacques el fatalista. Debido a que el sistema de esquemas de pensamiento que es en parte fruto de la interiorización de las oposiciones constitutivas de la estructura del campo es común al conjunto de participantes y también a una parte más o menos amplia del público (especialmente bajo forma de oposiciones que funcionan como principios de visión y de división, de mareaje, de desglose y de 350 enmarcado), proporciona una forma de objetividad dotada de la necesidad trascendente de las evidencias compartidas, es decir admitidas universalmente (dentro de los límites del campo) como evidentes.1 Es indudable que, por lo menos en el sector de la producción para productores, y sin duda más allá, el interés propiamente estilístico o temático de tal o cual elección y todos los envites puros, es decir puramente internos, de la búsqueda propiamente estética (o, en otros ámbitos, científica) enmascaran para aquellos mismos que llevan a cabo esas elecciones los beneficios materiales o simbólicos que les están asociados (por lo menos a largo plazo) y que tan sólo excepcionalmente se presentan como tales, en la lógica del cálculo cínico. Los esquemas de percepción y de valoración específicos que estructuran la percepción del juego y de los envites y que reproducen en su lógica propia las divisiones fundamentales del espacio de las posiciones (por ejemplo arte «puro» / arte «comercial», «bohemio» / «burgués», «rive gauche» / «rive droite», etc.), o también la división en géneros,2 determinan las posiciones que se presentan como aceptables o atractivas (en la lógica de la vocación), o por el contrario como imposibles, inaccesibles, o inaceptables (ocurre más o menos lo mismo con las «disciplinas» universitarias o las «especialidades» científicas). No cabe dar razón completa de la correspondencia, sorprendentemente estrecha, que se establece en un momento determinado entre el espacio de las posiciones y el espacio de las disposiciones de aquellos que las ocupan si no es teniendo en cuenta a la vez lo que son en ese momento y también en los diferentes giros críticos de cada una de las carreras artísticas (etc.), el espacio de las posibilidades ofrecidas —es decir los diferentes géneros, escuelas, estilos, formas, maneras, temas, etc.—, consideradas tanto 1. Al hablar de enmarcado, para facilitar la comprensión, corro el riesgo de evocar en el lector la noción goffmaniana de marco (frame), concepto antihistórico, del que pretendo disociarme: ahí donde Goffman considera alternativas estructurantes fundamentales, hay que ver estructuras históricas procedentes de un mundo social situado y fechado. 2. Sobre la base de los presupuestos que les son comunes se establece el contrato de lectura entre el emisor y el receptor. Al cuestionar este contrato, los responsables de las grandes revoluciones culturales alcanzan a los lectores corrientes en su integridad mental, en los principios vitales de su visión del mundo natural y social. 351 en su lógica interna como en el valor social que se atribuye a cada una de ellas debido a su posición en el espacio correspondiente, y las categorías de percepción y de valoración socialmente constituidas que los diferentes agentes o clases de agentes le aplican. Así, la poesía tal como se presenta ante un joven pretendiente de la década de 1880 no es lo que era en 1830, ni siquiera en 1848, y mucho menos aún lo que será en 1980: es en primer lugar una posición elevada en la jerarquía de los oficios literarios, que proporciona a sus ocupantes, debido a una especie de efecto de casta, la seguridad, por lo menos subjetiva, de una superioridad de esencia respecto a todos los demás escritores, ya que el último de los poetas (especialmente simbolistas) se percibe como superior al primero de los novelistas (naturalistas);1 también es un conjunto de figuras ejemplares -Lamartine, Hugo, Gautier, etc.- que han contribuido a componer y a imponer el personaje y el papel, y cuyas obras y sus presupuestos (la identificación romántica de la poesía con el lirismo por ejemplo) definen las referencias respecto a las cuales todos deberán situarse; son representaciones normativas —la del artista «puro», indiferente al éxito y a los veredictos del mercado—y mecanismos que, con sus sanciones, los apoyan y les dan una eficacia real; por último, el estado de posibilidades estilísticas, el desgaste del alejandrino, las audacias métricas de la generación romántica ya banalizadas, etc., orientan la búsqueda de formas nuevas. 1. Eso es lo que expresa con todas las letras uno de los poetas simbolistas entrevistado por Huret: «En todos los casos, considero al peor poeta simbolista muy superior a cualquiera de los escritores encuadrados en las filas del naturalismo» 0. Huret, Enquête sur l'évolution littéraire, op. cit., pág. 329). Y otro más, Moréas: «Un poema de Ronsard o de Hugo es arte puro; una novela, aunque sea de Stendhal o de Balzac, es arte mitigado. Me gustan mucho nuestros psicólogos [los autores Anatole France, Paul Bourget o Maurice Barres, vinculados a la corriente llamada «novela psicológica»], pero que se queden donde están, es decir por debajo de los poetas» (J. Huret, Enquête sur l’évolution littéraire, op. cit., pág. 92). Otro ejemplo, menos llamativo pero más cercano a la experiencia que orienta realmente las opciones: «A los quince años, la naturaleza le dice al joven si es poeta o si tiene que darse por satisfecho con la mera prosa...» (J. Huret, ibid., pág. 229; el subrayado es mío). Vemos lo que significa, para alguien que ha interiorizado con fuerza estas jerarquías, el paso de la poesía a la novela. (La división en castas separadas por fronteras absolutas prescindiendo de las continuidades yde los solapamientos reales produce en todas partes -por ejemplo en las relaciones entre disciplinas, filosofía yciencias sociales, ciencias puras yciencias aplicadas, etc.- los mismos efectos: certitudo sui y negativa a derogar, promoción y devaluación automáticas, etc.) 352 Sería del todo injusto y vano tratar de recusar esta exigencia de reconstitución aduciendo el hecho, poco discutible, de que resulta difícil de llevar a cabo en la práctica. El progreso científico puede consistir, en algunos casos, en determinar los presupuestos y los requerimientos de principio que plantean implícitamente los trabajos irreprochables por irreflexivos de la «ciencia normal» y en presentar programas para tratar de resolver las cuestiones que la investigación corriente considera resueltas, a falta sencillamente de plantearlas. De hecho, si uno permanece atento, no le faltan testimonios de las representaciones del espacio de los posibles: por ejemplo, la imagen de los grandes precursores respecto a los cuales uno se piensa y se define, como las figuras complementarias de Taine y Renan para tal generación de novelistas y de investigadores, o los personajes antagónicos de Mallarmé y Verlaine para toda una generación de poetas; más sencillamente, la representación exaltada del oficio de escritor o de artista puede orientar las aspiraciones de toda una época: «La nueva generación literaria crecía absolutamente impregnada del espíritu de 1830. Los versos de Hugo y de Musset, los dramas de Alejandro Dumas y de Alfred de Vigny circulaban por los colegios pese a la hostilidad de la universidad; un número infinito de novelas de la Edad Media, de confesiones a la sombra de los pupitres se componían líricas, de versos desesperados.»1Y también hay que citar ese extracto de Manette Salomon donde los Goncourt sugieren que lo que atrae y fascina en la profesión de artista es menos el arte en sí que la vida de artista (según una lógica que se observa hoy en día en la difusión diferencial de la figura del intelectual): «En el fondo, a Anatole le llamaba menos el arte de lo que le atraía la vida de artista. Soñaba con un taller. Aspiraba a ello con la imaginación del colegio y el apetito de su naturaleza. Lo que veía eran esos horizontes de la Bohemia que hechizan vistos de lejos: la novela de la Miseria, el vivir sin vínculo ni regla, la libertad, la indisciplina, la vida desordenada, el azar, la aventura, lo imprevisto de todos los días, la liberación de la casa formal y ordenada, el sálvese quien pueda de la familia y del aburrimiento de los domingos, la burla del burgués, toda la desconocida voluptuosidad del modelo de mujer, el trabajo que no da quebraderos de cabeza, el derecho a disfrazarse 1. A. Cassagne, La Théorie de l’art pour l’art..., op. cit., págs. 75 y siguientes. Habría que reproducir íntegras las páginas en las que A. Cassagne evoca los entusiasmos juveniles de Maxime du Camp y Renan, Flaubert y Baudelaire o Fromentin. 353 todo el año, una especie de carnaval eterno; tales eran las imágenes y las tentaciones que surgían para él de la carrera rigurosa y severa del arte.»1 Si estas informaciones, y tantas otras iguales, de las que los textos rebosan, no se leen como tales, es porque la disposición literaria tiende a desrealizar y a deshistorizar todo lo que evoca realidades sociales: este tratamiento neutralizante reduce al estatuto de anécdotas obligadas de la infancia y la adolescencia literarias testimonios auténticos sobre la experiencia de un medio y de una época o sobre instituciones históricas —salones, cenáculos, bohemia, etc.—, e inhibe el asombro que deberían suscitar. Así, el campo de las tomas de posición posibles se presenta en el sentido de la inversión y de la colocación bajo la forma de una determinada estructura de probabilidades, de beneficios o de pérdidas probables, tanto en el plano material como en el plano simbólico. Pero esta estructura comporta siempre una parte de indeterminación relacionada especialmente con el hecho de que, sobre todo en un campo tan poco institucionalizado, los agentes, por muy estrictas que sean las necesidades inscritas en su posición, disponen siempre de un margen objetivo de libertad (que pueden o no captar según sus disposiciones «subjetivas») y que esas libertades se suman en el juego de billar de las interacciones estructuradas, reservando así un lugar, sobre todo en los períodos de crisis, para estrategias capaces de subvertir la distribución establecida de las posibilidades y de los beneficios aprovechando el margen de maniobra disponible. Ello significa que las lagunas estructurales de un sistema de posibles que sin duda jamás se plantea como tal en la experiencia subjetiva de los agentes (contrariamente a lo que podría hacer creer la reconstrucción ex post) no pueden ser colmadas recurriendo a la virtud mágica de una especie de tendencia del sistema a la autorrealización: la llamada que encierran sólo la oyen quienes, debido a su posición en el campo, a su habitus y a la relación (con frecuencia de discordancia) entre ambos, son lo suficientemente libres respecto a las imposiciones inscritas en la es­ 1. E. y J. de Goncourt, Manette Salomon, París, UGE, col. «10/18», 1979, pág. 32. 354 tructura para estar en disposición de aprehender como asunto propio una virtualidad que, en un sentido, sólo existe para ellos. Lo que confiere a su empresa, a posteriori, las apariencias de la predestinación. E s t r u c t u r a y c a m b io : l u c h a s in t e r n a s y r e v o l u c ió n PERMANENTE Fruto de la propia estructura del campo, es decir de las oposiciones sincrónicas entre las posiciones antagónicas (dominante/ dominado, consagrado/novato, ortodoxo/hereje, viejo/joven, etc.), los cambios que acontecen continuamente en el seno del campo de producción restringida son en gran medida independientes en su principio de los cambios externos que pueden parecer determinarlos porque los acompañan cronológicamente aun cuando una parte de su éxito posterior se deba a esta concurrencia «milagrosa» entre series causales —en alto grado— indepen­ dientes). Todo cambio que acontece en un espacio de posiciones objetivamente definidas por la distancia que las separa determina un cambio generalizado. Lo cual significa que no procede buscar un lugar privilegiado del cambio. Bien es verdad que la iniciativa del cambio pertenece casi por definición a los recién llegados, es decir a los más jóvenes, que también son los que más carecen de capital específico, y que, en un universo donde existir es diferir, es decir ocupar una posición distinta y distintiva, sólo existen, sin tener necesidad de pretenderlo, en tanto en cuanto consiguen afirmar su identidad, es decir su diferencia, que se la conozca y se la reconozca («hacerse un nombre»), imponiendo unos modos de pensamiento y de expresión nuevos, rupturistas con los modos de pensamiento vigentes, por lo tanto condenados a desconcertar por su «oscuridad» y su «gratuidad». Debido a que las tomas de posición se definen, en gran parte, negativamente en la relación con los demás, permanecen a menudo casi vacías, reducidas a un propósito deliberado de desafío, de rechazo, de ruptura: los escritores más «jóvenes» estructuralmente (que pueden ser tan viejos biológicamente como los «vie­ 355 jos» a los que pretenden superar), es decir los menos adelantados en el proceso de legitimación, rechazan lo que son y hacen sus precursores más consagrados, todo lo que define en su opinión la «antigualla», poética o de otro tipo (y que someten a veces a la parodia), y pretenden también rechazar todas las señas de envejecimiento social, empezando por los signos de consagración interna (academia, etc.) o externa (éxito); por su lado, los autores consagrados perciben en el carácter voluntarista y forzado de algunas intenciones de superación los indicios indiscutibles de una «pretensión gigantesca y vacía», como decía Zola. Y de hecho, cuanto más se adelanta en la historia, es decir en el proceso de autonomización del campo, más tienden los manifiestos (basta con pensar en el M anifiesto del surrealismo) a reducirse a meras manifestaciones de la diferencia (sin que pueda no obstante concluirse por ello que están inspirados en la búsqueda cínica de la distinción).1 ¿Cómo no reconocer el efecto de la necesidad de desmarcarse para existir en el hecho de que Breton —aunque se pueden ir citando ejemplos a profusión— prefiera la ruptura con la NRF de los Gide y Valéry a la anexión, que es la contrapartida del apadrinamiento y de las protecciones, o que afirme sin piedad su diferencia en sus relaciones con los grupos competidores como el de Tzara o el de Goll y Dermée, que también reivindican para su movimiento el nombre de surrealismo?2 Cuando consigue ocupar una posición distinta, reconocible, en el espacio históricamente constituido de las obras coexistentes, y por ello mismo competidoras, que esbozan, en sus relaciones mutuas, el espacio de las tomas de posición posibles, prolongaciones, superaciones, rupturas, la obra conocida y reconocida sitúa a las demás mediante un acto de evaluación que determina la evolución de su valor dis­ tintivo. Habría que rehacer, en esta perspectiva, la historia de los movimientos poéticos que sucesivamente se han ido alzando contra 1. Habría que recordar aquí todo el análisis (ver primera parte, cap. 2) de la lógica según la cual los movimientos artísticos se temporalizan y que aporta el modelo de cambio tal como se observa también en otros campos. 2. Ver J.-P. Bertrand, J. Dubois, P. Durand, «Aproximación institucional del primer surrealismo, 1919-1924», art. cit. 356 las encarnaciones sucesivas de la figura ejemplar del poeta, Lamartine, Hugo, Baudelaire o Mallarmé, y, basándonos en los grandes textos constitutivos y legislativos, prefacios, programas o manifiestos, tratar de redescubrir la configuración objetiva del espacio de las formas y de las figuras posibles o imposibles tal como se presentaba ante cada uno de los grandes innovadores y la representación que cada uno de ellos tenía de su misión revolucionaria, formas por destruir, sonetos, alejandrinos, poema y «runrún poético», figuras de retórica por derribar, comparación, metáfora, contenidos y sentimientos por excluir, lirismo, efusión, psicología. Todo sucede como si, al expulsar fuera del universo de la poesía legítima los procedimientos cuyo carácter convencional queda al descubierto bajo el efecto del desgaste, cada una de esas revoluciones contribuyera a una especie de análisis histórico del lenguaje poético que tiende a aislar los procedimientos y los efectos más específicos, como la ruptura del paralelismo fo- nosemántico.1 La historia de la novela, al menos desde Flaubert, también puede describirse como un prolongado esfuerzo para «asesinar lo novelesco»,2 según la frase de Edmond de Goncourt, es decir para purificar la novela de todo lo que parece definirla, la intriga, la acción, el héroe: eso, desde Flaubert y el sueño del «libro sobre nada» o los Goncourt y la ambición de una «novela sin peripecia, sin intriga, sin viles diversiones»3 hasta el «Nouveau Ro- 1. VerJ. Cohen, Structure du langage poétique, Paris, Flammarion, 1966. Vemos de paso que la lógica descrita aquí condena todos los falsos análisis de esencia que tratan de extraer definiciones transhistóricas de géneros cuya constancia nominal oculta que se construyen continuamente a través de la ruptura con su propia definición en el estado anterior. 2. «Mi opinión, pese a que la novela se vende mejor que nunca, es que la novela es un género gastado, trasnochado, agotado, que ha expresado todo lo que tenía por expresar, un género con el cual he hecho todo lo posible para asesinar lo novelesco, para convertirlo en una suerte de autobiografías de gentes que no tienen historia» (E. de Goncourt, en J. Huret, Enquête sur l'évolution littéraire, op. cit., pág. 155). 3. Este fragmento del prefacio de Chérie recuerda que el rechazo de lo novelesco es inseparable de un intento de ennoblecer el género, que se comprende por referencia a la posición de la novela y de los novelistas en el campo (y particularmente con respecto a la poesía) y por la relación entre este género inferior y un público doblemente inferior, por lo menos en la mente de los escritores, en cuanto «femenino» y «popular» y/o «provinciano». Sin que por supuesto quepa considerarlo como un mero efecto de este afán ennoblecedor, que por lo demás puede arrastrar a los novelistas hacia una di­ 357 man» y la disolución del relato lineal y, en Claude Simon, la búsqueda de una composición casi pictórica (o musical), basada en los retrocesos periódicos y las correspondencias internas de un número limitado de elementos narrativos, situaciones, personajes, lugares, acciones, retomados varias veces, a través de modificaciones o de modulaciones. Esta novela «pura» requiere a todas luces una lectura nueva, reservada hasta entonces a la poesía, cuyo límite ideal es el ejercicio escolástico de desciframiento o de recreación basado en la lectura reiterada. De hecho, la escritura sólo puede incorporar la expectativa de una lectura tan exigente porque se produce en un campo donde se cumplen las condiciones de beatitud de esta exigencia: la novela «pura» es el producto de un campo en el que tiende a abolirse la frontera entre el crítico y el escritor, que sólo establece con tanto esmero la teoría de sus novelas porque un pensamiento reflexivo y crítico de la novela y de su historia interviene en sus novelas, recordando sin cesar su estatuto de ficción.1 Sin multiplicar al infinito los ejemplos de este desdoblamiento reflexivo, cabría, retrocediendo un poco más en el tiempo, descubrirlo todavía en el M anifiesto dada, discurso paradójico que pretende a la vez ser lo que es, es decir un manifiesto, y una reflexión crítica sobre lo que es, un antimanifiesto, un manifiesto autodestructivo.2 De igual modo, René Leibowitz describe la obra revolucionarección absolutamente opuesta, con Bourget y la novela psicológica por ejemplo, es decir hacia la evocación ennoblecedora, gracias particularmente al esfuerzo empleado en la composición (ver P. Bourget, «Apunte sobre la novela francesa en 1921», en Nouvelles Pages de critique et de doctrine, t. I, Paris, Pion, 1922, págs. 126 y siguientes) de lugares, ambientes, personajes o sentimientos socialmente nobles. 1. Cuando la historia y la teoría de la literatura forman hasta ese punto parte de la producción literaria, resulta comprensible que los intercambios de papeles se produzcan con tanta frecuencia entre críticos y escritores, entre teóricos (o historiadores) de la literatura y literatos (y, por lo menos en Francia, entre directores y críticos de cine). 2. Ver R. Lourau, «El manifiesto Dada del 22 de marzo de 1918: ensayo de análisis institucional», Le Siècle éclaté, t. I, 1974, págs. 9-30. Otro efecto, más común, de este cierre sobre sí mismo es esa especie de narcisismo colectivo que se ha descrito a menudo, particularmente en las abundantes obras donde escenifican su propia existencia, que inclina a los grupos intelectuales, tanto en Saint-Germain-des-Prés como en Greenwich Village, a mirarse a sí mismos con ojos complacientes, incluso con la apariencia de lucidez autocrítica que representa uno de los obstáculos mayores para la objetivación científica. 358 ria de Schoenberg, Berg y Webern como el producto de la toma de conciencia y la puesta en práctica sistemática y, según su propia expresión, «ultraconsecuente» de los principios inscritos en estado implícito en toda la tradición musical, todavía presente en su totalidad en unas obras que la superan realizándola en otro registro: destaca así que, al apoderarse del acorde de novena, que los músicos románticos sólo utilizaban ya en contadísimas ocasiones, y en la posición fundamental, Schoenberg «decide conscientemente extraer todas sus consecuencias» y aplicarlo en todas las alteraciones posibles. E incluso subraya: «Ahora la toma de conciencia total del principio composicional fundamental, implícita en toda la evolución anterior de la polifonía, se torna explícita por primera vez en la obra de Schoenberg: se trata del principio del desarrollo perpetuo.·»' Finalmente, resumiendo los logros principales de Schoenberg, concluye: «Todo eso, en suma, no hace más que consagrar de manera más franca y sistemática un estado de cosas que, bajo una forma menos franca y menos sistemática, existía ya en las últimas obras tonales del propio Schoenberg y, hasta cierto punto, en algunas obras de Wagner.»2 ¿Cómo no reconocer en ello una lógica que ha hallado su expresión más ejemplar en el caso de las matemáticas? La que, como han demostrado Daval y Guilbaud particularmente a propósito del razonamiento por recurrencia, «especie de razonamiento sobre el razonamiento o de razonamiento en segundo grado»,3 impulsa al matemático a seguir trabajando sin cesar sobre el producto de la labor de matemáticos anteriores, objetivando unas operaciones ya presentes en su obra pero en estado implícito. R e f l e x i v i d a d e «in g e n u id a d » La evolución del campo de producción cultural hacia una mayor autonomía va acompañada así de un movimiento hacia una mayor reflexividad, que lleva a cada uno de los «géneros» a 1. R. Leibowitz, Schoenberg et son École, París, J.-B. Janin, 1947, pág. 78. 2. Ibid., págs. 87-88. 3. R. Daval y G.-T. Guilbaud, Le Raisonnement mathématique, Paris, PUF, 1945, pág. 18. 359 una especie de retroceso crítico sobre sí mismo, sobre su propio principio, sus propios presupuestos: y cada vez con mayor frecuencia la obra de arte, vanitas que se denuncia a sí misma como tal, incluye una especie de burla de sí misma. En efecto, a medida que el campo se cierra sobre sí mismo, el dominio práctico de las experiencias adquiridas específicas de toda la historia del género, que están objetivadas en las obras pasadas y registradas en ellas, canonizadas por todo un cuerpo de profesionales de la conservación, y de la celebración, historiadores del arte y de la literatura, exegetas, analistas, forma parte de las condiciones de ingreso en el campo de producción restringida. La historia del campo es realmente irreversible; y los productos de esta historia relativamente autónoma presentan una forma de acum ulati- vidad. Paradójicamente, nunca la presencia del pasado específico es tan manifiesta como en los productores de la vanguardia, que están determinados por el pasado hasta en su propósito de superarlo, a su vez vinculado a un estado de la historia del campo: si el campo tiene una historia orientada y acumulativa, significa que el propio propósito de superación que define en sí misma a la vanguardia es a su vez la culminación de toda una historia y que se sitúa inevitablemente respecto a lo que pretende superar, es decir respecto a todas las actividades de superación que ahora están metidas en la estructura misma del campo y en el espacio de los posibles que impone a los recién llegados. Ello significa que lo que acontece en el campo está cada vez más ligado a la historia específica del campo, y es por lo tanto cada vez más difícil de deducir directamente del estado del mundo social en el momento considerado. La propia lógica del campo tiende a seleccionar y consagrar todas las rupturas legítimas con la historia objetivada en la estructura del campo, es decir las que son fruto de una disposición formada por la historia del campo e informada de esa historia, por lo tanto inscrita en la continuidad del campo. Así, toda la historia del campo es inmanente a cada uno de sus estados, y para estar a la altura de sus exigencias objetivas, como productor pero también como consumidor, hay que poseer un dominio práctico o teórico de esa historia y del espacio de los 360 posibles en el que la historia se sobrevive. El derecho de entrada que todo recién llegado tiene que satisfacer no es más que el dominio del conjunto de las experiencias adquiridas que fundamentan la problem ática vigente. Cualquier cuestionamiento surge de una tradición, de un dominio práctico o teórico de la herencia que está inscrita en la estructura misma del campo, como un estado de cosas, oculto por su propia evidencia, que delimita lo pensable y lo impensable y que abre el espacio de las preguntas y las respuestas posibles. Un ejemplo particularmente claro nos los proporciona el caso de las ciencias más avanzadas, donde el dominio de las teorías, de los métodos y de las técnicas es la condición de ingreso en el universo de los problemas que los profesionales coinciden en considerar interesantes o importantes. Paradójicamente, la comunicación entre los profesionales y los profanos no ha sido nunca sin duda tan difícil como en el caso de las ciencias sociales, donde la barrera en la entrada es socialmente menos aparente: la ignorancia de la problemática específica que históricamente se ha constituido en el campo y respecto a la cual las soluciones presentadas por el especialista adquieren su sentido, lleva a considerar los análisis científicos como respuestas a preguntas de sentido común, a interrogaciones prácticas, éticas o políticas, es decir como opiniones, como «ataques» las más de las veces (debido al efecto de revelación que producen). Esta allodoxia estructural viene impulsada por el hecho de que siempre se encuentran, en el seno mismo del campo, «ingenuos» (no necesariamente inocentes) que, a falta de ostentar los medios teóricos y técnicos de dominio de la problemática vigente, importan en el campo problemas sociales en estado bruto, sin someterlos a la transmutación necesaria para constituirlos como problemas sociológicos, confiriendo una ratificación aparente a la problemática endóxica —las más de las veces política— que los profanos proyectan sobre las producciones científicas. En el campo artístico llegado a una fase avanzada de su evolución, no caben quienes ignoran la historia del campo y todo lo que ésta ha engendrado, empezando por una relación determinada, absolutamente paradójica, con la herencia de la historia. Una vez más el campo construye y consagra como tales a aque- 361 líos a los que su ignorancia de la lógica del juego designa como «ingenuos». Para convencerse de ello, basta con comparar metódicamente esa especie de «pintor objeto» que es el Aduanero Rousseau, enteramente «hecho» por el campo del que es totalmente dependiente, y aquel que habría podido «descubrirlo» (fue el inventor de Brisset, al que llamaba «el Aduanero Rousseau de la filología»), Marcel Duchamp, creador de un arte de «pintar» que implica no sólo el arte de producir una obra, sino el arte de producirse como pintor. Sin olvidar que estos dos personajes, provistos ambos de propiedades tan antitéticas que a ningún biógrafo se le ocurriría compararlos, comparten por lo menos el hecho de existir como pintores para la posteridad tan sólo debido al efecto de la lógica absolutamente particular de un campo que ha alcanzado un alto nivel de autonomía y que está habitado por una tradición de ruptura permanente con la tradición estética. El Aduanero Rousseau carece de «biografía», en el sentido de historia de una vida digna de ser contada y transcrita:1 humilde y formal funcionario, enamorado de Eugénie Léonie V., dependienta en L’Économie ménagère, sus únicos clientes son «personas modestas que concedían poco valor a sus cuadros»; unos rasgos que tienen aires de parodia y que convierten a este personaje de Courteline o de Labiche en la víctima idónea de las crueles escenas de consagración burlesca que montaban sus «amigos» pintores —como Picasso—o poetas —como Apollinaire—, y cuyo carácter paródico probablemente no se le escapaba del todo.2 Sin historia, carece también 1. Lo mismo sucede con Brisset, filósofo «ingenuo», al que sus descubridores, André Breton y Marcel Duchamp, tratan en vano de dotar de una biografía: «Lo desconocemos todo de su vida, salvo una fecha de conferencia (1891, en Angers), otra en las “Sociétés savantes” (3 de junio de 1906) y siete referencias más: siete libros firmados por un tal Jean-Pierre Brisset. Ni antecesores ni herederos conocidos, pese a las activas pesquisas emprendidas por los surrealistas (en particular por Marcel Duchamp); fechas de nacimiento y de fallecimiento poco fiables; ni rastro de él en las editoriales...» (Ruego de inserción de La Grammaire logique, seguida de La Science de Dieu, Paris, Tchou, 1970). 2. Sobre el trato a menudo cruel que los artistas y los escritores patentados infligieron al Aduanero Rousseau, el lector puede remitirse a R. Shattuck, Les Primitifs de l’avantgarde, París, Flammarion, 1974, págs. 66-93, y muy especialmente a las páginas dedicadas al «banquete Rousseau» (págs. 81-85), donde se ve que el pintor objeto, convertido en víctima de mistificación, se prestaba al juego con una sumisión total (que llegaba incluso hasta soportar durante un rato largo las gotas de cera que caían de unos fa­ 362 de cultura y de oficio: debuta a los cuarenta y dos años y debe de hecho a la Exposición Universal de 1889 lo esencial de su formación estética; las opciones por las que se decanta, tanto en lo que al tema como a la forma se refiere, se presentan como la realización de una «estética» popular o pequeñoburguesa —la que se expresa en la producción fotográfica corriente—, pero orientada por el propósito profundamente «alodóxico» de un admirador de los pintores académicos, Clément, Bonnat, Jérôme, cuyas escenas mitológicas y alegóricas cree estar imitando, La leona encontrándose a un jaguar, El amor en la jau la de las fieras, San Jerónim o dormido sobre un león. (Estas admiraciones académicas no son sin duda ajenas a la relación con los estudios secundarios iniciados, es decir precozmente interrumpidos, del Aduanero.)1 Se ha dicho a menudo que Rousseau «copiaba» sus obras, o que recurría al pantógrafo para producir dibujos que luego se dedicaba a «colorear» de acuerdo con la técnica de las imágenes para colorear de los libros infantiles. También se han identificado muchos «originales» y «copias» suyas en publicaciones populares, revistas ilustradas, ilustraciones de folletines (en particular La Guerre), álbumes para niños, fotografías (en particular Los artilleros del Guggenheim Museum, Una boda campesina, La carreta del tío Juniet).2 Pero se rolillos situados encima de él); aunque no concedía a las bromas y a las burlas de sus «amigos» una adhesión tan «ingenua» como ellos creían, como atestiguan ciertos comentarios de Fernande Olivier: «Se sonrojaba con facilidad en cuanto se sentía contrariado o molesto. Asentía generalmente a todo lo que le decían, pero se notaba que se reservaba y que no se atrevía a decir lo que pensaba» (pág. 74). Ver otros relatos del «banquete» en J. Seigel, Bohemian Paris, Culture, Politics and the Boundaries of Bourgeois Life, 18JO -19JO, Nueva York, Viking Penguin, 1986, pág. 354. 1. El acatamiento de las normas y las convenciones más académicas es una constante en las obras, publicadas o no, públicas o privadas (pienso en la correspondencia amorosa), de los miembros de las clases populares. Así, pese a que desde finales del siglo xix el corte con el gran público sea prácticamente total -es uno de los sectores donde muchas publicaciones se hacen por cuenta del autor—, la poesía sigue encarnando todavía en nuestros días la idea que de la literatura se forman los consumidores menos cultos (sin duda debido a la influencia de la escuela primaria, que tiende a identificar la iniciación literaria con el aprendizaje de poesías). Como cabe comprobar mediante el análisis de un diccionario de escritores (L ’Annuaire national des lettres, por ejemplo), los miembros de las clases populares y de la pequeña burguesía que empiezan a escribir tienen (salvo excepciones) una idea demasiado elevada de la literatura para escribir novelas «realistas»; y, de hecho, su producción consiste esencialmente en poesías —muy convencionales formalmente—y secundariamente en estudios históricos. 2. Sobre todos estos puntos, ver D. Vallier, Tout l ’Œuvre peint du Douanier Rousseau, Paris, Flammarion, 1970. 363 ha insistido menos en que el conjunto de los rasgos temáticos y estilísticos de su obra son los de la «estética» que se expresa en la práctica fotográfica de las clases populares o de la pequeña burguesía: a menudo situados en el centro de la imagen, según una frontalidad rígida y a veces brutal (Muchacha de rosa, Filadelfia), los personajes están dotados de todos los emblemas y símbolos de su estado, que con el título, más o menos siempre presente, tienen que dar cuenta de la razón de ser del cuadro. Así, como en la fotografía popular que consagra la coincidencia entre un lugar emblemático y un personaje, en el cuadro «ingenuamente» titulado Yo mismo, el pintor luce todos los atributos de su función, paleta, pinceles, boina, y París está designado por todos los símbolos propios para permitir su identificación, puentes sobre el Sena, Torre Eiffel. Los momentos que perpetúa son los domingos de la vida pequeñoburguesa, y sus personajes, provistos de todos los accesorios inevitables de la fiesta, cuellos postizos impecables, bigotes relucientes de afeites, levitas negras, adoptan la pose delante del fotógrafo encargado de solemnizar los momentos solemnes durante los cuales se confirman o se crean las relaciones sociales. Unas relaciones que hay que hacer visibles simbolizándolas: en Una boda campesina, las manos (difíciles de tratar) están ocultas, salvo la de la novia, que coge la del novio. Incluso cuando copia un modelo que se inspira en la tradición culta, el Aduanero reintroduce su visión «funcionalista». Así, en Feliz cuarteto, Rousseau somete a un cambio de estatuto funcional a los diferentes elementos, el hombre, la mujer, el angelote, el animal, que ha sacado, como pone de manifiesto Dora Vallier, de La inocencia de Jérôme: el angelote participa en la escena y la cierva se ha convertido en un perro, símbolo de fidelidad que se imponía en esta alegoría del amor.1Y esta manera furtiva de inspirarse es muy propia de un plagiario aficionado que nada sabe de las apropiaciones discretamente paródicas y sutilmente distanciadas que suelen practicar sus contemporáneos más refinados. Una vez dicho lo que antecede, esos productos con un propósito artístico típico de la «estética» popular introducen, gracias a su propia «ingenuidad», un desfase muy apropiado para seducir a los artistas más avanzados: «Me gustaban», dice Rimbaud, «las pinturas idio­ 1. Reconocemos aquí todos los rasgos de la «estética populan) tal como se expresa en la fotografía (ver P. Bourdieu, Un Art moyen. Essai sur les usages sociaux de la photographie, Paris, Minuit, 1964, págs. 116-121). 364 tas, los dinteles de las puertas, los decorados, los telones de los saltimbanquis, los rótulos, las estampas populares, los refranes ingenuos, los ritmos ingenuos.»1 Y, de hecho, según una lógica que llegará a su límite con las producciones agrupadas bajo el nombre de arte bruto, una especie de arte natural que sólo existe como tal por un decreto arbitrario de los más refinados, el Aduanero Rousseau, como todos los «artistas ingenuos», pintores aficionados surgidos de la jubilación y las vacaciones pagadas, es literalmente creado por el campo artístico. Creador criatura que hay que producir como creador legítimo bajo la forma del personaje del Aduanero Rousseau para legitimar su producto,2 ofrece al campo, sin saberlo, la ocasión de llevar a cabo algunas de las posibilidades que objetivamente estaban inscritas en él: «Si hubiera vivido veinticinco años antes, es decir, si en vez de morir en 1910 hubiera muerto en 1884, antes de la fundación del Salón de los Independientes, nada habríamos sabido de él.»3Los críticos y los artistas sólo pueden conseguir que acceda a la existencia pictórica este «pintor» que nada le debe a la historia de la pintura —y que, como dice Dora Vallier, «saca partido de una sublevación estética de la que ni siquiera es consciente»—aplicándole una mirada histórica que lo sitúa en el espacio de los posibles artísticos, invocando respecto a él obras o autores que él sin duda desconocía y, en cualquier caso, profundamente ajenos a su propósito, cromos, tapices de Bayeux, Paolo Uccello o los holandeses. De igual modo, los «teóricos» del arte bruto sólo pueden constituir las producciones artísticas de los niños o de los esquizofrénicos como una forma límite del arte por el arte, gracias a una especie de contrasentido absoluto, porque ignoran que únicamente pueden parecerle una producción artística a una mirada producida, como la suya, por el campo artístico, por lo tanto habitado por la historia de ese campo:4 es toda la historia del campo artístico la que que determina (o hace posible) el proceso esencialmente contradictorio y necesariamente condenado al fracaso a través del cual ellos tratan de constituir unos artistas en contra de la definición histórica del artista. Este arte 1. A. Rimbaud, Œuvres completes, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», 1963, pág. 218. 2. La canonización del arte bruto alcanzó su límite debido a que, a diferencia del arte ingenuo, no se podían constituir los productores como artistas. 3. D. Vallier, Tout l’Œuvre peint du Douanier Rousseau, op. cit., pág. 5. 4. Ver M. Thevoz, L'Art brut, Paris, Skira, 1980, ; R. Cardinal, Outsider Art, Nueva York, Praeger Publishers, 1972. 365 bruto, es decir natural, inculto, sólo ejerce una fascinación en tanto en cuanto el acto creador del «descubridor» eminentemente culto que lo hace existir como tal consiga olvidarse y hacerse olvidar (sin dejar de afirmarse como una de las formas supremas de la libertad «creadora»): constituido así en arte sin artista, arte naturaleza, surgido de un don de la naturaleza, proporciona la sensación de una necesidad milagrosa, como una Ilíada escrita por un simio mecanógrafo, proporcionando así su justificación suprema a la ideología carismática del creador increado. Resulta significativo que los más consecuentes, por lo tanto los más inconsecuentes, de esos teóricos de la cultura natural (Roger Cardinal por ejemplo) conviertan la falta de cualquier relación con el campo artístico, y particularmente de cualquier aprendizaje, en el criterio más decisivo de la pertenencia al arte bruto (sólo responden enteramente a este criterio los pintores esquizofrénicos y unos pocos personajes extraordinarios, como Sottie Wilson —nacido en 1890—, un buhonero que se descuelga en la madurez con una vocación de dibujante y que, con obras en las paredes de las galerías y de los museos de arte moderno de Nueva York, Londres y París, perseguido por los expertos, prefiere seguir a su aire y baja a veces a la calle a vender unos cuadros que en las galerías se venden a un precio doscientas veces superior). Que la historia del campo artístico presenta a la vez, casi simultáneamente, el paradigma del pintor «ingenuo» y su contrario absoluto, exactamente igual de paradigmático, el pintor «que se las sabe todas» por excelencia, Marcel Duchamp, no es una casualidad. Procedente de una familia de artistas —su abuelo materno, Emile Frédéric Nicolle, es pintor y grabador, su hermano mayor es el pintor Jacques Villon, su otro hermano, Raymond Duchamp-Villon, es un escultor cubista, la mayor de sus hermanas es pintora—, Marcel Duchamp se mueve por el campo artístico como pez en el agua. En 1904, tras haber conseguido aprobar el bachillerato —título muy infrecuente entre los pintores de la época-, se traslada a París a casa de su hermano Jacques, frecuenta la Académie Julian, acude con asiduidad a las tertulias de pintores y de escritores de vanguardia que se celebran en el domicilio de Raymond y a los veinte años ya ha probado todos los estilos. Rompiendo continuamente con las convenciones, incluso con las de la vanguardia, como el rechazo de los desnudos entre los cubistas (con su Desnudo bajando la escalera), afirma sin cesar su propósito de «ir más lejos», de superar todas 366 las tentativas pasadas y presentes, con una especie de revolución permanente. Pero, en su caso, el intento de rehabilitar la pintura, liberándose del «aspecto físico», «estrictamente retiniano», para «crear ideas» (de ahí la importancia de los títulos, se trata de un propósito consciente y fundamentado, pues está basado en el conocimiento de todos los intentos pasados y presentes. «Estoy harto», decía, «de la expresión “tonto como un pintor”», e invoca a menudo, para librarse de las «banalidades del café o del taller», el espacio de cuatro dimensiones y la geometría no euclidiana. Conociéndose el juego al dedillo, produce objetos cuya producción como obras de arte supone la producción del productor como artista: inventa el ready-made, ese objeto manufacturado promocionado a la dignidad de objeto de arte mediante un empujón simbólico del artista, a menudo indicado por un retruécano. Para el allegado de Brisset y de Roussel, el retruécano, especie de readymade verbal, evidencia unas relaciones de sentido sorprendentes entre palabras corrientes, del mismo modo que el ready-made evidencia aspectos ocultos de los objetos al aislarlos del contexto familiar de donde proceden su significación y sus funciones habi­ tuales. Resulta significativo que, en el momento mismo en que Duchamp lo convierte en una opción artística, el retruécano, que es uno de los rasgos más típicos de la cultura bohemia (el filósofo Colline, en las Scènes de la vie de bohème, lo practica a profusión sin desmayo), se convierte en unos de pilares del arte de cabaret que se desarrolla en la butte Montmartre, en el Lapin agile (retruécano a partir del nombre de André Gil, que había pintado el rótulo) y en el Chat noir, y que, con personajes como Willy, Maurice Donnay o Alphonse Allais, explota el prestigio algo luciferino del ambiente artístico vulgarizando para el gran público las bromas de taller y las tradiciones de parodia y de caricatura propias del espíritu artístico (un poco como, en otra época, el teatro de Jules Romains ofrecerá al público burgués las tradiciones, entonces muy prestigiosas, del «espíritu normalien»). (Recientemente, el periódico Libération, fruto de las secuelas del movimiento estudiantil de 1968, ha vulgarizado para uso de un amplio público con pretensiones o aspiraciones intelectuales los juegos de palabras intelectuales, que habían alcanzado su forma legítima 367 con los autores más nobles del momento —como Jacques Lacan—, al tiempo que presentaban una modalidad sin sello ni firma del estilo de vida intelectual.) Por la libertad algo provocadora con la que afirma el poder discrecional del creador, por la distancia de la que hace gala el productor respecto a su propia producción, el ready-made se sitúa en las antípodas de los «ready-made asistidos» pero vergonzantes del Aduanero Rousseau, que oculta sus fuentes. Pero sobre todo, como buen jugador de ajedrez que, dueño de la necesidad inmanente del juego, puede inscribir en cada jugada la anticipación de las jugadas sucesivas que va a poner en marcha, Duchamp prevé las interpretaciones para desmentirlas o desbaratarlas; y cuando, como en La novia desnudada por sus solteros, introduce símbolos míticos o sexuales, se refiere expresa y conscientemente a una cultura esotérica, alquímica, mitológica o psicoanalítica. Virtuoso en el arte de jugar con todas las posibilidades que ofrece el juego, simula que retorna al mero sentido común para denunciar las interpretaciones rebuscadas que los críticos más escrupulosos han dado de sus obras; o bien deja que planee la duda, mediante la ironía o el humor, sobre el sentido de una obra deliberadamente polisémica: acentuando de este modo la ambigüedad que produce la trascendencia de la obra respecto a todas las interpretaciones, incluidas las del propio autor, saca metódicamente partido de la posibilidad de una polisemia deliberada que, con la aparición de un cuerpo de intérpretes profesionales, es decir profesionalmente determinados a encontrar sentido y necesidad, a costa de una labor de interpretación o de sobreinterpretación, se hallaba inscrita en el propio campo y, con ello, en el propósito creador de los productores. Se comprende que se llegara a decir de Duchamp que era «el único pintor que se ha hecho un lugar en el mundo del arte tanto por lo que no ha hecho como por lo que ha hecho»:1el rechazo a la pintura (marcado por el retiro tras el inacabamiento del Gran vaso, 1923) se convierte así, a título de actualización del rechazo dadá de separar el arte de la vida, en un acto artístico, tal vez incluso en el acto artístico supremo, semejante en su importancia al silencio contemplativo del pastor del Ser heidegge- riano. 1. W. S. Rubin, Art Dada et surréalistes, traducción al francés de R. Revault d’Allones, París, Seghers, pág. 22. 368 Así la autonomía relativa del campo se va afirmando cada vez más en unas obras que tan sólo deben sus propiedades formales y su valor a la estructura, por lo tanto a la historia, del campo, evitando siempre con ahínco el «cortocircuito», es decir la posibilidad de pasar directamente de lo que se produce en el mundo social a lo que se produce en el campo. La percepción que requiere la obra producida en la lógica del campo es una percepción diferencial, distintiva, que introduce en la percepción de cada obra singular el espacio de las obras componibles, por lo tanto atenta y sensible a los desfases respecto a otras obras, contemporáneas y también pretéritas. El espectador carente de esta competencia histórica está condenado a la indiferencia de quien no posee los medios de hacer diferencias. De ello se desprende que, paradójicamente, la percepción y la valoración adecuadas de este arte que es el producto de una ruptura permanente con la historia tienden a convertirse en históricas: cada vez es menos frecuente que el deleite no exija como condición la conciencia y el conocimiento de los juegos y de los envites históricos cuyo producto es la obra, de la «aportación», como se suele decir, que ella representa y que evidentemente sólo puede ser captada a través de la comparación y la referencia históricas.1 El fundamento de la independencia respecto a las condiciones históricas estriba en el proceso histórico que ha conducido a la emergencia de un juego social (relativamente) liberado de las determinaciones y las imposiciones de la coyuntura histórica: debido a que todo lo que se produce en él debe su existencia y su sentido, en lo esencial, a la lógica y a la historia específicas del propio juego, este juego se mantiene en la existencia gracias a su consistencia propia, es decir a las regularidades específicas que lo definen y a unos mecanismos que, como la dialéctica de las posiciones, de las disposiciones y de las tomas de posición, le confieren su propio conatus. Esto también es válido para la propia ciencia social, que no 1. Se ha observado la historización cada vez más acentuada de la valoración estética (ver R. Klein, La Forme et l’intelligible, París, Gallimard, 1970, págs. 378-379 y 408-409), pero sin referirla a la lógica del funcionamiento del campo, que ha alcanzado un elevado grado de autonomía y su historicidad específica. 369 puede afirmarse como tal, es decir como liberada (en la medida de lo posible en el momento considerado) de las determinaciones sociales, excepto si están instituidas las condiciones sociales de la autonomía respecto a la demanda social. Sólo puede romper el círculo del relativismo que produce con su propia existencia si cumple con la condición de poner de manifiesto las condiciones sociales de posibilidad de un pensamiento liberado de los condicionamientos sociales y de luchar para instaurar unas condiciones semejantes, dotándose de los medios, teóricos particularmente, para combatir en sí misma los efectos epistemológicos de unas rupturas epistemológicas que implican siempre unas rupturas sociales. Unicamente la historia social del proceso de autonomización puede permitir dar cuenta de la libertad respecto al «contexto social» que la puesta en relación directa con las condiciones sociales del momento anula en el propio propósito de explicarla. En la historia reside el principio de la libertad respecto a la historia. Lo que de ningún modo implica que los productos más «puros», arte «puro» o ciencia «pura», no puedan cumplir unas funciones sociales absolutamente «impuras», como las funciones de distinción y de discriminación social o, más sutilmente, la función de negación del mundo social que está inscrita, como una renuncia sutilmente reprimida, en unas libertades y en unas rupturas estrictamente limitadas al orden de las formas puras. L a o f e r t a y l a d e m a n d a La homología entre el espacio de los productores y el espacio de los consumidores, es decir entre el campo literario (etc.) y el campo del poder, fundamenta el ajuste no deseado entre la oferta y la demanda (con, en el polo temporalmente dominado y simbólicamente dominante del campo, los escritores que producen para sus pares, es decir para el propio campo o incluso para la fracción más autónoma de este campo, y, en el otro extremo, quienes producen para las regiones dominantes del campo del poder, por ejemplo el «teatro burgués»). Contrariamente a lo que sugiere Max Weber para el caso particular de la religión, el ajuste 370 a la demanda nunca es del todo el producto de una transacción consciente entre productores y consumidores y, menos aún, de un propósito deliberado de ajuste, salvo tal vez en el caso de las empresas de producción cultural más heterónomas (que, por esta misma razón, se llaman precisamente «comerciales»). En función de las necesidades inscritas en su posición en el seno del campo de producción como espacio de posiciones objetivamente distintas (los diferentes teatros, editores, periódicos, modistos de alta costura, galerías, etc.), a las que van asociados intereses diferentes, las diferentes empresas de producción cultural están impulsadas a ofrecer productos objetivamente diferenciados, que reciben su sentido y su valor distintivos de su posición en un sistema de desfases diferenciales, y ajustados, sin propósito verdadero de ajuste, a las expectativas de los ocupantes de posiciones homologas en el campo del poder (donde se reclutan la mayoría de los consumidores). Cuando una obra «encuentra», como se suele decir, a su público, que la comprende y la aprecia, casi siempre se debe al efecto de una coincidencia, de un encuentro entre series causales parcialmente independientes y casi nunca —y, en cualquier caso, nunca completamente— al producto de una búsqueda consciente del ajuste a las expectativas de la clientela, o a las imposiciones del encargo o de la demanda. La homología que se establece hoy en día entre el espacio de producción y el espacio de consumición es la base de una dialéctica permanente que hace que los gustos más diferentes hallen las condiciones de su satisfacción en las obras ofertadas que son algo así como su objetivación, mientras que los campos de producción hallan las condiciones de su constitución y de su funcionamiento en los gustos que proporcionan —de inmediato o a la larga- un mercado para sus diferentes productos. Si la coincidencia entre la oferta y la demanda presenta siempre todos los rasgos de una armonía preestablecida es porque la relación entre el campo de producción cultural y el campo del poder adopta la forma de una homología casi perfecta entre dos estructuras quiasmáticas: en efecto, de igual modo que, en el campo del poder, el capital económico crece cuando se pasa de las posiciones temporalmente dominadas a las posiciones tempo- 371 raímente dominantes, mientras el capital cultural varía en sentido inverso, de igual modo, en el campo de producción cultural los beneficios económicos se incrementan cuando se va del polo «autónomo» al polo «heterónomo», o, si se prefiere, del arte «puro» al arte «burgués» o «comercial», mientras que los beneficios específicos varían en sentido inverso. El efecto, que cabe llamar automático, de la homología sostiene también la acción de todas las instituciones que tratan de propiciar el contacto, la interacción, incluso la transacción, entre las diferentes categorías de escritores o de artistas y sus diferentes categorías de clientes burgueses, es decir particularmente las academias, los clubes y sobre todo tal vez los salones, la más importante sin duda de las mediaciones institucionales entre el campo del poder y el campo intelectual. En efecto, los salones constituyen en sí mismos un campo de competencia para la acumulación de capital social y de capital simbólico: la cantidad y la calidad de los concurrentes —políticos, artistas, escritores, periodistas, etc.—son una buena muestra del poder de atracción de cada uno de esos lugares de encuentro entre miembros de fracciones diferentes y, al mismo tiempo, del poder que puede ejercerse a través de él, y, aprovechando las homologías, sobre el campo de producción cultural y sobre las instancias de consagración como las Academias (cosa muy manifiesta por ejemplo en el análisis que presenta Christophe Charle del papel de Mme de Loynes y de Mme Caillavet en la rivalidad entre Jules Lemaitre y Anatole France).1 Encargadas, según la oposición del trabajo y el ocio, del dinero y el arte, de lo útil y lo fútil, de las cosas del arte y del gusto, del culto doméstico al refinamiento moral y estético (que era por lo demás la condición principal del éxito en el mercado matrimonial), al mismo tiempo que del mantenimiento de las relaciones sociales del grupo familiar (como «amas de casa»), las mujeres de la aristocracia y la burguesía ocupan en el campo del poder doméstico una posición homologa a la que ocupan los escritores y los artistas, dominados entre los dominantes, en el seno del campo del poder, lo que sin duda contribuye a predisponerlas a asumir el papel de intermediarias entre el mundo del arte y el mundo del dinero, 1. Ver C. Charle, La Crise littéraire à l’époque du naturalisme, op. cit., págs. 181- 182. 372 entre el artista y el «burgués» (así deben ser interpretados la existencia y los efectos de los líos amorosos, particularmente los que se establecen entre mujeres de la aristocracia o de la gran burguesía parisina y escritores o artistas procedentes de las clases dominadas). Históricamente, parece que la constitución de un campo de producción artística relativamente autónomo, que presenta unos productos estilísticamente diversificados, haya ido pareja con la aparición de dos o varios grupos de patrones de las artes que tenían unas expectativas artísticas diferentes.1 Se puede admitir que, de forma general, la diversificación inicial, que fundamenta el principio del funcionamiento de un espacio de producción como, sólo es posible gracias a la diversidad de los públicos, a los que esta diversificación evidentemente contribuye a constituir como tales: de igual modo que no cabe imaginar hoy el cine de ensayo sin un público de estudiantes y de intelectuales o de aspirantes a artistas, de igual modo que no se concibe la aparición y el desarrollo de una vanguardia artística y literaria en el transcurso del siglo X IX sin el público que le garantiza la bohemia literaria y artística concentrada en París y que, pese a ser demasiado pobre para poder comprar, justifica el desarrollo de unas instancias de difusión y de consagración específicas, adecuadas para proporcionar a los innovadores, aun incluso a través de la polémica o el escándalo, una forma de patrocinio simbólico. La homología entre las posiciones en el campo literario (etc.) y las posiciones en el campo social global nunca es tan perfecta como la que se establece entre el campo literario y el campo del poder, de donde procede, las más de las veces, lo esencial de su clientela. Sin duda los escritores y artistas que están situados en el polo económicamente dominado (y simbólicamente dominante) del campo literario, a su vez temporalmente dominado, pueden sentirse solidarios (por lo menos en sus rechazos y en sus sublevaciones) con los ocupantes de las posiciones dominadas, económica y culturalmente, en el espacio social. Sin embargo, 1. Ver E. B. Henning, «Patronage and Style in the Arts: a Suggestion concerning Their Relations», The Journal o f Aesthetics and Art and Criticism, vol. XVIII, n.° 4, págs. 464-471. 373 debido a que las homologías de posición sobre las que se basan estas alianzas de acto o de pensamiento van asociadas a unas profundas diferencias de condición, no están exentas de malentendidos, y hasta de una especie de mala fe estructural: la afinidad estructural entre la vanguardia literaria y la vanguardia política es el origen de acercamientos —entre el anarquismo intelectual y el movimiento simbolista por ejemplo—y de convergencias proclamadas (Mallarmé hablando del libro como «atentado») que para que ocurran deben mantenerse prudentemente distanciadas.1 El desfase y el malentendido son todavía más claros entre los dominantes en el campo del poder y sus homólogos en el seno del campo de la producción cultural: si, cuando se piensan a sí mismos en relación con los productores culturales —y en particular con los artistas «puros»—, los dominantes pueden sentirse del lado de la naturaleza, del instinto, de la vida, de la acción, de la virilidad, y también del sentido común, del orden, de la razón (por oposición a la cultura, a la inteligencia, al pensamiento, a la feminidad, etc.), ya no pueden pertrecharse de algunas de estas oposiciones para concebir su relación con las clases dominadas, a las que se oponen también como la teoría a la práctica, el pensamiento a la acción, la cultura a la naturaleza, la razón al instinto, la inteligencia a la vida. Y necesitan algunas de las propiedades que les ofrecen los escritores y sobre 1. No hace falta decir que no constituyo en esencia transhistórica (como tantos otros autores que meten en el mismo saco a Proust, Marinetti, Joyce, Tzara, Woolf, Breton y Beckett) una noción que, como la vanguardia, es esencialmente relacional (en el mismo grado que la de conservadurismo o de progresismo) y definible únicamente a escala de un campo en un momento determinado. Una vez dicho lo que antecede, el sueño de una reconciliación del vanguardismo político y el vanguardismo en materia de arte y de arte de vivir en una especie de suma de todas las revoluciones, social, sexual, artística, es sin duda un invariante de las vanguardias literarias y artísticas. Pero esta utopía siempre renaciente, que vivió sin duda su edad de oro antes de la Primera Guerra Mundial, se estrella incesantemente contra la evidencia de la dificultad práctica de superar, como no sea con las imposturas ostentosas del radical chic, la diferencia estructural, pese a la homología, entre las posiciones «avanzadas» en el campo político yel campo artístico y, al mismo tiempo, el desfase, incluso la contradicción, entre el refinamiento estético y el progresismo político (ver por ejemplo la historia de la vanguardia neoyorquina esbozada, a propósito de Partisan Review, en el libro de James Burkhart Gilbert Writers and Partisans. A History oj Litterary Radicalism in America, Nueva York, John Wiley and Sons, 1968, o la evocación feroz del radical chic en el libro de Tom Wolfe Radical Chic and Mau-Mauing the Flak Catchers, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1970. 374 todo los artistas para pensarse y justificarse, y ante sí mismos en primer lugar, por existir como existen: el culto al arte tiende cada vez más a formar parte de los componentes necesarios del arte de vivir burgués, ya que el «desinterés» de la consumición «pura» resulta imprescindible, debido al «suplemento de alma» que aporta, para marcar las distancias respecto a las necesidades primarias de la «naturaleza» y a quienes están sometidos a ellas. Ello no quita que los productores culturales pueden utilizar el poder que les confiere, sobre todo en época de crisis, su capacidad de producir una representación sistemática y crítica del mundo social para movilizar la fuerza virtual de los dominados y contribuir a subvertir el orden establecido en el campo del poder. Y el papel particular que los «intelectuales proletaroides» han podido representar en muchos movimientos subversivos, religiosos o políticos, resulta sin duda del hecho de que el efecto de la homología de posición que lleva a esos intelectuales dominados a sentirse solidarios con los dominados suele solaparse (en particular en el caso de los líderes de la Revolución francesa estudiados por Robert Darnton) con una identidad o por lo menos una similitud de condición; y que todo les inclina por lo tanto a poner al servicio de la indignación y la sublevación populares sus capacidades de explicación y sistematización. L u c h a s in t e r n a s y s e n s a c io n e s e x t e r n a s Las luchas internas están en cierto modo arbitradas por las sanciones externas. En efecto, pese a que sean en gran medida independientes de ellas en su principio (es decir en las causas y en las razones que las determinan), las luchas que se desarrollan dentro del campo literario (etc.) dependen siempre, en su conclusión, fasta o nefasta, de la correspondencia que pueden mantener con las luchas externas (las que se desarrollan en el seno del campo del poder o del campo social en su conjunto) y los apoyos que unos y otros pueden encontrar en ellas. Así, cambios tan significativos como el trastocamiento de la jerarquía interna de los diferentes géneros, o las transformaciones de la propia jerarquía 375 de los géneros, que afectan a la estructura del campo en su conjunto, son posibles gracias a la correspondencia entre unos cam bios internos (a su vez directamente determinados por la transformación de las posibilidades de acceso al campo literario) y unos cambios externos que ofrecen a las nuevas categorías de productores (sucesivamente, románticos, naturalistas, simbolistas, etc.) y a sus productos unos consumidores que ocupan en el espacio social posiciones homologas a su posición en el campo, por lo tanto dotados de disposiciones y de gustos o aficiones ajustados a los productos que les ofrecen. Una revolución conseguida en literatura o en pintura (lo demostraremos a propósito de Manet) es fruto del encuentro entre dos procesos, relativamente independientes, que acaecen dentro del campo y fuera del campo. Los recién llegados heréticos que, al negarse a entrar en el ciclo de la reproducción sencilla, basado en el reconocimiento mutuo de los «viejos» y los «nuevos», rompen con las normas de producción vigentes y decepcionan las expectativas del campo, sólo consiguen las más de las veces imponer el reconocimiento de sus productos gracias a cambios externos: los más decisivos de estos cambios son las rupturas políticas que, como las crisis revolucionarias, cambian las relaciones de fuerza en el seno del campo (así, la revolución de 1848 refuerza el polo dominado, determinando una traslación, provisional, de los escritores hacia el «arte social»), o la aparición de nuevas categorías de consumidores que, al estar en afinidad con los nuevos productores, garantizan el éxito de sus productos. La acción subversiva de la vanguardia, que desacredita las convenciones vigentes, es decir las normas de producción y de evaluación de la ortodoxia estética, haciendo que aparezcan como superados, trasnochados, los productos realizados de acuerdo con estas normas, encuentra un apoyo objetivo en el desgaste del efecto de las obras consagradas. Este desgaste nada tiene de mecánico. Resulta primero de la rutinización de la producción, bajo el efecto de la acción de los epígonos y del academicismo, del que ni los propios movimientos de vanguardia consiguen librarse, y que nace del recurso repetido y repetitivo a los procedimientos experimentados, de la utilización sin invención de un arte de inventar ya inventado. Además, las obras más in­ 376 novadoras tienden, con el tiempo, a producir su propio público imponiendo sus propias estructuras, por el efecto del hábito, como categorías de percepción legítimas de toda obra posible (de tal modo que se acaba considerando las obras de arte del pasado y, como apuntaba Proust, incluso el mundo natural a través de categorías tomadas de un arte del pasado que se ha convertido en natural); la divulgación de las normas de percepción y de valoración que esas obras innovadoras tendían a imponer va acompañada de una banalización de esas obras, o, con mayor precisión, de una banalización del efecto de desbanalización que habían podido ejercer. Esta especie de desgaste del efecto de ruptura varía sin duda según los receptores, y particularmente según la antigüedad de su exposición a la obra innovadora y, al mismo tiempo, según su proximidad al crisol de los valores de vanguardia, ya que los consumidores más enterados (y en primer lugar los competidores y, entre éstos, muy a menudo, los discípulos más directos) son naturalmente los más inclinados a experimentar un sentimiento de hastío y a identificar los procedimientos, los trucos, incluso los tics que hicieron la originalidad inicial del movimiento. Resulta evidente que la banalización sólo puede acabar intensificada o acelerada con el esnobismo, propósito deliberado de la distinción respecto al gusto corriente que introduce en la consumición una lógica análoga a la sobrepuja distintiva de la vanguardia (dando así otro ejemplo de homología entre la producción y la consumición).1 Vemos que la escasez relativa, por lo tanto el valor, de los productos culturales tiende a menguar a medida que va avanzando un proceso de consagración que va acompañado casi inevitablemente por una banalización apropiada para impulsar la divulgación, ya que ésta a cambio determina la devaluación producida por el incremento del número de los consumidores, y por el debilitamiento correlativo de la escasez distintiva de los 1. Entre los factores que determinan la transformación de la demanda, también hay que tener en cuenta la elevación global del nivel de instrucción (o el incremento del tiempo de escolarización), que actúa independientemente de los factores anteriores, yparticularmente por mediación del efecto de asignación estatutaria: el poseedor de un determinado título escolar está obligado —«nobleza obliga»—a cumplir las prácticas inscritas en la definición social (el estatuto) que le asigna ese título. 377 bienes y del hecho de consumirlos. La devaluación de los productos ofertados por la vanguardia en vías de consagración es tanto más rápida cuanto que los recién llegados pueden invocar la pureza de los orígenes, y la ruptura carismática entre el arte y el dinero (o el éxito), para denunciar el compromiso con el mundo que atestigua la difusión de los productos en vías de canonización entre una clientela cada vez más amplia, por lo tanto ampliada más allá de los límites sagrados del campo de producción hasta llegar a los meros profanos, siempre sospechosos de profanar la obra sagrada debido a su propia admiración. Cabe considerar el caso de André Gide como un ejemplo típico de la representación que la vanguardia (aquí la «literatura joven») se hace de la vanguardia en vías de consagración y de la reprobación moral con la que grava sus éxitos considerados como componendas: «Lo que afecta a Gide no es el éxito de unos artesanos a los que desprecia, ni de los escritores establecidos, como Anatole France, o Paul Bourget, o Pierre Loti, que se mueven por unas zonas demasiado diferentes de la suya, sino la comparación con algunos de su especie y de su “envergadura”, incluso mayores que él, y que han superado la muralla del gueto a costa de lo que él considera traiciones imperdonables: Maeterlinck, convertido en un sabio de consumo corriente; Barrés, a quien la política ha servido de trampolín; Henri de Régnier, que con La Double Maîtresse lleva estampado el sello de novelista y tiene el articulo de periódico fácil; dentro de poco Francis Jammes, que gracias a sus buenos sentimientos va a conseguir un. público que no acogía bien su buena poesía; y no hablemos de los cien mil ejemplares alcanzados por la Afrodita de su ex-alter ego Pierre Louÿs.»1 Así, el envejecimiento social de la obra de arte, la transformación imperceptible que la empuja hacia lo desclasado o lo clásico, es el producto de la concurrencia de un movimiento interno, vinculado a las luchas en el campo, que incitan a producir 1. A. Anglès, André Gide et le Premier Groupe de la