El segundo sexo no sólo ha nutrido a todo el feminismo que se ha hecho en la segunda mitad del siglo, sino que es el ensayo feminista más importante de la centuria. Todo lo que se ha escrito después en el campo de la teoría feminista ha tenido que contar con esta obra, bien para continuarla en sus planteamientos y seguir " desarrollándolos, bien para criticarlos oponiéndose a ellos. El segundo sexo, que es el ensayo de una filósofa existencialista, se encuadra en el ámbito más amplio de un pensamiento ilustrado que toma de la Ilustración precisamente sus aspectos positivos, emancipatorios; ante todo, una concepción igualitaria de los seres humanos, según la cual la diferencia de sexos no altera su radical igualdad de condición. Al mismo tiempo, es un ensayo filosófico que analiza el hecho de la condición femenina en las sociedades occidentales desde múltiples puntos de vista: el científico, el histórico, el psicológico, el sociológico, el ontològico y el cultural. Se trata de un estudio totalizador donde se investiga el porqué de la situación en que se encuentra esa mitad de la humanidad que somos las mujeres. EL SEGUNDO SEXO Simone de Beauvoir 4 Sim one de Beauvoir El segundo sexo Prólogo a la edición española de Teresa López Pardina Traducción de Alicia Martorell EDICIONES CÁTEDRA UNIVERSITÄT DE VALENCIA INSTITUTO DE LA MUJER Consejo asesor: Paloma Alcalá: Profesora de enseñanza media Montserrat Cabré: Universidad de Cantabria Cecilia Castaño: Universidad Complutense de Madrid Giulia Colaizzi: Universität de Valencia Ma. Ángeles Durán: CSIC Isabel Martínez Benlloch: Universität de Valencia Mary Nash: Universidad Central de Barcelona Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo Instituto de la Mujer Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universität de Valencia Feminismos 1.a edición, 2005 Diseño e ilustración de cubierta: aderal tres Título original de la obra: Le deuxième sexe Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. © Editions Gallimard, 1949 DEdiciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2005 Juan Ignacio Lúea de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 37.579-2005 I.S.B.N.: 84-376-2233-6 Tirada: 5.000 ejemplares Printed in Spain Impreso en Fernández Ciudad, S. L. Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid Prólogo a la edición española Teresa López Pardina La celebración del cincuentenario de la publicación de El segundo sexo es un buen motivo para editarlo de nuevo en castellano, esta vez en España, ya que hasta ahora sólo se había editado en Hispanoamérica. No es casual que haya tardado tanto tiempo en editarse en nuestro país, pues en 1949, y en las dos décadas siguientes, vivíamos en un régimen político dictatorial para el que el contenido de este libro era subversivo. También así lo estimaron en el Vaticano, donde el Santo Oficio se apresuró a incluirlo en el índice de Libros prohibidos. Finalmente, es también oportuno, porque todavía entre las teóricas del feminismo se sigue haciendo exégesis de este ensayo, que es ya un clásico y como tal nos sigue interpelando sobre muchos aspectos en los que se vive aún hoy la condición femenina. El segundo sexo no sólo ha nutrido a todo el feminismo que se ha hecho en la segunda mitad del siglo, sino que es el ensayo feminista más importante de toda la centuria. Todo lo que se ha escrito después en el campo de la teoría feminista ha tenido que contar con esta obra, bien para continuarla en sus planteamientos y seguir desarrollándolos, bien para criticarlos oponiéndose a ellos. El segundo sexo, que es el ensayo de una filósofa existencialista, se encuadra en el marco más amplio de un pensamiento ilustrado que toma de la Ilustración precisamente sus aspectos positivos, emancipatorios; ante todo, una concepción igualitaria de los seres humanos según la cual la diferencia de sexos no altera su radical igualdad de condición. Al mismo tiempo, es un ensayo filosófico que analiza el hecho de la condición femenina en las so­ 7 ciedades occidentales desde múltiples puntos de vista: el científico, el histórico, el psicológico, el sociológico, el ontologico y el cultural. Se trata de un estudio totalizador, donde se investiga el porqué de la situación en que se encuentra esa mitad de la humanidad que somos las mujeres. Este estudio no surgió de una motivación propiamente feminista —Beauvoir toma distancias respecto al feminismo de su tiempo en las primeras páginas de la Introducción—, sino de una motivación, en primer término personal, que enseguida se generaliza, y ello porque su autora es una filósofa existencialista. En efecto, el existencialismo es una filosofía del sujeto que analiza los problemas desde la experiencia vivida de los sujetos a investigar. Es una filosofía que ve en lo singular de la contingencia del sujeto la universalidad de su condición. Por eso, al comenzar a investigar desde su propia experiencia, enseguida ve que las preguntas son generalizadles. Y se pone a la tarea de indagar sobre la condición de la mujer en las sociedades occidentales. Creo que es interesante recordar aquí la génesis de El segundo sexo tal como su autora lo relata en las Memoriasl. Cuando terminó de escribir el segundo de sus tratados morales —Para una moral de la ambigüedad— sintió la necesidad de escribir un libro que de algún modo hablase de ella. Nos dice que le gustaban ese tipo de ensayos en los que una se explica sobre sí misma. Comenzó a pensar en ello, a tomar algunas notas, y comentó a Sartre que estaba planteándose la pregunta: ¿Qué ha supuesto para mí el hecho de ser mujer? «Tal pregunta —pensaba— no me ha ocasionado problemas, nunca me he sentido inferior por ser mujer; la feminidad no ha sido una traba para mí.» «Sin embargo —le hizo notar Sartre— no has sido educada de la misma manera que un chico. Convendría que reflexionases sobre ello.» Beauvoir nos dice que se puso a la tarea y que aquello fue como una revelación: el mundo en el que había crecido era un mundo masculino, su infancia había estado nutrida de mitos foijados por los hombres y ella no había reaccionado ante todo eso de la misma manera que si hubiera sido un chico. Este descubrimiento le interesó hasta tal punto que abandonó la idea de escribir un libro-confesión y decidió dedicarse al estudio de la condición femenina en general. 1 Lafuerza de las cosas, i, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1964. 8 La condición de las mujeres no es una motivación nueva en nuestra autora a la altura de 1946, año en que comienza el ensayo. En el mismo tomo de sus Memorias nos cuenta que dos años antes se había despertado su interés cuando tuvo ocasión de escuchar los testimonios de algunas mujeres que habían rebasado los cuarenta años y que, a pesar de haber tenido diferentes oportunidades y ocupaciones en la vida, coincidían en el sentimiento de haber vivido como «seres relativos». Entonces fue cuando fijó su atención en este tema, cuando se dio cuenta de las dificultades, los callejones sin salida y los obstáculos que la mayoría de las mujeres encuentran en su camino. La investigación de Beauvoir comenzó por un estudio de los mitos de nuestra cultura, aun cuando, en la estructuración final del libro, el análisis de los mitos viene después del recorrido por los datos de las ciencias y de la historia. El planteamiento teórico de la investigación se asienta sobre los presupuestos de la filosofía existencialista que Beauvoir defiende. En este punto, no obstante, hay que precisar: ¿Cuál es la filosofía existencialista que Beauvoir defiende? Porque la cuestión ha dado lugar a muchas interpretaciones incorrectas y, aunque en los años noventa se ha ido esclareciendo, todavía se discute. Algunas autoras —casi siempre han sido mujeres las que han intervenido en esta discusión— han sostenido que el existencialismo de Beauvoir es el de Sartre y que El segundo sexo es una obra escrita sobre los planteamientos de El ser y la nada, publicado seis años antes. Vistas así las cosas, se ha entendido que las mujeres viven en un permanente estado de mala fe, como han señalado G. Lloyd2 y M. Evans3, o bien se ha interpretado que Beauvoir lleva el sartrismo más allá de sus posibilidades, incorporando elementos teóricos ajenos y haciendo, en suma, bricolaje filosófico, como ha sostenido M. Le Doeuff4. Este tipo de interpretaciones no han reparado en que el existencialismo de Beauvoir no es exactamente el de Sartre, en que ella entiende de otro modo algunos conceptos acuñados por Sartre o por otros existencialistas, como el de situa- 2 G. Lloyd, «Masters, slaves and others», en Radical Philosophy, 34, verano, 1983. ' 3 M.-Evans, Simone de Beauvoir, A Feminist Mandarin, Londres, Tavistock, 1985. 4 M. Le Doeuff, El estudio y la rueca. De las mujeres, de lafilosofia, etc., Madrid, Cátedra, colección Feminismos, 1993. 9 don y el de sujeto. Porque hay que señalar —y afortunadamente esto se está haciendo en los años noventa— que el existencialismo de Beauvoir representa una hermenéutica propia dentro de esta corriente filosófica. Aunque Sartre sea su principal ascendiente, su filosofía tiene también influencias de Kierkegaard, Heidegger, Hegel y Marx, autores que también influyeron en Sartre, pero que Beauvoir asimila a su propia manera; y además su método argumentativo no es el fenomenològico husserliano, como el de Sartre, sino un método clásico de confrontación de tesis que encontramos en la tradición de la filosofía moral francesa que va de Montaigne a Voltaire. De modo que Beauvoir no es una mera epígona del sartrismo, ni siquiera una sartreana tout court, aunque ella misma se calificó así en diferentes declaraciones y entrevistes. Simone de Beauvoir fue una filósofa con acento propio, aunque no una filósofa creadora de un sistema como Sartre. Ella nunca se definía como filósofa porque sostenía una definición de filósofo muy restringida que la dejaba fuera. Según nos explica en sus Memorias, filósofo es quien es capaz de crear «ese delirio concertado que es un sistema [filosófico]», y en este restringido sentido del concepto ella no se consideraba filósofa, el filósofo era Sartre. Pero en la historia de la Filosofía hay muchas figuras importantes que no han sido creadoras de sistemas; Bacon, Montaigne, Rousseau o Voltaire, por citar algunos de ellos, son estudiados como filósofos por las aportaciones que hicieron al esclarecimiento de la realidad. Y en este sentido más amplio sí que podemos considerar a Beauvoir como una filósofa5. Una filósofa que no creó un sistema pero que, no siendo tampoco un epígono de Sartre, iluminó zonas de la realidad hasta entonces oscuras; una de esas zonas es la de la condición de las mujeres en la cultura occidental, tarea que lleva a cabo en esta obra. Beauvoir da otro sentido a algunos conceptos sartreanos —decíamos— como el de situación, lo cual modifica a su vez el concepto de sujeto y también, en cierta medida, las relaciones intersubjetivas, como vamos a ver a continuación. La noción de situación es una de las nociones fundamentales de la filosofía exis- 5 Solamente en 1982, en una entrevista con la perodista alemana Alice Schwarzer se declaró filósofa al mismo tiempo que discípula de-Sartre. Recogida en el libro Simone de Beauvoir aujourd’hui. Six enti'etiens, París, Mercure de France, 1984. Véase también T. López Pardina, Simone de Beauvoir, unafilósofa del siglo xx, Cádiz, Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1998. 10 tencialista sartreana expuesta en El ser y la nada y se encuentra estrechamente relacionada con la de libertad, de tal manera que no hay libertad sin situación y no hay situación sino por la libertad. Si libertad es la autonomía de elección que encierra la realidad humana —podemos realizar nuestros proyectos—, la situación es el encarnamiento de esa libertad —Sartre la califica como producto de la contingencia del en-sí y de la libertad. En cuanto la libertad está en proceso de realización, está situada. Ahora bien, para Sartre la situación, que es como aquello con lo que tendrá que «cargar» mi libertad para hacerse real, siempre está envuelta por el proyecto del sujeto —redefinida por el proyecto. ¿Qué quiere decir esto? Esto para Sartre quiere decir que somos siempre absolutamente libres: si quiero escalar una montaña y soy asmático, soy tan libre de escalarla como el deportista entrenado en este tipo de ejercicio, aunque tendré que «cargar» con la dificultad subjetiva de mi asma. Beauvoir, sin embargo, entiende de otra manera el concepto de situación. Según relata en sus Memorias y en las entrevistas con Schwarzer6, había discutido la cuestión con Sartre ya en la época en que él escribía El ser y la nada y ella se oponía a este modo absoluto de entender la libertad, diciendo que las situaciones casi nunca son equiparables y que pueden aumentar o disminuir el alcance de nuestra libertad, es decir, pueden dar más o menos posibilidades al sujeto de realizarse como libre. La situación de la esclava en el harén no le permite comportarse tan libremente como a la europea del siglo xx su propia situación. Con ciertas vacilaciones, Beauvoir ya establece unajerarquía entre las situaciones en los dos tratados morales que escribió antes de El segundo sexo'. ¿Para qué la acción? —traducción castellana de Pyrrhus et Cinéas— y Para una moral de la ambigüedad. En el primero de ellos nos explica cómo somos situación para nuestros prójimos: el parado es libre de salir de su miseria, pero yo, que no le ayudo, soy la imagen misma de su miseria porque soy la facticidad de su situación, esto es, soy su situación hecha real. Por tanto, Beauvoir establece una separación entre libertad y situación. Para ella ya no son como el haz y el envés de una realidad; la libertad es la autonomía del sujeto y es siempre absoluta, en esto concuerda con el existencialismo de Sartre: la realidad humana es libertad. Pero las posibilidades que se le 6 Ibíd. 11 ofrecen a una conciencia de realizar su libertad son finitas y se pueden aumentar o disminuir desde fuera; son los demás, fundamentalmente, quienes las aumentan o disminuyen, de modo que mis relaciones con el otro en el terreno de la moral tienen la peculiaridad de que, si bien no me es dado incidir en el sentido de sus fines, sin embargo, incido siempre con mi actitud en la configuración de su situación, la cual condiciona desde el extenor el alcance de sus fines. Por tanto, el sujeto para Beauvoir no tiene una libertad absoluta desde el momento en que, en todas las acciones que emprende, su libertad está más o menos cercenada por la situación. Una concepción tal del sujeto es bastante diferente de la sartreana de El ser y la nada y éste es el aspecto en el que no reparan las estudiosas de Beauvoir citadas anteriormente; no han tenido en cuenta las diferencias en la noción de situación, ya presentes en Beauvoir en la época en que Sartre escribe El ser y la nada y puestas en juego ampliamente en El segundo sexo, Sin embargo, sí han reparado S. Krulcs7, T. Keefe89y E. Lundgren-Gothlin , entre otras, en esta noción de sujeto situado que es^ la de Beauvoir. Krulcs ha visto en ella un rasgo filosófico que sitúa a Beauvoir entre la Ilustración y el postmodemismo; está más cerca de nosotros que la Ilustración porque ha superado la noción de sujeto absoluto y radicalmente separado de los otros y se acerca al postmodernismo en la medida en que, por estar el sujeto situado, acepta que la subjetividad es en parte social y discursivamente construida. Al mismo tiempo, el sujeto en Beauvoir es menos autónomo que en Sartre, por cuanto en las relaciones morales es intrínsecamente mterdependiente de los otros sujetos. Y, desde luego, la bondad moral, que consiste en liberar la libertad de los otros, también se realiza en interdependencia con los demás, otro rasgo en el que el sujeto beauvoireano se acerca a los planteamientos postmodemos sin confundirse, sin embargo, con ellos, porque no niega la libertad del sujeto, ni lo considera pura construcción social o discursi­ 7 S. Kraks, «Gender and Subjectivity: Simone de Beauvoir and Contemporary Feminism)), Signs, otoño, 1992. „ 8 T. Keefe, «Beauvoir’s Early Treatment of the Concept of Situation »,ozmone de Beauvoir Studies, International Simone de Beauvoir Society, Menlo Park, CA, 1996. . _ . , . _ , . ' 9 E. Lundgren-Gothlin, «Simone de Beauvoir Ethics and its Relations to Current Moral Philosophy», Simone de Beauvoir Studies, núm. 14, Menlo Park, CA, 1997. 12 va. Así pues, el sujeto para Beauvoir es, en parte, autónomo, intrínsecamente libre, pero en su actuación situado, luego en parte construido. En la Introducción del ensayo que sigue a estas páginas, nuestra autora plantea la paradoja de que la mujer, siendo un ser humano de pleno derecho, como el hombre, es considerada por la cultura y la sociedad como la Otra, como un ser diferente del varón y, por ello, otro que él. ¿De dónde le viene a la mujer tal calificación? ¿Por qué no se da la reciprocidad en el uso de esta categoría? Este es el concepto clave en tomo al cual gira toda la obra: explicar por qué la mujer es la Otra. Beauvoir nos hace saber que la investigación que emprende se llevará a cabo desde la perspectiva de la moral existencialista. A continuación expone los presupuestos básicos de esta moral10: 1) Todo sujeto se afirma concretamente a través de los proyectos como una trascendencia. Afirmación netamente existencialista; el sujeto se hace ser a través de lo que él hace, pues antes de hacer nada es una mera existencia sin esencia, sin entidad, arrojada en el mundo. Ese hacerse ser consiste en realizar acciones que son cumplimiento de los proyectos-fines que se ha propuesto. 2) Sólo hace culminar su libertad cuando la supera constantemente hacia otras libertades. Es decir, sólo me realizo como libertad superando constantemente lo que soy y alcanzando nuevas libertades desde las que haré nuevos proyectos. Si el sujeto es proyecto de ser, lo es constantemente, a lo largo de toda su vida, y ésta es un encadenamiento de proyectos. 3) No hay másjustificación de la existencia presente que su expansión hacia unfuturo indefinidamente abierto. En la moral existencialista —que Beauvoir ya había desarrollado previamente, como se ha explicado— la justificación de la existencia es asumirla, querer trascenderse continuamente ampliando en cada cumplimiento de ser nuestra libertad y haciéndonos ser a través del ejercicio de la trascendencia. 4) Cada vez que la trascendencia recae en la inmanencia se da una degradación de la existencia «en sí», de la libertad en facticidad; esta caída e s u n a f a l t a m o r a l s i e s C O N SE N T ID A PO R EL SUJETO ; SI L E E S IN F L IG ID A , SE T R A N S F O R M A E N U N A F R U ST R A C IÓ N Y U N A O P R E SIÓ N ; E N A M B O S C A S O S E S u n m a l a b s o l u t o . En estas últimas afirmaciones está la clave 10 Véase página 59. 13 para interpretar correctamente la investigación que Beauvoir lleva a cabo en este ensayo. En la moral existencialista no ejercer la trascendencia es siempre una falta moral: si no me asumo como libertad, si no reconozco que mi propia forma de ser es un existir abierto hacia el futuro que forzosamente ha de elegir lo que quiere ser, si no elijo ser algo, si no hago proyectos, entonces me rebajo ontológicamente y me equiparo a las cosas, seres en sí, pura inmanencia, porque siempre son iguales a sí mismos, seres ya hechos, opacos. Mientras que lo que caracteriza al ser humano es precisamente ser «un ser que es lo que no es y que no es lo que es», según la fórmula sartreana. Es decir, como conciencia es lo que no es, porque la conciencia siempre lo es de algo, es «referencia a», es intencional; y como libertad «no es lo que es» porque esa nada que permanentemente encierra en su ser se traduce en posibilidad de ser lo que no es, de hacerse otra cosa a través de lo que proyecta ser. Pues bien, no asumir que somos existencias libres, caer en la inmanencia, es una falta en la moral existencialista si es consentida por el sujeto: si elijo no elegir, ya estoy eligiendo quedarme como estoy, con lo dado, no hacer proyectos ni superarme, quedarme fijada como un objeto en un modo de ser. Ahora bien, no siempre la caída en la inmanencia es elegida; muchas veces es infligida: no podemos realizar nuestros proyectos porque encontramos obstáculos que nos lo impiden, obstáculos que no ponemos nosotros, que están fuera. En este caso, la recaída en la inmanencia, el quedamos como estábamos, es una frustración o una opresión. Obsérvese cómo en el primer caso la inmanencia es querida, consentida; esto es lo que se llama en el existencialismo de Sartre y de Beauvoir una conducta de malafe y es una falta del sujeto. Pero cuando la caída en la inmanencia es infligida, ya no es una falta del sujeto: es un mal que padece porque algo exterior a él le impide realizar su libertad. Las comentaristas de Beauvoir que han leído El segundo sexo desde la óptica de El ser y la nada han cargado el peso en la primera parte de la alternativa: la caída en la inmanencia ES UNA FALTA MORAL SI ES CONSENTIDA POR EL SUJETO y han minimizado la segunda: Si le es infligida se transforma en una frustración y una opresión, porque en la ética de El ser y la nada los límites a la libertad, aunque vengan de fuera, siempre están redefinidos por el proyecto, y por eso el sujeto es siempre absolutamente libre y responsable. Y desde esta óptica 14 entienden la reflexión que hace Beauvoir unas páginas antes11 cuando afirma: Junto a lapretensión de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es unapretensión ética, también está latentación de huir de su libertad y convertirse en cosa (...) es un camino fácil: se evita así la angustia y la tensión de la existencia auténticamente asumida. El hombre que considera a la mujer como una Alteridad encontrará en ella profundas complicidades. De esta forma la mujer no se reivindica como sujeto, porque carece de medios concretos para hacerlo, porque vive el vínculo necesario que la ata al hombre sin plantearse una reciprocidad, y porque a menudo se complace en su alteridad. En este texto se enumeran tres dificultades para la salida de su marginación por parte de la mujer, de las cuales solamente la tercera podría ser tipificada con seguridad como falta moral en la ética beauvoireana, ya que en la segunda no se nos especifica por qué la mujer no plantea ante el hombre su reciprocidad y nos queda la incógnita sobre el tipo de barrera en que se concreta su situación. Sacar de estas reflexiones la conclusión de que: «La condición de ser mujer se entiende como un estado permanente de mala fe sartreana» como hace G. Lloyd12, es interpretar a Beauvoir exclusivamente desde Sartre. Algo similar hace M. Le Doeufif13, ignorando la ética de Beauvoir—sus obras escritas antes de El segundo sexo donde ya se explicaba lo que era la opresión—, lo cual denota una enorme falta de rigor crítico por parte de esa filósofa. Otro punto de El segundo sexo no bien comprendido en muchos casos es el uso de la categoría de Otra que hace Beauvoir. Al ser una categoría también usada por Sartre, se tiende a asim ilarla al significado que tiene en El sery la nada, pero no es así. Sartre, como Beauvoir, toma de Hegel esta categoría y le da un tratamiento fenomenológico de tipo husserliano usándola para analizar las relaciones entre prójimos y señalar tanto el carácter conflictivo cuanto la reciprocidad de las conciencias. Beauvoir la usa en el sentido de la fenomenología hegeliana para señalar la relación parcial y unilateral entre las conciencias del hombre y de la 11 Página 53. 12 En G. Lloyd, art. cit. 13 En M. Le Doeuff, op. cit. i 15 mujer y la ausencia de reciprocidad entre ellas como rasgo contrario a lo que ocurre entre los grupos humanos que estudia la antropología cultural. En definitiva, en Sartre la categoría de Otro sirve para explicar la lucha por el reconocimiento entre las conciencias, la tensión de las relaciones humanas en un mundo de hombres —aunque no se mencione el género en El ser y la nada ; en Beauvoir la categoría de Otra sirve para explicar la división de la sociedad en dos grandes grupos: el de los hombres, que es el grupo opresor, y el de las mujeres, las Otras, que es el grupo oprimido. Por eso declara Beauvoir que la dialéctica hegeliana de la autoconciencia, tan bien o mejor que la lucha a muerte entre los humanos por el reconocimiento, ejemplifica la relación entre el hombre y la mujer en la sociedad patriarcal. Porque la mujer, como el esclavo, si bien se reconoce como conciencia en la conciencia libre del varón, se reconoce como conciencia dependiente de aquélla; su identidad le viene concedida en cuanto se reconoce como vasalla del hombre, de lo contrario es poco «femenina». También, como el siervo, la mujer en la sociedad patriarcal —y lo son todas las conocidas— es mediadora entre el hombre y las cosas; es la Otra ante la cual el hombre se erige como pura trascendencia, como único ser trascendente. Lo mismo que en las relaciones amo-esclavo, y al contrario que en las relaciones entre grupos sociales que estudia la antropología, la relación hombre-mujer no encierra reciprocidad. Este es el rasgo diferenciador de la categoría de Otra aplicada a la mujer, rasgo que no es considerado en los análisis sartreanos. Beauvoir muestra, en la parte dedicada a la historia de la condición femenina, segunda parte del primer volumen, que, desde los primeros tiempos del patriarcado, los hombres mantuvieron a las mujeres en estado de dependencia detentando todos los poderes y estableciendo códigos contra ellas. Las redujeron a la condición de Otras que convenía, no sólo a sus intereses económicos, sino también a sus pretensiones ontológicas y morales. ¿En qué sentido? En el sentido hegeliano de que cuando un sujeto quiere afirmarse como tal, necesita de otro que lo limite y lo niegue, de modo que no se realiza como tal sujeto sino a través de otra realidad que no lo sea. Pues bien, la mujer es para el hombre esa realidad intermedia entre la Naturaleza y el semejante, el otro varón. La Naturaleza se le opone con su hostilidad y él lucha para dominarla, la domina pero no se siente colmado. El otro varón se le enfrenta, entra en conflicto con él, ambos pretenden afirmarse como 16 conciencias soberanas. El drama podría resolverse si cada sujeto reconociese al otro como otra conciencia igual a la suya, pero —señala Beauvoir— la amistad y la generosidad que se requieren para ello no son virtudes fáciles: requieren reconocer al prójimo el mismo rango que el suyo propio y aceptar su libertad, lo cual los mantiene en perpetua tensión. Sin embargo, con la mujer no le ocurre eso; la mujer es, justamente, el ser intermedio entre la Naturaleza y el semejante —el otro varón, la otra conciencia que le mantiene en situación inestable. Entre el amo y el prójimo, entre el mismo y el semejante, el varón ha construido a la mujer como una Otra peculiar que le sirve de mediadora para realizarse como el ser trascendente que es sin pasar por «la dura exigencia de un reconocimiento recíproco». La mujer, como el esclavo, es la mediadora porque, al ser la que da la vida, está directamente relacionada con la Naturaleza, mientras que el hombre se relaciona con la Naturaleza a través de ella. La mujer es puente entre la Naturaleza y el varón, porque dar la vida es mantenerse en la inmanencia, asegurar la repetición y la permanencia de la especie; pero, al mismo tiempo, siendo semejante al hombre y reconociendo en la trascendencia que él realiza su esencia humana, permite al hombre enseñorearse sobre la Naturaleza, dominar lo inmanente, imprimir sus valores en el mundo. La mujer es, pues, la Otra por la opresión que le inflige el varón. Todo El segundo sexo es una investigación acerca de este hecho. Las dos partes en que se divide la obra corresponden a las dos fases de la investigación según el método regresivo-progresivo que Beauvoir pone enjuego14. Es decir, un análisis de lo que ha dado lugar a este estado de cosas, por eso regresivo, que rastrea en los orígenes. Segundo, reconstruir cómo viven las mujeres esta situación. En la primera fase se estudian, pues, los elementos que han hecho posible esa situación de oprimida en la que se encuentra la mujer. En primer término, Beauvoir resitúa a la mujer en su marco socio-cultural y, para ello, previamente traza el marco, esto es, describe cómo la conciben la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, la historia y los mitos, pilares culturales sobre los que se gesta la conceptualización de la mujer. Esta descripción involucra ya el desenmascaramiento, por parte de Beauvoir, de los elementos ideológicos que incluyen estos ámbi­ 14 Y que Sartre luego utilizará y teorizará en la Crítica de la razón dialéc­ tica. i 17 tos de la cultura y el análisis crítico de los presupuestos sobre los que se cimentan, análisis que lleva a cabo desde el enfoque de la filosofía existencial: esto es, concibiendo a la mujer como existente a partir de la facticidad de su situación. Lo que Beauvoir plantea, en discusión con las ciencias naturales y humanas y con la cultura, es el juego de los elementos determinantes y de la libertad en la configuración conceptual de la mujer en las sociedades occidentales. Dado que la mujer, como ser humano, es trascendencia y libertad, ¿cómo es posible que se encuentre sometida por el otro ser humano que es su semejante —el hombre— y en qué características femeninas, si es que las hay, se apoya esta dominación? Ésta es la cuestión de fondo que late a través de toda la fase regresiva del análisis: Beauvoir va desenmascarando los prejuicios, los tópicos, los puntos de inflexión de la ideología masculina que han producido y perpetúan esta situación. En primer lugar, interroga a la biología. ¿Es la constitución biológica lo que explica que la mujer sea la Otra? Respuesta negativa. Si bien es cierto que existen diferencias anatómicas evidentes entre varón y mujer, éstas no determinan el ejercicio de la trascendencia, luego no son significativas para justificar una jerarquización de los sexos. Lo que distingue verdaderamente a la hembra humana del macho es su evoluciónfuncional, lineal en el hombre, mucho más compleja en la mujer, quien, desde el nacimiento, «queda poseída por la especie», por su condición de receptáculo y sede de la reproducción de la vida biológica: todos los momentos de su evolución funcional están marcados por ese destino biológico. Pero Beauvoir define al ser humano —al igual que Ortega y Sartre— como un ser histórico y cultural; por tanto, los datos de la biología sólo nos informan de una parte del problema. Para explicamos la condición de la mujer hay que averiguar también cómo ha sido captada la Naturaleza a través de la historia. Esto nos lleva a analizar a la mujer desde otro aspecto: el de la psicología. Beauvoir se dirige al psicoanálisis, el único planteamiento de la psicología que le ofrece interés para su investigación. En discusión con el psicoanálisis se descubre que las diferencias hombre/mujer son también culturales, es decir, están en función de la cultura y se transmiten a través de la educación. El análisis regresivo, que recorre las teorías psicoanalíticas sobre la psicología diferencial hombre/mujer, nos desvela la inconsistencia de algunas de sus afirmaciones capitales: 1) La de que la sexualidad es algo 18 dado e irreductible. 2) La de plantear la libido de la mujer escindida entre tendencias viriloides y femeninas. A lo primero objeta Beauvoir que la sexualidad se enmarca en el ámbito más amplio de la búsqueda de ser, que es la principal característica del existente, siendo uno de sus aspectos. A lo segundo opone el planteamiento de que —igual que el hombre— habrá de dudar la mujer entre adoptar el papel de objeto o reivindicar su libertad. En consecuencia, las conductas que no responden al criterio psicoanalítico de normalidad —femeninas o masculinas— serán enjuiciadas por el existencialismo en relación con la trascendencia, como libres o de mala fe, bajo el supuesto de que la mujer, como ser humano, es creadora de valores y su conducta implica decisiones que no pueden ser enjuiciadas sino desde el criterio de aumentar o disminuir la libertad. En suma, tampoco la psicología nos explica el hecho de la supeditación de la mujer al varón. Continúa el análisis regresivo interrogando ahora a otra disciplina: el materialismo histórico. El materialismo histórico nos ha puesto de manifiesto que el hombre es una realidad histórica y que es capaz de transformar la naturaleza mediante la praxis. Si la biología nos ha mostrado que en la mujer el dominio del mundo es menor porque está, más que el hombre, supeditada a la especie, el marxismo nos ha puesto de manifiesto que el dominio del mundo es cuestión de cultura y que la cultura no tiene sexo. Entonces, ¿cómo ha sido posible la opresión de la mujer? Engels, aceptando la teoría de Bachofen —hoy completamente desacreditada por la investigación antropológica— de la existencia de un matriarcado primitivo al que sucedió el patriarcado con el descubrimiento y utilización de los metales, sitúa en ese momento prehistórico el origen de la supeditación de la mujer. La aparición de los metales proporciona mejores armas al hombre primitivo, lo cual le permite roturar más tierras, ser más eficaz en la caza y en la lucha contra sus congéneres. Este mismo fenómeno posibilita la iniciación de la propiedad privada, el comienzo de la esclavitud y el sometimiento de la mujer. Beauvoir, sin embargo, piensa que la reducción a lo económico es una explicación insuficiente para dar cuenta de la subordinación de la mujer. Cree que tiene que haber en el ser humano una tendencia más radical y originaria que explique su apego a la propiedad para que sea posible elucidar tal hecho. En efecto, existe en los humanos una infraestructura ontológica según la cual no logran captarse sino alienándose. El ser humano se aliena en el dinero, 19 en la posesión. La opresión de la mujer es un caso más derivado de esta constitución ontologica. Surge de la pretensión originaria de la conciencia humana a la dominación del Otro que, en el hombre, reforzada por el descubrimiento de los instrumentos de metal — que él maneja mejor que la mujer porque tiene más fuerza—, produce la división del trabajo y la consiguiente reclusión de la mujer en el hogar mientras él hace la guerra contra sus iguales. En este hacer la guerra el hombre arriesga la vida, mientras que la mujer, recluida en el hogar, no arriesga sino que da la vida, en su papel de reproductora de la especie. Sin embargo, celebra con el hombre sus hazañas guerreras y sus expediciones de caza, es decir, acepta los valores de los hombres, mientras que a su función de reproducción no se le otorga valor en su grupo social. Así es como se impuso el valor de arriesgar la vida por encima del valor de la vida, «el dominio del sexo que mata sobre el sexo que engendra». ¿Qué significa esto? Si tenemos en cuenta que para Beauvoir el ser humano es cultura más que naturaleza, si llevar una vida propiamente humana es trascenderse en su ser en el cumplimiento de los proyectos, sólo realiza su trascendencia el hombre, quien al poner otros valores por encima del valor de la vida se realiza como ser cultural que es, mientras que la mujer, condicionada por su constitución biológica, en esa cultura determinada que privilegia otros valores por encima del de la vida, se ve abocada a la inmanencia. Para Beauvoir, pues, no es la servidumbre biológica la causa directa de la opresión sino una cultura que redefinió el factor biológico en esos términos —como lo ha expresado Celia Amorós15. Porque también podría haber ocurrido que la cultura privilegiase la reproducción biológica, por ejemplo, si se hubiera considerado importante la reproducción porque al aumentar el número de miembros de la tribu ésta se hacía más fuerte. Pero no fue así. Estamos en el punto más polémico de todo el ensayo: ¿Cómo se originó la opresión? En la Introducción nos dice Beauvoir que esta situación no ha acontecido, que no se ha producido ni por evolución ni por un acontecimiento. Y ella mis- 15 Celia Amorós, «“La dialéctica del sexo”de Sulamith Firestone: modulaciones en clave feminista del freudo-marxismo», Historia de la teoría feminista, publicación coordinada por Celia Amorós, Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid y Comunidad de Madrid, 1994. 20 ma sale al paso de la objeción ¿es entonces algo Natural?, respondiendo: «En realidad la naturaleza no es un hecho inmutable, como tampoco lo es la realidad histórica. Si la mujer se descubre como lo inesencial que nunca se convierte en esencial, es porque no opera ella misma esa inversión»16. ¿La Naturaleza no es un hecho inmutable? ¿Cuál es el alcance de esta afirmación? Quiere decir que la Naturaleza puede ser manipulada por la cultura, que el ser humano puede dominarla. En el capítulo dedicado a interrogar a la biología nos ha dicho que la única diferencia entre macho y hembra humanos es su evolución funcional. Esta evolución funcional no es un obstáculo para la igualdad en nuestra cultura occidental actual, pero en una cultura que privilegie la fuerza física y la resistencia en el combate, como la cultura de la Edad de los metales, sí lo era. De los tres factores que concurren en la opresión de la mujer según la hipótesis de Beauvoir —ontologico, biológico y cultural— el factor decisivo es el cultural: el hombre pone en cuestión su vida por alcanzar otras metas, otros valoresfines que son para él superiores, como el poder, la riqueza, el reconocimiento de otros clanes o tribus. Así realiza su trascendencia en un reino puramente humano. La mujer, atada a la especie por su función reproductora, se limita a dar la vida, algo que en esa cultura no es un valor; por eso no alcanza la plenitud de lo humano, es la Otra. Y, por esta razón, la cuestión de la liberación será también una cuestión de cultura, es decir, de valores. Dos feministas radicales norteamericanas de la década de los setenta se encargarán de dar continuidad y nuevos desarrollos a uno de los factores aquí señalados por Beauvoir: el factor biológico. Me refiero a S. Firestone y K. Millett. Sulamith Firestone, que tan deudora se declara de nuestra autora, a quien dedica su principal libro, Dialéctica del sexo, prefiere la explicación biologicista sin más. El aparato conceptual utilizado por Beauvoir le parece a esta autora —que no tiene una formación filosófica— excesivamente sofisticado e innecesario para explicar el problema. Para ella la única causa de la opresión de la mujer ha sido su constitución biológica. La diferencia sexual está, para Firestone, en la base de todas las demás diferencias, como la división sexual del trabajo o la división en clases —que ella propone— de los sexos. Firestone, que desarrolla un feminismo materialista 16 Página 51. 21 apoyado en el materialismo histórico como concepción adecuada de la sociedad y de la historia, propugna una revolución sexual paralela a la revolución proletaria, que consistirá en qué las mujeres controlen los medios de reproducción al mismo tiempo que los proletarios controlan los medios de producción porque, efectivamente, en la trampa de la reproducción está el origen de la opresión que sufren las mujeres. Firestone piensa que los avances científico-técnicos de nuestro tiempo permitirán que las mujeres se liberen de las servidumbres de la maternidad natural, lo cual es una de las trabas para la liberación, como señala también Beauvoir. Kate Millett, asimismo continuadora de Beauvoir, por cuanto se autositúa en la tradición ilustrada de nuestra filósofa y reconoce su influencia, profundiza en los planteamientos beauvoireanos en su libro Política sexual. Si entendemos por política: «el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo», el patriarcado es considerado como política sexual. Para Millett el sexo es una categoría social impregnada de política. La relación entre los sexos es política porque es una relación de poder. De ahí su célebre afirmación : «Lo personal es político», expresando que hasta en las relaciones personales se introducen elementos de poder y de dominación. Beauvoir menciona el patriarcado como el marco de referencia en el que se produce y existe la opresión de la mujer; Millett piensa que el patriarcado como sistema de dominación es la base sobre la que se asientan todos los demás sistemas de dominación, como el de las clases o el racial, y además tiene la peculiaridad de que se adapta a todos los sistemas económico-políticos, ya sea el feudalismo, el capitalismo, el socialismo, la democracia, etc. Por tanto, el objetivo fundamental en la lucha de las mujeres por la liberación de la opresión es la abolición del patriarcado, que ha de tomarse como prioritario por encima de la abolición de las clases. En El segundo sexo Beauvoir todavía piensa que con el advenimiento del socialismo —sistema político hacia el que creía que irían evolucionando las sociedades del siglo xx— las mujeres conseguirían la igualdad con los hombres. Pero en los años setenta ya se había convencido, por su conocimiento de los países del «socialismo real», de que él cambio del sistema de producción no había dado lugar ni al hombre ni a la mujer nueva que Alejandra Kollontai soñó, y por eso, en esta década se alinea con el feminismo radical 22 francés en el Mouvement de Liberation des Femmes, sosteniendo en este punto la misma tesis que las norteamericanas radicales. Otro aspecto en el que Millett es continuadora de Beauvoir es en su posición crítica en relación con la «revolución sexual» de los sesenta, en el sentido de que no hay que dejarse engañar por la retórica de los que se presentan como liberadores del sexo —el libro del que nos ocupamos contiene una dura crítica a novelistas que se han presentado como tales: Mailer, Miller, Lawrence—, que no son sino gestores de la política sexual, los cuales, bajo un aspecto diferente, siguen ejerciendo el poder sobre las mujeres. Millett, al igual que Beauvoir en El segundo sexo, analiza como elementos de la política patriarcal los mitos y la religión, señalando también que los mitos han sido creados por los hombres, la ambivalencia de la mujer en ellos y su conceptualización como la Otra, que considera elaborada por el sistema patriarcal. Otras feministas como S. Kruks17y E. Lundgren-Gothlin18, y desde otra perspectiva —la de buscar en el feminismo de Beauvoir puentes entre la Ilustración y la postmodemidad—, han señalado que el hecho de que el sujeto beauvoireano sea siempre un sujeto corporeizado —a diferencia del de Sartre y a semejanza de Merleau-Ponty— es un ingrediente importante a la hora de entender la opresión de las mujeres. Esta observación las acerca a Firestone en el sentido de que otorgan a la diferencia sexual un peso considerable en la opresión. Después de su discusión con el materialismo histórico hace Beauvoir un recorrido por la historia de Occidente, en el capítulo titulado «Historia», el cual nos muestra que tanto en la prehistoria —por lo que se deduce de lo en 1949 sabíamos de las sociedades etnológicas— como en los períodos históricos, la mujer siempre ha estado subordinada. Lo ha estado desde los grupos humanos más antiguos, que eran nómadas, hasta la aparición de la agricultura y la vida sedentaria. Primero, sujeta a la reproducción y la crianza, luego, en la etapa agrícola, aun cuando se da mayor importancia a los hijos, las fruiciones de procrear y amamantar no se consideran actividades propiamente humanas, sino fruiciones biológicas. Por otra parte, el trabajo doméstico —el único compatible con la maternidad— por su carácter repetitivo, la condena a la monotonía y la inmanencia. Beauvoir insiste en esta diferencia 17 En S. Kruks, art. cit. 18 En E. Lundgren-Gothlin, art. cit. 23 entre llevar a cabo funciones que nos vienen dadas por una instancia externa al sujeto y las actividades de tipo creativo, que son realizadas únicamente por los hombres. Insiste en que la actividad masculina es una actividad que implica trascenderse, abrir nuevos horizontes de acción, dominar los elementos naturales. En el recorrido histórico por las diversas etapas que suceden a las sociedades patriarcales antiguas, la sociedad feudal medieval, la sociedad conyugal moderna y la sociedad contemporánea —con referencia especial a Francia a partir de la época medieval— reconstruye una historia de las mujeres desde el enfoque existencialista de la que se desprenden varias conclusiones que nadie antes había sacado a la luz y que tienen una importancia capital porque constituyen las condiciones de posibilidad de cualquier estrategia emancipatoria. Por ejemplo, la conclusión de que la historia de las mujeres ha sido hasta ahora hecha por los hombres, porque ellas nunca detentaron el poder ni crearon los valores; algunas se rebelaron contra la dureza de su destino, como Olympe de Gouges o Mary Wollstonecrañ; a veces se organizaron para llevar a cabo protestas colectivas, como las sufragistas anglosajonas reclamando el voto. Pero si unas u otras consiguieron algo fue porque los hombres estuvieron dispuestos a ceder. Por ejemplo, el feminismo como tal nunca ha sido un movimiento autónomo —estamos en 1949—, las mujeres nunca han constituido una casta separada y como sexo nunca han buscado desempeñar un papel en la historia; cuando han intervenido en el curso de la historia, ha sido de acuerdo con los hombres y desde perspectivas masculinas. Parafraseando a Marx, afirma Beauvoir que no es la inferioridad lo que ha determinado la insignificancia histórica de las mujeres, sino, al contrario, su insignificancia histórica lo que ha determinado su inferioridad. El análisis regresivo se dirige ahora al estudio de los mitos a través de los cuales los hombres han construido la imagen de la mujer que convenía a sus intereses. En los mitos la mujer, como la Otra que es, se presenta con la misma ambigüedad que la idea de lo otro; no se encama en un concepto fijo, sino que es algo ambivalente desde cualquier aspecto bajo el que se la considere. Si bien en las sociedades patriarcales el principio verdaderamente creador es el macho, se reconoce el papel de la hembra en la producción de la vida. En los mitos de la mujer como Naturaleza, ella tiene la misma ambigüedad para el hombre que la Naturaleza. La Naturaleza en las sociedades patriarcales occidentales es inferior 24 al Espíritu, la carne al alma, la materia a la idea. La Naturaleza es la fuente de la vida pero también el recéptaculo de la Muerte. El hombre rechaza haber sido engendrado porque su cuerpo es contingente y la Naturaleza volverá a cobrárselo: procede de ella y a ella ha de volver. Los tabúes en tomo al parto en las sociedades primitivas expresan ese horror a la contingencia y a lo material de toda vida y el deseo de separar al individuo de esos elementos que lo atan a lo camal. Beauvoir nos llama la atención sobre el hecho de que, a pesar de que la sociedad rodea de respeto a la mujer gestante, la gestación inspira una repulsión espontánea. En los mitos sobre la virginidad, la ambivalencia que representa la mujer para el hombre tiene una expresión paradigmática. Si la sociedad es muy primitiva y muy sometida al curso de la Naturaleza, hay una actitud de temor a los poderes de la mujer y se exige que sea desvirgada antes de la noche de bodas. En sociedades más evolucionadas, donde el dominio de la población sobre la Naturaleza es mayor, se exige la virginidad. La ambigüedad de la virginidad se manifiesta también en relación con la edad. La virginidad en la mujerjoven tiene un valor positivo, pero si la mujer es vieja, se rechaza; se la considera como maldita porque no ha sido objeto deseable para ningún sujeto de deseo. Beauvoir lleva a cabo en este largo y rico capítulo dedicado a los mitos —del cual he recogido dos brevísimas referencias— una minuciosa desconstrucción de éstos a través de la cual nos ratifica que la condición de la mujer ha consistido siempre en estar sometida, como Otra, al hombre, el cual se ha pensado como el Mismo. Lo que nos revelaban las ciencias naturales y humanas nos lo confirman la literatura, los sueños y las fantasías de los hombres. Los análisis de Beauvoir proceden por estratos de antigüedad: el estrato inferior corresponde a los mitos supuestamente anteriores a la Edad del metal; luego vienen los gestados desde la época del patriarcado consolidado. De unos y otros quedan vestigios en la sociedad contemporánea, donde se reformulan en claves un poco diferentes. Pero los temas perduran. Por eso, un mismo tema, como el de la mujer-Naturaleza, o el horror a la sangre como elemento en el que se concentra el poder femenino, tiene diferentes formulaciones que se van analizando sucesivamente. Por eso, los análisis no se suceden linealmente, sino en espiral; se repiten los temas, sé observa la analogía entre unas formulaciones y otras, pero se recoge también la diferencia. Tanto en las descripciones como en los análisis, su lenguaje está cargado de ironía. 25 Cada descripción va acompañada de su explicación analítica que siempre nos confirma la misma tesis: la marginación de la mujer del mundo masculino que es el úrnco mundo humano; su sometimiento a las reglas que le impone el varón; su estatuto de Otra sin reciprocidad con el Mismo. Termina así la fase regresiva en la que se analizan los elementos y las mediaciones que la ideología masculina pone en juego para fabricar ese «producto intermedio entre el hombre y el castrado» que es la mujer para los hombres. La segunda fase del método ocupa todo el segundo volumen y en ella se reconstruye la manera como las mujeres viven su condición de tales a partir de esa peculiar forma de ser que han hecho de ellas los hombres. En efecto, el problema de la mujer es que su ser-en-elmundo, para decirlo en términos existencialistas, es un ser Otro y precisamente por ser otro que el Mismo, el hombre, se encuentra, de entrada, mutilada como ser humano, no es plenamente sujeto. Es, como lo expresa Sartre citando a Beauvoir: «Objeto para el otro y para sí mismo antes que sujeto.» «Sabe» lo que ella es a través de lo que el hombre la hace ser. Y tiene que hacer, por tanto, su aprendizaje del mundo por «ideología interpuesta», descubriendo que su ser no es el ser que los otros —los hombres— pretenden que es. Lo cual supone una notable desventaja en relación con los hombres. Hace Beauvoir un recorrido por las diferentes etapas de la vida de la mujer: infancia, juventud, iniciación sexual. Dentro de la edad adulta dedica varios capítulos a diferentes aspectos de la vida de las mujeres: el lesbianismo, la mujer casada, la mujer madre, la vida social, las figuras de la prostituta y la cortesana como modelos de opresión. Las figuras de la narcisista, la enamorada y la mística como salidas de mala fe a una situación de subordinación. Termina el volumen con una cuarta parte titulada «Hacia la liberación» en la que señala vías de salida de la opresión al tiempo que va indicando las dificultades. Para reconstruir la manera en que viven las mujeres su condición, Beauvoir echa mano de biografías, obras literarias, diarios y testimonios clínicos recogidos por médicos y psicólogos, donde se refleja esa experiencia vivida de las mujeres, tal como lo expresa el subtítulo de este segundo volumen, el cual se inicia con la afirmación que se ha hecho célebre: «No se nace mujer, se llega a serlo», transmitiéndonos —dicho con el lenguaje del feminismo actual— que el género es una construcción cultural sobre 26 el sexo, esto es, que la feminidad y la masculinidad son formas de ser mujer u hombre determinadas por la cultura y la sociedad y, por tanto, que no existe, como ya nos decía en la Introducción, una esencia femenina, algo que caracterice a la mujer ontològicamente como tal, y lo mismo ocurre con una supuesta esencia masculina. En la teoría feminista es conocida la interpretación —en una línea de pensamiento postmoderno— que hace J. Butler19de esta proposición de Beauvoir. Según Butler, el «llegar a ser» tendría un doble sentido: impuesto, por un lado, por la cultura y los usos sociales y elegido, por otro. Para sostener esto, Butler supone que la actividad de las mujeres, al ser conciencias existentes en el sentido sartreano, es elección, pero que tal elección no sería la de un «yo» cartesiano incorpóreo, sino la de un yo corporeizado y, por tanto, ya inculturado, con lo cual nunca sería una elección absolutamente libre. Tendría la conducta de las mujeres algo de apropiación de proyectos y algo de prescripción social; esta última se deslizaría subrepticiamente en sus proyectos y no se haría manifiesta a una comprensión reflexiva; de este modo interpreta Butler la opresión que sufren las mujeres como Otras. Si el género es construcción cultural y también elección, Butler se congratula de que ima ya pueda elegir el género, puesto que no tiene por qué estar vinculado al sexo y además tampoco tiene por qué atenerse a una clasificación binaria —masculino o femenino—; podríamos «inventar» otros géneros si, como señala Foucault20, el género es una interpretación del sexo y son posibles muchas interpretaciones, o podríamos clasificamos los humanos por rasgos del cuerpo diferentes del sexo y así distinguimos no por criterios binarios sino múltiples, con lo que conseguiríamos una probferación de géneros, como señala M. Witig21. Butler lleva la cuestión del género más allá del marco de referencia en el que Beauvoir lo sitúa, que es el de la binariedad 19 J. Butter, «Sex and Gender in Simone de Beauvoir’s Second Sex», Yale French Studies, 1986, Special Issue. También en «Variaciones sobre sexo y género. Beauvoir, Witig, Foucault», recogido en el libro de S. Benhabib y D. Cornell Teoríafeminista y teoría crítica, Edicions Alfons el Magnánim, Generalität Valenciana, 1990. 2° M. Foucault, Herculine Barbin, llamada Alexina B., Madrid, Ed.'Revolución, 1985. Citado por Butler. 21 M. Witig, «One Is Not B om a Woman», FeministIssues, 1,2. Citado nor Butler. F 27 masculino/femenino. «No se nace mujer» quiere decir que no se nace sensible, abnegada, modesta, sumisa, afectuosa etc., es decir, que no se nace con los atributos de la feminidad; pues lo que denominamos masculinidad o feminidad son modos de conducta adquiridos. «Se llega a serlo» expresa que la adquisición de los caracteres secundarios correspondientes al género es un proceso de inculturación que se lleva a cabo a través de la educación. En el caso de la mujer, esta adquisición implica una negación de su trascendencia: lo que se le hace aprender son conductas en las que su libertad constitutiva se ve continuamente coaccionada. Con el resquicio de libertad que le queda, en algunos casos podrá luchar activamente por su liberación; pero Beauvoir ve la liberación no como un cambio de género sino como una consecución de la igualdad con los hombres. Cómo se llega a ser mujer en las sociedades patriarcales occidentales es lo que nos va mostrando Beauvoir a lo largo de toda esta segunda parte de su ensayo. Desde la más temprana infancia —Beauvoir se atiene a las teorías de la época, ahora se sabe que desde el nacimiento— a las niñas se las educa de manera diferente que a los niños: se les colma de caricias y de arrumacos, se les fomenta la sensibilidad. Mientras que a los niños se les inculca la dureza: los niños no lloran, un niño no pide que le besen, los niños no se miran a los espejos, se les dice. Y, al mismo tiempo, se les transmite que son educados así por ser superiores. En lo que se refiere a este período, la postura de Beauvoir acerca de la importancia del falo es de discrepancia con el psicoanálisis ffeudiano y sus seguidores. Según ella, la famosa «envidia del pene» no es un sentimiento que brote espontáneamente de las niñas por la visión del órgano genital masculino, sino que, por el contrario, las niñas envidian el pene porque se dan cuenta de que quien lo tiene es un privilegiado. De todos modos, el pene es un elemento privilegiado de alienación para el niño —explica Beauvoir, siguiendo su teoría arriba expuesta de la tendencia espontánea a la alienación entre los humanos— puesto que es un símbolo de autonomía —se puede dirigir el chorro—, mientras que el elemento correspondiente al pene en la niña, la muñeca, es un objeto extraño y pasivo que, además, representa todo el cuerpo. Aquí comienza para las niñas el aprendizaje de la pasividad: se les enseña que para gustar hay que hacerse objeto, es decir, renunciar a su autonomía. Mediante la educación se consigue crear un círculo vicioso consistente en que, cuanto más se les coarta la libertad, más pasivas 28 se hacen y, cuanto más pasivas son, menos interés muestran por descubrir el mundo que les rodea y por afirmar su libertad. Beauvoir compara en numerosos lugares la situación de las mujeres con la de los negros en América, que ella conoció por sí misma durante el primer viaje que hizo a EE.UU. en el 47 y también a través de la copiosa documentación que su gran amor, Nelson Algren, le procuró. Las niñas, como los negros americanos, perciben en la pre-adolescencia que han caído del lado malo. Pero la gran diferencia es que los negros, al mismo tiempo que la soportan, se rebelan contra su situación, mientras que las niñas «son invitadas a la complicidad». Repárese en que no dice que sean cómplices, sino que sufren, como un plus que no tienen los negros, la invitación a hacerse cómplices. Muchas caen en ella, justamente las que «se complacen en su rol de Otras». Las demás la viven como pueden. En la época en que Beauvoir escribe ninguna parece rebelarse: el sufragismo se ha extinguido y los movimientos posteriores aún no han surgido. Muchos de ellos son deudores de El segundo sexo, aunque no directamente, porque éste es un ensayo teórico; su influencia ha sido indirecta pero profunda. Ha incidido especialmente sobre las mentes de las mujeres cultas de la segunda mitad del siglo, las cuales han aprendido a analizar su situación de grupo oprimido, a luchar individualmente por su dignidad en las relaciones personales, a organizarse colectivamente cuando era el momento y a educar a sus hijas para el ejercicio de la trascendencia. La adolescencia es una época difícil para las chicas porque es el comienzo del sometimiento a las servidumbres de la especie. Beauvoir insiste en la desventaja que supone frente a los chicos la existencia de la menstruación y todo lo que implica el ciclo menstrual así como las repercusiones que tiene en la vida de la adolescente. En estepunto muchas feministas, sobre todo anglosajonas más o menos defensoras del feminismo de la diferencia, se han opuesto a sus posiciones. Por ejemplo, G. Lloyd22interpreta que Beauvoir concibe el cuerpo femenino como una carga que la ata a la inmanencia, M. Evans23la acusa de un cierto biologismo esencialista por reparar en estas peculiaridades biológicas y J. Okely24tacha sus argumentos de reduccionismo biológico cuando para ella la primera menstruación 22 En G. Lloyd, art. cit. 23 En M. Evans, op. cit. 24 J. Okely, Simone de Beauvoir, Londres, Virago Pioneer, 1986. «era un alegre llegar a convertirse en mujer», y le reprocha sobrevalorar las consecuencias de la capacidad de la hembra para gestar y lactar y usarlas para explicar una inevitable división del trabajo en las mujeres. Es cierto que para Beauvoir el factor biológico es uno de los ingredientes que permitieron al hombre hacer de la mujer Otra, como hemos visto. Una cultura que no valorase la fuerza física ni el deporte de riesgo y que considerara como una gran gesta la concepción y el parto haría de estos avatares una gloria. Pero la cultura patriarcal no los ha valorado nunca y por eso son una desventaja para la mujer. La segunda de las autoras citadas la acusa además de regirse por valoraciones culturales judeo-cristianas al hacer esta descripción de los hechos. La iniciación sexual es un proceso complejo y contradictorio para la mujer en la sociedad patriarcal. Hacerse objeto, hacerse pasiva, son elementos del rol de la mujer en el encuentro sexual, sin que ello signifique que sea pasiva ni que sea objeto. No basta con que la mujer se deje llevar, sino que se le demanda una participación activa y esto entra en contradicción con la educación recibida, pues se la ha educado para la pasividad y se le ha llenado la cabeza de tabúes, prohibiciones y prejuicios. Algunas afirmaciones hechas en este capítulo, como «la primera penetración es siempre una violación», le han sido criticadas. Ella misma reconoció haber ido demasiado lejos25y se excusó diciendo que al escribirlo estaba pensando «en las noches de boda tradicionales en las que una virgen ignorante es desflorada más o menos torpemente». Declaró entonces que equiparar la penetración a la violación «nos lleva a aceptar los mitos masculinos que hacen del miembro viril un arado, una espada, un arma dominadora». No todas las mujeres hacen una opción heterosexual. Beauvoir expone sus tesis sobre el lesbianismo en discusión con sexólogos y psicoanalistas avanzando una teoría novedosa en su tiempo, en la que sostiene posiciones que coinciden con las principales reivindicaciones de los colectivos lesbianos desde los años setenta hasta hoy. Polemiza con Marañón en tomo a su teoría de la jerarquía sexual y discute con el psicoanálisis que la tipología lesbiana femenina/lesbiana viril sea válida, que la fijación a la madre baste para explicar la inversión, que el rechazo a hacerse objeto sea siempre motivo en la mujer para llegar a la homosexua- 25 S. de Beauvoir, Tout comptefait, París, Gallimard, 1972. Hay traducción castellana: Final de cuentas, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1978. 30 lidad y que los roles de dominación/sumisión se distribuyan de forma determinada en el amor lésbico. La homosexualidad en la mujer es una actitud elegida en situación, es decir, motivada y libremente adoptada al mismo tiempo, una manera de resolver los problemas planteados por su condición en general y por su situación erótica en particular. Como cualquier conducta humana, puede ser vivida en la mala fe o en la autenticidad. La sociedad burguesa pretende que en la maternidad se cumple la vocación natural de la mujer. Beauvoir niega que ésa sea su vocación natural porque se opone a tal reduccionismo biológico; niega, frente al psicoanálisis, que el hijo represente para la madre lo que el pene para el varón y niega la existencia de un instinto maternal apoyándose en testimonios de la literatura y en historiales clínicos. La historiadora y feminista E. Badinter26ha mostrado, en una investigación sobre el amor materno de los siglos xvn al xx, que tal sentimiento es producto de comportamientos sociales y variable con las épocas y las costumbres, pero no fruto de un instinto. En cuanto a la relación de la madre con los hijos, Beauvoir sostiene que no es cierta la afirmación según la cual la maternidad basta para colmar a una mujer, ni tampoco que el hijo sea para la mujer un complemento de privilegio, como no es cierto que el hijo encuentre una felicidad segura en los brazos de la madre. Nos llama la atención sobre el sadomasoquismo maternal y denuncia, como Poulain de la Barre, el hecho de que a la persona que ha de educar a los hijos no se le dispense la máxima cultura, pues es la tarea más grave y delicada que existe. Sobre la cuestión de la maternidad han sido innumerables las críticas a Beauvoir por parte de feministas que, aun interesadas en otras tesis suyas, en este terreno se alinean con el feminismo de la diferencia para el cual la maternidad es el excelso atributo que nos separa de los machos. Así, por ejemplo, la citada J. Okely, que es antropóloga, señala que Beauvoir describe la maternidad como algo degradante y en conflicto con el ideal existencialista del autodesarrollo del individuo; que el hecho de no considerar creativa la reproducción está emparentado con su mayor apreciación de los valores masculinos y su aceptación de la cultura judeo-cristiana. T. Moi27, por su parte, señala que Beauvoir «come­ 26 E. Badinter, ¿Existe el amor maternal?, Barcelona, Paidôs, 1981. 27 T. Moi, Simone de Beauvoir. The Making of an Intellectual Woman, Cambridge (Mass.), Blackwell, 1994. 31 te el error» de considerar inmanente todo lo relativo al cuerpo femenino, incluido dar a luz, mientras que las metáforas de la trascendencia son viriles. También E. Figes28, que puede considerarse en otros temas continuadora de Beauvoir, se opone a su punto de vista en éste. Para Figes la maternidad es una diferencia positiva respecto de los varones y una experiencia enriquecedora que Beauvoir no podía valorar porque no la tuvo. G. Lloyd29también abunda en su oposición a Beauvoir por cuanto la acusa de considerar inmanencia todo lo que tiene que ver con el cuerpo. Todas estas teóricas del feminismo coinciden, desde sus diferentes formaciones, en valorar muy positivamente la maternidad y estiman que Beauvoir, al señalarla como desventaja para la mujer, muestra que tiene un modelo demasiado «masculino» del ser trascendente. En todas estas interpretaciones subyace una visión de El segundo sexo basada en la filosofía de El ser y la nada. Para el Sartre de El ser y la nada, en el origen de la opresión de un grupo humano está siempre la captación y la asunción de una opresión individual, no al contrario; esto es lo que le hace a G. Lloyd captar en el origen de la opresión de la mujer la asunción de la opresión biológica. No la piensa desde los presupuestos beauvoireanos, en el plano de la moral y como consecuencia de factores externos al sujeto, como son los socio-culturales: desde la situación creada a la mujer por el poder del varón en la sociedad pa­ triarcal. En el último capítulo, «La mujer independiente», señala vías de liberación de la opresión. La primera recomendación es educar a las niñas en la autonomía porque la historia nos demuestra que, cuando a las chicas las ha educado su padre, desarrollan cualidades mucho más activas, como en el caso de la hija de Tomás Moro y tantas otras mujeres que fueron sabias e inteligentes como lo hubiese sido un varón. La segunda es que, cuando sean adultas, consigan la independencia mediante el propio trabajo y la autonomía a través de una lucha colectiva por su emancipación como género. Analiza nuestra autora las situaciones que impiden a las mujeres, en la sociedad de su tiempo, conseguir esa autonomía, y las trampas que les tienden la cultura y las costumbres para impedírselo. 28 E. Figes, en P. Forster e I. Sutton (eds.), Daughters ofDe Beauvoir, Londres, The Women’s Press, 1989. 29 En G. Lloyd, art. cit. 32 La mujer independiente se encuentra dividida entre sus intereses profesionales y sus impulsos afectivos; no renuncia a ser mujer aunque no dependa de un hombre y eso le supone un tiempo y una dedicación suplementarios. Su conseguida autonomía la pone en contradicción con los atributos de la mujer femenina definidos por la cultura, sobre todo en el terreno sexual. La maternidad le supone generalmente un problema para su vida profesional. Lo que debe cambiar para que la mujer cambie es la situación. Cambiemos, pues, la situación; no basta con cambiar la economía si no cambian la moral, la sociedad, la cultura. Y esto no se conseguirá sino por una evolución colectiva de la forma de ser mujer, fruto de una lucha colectiva. Si los dos sexos son seres humanos, si ambos pueden con su libertad obtener los mismos fines, entonces hemos de postular que si supieran gozar de ella habría entre ambos relaciones armoniosas. Beauvoir aboga por el cultivo de las diferencias en la igualdad —en vez de la tan cacareada «igualdad en la diferencia» que pregonan los que no son feministas—, de manera que cada sexo sea otro para el otro, pero en relación de reciprocidad. M. Evans30 le ha reprochado a Beauvoir que el modelo de emancipación que propone está pensado desde valores patriarcales que hoy las feministas ponen en cuestión, ya que al rechazar la subordinación a que está sometida la mujer rechaza al mismo tiempo la feminidad y la sustituye por valores masculinos. Por otra parte, piensa Evans que no todas las mujeres pueden emanciparse de la forma que Beauvoir propone, ya que están sometidas a condicionamientos económicos, morales y sexuales que les impiden liberarse de las relaciones convencionales con los hombres. J. Okely31, también en esta misma línea, llega a reprochar a Beauvoir que propugne el trabajo asalariado para las mujeres cuando a veces puede ser muy duro y servil y que pase por alto el trabajo en la casa. Ambas autoras piensan que el modelo de emancipación es para las mujeres de la clase media que pueden plantearse objetivos vitales distintos al matrimonio y la maternidad, pero no sería aplicable a las clases inferiores. Por esto también tacha al feminismo de Beauvoir de eurocéntrico. Las críticas anteriores no están hechas desde un feminismo ilustrado ni propiamente desde un feminismo de la igualdad, sino, 30 En M. Evans, op. cit. 31 En la obra citada supra. ii 33 como hemos visto en otros aspectos, desde un feminismo más próximo al de la diferencia, es decir, un feminismo para el que la liberación de la opresión masculina consiste, paradójicamente, en acentuar los rasgos de feminidad que los varones siempre nos han atribuido. En cualquier caso, no es radical. El de Beauvoir es un feminismo ilustrado, como señalaba al principio, y radical, es decir, que propone soluciones finales, no intermedias. Los análisis de El segundo sexo están basados en las sociedades europeas occidentales, pero en la medida en que el patriarcado es universal no pueden ser muy ajenas a otras sociedades. En definitiva, lo que ponen en cuestión es el patriarcado y si la maternidad es un hándicap lo es en el contexto de la familia patriarcal, no en sí misma. Beauvoir repitió esto muchas veces en la década de los ochenta. No estaba contra la maternidad, sólo advertía que era una carga para la mujer en su situación actual. La solución es transformar la situación, ir hacia un nuevo tipo de sociedad en la que los roles masculino y femenino, tal como los conocemos ahora, experimenten un cambio radical. Esta no es una posición ni reformista ni posibilista. Es una posición radical. Propone un tipo de sujeto que, siendo trascendente, libre y creativo como el sujeto masculino de la sociedad patriarcal, pueda ejercer la maternidad sin que ello constituya una carga suplementaria como en la actualidad. Y conseguir esto supone cambiar el modo de vida de ambos sujetos, femenino y masculino. 34 Bibliografía A l ic ia M a r t o r e l l Lo siento muchísimo, pero me resulta imposible recuperar las referencias a las obras inglesas que consulté. Hay demasiadas y de algunas sólo tuve la traducción. De todas formas, sería incapaz, sin un trabajo enorme, de encontrar los pasajes que cité*. (S. de Beauvoir a H. M. Parsley, traductor de El Segundo Sexo al inglés, hacia 1951. Citado por D. Bair, Simóme de Beauvoir, A Biography, Summits Books, Nueva York, 1990.) Abran tes, Laure Junot, duchesse d ’, Portugal a principios del siglo xix, recuerdos de una embajadora, trad. de A lberto Insúa, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1945. * Esta elocuente cita apenas da una idea del trabajo que ha supuesto este aspecto de la traducción. No podemos añadir mucho más. Para no sobrecargar el texto con más notas, agrupamos las referencias que hemos podido encontrar en una bibliografía separada. En caso de que exista traducción al castellano, es la que citaremos. Desde luego, se mencionan en el texto bastantes obras de las que no hemos encontrado ninguna pista. En algunos casos, podría deberse a un error de transcripción en el original, pero es difícil tener seguridad a este respecto. También queremos indicar que hemos conservado, cuando no era incompatible con el castellano, la especial forma de puntuar de S. de Beauvoir, pues es muy representativa de una época, de una corriente intelectual y de una forma de pensar. 35 Agee, James, Let us Now Praise Famous M en, Boston, H oughton M ifflin Company, 1941. Alcott, L. M., Aquellas mujercitas, Barcelona, Editorial La Gaviota; 1987. — M ujercitas, Madrid, Editorial Alba, 1997. Aquino, Tomás de, D el gobierno de los príncipes, trad, de Alonso Ordóñez das Seyjas, Buenos Aires, Losada, 1964. Aries, Philippe, Histoire des populations françaises et leurs attitudes devant la vie, Paris, Seuil, 1990. Aristófanes, Lisisfrata, trad, de Eisa García Novo, Madrid, Alianza Editorial, 1992. Arlane», Marcel, Terres étmngères, Pans, Gallimard, 1947. Audry, Colette, Aux Yeux du souvenir, Paris, Gallimard, 1947. — On jo u e perdant, Paris, Gallimard, 1946. 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Es un tema irritante, sobre todo para las mujeres, y no es ninguna novedad. La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada: punto en boca. Y sin embargo, seguimos hablando de ello. Y no parece que las voluminosas tonterías proferidas durante este último siglo hayan arrojado alguna luz sobre el problema. Además, ¿hay algún problema? ¿Cuál es? ¿Acaso hay mujeres? Efectivamente, la teoría del eterno femenino sigue contando con adeptos que susurran: «Hasta en Rusia, las mujeres siguen siendo mujeres»; otras personas bien informadas —que suelen ser las mismas— suspiran: «La mujer se pierde, la mujer se ha perdido.» Ya no sabemos demasiado si sigue habiendo mujeres, si las habrá siempre, si es deseable o no, qué lugar ocupan en este mundo, qué lugar deberían ocupar. «¿Dónde están las mujeres?»., preguntaba hace poco una revista de publicación irregular1. Para empezar: ¿qué es una mujer? «Tota mulier in útero: es una matriz», dicen unos. Sin embargo, cuando hablan de algunas mujeres, los entendidos decretan: «No son mujeres», aunque tengan un útero como todas las demás. Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que en la especie humana hay hembras; constituyen, ahora como siempre, aproximadamente la mitad de la humanidad; sin embargo, se nos dice que «la feminidad está en peligro»; nos exhortan: «Sed mujeres, siempre mujeres, más mujeres.» Por lo tanto, no todo ser humano 1 Ahora ha desaparecido, se llamaba Franchise. 47 hembra es necesariamente una mujer; necesita participar de esta \ realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad. ¿Se trata de algo que segregan los ovarios? ¿Está colgada del cielo de Platón? ¿Bastarán unas enaguas susurrantes para que baje a la tierra? Aunque algunas mujeres se afanen en encamarlo, el modelo nunca ha sido patentado. Se suele describir en términos vagos y relumbrantes que parecen-tomados del vocabulario de las videntes. En tiempos de Santo Tomás, se presentaba como una esencia definida con tanta seguridad como las virtudes somníferas de la adormidera. Sin embargo, el conceptualismo ha perdido terreno: las ciencias biológicas y sociales ya no creen en la existencia de entidades fijadas de forma inmutable que definan caracteres dados como los de la mujer, el judío o el negro; consideran que el carácter es una reacción secundaria ante una situación. Si ya no hay feminidad, será porque nunca la hubo. ¿Quiere eso decir que la palabra «mujer» no tiene ningún contenido? Es lo que afirman enérgicamente los partidarios de la filosofía de la ilustración, del racionalismo, del nominalismo: las mujeres son aquellos seres humanos que reciben arbitrariamente el nombre de «mujer»; en particular, las estadounidenses suelen pensar que la mujer como tal es algo improcedente; si alguna retrasada se sigue considerando una mujer, sus amigas le aconsejan que se psicoanalice con el fin de librarse de esta obsesión. A propósito de una obra, por otra parte muy irritante, titulada Modem Woman: a lost sex, Dorothy Parker escribió: «No puedo serjusta con los libros que se ocupan de la mujer como mujer... Yo creo que todos, hombres y mujeres, no importa, debemos ser considerados seres humanos.» Sin embargo, el nominalismo es una doctrina un tanto limitada, y los antifeministas tienen muy fácil la demostración de que las mujeres no son hombres. Es evidente que la mujer es un ser humano como el hombre, pero una afirmación de este tipo es abstracta; la realidad es que todo ser humano concreto siempre tiene un posicionamiento singularENfegar las nociones de eterno femenino, de alma negra, de carácterjudío, no es negar que existan losjudíos, los negros, las mujeres: esta negación no representa para los interesados una liberación, sino una huida engañosa!, Es obvio que ninguna mujer puede pretender de buena fe situarse más allá de su sexo. Una escritora conocida se negó hace algunos años a que su retrato figurara entre una serie de fotografías consagradas precisamente a las escritoras: quería que la colocasen con los hombres, pero para obtener este privilegio utilizó las influencias de su marido. 48 Las mujeres que afirman que son hombres, no dejan de reclamar atenciones y consideración por parte de los hombres. Recuerdo también una joven trotskista de pie sobre un estrado en un mitin tormentoso que se dispoma a actuar violentamente, a pesar de su evidente fragilidad; negaba su debilidad femenina, pero era por amor a un militante con el que quería estar en pie de igualdad. La actitud de desafío en la que se crispan las norteamericanas demuestra que están obsesionadas por el sentimiento de su feminidad. En realidad basta pasearse con los ojos abiertos para comprobar que la humanidad se divide en dos categorías de individuos en los que la vestimenta, el rostro, el cuerpo, la sonrisa, la actitud, los intereses, las ocupaciones son claramente diferentes; quizá estas diferencias sean superficiales, quizá estén destinadas a desaparecer. Lo que está claro es que de momento existen con una evidencia deslumbradora. Si la función de hembra no es suficiente para definir a la mujer, si también nos negamos a explicarla por.«el eterno femenino» ¡y si no obstante aceptamos, aunque sea con carácter provisional, | que existen mujeres sobre la tierra, tenemos que planteamos la ^pregunta de rigor: l¿qué es una mujer?] El enunciado mismo del problema me sugiere inmediatamente una primera respuesta. Es significativo que me lo plantee. A un hombre no se le ocurriría escribir un libro sobre la situación particular que ocupan los varones en la humanidadL-Si me quiero deJrninjestoya)bIiuada^a-declarar enprimer lugar: «Soy una mujer»; esta verdad constituye el fondo sobre el que se dibujará cualquier otra afirmación. Un hombre nunca empieza considerándose un individuo de un sexo determinado: se da por hecho que es un hombre. Si en los registros civiles, en las declaraciones de identidad, las rúbricas hombre o mujer aparecen como simétricas esuna cuestión puramente formal.Xarelación entre ambos sexos no es la de dos electricidades, dos polos: el hombre representa aLrnismoiiempa^LpQsitivoLy el neutro, hasta el puntó que sé13íce7> individuales dependen de lasituacióneGonómiea-ysocial. De todas formas, los privilegios individuales del macho no siempre le confieren la superioridad en el seno de la especie; la hembra reconquista en la maternidad una autonomía diferente. Algunas veces impone su dominio: es el caso, por ejemplo, de los monos estudiados por Zuckermann; pero a menudo las dos mitades de la pareja llevan una vida independiente; el león comparte con la leona a partes iguales las labores familiares. El caso de la especie humana tampoco se deja reducir aquí a ningún otro; los hombres no se definen de entrada como individuos; nunca hombres y mujeres se desafiaron en combate singular; la pareja es un mitsein original que aparece siempre como un elemento fijo o transitorio de un colectivo más amplio; en el seno de estas sociedades, ¿quién es más necesario para la especie, el macho o la hembra? En los gametos, en las funciones biológicas de la cópula y la gestación, el principio masculino crea para mantener, el principio femenino mantiene para crear: ¿qué pasa con esta división en la vida social? Para las especies fijadas a organismos extraños o a sustratos, para las que reciben de la naturaleza alimentos abundantes y sin esfuerzo, el papel del macho se limita a la fecundación; cuando hay que buscar, cazar, luchar para asegurar la comida necesaria a los pequeños, el macho colabora a menudo en su mantenimiento; esta cooperación pasa a ser absolutamente indispensable en una especie en la que los hijos son absolutamente incapaces de atender a sus necesidades durante mucho tiempo después del destete: en ese caso el trabajo del macho adopta una enorme importancia; las vidas que ha suscitado no podrían mantenerse sin él. Basta un macho para fecundar cada año a muchas hembras; pemparaquedespuéslluslnjos^^ derlos. de los enemigos, para arrancar a la naturaleza todo aquello que necesitan., los..machos.somnecesarios/ El éqüíEbBQjfeJas fiLerzas4 >mdaQtoasj/.reproductoras se realiza de forma diferente enios distintos-momentos»económicos deia historia humana, que condicionania relación del macho-y de la hembraxonios luios y. porjojanto, de ellos entre sí. Ya estamos saliendo del campo de la biología: no podría bastar para establecer la primacía de uno de 98 los sexos en lo que se refiere al papel que desempeña en la perpetuación de la especie. Finalmente, unajsodgjdad^^ en ella la especie serealizaxom a-exi^ hacia el mundo y hacía el futuro; sus costumbres^no^se deducen de la biología; los individuos nunca quedan librados,a su naturaleza, obedecen a la segunda.naturaleza que es la costumbre, y en la que se reflejan deseos y temores que manifiestan su actitud ontològica. Si el sujeto toma conciencia de sí mismo y se realiza, no es como^ueppoTsino como c u e r p o . seva l or a L^ Una vez más, la fisiología no puede fañdamentar valores; las circunstancias biológicas revisten los valores que les confiere loTexisíentelISi el respeto o el miedo que inspira: la mujer impiden el uso de la violencia contra ella, la superioridad muscular del macho no es fuente de poder! Si las costumbres —como en algunas tribus indias— quieren que las muchachas sean quienes eligen marido, o si es el padre quien decide sobre los matrimonios, la agresividad sexual del macho no le confiere ninguna iniciativa, ningún privilegio. La relación íntima de la madréf con el hijo será para ella fuente de dignidad o de indignidad, sei gún el valor que se conceda al niño, que puede ser muy variable! y esta relación misma, ya lo hemos dicho, estará reconocida o noí: en función de los prejuicios sociales. " Así pues.Jmdremos-4 ue^estudiar las circimstociagbiológicas y y iK d e m c ^ ^ económico, social y psicológico. El sometimiento de la mujer a la especie, los límites de sus capacidades individuales, son hechos de enorme importancia; el cuerpo de la mujer es uno de los elementos esenciales de la situación que ocupa en este mundo. Sin embargo,jio b asta con definirlo: sólo tiene realidad vital en la medida en„que l^ agume T¿ conciencia a través de las acciones y en eí seno de una socíedad; la biología no es suficiente para ofrecer una respuesta a íá pregunta que nos ocupa: ¿por qué la mujer es Alteridad? Se trata de saber cómo se ha encamado en ella là hátiifaleza en el transcurso dé la historia; se trata de saber lo, que la-humanidad ha hecho con la hembra humana. le 99 El pimío de vista psicoanalítico El inmenso avance que el psicoanálisis supuso para la psicpfisiologíafue considerar que en la vida psíquica no interviene ningún factor, que revista un sentido humano; lo que existe concretamente.no es el cuerpo-objeto descrito por los científicos, sino el cuerpo vivido por el sujeto. La hembra es una mujer, en la medida en que.se.vivexomo tal. Existen circunstancias biológicas esenciales que no corresponden a su situación vivida: por ejemplo, la estructura del óvulo no se refleja en ella; por el contrario, un órgano sin gran importancia biológica como el clítoris desempeña un papel primordial. La naturaleza nojiefineLaJa mujer: la mujegise-defineLmc^^ afectmdacC Desde esta perspectiva se ha edificado todo un sistema; no pretendemos aquí criticarlo en su conjunto, sino examinar su contribución al estudio de la mujer. No es una empresa fácil cuestionar el psicoanálisis. Como todas las religiones —cristianismo, marxismo— sobre un fondo de conceptos rígidos, manifiesta una flexibilidad incómoda. Tan pronto toma las palabras en su sentido más limitado (el término falo, por ejemplo, que designa con mucha exactitud la excrecencia carnosa que constituye el sexo masculino) como las amplía infinitamente, hasta que adquieren un valor simbólico: el falo podría expresar todo el conjunto del carácter y de la situación viriles. Si tomamos la doctrina en su sentido literal, el psicoanalista pretende que ignoramos su espíritu; si aprobamos su espíritu, pronto querrá encerramos en la letra. La doctrina tiene poca importancia, dice: el psicoanálisis es un métoCapítulo II 101 do; pero el éxito del método fortalece al doctrinario en su fe. Además, ¿dónde encontrar el verdadero rostro del psicoanálisis si no es en los psicoanalistas? Aunque incluso entre ellos, como entre los cristianos y los maixistas, se dan heréticos, y más de un psicoanalista ha declarado que «los peores enemigos del psicoanálisis son los psicoanalistas». A pesar de una precisión escolástica a menudo pedante, quedan muchos equívocos por disipar. Como han observado Sartre y Merleau-Ponty, la proposición «la sexualidad es coextensiva a la existencia» puede entenderse de dos maneras muy diferentes: puede querer decir que todo avatar de lo existente tiene una significación sexual, o bien que todo fenómeno sexual tiene un sentido existencial. Entre estas dos afirmaciones, es posible una conciliación; pero a menudo nos limitamos a deslizamos de la una a la otra. Por otra parte, cuando diferenciamos «sexual» de «genital», la noción de sexualidad se vuelve borrosa. «La^exual esj>ara FreM Ja aptitud inlm desencadenarlo gemtal», dice Dalbiez. Sin embargo, no hay nada más turbio que la idea de «aptitud», es decir, de posibilidad: sólo la realidad es pmeba indudable de posibilidad. Freud, que no era filósofo, no quiso justificar filosóficamente su sistema; sus discípulos pretenden que elude así cualquier ataque de orden metafisico. No obstante, tras todas su afirmaciones se dan postulados metafísicos: utilizar su lenguaje es adoptar una filosofía. Estas confusiones son las que, aunque dificultan la crítica, la hacen necesaria. Ereud n Q se preocupó demasiado p^or el destino de la mujer; está claro que calcó su descripción sobre la del destino masculino^ljmitándpse a modificar algunos de sus rasgos. Antes que él, el sexólogo Marañón había declarado: «Podemos decir que la libido, como energía diferenciada, es una fuerza de sentido viril. Lo mismo diremos del orgasmo.» Para él, las mujeres que alcanzan el orgasmo son mujeres «viriloides»; el impulso sexual es «de dirección única» y la mujer se queda a menudo a mitad de camino1. Freud no llega a tanto; admite que la sexualidad de la mujer está tan evolucionada como la del hombre, pero no la estudia en absoluto en ella misma. Escribe: «Laiibido tienejde forma congtante v regulanesená&ma&QHlim^ la mujer». 1 Es curioso encontrar esta teoría en D. H. Lawrence. En La serpiente emplumada, Don Cipriano se cuida de que su amante nunca llegue al orgasmo: debe vibrar de acuerdo con el hombre, no individualizarse en el placer. 102 Semegaaenunciarta le aparecerá así necesariamente como una desviación compleja de la libido humana en general. Para él, empieza desarrollándose de forma idéntica para ambos sexos: todos los niños pasan por una fase oral que los fija al seno materno, luego una fase anal y alcanzan por fin lafase genital; es el momentoen quese difoencian. Freud ilustró un hecho cuya importancia no se había reconocido plenamente hasta entonces él erotismo masculino se localiza definitivamente en el pene, mientras que en la mujer se dan dos sistemas eróticos diferenciados: uno, clitoridiano, que se desarrolla en el estadio infantil, y el otro, vaginal, que no se desarrolla hasta la pubertad,^ cuando el niño llega a la fase genital, su evolución ha terminado; tendrá que pasar de la actitud autoerótica, en la que el placer se persigue en su subjetividad, a una actitud heteroerótica que vinculará el placer a un objeto, normalmente la mujer; este tránsito se dará en el momento de la pubertad a través de una fase narcisista, pero el pene seguirá siendo, como en la infancia, el órgano erótico privilegiado. La mujer también deberá objetivar a través del narcisismo su libido emelhpmbre, pero el proceso será mucho más complejo, porquetendráiiue pasar del placer clitoridiano al placer vaginal. Só^hay-una^tapa^eiiitaLpara efhomhte,,mientras^queLparaiajpuj^ para ella es„mayQte.I.áesgo,de no culminar s|u evolución sexual, de penriamecer en una.fase infantil, comeldesarrollo de neurosis como consecuencia^ fft'OA Ya en la fase autoerótica, el niño desarrolla una fijación más o menos fuerte hacia un objeto: el chico tiene una fijación con su madre y quiere identificarse con su padre; se asusta de esta pretensión y teme que el padre le mutile para castigarle; del «complejo de Edipo» nace el «complejo de castración»; desarrolla entonces sentimientos de agresividad hacia el padre, pero al mismo tiempo interioriza su autoridad: así se desarrolla el Superyó que censura las tendencias incestuosas; estas tendencias se reprimen, el complejo queda liquidado, y el hijo se libera del padre, que en realidad incorpora a su interior en forma de reglas morales. El Superyó resulta más fuerte en la medida en que el complejo de Edipo está más definido y se combate con más rigor.JEreiid describió primero de for m a j e la historia de la niña; lueinfantif él nombre de complejo^dd'Heeterp^m^ejstá claro que no lo definió tanto en sí mismo: como.a43artin.de su imagen masculina; admite no obsEn- 103 te que entre los dos seLda una diferencia_muy importante:Ja niña tiene primero una fijación materna, mientras que el niño no se ve atraído sexualmentepor el.padre en.ningún momento; esta fijación .es.una.pervivencia de la fase oral; la niña se identifica entonces con el padre, pero hacia la edad de cinco años descubre la diferencia anatómica entre los dos sexos ymaccionamiteja^usencia^^ene^am unjxm plejo^de castración: .piensa que ha sido mutilada y sufre por ello; debe renunciar entonces a sus pretensiones viriles, se identifica con la madre y trata de seducir a su padre. Complejo de castración y complejo de Electrajse refrierzan mujuamente; el sentimiento de frustración de la niña es más agudo, ya que al amar a su padre quisiera asemejarse a él; a la inversa, esta carencia refuerza su amori por laiemura que inspira aLpadre puede ^ompensanmMerioddad, La niña experimenta un sentimiento de,ñvahdad, de hostilidad hacíala madre.Jmego_5e_desarrolla en ella el Supervó y se reprim enlasto pero suSuperyó es más_frágil: el complejo de Électra está menos definido que el del Edipo, dado que la primera fijación ha sido materna; y dado que el propio padre era el objeto de este amor condenado por él, sus interdictos tienen menos fuerza que en el caso del hijo rival. Al igual que su evolución genitñ^vemos que el conjunto del drama sexual es más complejo para la nina;que para sus hermanos: |mede_s.entfrlaientaci6nñ.e.maci?i3aEi^te el complejo de eastraeión reehazando su feminidad, obstinándose en desear un-pene e identificándose comel padre; esta actitud la llegará a permanecer a la frigidez o.a la ho­ mosexualidad. Los lo s reproches esenciales, que se le pueden hacer a esta descripción vienén dé qué Freud la ha calcado sobre un modelo masculino. Supon^quedamujer^seL^iente un hombre mutilado, pero la idea de mutilación implica una comparación y una valoración; muchos psicoanalistas admiten actualmente que la niña desea un pene sin suponer por ello que se haya visto desposeída de él; además, este deseo ni siquiera está generalizado y no puede deberse a una simple confrontación anatómica: muchas niñas no descubren hasta muy tarde la constitución masculina; y si la descubren, es únicamente a través de la vista; el niño tiene una experiencia vívale su pene que k jste or¡^lojao,frene^ ^sj&eimanasrpues éstas sólo,conocen el órganomasculinoLen su exterioridad: esta excrecencia, esta frágil vara de carne sólo les 104 puede inspirar indiferencia e incluso asco; la envidia de la niña, cuando se presenta, resulta valoración previa^deTá vmBdad: Freud la da por hecha, cuando deberíá dar cuenta de ella2. Por otra parte, al no inspirarse en una descripción original de la libido femenina, la noción de complejo de Electa es muy vaga. Ya en los niños la presencia de un complejo de Edipo de orden puramente genital no está en absoluto generalizada; ahora bien, salvo en raras excepciones, no es posible admitir que el padre sea para la hija una fuente de excitación genital; uno de los grandes problemas del erotismo femenino es que el placer elitoridiano se puede aislar; hasta la pubertad no se desarrollan en el cuerpo de la mujer gran número de zonas erógenas, relacionadas con el erotismo vaginal; decir que en una niña de diez años los besos y las caricias de un padre tienen una «aptitud intrínseca)) para desencadenar el placer elitoridiano es una afirmación que, en la mayoría de los casos, no tiene ningún sentido. Si admitimos que el «complejo de Electa)) sólo tiene un carácter afectivo muy difuso, entonces queda planteada toda la cuestión de la afectividad, que la doctrina ffeudiana no nos da medios para definir en cuanto se la diferencia de la sexualidad.fDe todas formas, lo que diviniza al padre no es la libido femenina: la madre no está divinizada por el deseo que inspira al hijo; el hecho de que el deseo femenino se proyecte sobre un ser soberano le da un carácter original, pero ella no es constitutiva de su objeto, lo sufre\ La soberanía del padre es un hecho de orden social y Freud fracasa al explicarlo; él mismo confiesa que es imposible saber qué autoridad decidió en un momento de la historia que el padre tendría primacía sobre la madre: esta decisión representa para él un progreso, pero no se conocen sus causas. «No puede ser en este caso la autoridad paterna, porque precisamente esta autoridad le ha sido conferida al padre por el progreso)), escribe en su última obra3. Al haber comprendido la insuficiencia de un sistema que hace descansar el desarrollo de la vida humana únicamente en la sexualidad Adlet.se distancia,de Freud: piensa,q.uefriny-qu^atritafr^lo^aja persqm .que_en Freud todas las CQnductasaparecemprovocadasporeldeseo^es^decir^porJaiúsqueda delplacer,^Adler ve al hombre como perseguidor de deter­ 2 Esta discusión se retomará más ampliamente en el vol. II, I. 3 Véase Moisés y la religión monoteísta. 105 minados objetivos; sustituye el móvil por unos motivos, una finalidad, unos planes; da a la inteligencia un lugar tan grande que a menudo la sexualidad sólo toma a sus ojos un valor simbólico. Según sus teorías, el drama humano se descompone en tres momentos; en todo individuo existe una voluntad de poder que lleva aparejado un complejo de inferioridad; este conflicto lo reduce a utilizar mil subterfugios para evitar enfrentarse con la realidad, pues tiene miedo de no poderlo superar; el sujeto establece una distancia entre él y la sociedad a la que teme: de ahí proceden las .neurosis, que son un trastorno del sentido social. En lo que_sereífiere_a.lajomj£r^su complejo deinlm j ..unieciiazo vergonzoso de su feminidad:jeste complejojiaio pro|vocaia.ausencia del pene, sino todo el conjunto de la situación; la !niña .sólo....envidia el falo como símbolo de los privilegios que se conceden a los niños; el lugar que ocupa el padre en la familia, el ,predominio-.universal de los varones, la educación, todo refuerza j en ella la idea de la superioridad masculina. Más adelante, en las írelaciones sexuales, la postura misma del coito, que coloca a la Imujer debajo. del hombre, es una.nueva hunnllaciqn Reacciona I con una «protesta viril», otrata de masculinizarse, o emprénda la | guerra contra el hombre con armas femeninas. Gracias a la mater| nida(| puede recpbrar en el hijo un equivalente del pene, pero ello 1 supone que empiece aceptándose plenamente como mujer, esdeicir, que asuma su inferioridad. Está dividida contra ella misma muchólmás profundamente que el hombre. Nó~procede insistir aquí sobre las diferencias teóricas que separan auÁdíer de Freud y sobre las posibilidades de una reconciliación: nfl^qpfcgcim por el morábojiaje^^ tivQ.5onjiunca^uñcientes: jxKÍQjnó.YÍI^up^^ pero el parece pues posible una síntesis de las doctrinas adleriana y 'freudiana. En realidad, aunque utiliza las nociones de objetivo y de finalidad, Adler conserva íntegramente la idea de una causalidad psíquica; tiene la misma relación con Freud que el energetismo con el mecanicismo: tanto en un choque como en una fuerza atractiva, el físico siemprea¿erá.u^eterminismo.J ¿ s te j^ a todosdqsp^ ellos por un juego de elementos determinadosJTodosnsignan a lamuJer el nusmadesíilip. Sudrama-semeduce.. al conflicto entresus tendencias «viriloides» v «femeninas»:ias primeras sexealizan __en_el sistema clitoridiano,Jas,„segundas m ^Lerotismo vaginal; 106 se identifica infantilmente con el padre; luego experimenta un sentimiento de inferioridad respecto al hombre y se ve en la disyuntiva de mantener su autonomía, de virilizarse -pío que sobre el fondo de un complejo de inferioridad genera una?tensión que puede provocar neurosis— o de encontrar en la sumisión amorosa una realización feliz de ella misma, solución que le facilita el amor que experimentaba por el padre soberano; a él busca en el amante o el marido, y el amor sexual se acompaña en su caso por el deseo de ser dominada/ Se verá recompensada por la maternidad, que le devuelve una nueva forma de autonomía. Este drama aparece dotado de dinamismo propio; trata de desarrollarse a través de todos los avatares que lo desfiguran y cada mujer lo sufre pasivamente. Los psicoanalistas no tienen problema para encontrar confirmaciones empíricas a sus teorías: es sabido que complicando sutilmente el sistema de Ptolomeo se pudo mantener durante mucho tiempo que presentaba la posición exacta de los planetas; si superponemos al Edipo un Edipo invertido, mostrando que en toda angustia hay un deseo, conseguiremos integrar en el freudismo los hechos mismos que lo contradicen. La única manera de captar una forma es a través de un fondo y la manera en que percibimos la forma dibuja tras ella ese fondo en rasgos positivos: si nos obstinamos en describir una historia singular desde una perspectiva freudiana, encontraremos tras ella el esquema freudiano. Ahora bien, cuando una doctrina obliga a multiplicar las explicaciones secundarias de forma indefinida y arbitraria, cuando la observación descubre tantas anomalías como casos normales, es preferible abandonar los antiguos marcos. En la actualidad, cada psicoanalista se dedica a suavizar a su manera los conceptos freudianos; trata de conciliarios con otros; por ejemplo, un psicoanalista contemporáneo escribe: «Desde el momento en que hay un complejo, por definición encontramos distintos elementos... El complejo consiste en la agrupación de estos elementos disímiles, y no en la representación de uno de ellos por los demás»4. Sin embargo, la idea de una mera agrupación de elementos es inaceptable: la vida psíquica no es un mosaico; es en su totalidad enxada uno de^sus momentos y hay que respetar esta unidad.. Sólo es posible hacerlo identificando a través de estos hechos inconexos la 4 Baudouin, L ’Ame enfantine et la Psychanalyse. 107 intencionalidad original de la existencia. Sí nos remontamos hasta esta fuente, el hombre aparece como un campo de batalla entre pulsiones y prohibiciones igualmente desprovistas de sentido y contingentes.J n todos los psicoanalistas se da un rechazo sistemático de la idea de elección y de la noción de valor que implica: ésta esJa debilidad intrínseca del sistema. Al disuuianpulsiones^y prohibiciones de lajjección existencialyJEreud^casa-alrintentai; explicamos su origen: l¿^crasidera.mhe.cha Trata_de-sustituiria noción de valor por la de autoridad; pero en Moisés y la religión monoteísta reconoce que no existe medio alguno de dar cuenta de esta autoridad. El incesto, por ejemplo, está prohibido porque lo ha prohibido el padre, pero ¿por qué esta prohibición? Es un misterio. El Superyó interioriza unas órdenes y unas prohibiciones que emanan de una tiranía arbitraria; las tendencias instintivas es- ' tán ahí, nadie sabe por que; estas dos reahdades son heterogehéas porque se considera la moral como ajena a la sexualidad; la,unidad humana aparece como quebrada,;no hay ilación entre el individuo y la sociedad: Freud está obligado para unirlas a inventar extraños relatos5.Adler vio claramente que el complejo de castración sólo podía explicarse dentro de un contexto social; abordo él / problema de la valoración, pero no remontó a la fuente ontológi-, ca de los valores reconocidos por la sociedad y no entendió que/ había valores implicados en la sexualidad propiamente dicha, ló que le llevó a menospreciar su importancia. Con seguridad, la sexualidad desempeña en la vida humana un papel considerable: podemos decir que la penetra en su totalidad; ya la fisiología nos ha mostrado que la vida de los testículos y la del ovario se confunden con la del soma.. Lo..exist.ente es un cuerpa„sexuado; en sus relaciones con los otros existentes, que son también cuerpos sexuados, siempre participa la sexualidad; pero si cuerpo y,sexualidad son expresionesconcretas de la existencia,.-también podemos descubrir sus significados a partir de" esta óltima:wal carecer de esta perspectiva, el psicoanálisis da por hechas cuestiones que no han sido explicadas. Por ejemplo, se nos dice que la niña tiene vergüenza de orinar sentada, con las nalgas desnudas, pero ¿qué es la vergüenza? También, antes de preguntarse si el macho está orgulloso porque tiene un pene o si en el pene expresa su orgullo, hay que saber qué es el orgullo y cómo 5 Freud, Tótem y Tabú. 108 la pretensión del sujeto se puede encamar en un objeto. No hay que tomar la sexualidad como un hecho irreductible; en el existente se da una «búsqueda del ser» más originaria; la sexualidad sólo es uno de sus aspectos. Es lo que nos muestra Sartre en El Ser y la Nada; es también lo que dice Bachelard en sus obras so-j bre la Tierra, el Aire, el Aguaí los psicoanalistas consideran que| la verdad primera del hombre e'ssu relación con su propio cuerpo j y el cuerpo de sus semejantes en el seno de la sociedad; pero el hombre siente un interés primordial por la sustancia del mundo j natural que le rodea y que trata de descubrir en el trabajo^n el j juego, en todas las experiencias de la «imaginación dinámica^; el ’ hombre pretende llegar concretamente a la existencia a través del mundo entero, aprehendido de todas las formas posibles. Amasar la tierra, excavar un hoyo son actividades tan originarias como el abrazo o el coito: nos engañamos al querer ver en ellas únicamente símbolos sexuales; el agujero, lo viscoso, la muesca, la dureza, la integridad, son realidades primordiales; el interés que siente el hombre por ellas no viene dictado por la libido; es más bien la libido la que está coloreada por la forma en que se hayan presentado a sus ojos.^i4a integridad,fascm no es porque simbolice la virginidad femenina; es su amor por la integridad lo que convierte ía virginidad en algo precioso para él. Él trabajó, la guerra, el juego, el arte, défmen formas de ser en el mundo que no se dejan reducir a ninguna otra; descubren cualidades que interfieren con las que revela la sexualidad; el individuo se elige a un tiempo a través de ellas y a través de estas experiencias eróticas; pero sólo un punto de vista ontologico permite recomponer la unidad de esta elección. Esta noción de elección es lo que el psicoanalista rechaza más -vialeníamente_en nombre del determimsmqjy deHoñc^sciente ^coleotivo»; este inconsciente suministra supuestamente á^ imágenes preconcebidas y un simbolismo universal; es lo que le explica las analogías de los sueños, los actos fallidos, los delirios, las alegorías y los destinos humanos;.hablar de libertad sería rechazar4aq3QSibíhdadde-nxplicar estas^turbadoras concordancias. Sin embargo, la idea de libertad no es incompatible con la existencia de determinadas constantes. Si el método psicoanalítico es fecundo en muchos casos a pesar de los errores de la teoría, es porque en toda historia singular existen datos cuya generalidad nadie pretende negar: las situaciones y las conductas se repiten; en el seno de la generalidad y de la repetición brota el momento 109 de la decisión. «La anatomia es el destino»,jdeciaF^ frase le haceecola de Merleau-Ponty: «El cuerpo es la generalidad.» La existencia es una a través de la separación de los existentes: se manifiesta en organismos análogos; existirán, pues, constantes en la unión de lo ontologico y lo sexual. En una época dada, las técnicas, la estructura económica y social de ima colectividad descubren a todos sus miembros un mundo idéntico:,tamb¿éii^e ,dará .una relación cQnstante de la sexualidad con las for;mas sociales; individuos análogos, colocados en condiciones aná¡logas, captarán en los hechos significados análogos; esta analogía ino presuponeunarigurosa universalidad, pero permite identificar I enias ,historias individuales unos tipos generales. El símbolo no se nos aparece como una alegoría elaborada por un misterioso inconsciente: se trata de la aprehensión de un significado a través de un analogon del objeto significante; por la identidad de la situación existencial a través de todos los existentes y la identidad de la facticidad que tienen que afrontar, los significados se desvelan de la misma forma a gran número de individuos; el simbolismo no cae del cielo ni brota de las profundidades subterráneas: ha sido elaborado, como el lenguaje, por la realidad humana que es mitsein al mismo tiempo que separación; esto explica el lugar que ocupa la inventiva singular: en la práctica, el método psicoanalítico está obligado a admitirlo, se lo permita o no la doctrina. Esta perspectiva nos permite, por ejemplo, comprender el valor que se suele otorgar al pene6. Es imposible asimilarlo sin partir de un hecho existencial: la tendencia del sujeto a la alienación; la angust i a de su libertad conduce al sujeto a buscarse en las cosas, lo que es una forma de huir de sí mismo; se trata de una tendencia tan fundamental que inmediatamente después del destete, cuando queda separado del Todo, el niño se esfuerza por captar en los espejos, en la mirada de sus padres, su existencia alienada. Los primitivos se alienan en el mana, en el tótem; los civilizados en su alma individual, en su yo, su nombre, su propiedad, su obra: se trata de la primera tentación de falta de autenticidadfEl pene es especialmente adecuado para desempeñar en el niño'este papel «doble»: para él es un objeto extraño y al mismo tiempo forma parte de sí; es unjuguete, una muñeca y es su propia carne; padres y niñeras lo tratan como a una personita^Se entiende así que se 6 Volveremos más profundamente sobre este tema en el vol. II, cap. I. 110 convierta para el niño «en un alter ego en general más astuto, más inteligente y más hábil que el individuo»7; dado que la función urinaria y más adelante la erección están a mitad de camino entre los procesos voluntarios y los procesos espontáneos, dado que es una fuente caprichosa, casi ajena, de un placer que se percibe como subjetivo, el sujeto determina el pene como sí mismo y como algo diferente de sí; la trascendencia específica se encama en él de forma perceptible y es fuente de orgullo; porque el falo está separado, el hombre puede integrar en su individualidad la vida que le desborda. Podemos entender así que la longitud del pene, la potencia del chorro urinario, de la erección, de la eyaculación, se conviertan para él en la medida de supropio valor8. Es evidente que el falo representa camalmente la trascendencia, como lo es también que el niño se siente trascendido, es decir, frustrado de su trascendencia, por el padre, con lo que volvemos a la idea freudiana de «complejo de castración». B riyai^de^^ niña no se aliena en algo visible,jio je re c u p ^ condenada a convertirse toda ella en objeto, a erigirse en Alteridad; la cuestión de saber si se compara o no con los niños es secundaria; lo impqrtante es que, aun^ la ausencia depenelejmpide^ circunstancia no dejará de tener consecuencias. Estas constantes que señalamos, no definen en cualquier caso un destino: elfaloJie^ jaciantovatorporgiM ^ que se manifiesta en otros ámbitos. Siia^mujeoeiogr^a ^ ríaequivalentes delfalo: la muñecaen la que se encama la promesa de la niña puede convertirse en una posesión más preciosa que el pene9. Hay sociedades de filiación uterina en las que las mujeres poseen las máscaras en las que se aliena el grupo; el pene pierde entonces gran parte de su gloria. Sólo en el seno de la situaciónperxibida en su totalidad el privilegio anatómico siente las bases de un verdadero privilegio humano. ^psicoanálisis sólo puede encontrar sujs^dad dentro délcontexto histórico. ™ ~~~ 7 Alice Balint, La Vie intime de Venfant, pág. 101. 8 Me han citado el caso de niños del campo que se divertían haciendo concursos de excrementos: el que tenía las heces más voluminosas y más sólidas gozaba de un prestigio que ningún otro triunfo, en los juegos o incluso en la lu■cha, podía compensar. El excremento desempeña aquí el mismo papel que el pene: también se da una alienación. 9 Volveremos sobre estas ideas en la segunda parte; ahora nos limitamos a apuntarlas por razones de método. 111 De la misma-forma que no-bast^deck qnelajiiuier es^uMhembra, tampoco se la puede defimr.p.or.la.conciencia que toma de su femmidaíloma conciencia de ella en el seno de la sociedad de la que es miembro. Al interiorizar el inconsciente y toda la vida psíquica, eí lenguaje mismo del psicoanálisis sugiere que el drama del individuo se desarrolla dentro de él: las palabras de complejo, tendencias, etc., lo implican. Sin embargo, una vida es una relación con el mundo; al elegirse a través del mundo, el individuo se define; por lo tanto, nos tendremos que inclinar sobre el mundo para responder a las preguntas que nos preocupan. En particular, el psicoanálisis no es capaz de explicar por qué la mujer QsAltgida<£(E\ propio Freud adnnfeqiSe^^ircstigio del pene se explica por la soberanía del padre y confiesa que ignora el origen de la supremacía masculina^ Sin rechazar en bloque las aportaciones del’psicoanálisis; algunos de cuyos planteamientos son fecundos, rechazamos sumiétodo. En primer lugar, no nos limitaremos a considerar la sexuálí\/^ d ad como un hecho: selratalteimaTactM ta en la pobreza de las descripciones relativas a la libido femenina; ya he dicho que los psicoanalistas nunca la estudiaron de frente, sino a partir de la libido masculina; parecen ignorar la ambivalencia fundamental de la atracción que ejerce el varón sobre la mujer.|Freudianos y adlerianos explican la angustia que siente la mujer ante el sexo masculino como la inversión de un deseo frustradcuStekel estuvo más acertado al decir que se trata de una reacción originaria; pero lo explica de forma superficial: la mujer tiene miedo de la desfloración, de la penetración, del embarazo, del dolor, y este miedo frena su deseo; esta explicación es demasiado racional. En lugar de admitir que el deseo) se disfraza de angustia o es combatido por el temor, habría que considerar como un elemento básico esta especie de llamada urgente y temerosa que es el deseo femenino; lojju&Jnjiaracteriza es la síntesis indisolubledelaatraccióny^ hembras animalesjiuvan del^coito en el momentojen que lo solicitan: se-las-acusa de coquetería, de hipocresía, pero es absurdo pretender, explicar comportamientos primitivos asimilándolos a conductas complejas, pues son ellos los que generan las actitudes ^ _que en la mujerese califican de coquetería, de hipocresía. La idea I, ferioridad flagrante: basta que el instrumento exija una fuerza ligeramente superior a la que tiene la mujer para que aparezca como radicalmente impotente. Puede darse también la situación contraria, que la técnica anule la diferencia muscular que separa al hombre de la mujer: la abundancia sólo crea superioridad desde la perspectiva de una necesidad; no es mejor tener demasiado que tener suficiente. Por ejemplo, el manejo de gran número de máquinas modernas sólo exige una parte de los recursos viriles; si el mínimo necesario no es superior a las capacidades de la mujer, en el trabajo pasa a ser la igual del hombre. En realidad, se pueden controlar actualmente inmensos despliegues de energía simplemente pulsando un botón. En cuanto a las servidumbres de la maternidad, según las costumbres, toman una importancia muy variable: son abrumadoras si se imponen a la mujer numerosas procreaciones y si debe alimentar y criar a los hijos sin ayuda; sil procrea libremente, si la sociedad acude en su ayuda durante el! embarazo y se ocupa del niño, las cargas de la maternidad son li-j geras y pueden compensarse fácilmente en el terreno laboral. ) Desde_esta perspectiva traza Engels la historiare la mujer en El origen de la familia:j)ara, él esta histonadepende básicamente de la de las técnicas. En la Edad de Piedra, cuando la tierra era común a todos los miembros del clan, el carácter rudimentario de la reja, de la azada primitivas limitaba las posibilidades agrícolas: las fiierzas femeninas eran acordes con el trabajo exigido por la explotación de los huertos. En esta división primitiva del trabajo, los dos sexos constituyen, de alguna forma, dos clases; entre estas clases se da una igualdad; mientras que el hombre caza y pesca, la mujer se queda en el hogar; pero las tareas domésticas incluyen tareas productivas —fabricación de alfarería, telar, cuidado del huerto— , lo que le otorga un papel importante en la vida económica. Con el descubrimiento del cobre, del estaño, del bronce, del hierro, con la aparición del arado de vertedera, la agricultura extiende sus dominios: se requiere un trabajo intensivo para desbrozar los bosques, hacer fructificar los campos. El hombre recurre entonces al servicio de otros hombres que reduce a la esclavitud. n Aparece la propiedad privada: amo dedos esclavos v de la tierra. ^í .eLhímbre-pasa^sentam^ Esjda gran femenino». Se explica por efgran cambio acaecido en la división def trabajo tras el invento de nuevos instrumentos. «La misma causa que había garantizado a la mujer su autoridad anténorefrerhÓRar, es decir, su confinamiento en los 116 trabajos domésticos, esta misma Gausa,-garantiza ahoraIa preponderancia del hombre; eltrabajo doméstico de la mujer desaparece : frente al trabajo productivo del hombre; el segundo lo esdódoTel, primero un anexo insignificante.» Entonces, el derecho^naterno \ sustituye al derecho materno: la transmisión de la propiedacLse 1 realiza de padres a hijos,..ymo de la mujer a su clan. Se tcatadeja aparición de ía familia patriarcal basada..,enJa.pmpiedad privada. ÉíTúñfrfamilia de este tipo, la mujer está oprimida. El hombre que reina como un soberano se permite, por ejemplo, los caprichos sexuales: se acuesta con esclavas o hetairas, es polígamo. En cuanto las costumbres hacen posible la reciprocidad, la mujer se venga con la infidelidad: el matrimonio se completa de forma natural _ con el adulterio. Es la única defensa de la mujer contra la esclavi- \ tud doméstica en la que está confinada: la opresión social que su- • o íre es la^consecuencia de su opresión económica/dííígualdad^^ sólo se podrájrestableeerxuando, los. dos sexos tengan derechos jurídicamente iguales;, pero esta liberación exige la entrada de todo el sexo femenino en la industria pública. «La mujer sólo se~ pódrá emancipar cuando pueda tomar parte en una gran medida social en la producción y el trabajo doméstico sólo la reclame en una medida insignificante. Es algo que sólo se ha hecho posible ¡ en la gran industria moderna, que no sólo admite a gran escala el i trabajo de la mujer, sino que lo exige formalmente...» De esta forma, la suerte de la mujer y la del socialismo están íntimamente ligadas como vemos también en la amplia obra consagrada porcBebefa la muje¿¿< ambición, proyecta a través de toda nueva herramienta nuevas exigencias: cuándo inventó los instrumentos de bronce, ya no se contentó con explotar los huertos, quiso desbrozar y cultivar campos más amplios; pero la voluntad en sí no surgió del bronc^. La incapacidad de la mujer supuso su ruina porque el hombre la percibió a través de un proyecto de enriquecimiento y de expansión. Este proyecto tampoco es suficiente para explicar que haya sido c 119 oprimida: la división del trabajo por sexos podría haber sido una asociación amistosa. Si la relación original del hombre con sus semejantes hubiera sido exclusivamente de amistad, no podría explicar ningún sometimiento: este fenómeno es una consecuencia del imperialismo de la conciencia humana, que trata de reforzar objetivamente su soberanía. Si no estuviera en ella la categoría fundamental de la Alteridad, y una pretensión original al dominio del Otro, el descubrimiento de la herramienta de bronce no hubiera podido provocar el sometimiento de la mujer. Engels tampoco explica el carácter singular de esta opresión. Trata de reducir la oposición de los sexos a un conflicto de clase, y lo hace, por otra parte, sin demasiada convicción; es una tesis insostenible. Es cierto que la división del trabajo por sexos y la opresión que origina evocan en algunos puntos la división por clases, pero no es posible confundirlas; en la escisión entre clases no existe ninguna base biológica; en el trabajo, el esclavo toma conciencia de sí contra el amo; el proletariado siempre ha vivido su condición en rebeldía, volviendo así a lo esencial y convirtiéndose en una amenaza para sus explotadores; lo que busca es su desaparición como clase. Hemos dicho en la introducción lo diferente que es la situación de la mujer, en particular a causa de la comunidad de vida y de intereses que la hace solidaria del hombre, y por la complicidad que le une a él: ningún deseo de revolución la habita, no se puede suprimir como sexo; sólo pide que algunas consecuencias de la especificación sexual sean abolidas. Lo que resulta más grave todavía es que, sin mala fe, no es posible considerar a la mujer únicamente como una trabajadora; además de su capacidad productora, su función reproductora es importante, tanto en la economía social como en la vida individual; hay épocas en las que resulta más útil tener hijos que manejar el arado. Engels obvió el problema; se limitó a declarar que la comunidad socialista aboliría la familia, pero es una solución bastante abstracta; son conocidas la frecuencia y la radicalidad con las que la URSS tuvo que cambiar su política familiar en función de los diferentes equilibrios entre las necesidades inmediatas de la producción y las de la repoblación; por otra parte, suprimir la familia no supone necesariamente la liberación de la mujer: el ejemplo de Esparta y del régimen nazi prueba que depender directamente del Estado no supone el fin de la opresión masculina. Una ética realmente socialista, es decir, que busque la justicia sin suprimir la libertad, que imponga cargas a los individuos pero sin abolir su individualidad, 120 siempre tropezará con los problemas que plantea la condición de la mujer. Es imposible asimilar simplemente la gestación a un trabajo o a un servicio como el servicio militar. Se atenta más gravemente contra la vida de una mujer exigiendo de ella hijos que reglamentando las ocupaciones de los ciudadanos: ningún Estado se ha atrevido jamás a establecer el coito obligatorio. En el acto sexual, en la maternidad, la mujer no sólo compromete tiempo y fuerzas, sino valores esenciales. En vano el materialismo racionalista pretende ignorar este carácter dramático de la sexualidad: no se puede reglamentar el instinto sexual: es posible que lleve inscrita la imposibilidad de su sometimiento, decía Freud. En cualquier caso, es evidente que no se deja integrar en lo social, porque en el erotismo hay una rebelión del instante contra el tiempo, de lo individual contra lo universal; al querer canalizarlo y explotarlo, se puede matar, porque no se puede disponer de la espontaneidad viva como se dispone de la materia inerte; tampoco se puede forzar como se fuerza una libertad. No es posible obligar directamente a la mujer a engendrar: todo lo que se puede hacer es encerrarla en situaciones en las que la maternidad es la única salida para ella: la ley o costumbres le imponen el matrimonio se prohíben las medidas anticonceptivas y el aborto, se impide el divorcio. Son exactamente las antiguas exigencias del patriarcado, que la URSS ha resucitado ahora; ha reavivado las teorías paternalistas del matrimonio; y por este camino ha tenido que pedir de nuevo a la mujer que se convierta en un objeto erótico: un discurso reciente invitaba a las ciudadanas soviéticas a cuidar su aspecto, a utilizar maquillaje, a ser coquetas para retener a sus maridos y encender su deseo. Es imposible, ya lo vemos con este ejemplo, considerar únicamente a la mujer como una fuerza productora: es para el hombre una compañera sexual, una reproductora, un objeto erótico, la Alteridad a través de la cual se busca a sí mismo. Por mucho que los regímenes totalitarios o autoritarios se pongan de acuerdo para prohibir el psicoanálisis y declarar que para los ciudadanos lealmente integrados en la sociedad no existen los dramas individuales, el erotismo es una experiencia en la que la generalidad siempre es desbordada por la individualidad. Para un socialismo democrático en el que las clases queden abolidas pero no los individuos, la cuestión del destino individual conserva toda su importancia: la diferenciación sexual conserva toda su importancia. La relación sexual que une a la mujer con el hombre no es la misma que la que él mantiene con ella; el vínculo que la une al 121 hijo es irreductible a cualquier otro. No ha sido creado por el instrumento de bronce; la máquina no lo puede abolir. Reivindicar para ella todos los derechos, todas las oportunidades del ser humano en general no significa cerrar los ojos ante su situación singular. Para conocerla, hay que superar el materialismo histórico que sólo ve en el hombre y en la mujer entidades económicas. Así pues, rechazamos por la misma razón el monismo sexual de Freud y el monismo económico de Engels. Un psicoanalista interpretará todas las reivindicaciones sociales de la mujer como un fenómeno de «protesta viril»; por el contrario, para el marxista, su sexualidad se limita a expresar por caminos más o menos complicados su situación económica; pero las categorías «clitoridiana» o «vaginal», como las categorías «burguesa» o «proletaria» son igualmente impotentes para encerrar a una mujer concreta. En los dramas individuales, como en la historia económica de la humanidad, subyace una infraestructura existencial que es la única que permite comprender en su unidad esta forma singular que es una vida. El valor del freudismo viene de que lo existente es un cueipo: la forma en que se vive como cuerpo frente a otros cuerpos traduce concretamente su situación existencial. De la misma forma, lo que es cierto en la tesis marxista es que las pretensiones ontológicas de lo existente adoptan una imagen concreta en fruición de las posibilidades materiales que se le ofrecen, en particular las que le ofrecen las técnicas. Ahora bien, si no las integramos a la totalidad de la realidad humana, la sexualidad, la técnica, no pueden explicar nada por sí solas. Es la razón de que en Freud las prohibiciones que plantean el Superyó y las pulsiones del Yo aparezcan como hechos contingentes; en la exposición de Engels sobre la historia de la familia, los acontecimientos más importantes parecen surgir de forma imprevisible, siguiendo los caprichos de un azar misterioso. Para descubrir a la mujer, no rechazaremos algunas contribuciones de la biología, del psicoanálisis, del materialismo histórico; pero para nosotros el cuerpo, la vida sexual, las técnicas sólo existen concretamente para el hombre tal y como se las percibe desde la perspectiva global de su existencia. El valor de la fuerza muscular, del falo, de la herramienta, sólo se pueden definir dentro de un mundo de valores: depende del proyecto fundamental del existente que se trasciende hacia el ser. 122 f SEGUNDA PARTE Historia s Wi0é¡mí Este mundo siempre perteneció a los varones: ninguna de las razones que se han adelantado para explicarlo nos han parecido suficientes. Sólo revisando a la luz de la filosofía existencialista los datos de la prehistoria y la etnografía podremos entender cómo se estableció la jerarquía de los sexos. Ya hemos planteado que cuando dos categorías humanas se enfrentan, cada una quiere imponer a la otra su soberanía; si ambas están en condiciones de sostener esta reivindicación, se crea entre ellas, con hostilidad o con amistad, siempre con tensión, una relación de reciprocidad; si una de ellas toma la delantera, se impone a la otra y trata de mantenerla en la opresión. Es comprensible, pues, que el hombre haya tenido la voluntad de dominar a la mujer, pero ¿qué privilegio le permitió desarrollar esta voluntad? La información que nos dan los etnógrafos sobre las formas primitivas de la sociedad humana es terriblemente contradictoria, más todavía cuanto más informados y menos sistemáticos. Es singularmente difícil hacerse una idea de la situación de la mujer durante el periodo que precedió al de la agricultura. Ni siquiera sabemos si en condiciones de vida diferentes de las de hoy la musculatura de la mujer, su aparato respiratorio estaban tan desarrollados como en el hombre. Debía realizar duros trabajos, en particular es ella quien acarreaba la carga; no obstante, este último hecho es ambiguo: probablemente le correspondía esta función porque en las caravanas el hombre conservaba las manos libres con el fin de defenderse de los posibles agresores, animales o personas; su papel era, pues, el más peligroso y el que más vigor exigía. Parece no obstante que en muchos casos las mujeres eran bastante robustas y bastante resistentes para participar en las I 125 expediciones guerreras. Según los relatos de Herodoto sobre las tradiciones de las amazonas de Dahomey y muchos otros testimonios antiguos o modernos, las mujeres pudieron tomar parte en guerras o en sangrientas expediciones de castigo; desplegaban en ellas tanto valor y crueldad como los varones: se ha dicho que algunas mordían a sus enemigos en el hígado. A pesar de todo, es probable que, entonces como ahora, los hombres tuvieran el privilegio de la fuerza física; en la época de las mazas y los animales salvajes, época de máxima resistencia de la naturaleza y de herramientas más rudimentarias, esta superioridad debía tener enorme importancia. En todo caso, por muy robustas que fueran las mujeres, en la lucha contra el mundo hostil, las servidumbres de la reproducción representaban para ellas un terrible obstáculo: se cuenta que las amazonas mutilaban sus senos, lo que significa que, al menos durante el periodo de su vida guerrera, rechazaban la maternidad. En cuanto a las mujeres normales, el embarazo, el parto, la menstruación disminuían sus capacidades de trabajo y las condenaban a largos periodos de impotencia; para defenderse de los enemigos, para asegurar su subsistencia y la de su progenitura, necesitaban la protección de los guerreros y el producto de la pesca y la caza a las que se dedicaban los varones; como evidentemente no había ningún control de los nacimientos, como la naturaleza no da a la mujer periodos de esterilidad como a otras hembras mamíferas, las maternidades reiteradas debían absorber la mayor parte de sus fuerzas y de su tiempo. No eran capaces de asegurar la vida de los niños que traían al mundo. Es un primer hecho cargado de consecuencias: los principios de la especie humana fueron difíciles; los pueblos recolectores, cazadores y pescadores sólo obtenían del suelo escasas riquezas, a cambio de un duro esfuerzo; nacían demasiados niños con respecto a los recursos del grupo; la fecundidad absurda de la mujer le impedía participar activamente en el aumento de los mismos, mientras seguía creando indefinidamente nuevas necesidades. Necesaria para la perpetuación de la especie, la perpetuaba con demasiada abundancia, mientras que el hombre se ocupaba del equilibrio entre la reproducción y la producción. La mujer ni siquiera tenía el privilegio de mantener la vida frente al macho creador; no desempeñaba el papel de óvulo con respecto al espermatozoide, de matriz respecto ál falo; tenía únicamente una participación en el esfuerzo de la especie humana para perseverar en su ser, y gracias al hombre este esfuerzo no se malograba. 126 No obstante, ya que el equilibrio producción-reproducción siempre se acaba estableciendo, aunque sea a cambio de infanticidios, de sacrificios, de guerras, hombres y mujeres, desde el punto de vista de la supervivencia colectiva, son igualmente necesarios; podríamos suponer incluso que en algunas fases de abundancia de alimento, su papel protector y nutricio haya subordinado el macho a la mujer-madre; si hay hembras animales que encuentran en la maternidad una autonomía completa, ¿por qué la mujer no ha conseguido convertirla en un pedestal? Incluso en los momentos en los que la humanidad reclamaba con más urgencia nacimientos, pues la necesidad de mano de obra era superior a la de materias primas para explotar, incluso en las épocas en las que más se veneró la maternidad, no se permitió a las mujeres conquistar el primer puesto1. La razón es que la humanidad no es una simple especie natural: no trata de mantenerse como especie; su proyecto no es el estancamiento; tiende a superarse. Las hordas primitivas no se interesaban en absoluto por su posteridad. Al no estar atadas a un territorio, al no poseer nada, al no encamarse en ninguna cosa estable, no podían formarse una idea concreta de la permanencia; no tenían preocupación por perpetuarse y no se reconocían en su descendencia; no temían la muerte y no reclamaban herederos; los hijos eran una carga y no una riqueza; lapmeba es que los infanticidios siempre fueron numerosos entre los pueblos nómadas; muchos de los recién nacidos que no eran masacrados morían por falta de higiene entre la indiferencia general. La mujer que engendra no conoce el orgullo de la creación; se siente eljuguete pasivo de fuerzas oscuras, y el doloroso parto es un accidente inútil o incluso importuno. Más adelante se concederá mayor precio al niño, pero de todas formas, engendrar, amamantar no son actividades, son funciones naturales; no suponen ningún proyecto; por esta razón, no sirven a la mujer para una afirmación altiva de su existencia; sufre pasivamente su destino biológico. Los trabajos domésticos a los que se consagra, porque son los únicos que se pueden conciliar con las cargas de la maternidad, la encierran en la repetición y en la inmanencia; se reproducen día tras día en forma idéntica que se perpetúa casi sin cambios de siglo en siglo; no producen nada nuevo. El caso del hombre es radicalmente diferente; no alimenta al grupo como las abejas obreras mediante un simple proceso vital, sino mediante 1 La sociología ya no da crédito alguno a las lucubraciones de Bachofen. i 127 actos que trascienden su condición animal. El homofaber es desde el principio de los tiempos un inventor: el palo, la maza con la que arma su brazo para alcanzar los frutos, para derribar a los animales, son instrumentos con los que amplía su control del mundo; no se limita a transportar al hogar los peces que captura en el mar; primero tiene que conquistar el reino de las aguas tallando piraguas; para apropiarse de las riquezas del mundo se incauta del mundo mismo. En esta acción experimenta su poder; plantea unos fines, proyecta caminos hacia ellos: se realiza como existente. Para mantener, crea; desborda el presente, abre el futuro. Por esta razón, las expediciones de caza y pesca tienen un carácter sagrado. Se acogen sus triunfos con fiestas y celebraciones; el hombre reconoce así su humanidad. Este orgullo lo manifiesta ahora también cuando ha levantado un pantano, un rascacielos, una pila atómica. No sólo ha trabajado para conservar el mundo dado: ha hecho estallar las fronteras, ha sentado las bases de un nuevo futuro. Su actividad tiene una dimensión diferente que le otorga su dignidad suprema: a menudo es peligrosa. Si la sangre sólo fuese un alimento, no tendría más valor que la leche; pero el cazador no es un carnicero: en la lucha contra los animales salvajes corre riesgos. El guerrero, para aumentar el prestigio de la horda, del clan al que pertenece, pone enjuego su propia vida. Así demuestra brillantemente que para el hombre la vida no es el valor supremo, que debe servir para fines más importantes que ella misma. La peor maldición que pesa sobre la mujer es estar excluida de estas expediciones guerreras; si el hombre se eleva por encima del animal no es dando la vida, sino arriesgándola; por esta razón, en la humanidad la superioridad no la tiene el sexo que engendra, sino el que mata. Aquí está la clave de todo el misterio. En la biología, sólo creándose de nuevo se mantiene una especie, pero esta creación sólo es una repetición de la misma Vida en formas diferentes. Al trascender la Vida gracias a la Existencia el hombre garantiza la repetición de la Vida: con esta superación crea valores que dejan sin valor la pura repetición. En el animal, la gratuidad, la variedad de las actividades masculinas son vanas porque ningún proyecto las habita; cuando no sirve a la especie, lo que hace no es nada; sin embargo, al servir a la especie, el macho humano moldea la faz del mundo, crea instrumentos nuevos, inventa, foija el futuro. Al plantearse como soberano, cuenta con la complicidad de la 128 propia mujer: porque ella es también un existente, está habitada por la trascendencia y su proyecto no es la repetición, sino su superación hacia un futuro diferente; encuentra en el corazón de su ser la confirmación de las pretensiones masculinas. Se asocia a los hombres en las fiestas que celebran el éxito y las victorias de los machos. Su desgracia es haber estado biológicamente condenada a repetir la Vida, cuando a sus ojos la Vida no lleva en sí sus razones de ser, y estas razones son más importantes que la vida misma. Algunos pasajes de la dialéctica con la que Hegel define la relación del amo con el esclavo se aplicarían mucho mejor a la relación del hombre y de la mujer. El privilegio del Amo, dice, viene de que afirma el Espíritu contra la Vida por el hecho de arriesgar su vida; en realidad el esclavo vencido ha conocido el mismo riesgo; sin embargo, la mujer es originariamente un existente que da la Vida y no arriesga su vida; entre el varón y ella nunca hubo combate; la definición de Hegel se aplica especialmente a ella. «La otra conciencia es la conciencia dependiente para la que la realidad esencial es la vida animal, es decir, el ser dado por una entidad ajena.» Esta relación se diferencia de la relación de opresión porque la mujer busca y reconoce ella también los valores que alcanza concretamente el varón; él abre el futuro hacia el que ella también se trasciende; en realidad las mujeres nunca enfrentaron valores femeninos a los valores masculinos: los hombres, deseosos de mantener sus prerrogativas masculinas, inventaron esta división; sólo han pretendido crear un territorio femenino —regla de la vida, de la inmanencia— para encerrar en él a la mujer; pero, más allá de su especificación sexual, el existente busca sujustificación en el movimiento de su trascendencia: la sumisión misma de las mujeres es la prueba. Lo que ellas reivindican ahora es ser reconocidas como existentes de la misma forma que los hombres y no someter la existencia a la vida, el hombre a su animalidad. Una perspectiva esencial nos ha permitido comprender cómo la situación biológica y económica de las hordas primitivas debía implicar la supremacía de los machos. La hembra es presa de la especie, más que el macho; la humanidad siempre trató de evadirse de su destino específico; con el invento de la herramienta, mantener la vida se convirtió para el hombre en una actividad y un proyecto, mientras que en la maternidad la mujer permanecía atada a su cuerpo, como el animal. Porque la humanidad se cues- 129 tiona en su ser, es decir, prefiere a la vida razones para vivir, el hombre se ha impuesto como amo frente a la mujer; el proyecto del hombre no es repetirse en el tiempo: es reinar sobre el instante y forjar el futuro. La actividad masculina, al crear valores, ha constituido la existencia como valor en sí; ha vencido a las fuerzas confusas de la vida; ha sometido a la Naturaleza y la Mujer. Tenemos que ver ahora cómo esta situación se ha perpetuado y ha evolucionado a través de los siglos. ¿Qué lugar ha dado la humanidad a esta parte de sí misma que se ha definido en su seno como Alteridad? ¿Qué derechos se le han reconocido? ¿Cómo la han definido los hombres? II Acabamos de ver que en la horda primitiva, la suerte de la mujer es muy dura; entre las hembras animales, la función reproductora está naturalmente limitada y cuando se lleva a cabo el individuo está más o menos libre de otras fatigas; sólo las hembras domésticas son a veces explotadas hasta el agotamiento de sus fuerzas como reproductoras y en su capacidad individual por un amo exigente. Fue sin duda el caso de la mujer en un tiempo en el que la lucha contra un mundo enemigo reclamaba un aprovechamiento pleno de los recursos de la comunidad; a las fatigas de una procreación incesante y desordenada se sumaban las de las duras tareas domésticas. No obstante, algimos historiadores pretenden que ésta es la fase en la que la superioridad del varón estuvo menos marcada; lo que habría que decir más bien es que esta superioridad se vive en la inmediatez, todavía no es algo afirmado y deseado; no se trata de compensar las desventajas crueles que limitan a la mujer, pero tampoco estamos ante las vejaciones que llegarán más adelante con el régimen paternalista. Ninguna institución avala la desigualdad de sexos; ni siquiera hay instituciones: no hay propiedad, ni herencia, ni derecho. La religión es neutral: se adora a un tótem asexuado. Cuando los nómadas se fijan a la tierra y se convierten en agricultores vemos aparecer las instituciones y el derecho. El hombre ya no se limita a luchar duramente contra las fuerzas hostiles; comienza a expresarse concretamente a través de la imagen que impone al mundo, a concebir ese mundo y a concebirse; en ese momento, la diferenciación sexual se refleja en la estructura 130 de la sociedad; adopta un carácter singular: en las comunidades agrícolas la mujer está a menudo revestida de un prestigio inmenso. Este prestigio se explica básicamente por la nueva importancia que toma el hijo en una civilización basada en el trabajo de la tierra; al instalarse en un territorio, los hombres se lo apropian; en una forma colectiva, aparece la propiedad; exige de sus poseedores una posteridad; la maternidad pasa a ser una función sagrada. Muchas tribus viven en régimen comunitario: eso no quiere decir que las mujeres pertenezcan a todos los hombres del grupo; hoy en día ya no se cree que las uniones promiscuas se hayan practicado nunca; pero hombres y mujeres sólo tienen existencia religiosa, social y económica como grupo: su individualidad es un puro hecho biológico; el matrimonio, independientemente de su forma (monogamia, poligamia, poliandria), sólo es un accidente profano que no crea ningún vínculo místico. Para la esposa no es fuente de servidumbre alguna, ella sigue integrada en su clan. El conjunto del clan, unido alrededor de un mismo tótem, posee místicamente un mismo mana, comparte materialmente un mismo territorio. Según el proceso de alienación del que he hablado, el clan se percibe en este territorio en una imagen objetiva y concreta; mediante la permanencia del suelo se realiza como una unidad cuya identidad persiste a través de la dispersión del tiempo. Sólo este proceso existencial permite comprender la identificación que persiste hasta nuestros días entre el clan, las personas, la familia y la propiedad. La concepción de las tribus nómadas, para las que sólo existe el instante, se sustituye en la comunidad agrícola por la de una vida arraigada en el pasado y que se anexiona el futuro: se venera el antepasado totèmico que da su nombre a los miembros del clan; el clan concede un interés profundo a sus descendientes: sobrevivirá a través del suelo que les lega y que ellos explotarán. La comunidad concibe su unidad y quiere existir más allá del presente: se reconoce en los hijos, los reconoce como suyos y en ellos se realiza y se supera. Muchos primitivos ignoran la participación del padre en la procreación de los hijos; los consideran la reencarnación de las larvas ancestrales que flotan alrededor de algunos árboles, de algunas rocas, de algunos lugares sagrados, que descienden al cuerpo de la mujer; a veces se considera que ésta no debe ser virgen para que sea posible esta infiltración, pero otros pueblos creen que se produce también por la nariz o por la boca; de todas formas, la desfloración es aquí secundaria y, por razones místicas, no 131 suele confiarse al marido. La madre es evidentemente necesaria para el nacimiento del hijo; ella es quien conserva y alimenta el germen en su seno, y por ella se propaga en el mundo visible la vida del clan. Desempeña así un papel de primer plano. Muy a menudo, los hijos pertenecen al clan de su madre, llevan su nombre, participan de sus derechos y en particular del disfrute de la tierra que posee el clan. La propiedad comunitaria se transmite a través de las mujeres: por ellas se garantizan campos y cosechas a los miembros del clan, y a la inversa, a través de sus madres se los destina a una parcela determinada. Se puede considerar que místicamente la tierra pertenece a las mujeres: tienen un poder religioso y legal sobre la gleba y sus frutos. El vínculo que las une es más estrecho todavía que una pertenencia; el régimen de derecho materno se caracteriza por una verdadera asimilación de la mujer a la tierra; en ambas se realiza a través de sus avatares la permanencia de la vida, la vida que es básicamente generación. Entre los nómadas, la procreación sólo parece un accidente y se desconocen las riquezas del suelo; pero el agricultor admira el misterio de la fecundidad que se desarrolla en los surcos y en el vientre materno; sabe que ha sido engendrado como el ganado y las cosechas, quiere que su clan engendre otros hombres que lo perpetuarán, perpetuando la fertilidad de los campos; la naturaleza entera se le presenta como una madre; la tierra es mujer; la mujer está habitada por las mismas potencias oscuras que la tierra2. En parte por esta razón, es la encargada de las labores agrícolas: capaz de atraer a su seno las larvas ancestrales, también tiene poder para hacer brotar de los campos sembrados los frutos y las espigas. En uno y otro caso, no se trata de una operación creadora, sino de un conjuro mágico. En esta fase, el hombre ya no se limita a cosechar los frutos de la tierra, pero no conoce todavía su poder; duda entre las técnicas y la magia; se siente pasivo, dependiente de la Naturaleza que dispensa al azar la existencia y la muerte. Desde luego, reconoce más o menos la utilidad del acto sexual y de las técnicas que domestican el suelo, pero hijos y cosechas no dejan de aparecer como dones sobrenaturales; los misteriosos efluvios que emanan del cuerpo femenino atraen a este mundo las riquezas sumergidas en las fuentes misteriosas de la 2 «Salve, Tierra, madre de los hombres, que seas fértil en el abrazo de Dios y que te llenes de ñutos para uso de los hombres», dice un antiguo conjuro an­ glosajón. 132 vida. Estas creencias siguen vivas en nuestros días en numerosas tribus de indios, de australianos, de polinesios3; si han tomado tanta importancia es porque se armonizan con los intereses prácticos de la sociedad. La maternidad destina a la mujer a una existencia sedentaria; es natural, mientras que el hombre caza, pesca, guerrea, que ella permanezca en el hogar. Entre los pueblos primitivos sólo se cultivan huertos de dimensiones modestas y contenidos dentro de los límites de la aldea; su explotación es una tarea doméstica; los instrumentos de la Edad de Piedra no exigen un esfuerzo intensivo; economía y mística están de acuerdo en abandonar a las mujeres el trabajo agrícola. La industria doméstica naciente también queda en sus manos: tejen alfombras y mantas, hacen trabajos de alfarería. A menudo presiden los intercambios de mercancías: el comercio está entre sus manos. Por ellas se mantiene y se propaga la vida del clan; de su trabajo y de sus virtudes mágicas dependen hijos, rebaños, cosechas, utensilios, toda la prosperidad del grupo en el que son el alma. Tanto poder inspira a los hombres un respeto mezclado con terror que se refleja en el culto. En ella se resumirá toda la Naturaleza extranjera. Hemos dicho ya que el hombre sólo se concibe haciéndolo como Otro; capta el mundo bajo el signo de la dualidad* aunque ésta no tiene todavía un carácter sexual. Naturalmente, al ser diferente del hombre que se plantea como lo mismo, la mujer queda clasificada en la categoría de Otra; la Alteridad envuelve a la mujer; en un principio no es suficientemente importante para encarnarla sola, de modo que se dibuja en el corazón del Otro una subdivisión: en las antiguas cosmogonías un mismo elemento tiene a menudo una encamación masculina y femenina al mismo tiempo; por ejemplo, el Océano y el Mar entre los babilonios son la encar- 3 En Uganda, entre los bhanta en la India, una mujer estéril es considerada peligrosa para el huerto. En Nicobar se piensa que la cosecha será más abundante si se ocupa de ella una mujer embarazada. En Borneo, las mujeres eligen y conservan las semillas. «Al parecer se siente en ellas una afinidad natural con las semillas que se consideran preñadas. A veces, las mujeres van a pasar la noche al campo de arroz cuando está creciendo» (Hose and Mac Dougall). En la India anterior, las mujeres desnudas empujan de noche el arado alrededor del campo. Los indios del Orinoco dejaban a las mujeres el trabajo de sembrar y plantar, porque «como las mujeres sabían concebir y traer al mundo hijos, las semillas y las raíces que plantaban llevaban ñutos mucho más abundantes que si las hubiera plantado la mano del hombre» (Frazer). Encontramos muchos ejemplos similares en Frazer. 133 nación doble del caos cósmico. Cuando crece el papel de la mujer, absorbe casi en su totalidad la región del Otro. Entonces aparecen las divinidades femeninas a través de las cuales se adora la idea de fecundidad. En Susa se ha encontrado la imagen más antigua de la Gran Diosa, la Gran Madre, de ropaje largo, peinado alto, que otras estatuas nos muestran coronada de torres; las excavaciones en Creta han procurado algunas efigies más. La encontramos esteatopigia y agachada, o delgada y de pie, a veces vestida y a menudo desnuda, cerrando los brazos bajo sus senos hinchados. Es la reina del cielo, representada por una paloma; también es la emperatriz de los infiernos, de donde sale reptando, y la simboliza la serpiente. Se manifiesta en las montañas, los bosques, el mar, en los manantiales. Crea en todas partes la vida; si mata, resucita. Caprichosa, lujuriosa, cruel como la Naturaleza, propicia y temible al mismo tiempo, reina sobre toda la Egeida, Frigia, Siria, Anatolia, toda Asia occidental. Se llama Ishtar en Babilonia, Astarté entre los pueblos semíticos, y entre los griegos Gea, Rea o Cibeles; la encontramos en Egipto con los rasgos de Isis; las divinidades masculinas le están subordinadas. ídolo supremo en las regiones lejanas del cielo y de los infiernos, la mujer está sobre la tierra rodeada de tabúes como todos los seres sagrados, ella misma es tabú; a causa de los poderes que posee se la considera maga, bruja; está asociada a las oraciones, a veces se convierte en sacerdotisa, como las druidas de los antiguos celtas; en algunos casos participa en el gobierno de la tribu, o llega incluso a ejercerlo sola. Estas edades tan remotas no nos han dejado ninguna literatura, pero las grandes épocas patriarcales conservan, en su mitología, sus monumentos, sus tradiciones, el recuerdo de un tiempo en el que las mujeres ocupaban una posición muy elevada. Desde el punto de vista femenino, la época brahmánica es una regresión sobre la del Rig Veda, y ésta sobre la era primitiva que la precede. Las beduinas de la época preislámica tenían una posición muy superior a la que les asigna el Corán. Las grandes figuras de Niobe, de Medea, evocan una época en la que las mujeres consideraban los hijos un bien propio del que se enorgullecían. En los poemas homéricos, Andrómaca, Hécuba tienen una importancia que la Grecia clásica ya no reconoce a las mujeres ocultas a la sombra del gineceo. Estos hechos han llevado a suponer que existía en los tiempos primitivos un verdadero Reinado de las Mujeres; esta hipótesis, propuesta por Baschoífen, la recupera Engels; el paso del matriar- 134 cado al patriarcado le parece «la gran derrota histórica del sexo femenino». En realidad, esta edad de oro de la Mujer sólo es un mito. Decir que la mujer era la Alteridad es decir que no existía entre los sexos una relación de reciprocidad: Tierra, Madre, Diosa, no era para el hombre un semejante; su poder se afirmaba más allá del reino humano: estaba por lo tantofuera de este reino. La sociedad siempre ha sido masculina; el poder político siempre ha estado en manos de los hombres. «La autoridad pública, o simplemente social, siempre pertenece a los hombres», afirma LéviStrauss al final de su estudio sobre las sociedades primitivas. El semejante, el otro que también es uno mismo, con el que se establecen relaciones recíprocas, siempre es para el varón un individuo de sexo masculino. La dualidad que se descubre en una u otra forma en el corazón de los grupos sociales enfrenta a un grupo de hombres con un grupo de hombres: las mujeres forman parte de los bienes que poseen y que son para ellos un instrumento de intercambio. El eiror viene de que se han confundido dos imágenes de la alteridad que se excluyen rigurosamente. En la medida en que se considera a la mujer como la Alteridad absoluta, es decir —sea cual fuere su magia—, como lo inesencial, es precisamente imposible mirarla como otro sujeto4. Las mujeres nunca fueron un grupo separado que se afirmarapara sí frente al grupo masculino; nunca tuvieron una relación directa y autónoma con los hombres. «El vínculo de reciprocidad que fundamenta el matrimonio no se establece entre hombres y mujeres, sino entre hombres por medio de mujeres que son únicamente su principal ocasión», dice Lévi-Strauss5. La condición concreta de la mujer no se ve afectada por el tipo de filiación que prevalece en la sociedad a la que pertenece; aunque el régimen sea patrilineal, matrilineal, bilateral o indiferenciado (aunque la indiferenciación nunca es rigurosa) siempre está bajo la tutela de los hombres; la única diferencia es si tras el matrimonio permanece sometida a la autoridad de su padre o su hermano mayor —autoridad que se extenderá 4 Veremos que esta distinción se ha perpetuado. Las épocas que ven a la mujer como la Alteridad son las que más duramente se han resistido a integrarla en la sociedad como ser humano. Ahora sólo se convierte en una alteridad semejante al perder su aura mística. Los antifeministas siempre han aprovechado este equívoco. Aceptan sin problemas exaltar a la mujer como Alteridad, para después convertir su alteridad en absoluta, irreductible, negándole el acceso al mitsein humano. 5 Véase Lévi-Strauss, Las estructuras elementales delparentesco. 135 también a sus hijos— o si pasa a la del marido. En cualquier caso, «La mujer nunca es más que el símbolo de su linaje... la filiación matrilinea! consiste en la mano del padre o del hermano de la mujer que se extiende hasta el pueblo del hermano»6. Sólo es la mediadora del derecho, no su titular. En realidad, lo que define el régimen de filiación son las relaciones entre dos grupos masculinos, no la relación entre dos sexos. En la práctica, la condición concreta de la mujer no está vinculada de forma estable a tal o cual tipo de derecho. En el régimen matrilineal puede llegar a ocupar una situación muy elevada, aunque no hay que olvidar que la presencia de una jefa, de una reina a la cabeza de una tribu no significa en absoluto que en ella las mujeres sean soberanas: la llegada al poder de Catalina de Rusia no modificó en absoluto la condición de las campesinas msas; y lo más frecuente es que viva en medio de la abyección. Los casos en los que la mujer permanece en su clan y su marido se limita a hacerle visitas rápidas, incluso clandestinas, son muy raros. En casi todos los casos es ella quien se va a vivir bajo el techo de su esposo: este hecho basta para evidenciar la primacía masculina. «Tras las oscilaciones en la forma de filiación —dice Lévi-Strauss—, la permanencia de la residencia patrilocal certifica la relación fundamental de asnnetría entre los sexos que caracteriza a la sociedad humana.» Como conserva a sus hijos con ella, el resultado es que la organización territorial de la tribu no se corresponde con su organización totèmica: esta última está rigurosamente fundamentada, aquélla es contingente; pero en la práctica la primera tiene más importancia, pues el lugar en el que la gente trabaja y vive cuenta más que su pertenencia mística. En los regímenes de transición, que son los más extendidos, existen dos tipos de derecho, uno religioso, otro basado en la ocupación y en el trabajo de la tierra, que se interpenetran. A pesar de ser una institución laica, el matrimonio no deja de tener una gran importancia social y la familia conyugal, aunque desprovista de significado religioso, tiene una existencia muy fiierte en el plano humano. Incluso en las sociedades en las que existe una gran libertad sexual conviene que la mujer que trae un hijo al mundo esté casada; sola con su progenitura no consigue constituir un grupo autónomo; la protección religiosa del hermano no es suficiente; es necesaria la presencia del esposo. A menudo' tiene grandes responsabilidades respecto a los hijos, que no 6 Ibíd. 136 pertenecen a su clan, pero es él quien los alimenta y los cría; entre marido y mujer, padre e hijos, se establecen vínculos de cohabitación, de trabajo, de intereses comunes, de afecto. Entre esta familia laica y el clan totèmico las relaciones son muy complejas, como testimonia la diversidad de los ritos del matrimonio. Primitivamente, el marido compra una mujer al clan extranjero, o al menos se intercambian prestaciones entre los dos clanes, con uno que aporta uno de sus miembros y otro que cede ganado, frutos, trabajo. Como el marido se hace cargo de la mujer y de los hijos de ésta, en algunos casos puede recibir una retribución de los hermanos de la esposa. El equilibrio entre las realidades místicas y económicas es inestable. A menudo el hombre está más unido a sus hijos que a sus sobrinos; cuando le sea posible afirmarse lo hará como padre. Por esta razón toda sociedad tiende hacia una forma patriarcal cuando su evolución lleva al hombre a tomar conciencia de sí y a imponer su voluntad. Es importante destacar que, incluso en los tiempos en los que se sentía confundido ante los misterios de la Vida, de la Naturaleza, de la Mujer, nunca renunció a su poder; cuando, asustado por la magia peligrosa que posee la mujer, la formula como esencial, es él quien lo hace, y se realiza así como lo esencial en esta alienación que acepta; a pesar de las fecundas virtudes que la habitan, el hombre sigue siendo su amo, como es el amo de la tierra fértil; ella está destinada a ser sometida, poseída, explotada, como también lo está la Naturaleza, cuya mágica fertilidad encama. El prestigio de que goza a los ojos de los hombres lo recibe de ellos; ellos se arrodillan ante la Alteridad, adoran a la Diosa Madre. Ahora bien, por muy poderosa que parezca, se la percibe a través de las nociones creadas por la conciencia masculina. Todos los ídolos inventados por el hombre, por muy terroríficos que los haya foijado, en realidad dependen de él, y tiene pues posibilidad de destruirlos. En las sociedades primitivas esta dependencia no se reconoce ni se plantea, pero existe inmediatamente, en sí; y será más fácil mediatizarla cuando el hombre tome una conciencia más clara de sí mismo, cuando se atreva a afirmarse y a oponerse. En realidad, incluso cuando el hombre se percibe como algo dado, pasivo, sometido al azar de la lluvia y el sol, también se realiza como trascendencia, como proyecto; en él se afirman el espíritu, la voluntad, contra la confusión y la contingencia de la vida. El antepasado totèmico cuyas múltiples encamaciones asume la mujer es más o menos claramente, en su nombre de animal o de árbol, un principio masculi­ 137 no; la mujer perpetúa su existencia camal, pero su papel es únicamente nutricio, no creador; no crea en ningún ámbito; mantiene la vida de la tribu dándole hijos y pan, nada más: está condenada a la inmanencia; de la sociedad, encama únicamente el aspecto estático, cerrado sobre sí. Mientras tanto, el hombre sigue acaparando funciones que abren esta sociedad a la naturaleza y al conjunto de la humanidad; los únicos trabajos dignos de él son la guerra, la caza, la pesca, conquista presas extranjeras y las anexiona a la tribu; guerra, caza, pesca, representan una expansión de la existencia, su superación hacia el mundo; el varón es la única encarnación de la trascendencia. Todavía no tiene medios prácticos para dominar totalmente a la Mujer Tierra, no se atreve a alzarse contra ella, pero ya se quiere liberar. En mi opinión, hay que buscar en esta voluntad la razón profunda de la famosa costumbre de la exogamia tan extendida en las sociedades de filiación uterina. Aunque el hombre ignore el papel que desempeña en la procreación, el matrimonio tiene para él una gran importancia: por él accede a la dignidad de adulto y recibe como herencia una parcela del mundo; por su madre, está ligado al clan, a los antepasados y a todo lo que constituye su propia sustancia; pero en todas sus funciones laicas, trabajo, matrimonio, pretende evadirse de este círculo, afirmar la trascendencia contra la inmanencia, abrirse un futuro diferente del pasado en el que se hunden sus raíces; según el tipo de pertenencia reconocido en las diferentes sociedades, la prohibición del incesto adopta formas diferentes, pero conserva de las épocas primitivas a nuestros días el mismo sentido: lo que el hombre desea poseer es lo que no es; se une a lo que se le presenta como ajeno a él. Por lo tanto, la esposa no debe participar en el mana del esposo, tiene que ser extranjera: extranjera a su clan. El matrimonio primitivo se basa a veces en un rapto simbólico: la violencia que se le hace al otro es la afirmación más evidente de su alteridad. Al conquistar a su mujer por la fuerza, el guerrero demuestra que ha sabido hacer suya una riqueza extranjera y hacer estallar los límites del destino que le había asignado su nacimiento; la compra en sus diferentes formas —tributo pagado, prestación de servicios— manifiesta con menos brillantez el mismo significado7. 7 Encontramos en la tesis ya citada de Lévi-Strauss, en una forma un tanto diferente, una confirmación de esta idea. De su estudio se deduce que la prohibición del incesto no es en modo alguno el hecho primitivo del que se deriva la 138 Poco a poco, el hombre ha mediatizado su experiencia y en sus representaciones, como en su existencia práctica, ha triunfado el principio masculino. El Espíritu ha ganado a la Vida, la trascendencia a la inmanencia, la técnica a la magia y la razón a la superstición. La devaluación de la mujer representa una etapa necesaria en la historia de la humanidad, pues su prestigio no venía de su valor positivo, sino de la debilidad del hombre; en ella se encamaban los inquietantes misterios naturales; el hombre se escapa a su control cuando se libera de la naturaleza. El paso de la piedra al bronce le permite realizar con su trabajo la conquista del suelo y conquistarse a sí mismo. El agricultor está sometido a los caprichos de la tierra, de las germinaciones, de las estaciones, es pasivo, implora y espera. Por esta razón los espíritus totémicos poblaban el mundo humano; el campesino sufría los caprichos de estas potencias que le dominaban. El obrero, por el contrario, modela la herramienta a su capricho; le impone con sus manos la imagen de su proyecto; frente a la naturaleza inerte, que se le resiste pero es vencida, se afirma como voluntad soberana; si precipita sus golpes sobre el yunque está precipitando la terminación de la herramienta, mientras que nada puede acelerar la maduración de las espigas; aprende su responsabilidad en la cosa confeccionada: su gesto hábil o inhábil la elabora o la quiebra, prudente, hábil, la lleva a un punto de perfección del que está orgulloso: su éxito no depende del favor de los dioses, sino de sí mismo; desafía a sus compañeros, se enorgullece de sus triunfos; y aunque deje algún espacio para los ritos, las técnicas exactas le parecen mucho más importantes; los valores místicos pasan al seexogamia, sino que refleja en una forma negativa una voluntad positiva de exogamia. No hay ninguna razón inmediata para que una mujer sea impropia para el comercio con los hombres de su clan; pero es socialmente útil que forme parte de las prestaciones mediante las cuales cada clan, en lugar de cerrarse sobre sí, establece con el otro una relación de reciprocidad: «La exogamia tiene un valor menos negativo que positivo... impide el matrimonio endogàmico... no porque el matrimonio consanguíneo suponga algún peligro biológico, sino porque del matrimonio exogámico se obtiene un beneficio social.» El grupo no debe consumir a título privado las mujeres que constituyen uno de sus bienes; tiene que convertirlas en un instrumento de comunicación; si el matrimonio con una mujer del clan está prohibido, «la única razón es su mismidad, cuando es necesaria (y por lo tanto posible) la alteridad... Las mujeres vendidas como esclavas pueden ser las mismas que las que se ofrecieron primitivamente. Unas y otras sólo necesitan el signo de alteridad que es la consecuencia de una posición determinada en una estructura y no de un carácter innato». 139 gundo plano y los intereses prácticos al primero; no se libera totalmente de los dioses, pero los separa de él al separarse de ellos; los relega a su cielo olímpico y se queda para él el territorio terrestre; el gran Pan empieza a debilitarse cuando resuena el primer golpe del martillo y se abre el reinado del hombre. Aprende su poder. En la relación de su brazo creador con el objeto fabricado experimenta la causalidad: el grano sembrado germina o no germina, mientras que el metal siempre reacciona de la misma forma ante el fuego, el templado, la acción mecánica; este mundo de utensilios se deja encerrar dentro de conceptos claros: el pensamiento racional, la lógica y las matemáticas pueden entrar en escena. Toda la imagen de universo ha cambiado radicalmente. La religión de la mujer estaba relacionada con el reinado de la agricultura, reinado de la duración irreductible, de la contingencia, del azar, de la espera, del misterio; la del homofaber es el reinado del tiempo que se puede vencer como el espacio, de la necesidad, del proyecto, de la acción, de la razón. Incluso cuando se enfrenta con la tierra, el hombre lo hará como un obrero; descubre que se puede enriquecer el suelo, que es bueno dejarlo descansar, que hay que tratar las semillas de una u otra forma: él hace crecer las cosechas, excava acequias, riega el suelo o lo seca, traza carreteras, construye templos: crea el mundo desde cero. Los pueblos que permanecieron bajo el dominio de la diosa madre, en los que se perpetuó la filiación uterina, son también los que se detuvieron en una fase primitiva de la civilización. Es porque sólo se veneraba a la mujer en la medida en que el hombre se hacía esclavo de sus propios temores, cómplice de su propia impotencia: le rendía culto en el terror y no en el amor. Sólo se podía realizar si empezaba por destronarla8. Y así se reconocerá como soberano el principio masculino de fuerza creadora, de luz, de inteligencia, de orden. Junto a la diosa madre aparece un dios, hijo o amante, todavía inferior a ella, pero que se le parece punto por punto y que está asociado a ella. El encama también un principio de fecundidad: es un toro, es el Minotauro, es el Nilo que fertiliza los campos de Egipto. Muere en otoño y renace en primavera, una vez 8 Por supuesto, se trata de una condición necesaria, pero no suficiente: existen civilizaciones patrilineales que se quedaron en un estadio primitivo; otras, como la de los mayas, se degradaron. No existe una jerarquía absoluta entre las sociedades de derecho materno y las de derecho paterno, pero sólo estas últimas evolucionaron técnica e ideológicamente. 140 que la esposa madre, invulnerable pero desconsolada, haya consagrado sus fuerzas a buscar su cuerpo y reanimarlo. Vemos aparecer en Creta esta pareja que encontramos en todas las orillas del Mediterráneo: en Egipto, Isis y Horas, Astarté y Adonis en Fenicia, Cibeles y Atis en Asia Menor y, en la Grecia helénica, Rea y Zeus. Luego la Gran Madre fue destronada. En Egipto, donde la condición de la mujer es especialmente favorable, la diosa Nut, que encama el cielo, e Isis, la tierra fecundada, esposa del Nilo, Osiris, siguen siendo diosas muy importantes; pero Ra, el dios sol, luz y energía viril, es el dios supremo. En Babilonia, Ishtar sólo es la esposa de Bel Marduk; él crea las cosas y procura la armonía. El dios de los semitas es masculino. Cuando Zeus reina en el cielo, Gea, Rea, Cibeles, deben abdicar: sólo queda Deméter, divinidad todavía imponente pero secundaria. Los dioses védicos tienen esposas, pero no se las adora como a ellos. El Júpiter romano no tiene igual9. De esta forma, el triunfo del patriarcado no fue casual, ni el resultado de una revolución violenta. Desde el origen de la humanidad, su privilegio biológico permitió a los varones afirmarse solos como sujetos soberanos; nunca renunciaron a este privilegio; alienaron en parte su existencia en la Naturaleza y en la Mujer, pero después la reconquistaron; condenada a desempeñar el papel de Alteridad, la mujer también estaba condenada a poseer sólo un poder precario: esclava o ídolo, nunca elige su destino. «Los hombres hacen los dioses, las mujeres los adoran», dijo Frazer; ellos deciden si sus divinidades supremas serán masculinas o femeninas; el lugar de la mujer en la sociedad siempre es el que ellos le asignen; en ninguna época impuso su propia ley. Quizá si el trabajo productor hubiera seguido estando a la medida de sus fuerzas, la mujer habría llevado a cabo con el hombre la conquista de la naturaleza; la especie humana se hubiera afirmado contra los dioses a través de los individuos masculinos y fe­ 9 Es interesante destacar (según M. Begouen, Journal de Psychologie, año 1934) que en la época auriñaciense se encuentran numerosas estatuas que representan mujeres con atributos sexuales exageradamente destacados: su gordura y la importancia de su vulva son impresionantes. Además, se encuentran en las cavernas vulvas aisladas, burdamente dibujadas. En el solutrense y el magdaleniense estas efigies desaparecen. En el auriñaciense las estatuillas masculinas no son frecuentes y nunca se representa el órgano masculino. En el magdaleniense se encuentra todavía la representación de algunas vulvas, pero poco numerosas, mientras que aparece gran número de falos. 141 meninos; pero ella no pudo apropiarse de las promesas de la herramienta. Engels explicó de forma incompleta su decadencia: no basta con decir que la invención del bronce y del hierro modificó profundamente el equilibrio de las fuerzas productoras y que así apareció la inferioridad de la mujer; esta inferioridad no es suficiente para explicar de la opresión que ha sufrido. Lo que ha resultado nefasto para ella es que, al no convertirse para el obrero en un compañero de trabajo, quedó excluida del mitsein humano: que la mujer sea débil y de capacidad productiva inferior no explica esta exclusión; porque no participaba en su forma de trabajar y de pensar, porque seguía sometida a los misterios de la vida, el varón no reconoció en ella a un semejante; desde el momento en que no la adoptaba, que conservaba a sus ojos la dimensión de lo otro, el hombre sólo podía convertirse en su opresor. La voluntad masculina de expansión y de dominio transformó la incapacidad femenina en una maldición. El hombre quiso agotar las posibilidades abiertas por las nuevas técnicas: apeló a una mano de obra servil, redujo a sus semejantes a la esclavitud. El trabajo de los esclavos era mucho más eficaz que el de la mujer, por lo que ella perdió su cometido económico en la tribu. En su relación con el esclavo, el amo encontró una confirmación de su soberanía mucho más radical que en la autoridad mitigada que ejercía sobre la mujer. Venerada y temida por su fecundidad, alteridad para el hombre, imbuida del carácter inquietante de la alteridad, la mujer hacía que el hombre dependiera de ella al mismo tiempo que ella dependía de él; la reciprocidad de la relación amo-esclavo existía factualmente para ella y escapaba así a la esclavitud. El esclavo no está protegido por ningún tabú, sólo es un hombre sometido, no diferente, sino inferior: el juego dialéctico de su relación con el amo tardará siglos en actualizarse; en el seno de la sociedad patriarcal organizada, el esclavo sólo es una bestia de carga con rostro humano: el amo ejerce sobre él una autoridad tiránica; así exalta su orgullo, que vuelve contra la mujer. Todo lo que gana, lo gana contra ella; cuanto más poderoso se vuelve, más cae ella. En particular, cuando se hace amo de la tierra10reivindica también la propiedad de la mujer. Antes estaba poseído por el mana, por la Tierra: ahora tiene un alma, unas tierras; liberado de la Mujer, reclama también una mujer y una posteridad propias. Quiere que el trabajo familiar que utiliza en beneficio de sus campos sea total­ 10 Véase primera parte, cap. III. 142 mente suyo y para ello le tienen que pertenecer los trabajadores: somete a su mujer y a sus hijos. Necesita herederos en los que se prolongará su vida terrestre al legarles sus bienes, y que le rendirán en la tumba los honores necesarios para el reposo de su alma. El culto a los dioses domésticos se superpone a la constitución de la propiedad privada y la función de heredero es económica y mística al mismo tiempo. El día en que la agricultura deja de ser una operación principalmente mágica y se convierte en un trabajo fundamentalmente creador, el hombre se descubre como fuerza generadora; reivindica sus hijos al mismo tiempo que sus cosechas11. En los tiempos primitivos no ha habido revolución ideológica más importante que la que sustituye la filiación uterina por la agnación; la madre queda reducida al rango de nodriza, de criada, y se exalta la soberanía del padre; él posee los derechos y los transmite. Apolo, en las Euménides de Esquilo, proclama estas nuevas verdades: «No es la madre quien engendra lo que se llama su hijo: sólo es la nodriza del germen vertido en su seno; el que engendra, es el padre. La mujer, como un depositario extranjero, recibe el germen y si place a los dioses lo conserva.» Es evidente que estas afirmaciones no proceden de un descubrimiento científico: son una profesión de fe. Sin duda, la experiencia de la causalidad técnica en la que el hombre afianza su poder creador le ha llevado a reconocer que era tan necesario como la madre para la procreación. La idea guió la observación, pero esta última se limita a conceder al padre un papel similar al de la madre: hace suponer que en el plano natural, la condición de la concepción es el encuentro del esperma y del flujo menstrual; la idea que expresa Aristóteles, según la cual la mujer es únicamente materia, y «el principio del movimiento que es masculino en todos los seres que nacen es mejor y más divino», traduce una voluntad de poder que va más allá de todo conocimiento. Al atribuirse en exclusiva su posteridad, el hombre se libera definitivamente del poder de la feminidad, conquista contra la mujer el dominio del mundo. Consagrada a la 11 De la misma forma que la mujer estaba asimilada a los surcos, el falo se asimila al arado, y a la inversa. En un dibujo de la época casita que representa un arado se han trazado los símbolos del acto generador; la identidad falo-arado se ha reproducido plásticamente en otras ocasiones. La palabra Iak en algunas lenguas austroasiáticas designa al mismo tiempo el falo y la azada. Existe una oración asiria dirigida a un dios cuyo «arado ha fecundado la tierra». 143 procreación y a tareas secundarias, despojada de su importancia práctica y de su prestigio místico, la mujer ya sólo aparece como una sierva. Esta conquista los hombres la han representado como el resultado de una lucha violenta. Una de las cosmogonías más antiguas, la asirio-babilónica, nos relata su victoria en un texto que data del siglo vn, pero que reproduce una leyenda mucho más antigua. El Océano y el Mar, Atum y Tamiat, engendraron el mundo celeste, el mundo terrestre y todos los grandes dioses; pero al encontrarlos demasiado turbulentos, decidieron aniquilarlos; Tamiat, la mujer madre, dirigió la lucha contra el más fuerte y más hermoso de sus descendientes, Bel Marduk; este último la había desafiado en combate y tras una terrible batalla la mató y dividió su cuerpo en dos; de una mitad hizo la bóveda celeste, de la otra el soporte del mundo terrestre; luego organizó el universo y creó la humanidad. En el drama de las Euménides que ilustra el triunfo del patriarcado sobre el derecho materno, también Orestes asesina a Clitemnestra. Con estas victorias sangrientas, la fuerza viril, las potencias solares de orden y de luz triunfan sobre el caos femenino. Al absolver a Orestes, el tribunal de los dioses proclama que era el hijo de Agamenón antes de serlo el de Clitemnestra. El antiguo derecho materno ha muerto: le ha matado la audaz rebelión del macho. Hemos visto que en realidad el tránsito hacia el derecho paterno se realiza mediante lentas transiciones. La conquista masculina fue una reconquista: el hombre se limitó a tomar posesión de lo que ya poseía; armonizó el derecho y la realidad. No hubo ni lucha, ni victoria, ni derrota. No obstante, estas leyendas tienen un sentido profundo. En el momento en que el hombre se afirma como sujeto y libertad, la idea de Alteridad se mediatiza. Desde entonces, la relación con el Otro es un drama: la existencia del Otro es una amenaza, un peligro. La vieja filosofía griega, que Platón no desmiente en este punto, muestra que alteridad es lo mismo que negación, es decir, el Mal. Afirmar la Alteridad es definir el maniqueísmo. Por esta razón, la religión y los códigos tratan a la mujer con tanta hostilidad. En la época en que el género humano se alzó hasta la redacción escrita de sus mitologías y sus leyes, el patriarcado se ha establecido definitivamente: son los varones quienes elaboran los códigos. Es natural que den a la mujer una posición subalterna; pero podríamos imaginar que la considerasen con la misma benevolencia que a los niños o al ganado. No es así. Cuando organizan la opresión de la mujer, 144 los legisladores tienen miedo de ella. De las virtudes ambivalentes que la adornan, advierten ante todo el aspecto nefasto: de sagrada se convierte en impura. Eva entregada a Adán para convertirse en su compañera perdió al género humano; cuando se quieren vengar de los hombres, los dioses paganos inventan a la mujer, y la primera de las criaturas hembra, Pandora, desencadena todos los males que sufre la humanidad. La Alteridad es la pasividad frente a la actividad, la diversidad que rompe la unidad, la materia opuesta a la forma, el desorden que se resiste al orden. La mujer queda así consagrada al Mal. «Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer», dice Pitágoras. Las leyes de Manu la definen como un ser vil que conviene reducir a la esclavitud. El Levítico la asimila a las bestias de carga que posee el patriarca. Las leyes de Solón no le confieren derecho alguno. El código romano la somete a tutela y proclama su «imbecilidad». El derecho canónico la considera como «la puerta del Diablo». El Corán la trata con desprecio absoluto. Y sin embargo, el Mal es necesario para el Bien, la materia para la idea y la noche para la luz. El hombre sabe que para saciar sus deseos, para perpetuar su existencia, la mujer le resulta indispensable; tiene que integrarla en la sociedad: en la medida en que se someta al orden establecido por los varones, quedará purificada de su mancha original. La idea se expresa con mucha fiierza en las leyes de Manu: «Una mujer, por un matrimonio legítimo, adquiere las mismas cualidades que su esposo, como el río que se pierde en el océano, y es admitida tras su muerte en el mismo paraíso celeste.» La Biblia traza elogiosamente el retrato de la «mujer fuerte». El cristianismo, a pesar de su odio a la carne, respeta a la virgen consagrada y a la esposa casta y dócil. Asociada al culto, la mujer puede incluso tener un papel religioso importante: la brahmina en la India, la flamínica en Roma son tan santas como su marido; en la pareja domina el hombre, pero la unión de los principios masculino y femenino es necesaria para el mecanismo de la fecundidad, la vida y el orden de la sociedad. Esta ambivalencia de la Otra, de la Hembra, se refleja en la continuación de su historia; estará hasta nuestros días sometida a la voluntad de los hombres. Esta voluntad es sin embargo ambigua: con' una anexión total, la mujer queda reducida al rango de cosa; ahora bien, el hombre pretende revestir con su propia dignidad lo que conquista o posee: la Alteridad conserva a sus ojos 145 algo de su magia primitiva; cómo convertir a su esposa en una sierva y una compañera al mismo tiempo es uno de los problemas que tratará de resolver; su actitud evolucionará con los siglos, lo que también supondrá una evolución en el destino femenino12. III Destronada con el advenimiento de la propiedad privada, la suerte de la mujer estará ligada a la propiedad privada a través de los siglos: gran parte de su historia se confunde con la historia de la herencia. Es fácil entender la importancia fundamental de esta institución si observamos que el propietario aliena su existencia en la propiedad; le da más importancia que a su vida misma; la propiedad supera los límites estrechos de esta vida temporal, subsiste más allá de la destrucción del cuerpo, encamación terrestre y sensible del alma inmortal; pero esta supervivencia sólo es real si la propiedad permanece en las manos del poseedor: sólo le puede seguir perteneciendo después de la muerte si pertenece a individuos en los que se prologa y se reconoce, que sean suyos. Cultivar las tierras paternas, rendir culto a los manes del padre, es para el heredero una sola y misma obligación: garantiza la supervivencia de los antepasados sobre la tierra y en el mundo subterráneo. El hombre no aceptará por lo tanto compartir con la mujer ni sus bienes ni sus hijos. No conseguirá imponer totalmente y para siempre sus pretensiones, pero en el momento de gran fuerza del patriarcado arranca a la mujer todos sus derechos sobre la posesión y la transmisión de los bienes. Parece lógico, por otra parte, negárselos. Si admitimos que los hijos de una mujer ya no son suyos, dejan de tener vínculos con el grupo del que procede la mujer. Con el matrimonio, la mujer ya no es un préstamo de un clan a otro clan: es radicalmente arrancada del grupo en el que nació y anexionada al de su esposo; él la compra, como se compra una cabeza de ganado o un esclavo, le impone sus divinidades domésticas; además, los hijos que engendre pertenecerán a la familia del esposo. Si pudiera heredar, transmitiría abusivamente las 12 Examinaremos esta evolución en Occidente. La historia de la mujer en Oriente, en India, en China, ha sido la de una esclavitud larga e inmutable. Desde la Edad Media hasta nuestros días, centraremos este estudio sobre Francia, que constituye un caso típico. 146 riquezas de la familia paterna a la de su marido, por lo que queda excluida de la sucesión. A la inversa, al no poseer nada, la mujer no accede a la dignidad de una persona; forma parte ella misma del patrimonio del hombre, primero de su padre y luego de su marido. Bajo el régimen estrictamente patriarcal, el padre puede condenar a muerte desde su nacimiento a sus hijos varones y hembras; pero en el primer caso, la sociedad suele limitar su poder: todo recién nacido de sexo masculino normalmente constituido tiene derecho a la vida; mientras que la costumbre de la exposición de las niñas está muy extendida; entre los árabes, se daban infanticidios masivos: las niñas eran arrojadas a un foso nada más nacer. Aceptar a un niño de sexo femenino es un acto de libre generosidad del padre; la mujer sólo entra en estas sociedades por una especie de gracia que se le concede, y no legítimamente, como el varón. En todo caso, la mancha del nacimiento es mucho más grave para la madre cuando el recién nacido es una niña: entre los hebreos, el Levítico exige en este caso una purificación dos veces más larga que si del parto ha nacido un varón. En las sociedades en las que existe la costumbre del «precio de sangre» sólo se exige una pequeña suma cuando la víctima es de sexo femenino: su valor es al del varón como el del esclavo al del hombre libre. El padre tiene plenos poderes sobre la adolescente; con el matrimonio se la transmite al esposo en su totalidad. Dado que es de su propiedad como el esclavo, la bestia de carga, la cosa, es natural que el hombre pueda tener tantas esposas como le plazca; sólo las razones económicas limitan la poligamia; el marido puede repudiar a sus mujeres por capricho, la sociedad no les da prácticamente ninguna garantía. A cambio, la mujer está sometida a una castidad rigurosa. A pesar de los tabúes, las sociedades de derecho materno permiten una mayor libertad de costumbres; no suele exigirse la castidad prenupcial y el adulterio no sejuzga con demasiada severidad. Por el contrario, cuando la mujer se convierte en propiedad del hombre, quiere que sea virgen y exige, bajo las penas más graves, una fidelidad total; el peor de los crímenes sería arriesgarse a dar los derechos de herencia a un retoño extranjero: por esta razón elpaterfamilias tiene derecho a acabar con la vida de la esposa culpable. Mientras dura la propiedad privada, la infidelidad conyugal se considera para la mujer un crimen de alta traición. Todos los códigos, que hasta nuestros días han mantenido la desigualdad en materia de adulterio, alegan la gravedad de la falta cometida por la mujer, que puede introducir 147 un bastardo en la familia. Y si el derecho a tomarse lajusticia por su mano se abolió desde Augusto, el código napoleónico sigue prometiendo la indulgencia del jurado al marido justiciero. Cuando la mujer pertenecía al clan paterno y a la familia conyugal, entre las dos series de vínculos entremezclados, e incluso opuestos, conseguía conservar una libertad bastante grande; cada uno de los dos sistemas le servía de barrera contra el otro: por ejemplo, podía elegir marido a su gusto, pues el matrimonio era sólo un acontecimiento laico que no afectaba a la estructura profunda de la sociedad. Sin embargo, en el régimen patriarcal es la propiedad de su padre que la casa a su gusto; luego queda unida al hogar de su esposo y se convierte en su cosa y en la cosa del genos en el que ha sido introducida. Cuando la familia y el patrimonio privado se convierten en las bases incuestionables de la sociedad, la mujer sigue totalmente alienada. Es lo que se produce en el mundo musulmán. La estructura es feudal, es decir, que no ha aparecido un Estado lo bastante fuerte para unificar y a someter las diferentes tribus: ningún poder se opone al del jefe patriarcal. La religión que se creó en un momento en el que el pueblo árabe era guerrero y conquistador manifestaba el desprecio más total hacia la mujer. «Los hombres son superiores a las mujeres a causa de las cualidades por las que Dios les dio la preeminencia y también porque ellos dotan a las mujeres», dice el Corán; ellas nunca tuvieron poder ni prestigio místico. La beduina trabaja duramente, maneja el arado y lleva pesados bultos; de esta forma, establece con su esposo un vínculo de dependencia recíproca; puede salir libremente, con la cara descubierta. La musulmana, velada y encerrada, sigue siendo en la mayor parte de las capas déla sociedad una especie de esclava. Recuerdo en un poblado troglodita de Túnez una caverna subterránea en la que había cuatro mujeres en cuclillas: la vieja esposa, tuerta, desdentada, con el rostro horriblemente estragado, cocía pastas sobre un pequeño brasero en medio de un humo acre; dos esposas un poco más jóvenes pero igualmente desfiguradas acunaban niños en sus brazos: una de ellas daba el pecho; sentada frente a un telar, una joven diosa maravillosamente adornada con sedas de oro y plata anudaba briznas de lana. Al salir de este antro sombrío —reino de la inmanencia, matriz y tumba— me crucé por el pasillo que subía hacia la luz con el varón vestido de blanco, de limpieza deslumbrante, sonriente, solar. Volvía del mercado donde había charlado con otros hombres sobre las cosas 148 del mundo; pasaría unas horas en su retiro en el corazón del amplio universo al que pertenecía, del que no estaba aislado. Para las ancianas agostadas, para la recién casada condenada a la misma rápida decadencia, no había más universo que la caverna ahumada de la que sólo salían de noche, silenciosas y veladas. Los judíos de la época bíblica tienen más o menos las mismas costumbres que los árabes. Los patriarcas son polígamos y pueden repudiar a sus mujeres siguiendo su capricho; se exige, bajo penas rigurosas, que la esposa llegue virgen al matrimonio; en caso de adulterio, es lapidada; está limitada a las tareas domésticas, como demuestra el retrato de la mujer fuerte: «Trabaja la lana y el lino... se levanta antes de que amanezca... En la noche, su lámpara no se apaga... No come del pan de la pereza.» Aunque sea casta y trabajadora, es una impura, está rodeada de tabúes; su testimonio no es válido ante un tribunal. El Eclesiastés habla de ella con el desprecio más profundo: «Encontré más amarga que la muerte a la mujer cuyo corazón es una trampa y una red y cuyas manos son ataduras... encontré un hombre entre mil, pero no he encontrado una mujer entre todas ellas.» A la muerte de su marido, la costumbre, convertida en ley, exigía que la viuda se casara con el hermano del difunto. Esta costumbre del levirato aparece en muchos pueblos orientales. En todos los regímenes en los que la mujer está bajo tutela, uno de los problemas que se plantea es la situación en que quedan las viudas. La solución más radical es sacrificarlas sobre la tumba de su esposo. Sin embargo, no es cierto que la ley haya impuesto, ni siquiera en la India, semejantes holocaustos; las leyes de Manu admitían que la esposa sobreviviera al esposo; los suicidios espectaculares nunca fueron más que una moda aristocrática. Es mucho más frecuente que la viuda quede a disposición de los herederos de su esposo. El levirato adopta a veces la forma de poliandria; para prevenir un posible viudedad, se da como maridos a una mujer todos los hermanos de la familia, costumbre que sirve también como defensa ante la posible impotencia del marido. Al parecer, según un texto de César, en Bretaña todos los hombres de una familia tenían en común un determinado número de mujeres. El patriarcado no se estableció en todas partes bajo esta forma radical. En Babilonia, las leyes de Hammurabi reconocían algunos derechos a la mujer: recibe una parte de la herencia paterna, y cuando se casa, su padre la dota. En Persia se acostumbra la poligamia; la mujer debe obediencia absoluta al marido que el padre 149 le elige desde que es núbil, pero se la honra más que en la mayor parte de los pueblos orientales; el incesto no está prohibido, eran frecuentes los matrimonios entre hermanos; ella se encarga de la educación de los hijos hasta los siete años de edad cuando se trata de varones, hasta su matrimonio para las niñas. La mujer puede recibir una parte de la herencia de su marido si el hijo no es digno de ella; si es «esposa privilegiada», en caso de que el marido muera sin dejar hijos adultos, queda a cargo de la tutela de los hijos menores y de la administración de los negocios. Las reglas del matrimonio muestran claramente la importancia que tiene para el cabeza de familia la existencia de una posteridad. Al parecer había cinco formas de matrimonio13: 1.a La mujer se casaba con el consentimiento de sus padres; en ese caso se denominaba «esposa privilegiada»; sus hijos pertenecían a su marido. 2.aCuando una mujer era hija única, el primero de sus hijos era entregado a sus padres para que ocupara el lugar de la hija; luego se convertía en «esposa privilegiada». 3.a Si un hombre moría soltero, su familia dotaba y casaba a una mujer extranjera: se denominaba mujer adoptada; la mitad de los hijos pertenecían al muerto, la otra mitad al marido vivo. 4.aUna viuda, sin hijos, vuelta a casar, se denominaba mujer sirvienta: debía la mitad de los hijos del segundo marido al marido muerto. 5.aLa mujer que se casaba sin el consentimiento de sus padres no podía heredar de ellos hasta que su primer hijo llegara a la mayoría de edad y la entregara como «esposa privilegiada» a su padre; si el marido moría antes que ella, se la consideraba menor y caía bajo tutela. El estatuto de la mujer adoptada y de la mujer sirvienta establece el derecho de los hombres a sobrevivir en una descendencia no necesariamente unida por vínculos de sangre. Es algo que confirma lo que decíamos más arriba: estos vínculos fueron un invento del hombre cuando quiso dotarse, más allá de la vida finita, de una inmortalidad terrestre y subterránea. En Egipto la condición de la mujer era la más favorable. Las diosas madres, al convertirse en esposas, conservaron su prestigio; la unidad religiosa y social es la pareja; la mujer aparece como aliada y complementaria del hombre. Su magia es tan poco hostil que se supera incluso el temor del incesto y se llega a con­ 13 Esta exposición retoma la de C. Huart en El Irán antiguo y la civilización irania. 150 fundir a la hermana con la esposa14. Tiene los mismos derechos que el hombre, la misma fuerza jurídica; hereda, posee bienes. Esta suerte singular no es fruto del azar: se debe a que en el Egipto antiguo la tierra pertenecía al rey y a las castas superiores de los sacerdotes y los guerreros; para los particulares, la propiedad de la tierra sólo era un usufructo; dado que el fondo era inalienable, los bienes transmitidos por herencia tenían poco valor y no había inconveniente alguno en compartirlos. Al no existir patrimonio privado, la mujer conservaba la dignidad de una persona. Se casaba libremente y al quedar viuda se podía volver a casar a su gusto. El varón practicaba la poligamia, pero aunque todos los hijos fuesen legítimos, sólo había una esposa verdadera, la única asociada al culto y vinculada también a él: las otras sólo eran esclavas privadas de todos los derechos. La primera esposa no cambiaba de estado al casarse: seguía siendo dueña de sus bienes y estaba dotada de libertadjurídica. Cuando el faraón Bojoris establece la propiedad privada, la mujer ocupaba una posición demasiado fuerte para quitársela; Bojoris abrió la era de los contratos y el matrimonio también se hizo contractual. Había tres tipos de contrato: uno para el matrimonio servil; la mujer se convertía en una cosa del marido, pero especificaba a veces que no habría más concubina que ella; la esposa legítima se consideraba la igual del hombre y todos sus bienes eran comunes; a menudo, el marido se comprometía a pagarle una cantidad de dinero en caso de divorcio. Esta costumbre llevó un poco más tarde a un tipo de contrato especialmente favorable para la mujer: el marido le reconocía una deuda ficticia. El adulterio estaba gravemente penalizado, pero el divorcio era prácticamente libre para ambos cónyuges. La práctica de los contratos limitó mucho la poligamia; las mujeres acaparaban las fortunas y se las transmitían a sus hijos, lo que favoreció la aparición de una clase plutocrática. Ptolomeo Filopater decretó que las mujeres ya no podrían enajenar sus bienes sin autorización marital, lo que las convertía en eternas menores. Ahora bien, incluso cuando contaban con una posición privilegiada, única en el mundo antiguo, socialmente no fueron las iguales del hombre; asociadas al culto, al gobierno, podían ser regentes, pero el faraón era varón; los sacerdotes y los guerreros eran varones; ellas sólo intervenían en la vida pública de forma secundaria; en la vida privada se les exigía una fidelidad unilateral. 14 En algunos casos, el hermano debe desposar a su hermana. 151 Las costumbres de los griegos se asemejan mucho a las costumbres orientales; no obstante, no practicaban la poligamia. No se sabe exactamente por qué. En realidad, el mantenimiento de un harén siempre fue una pesada carga: el fastuoso Salomón, los sultanes de Las mil y una noches, los reyes, los jefes, los ricos propietarios son los únicos que se pueden permitir el lujo de un amplio serrallo; el hombre medio se contentaba con tres o cuatro mujeres; el campesino no pasaba de dos. Por otra parte —salvo en Egipto, donde no existe la propiedad privada de la tierra—, el deseo de conservar intacto el patrimonio llevaba a conceder al hijo primogénito derechos singulares sobre la herencia paterna; así se establecía una jerarquía entre las mujeres, pues la madre del heredero principal estaba revestida de una dignidad muy superior a la de las otras esposas. Si la mujer posee bienes propios, si tiene una dote, para su marido es una persona: está unido a ella por un vínculo religioso y exclusivo. A partir de aquí se extendió sin duda la costumbre de reconocer una única esposa: en realidad, el ciudadano griego seguía siendo polígamo, ya que podía encontrar entre las prostitutas de la ciudad y las sirvientas del gineceo la forma de saciar sus deseos. «Tenemos hetairas para el placer del espíritu — dice Demóstenes—,palíalas para el placer de los sentidos y esposas para que nos den hijos.» La pallakis sustituía a la mujer en el lecho del amo en caso de que esta última estuviera enferma, indispuesta, embarazada o recuperándose del parto; de modo que del gineceo al harén, la diferencia no es tanta. En Atenas, la mujer vive encerrada en sus aposentos, severamente limitada por las leyes y vigilada por magistrados especiales. Durante toda su existencia vive en perpetua minoría; está bajo el mandato de su tutor: el padre, el marido, el heredero del marido o, en su defecto, el Estado, representado por funcionarios públicos; ellos son los amos y disponen de ella como de una mercancía, pues el poder del tutor se extiende a la persona y a sus bienes; el tutor puede transmitir sus derechos como desee: el padre entrega a su hija en adopción o en matrimonio; el marido puede repudiar a su esposa y entregársela a un nuevo marido. No obstante, la ley griega permite a las mujeres una dote que sirve para su manutención y que debe devolvérsele totalmente si se disuelve el matrimonio; también permite a la mujer en algunos casos muy precisos pedir el divorcio, pero son las'únicas garantías que le concede la sociedad. Por supuesto, toda la herencia va a parar a los hijos varones y la dote representa, no un bien adquirido por filiación, sino una especie de 152 servicio que se le impone al tutor. No obstante, gracias al uso de la dote, la viuda ya no pasa como una posesión hereditaria a las manos de los herederos de su marido: vuelve bajo la tutela de sus padres. Uno de los problemas que se plantean en las sociedades basadas en la agnación es lo que ocurre con la herencia a falta de descendencia masculina. Los griegos habían instituido la costumbre del epiclerato: la heredera debía desposar en su genos paterno a su pariente de más edad; de esta forma, los bienes que le legaba su padre se transmitían a hijos pertenecientes al mismo grupo, la propiedad seguía en manos del genos; la epiclera no era la heredera, sino simplemente la máquina de fabricar un heredero; esta costumbre la dejaba totalmente en manos del hombre, pues era entregada automáticamente al primogénito de los varones de su familia, que solía ser un anciano. Dado que la opresión de la mujer tiene su causa en la voluntad de perpetuar la familia y de mantener intacto el patrimonio, en la medida en que se escapa de la familia también se escapa de esta dependencia absoluta; si la sociedad, al negar la propiedad privada, rechaza la familia, la suerte de la mujer mejora considerablemente. Esparta, donde prevalecía un régimen comunitario, era la única ciudad en la que la mujer tenía un trato prácticamente igualitario con respecto al hombre. Las niñas se educaban igual que los niños; la esposa no estaba confinada en el hogar de su marido: este último sólo estaba autorizado a hacerle visitas nocturnas furtivas; su esposa le pertenecía tan poco que en nombre del eugenismo otro hombre podía reclamar unirse a ella: la noción misma de adulterio desaparece cuando desaparece la herencia; como todos los niños pertenecen en común a toda la ciudad, las mujeres tampoco están celosamente sometidas a un amo: a la inversa, podemos decir que al no poseer ni bien propio ni descendencia singular, el ciudadano tampoco posee mujer. Las mujeres sufren las servidumbres de la maternidad como los hombres las de la guerra, pero salvo la realización de este deber cívico, ninguna limitación restringe su libertad. Junto a las mujeres libres de las que acabamos de hablar y a las esclavas que viven en el interior del genos —que son propiedad absoluta del cabeza de familia— encontramos en Grecia prostitutas. Los pueblos primitivos conocen la prostitución hospitalaria, concesión de la mujer al huésped de paso, que sin duda tenía razones místicas, y la prostitución sagrada destinada a liberar 153 en beneficio del grupo las misteriosas potencias de la fecundación. Estas costumbres existían en la antigüedad clásica. Herodoto relata que en el siglo v antes de Cristo cada mujer de Babilonia debía entregarse alguna vez en su vida a un hombre extranjero en el templo de Mylitta a cambio de una moneda que entregaba al tesoro del templo; a continuación volvía a su casa para vivir en castidad. La prostitución religiosa se perpetuó hasta nuestros días entre las «alineas» de Egipto y las bayaderas de las Indias, que constituyen castas respetadas de músicas y bailarinas. Frecuentemente, en Egipto, en India, en Asia occidental se pasaba de la prostitución sagrada a la prostitución legal, pues la clase sacerdotal encontraba en este comercio una forma de enriquecerse. Incluso entre los hebreos había prostitutas venales. En Grecia, sobre todo a la orilla del mar, en las islas y en las ciudades que visitaban muchos extranjeros, había templos en los que se encontraban las «muchachas hospitalarias con los extranjeros», como las llama Píndaro: el dinero que recibían estaba destinado al culto, es decir, a los sacerdotes e indirectamente a su manutención. En realidad, en una forma hipócrita se explotan —en Corinto, por ejemplo— las necesidades sexuales de los marineros, de los viajeros, y ya se trata de prostitución venal. Solón la convirtió en una institución. Compró esclavas asiáticas y las encerró en los «dicteriones» situados en Atenas cerca del templo de Venus, no lejos del puerto, dejando la dirección en manos de «pomotropos» encargados de administrar financieramente el establecimiento; cada mujer cobraba un salario y el conjunto de los beneficios iba a parar al Estado. Luego se abrieron las «kapaileia», que eran establecimientos privados: un príapo rojo les servía de enseña. Pronto, además de las esclavas, ingresaron como pupilas mujeres griegas de baja condición. Los dicteriones se consideraban tan necesarios que habían sido reconocidos como lugares de asilo inviolables. No obstante, las cortesanas estaban marcadas por la infamia, no tenían ningún derecho social, sus hijos estaban dispensados de alimentarlas; debían llevar un traje especial de telas abigarradas adornadas con ramos de flores y teñirse los cabellos con azafrán. Además de las mujeres encerradas en los dicteriones, también había cortesanas libres que podemos clasificar en tres categorías: las dicteriadas, prostitutas censadas; las aulétridas, que eran bailarinas y flautistas; las hetairas, cortesanas que venían en general de Corinto, que tenían relaciones oficiales con los hombres más notables de Grecia y que desempeñaban el papel social de «mujeres 154 galantes» modernas. Las primeras eran libertas o muchachas griegas de clase baja; explotadas por proxenetas, llevaban una existencia miserable. Las segundas conseguían en general enriquecerse gracias a sus talentos musicales: la más famosa fue Lamia, amante de Ptolomeo de Egipto, y después de su vencedor, el rey de Macedonia Demetrio Poliorceto. En cuanto a las últimas, es sabido que estuvieron asociadas en muchos casos a la gloria de sus amantes. Libres de disponer de sí mismas y de sus fortunas, inteligentes, cultivadas, artistas, son tratadas como personas por los hombres que disfrutan con su trato. Al escapar a la familia, al situarse al margen de la sociedad, escapan también del hombre: pueden aparecer así como semejantes y casi iguales. En Aspasia, en Friné, en Lais, se afirma la superioridad de la mujer liberada sobre la honrada madre de familia. Aparte de estas brillantes excepciones, la mujer griega está reducida a una semiesclavitud; ni siquiera tiene libertad para indignarse: apenas Aspasia, y con más pasión Safo, hacen oír algunas protestas. En Homero subsisten reminiscencias de la época heroica, cuando las mujeres tenían algún poder, aunque pronto los guerreros las devuelven con dureza a sus aposentos. Encontramos el mismo desprecio en Hesiodo: «El que se confía a una mujer se confía a un ladrón.» En la gran época clásica, la mujer está resueltamente confinada en un gineceo. «La mejor mujer es aquella de la que menos hablan los hombres», decía Pendes. Platón, que propone admitir un consejo de matronas en la administración de la república y dar a las muchachas una educación libre, es una excepción; excita las burlas de Aristófanes; a una mujer que le pregunta sobre los asuntos públicos, un marido le responde en Lisístratcr. «No es asunto tuyo. Cállate o te daré una paliza... Teje tu tela.» Aristóteles manifiesta la opinión más extendida cuando declara que la mujer es mujer en virtud de una deficiencia, que debe vivir encerrada en su hogar y subordinada al hombre. «El esclavo está totalmente privado de libertad para decidir; la mujer la tiene, pero es débil e ineficaz», afirma. Según Jenofonte, la mujer y su esposo son profundamente extraños el uno para el otro: «¿Existe alguien con quien charles menos que con tu mujer? — No mucha gente...»; todo lo que se pide a la mujer en el Económico es ser un ama de casa atenta, prudente, ahorrativa, laboriosa como la abeja, una intendenta modelo. La condición modesta a la que está reducida la mujer no impide que los griegos sean profundamente misóginos. Ya en el siglo vn antes de Cristo, Arquíloco escribe mor­ 155 daces epigramas contra las mujeres; podemos leer en Simónides de Amorgos: «Las mujeres son el mal más grande que ha creado Dios: a veces parecen útiles, pero pronto se transforman en problemas para sus amos.» Y en Hiponax: «Sólo hay dos días en la vida en que la mujer sea fuente de alegría: el día de su boda y el de su entierro.» Los jonios, en las historias de Mileto son los que manifiestan más encarnizamiento: es conocida, entre otras, la historia de la matrona de Éfeso. Lo que se reprocha sobre todo a las mujeres en esa época es que sean perezosas, ariscas, manirrotas, es decir, precisamente la ausencia de las cualidades que se exigen de ellas. «Hay muchos monstruos en la tierra y en el mar, pero el mayor de todos es la mujer», escribe Menandro. «La mujer es un sufrimiento que no te abandona.» Cuando por la institución de la dote la mujer adquirió alguna importancia, se empezó a deplorar su arrogancia; es uno de los temas habituales de Aristófanes, y sobre todo de Menandro. «Me he casado con un bruja con dote. Me la he quedado por sus campos y por su casa, y eso, ¡oh Apolo!, es el peor de los males...» «Maldito sea el primero que inventó el matrimonio y el segundo y el tercero, y el cuarto de los que le imitaron.» «Si eres pobre y te casas con una mujer rica, acabarás al mismo tiempo esclavo y pobre.» La mujer griega estaba demasiado controlada para que se le reprochasen sus costumbres; lo que se vilipendia en ella no es la carne. Lo que tiene más peso para los hombres son las cargas y las servidumbres del matrimonio, lo que nos hace suponer que, a pesar del rigor de su condición, aunque no se le reconozca casi ningún derecho, debía ocupar en el hogar un lugar importante y disfrutar de alguna autonomía; obligada a la obediencia, podía desobedecer; podía abrumar a su esposo con escenas, lágrimas, charloteo, injurias, hasta el punto que el matrimonio destinado a someter a la mujer era también una cadena para el marido. En el personaje de Jantipa se resumen todas las quejas del ciudadano griego contra la esposa de mal carácter y contra los infortunios de la vida conyugal. * Lo que define la historia de la mujer romana es el conflicto entre la familia y el Estado. Los etruscos constituían una sociedad de filiación uterina y es probable que en tiempos de la monarquía en Roma se siguiese dando la exogamia ligada al régimen de de­ 156 recho materno: los reyes latinos no se transmitían hereditariamente el poder. El hecho es que, tras la muerte de Tarquino, se afirma el derecho patriarcal: la propiedad agrícola, las tierras privadas, la familia, son la célula de la sociedad. La mujer estará estrechamente sometida al patrimonio, y por lo tanto al grupo familiar: las leyes la privan incluso de las garantías que se les reconocían a las mujeres griegas; pasa su existencia entre la incapacidad y la servidumbre. Por supuesto, está excluida de los asuntos públicos y todo «oficio viril» le está rigurosamente prohibido; en su vida civil es una eterna menor. No se le niega directamente su parte en la herencia paterna, pero por medios colaterales se le impide que disponga de ella: está sometida a la autoridad de un tutor. «La tutela se establece en interés de los propios tutores —dice Gayo— con el fin de que la mujer, de la que son presuntos herederos, no pueda privarles de su herencia por testamento, ni empobrecerla con enajenaciones o deudas.» El primer tutor de la mujer es su padre; en su defecto, los agnados paternos se ocupan de esta función. Cuando la mujer se casa, pasa «a manos» de su esposo; existen tres formas de matrimonio: la conferratio, en la que los esposos ofrecen a Júpiter Capitolino una torta de escanda en presencia delflamen dialis; la coemptio, venta ficticia por la que el padre plebeyo «mancipaba» su hija al marido; y el usas, resultante de una cohabitación de un año. Las tres son con «manu», es decir, el esposo sustituye al padre o a los tutores agnados; su mujer queda asimilada a una de sus hijas y adquiere así plenos poderes sobre su persona y sus bienes. Desde la época de la ley de las XII Tablas, al pertenecer la romana a un tiempo a la gens paterna y a la gens conyugal, aparecen conflictos que están en el origen de su emancipación legal. Efectivamente, el matrimonio con «manu» despoja a los tutores agnados. Para defender los intereses de sus parientes paternos vemos aparecer el matrimonio sine manu; en este caso, los bienes de la mujer quedan bajo la dependencia de los tutores y el marido sólo tiene derechos sobre su persona; incluso este poder lo comparte con el pater familias, que conserva sobre su hija una autoridad absoluta. El tribunal doméstico se ocupa de resolver los conflictos que puedan enfrentar al padre y al marido: esta institución le permite a la mujer recurrir al padre contra el marido o al marido contra el padre; ya no es la cosa de un individuo. Aunque la gens sea muy fuerte, como demuestra la existencia misma de este tribunal independiente de los tribunales públicos, el padre de familia que la preside es ante todo 157 un ciudadano: su autoridad es ilimitada, gobierna de forma absoluta esposa e hijos; pero éstos no son de su propiedad; lo que hace es administrar su existencia pensando en el bien público; la mujer, que trae al mundo los hijos y cuyo trabajo doméstico abarca a menudo tareas agrícolas, es muy útil para el país y se la respeta profundamente. Observamos aquí un hecho muy importante que volveremos a encontrar a lo largo de la historia: el derecho abstracto no es suficiente para definir la situación concreta de la mujer, que depende en gran medida de su papel en la economía; incluso es frecuente que libertad abstracta y poderes concretos sean inversamente proporcionales. Legalmente más sometida que la griega, la romana está integrada mucho más profundamente en la sociedad; en la casa, ocupa el atrio, que es el centro de la morada, en lugar de verse relegada al secreto del gineceo; ella preside el trabajo de los esclavos, dirige la educación de los hijos y a menudo ejercerá influencia sobre ellos hasta una edad avanzada; comparte los trabajos y preocupaciones de su esposo, se la considera copropietaria de sus bienes; la fórmula del matrimonio «Ubi tu Gaius, ego Gaia» no es una fórmula vacía; la matrona recibe el nombre de «domina», es el ama del hogar, está asociada al culto, no es esclava, sino compañera del hombre; el vínculo que la une a él es tan sagrado que en cinco siglos no se cuenta un solo divorcio. No está confinada en sus aposentos: asiste a las comidas, a las fiestas, va al teatro; en la calle, los hombres le ceden el paso, cónsules y lictores se apartan al verla. Las leyendas le conceden en la historia un papel eminente: son conocidas las de las sabinas, de Lucrecia, de Virginia; Coriolano cede a las súplicas de su madre y de su esposa; la ley de Licinio, que consagra el triunfo de la democracia romana se dice inspirada por su mujer; Cornelia es quien foqa el alma de los Gracos. «En todo el mundo los hombres gobiernan a las mujeres —decía Catón—, y nosotros, que gobernamos a todos los hombres, estamos gobernados por las mujeres.» Poco a poco, la situación legal de la romana se adapta a su condición práctica. En tiempos de la oligarquía patricia, cadapaterfamilias es un soberano independiente en el seno de la república; pero cuando el Estado afirma su poder, lucha contra la concentración de las fortunas, contra la arrogancia de las poderosas familias. El tribunal doméstico desaparece frente a la justicia pública. La mujer adquiere derechos cada vez más importantes. Cuatro poderes limitaban primitivamente su libertad: el padre y el marido disponían de su persona, el tutor y la manus de sus bienes. 158 El Estado aprovecha la oposición entre el padre y el marido para limitar sus derechos: el tribunal estatal juzgará los casos de adulterio, de divorcio, etc. Así se destruyen la una con la otra la manus y la tutela. En interés del tutor se había separado ya la manus del matrimonio; luego la manus se convirtió en un expediente que utilizaron las mujeres para librarse de sus tutores, bien contrayendo matrimonios ficticios, bien obteniendo de su padre o del Estado tutores complacientes. Con la legislación imperial, la tutela quedará completamente abolida. Al mismo tiempo, la mujer obtiene una garantía positiva de su independencia: su padre está obligado a reconocerle una dote, que no vuelve a los agnados tras la disolución del matrimonio y nunca llega a pertenecer al marido; la mujer puede exigir en cualquier momento su devolución por un brusco divorcio, lo que deja al hombre a su merced. «Al aceptar la dote, vende su poder», dice Plauto. Desde el final de la República, se reconoce a la madre la igualdad de derechos con el padre respecto a los hijos; se le concede la guardia de su progenitura en caso de tutela o de mala conducta del marido. Bajo Adriano, un senadoconsulto le confiere, cuando tiene tres hijos y el difunto no deja descendientes, un derecho a la sucesión ab intestat de cada uno de ellos. Con Marco Aurelio culmina la evolución de la familia romana: a partir de 178 la madre tiene como herederos a sus hijos, que tienen prioridad sobre los agnados; a partir de ese momento, la familia se basa en la coniunctio sanguinis y la madre aparece como la igual del padre; la hija hereda como sus hermanos. No obstante, observamos en la historia del derecho romano un movimiento que contradice el que acabamos de describir: al hacer a la mujer independiente de la familia, el poder central se hace cargo personalmente de su tutela; la somete a diferentes incapacidades legales. Efectivamente, adquiriría una importancia inquietante si pudiera ser a un tiempo rica e independiente; se esforzará, pues, por quitarle con una mano lo que le concede con la otra. La ley Oppia que prohibía a los romanos el lujo, se votó en el momento en que Aníbal amenazaba a Roma: una vez pasado el peligro, las mujeres reclamaron su derogación; Catón, en un discurso famoso, pidió su mantenimiento, pero la manifestación de matronas reunidas en la plaza pública pudo con él. Se propusieron diferentes leyes, más severas a medida que se relajaban las costumbres, pero sin demasiado éxito: sólo consiguieron provocar fraudes. Sólo 159 triunfó el senadoconsulto veleiano que prohibía a la mujer «interceder» en nombre de otros15, privándola de casi cualquier capacidad civil. En el momento en que la mujer está más emancipada en la práctica se proclama la inferioridad de su sexo, lo que constituye un ejemplo notable del proceso de justificación masculina que he mencionado más arriba: como ya no se limitan sus derechos como hija, esposa, hermana, se le niega la igualdad con el hombre como sexo; se pretexta para vejarla «la imbecilidad, la fragilidad del sexo». El hecho es que las matronas no hicieron demasiado buen uso de su libertad nueva, pero también se les impidió aprovecharla positivamente. De estas dos corrientes contrarias —una comente individualista que arranca la mujer a la familia, una corriente estatalista que la maltrata como individuo— se deriva una situación desequilibrada. Es heredera, tiene los mismos derechos que el padre respecto a los hijos, puede testar, escapa gracias a la institución de la dote a las limitaciones conyugales, puede divorciarse y volverse a casar a su albedrío, pero sólo se emancipa de forma negativa, pues no se le propone ningún uso concreto de sus fuerzas. La independencia económica es algo abstracto, ya que no genera ninguna capacidad política; de esta forma, al no poder actuar, las romanas se manifiestan: se despliegan tumultuosamente por la ciudad, asedian los tribunales, fomentan las conjuras, dictan prescripciones, azuzan las guerras civiles; van a buscar en procesión la estatua de la Madre de los Dioses y la escoltan a lo largo del Tíber, introduciendo así en Roma las divinidades orientales; en 114 estalla el escándalo de las Vestales, cuyo colegio se suprime. La vida y las virtudes públicas les son inaccesibles; cuando la disolución de la familia hace inútiles y anticuadas las virtudes privadas de antaño, no se propone a las mujeres ninguna moral. Pueden optar entre dos soluciones: obstinarse en respetar los mismos valores que sus antepasadas o no reconocer ningún valor. Vemos a finales del siglo i, a principios del siglo n, muchas mujeres que son las compañeras y socias de sus esposos, como en tiempos de la República: Plotina comparte la gloria y las responsabilidades de Trajano; Sabina se hace tan famosa por sus bondades que se levantan estatuas que la divinizan en vida; bajo Tiberio, Sextia se niega a sobrevivir a Emilio Escauro y Pascea a Pomponio Labeo; 15 Es decir, vincularse a otros mediante contratos. 160 Paulina se abre las venas al tiempo que Séneca; Plinio el Joven hizo famoso el «Poete, non dolet» de Arria; Marcial admira a Claudia Rufina, Virginia, Sulpicia, como esposas irreprochables y madres abnegadas. Sin embargo, hay muchas mujeres que rechazan la maternidad y multiplican los divorcios; las leyes siguen prohibiendo el adulterio: algunas matronas llegan a inscribirse como prostitutas para no verse molestadas en sus excesos16. Hasta entonces la literatura latina siempre había sido respetuosa con las mujeres; en ese momento los satíricos se lanzan contra ellas. No atacan a la mujer en general, sino básicamente a sus contemporáneas. Juvenal les reprocha su lujuria, su glotonería, critica que se consagren a ocupaciones masculinas: se interesan por la política, estudian expedientes judiciales, discuten con los gramáticos y los retores, se apasionan por la caza, las carreras de carros, la esgrima, la lucha. El hecho es que rivalizan con los hombres, sobre todo por sus ganas de divertirse y por sus vicios; no tienen educación suficiente para perseguir fines más elevados; de hecho no persiguen ningún fin, la acción les está prohibida. La romana de la antigua República ocupa un lugar en el mundo, pero está atada por la falta de derechos abstractos y de independencia económica; la romana de la decadencia es el prototipo de la falsa emancipada que sólo posee, en un mundo que sigue perteneciendo de hecho a los hombres, una libertad vacía: es libre «para nada». IV La evolución de la condición femenina no ha seguido una trayectoria constante. Con las grandes invasiones se cuestionaba toda la civilización. El propio derecho romano sufrió la influencia de una ideología nueva: el cristianismo; en los siglos siguientes, los bárbaros harán triunfar sus leyes. La situación económica, social y política experimenta un cambio fundamental; la de la mujer sufre las consecuencias. 16 Roma, como Grecia, tolera oficialmente la prostitución. Existían dos tipos de cortesanas: unas vivían encerradas en burdeles; las otras, las «bonae m eretrices», ejercían libremente la profesión; no tenían derecho a utilizar el traje de las matronas; tenían alguna influencia en materia de modas, de costumbres, de arte, pero nunca llegaron a ocupar una posición tan importante como las hetairas de Atenas. 161 La ideología cristiana contribuyó considerablemente a la opresión de la mujer. Sin duda, en el Evangelio aparece un soplo de caridad que llega tanto a las mujeres como a los leprosos; el pueblo llano, los esclavos y las mujeres son los que siguen con más pasión la nueva ley. En los primeros tiempos del cristianismo se honraba relativamente a las mujeres que se sometían al yugo de la Iglesia; daban testimonio como mártires junto a los hombres, pero sólo podrán participar en el culto de modo secundario; las «diaconisas» sólo estaban autorizadas a realizar tareas laicas: cuidados a los enfermos, socorro a los indigentes. Si bien el matrimonio se consideraba una institución que exigía fidelidad recíproca, parece evidente que la esposa debe estar totalmente subordinada al esposo: a través de San Pablo se afirma la tradición judía, fuertemente antifeminista. San Pablo exige a las mujeres discreción y contención; fundamenta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento el principio de la subordinación de la mujer al hombre. «El hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre, y el hombre no ha sido creado para la mujer, sino la mujer para el hombre.» Y más adelante: «Como la Iglesia está sometida a Cristo, así deben someterse en todas las cosas las mujeres a sus maridos.» En una religión en la que la carne está maldita, la mujer aparece como la tentación más temible del demonio. Tertuliano escribe: «Mujer, eres la puerta del diablo. Has persuadido a aquel a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente. Por tu causa tuvo que morir el hijo de Dios; deberías ir siempre vestida de luto y harapos.» San Ambrosio: «Adán fue conducido al pecado por Eva y no Eva por Adán. Esjusto que la mujer reciba como soberano a aquel a quien indujo al pecado.» Y San Juan Crisòstomo: «De todos los animales salvajes, no hay ninguno más dañino que la mujer.» Cuando en el siglo rv se crea el derecho canónico, el matrimonio aparece como una concesión a las debilidades humanas, es incompatible con la perfección cristiana. «Tomemos el hacha y cortemos de raíz el árbol estéril del matrimonio», escribe San Jerónimo. A partir de Gregorio VI, cuando se impone el celibato a los sacerdotes, el carácter peligroso de la mujer se destaca más severamente: todos los Padres de la Iglesia proclaman su abyección. Santo Tomás será fiel a esta tradición cuando declara que la mujer es un ser «ocasional» e incompleto, una especie de hombre fallido. «El hombre es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza del hombre», escribe. «Es evidente que la mujer está destinada a vivir bajo el dominio del hombre y no tiene por sí 162 misma ninguna autoridad.» El derecho canónico no admite más régimen matrimonial que el régimen dotal, que hace a la mujer incapaz e impotente. No sólo los oficios viriles le están vedados, sino que se le prohíbe obrar en justicia y no se reconoce el valor de su testimonio. Los emperadores sufren de forma mitigada la influencia de los Padres de la Iglesia; la legislación de Justiniano honra a la mujer como esposa y madre, pero la somete a estas funciones; no debe su incapacidad a su sexo, sino a su situación en el seno de la familia. El divorcio está prohibido y se exige que el matrimonio sea un acontecimiento público; la madre tiene sobre los hijos una autoridad igual a la del padre, tiene los mismo derechos a sus herencias; si su marido muere, se convierte en tutora legal. El senadoconsulto veleiano se modifica: ahora podrá interceder en beneficio de terceros, pero no podrá obrar en nombre de su marido; su dote se vuelve inalienable; es el patrimonio de los hijos y el marido no puede disponer de ella. A estas leyes se yuxtaponen en los territorios ocupados por los bárbaros las tradiciones germánicas. Las costumbres de los germanos eran singulares. Sólo reconocen jefes durante las guerras; en tiempos de paz, la familia es una sociedad autónoma; al parecer, es una fase intermedia entre los clanes basados en la filiación uterina y la gens patriarcal; el hermano de la madre tenía el mismo poder que el padre y ambos teman sobre la sobrina e hija una autoridad igual a la de su marido. En una sociedad en la que toda capacidad terna su fuente en la fuerza bruta, la mujer era en realidad totalmente impotente, pero se le reconocían unos derechos garantizados por la dualidad de los poderes domésticos de los que dependía; aunque sometida, se la respetaba; su marido la compraba, pero el precio de esta compra constituía un capital que quedaba de su propiedad; además, su padre la dotaba; recibía su parte en la herencia paterna y, en caso de asesinato de sus padres, una parte de la compensación pagada por el asesino. La familia era monógama, el adulterio estaba severamente castigado y se respetaba el matrimonio. La mujer siempre estaba bajo tutela, pero estaba estrechamente asociada a su esposo. «En la paz, en la guerra, comparte su suerte, con él vive, con él muere», escribe Tácito. Asistía a los combates, llevando comida a los guerreros y animándoles con su presencia. Al quedar viuda, se le transmitía una parte de la fuerza de su difunto esposo. Como su incapacidad tenía sus raíces en la debilidad física, no se consideraba como una inferioridad moral. Había mujeres sacerdotisas, profetisas, lo que 163 hace suponer que tenían una instrucción superior a la de los hombres. En las herencias, entre los objetos que correspondían por derecho a las mujeres se incluyeron más adelante las joyas y los libros. Esta tradición es la que se perpetúa durante la Edad Media. La mujer depende absolutamente del padre y del marido: en tiempos de Clodoveo, el mundium pesa sobre ella durante toda su vida; sin embargo, los francos han renunciado a la castidad germánica: bajo los merovingios y los carolingios reina la poligamia; la mujer se casa sin su consentimiento, es repudiada en función de los caprichos del marido, que tiene sobre ella derechos de vida y de muerte; se la trata como una sierva. Está protegida por las leyes, pero porque es propiedad del hombre y madre de sus hijos. Llamarla «prostituta» sin demostrarlo es una injuria que se paga quince veces más caro que cualquier otro insulto dirigido a un hombre; el rapto de una mujer casada equivale al asesinato de un hombre libre; estrechar la mano o el brazo de una mujer casada supone una multa de quince a treinta y cinco monedas; el aborto está prohibido bajo pena de multa de cien monedas; el asesinato de una mujer embarazada cuesta cuatro veces más que el de un hombre libre; una mujer que ha dado pruebas de fecundidad cuesta tres veces más que un hombre libre, pero pierde todo su valor cuando ya no puede tener hijos; si se casa con un esclavo queda fuera de la ley y sus padres están autorizados a matarla. No tiene ningún derecho como persona. No obstante, cuando el Estado adquiere poder se empieza a observar la revolución que vimos en Roma: la tutela de los incapaces, niños y mujeres, deja de ser un derecho de familia para convertirse en una carga pública; a partir de Carlomagno el mundium que pesa sobre la mujer pertenecerá al rey; éste sólo interviene al principio en los casos en los que la mujer queda privada de sus tutores naturales; luego acapara poco a poco los poderes familiares, aunque este cambio no trae consigo la emancipación de la mujer franca. El mundium se convierte en una carga para el tutor; tiene el deber de proteger a su pupila: esta protección supondrá para ella la misma esclavitud que en otros tiempos. Cuando al remitir las convulsiones de la Alta Edad Media se organiza la feudalidad, la condición de la mujer es muy insegura. Lo que caracteriza el derecho feudal es que existe una confusión entre el derecho de soberanía y el de propiedad, entre los derechos públicos y los derechos privados. Es lo que explica que la mujer 164 unas veces esté rebajada y otras ensalzada por este régimen. Primero se le niegan todos sus derechos privados porque no tiene ninguna capacidad política. Efectivamente, hasta el siglo xi el orden se basa únicamente en la fuerza, la propiedad en el poder de las armas. Un feudo, dicen los juristas, es «una tierra que se posee a cambio de servicio militar»; la mujer no puede tener dominios feudales porque es incapaz de defenderlos. Su situación cambia cuando los feudos se hacen hereditarios y patrimoniales; hemos visto que quedaban en el derecho germánico algunos residuos del derecho materno: a falta de herederos varones, la hija podía heredar. De ahí viene que la feudalidad admita también hacia el siglo xi la sucesión femenina. No obstante, se sigue exigiendo el servicio militar a los vasallos; y la suerte de la mujer no mejora al convertirse en heredera; necesita un tutor masculino, y el marido desempeña este papel: él recibe la investidura, se hace cargo del feudo, tiene el usufructo de los bienes. Como la epiclera griega, la mujer es el instrumento a través del cual se transmite la propiedad, no su poseedora; no está emancipada por ello, simplemente es absorbida por el feudo, forma parte de los bienes inmuebles. La propiedad ya no es la cosa de la familia como en tiempos de la gens romana: es propiedad del soberano, y la mujer también pertenece al soberano. El es quien le elige un esposo; cuando tiene hijos se los da a él antes que a su marido: serán los vasallos que defenderán sus bienes. Es, pues, esclava de la propiedad, y del amo de la propiedad a través de la «protección» de un marido que le han impuesto: en pocas épocas tuvo una suerte más dura. Una heredera es una tierra y un castillo: los pretendientes se disputan esta presa y la muchacha a veces sólo tiene doce años, o menos todavía, cuando su padre o su señor se la regalan a algún barón. Multiplicar los matrimonios para un hombre es multiplicar sus bienes; también abundan los repudios; la Iglesia los autoriza hipócritamente; como el matrimonio está prohibido entre parientes hasta el séptimo grado y el parentesco se define tanto por los vínculos espirituales, como los de padrino-madrina, como por los de la sangre, siempre se puede encontrar un pretexto para la anulación; en el siglo xi muchas mujeres fueron repudiadas cuatro o cinco veces. Al quedar viuda, la mujer debe aceptar inmediatamente un nuevo dueño. En los cantares de gesta vemos a Carlomagno casar en bloque a todas las viudas de sus barones muertos en España; en Girard de Vienne, la duquesa de Borgoña reclama ella misma un nuevo marido al rey. «Mi marido acaba de 165 morir, pero ¿de qué sirve el luto?... Encontradme un marido que sea poderoso, porque lo necesito para defender mi tierra»; muchas epopeyas nos muestran al rey o al señor feudal disponiendo tiránicamente de las doncellas y de las viudas. Vemos también que el esposo trataba sin ningún miramiento a la mujer que le habían regalado; la maltrataba, la abofeteaba, la arrastraba por el cabello, la pegaba; lo único que pide Beaumanoir en las costumbres de Beauvaisis es que el marido «castigue razonablemente» a su esposa. Esta civilización guerrera sólo siente desprecio para la mujer. El caballero no se interesa por las mujeres; su caballo le parece un tesoro de mucho más valor; en los cantares de gesta, siempre son las doncellas las que van buscando a los muchachos, pero cuando se casan se les exige una fidelidad unilateral; el hombre no las asocia a su vida. «Maldito sea el caballero que pide consejo a una dama cuando se va al torneo.» Y en Renaud de Montauban leemos esta imprecación: «Entrad en vuestros aposentos pintados y dorados, sentaos a la sombra, bebed, comed, bordad, teñid la seda, pero no os ocupéis de nuestros asuntos. Lo nuestro es luchar con la espada y el acero. ¡Silencio!» La mujer a veces comparte la dura vida de los varones. Cuando es joven, es experta en todos los ejercicios corporales, monta a caballo, practica la cetrería; apenas recibe instrucción y se la educa sin pudor: ella recibe a los huéspedes del castillo, se cuida de sus comidas, sus baños, los «manosea» para que duerman mejor; ya adulta puede salir a perseguir bestias salvajes, realizar largas y difíciles peregrinaciones; cuando el marido está lejos, ella defiende las tierras. Son admirables esas castellanas que llaman «virago» porque se comportan exactamente como los hombres: avariciosas, pérfidas, crueles, oprimen a sus vasallos. La historia y la leyenda nos han legado el recuerdo de algunas de ellas: la castellana Aubie hizo construir una torre más alta que ninguna e hizo cortar a continuación la cabeza del arquitecto, para que su secreto quedara bien guardado; expulsó a su marido de sus dominios; él volvió en secreto y la mató. Mabille, mujer de Roger de Montgomerri, gustaba de reducir a la mendicidad a los nobles de su señorío; ellos se vengaron decapitándola. Julienne, hija bastarda de Enrique I de Inglaterra, defendió contra él el castillo de Breteuil y le tendió una emboscada,,por lo que fue duramente castigada. No obstante, hechos de este tipo eran excepcionales. En general, la castellana pasa los días hilando, rezando, esperando a su esposo y aburriéndose. 166 Se ha dicho a menudo que el amor cortés que nace en el siglo xn en Occitania supuso una mejora de la condición de la mujer. Sobre sus orígenes existen diferentes tesis: para unas, la «cortesía» se deriva de las relaciones de la señora con susjóvenes vasallos; para otras, tiene que ver con las herejías cátaras y el culto a la Virgen; para otras más, el amor profano deriva del amor a Dios en general. No está claro que hayan existido realmente las cortes de amor. Lo seguro es que frente a la Eva pecadora la Iglesia exaltó a la Madre del Redentor: su culto se hizo tan importante que se pudo decir en el siglo xm que Dios se había hecho mujer; se desarrolla entonces una mística de la mujer en el plano religioso. Por otra parte, los placeres de la vida en el castillo permiten a las mujeres nobles hacer florecer a su alrededor el lujo de la conversación, de la cortesía, de la poesía; mujeres cultas como Beatriz de Valentinois, Leonor de Aquitania y su hija, María de Francia, Blanca de Navarra y muchas más atraen y ayudan a los poetas; primero en Occitania y después en el norte de Francia, un florecimiento cultural dota a las mujeres de un nuevo prestigio. El amor cortés se ha descrito a menudo como platónico; Chrétien de Troyes, sin duda para complacer a su protectora, borra el adulterio de sus obras: no pinta más amores culpables que los de Lancelot y Ginebra. En realidad, como el esposo feudal era un tutor y un tirano, la mujer buscaba un amante fuera del matrimonio; el amor cortés era una compensación ante la barbarie de las costumbres oficiales. «El amor, en el sentido moderno de la palabra, sólo se produce en la Antigüedad al margen de la sociedad oficial —observa Engels—. Allá donde se detuvo la Antigüedad en sus tendencias al amor sexual es el punto de partida de la Edad Media: el adulterio.» Efectivamente, es la forma que revestirá el amor tanto tiempo como se perpetúe la institución del matrimonio. En realidad, aunque la cortesía suaviza la suerte de la mujer, no la modifica profundamente. Las ideologías, religión o poesía, no conducen a una liberación de la mujer; las causas de que al término de la era feudal gane algo de terreno son muy diferentes. Cuando la supremacía del poder real se impone a los feudatarios, el señor pierde gran parte de sus derechos: en particular, se le suprime poco a poco el de decidir sobre el matrimonio de sus vasallos; al mismo tiempo se retira al tutor feudal el disfrute de los bienes de su pupila; los beneficios unidos a la tutela desaparecen; cuando el servicio del feudo queda reducido a una prestación monetaria, la tutela misma desaparece; la mujer era incapaz de pres­ 167 tar un servicio militar, pero puede atender igual que el hombre a una obligación monetaria; el feudo no es más que un simple patrimonio y ya no hay razón para que los dos sexos no reciban un trato igualitario. En realidad, las mujeres siguen en Alemania, en Suiza, en Italia, sometidas a una tutela perpetua, pero Francia admite, en palabras de Beaumanoir, que «una muchacha vale como un hombre». La tradición germánica daba a la mujer por tutor a un adalid; cuando ya no necesita adalid, prescinde del tutor; como sexo ya no tiene la consideración de incapaz. Soltera o viuda, tiene los mismos derechos que el hombre; la propiedad le confiere la soberanía: al poseer un feudo lo gobierna, lo que quiere decir que imparte justicia, firma tratados, promulga leyes. Incluso la vemos desempeñar un papel militar, mandar tropas, participar en los combates; antes de Juana de Arco existieron mujeres soldado, y aunque la Doncella de Orleans llama la atención, no es­ candaliza. No obstante, se combinan tantos factores contra la independencia de la mujer que nunca quedan todos abolidos al mismo tiempo: la debilidad física ya no influye, pero la subordinación femenina es útil a la sociedad en el caso de la mujer casada. El poder marital sobrevive a la desaparición del régimen feudal. Vemos afirmarse la paradoja que se sigue perpetuando en nuestros días: la mujer más plenamente integrada en la sociedad es la que tiene menos privilegios. En la feudalidad civil, el matrimonio tiene la misma consideración que en tiempos de la feudalidad militar: el esposo es el tutor de la esposa. Cuando se crea la burguesía, sigue las mismas leyes. En el derecho consuetudinario como en el derecho feudal sólo existe la emancipación fuera del matrimonio; la soltera y la viuda tienen la misma capacidad que el hombre, pero al casarse, la mujer cae bajo la tutela y la mainboumie del marido; éste la puede pegar, vigila su conducta, sus relaciones, su correspondencia, dispone de su fortuna, no en virtud de un contrato, sino por el hecho mismo del matrimonio. «Una vez celebrado el matrimonio —dice Beaumanoir— los bienes de uno y del otro son comunes en virtud del matrimonio y ella es su mainboumissiére.» El interés del patrimonio exige en nobles y burgueses un solo administrador. La esposa no está subordinada al esposo porque se la considere básicamente incapaz; cuando no hay contraindicaciones se le reconoce a la mujer su capacidad plena. Desde el feudalismo hasta nuestros días la mujer casada queda deliberadamente sacrificada a la propiedad privada. Es importante destacar 168 que esta servidumbre es más rigurosa cuanto mayores son los bienes que posee el marido: la dependencia de la mujer siempre ha sido más concreta en las clases pudientes; incluso en la actualidad, la familia patriarcal sobrevive mejor entre los terratenientes; cuanto más poderoso se siente el hombre desde el punto de vista social y económico, representa con mayor autoridad elpaterfamilias. Por el contrario, la pobreza mutua convierte el vínculo conyugal en un vínculo recíproco. Lo que ha liberado a la mujer no ha sido ni el feudalismo ni la Iglesia. El paso de la familia patriarcal a una familia auténticamente conyugal se opera más bien desde el vasallaje. El vasallo y su esposa no poseían nada, sólo tenían el disfrute común de su casa, de los muebles, de los utensilios: el nombre no tenía ninguna razón para mandar sobre una mujer que no tenía bien alguno; sin embargo, los lazos de trabajo y de intereses que los unían elevaban a la esposa al rango de compañera. Cuando se abolió la servidumbre, quedó la pobreza; en las pequeñas localidades rurales y entre los artesanos vemos vivir a los esposos en pie de igualdad; la mujer no es ni una cosa ni una sirvienta, ésos son lujos de hombre rico; el pobre vive la reciprocidad del vínculo que le une a su mitad; en el trabajo libre, la mujer conquista una autonomía concreta porque desempeña un papel económico y social. Las farsas yfabliaux de la Edad Media reflejan una sociedad de artesanos, de pequeños comerciantes, de campesinos, en la que el marido no tiene más privilegio sobre la mujer que el de poderle pegar, pero ella lucha con la astucia contra la fuerza y los esposos se encuentran en situación de igualdad. Mientras tanto, la mujer rica paga con la sumisión su ociosidad. En la Edad Media la mujer seguía conservando algunos privilegios: en los pueblos, tomaba parte en las reuniones de vecinos, en las reuniones primarias para elegir diputados para los Estados Generales; el marido sólo podía disponer por su propia autoridad del mobiliario; para enajenar bienes raíces era necesario el consentimiento de la mujer. En el siglo xvi se codifican las leyes que se perpetuarán en todo el Antiguo Régimen; en esa época, las costumbres feudales han desaparecido completamente y nada protege a las mujeres de las pretensiones de los hombres que las quieren encadenar al hogar doméstico. La influencia del derecho romano, tan despreciativo con la mujer, se hace sentir; como en tiempos de los romanos, las violentas diatribas contra la estupidez y la fragilidad del sexo femenino no están en el origen 169 En vano un capitulario de Carlomagno la prohíbe con absoluto rigor, en vano ordena San Luis en 1254 que se expulse a las prostitutas y, en 1269, que se destruyan los lugares de prostitución: en Damieta, nos dice Joinville, las tiendas de las prostitutas se encontrabanjunto a la del rey Más tarde, los esfuerzos de Carlos IX en Francia y María Teresa en Austria en el siglo xvni fracasaron igualmente. La organización de la sociedad hacía necesaria la prostitución. «Las prostitutas —dirá pomposamente Schopenhauer— son los sacrificios humanos en el altar de la monogamia.» Un historiador de la moral europea, Lecki, formula la misma idea: «Tipo supremo de vicio, son el guardián más activo de la virtud.» Se ha relacionado pertinentemente su situación con la de los judíos, a los que se las solía asimilar17: la usura, el tráfico de dinero están prohibidos por la Iglesia, exactamente como el acto sexual extraconyugal; pero la sociedad no puede prescindir de especuladores financieros ni de amor libre, por lo que estas funciones quedan en manos de castas malditas: se las confina en guetos o en barrios reservados. En París trabajaban en «conejeras» a las que llegaban por la mañana y que abandonaban de madrugada, después del toque de queda; vivían en calles determinadas, de las que no se podían alejar, y en casi todas las demás ciudades, los burdeles estaban situados extramuros. Como a los judíos, se las obligaba a llevar en la ropa signos distintivos. En Francia lo que más se usaba era un cordón de un color determinado colgado de uno de los hombros; a menudo, la seda, las pieles, los adornos destinados a las mujeres honradas les estaban prohibidos. Estaban marcadas de derecho por la infamia, no tenían ningún recurso contra la policía y la magistratura, bastaba la reclamación de cualquier vecino para que se las expulsara de su vivienda. Para la mayoría, la vida era difícil y miserable. Algunas vivían encerradas en burdeles. Un viajero francés, Antoine de Lalaing, trazó el cuadro de una casa española en Valencia a finales del siglo xv. El lugar, dice, es «grande como una ciudad pequeña y cerrado por muros a su alrededor, con una sola puerta. Delante de la puerta se alza una horca para los malhechores que pudieran estar en su interior; ante la puerta, un hombre comisionado para este fin quita los bastones a los que desean entrar y les pregunta 17 «Las que venían a Sisteron por el paso de Peipin debían pagar, como los judíos, un derecho de peaje de cinco sueldos en beneficio de las damas de Santa Clara» (Bahutaud). 172 si quieren dejarle su dinero, si lo tienen, porque se lo devolverá con justicia al salir, y si lo llevan y no se lo dan, y se lo roban por la noche, el portero no responde. En este lugar hay tres o cuatro calles llenas de casitas y en cada una mujeres muy provocadoras vestidas de terciopelo y raso. Hay dos o trescientas mujeres, con sus casas preparadas y provistas de buena ropa blanca. El precio exigido es de cuatro dineros de su moneda, que es uno grande de la nuestra... Hay tabernas y cabarets. A causa del calor, este lugar no se puede frecuentar tan bien de día como de tarde o noche, porque se sientan ante la puerta, con una lámpara suspendida sobre ellas para verlas más a gusto. Hay dos médicos nombrados y pagados por la ciudad para visitar a las mujeres todas las semanas y saber si tienen alguna enfermedad, limpia o secreta, y entonces sacarlas del lugar. Si alguna de la ciudad está enferma, los señores han ordenado que la atiendan a sus expensas y si es extranjera, que se vaya donde quiera»18. El autor se asombra de una organización tan buena. Muchas prostitutas eran libres; algunas se ganaban muy bien la vida. Como en tiempos de las hetairas, la prostitución de alto nivel ofrecía más posibilidades al individualismo femenino que la vida de la «mujer honrada». Una condición singular es en Francia la de la soltera; la independencia legal de que goza choca de forma singular con las servidumbres de la esposa; se trata de un personaje insólito, por lo que las costumbres se apresuran a desposeerla de todo lo que le concede la ley; tiene plena capacidad civil, pero se trata de derechos abstractos y vacíos; no tiene ni autonomía económica ni dignidad social; generalmente, la solterona vive oculta a la sombra de la familia paterna o se reúne con sus semejantes en el fondo de un convento: allí no conoce más forma de libertad que la desobediencia y el pecado, como las romanas de la decadencia, que sólo se liberaban gracias al vicio. La negatividad será el sino de las mujeres mientras su liberación siga siendo negativa. En estas condiciones, no es frecuente que una mujer haya tenido posibilidades de actuar, o simplemente de manifestarse: en las clases trabajadoras, la opresión económica anula la desigualdad entre sexos; pero deja sin oportunidades al individuo; entre los nobles y los burgueses, la mujer es denigrada como sexo: sólo tiene una existencia parasitaria; está poco instruida; son necesa- 18 Dict. de la Conversation, Riffenberg, «Femmes et filies de folie vie». 173 rías circunstancias excepcionales para que pueda concebir y realizar un proyecto concreto. Las reinas, las regentes, tienen esta rara oportunidad: su soberanía las exalta por encima de su sexo; la ley sálica en Francia impide a las mujeres acceder al trono, pero junto a su esposo, después de su muerte, a menudo desempeñan un papel importante: como Santa Clotilde, Santa Radegunda, Blanca de Castilla. La vida conventual libera a la mujer del hombre: algunas abadesas poseen grandes poderes; Eloísa se dio a conocer como abadesa además de como enamorada. En la relación mística, por lo tanto autónoma, que las une a Dios, las almas femeninas encuentran inspiración y la fuerza de un alma viril; el respeto que las consagra la sociedad les permite llevar a cabo difíciles empresas. La aventura de Juana de Arco parece un milagro, y por otra parte no pasó de ser una breve expedición. La historia de Santa Catalina de Siena es significativa; en el seno de una existencia totalmente normal, se crea en Siena una gran reputación por su activa caridad y por las visiones que manifiestan su intensa vida interior; así adquiere la autoridad necesaria para el éxito que suele faltar a las mujeres; se apela a su influenciapara exhortar a los condenados a muerte, devolver a los extraviados al buen camino, calmar las disputas familiares y sociales. La apoya la sociedad, que se reconoce en ella, y así puede desempeñar su misión pacificadora, predicando de ciudad en ciudad la sumisión al papa, manteniendo amplia correspondencia con obispos y soberanos, y finalmente elegidapor Florencia como embajadora para ir a buscar al papa a Aviñón. Las reinas, por derecho divino, las santas, por sus admirables virtudes, logran un apoyo de la sociedad que les permite igualarse a los hombres. A las demás, por el contrario, se les exige una silenciosa modestia. El éxito de una Christine de Pisan es una suerte sorprendente, pero tuvo que quedarse viuda y cargada de hijos para decidirse a ganarse la vida con la pluma. En su conjunto, la opinión de los hombres de la Edad Media es poco favorable a las mujeres. Es verdad que los poetas corteses exaltan el amor; vemos aparecer numerosas Arts d ’amour, entre otros el poema de André le Chapellain, y el famoso Román de la Rose, donde Guillaume de Lorris empuja a los jóvenes a consagrarse al servicio de las damas. Sin embargo, a esta literatura, influenciada por la de los trovadores, se oponen los escritos de inspiración burguesa, que atacan malignamente a las mujeres: fabliaux, farsas, lais, les reprochan su pereza, su coquetería, su lujuria. Sus peores enemigos son los clérigos. La toman con el 174 matrimonio. La Iglesia lo ha convertido en un sacramento y, sin embargo, se lo ha prohibido a la elite cristiana: es una contradicción que estará en el origen de la «Disputa de las mujeres». Se denuncia con ardor singular en las Lamentations de Matheolus, publicadas quince años después de la primera parte del Román de la Rose, traducidas al francés cien años más tarde y muy famosas en su tiempo; Matheolus ha perdido su «clerecía» al tomar mujer; maldice su matrimonio, maldice a las mujeres y el matrimonio en general. ¿Por qué ha creado Dios a la mujer si hay una incompatibilidad entre el matrimonio y la clerecía? No puede haber paz en el matrimonio; tiene que ser obra del demonio, o si no Dios no sabía lo que hacía. Matheolus espera que la mujer no resucitará en el día deljuicio, pero Dios le contesta que el matrimonio es un purgatorio gracias al cual se gana el cielo, y transportado a los cielos en sueños, ve una legión de maridos que le reciben a la voz de «¡Aquí está el verdadero mártir!» En lean de Meung, que fue también clérigo, una inspiración similar; exhorta a losjóvenes para que se aparten del yugo de las mujeres; empieza atacando el amor: El amor es el país odioso El amor es odio amoroso, ataca el matrimonio que reduce al hombre a la esclavitud, que lo condena a ser engañado; dirige contra la mujer una violenta diatriba. Los defensores de la mujer se esfuerzan por demostrar su superioridad. Éstos son algunos de los argumentos que utilizarán hasta el siglo xvn los defensores del sexo débil: Mulier perfetur viro scilicet. Materia: quia Adam factus est de limo terrae, Eva de costa Ade. Loco:quiaAdam factus est extra paradisum, Eva in paradiso. In conceptione: quia mulier concepitDeum, quid homo nonpotuit. Aparicione:quia Christus aparuit mulieri post mortem resurrectionem, scilicet Magdalene. Exaltatione*quia mulier exaltata est super chorus angelorum scilicet beata María...'19. 19 «La mujer es superior al hombre, a saber: Materialmente: porque Adán está hecho de arcilla y Eva de una costilla de Adán. Por el lugar, porque Adán fue creado fuera del paraíso y Eva en el paraíso. Por la concepción: porque la mujer concibió a Dios, lo que el hombre no pudo hacer. Por la aparición: porque Cristo después de su muerte se apareció a una mujer, a saber, Magdalena. Por la exaltación: porque una mujer fue exaltada por encima del coro de los ángeles, a saber, la bienaventurada María...» 175 A todo esto, los adversarios replican que si Cristo se les apareció en primer lugar a las mujeres es porque las sabía charlatanas y quería que su resurrección se conociera enseguida. La disputa continúa hasta el siglo xv. El autor de Quinzejoyes du mariage describe complaciente los infortunios de los pobres maridos. Eustache Deschamps escribe sobre el mismo tema un poema interminable. En esta época se inicia la «Disputa del Román de la Rose». Por primera vez vemos a una mujer tomar la palabra para defender a las de su sexo. Christine de Pisan ataca con fuerza a los clérigos en su Epístola al Dios de amor. Los clérigos se alzan inmediatamente para defender a Jean de Meung; Gerson, canciller en la Universidad de París, se suma a las filas de Christine, redacta en francés su tratado para llegar a un público más amplio. Martin le Franc lanza al campo de batalla el indigesto Chaperon des dames que se sigue leyendo doscientos años más tarde. Christine interviene de nuevo. Reclama sobre todo que se les permita a las mujeres instruirse: «Si la costumbre fuera poner a las niñas en la escuela y se les hiciera aprender las ciencias, como se hace con los niños, aprenderían también perfectamente y entenderían las sutilezas de todas las artes y ciencias como ellos hacen.» Esta disputa en realidad sólo afecta indirectamente a las mujeres. Nadie piensa en reclamar para ellas un papel social diferente del que se les ha asignado. Se trata más bien de enfrentar la vida sacerdotal y el estado conyugal; es decir, se trata de un problema masculino planteado por la actitud ambigua de la Iglesia respecto al matrimonio. Este conflicto lo resolverá Lutero de un plumazo al rechazar el celibato sacerdotal. La condición de la mujer no está influenciada por esta guerra literaria. La sátira de las farsas y losfabliaux, al burlarse de la sociedad tal y como es, no pretende cambiarla; se burla de las mujeres, pero no pretende nada contra ellas. La poesía cortés exalta la feminidad, pero este culto no implica, todo lo contrario, la asimilación de los sexos. La «disputa» es un fenómeno secundario en el que se refleja la actitud de la sociedad, pero que no la modifica. * Hemos dicho que la condición legal de la mujer no se había modificado prácticamente desde comienzos del siglo xv hasta el xrx, pero en las clases privilegiadas su condición concreta evo­ 176 luciona. El Renacimiento italiano es una época de individualismo que se muestra propicia a la eclosión de todas las personalidades fuertes, sin distinción de sexo. Encontramos mujeres que son poderosas soberanas, como Juana de Aragón, Juana de Nápoles, Isabel de Este; otras fiieron aventureras condottieras que tomaron las armas como los hombres: la mujer de Girolamo Riario luchó por la libertad de Forli; Hippolita Fioramento mandó las tropas del duque de Milán y durante el sitio de Pavía llevó hasta las murallas a una compañía de grandes damas. Para defender su ciudad contra Montluc, las sienenses formaron tres compañías de tres mil mujeres cada una, mandadas por mujeres. Otras italianas se hicieron famosas por su cultura o sus talentos: Isara Nogara, Verónica Gambara, Gaspara Stampara, Vittoria Colonna, que fue la amiga de Miguel Ángel, y sobre todo Lucrecia Tuomabuoni, madre de Lorenzo y Juliano de Médicis, que escribió, entre otras cosas, himnos, una vida de San Juan Bautista y de la Virgen. Entre estas mujeres distinguidas encontramos una mayoría de cortesanas; al unir a la libertad de costumbres la de la mente, al asegurarse, con el ejercicio de su profesión, una autonomía económica, muchas recibían de los hombres un trato de deferente admiración; protegían las artes, se interesaban por la literatura, la filosofía, y a menudo pintaban o escribían: Isabella de Luna, Catarina di San Celso, Imperia, que era poetisa y música, recuperan la tradición de Aspasia y de Friné. No obstante, para muchas, la libertad no es más que licencia: las orgías y los crímenes de las grandes damas y cortesanas italianas han pasado a ser legendarias. Esta Ucencia es también la principal libertad que encontramos en los siglos siguientes entre las mujeres liberadas por su fortuna o su rango de la moral corriente; ahora bien,-para la mayoría, la moral es tan rigurosa como en la Edad Media. En cuando a las realizaciones positivas, sólo son posibles para un número muy pequeño. Las reinas siguen siendo privilegiadas: Catalina de Médicis, Isabel de Inglaterra, Isabel la Católica son grandes soberanas. Algunas figuras de santas también logran la veneración. El destino asombroso de Santa Teresa de Avila se explica más o menos de la misma forma que para Santa Catalina: encuentra en su confianza en Dios una sólida confianza en sí misma; al llevar hasta el punto más alto las virtudes que convienen a su estado, logra el apoyo de sus confesores y del mundo cristiano: puede emerger más aüá de la condición ordinaria de una religiosa; funda monasterios, los administra, viaja, emprende proyectos, persevera con el 177 valor aventurero de un hombre; la sociedad no le opone obstáculos; ni siquiera escribir es una audacia: se lo ordenan sus confesores. Es la prueba patente de que una mujer puede elevarse tan alto como un hombre cuando por un curioso azar se le dan las mismas oportunidades que a un hombre. En realidad, estas posibilidades son muy desiguales; en el siglo xvi las mujeres están todavía poco instruidas. Ana de Bretaña trae numerosas mujeres a una corte en la que antes sólo se veían hombres; se esfuerza por formar un cortejo de damas de honor, pero se preocupa más de su educación que de su cultura. Entre las mujeres que un poco más tarde se distinguen por su agudeza, su influencia intelectual, sus escritos, la mayor parte son grandes damas: la duquesa de Eetz, Mme de Lignerolle, la duquesa de Rohan y su hija Ana; las más famosas son princesas: la reina Margot y Margarita de Navarra. Perrette du Guillet parece haber sido una burguesa; Louise Labbé fue sin duda una cortesana, o en cualquier caso tenía una gran libertad de cos­ tumbres. En el siglo xvu las mujeres se siguen distinguiendo sobre todo en el ámbito intelectual; la vida mundana se desarrolla y la cultura se extiende; el papel que desempeñan las mujeres en los salones es considerable; al no participar en la construcción del mundo, tienen la posibilidad de entregarse a la conversación, a las artes, a las letras; su instrucción no está organizada, pero a través de charlas, lecturas, la enseñanza de preceptores privados o conferencias públicas, consiguen adquirir conocimientos superiores a los de sus esposos: Mlle de Goumey, Mme de Rambouillet, Mlle de Scudéry, Mme de La Fayette, Mme de Sévigné, gozan en Francia de una gran reputación; fuera de Francia tienen un renombre similar los nombres de la princesa Isabel, la reina Cristina, Ana María van Schurman, que se escribía con todo el mundo de la cultura. Gracias a esta cultura y al prestigio que les confiere, las mujeres consiguen introducirse en el universo masculino; de la literatura, de la casuística amorosa, muchas ambiciosas se deslizan hasta las intrigas políticas. En 1623, el nuncio del papa escribía: «En Francia, todos los grandes acontecimientos, todas las intrigas importantes suelen depender de las mujeres»; la princesa de Condé fomenta la «conspiración de las mujeres»; Ana de Austria está rodeada de mujeres cuyos consejos suele seguir; Richelieu presta mucha atención a la duquesa de Aiguillon; es sabido el papel que desempeñaron durante la Fronda Mme de Montbazon, la duque­ 178 sa de Chevreuse, Mlle de Montpensier, la duquesa de Longueville, Ana de Gonzaga y tantas otras. En fin, Mme de Maintenon dio un ejemplo espectacular de la influencia que puede ejercer en los asuntos del Estado una hábil consejera. Animadoras, consejeras, intrigantes, las mujeres desempeñan de forma oblicua el papel más eficaz: la princesa de los Ursinos en España gobierna con más autoridad, pero su carrera es breve. Junto a estas grandes damas, algunas personalidades se afirman en un mundo que se escapa de las limitaciones burguesas; vemos aparecer una especie desconocida: la actriz. En 1545 se señaló por primera vez la presencia de una mujer en el escenario, en 1592 sólo se conocía a una; a principios del siglo xvn la mayor parte son mujeres de actores; luego adquieren independencia en su carrera y en su vida privada. En cuanto a la cortesana, después de haber sido Friné, Imperia, encuentra su encamación más elaborada en Ninon de Léñelos: al explotar su feminidad, la supera; al vivir entre hombres, adquiere cualidades viriles; la independencia de sus costumbres la inclina a la independencia de pensamiento: Ninon de Léñelos llevó la libertad al punto más elevado que se permitió entonces a una mujer. En el siglo xvm, la libertad y la independencia de la mujer siguen creciendo. Las costumbres siguen siendo en principio severas: la muchacha recibe una educación somera; la casan o la meten en el convento sin consultarla. La burguesía, clase en ascenso cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rigurosa. Sin embargo, la descomposición de la nobleza permite a las mujeres galantes las mayores licencias e incluso la alta burguesía se ve contaminada por estos ejemplos; ni los conventos ni el hogar conyugal consiguen sujetar a la mujer. Una vez más, para la mayoría, esta libertad es negativa y abstracta: se limitan a buscar el placer. Sin embargo, las inteligentes y ambiciosas se crean posibilidades de acción. La vida de salón adquiere un nuevo impulso: es bien conocido el papel desempeñado por Mme Geofírin, Du Deffand, De Lespinasse, D’Epinay, De Tencin; protectoras, inspiradoras, las mujeres constituyen el público favorito del escritor; se interesan personalmente por la literatura, la filosofía, las ciencias: como Mme du Chátelet, tienen su gabinete de física, su laboratorio de química, experimentan, disecan, intervienen más activamente que nunca en la* vida política: Mme de Prie, De Mailly, De Cháteauneuf, De Pompadour, Du Barry, gobiernan a Luis XV una tras otra; no hay ministro que no tenga su egeria, 179 hasta el punto de que Montesquieu estima que en Francia todo se hace a través de las mujeres; constituyen, dice, «un nuevo Estado dentro del Estado»; Collé escribe en vísperas de 1789: «Han asumido hasta tal punto el control de los franceses, los han subyugado tanto, que sólo piensan y sienten a través de ellas.» Junto a las mujeres de la sociedad también hay actrices y mujeres galantes que gozan de amplio renombre; Sophie Arnould, Julie Taima, Adrienne Lecouvreur. De esta forma, a través de todo el Antiguo Régimen, el ámbito cultural es el más accesible a las mujeres que tratan de afirmarse. No obstante, ninguna alcanza las cimas de un Dante o de un Shakespeare; este hecho se explica por la mediocridad general de su condición. La cultura nunca pasó de ser cosa de una elite femenina, y no de la masa; de la masa suelen salir, sin embargo, los genios masculinos; incluso las privilegiadas encontraban a su alrededor obstáculos que les impedían el acceso a las altas cimas. Nada detenía el impulso de Santa Teresa o de Catalina de Rusia, pero mil circunstancias se confabulaban contra la mujer escritora. En su pequeño libro Una habitación propia, Virginia Woolf se entretuvo en inventar el destino de una supuesta hermana de Shakespeare; mientras que él aprendía en el colegio algo de latín, gramática, lógica, ella se tuvo que quedar en casa en la ignorancia más completa; mientras él cazaba, corría por el campo, se acostaba con las mujeres del vecindario, ella se quedaba zurciendo trapos bajo la mirada de sus padres; si se hubiera marchado osadamente como él a buscar fortuna en Londres, no se hubiera convertido en una actriz que se gana libremente la vida: o la hubieran devuelto a su familia, que la hubiera casado por la fuerza, o seducida, abandonada, deshonrada, se hubiera matado de la desesperación. También la podemos imaginar convertida en una alegre prostituta, una Molí Flanders como la imaginó Daniel de Foe, pero en ningún caso hubiera dirigido una compañía y escrito dramas. En Inglaterra, observa V Woolf, las escritoras siempre despertaron hostilidad. El doctor Johnson las comparaba con «un perro que anda con las patas traseras: no está bien, pero es asombroso». Los artistas se preocupan más que nadie de la opinión ajena; las mujeres dependen estrechamente de ella: ya podemos imaginar la fuerza que necesita una mujer artista simplemente para hacer caso omiso; a menudo se agota en esta lucha. A finales del siglo xvii, lady Winhilsea, noble y sin hijos, se lanza a la aventura de escribir; algunos pasajes de su obra muestran que tenía una na­ 180 turaleza sensible y poética; pero se consumió en el odio, la cólera y el miedo: ¡Desgraciadam ente, una m ujer que tom a la pluma se considera una criatura tan presuntuosa que no hay forma alguna de rescatar su crimen! Casi toda su obra está consagrada a indignarse por la condición de las mujeres. El caso de la duquesa de Newcastle es similar: también gran dama, al escribir provoca el escándalo. «Las mujeres viven como cucarachas o lechuzas, mueren como gusanos», escribe con furor. Insultada, ridiculizada, tuvo que encerrarse en sus tierras y a pesar de un temperamento generoso, casi loca, sólo producía extravagantes lucubraciones. Ya en el siglo xvm una burguesa, Aphra Behn, al quedarse viuda, vivió de su pluma como un hombre; otras siguieron su ejemplo, pero incluso en el siglo xix estaban obligadas a menudo a esconderse; ni siquiera tenían «una habitación propia», es decir, no gozaban de la independencia material que es una de las condiciones necesarias de la libertad interior. Hemos visto que a causa del desarrollo de la vida mundana y de su estrecha relación con la vida intelectual, la situación de las francesas era un poco más favorable. No obstante, la opinión pública es en general hostil a las «marisabidillas». Durante el Renacimiento, nobles damas y mujeres cultivadas suscitan un movimiento a favor de su sexo; las doctrinas platónicas importadas de Italia espiritualizan el amor y la mujer. Muchos letrados se ocupan en defenderla. Vemos aparecer N ef des Dames vertueuses, Chevalier des dames, etc. Erasmo en Senatulus da la palabra a Cornelia, que expone duramente los problemas de su sexo. «Los hombres son unos tiranos... Nos tratan como juguetes... nos convierten en sus lavanderas y sus cocineras.» Exige que se permita a las mujeres instruirse. Comelio Agripa, en una obra que fue muy famosa, Declamación de la nobleza y de la excelencia del sexofemenino, se ocupa de mostrar la superioridad femenina. Retoma los antiguos argumentos cabalísticos: Eva quiere decir Vida, y Adán, Tierra. Creada después del hombre, la mujer está más acabada que él. Ella nació en el paraíso, él friera. Cuando cae al agua, flota; el hombre se hunde. Está formada con una costilla de Adán y no con barro. Su flujo menstrual cura todas las enfermedades. Eva, ignorante, se limitó a errar; quien pecó fue Adán; por 181 eso Dios se hizo hombre. Además, tras su resurrección se le apareció a unas mujeres. Luego Agripa declara que las mujeres son más virtuosas que los hombres. Enumera las «damas preclaras» de las que su sexo se puede enorgullecer, que también es uno de los tópicos de estas apologías. Finalmente, lanza un alegato contra la tiranía masculina: «Actuando contra todo derecho, violando impunemente la igualdad natural, la tiranía del hombre ha privado a la mujer de la libertad que recibe al nacer.» Sin embargo, ella engendra hijos, es tan inteligente como el hombre, o incluso más fina; es escandaloso que se limiten sus actividades, «lo que se hace, sin duda no por orden de Dios, no por necesidad ni por la razón, sino por la fuerza de la costumbre, la educación, el trabajo y, principalmente, por la violencia y la opresión». No pide la igualdad de sexos, pero quiere que se trate a la mujer con respeto. La obra tuvo un éxito enorme. También Le Fort inexpugnable, otra apología de la mujer, y La ParfaiteAmye de Heroét, cargada de un misticismo platónico. En un curioso libro que anuncia la doctrina sansimoniana, Postel anuncia la llegada de una nueva Eva, madre regeneradora del género humano; cree incluso haberla conocido; está muerta y quizá se haya reencarnado en él. Con más moderación, Margarita de Valois en su Docte et subtil discours proclama que en la mujer hay algo de divino. El escritor que mejor sirvió a la causa de su sexo fue Margarita de Navarra, que propuso contra las costumbres licenciosas un ideal de misticismo sentimental y de castidad sin beatería, tratando de conciliar matrimonio y amor, por el honor y la felicidad de las mujeres. Por supuesto, los adversarios de la mujer no se rinden. Encontramos, por ejemplo, en Controverse des sexes masculins etféminins, que responde a Agripa, los antiguos argumentos medievales. Rabelais presenta en Le Tiers Livre una aguda sátira del matrimonio que enlaza con la tradición de Matheolus y de Deschamps; sin embargo, en la feliz abadía de Théléme las mujeres dictarán la ley. El antifeminismo adquiere nueva virulencia en 1617 con LAlphabet de Fimperfection et malice des femmes de Jacques Olivier; en la portada veíamos un grabado con una mujer de manos de arpía, cubierta con las plumas de la lujuria, con patas de gallina, porque es como la gallina una mala administradora; a cada letra del alfabeto se le asigna uno de sus defectos. Una vez más un eclesiástico reavivaba la antigua disputa. La señorita de Gourmay replicó con L’Égalité des hommes et desfemmes. A partir de ahí, toda una literatura libertina, Pamasses et cabinets satyriques la emprende 182 con las costumbres de las mujeres, mientras que los devotos citan a San Pablo, a los Padres de la Iglesia, al Eclesiastés para rebajarlas. La mujer también es un tema inagotable para las sátiras de Mathurin Régnier y sus amigos. En el otro campo, los defensores responden y retoman los argumentos de Agripa. El padre Boscq en L'Honnête Femme exige que se les permita instruirse a las mujeres. LAstrée y toda la literatura galante festejan sus méritos en rondós, sonetos, elegías, etc. Los mismos éxitos obtenidos por las mujeres provocan nuevos ataques contra ellas. Las «preciosas» indisponen a la opinión pública, se aplaude Las preciosas ridiculas y un poco más tarde Las mujeres sabias. No es que Molière sea enemigo de las mujeres: ataca violentamente los matrimonios impuestos, pide para la joven libertad sentimental, para la esposa respeto e independencia. Por el contrario, Bossuet en sus sermones no las trata nada bien. La primera mujer, predica, sólo era «una porción de Adán y una especie de diminutivo. Las proporciones eran más o menos las mismas en cuanto a la inteligencia». La sátira de Boileau contra las mujeres no es más que un ejercicio de retórica, pero marca la apertura de las hostilidades: Pradon, Regnard, Perrault responden con energía. La Bruyère, Saint-Evremond se muestran favorables a las mujeres. El feminista más resuelto de la época es Poulain de la Barre, que publica en 1673 una obra de inspiración cartesiana, De Légalité des deux sexes. Considera que como los hombres son más fuertes siempre han tratado de aventajar a su sexo y que las mujeres aceptan por costumbre esta dependencia. Nunca tuvieron una oportunidad, ni libertad, ni instrucción. No se las puede por lo tanto juzgar por lo que han hecho en el pasado. Nada indica que sean inferiores al hombre. La anatomía refleja diferencias, pero ninguna es privilegio para el varón. Poulain de la Barre concluye reclamando para las mujeres una sólida instrucción. Fontenelle escribe para ellas el Traite de la Pluralité des Mondes. Si bien Fénelon, siguiendo a Mme de Maintenon y al abate Fleury, se muestra muy tímido en su programa educativo, el universitario jansenista Rollin quiere por el contrario que las mujeres realicen estudios serios. El siglo xvm también está dividido. En 1744, en Amsterdam, el autor de la Controversia sobre el alma de la mujer declara que «la mujer creada únicamente para el hombre dejará de ser al fin del mundo, porque dejará de ser útil con el objeto para el que había sido creada, de lo que se deduce necesariamente que su alma 183 no es inmortal». De forma algo menos radical, Rousseau, que se hace portavoz de la burguesía, consagra a la mujer a su marido y a la maternidad. «Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres... La mujer está hecha para ceder ante el hombre y para soportar sus injusticias», afirma. No obstante, el ideal democrático e individualista del siglo xvni es favorable a las mujeres; son para la mayor parte de los filósofos seres humanos iguales a los del sexo fuerte. Voltaire denuncia la injusticia de su suerte. Diderot considera que su inferioridad ha sido en gran parte creada por la sociedad. «¡Mujeres, os compadezco!», escribe. Piensa que: «En todas las costumbres, la crueldad de las leyes civiles se ha unido contra las mujeres a la crueldad de la naturaleza. Han sido tratadas como seres imbéciles.» Montesquieu estima paradójicamente que las mujeres deberían estar subordinadas al hombre en la vida doméstica, pero que todo las dispone a una acción política. «Va en contra de la razón y de la naturaleza que las mujeres sean amas de su casa... no así que gobiernen un imperio.» Helvetius muestra que la inferioridad de la mujer la crea el carácter absurdo de su educación; D’Alembert comparte esta opinión. En una mujer, Mme de Ciray, vemos apuntar tímidamente un feminismo económico, pero sólo Mercier, en su Tablean de París se indigna por la miseria de las obreras y aborda así la cuestión fundamental del trabajo femenino. Condorcet quiere que las mujeres accedan a la vida política. Las considera como las iguales del hombre y las defiende de los ataques clásicos: «Se ha dicho que las mujeres... no tenían en realidad sentido de lajusticia, que obedecían más a sus sentimientos que a su conciencia... Pero lo que causa esta diferencia no es la naturaleza, es la educación, es la existencia social.» Y más adelante: «Cuanto más sometidas han estado las mujeres por las leyes, más peligroso ha sido su poder... Disminuiría si las mujeres tuvieran menos interés en conservarlo, si dejara de ser para ellas el único medio de defenderse y de escapar a la opresión.» V Hubiera sido de esperar que la Revolución cambiara la suerte de la mujer. No fue así. Esta revolución burguesa fue respetuosa con las instituciones y los valores burgueses; la hicieron los hombres de forma prácticamente exclusiva. Es importante destacar 184 que durante todo el Antiguo Régimen las mujeres de las clases trabajadoras fueron las que tuvieron como sexo más independencia. La mujer tenía derecho a llevar un comercio y poseía todas las capacidades necesarias para un ejercicio autónomo de su profesión. Participaba en la producción como lencera, planchadora, bruñidora, vendedora, etc.; trabajaba a domicilio o en pequeñas empresas; su independencia material le permitía una gran libertad de costumbres: la mujer del pueblo puede salir, frecuentar las tabernas, disponer de su cuerpo prácticamente como un hombre; es la socia de su marido y su igual. Su opresión no la sufre en el plano sexual, sino en el económico. En el campo, la agricultora participa de jforma considerable en el trabajo rural; la tratan como a una criada; a menudo no come en la misma mesa que su marido y los hijos, trabaja más duramente que ellos y las cargas de la maternidad se suman a sus fatigas. Sin embargo, como en las antiguas sociedades agrícolas, al ser necesaria para el hombre, se la respeta; sus bienes, sus intereses, sus preocupaciones son comunes; ejerce en la casa una gran autoridad. Estas mujeres, inmersas en su vida difícil, hubieran podido afirmarse como personas y reclamar sus derechos; pero una tradición de timidez y de sumisión pesaba sobre ellas: los cuadernos de los Estados Generales sólo presentan un número casi insignificante de reivindicaciones femeninas, que se limitan a lo siguiente: «Que los hombres no puedan ejercer los oficios que son patrimonio de las mujeres.» Y vemos a las mujeres junto a los hombres en las manifestaciones y los motines; ellas van a buscar a Versalles «al panadero, la panadera y el pequeño aprendiz». Sin embargo, como el pueblo no dirigió la empresa revolucionaria, tampoco recogió sus frutos. En cuanto a las burguesas, algunas se unieron ardientemente a la causa de la libertad: Mme Roland, Lucile Desmoulins, Théroigne de Mérieourt; una de ellas influyó profundamente sobre el curso de los acontecimientos: Charlotte Corday, cuando asesinó a Marat. Hubo algunos movimientos feministas: Olympe de Gouges propuso en 1789 una «Declaración de los Derechos de la Mujer» simétrica de la «Declaración de los Derechos del Hombre», en la que pide que queden abolidos todos los privilegios masculinos. En 1790 encontramos las mismas ideas en la Motion de la pauvre Jacquotte y en otros libelos similares; pero a pesar del apoyo de Condorcet, estos esfuerzos abortan y Olympe muere en el cadalso. Junto al periódico L’Impatient, fondado por ella, aparecen otras publicaciones, pero su duración es efímera. La mayoría de 185 los clubes femeninos se fusionan con los masculinos y son absorbidos por ellos. Cuando el 28 brumario de 1793 la actriz Rose Lacombe, presidenta de la Sociedad de Mujeres Republicanas y Revolucionarias, acompañada por una diputación de mujeres, tuerza la entrada del Consejo General, el procurador Chaumette hace resonar en la asamblea palabras que parecen inspiradas por San Pablo y Santo Tomás: «¿Desde cuando se permite a las mujeres abjurar de su sexo, hacerse hombres?... La naturaleza ha dicho a la mujer: Sé mujer. Los cuidados de la infancia, los detalles del hogar, las diversas inquietudes de la maternidad, éstas son tus labores.» Se les prohíbe la entrada en el Consejo y pronto también en los clubes en los que hacían su aprendizaje político. En 1790 se suprime el derecho de primogenitura y el privilegio de la masculinidad; hijos e hijas pasan a ser iguales en cuestiones de herencia; en 1792 una ley establece el divorcio, aflojando así el rigor de los vínculos matrimoniales; pero sólo fueron conquistas mínimas. Las mujeres de la burguesía estaban demasiado integradas en la familia para vivir entre ellas una solidaridad concreta; no constituían una casta separada susceptible de imponer unas reivindicaciones: desde el punto de vista económico, su existencia era parasitaria. Mientras que las mujeres que, a pesar de su sexo, hubieran podido participar en los acontecimientos lo tenían vedado como clase, las de la clase más activa estaban condenadas a permanecer al margen como mujeres. Cuando el poder económico pase a manos de los trabajadores será posible para las trabajadoras conquistar oportunidades que la mujer parásita, noble o burguesa, nunca obtuvo. Durante la liquidación de la Revolución, la mujer goza de una libertad anárquica. Cuando la sociedad se reorganiza, de nuevo queda duramente sometida. Desde el punto de vista feminista, Francia estaba adelantada con respecto a otros países, pero para desgracia de la Francia moderna, su estatuto se decidió en tiempos de dictadura militar; el código napoleónico que fija su suerte durante un siglo retrasó mucho su emancipación. Como todos los militares, Napoleón sólo quiere ver en la mujer una madre; pero, heredero de una revolución burguesa, no desea romper la estructura de la sociedad y dar a la madre un lugar más elevado que a la esposa: prohíbe la investigación de la paternidad; define con dureza la condición de la madre soltera y el hijo natural. No obstante, la mujer casada tampoco encuentra recurso en su dignidad de madre; la paradoja feudal se perpetúa. Soltera y casada están pri­ 186 vadas de la condición de ciudadana, lo que les veda fondones como la profesión de abogado y el ejercicio de la tutela. Sin embargo, la mujer soltera cuenta con plena capacidad civil, mientras que el matrimonio conserva el mundium. La mujer debe obediencia a su marido; éste puede condenarla a reclusión en caso de adulterio y obtener el divorcio contra ella; si mata a la culpable sorprendida en flagrante delito, es excusable a los ojos de la ley; sin embargo, el marido sólo es susceptible de multa si lleva a una concubina al domicilio conyugal, y sólo en este caso la mujer puede obtener el divorcio contra él. El hombre fija el domicilio conyugal, tiene muchos más derechos sobre los hijos que la madre; salvo en caso de que la mujer dirija una empresa comercial, su autorización es necesaria para contraer obligaciones. El poder marital se ejerce con rigor sobre la persona de la esposa y sobre sus bienes. Durante todo el siglo xix, la jurisprudencia refuerza los rigores del código, privando por ejemplo a la mujer de todo derecho de enajenación. En 1826, la Restauración suprime el divorcio; la Asamblea Constituyente de 1848 se niega a restablecerlo; no vuelve hasta 1884, y además es muy difícil de obtener. La burguesía nunca fue más fuerte, aunque comprende las amenazas que implica la revolución industrial; se afirma con una autoridad inquieta. La libertad de espíritu heredada del siglo xvm no puede con la moral familiar, que queda tal y como la definen a comienzos del siglo xrx los pensadores reaccionarios como Joseph de Maistre y Bonald. Ambos fundamentan en la voluntad divina el valor del orden y reclaman una sociedad rigurosamente jerarquizada; la familia, célula social indisoluble, será el microcosmos de la sociedad. «El hombre es a la mujer lo que la mujer al hijo; o el poder es al ministro lo que el ministro es al súbdito», dice Bonald. De esta forma, el marido gobierna, la mujer administra, los hijos obedecen. Por supuesto, el divorcio está prohibido; la mujer está confinada en el hogar. «Las mujeres pertenecen a la familia y no a la sociedad política, y la naturaleza las ha hecho para los cuidados domésticos, no para las funciones públicas», dice también Bonald. En la familia, que Le Play define a mediados de siglo, se respetan estas jerarquías. De una forma algo diferente, Auguste Comte exige también la jerarquía de sexos; entre ellos existen «diferencias radicales, tanto físicas como morales, que en todas las especies animales y sobre todo en la raza humana los separan profundamente uno de 187 otro». La feminidad es como una «infancia permanente» que aleja a la mujer del «tipo ideal de la raza». Esta infantilidad biológica se traduce poruña debilidad intelectual; el cometido de este ser puramente afectivo es el de esposa y ama de casa, no puede competir con el hombre: «ni la dirección ni la educación son adecuadas para ella». Como para Bonald, la mujer está confinada en la familia y en esta sociedad en miniatura el padre gobierna, pues la mujer es «incapaz de todo gobierno, incluso el doméstico»; ella se limita a administrar y aconsejar. Su instrucción debe ser limitada. «Las mujeres y los proletarios no pueden ni deben convertirse en autores, ni tampoco lo desean.» Y Comte prevé que la evolución de la sociedad llevará a la supresión total del trabajo femenino en el exterior de la familia. En la segunda parte de su obra, Comte, influenciado por su amor a Clotilde de Vaux, exalta a la mujer hasta convertirla casi en una divinidad, la emanación del gran ser; la religión positivista la ofrecerá a la adoración del pueblo en el templo de la Humanidad; pero sólo por su moralidad merece un culto; mientras el hombre actúa, ella ama: su altruismo es más profundo. Sin embargo, según el sistema positivista, no deja de estar encerrada en la familia; el divorcio le está prohibido y sería incluso deseable que su viudez fuera eterna; no tiene ningún derecho económico ni político; sólo es esposa y educadora. De forma más cínica, Balzac expresa el mismo ideal. «El destino de la mujer y su única gloria son hacer latir el corazón de los hombres —escribe en Fisiología del matrimonio [Physiologie du mariage]—. La mujer es una propiedad que se adquiere por contrato; es un bien mueble, porque su posesión confiere el título de propiedad; la mujer, hablando con propiedad, no es más que un anexo del hombre.» Aquí se hace portavoz de la burguesía cuyo antifeminismo se refuerza como reacción contra la licencia del siglo xvm y contra las ideas progresistas que la amenazan. Después de exponer luminosamente en Fisiología del matrimonio que esta institución de la que está excluido el amor lleva necesariamente a la mujer al adulterio, Balzac exhorta al esposo a mantenerla muy atada si quiere evitar el ridículo del deshonor. Tiene que negarle instrucción y cultura, prohibirle todo lo que le permitiría desarrollar su individualidad, imponerle ropa incómoda, empujarla a seguir un régimen de hambre. La burguesía sigue este programa con exactitud; las mujeres están sometidas a la cocina, al hogar, sus costumbres están celosamente vigiladas; están encerradas en los ritos de una forma de vida que obstaculiza toda tentativa de in­ 188 dependencia. Como compensación, se las honra, se las rodea de las atenciones más exquisitas. «La mujer casada es una esclava que hay que saber poner en un trono», dice Balzac; está establecido que en cualquier circunstancia insignificante el hombre debe desvanecerse ante ella, cederle el primer puesto; en lugar de hacerle llevar los bultos como en las sociedades primitivas, hay un afán por descargarla de toda tarea penosa y de toda preocupación: al mismo tiempo se la libera de toda responsabilidad. La idea es que, engañadas, seducidas por la facilidad de su condición, aceptarán el papel de madres y amas de casa en el que se las quiere confinar. El hecho es que casi todas las mujeres de la burguesía capitulan. Como su educación y su situación parasitaria las ponen bajo la dependencia del hombre, ni siquiera se atreven a plantear reivindicaciones, y las que tienen la audacia de hacerlo no encuentran ningún eco. «Es más fácil cargar a la gente de cadenas que quitárselas si las cadenas les procuran consideración», dijo Bemard Shaw. La mujer burguesa se aferra a sus cadenas porque se aferra a sus privilegios de clase. Le explican de forma incesante, y ella lo sabe, que la emancipación de las mujeres debilitaría a la sociedad burguesa; liberada del varón, estaría condenada a trabajar; puede lamentar no tener sobre la propiedad privada más que derechos subordinados a los de su marido, pero más deploraría la abolición de esta propiedad; no experimenta ninguna solidaridad con las mujeres de las clases obreras: está mucho más cerca de su marido que de las trabajadoras textiles. Ha asumido los intereses de él. No obstante, estas obstinadas resistencias no pueden detener la marcha de la historia; la llegada del maqumismo arruina a los terratenientes, provoca la emancipación de la clase trabajadora y, consecuentemente, la de la mujer. Todo socialismo, al arrancar a la mujer de la familia, favorece su liberación: Platón soñaba con un régimen comunitario que prometiera a las mujeres una autonomía similar a la que tenían en Esparta. Con los socialismos utópicos de Saint-Simon, Fourier, Cabet, nace la utopía de la «mujer libre». La idea sansimoniana de asociación universal exige la supresión de toda esclavitud: la del obrero o la de la mujer; porque las mujeres son como los hombres seres humanos, Saint-Simon, y después de él Leroux, Pecqueux, Camot, exigen su liberación. Desgraciadamente, esta tesis razonable no es la que más crédito encuentra en la escuela, que exalta a la mujer en nombre de su feminidad, el medio más seguro de pequdicarla. Con el pretexto de 189 que la unidad social es la pareja, el padre Enfantin quiere introducir una mujer en cada pareja rectora, que denomina «pareja sacerdotal»; espera de una mujer mesías el advenimiento de un mundo mejor y los Compañeros de la Mujer se embarcan rumbo a Oriente en busca del salvador hembra. Está influenciado por Fourier, que confunde la liberación de la mujer con la rehabilitación de la carne; Fourier exige la libertad para cada individuo de obedecer a la atracción pasional; quiere sustituir el matrimonio por el amor; no ve a la mujer como persona, sino como función amorosa. Cabet promete también que el comunismo icariano hará realidad la completa igualdad de los sexos, aunque sólo conceda a la mujer una participación limitada en la vida política. En realidad las mujeres sólo ocupan un lugar secundario en el movimiento sansimoniano; sólo Claire Bazard, que funda y anima durante un breve periodo el periódico denominado La Femme nouvelle desempeña un papel más importante. Muchas revistas aparecen más adelante, pero sus reivindicaciones son tímidas: piden la educación de la mujer en lugar de su emancipación; Camot y, siguiendo sus pasos, Legouvet, se consagran a elevar la instrucción de las mujeres. La idea de la mujer asociada, de la mujer regeneradora, se mantiene a través de todo el siglo xix; la encontramos en Victor Hugo. Sin embargo, la causa de la mujer está más bien desacreditada para estas doctrinas que, en lugar de asimilarla al hombre, la enfrentan a él, reconociéndole intuición, sentimiento, y no razón. Queda también desacreditada por la torpeza de sus partidarios. En 1848, las mujeres fundan clubes, periódicos; Eugénie Niboyer edita La Voix des Femmes, periódico en el que colaboró Cabet. Una delegación femenina se presentó en el Ayuntamiento para reivindicar «los derechos de la mujer», pero no obtuvo nada. En 1849, Jeanne Decora se presentó a la diputación, abrió una campaña electoral que se hundió en el ridículo. El ridículo acabó también con el movimiento de las «Vesubianas» y las «Bloomeristas», que se paseaban con vestimentas extravagantes. Las mujeres más inteligentes de la época quedan al margen de estos movimientos: Mme de Stael había luchado por su propia causa y no por la de sus hermanas; George Sand exige el derecho al amor libre, pero se niega a colaborar en La VoixdesFemmes; sus reivindicaciones son sobre todo sentimentales. Flora Tristan cree en la redención del pueblo gracias a la mujer, pero se interesa más en la emancipación de la clase obrera que en la de su propio sexo. David Stem, Mme de Girardin se asocian sin embargo al movimiento feminista. 190 En su conjunto, el movimiento reformista que se desarrolla en el siglo xix, es favorable al feminismo, pues busca la justicia en la igualdad. Hay una excepción notable: se trata de Proudhon. Sin duda a causa de sus raíces campesinas, reacciona violentamente contra el misticismo sansimoniano; sigue siendo partidario de la pequeña propiedad y, de paso, condena a la mujer al hogar. «Ama de casa o cortesana» es el dilema en el que la encierra. Hasta entonces los ataques contra el feminismo procedían de los conservadores que combatían también con saña el socialismo: el Charivari entre otros, encontraba en este tema una fuente inagotable de chistes; Proudhon es quien rompe la alianza entre feminismo y socialismo; protesta contra el banquete de mujeres socialistas presidido por Leroux; lanza improperios contra Jeanne Decoin. En la obra titulada La Justice plantea que la mujer debe depender del hombre, que es el único que cuenta como individuo social; en la pareja no existe una asociación, que supondría igualdad, sino unión; la mujer es inferior al hombre, primero porque su fuerza física sólo es de los 2/3 con respecto a la del hombre, luego porque es intelectual y moralmente inferior en la misma medida: su valor es en su conjunto 2 X 2 X 2 frente a 3 X 3 X 3, es decir, 8/27 del valor del sexo fuerte. Dos mujeres, Mme Adam y Mme d’Héricourt le respondieron, la una con firmeza y la otra con una exaltación menos afortunada, y Proudhon replica con Pornocratie ou lafemme dans les temps modemes. Y, como todos los antifeministas, dirige ardientes letanías a la «mujer mujer», esclava y espejo del varón; a pesar de esta devoción, tuvo que reconocer que la vida que impuso a su mujer no la hizo feliz: las cartas de Mme Proudhon son un largo lamento. Estos debates teóricos no tienen mayor influencia sobre el curso de los acontecimientos; simplemente lo retratan con oscilaciones. La mujer reconquista una importancia económica que había perdido desde épocas prehistóricas, porque se escapa del hogar y asume en la fábrica una nueva participación en la producción. La máquina permite este cambio, pues la diferencia de fuerza física entre trabajadores femeninos y masculinos se ve anulada en gran número de casos. Como el brusco despegue de la industria exige una mano de obra más numerosa de la disponible con los trabajadores varones, es necesaria la colaboración de las mujeres. Se trata de la gran revolución que transforma en el siglo xax la suerte de la mujer, abriendo para ella una nueva era. Marx y Engels miden todo su alcance y prometen a las mujeres i 191 una liberación implicada por la del proletariado. Efectivamente, «la mujer y el trabajador tienen algo en común: están oprimidos», dice Bebel. Ambos escaparán a la opresión gracias a la importancia que tomará a través de la evolución tecnológica su trabajo productor. Engels muestra que la suerte de la mujer está estrechamente ligada a la historia de la propiedad privada; una catástrofe sustituyó el régimen de derecho materno por el patriarcado, sometiendo a la mujer al patrimonio; pero la revolución industrial es la contrapartida de esta decadencia y desembocará en la emancipación femenina. Escribe: «La mujer sólo se podrá emancipar cuando tome parte en una gran medida social en la producción y sólo esté atada al trabajo doméstico en una medida insignificante. Es algo que se ha hecho posible en la gran industria moderna, que no sólo admite a gran escala el trabajo de la mujer, sino que lo exige formalmente.» A principios del siglo xix, la mujer estaba explotada de forma más vergonzosa que los trabajadores del otro sexo. El trabajo a domicilio constituía lo que los ingleses llaman el «sweating system»; a pesar de un trabajo continuo, la obrera no ganaba lo suficiente para cubrir sus necesidades. Jules Simón, en L’Onvriére, e incluso el conservador Leroy Beaulieu, en Le travail des Femmes auXIXé, publicado en 1873, denuncian abusos odiosos; este último declara que más de doscientas mil obreras francesas ganaban menos de cincuenta céntimos al día. Es comprensible que se hayan lanzado a emigrar hacia las manufacturas; por otra parte, pronto sólo quedaron fuera de los talleres las labores de aguja, la colada y el servicio doméstico, todos ellos oficios de esclavo pagados con salarios de hambre; incluso los encajes, la mercería, etc., están acaparados por las fábricas; sin embargo, existen ofertas de empleo masivas en las industrias del algodón, la lana y la seda; se utiliza a las mujeres sobre todo en los talleres de hilatura y de textil. En muchos casos, los empresarios las prefieren a los hombres. «Hacen un trabajo mejor y menos pagado.» Esta fórmula cínica ilustra el drama del trabajo femenino. Porque gracias al trabajo la mujer conquistó su dignidad de ser humano, pero fue una conquista especialmente dura y lenta. Hilatura y textil se realizan en condiciones higiénicas lamentables. «En Lyon —escribe Blanqui—, en los talleres de pasamanería, algunas mujeres se ven obligadas a trabajar prácticamente suspendidas de correas utilizando al mismo tiempo los pies y las manos.» En 1831, las obreras de la seda trabajan en verano desde las tres de la ma- 192 ñaña a las once de la noche, es decir, diecisiete horas al día, «en talleres muchas veces malsanos en los que nunca penetran —dice Norbert Truquin— los rayos del sol. La mitad de estasjóvenes están tuberculosas antes de terminar el aprendizaje. Cuando se quejan, se las acusa de escandalosas»20. «Para dominarlas, utilizaban los medios más repugnantes, la necesidad y el hambre», dice el autor anónimo de La Vérité sur les événements de Lyon. En algunos casos, las mujeres suman el trabajo agrícola al de la fábrica. Son cínicamente explotadas. Marx cuenta en una nota de El Ca­ pital: M .E**, fabricante, m e com unicó que sólo empleaba m ujeres. en sus telares m ecánicos, que daba prioridad a las mujeres casadas y, de éstas, a las que tenían que mantener su casa, porque prestaban m ucha m ás atención y eran m ás dóciles que las solteras y debían trabajar hasta agotar sus fuerzas para procurar a los su yos los m ed ios de subsistencia indispensables. Y así — añade M arx— las cualidades propias de la mujer quedan falseadas en detrimento suyo y todos los elem entos morales y delicados de su naturaleza se convierten en m edios para someterla y hacerla sufrir. Resumiendo El Capital y comentando a Bebel, G. Derville escribe: «Animal de lujo o de carga: la mujer de hoy es exclusivamente una de estas cosas. Mantenida por el hombre cuando no trabaja, también es mantenida por él cuando se mata a trabajar.» La situación de la obrera es tan lamentable que Sismondi, Blanqui, piden que se prohíba a las mujeres el acceso a los talleres. La causa es en parte que las mujeres no han sabido defenderse y organizarse en sindicatos desde el principio. Las «asociaciones» femeninas datan de 1848 y al principio son asociaciones de producción. El movimiento avanzó con una lentitud enorme, como vemos por las cifras siguientes: —en 1905, de un total de 781.392 sindicados, 69.405 son mu­ jeres; —en 1908, de un total de 957.120 sindicados, 88.906 son mu­ jeres; 20 N. Traquin, Mémoires et aventures d ’un prolétaire, citado por E. Dolléans, Histoire du mouvement ouvrier, t.1. 193 —en 1912, de un total de 1.064.413 sindicados, 92.336 son mujeres; —en 1920 se cuentan 239.016 obreras y empleadas sindicadas de un total de 1.580.967 trabajadores y entre las trabajadoras agrícolas solamente 36.193 sindicadas sobre 1.083.957, es decir, un total de 292.000 mujeres sindicadas de un conjunto de 3.076.585 trabajadores sindicados. Se trata de una tradición de resignación y de sumisión, una falta de solidaridad y de conciencia colectiva, que las deja desarmadas ante las nuevas posibilidades que se abren ante ellas. Esta actitud hace que el trabajo femenino se haya reglamentado lenta y tardíamente. Habrá que esperar a 1874 para que intervenga la ley; a pesar de las campañas realizadas durante el Imperio, sólo tenemos dos disposiciones relativas a las mujeres: una prohíbe a las menores el trabajo nocturno y exige que se las deje librar los domingos y días festivos; se limita su jomada de trabajo a doce horas. En cuanto alas mujeres de más de veintiún años, sólo se les prohíbe el trabajo subterráneo en las minas y las canteras. La primera ley sobre el trabajo femenino data del 2 de noviembre de 1892; prohíbe el trabajo nocturno y limita la jomada en la fábrica, pero deja la puerta abierta a todos los fraudes. En 1900, la jomada se limita a diez horas; en 1905, se hace obligatorio el descanso semanal; en 1907, la trabajadora puede disponer libremente de sujornal; en 1909, se garantiza una baja remunerada a las mujeres que dan a luz; en 1911, las disposiciones de 1892 se hacen de obligado cumplimiento; en 1913, se regulan las modalidades relativas al descanso de las mujeres antes y después del parto, se les prohíben los trabajos peligrosos y excesivos. Poco a poco, se va creando una legislación social y el trabajo femenino se rodea de garantías higiénicas: se exigen asientos para las vendedoras, se prohíben los periodos largos en mostradores exteriores, la OIT consigue convenios internacionales relativos a las condiciones sanitarias del trabajo femenino, los permisos por maternidad, etc. Una segunda consecuencia de la inercia resignada de las trabajadoras fiieron los salarios con los que se tuvieron que contentar. Se han propuesto diferentes explicaciones sobre que los salarios femeninos hayan alcanzado un nivel tan bajo, pero es un fenómeno que depende de un conjunto de factores. No basta con decir que las necesidades de las mujeres son menores que las de 194 los hombres: sólo se trata de unajustificación posterior. Más bien, las mujeres, como hemos visto, no han sabido defenderse de sus explotadores; debían afrontar la competencia de las prisiones que arrojaban sobre el mercado los productos fabricados sin gastos de mano de obra; se hacían competencia unas a otras. Además, hay que destacar que la mujer trata de emanciparse por el trabajo en el seno de una sociedad en la que subsiste la comunidad conyugal: unida al hogar de su padre, de su marido, se contenta en general con aportar una ayuda familiar; trabaja friera de la familia, pero para ella; y ya que la obrera no tiene que cubrir la totalidad de sus necesidades, se ve abocada a aceptar una remuneración muy inferior a la que exige un hombre. Al contentarse una cantidad importante de mujeres con salarios de saldo, todo el conjunto del salario femenino se alineó con este nivel, más ventajoso para el em­ presario. En Francia, según una encuesta realizada en 1889-1993, por una jomada de trabajo igual a la del hombre, la obrera sólo obtenía la mitad de la paga masculina. Según la encuesta de 1908, las ganancias horarias más importantes de las obreras a domicilio no superaban los veinte céntimos por hora y podían bajar hasta cinco céntimos. Era imposible para la mujer explotada de esta forma vivir sin limosnas o sin un protector. En América, en 1918, la mujer sólo cobraba la mitad del salario masculino. Hacia esa misma época, por la misma cantidad de carbón extraído de las minas alemanas, la mujer ganaba aproximadamente un 25% menos que el hombre. Entre 1911 y 1943 los salarios femeninos en Francia crecieron un poco más rápido que los de los hombres, pero siguieron siendo muy inferiores. Si los empresarios acogieron a las mujeres con los brazos abiertos a causa de los bajos salarios que aceptaban, este mismo hecho provocó resistencias entre los trabajadores masculinos. Entre la causa del proletariado y la de las mujeres no hubo una solidaridad tan inmediata como pretendían Bebel y Engels. El problema se presentó más o menos como en Estados Unidos con respecto a la mano de obra negra. Es corriente que los opresores utilicen a las minorías más oprimidas de una sociedad como arma contra el conjunto de la clase a la que pertenecen. De la misma forma, aparecen en un principio como enemigas y es necesaria una conciencia más profunda de la situación para que los intereses de los negros y de los blancos, de las obreras y los obreros consigan unirse en lugar de enfrentarse. Es comprensible que los trabajadoi 195 res masculinos hayan visto en esta competencia barata una amenaza temible y que se hayan mostrado hostiles. Hasta que las mujeres no se integraron en la vida sindical no pudieron defender sus propios intereses y dejar de poner en peligro los de la clase obrera en su conjunto. A pesar de todas estas dificultades, la evolución del trabajo femenino siguió en marcha. En 1900 había en Francia 900.000 obreras a domicilio que fabricaban prendas de vestir, objetos de cuero y de piel, coronas mortuorias, sacos, abalorios, recuerdos de París; este número ha disminuido considerablemente. En 1906, el 42% de las mujeres en edad de trabajar (entre dieciocho y sesenta años) trabajaban en la agricultura, la industria, el comercio, la banca, los seguros, las oficinas, las profesiones liberales. Este movimiento se precipitó en el mundo entero por la crisis de la mano de obra de 1914-1918 y por la de la segunda guerra mundial. La pequeña burguesía, la burguesía media se decidieron a seguirlo y las mujeres invadieron también las profesiones liberales. Según uno de los últimos censos de antes de la última guerra, de la totalidad de las mujeres de dieciocho a sesenta años, aproximadamente un 42% trabaja en Francia, un 37% en Finlandia, un 34,2% en Alemania, un 27,7% en las Indias, un 16,9% en Inglaterra, un 19,2% en los Países Bajos, un 17,7% en los Estados Unidos. En Francia y en las Indias, las cifras son tan elevadas por causa del trabajo rural. Si exceptuamos el campesinado, encontramos en Francia en 1940 aproximadamente 500.000 directoras de establecimiento, un millón de empleadas, dos millones de obreras, un millón y medio de mujeres solas o paradas. Entre las obreras, 650.000 lo son a domicilio; 1.200.000 trabajan en las industrias de transformación, de las que 440.000 lo hacen en textil, 315.000 en confección, 380.000 como costureras a domicilio. En cuanto al comercio, las profesiones liberales, los servicios públicos, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos están más o menos en la misma situación. Uno de los problemas esenciales que se plantean a propósito de la mujer es, como hemos visto, la conciliación de su papel reproductor y de su trabajo productor. La razón profunda que en el origen de la historia consagra a la mujer al trabajo doméstico y le impide que tome parte en la construcción del mundo es su sometimiento a la función generadora. Entre las hembras animales existe un ritmo del celo y de las estaciones que economiza sus fuerzas; por el contrario, entre la pubertad y la menopausia la na­ 196 turaleza no limita las capacidades de gestación de la mujer. Algunas civilizaciones prohíben las uniones precoces; se suelen citar las tribus indias en las que se exige un reposo de al menos dos años para las mujeres entre cada parto; pero en su conjunto, durante muchos siglos la fecundidad femenina no se ha regulado. Existen desde la Antigüedad21prácticas anticonceptivas, generalmente para uso de las mujeres: pociones, supositorios, tampones vaginales; pero eran un secreto de las prostitutas y los médicos; quizá el secreto fuera conocido por las romanas de la decadencia, a las que los satíricos reprochan su esterilidad. Sin embargo, la Edad Media las ignoró; no encontramos indicio alguno de ellas hasta el siglo xvm. Para muchísimas mujeres, la vida era en aquellos tiempos una serie ininterrumpida de embarazos; incluso las mujeres de costumbres fáciles pagaban con numerosas maternidades su licencia amorosa. En algunas épocas, la humanidad tuvo la necesidad de reducir la población; pero al mismo tiempo, las naciones tenían miedo de debilitarse; en las épocas de crisis y de miseria, la reducción de la tasa de natalidad se operaba retrasando la edad del matrimonio. La regla era casarse joven y tener tantos hijos como pudiera sacar adelante la mujer; sólo la mortalidad infantil reducía el número de hijos vivos. Ya en el siglo xvn, el abate de Puré22protesta contra «la hidropesía amorosa» a la que están condenadas las mujeres; Mme de Sevigné recomienda a su hija que evite los embarazos demasiado frecuentes. En el siglo xviii se desarrolla en Francia la tendencia malthusiana. Primero las clases acomodadas y luego el conjunto de la población consideran razonable limitar en función de los recursos de los padres el número de hijos y los procedimientos anticonceptivos empiezan a introducirse en las costumbres. En 1778, el demógrafo Moreau escribe: «Las mujeres ricas no son las únicas que ven la propaga­ 21 «La mención más antigua conocida de procedimientos anticonceptivos podría ser un papiro egipcio del segundo milenio antes de nuestra era, que recomienda la aplicación vaginal de una extraña mezcla formada por excrementos de cocodrilo, miel, natrón y una sustancia gomosa» (P. Ariès, Histoire des populationsfrançaises). Los médicos persas de la Edad Media conocían treinta y una recetas de las que sólo nueve se dirigían al hombre. Soranos, en tiempos de Adriano, explica que en el momento de la eyeculación, la mujer que no quiere tener hijos debe «aguantar la respiración, retirar un poco su cuerpo hacia atrás para que el esperma no pueda penetrar en el os uteri, levantarse inmediatamente, ponerse en cuclillas y provocar estornudos». 22 En La Précieuse, 1656. 197 ción de la especie como un fardo de otros tiempos; estos funestos secretos desconocidos para todos los animales excepto para el hombre han penetrado en el campo; hasta en los pueblos se engaña a la naturaleza.» La práctica del «coitus interruptus» se extiende entre la burguesía, y luego entre la población rural y obrera; el preservativo, que existía ya como antivenèreo, se convierte en un anticonceptivo y se extiende, sobre todo tras el descubrimiento de la vulcanización, hacia 184023. En los países anglosajones el «birth control» está oficialmente autorizado y se han descubierto numerosos métodos que permiten disociar estas dos funciones que antes eran inseparables: función sexual, función reproductora. Los trabajos de la medicina vienesa para establecer con precisión el mecanismo de la concepción y las condiciones que le son favorables han sugerido también formas de eludirla. En Francia, la propaganda anticonceptiva y la venta de pésanos, tampones vaginales, etc., está prohibida, pero no por ello está menos extendido el control de natalidad. En cuanto al aborto, no está autorizado oficialmente por las leyes en ningún lugar. El derecho romano no otorgaba una protección especial a la vida embrionaria, no consideraba el nasciturus como un ser humano, sino como una parte del cuerpo materno. Partus antequam edatur mulieris portio est vel viscerum24. En tiempos de la decadencia, el aborto aparece como una práctica normal, y cuando el legislador se propuso estimular los nacimientos no se atrevió a prohibirlo. Si la mujer había rechazado el hijo contra la voluntad de su marido, éste podía hacerla castigar; pero el delito estaba en la desobediencia. En el conjunto de la civilización oriental y grecorromana, el aborto está admitido por la ley. El cristianismo cambió radicalmente las ideas morales sobre este punto, dotando al embrión de un alma; a partir de entonces, el aborto se convirtió en un crimen contra el propio feto. «Toda mujer que obra de modo que no pueda engendrar tantos hijos como podría, es culpable de otros tantos homicidios, al igual que la mujer que trata de herirse después de la concepción», dice San Agustín. En Bizancio, el aborto sólo suponía una relega­ 23 «Hacia 1930, una firma norteamericana vendía veinte millones de preser.vativos en un año. Quince manufacturas norteamericanas fabricaban un millón y medio al día» (P. Aries). 24 «El niño antes de nacer sólo es una porción de la mujer, como una vis­ cera.» 198 ción temporal; entre los bárbaros que practicaban el infanticidio, sólo se censuraba si se había realizado por violencia, contra la voluntad de la madre; había que pagar el precio de sangre para rescatarlo. Los primeros concilios promulgan contra este «homicidio» las penas más severas, independientemente de la edad presunta del feto. No obstante, se plantea una cuestión que fue objeto de discusiones infinitas: ¿en qué momento penetra el alma en el cuerpo? Santo Tomás y la mayor parte de los autores fijaron la animación hacia el día cuarenta para los niños de sexo masculino y hacia el ochenta para los de sexo femenino. Así apareció la distinción entre feto animado y feto inanimado. En la Edad Media, el libro penitencial declara: «Si una mujer encinta hace perecer a su fruto antes de los cuarenta y cinco días, sufrirá una penitencia de un año. Se lo hace al cabo de sesenta días, de tres años. Finalmente, si lo hace cuando el niño ya está animado, se la tratará como a una homicida.» No obstante, el libro añade: «Existe una gran diferencia entre la mujer pobre que destruye a su hijo por el trabajo que le costará alimentarlo y la que no tiene otro objetivo que ocultar el crimen de fornicación.» En 1556, Enrique II publicó un famoso edicto sobre la ocultación del embarazo; dado que la simple ocultación conllevaba la pena de muerte, se dedujo que la pena debía aplicarse con más razón a las maniobras abortivas; en realidad, el edicto tenía como objetivo el infanticidio, pero se utilizó para promulgar la pena de muerte contra los autores y cómplices de aborto. La diferencia entre feto animado y feto inanimado desapareció hacia el siglo xvm. A finales del siglo, Beccaria, cuya influencia fue considerable en Francia, abogó a favor de la mujer que rechaza su hijo. El código de 1791 la excusa, pero castiga a sus cómplices con «veinte años de cautiverio». La idea de que el aborto es un homicidio desaparece en el siglo xix: se considera más bien un crimen contra el Estado. La ley de 1810 lo prohíbe absolutamente bajo pena de reclusión y de trabajos forzados para la mujer y sus cómplices; en realidad, los médicos siempre lo practican cuando se trata de salvar la vida de la madre. Por el hecho mismo de que la ley sea tan severa, losjurados a final del siglo dejan de aplicarla; el número de arrestos era ínfimo y 4/5 de las acusadas salían libres. En 1923, una nueva ley prevé de nuevo trabajos forzados para los cómplices y autores de la intervención, pero castiga a la mujer únicamente con prisión o con una multa; en 1939, un nuevo decreto se ocupa especialmente de los técnicos: no se les concederá ningún sobreseimiento. En 1941, el abor­ 199 to se considera crimen contra la seguridad del Estado. En otros países, se trata de un delito sancionado por una pena menor; en Inglaterra, es un crimen de «felony» castigado con prisión o con trabajos forzados. En su conjunto, códigos y tribunales son mucho más indulgentes con la mujer que aborta que con sus cómplices. No obstante, la Iglesia no ha aplacado en nada su rigor. El código de derecho canónico promulgado el 27 de marzo de 1917 declara: «Los que procuren el aborto, incluso la madre, incurren, si el aborto se verifica, en excomunión latae sententiae reservada al Ordinario.» No se puede alegar ningún motivo, ni siquiera el peligro de muerte corrido por la madre. El papa declaró recientemente que entre la vida de la madre y la del hijo hay que sacrificar la primera: como la madre está bautizada, puede ganar el cielo —curiosamente, el infierno nunca interviene en sus cálculos— mientras que el feto está condenado al limbo a perpetuidad25. El aborto sólo estuvo oficialmente autorizado durante un corto periodo, en Alemania antes del nazismo, en la URSS antes de 1936. Sin embargo, a pesar de la religión y de las leyes, ocupa en todos los países un lugar considerable. En Francia se cuentan cada año de ochocientos mil a un millón —tantos como nacimientos— y los dos tercios de las mujeres que abortan son mujeres casadas, muchas de las cuales tienen ya uno o dos hijos. A pesar de los prejuicios, las resistencias, los vestigios de una moral caduca, se ha dado el paso desde una fecundidad libre hacia una fecundidad dirigida por el Estado o los individuos. Los avances de la obstetricia han disminuido considerablemente los peligros del parto; los sufrimientos del alumbramiento están desapareciendo; en estos días —marzo de 1949— se ha decretado en Inglaterra el uso obligatorio de determinados métodos de anestesia; en general, ya se suelen aplicar en los Estados Unidos y empiezan a 25 Volveremos a analizar esta actitud en el volumen II. Señalemos simplemente que los católicos están muy lejos de tomarse al pie de la letra la doctrina de San Agustín. El confesor susurra a la novia, en vísperas de su boda, que puede hacer con su marido lo que quiera, siempre que el coito termine «como es debido»; las prácticas positivas de control de natalidad — incluido el coitiis interruptus— están prohibidas, pero es posible utilizar el calendario establecido por los sexólogos vieneses y perpetrar el acto, cuyo solo objetivo reconocido es la generación, en días en los que la concepción es imposible para la mujer. Hay directores espirituales que comunican incluso este calendario a sus fíeles. En realidad hay muchísimas «madres cristianas» que sólo tienen dos o tres hijos, sin haber interrumpido después del último parto todas las relaciones conyugales. 200 extenderse por Francia. Con la inseminación artificial se culmina la evolución que permitirá a la humanidad dominar la función reproductora. En particular, estos cambios tienen enorme importancia para la mujer: puede reducir el número de embarazos, integrarlos racionalmente en su vida en lugar de ser su esclava. La mujer, a lo largo del siglo xcx, se va liberando de la naturaleza; conquista el control sobre su cuerpo. A salvo, en gran medida, de las servidumbres de la reproducción, puede asumir el papel económico que se le ofrece, que le dará la conquista de la totalidad de su persona. Con la convergencia de estos dos factores: participación en la producción, liberación de las servidumbres de la reproducción, se explica la evolución de la condición femenina. Como había previsto Engels, su condición social y política debía transformarse necesariamente. El movimiento feminista esbozado en Francia por Condorcet, en Inglaterra por Mary Wollstonecraft en su obra Vindicación de los derechos de la mujer y retomado a principios de siglo por los sansimonianos, no había podido culminar por falta de bases concretas. En la actualidad, las reivindicaciones de la mujer acabarán perdiendo todo su peso. Se harán oír en el seno mismo de la burguesía. Con el rápido desarrollo de la civilización industrial, la propiedad raíz está retrocediendo con respecto a la propiedad de bienes muebles: el principio de la unidad del grupo familiar pierde fuerza. La movilidad del capital permite a su poseedor, en lugar de ser poseído por su fortuna, poseerla sin contrapartidas y poder disponer de ella. La mujer estaba atada al esposo principalmente a través del patrimonio: una vez abolido éste, ya sólo están yuxtapuestos y los mismos hijos no constituyen un vínculo de solidez comparable a la del interés. Así el individuo se afirma frente al grupo; esta evolución es especialmente llamativa en Estados Unidos, donde triunfa la forma moderna del capitalismo: florece el divorcio y marido y mujer ya sólo aparecen como asociados provisionales. En Francia, donde la población rural es importante, donde el código napoleónico ha puesto bajo tutela a la mujer casada, la evolución será lenta. En 1884 se restablece el divorcio y la mujer puede obtenerlo en caso de que el marido cometa adulterio; no obstante, en el plano penal, se mantiene la diferencia entre sexos: el adulterio sólo es un delito si lo perpetra la mujer. El derecho de tutela concedido con restricciones en 1907 no se conquista plenamente hasta 1917. En 1912 se autoriza la investigación de la paternidad natural. Habrá que esperar a 1938 201 y 1942 para que se modifique el estatuto de la mujer casada: se deroga el derecho de obediencia, aunque el padre siga siendo el cabeza de familia; él fija el domicilio, pero la mujer puede oponerse a su elección si aporta razones válidas; sus capacidades son mayores; no obstante, en la confusa fórmula: «La mujer casada tiene plena capacidad de derecho. Esta capacidad sólo se verá limitada por el contrato de matrimonio y por la ley», la última parte del artículo cuestiona la primera. La igualdad entre los esposos no es todavía una realidad. En cuanto a los derechos políticos, se conquistaron con mucha dificultad en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos. En 1867, Stuart Mili lanzaba ante el parlamento británico el primer alegato en favor del voto femenino que se haya pronunciado oficialmente. Exigía imperiosamente en sus escritos la igualdad de la mujer y del hombre en el seno de la familia y de la sociedad. «Estoy convencido de que las relaciones sociales entre sexos que subordinan un sexo al otro en nombre de la ley son malas en sí mismas y constituyen uno de los principales obstáculos que se oponen al progreso de la humanidad; estoy convencido de que deben dejar paso a una igualdad perfecta.» Siguiendo sus pasos, las inglesas se organizan políticamente bajo la dirección de Mrs. Fawcett; las francesas se alinean tras Marie Deraismes, que entre 1868 y 1871 estudia en una serie de conferencias públicas la condición de la mujer; mantiene una fuerte polémica con Alejandro Dumas hijo, que aconsejaba al marido traicionado por una mujer infiel: «¡Mátala!» El verdadero fundador del feminismo fue Léon Richier, que creó en 1869 los «Derechos de la Mujer» y organizó el Congreso Internacional del Derecho de las Mujeres, celebrado en 1878. La cuestión del derecho de voto no se abordó todavía; las mujeres se limitaron a reclamar derechos civiles; durante treinta años el movimiento fue muy tímido en Francia y en Inglaterra. No obstante, una mujer, Hubertine Auclert, abrió una campaña sufragista; creó un grupo, el «Sufragio de las mujeres», y un periódico, La Citoyenne. Se crearon numerosas sociedades bajo su influencia, pero su acción no fue nada eficaz. Esta debilidad del feminismo tiene su origen en las divisiones intestinas; a decir verdad, como hemos señalado ya, las mujeres no son solidarias como sexo: en primer lugar están vinculadas a su clase; los intereses de las burguesas y los de las mujeres proletarias no coinciden. El feminismo revolucionario retoma la tradición sansimoniana y marxista; hay que destacar además que una tal Louise 202 Michel se pronuncia contra el feminismo porque este movimiento desvía fuerzas que deben utilizarse en su totalidad en la lucha de clases; con la abolición del capital, se habrá resuelto el problema de la mujer. En 1879, el congreso socialista proclama la igualdad de sexos y desde entonces no se denunciará la alianza feminismo-socialismo, pero ya que las mujeres esperan su libertad de la emancipación de los trabajadores en general, sólo se consagran de forma secundaria a su causa propia. Por el contrario, las burguesas exigen nuevos derechos en el seno de la sociedad existente y niegan ser revolucionarias; desean introducir en las costumbres reformas virtuosas: supresión del alcoholismo, de la literatura pornográfica, de la prostitución. En 1892 se reúne el congreso denominado Congreso Feminista que dio su nombre al movimiento; su resultado es prácticamente nulo. En 1897 se aprueba una ley que permite a la mujer ser testigo ante los tribunales, pero una doctora en derecho que pretende inscribirse en el colegio de abogados es rechazada. En 1898 obtienen la posibilidad de ser electoras en el Tribunal de Comercio, la posibilidad de ser electoras y elegibles en el Consejo Superior de Trabajo, la admisión en el Consejo Superior de Asistencia Pública y en la Escuela de Bellas Artes. En 1900, un nuevo congreso reúne a las feministas, pero los resultados tampoco son demasiado importantes. Por primera vez en 1901, Viviani plantea ante la Cámara el problema del voto femenino: propone limitar el sufragio a las solteras y a las divorciadas. En este momento, el movimiento feminista gana importancia. En 1909 se funda la Unión Francesa por el Sufragio Femenino, capitaneado por Mme Brunschwig, que organiza conferencias, mítines, congresos, manifestaciones. En 1909, Buisson presenta un informe sobre una propuesta de Dussausoy por la que se concede a las mujeres el derecho de voto en las asambleas locales. En 1910, Thomas presenta una propuesta a favor del sufragio femenino; reiterada en 1918, triunfa en 1919 ante la Cámara, pero fracasa en 1922 ante el Senado. La situación es bastante compleja. Al feminismo revolucionario, al feminismo llamado independiente de Mme Brunschwig se suma un feminismo cristiano: Benedicto XV en 1919 se pronuncia a favor del voto femenino, monseñor Baudrillart y el padre Sertillanges despliegan una ardiente propaganda en este sentido: los católicos piensan efectivamente que las mujeres representan en Francia un elemento conservador y religioso; es precisamente lo que temen los radicales: la verdadera razón de su 203 oposición es que tienen miedo de un desplazamiento del voto si se permite votar a las mujeres. En el Senado, numerosos católicos, el grupo de la Unión Republicana y los partidos de extrema izquierda están a favor del voto femenino, pero la mayor parte de la asamblea está en contra. Hasta 1932 utiliza procedimientos dilatorios y se niega a discutir las propuestas relativas al sufragio femenino; en 1932, tras votarse en la Cámara por trescientos diecinueve votos contra uno la enmienda que concede a las mujeres el derecho a ser electoras y elegibles, el Senado abre un debate que dura varias sesiones: la enmienda queda rechazada. El informe que aparece en el Officiel es muy significativo: encontramos todos los argumentos que los antifeministas desarrollaron durante medio siglo en obras cuya enumeración misma sería fastidiosa. En primer lugar, tenemos los argumentos galantes del tipo: queremos demasiado a la mujer para dejar votar a las mujeres; se exalta al modo de Proudhon a la «mujer mujer» que acepta el dilema «cortesana o ama de casa»: la mujer perdería su encanto votando, está en un pedestal, que no se baje; tiene todo que perder y nada que ganar al convertirse en electora, ya gobierna a los hombres sin necesidad de papeletas, etc. Más graves son las objeciones contra el interés de la familia: el lugar de la mujer es el hogar; las discusiones políticas traerán la discordia entre los cónyuges. Algunos confiesan un antifeminismo moderado. Las mujeres son diferentes del hombre. No hacen el servicio militar. ¿Votarán las prostitutas? Otros afirman con arrogancia la superioridad masculina: votar es una carga y no un derecho, las mujeres no son dignas de ello. Son menos inteligentes y están menos instruidas que el hombre. Si votaran, los hombres se afeminarían. No tienen educación política. Votarían siguiendo instrucciones del marido. Si quieren ser libres que empiecen por liberar a su modista. También se adelanta un argumento de una ingenuidad arrolladora: hay más mujeres que hombres en Francia. A pesar de la pobreza de todas estas objeciones, hubo que esperar a 1945 para que la francesa adquiriera plena capacidad política. Nueva Zelanda había concedido a la mujer desde 1893 la plenitud de sus derechos; Australia vino en 1908. En Inglaterra, en Estados Unidos, la victoria ha sido difícil. La Inglaterra victoriana relegaba imperiosamente a la mujer en el hogar; Jane Austen se escondía para escribir; hizo falta mucho valor o un destino excepcional para convertirse en George Eliot, Emily Bronté; en 1888, un sabio inglés escribía: «Las mujeres no sólo no son la 204 raza, ni siquiera son la mitad de la raza, sino una subespecie destinada únicamente a la reproducción.» Mrs. Fawcett funda a finales de siglo el movimiento sufragista, pero es un movimiento tímido, como en Francia. Hacia 1903, las reivindicaciones femeninas adoptan un cariz singular. La familia Pankhurst crea en Londres la «Woman Social and Political Union», vinculada al partido laborista, que emprende una acción resueltamente militante. Es la primera vez en la historia que vemos a las mujeres realizar un esfuerzo como tales: es lo que da un interés particular a la aventura de las «sufragistas» de Inglaterra y Estados Unidos. Durante quince años, desarrollan una política de presión que recuerda en determinados aspectos la actitud de Gandhi: al rechazar la violencia, le inventan sucedáneos más o menos ingeniosos. Invaden Albert Hall durante los mítines del partido liberal enarbolando pancartas de tela en las que figuran las palabras «Vote for women»; penetran a la fuerza en el gabinete de lord Asquith, celebran mítines en Hyde Park o en Trafalgar Square, desfilan por las calles llevando pancartas, realizan conferencias; en las manifestaciones, insultan a los policías o los atacan a pedradas, para provocar procesos; en la cárcel adoptan la táctica de la huelga de hambre; recogen fondos, agrupan a su alrededor a millones de mujeres y de hombres, conmueven tanto a la opinión pública, que en 1907 doscientos miembros del Parlamento constituyen un comité por el sufragio femenino; a partir de entonces, todos los años algunos de ellos presentan una ley a favor del sufragio femenino, ley que se rechaza todos los años con los mismos argumentos. También en 1907, el WSPU organiza la primera marcha hasta el Parlamento, en la que participan numerosas mujeres con chales y algunas mujeres de la aristocracia; la policía las rechaza, pero al año siguiente, como se ha amenazado con prohibir a las mujeres casadas el trabajo en algunas galerías de las minas, el WSPU invita a las obreras de Lancashire a celebrar en Londres un gran mitin. Hay nuevos arrestos, a los que las sufragistas encarceladas responden en 1909 con una larga huelga de hambre. Liberadas, organizan nuevas manifestaciones: una de ellas montada en un caballo pintado con cal representa a la reina Isabel. El 18 de julio de 1910, día en que debe presentarse en la cámara la ley sobre el sufragio femenino, un desfile de nueve kilómetros de largo se despliega por todo Londres; una vez rechazada la ley, tenemos nuevos mítines, nuevos arrestos. En 1912 adoptan una táctica más violenta: queman casas deshabitadas, laceran cuadros, pisotean arriates, 205 lanzan piedras contra la policía; al mismo tiempo, envían una delegación tras otra a Lloyd George, a sir Edmond Grey; se esconden en el Albert Hall e intervienen ruidosamente durante los discursos de Lloyd George. La guerra interrumpió sus actividades. Es muy difícil saber en qué medida esta acción apresuró los acontecimientos. Se concedió el voto a las inglesas en primer lugar en 1918, en forma restringida, y después en 1928, sin restricciones: este éxito se debió en gran parte a los servicios que prestaron durante la guerra. La mujer norteamericana estuvo en un principio más emancipada que la europea. A comienzos del siglo xix, las mujeres tuvieron que participar en el duro trabajo pionero realizado por los hombres, lucharon junto a ellos; eran mucho menos numerosas que los varones, por lo que adquirieron un valor muy elevado. Poco a poco, su condición se fue asimilando a la de las mujeres del Viejo Mundo; se mantuvo la galantería para con ellas; conservaron privilegios culturales y una posición dominante en el interior de la familia; las leyes les solían conceder un papel religioso y moral, pero las riendas de la sociedad no dejaban de estar por ello en manos de los varones. Algunas empezaron en 1830 a reivindicar sus derechos políticos. Emprendieron también una campaña a favor de los negros. Como les cerraron las puertas del congreso antiesclavista celebrado en 1840 en Londres, la cuáquera Lucretia Mott fundó una asociación feminista. El 18 de julio de 1840, en una convención reunida en Seneca Falls, redactaron un manifiesto de inspiración cuáquera que da el tono a todo el feminismo norteamericano. «El hombre y la mujer han sido creados iguales, dotados por el Creador de derechos inalienables... El gobierno sólo está para salvaguardar estos derechos... El hombre convierte a la mujer casada en un cadáver civil... Usurpa las prerrogativas de Jehovah, que es el único que puede asignar a los hombres una esfera de acción.» Tres años más tarde, Harriet Beecher Stowe escribe La cabaña del Tío Tom, que alzará a la opinión pública a favor de los negros. Emerson y Lincoln apoyan el movimiento feminista. Cuando estalla la Guerra de Secesión, las mujeres participan apasionadamente, pero en vano reclaman que la enmienda que concede a los negros el derecho de voto se redacte así: «Ni el color ni el sexo... serán obstáculo para el derecho electoral.» No obstante, uno de los artículos de la enmienda es ambiguo, por lo que miss Anthony, gran dirigente feminista, utiliza este pretexto para votar en Rochester con catorce compañeras; la 206 condenaron a cien dólares de multa. En 1869 funda la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino y ese mismo año el Estado de Wyoming concede el derecho de voto a las mujeres. Hasta 1893 no sigue el ejemplo Colorado, y en 1896, Idaho y Utah. Luego los avances son muy lentos. Sin embargo, en el plano económico, obtienen mucho mejores resultados que en Europa. En 1900, en los Estados Unidos hay cinco millones de mujeres que trabajan, de las que 1.300.000 lo hacen en la industria y 500.000 en el comercio; son muy numerosas en el comercio, la industria, los negocios y todas las profesiones liberales. Existen abogadas, doctoras y 3.373 mujeres pastoras. La famosa Marie Baker Eddy funda la Christian Sciencist Church. Las mujeres toman la costumbre de reunirse en clubes: en 1900 cuentan con unos dos millones de miembros. No obstante, sólo nueve Estados han concedido el derecho de votar a las mujeres. En 1913, el movimiento sufragista se organiza de acuerdo con el movimiento militante inglés. Dos mujeres lo dirigen: miss Stevens y una joven cuáquera, Alice Paul. Obtienen de Wilson autorización para desfilar en una gran manifestación con banderas e insignias; organizan después una campaña de conferencias, mítines, desfiles, manifestaciones de todo tipo. Desde los nueve Estados en los que se permite el voto femenino, las mujeres electoras se dirigen con gran pompa hacia el Capitolio, exigiendo el voto femenino para el conjunto de la nación. En Chicago se crea por primera vez un partido de mujeres con el objetivo de liberar a las de su sexo: se denomina «Partido de las Mujeres». En 1917, las sufragistas inventan una nueva táctica: se instalan a las puertas de la Casa Blanca con banderas y pancartas, en muchos casos encadenadas a la veija, con el fin de que no las puedan expulsar. Al cabo de seis meses son detenidas y se las envía al penal de Oxcaqua; se declaran en huelga de hambre y acaban siendo liberadas. Nuevas manifestaciones provocan disturbios. El gobierno acaba aceptando nombrar un comité sobre el voto en la Cámara. El comité ejecutivo del Partido de las Mujeres celebra una conferencia en Washington; a su término presentan en la cámara la enmienda a favor del voto femenino, que se vota el 18 de enero de 1918. Sólo queda ganar la votación del Senado. Como Wilson no promete ejercer una presión suficiente, las sufragistas reanudan las manifestaciones; celebran un mitin en las puertas de la Casa Blanca. El presidente se decide a dirigir un llamamiento al Senado, pero la enmienda es rechazada por dos votos. La apro­ 207 bará un congreso republicano enjunio de 1919. Luego durante diez años continúa la lucha por la igualdad completa de los dos sexos. En la sexta conferencia de las Repúblicas Americanas celebrada en La Habana en 1928, las mujeres obtienen la creación de un comité interamericano de mujeres. En 1933, los tratados de Montevideo elevan la condición de la mujer mediante un convenio internacional. Diecinueve repúblicas americanas firman el convenio que concede a las mujeres la igualdad de todos los derechos. En Suecia existe también un movimiento feminista muy importante. En nombre de las antiguas tradiciones, las suecas reivindican el derecho a «la instrucción, el trabajo, la libertad». El combate lo llevan sobre todo las mujeres de letras, y lo que más les interesa es el aspecto moral del problema; luego, agrupadas en poderosas asociaciones, ganan a los liberales para su causa, pero tropiezan con la hostilidad de los conservadores. Las noruegas en 1907 y las finlandesas en 1906 obtienen el sufragio que las suecas esperaran todavía durante años. Los países latinos, como los orientales, oprimen a la mujer con el rigor de las costumbres, más que con el de las leyes. En Italia, el fascismo frenó sistemáticamente la evolución del feminismo. Buscando la alianza de la Iglesia, respetando la familia y prolongando una tradición de esclavitud femenina, la Italia fascista sometió doblemente a la mujer: a los poderes públicos y a su marido. La situación fue muy diferente en Alemania. En 1790, el estudiante Hippel lanzó el primer manifiesto del feminismo alemán. A principios del siglo xix había florecido un feminismo sentimental similar al de George Sand. En 1848, la primera feminista alemana, Louise Otto, reclamaba para las mujeres el derecho a ayudar a la transformación de su país: su feminismo era básicamente nacionalista. En 1865 fundó la «Asociación General de las Mujeres Alemanas». Los socialistas alemanes exigen con Bebel la abolición de la desigualdad de sexos. Clara Zetkin entra en 1892 en los consejos del partido. Vemos aparecer asociaciones obreras femeninas y uniones de mujeres socialistas agrupadas en una federación. Las alemanas fracasan en 1914 en su intento de crear un ejército nacional de mujeres, pero participan con ardor en el esfuerzo de guerra. Tras la derrota alemana, obtienen el derecho de voto y participan en la vida política: Rosa Luxemburg participa con el grupo Spartacus junto a Liebknecht y muere asesinada en 1919. La mayoría de las alemanas se pronuncia por el partido del orden; varias de ellas obtienen un escaño en el Reichs- 208 tag. Por lo tanto, Hitler impone de nuevo el ideal de Napoleón: «Küche, Kirche, Kinder» («cocina, iglesia, niños») a unas mujeres emancipadas. «La presencia de una mujer deshonraría al Reichstag», declara. Como el nazismo era anticatólico y antiburgués, da a la madre un lugar privilegiado; la protección concedida a las madres solteras y a los hijos naturales libera en muchos casos a la mujer del matrimonio; como en Esparta, dependía del Estado mucho más que de ningún individuo, lo que le daba al mismo tiempo más y menos autonomía que a una burguesa bajo el régimen capitalista. En la URSS es donde el movimiento feminista tomó más envergadura. Comenzó a finales del siglo xrx, entre las estudiantes de la intelligentzia; en general están menos apegadas a su causa personal que a la opción revolucionaria; «se acercan al pueblo» y luchan contra la Ojrana siguiendo métodos nihilistas: Vera Zassulich ejecuta en 1878 al prefecto de policía Trepov. Durante la guerra ruso-japonesa, las mujeres sustituyen a los hombres en muchos oficios; toman conciencia de ellas mismas y la Unión Rusa por los Derechos de las Mujeres reclama la igualdad política de ambos sexos; en el seno de la primera Duma se crea un grupo parlamentario de los derechos de la mujer, que no tiene eficacia. De la Revolución vendrá la emancipación de las trabajadoras. Ya en 1905 habían participado ampliamente en las huelgas políticas masivas proclamadas en el país, se habían subido a las barricadas. En 1917, unos días antes de la Revolución, con ocasión del Día Internacional de la Mujer (el 8 de marzo) se manifiestan en masa por las calles de San Petersburgo, exigiendo pan, paz y la vuelta de sus maridos. Participan en la insurrección de octubre; entre 1918 y 1920 desempeñan un importante papel económico, e incluso militar, en la lucha de la URSS contra los invasores. Fiel a la tradición marxista, Lenin vincula la emancipación de las mujeres a la de los trabajadores; les concede la igualdad política y la igualdad económica. El artículo 122 de la Constitución de 1936 plantea que: «En la URSS la mujer goza de los mismos derechos que el hombre en todos los aspectos de la vida económica, oficial, cultural, pública y política.» Estos principios se precisaron en la Internacional Comunista. Exige: «Igualdad social de la mujer y del hombre ante la ley y en la vida práctica. Transformación radical del derecho conyugal y del código de familia. Reconocimiento de la maternidad como función social. Crianza y educación de los niños y adolescen­ 209 tes a cargo de la sociedad. Lucha civilizadora organizada contra la ideología y las tradiciones que convierten a la mujer en una esclava.» En los aspectos económicos, las conquistas de la mujer han sido impresionantes. Ha obtenido la igualdad de salarios con los trabajadores varones y ha participado intensamente en la producción; ha adquirido así una importancia política y social considerable. En el folleto editado recientemente por la Asociación Francia-URSS, se dice que en las elecciones generales de 1939 había 457.000 mujeres diputadas en los Soviets de región, de distrito, de ciudad y de pueblo, 1.480 en los Soviets Supremos de las Repúblicas Socialistas, 227 tenían un escaño en el Soviet Supremo de la URSS. Cerca de 10 millones son miembros de los sindicatos. Constituyen el 40% del contingente de obreros y empleados de la URSS; se han contado entre las estajanovistas gran número de obreras. Es conocida la parte que tuvo la mujer rusa en la última guerra; desarrollaron un trabajo enorme, incluso en ramas de producción en las quepredominaban las profesiones masculinas: metalurgia y minas, transporte fluvial de madera, ferrocarril, etc. Se distinguieron como aviadoras, paracaidistas, formaron grupos de partisanas. Esta participación de la mujer en la vida pública planteó un problema difícil: su papel en la vida familiar. Durante un tiempo se la trató de liberar de las tareas domésticas: el 16 de noviembre de 1924, la asamblea plenaria del Komintem proclamaba que: «La revolución es impotente mientras persistan la noción de familia y las relaciones familiares.» El respeto a la unión libre, la facilidad del divorcio, la reglamentación legal del aborto garantizaban la libertad de la mujer frente al hombre; leyes sobre las bajas por maternidad, las guarderías, los jardines de infancia, etc., aliviarían la carga de la maternidad. Es difícil, a través de los testimonios apasionados y contradictorios, averiguar cuál era su situación concreta, pero es incuestionable que ahora las exigencias de la repoblación han provocado una política familiar diferente: la familia aparece como la célula social elemental y la mujer es a un tiempo trabajadora y ama de casa26. La moral sexual es de las más 26 Olga Michakova, secretaria del Comité Central de la Organización de la Juventud Comunista, declaró en 1944, en una entrevista: «Las mujeres soviéticas deben tratar de hacerse tan atractivas como la naturaleza y el buen gusto lo permitan. Tras la guerra deberán vestirse como mujeres y tener un actitud femenina... Habrá que decir a las chicas que se comporten y caminen como chicas, y para ello adoptarán probablemente faldas muy estrechas que las obligarán a moverse con gracia.» 210 estrictas: desde la ley de junio de 1936 que reforzó la del 7 de junio de 1941, el aborto está prohibido, el divorcio se ha suprimido prácticamente; el adulterio está condenado por las costumbres. Subordinada estrechamente al Estado como todos los trabajadores, estrechamente atada al hogar, pero con acceso a la vida política y a la dignidad que confiere el trabajo productor, la mujer rusa tiene una condición singular que sería provechoso estudiar de cerca en su singularidad; desgraciadamente, las circunstancias me lo impiden. En la sesión que se acaba de celebrar en la ONU, la comisión de la condición de la mujer exigió que la igualdad de derechos de ambos sexos se reconociera en todas las naciones y aprobó diferentes mociones tendentes a convertir este estatuto legal en una realidad concreta. Al parecer, se ha ganado la partida. El futuro sólo puede conducir a una asimilación cada vez más profunda de la mujer a la sociedad que antes era masculina. * Si echamos un vistazo de conjunto sobre esta historia, vemos esbozarse varias conclusiones. Ésta es la primera: toda la historia de las mujeres ha sido realizada por los hombres. Como en Estados Unidos no existe un problema negro sino un problema blanco27, de la misma forma que «el antisemitismo no es un problema judío: es nuestro problema»28, así el problema de la mujer siempre fue un problema de hombres. Hemos visto por qué razones tuvieron en un principio, junto con la fuerza física, el prestigio moral; crearon los valores, las costumbres, las religiones; las mujeres nunca les disputaron este control. Algunas aisladas — Safo, Christine de Pisan, Mary Wollstonecraft, Olympe de Gouges— protestaron contra la dureza de su destino; a veces aparecieron manifestaciones colectivas, pero las matronas romanas unidas contra la ley Oppia o las sufragistas anglosajonas sólo consiguieron ejercer una presión porque los hombres estaban dispuestos a sufrirla. Ellos tuvieron siempre entre sus manos la suerte de las mujeres, y no decidieron en función del interés de ella; sólo contaban con sus propios proyectos, sus temores, sus necesidades. Cuando reverenciaron a la diosa madre, fue porque les daba mie­ 27 Cír. Myrda, American Dilemma. 28 Cfr. J.-P. Sartre, Reflexiones sobre la cuestiónjudía. 211 do la Naturaleza; cuando las herramientas de bronce les permitieron afirmarse contra ella, establecieron el patriarcado; la condición de la mujer se definió de acuerdo con el conflicto entre la familia y el Estado; la actitud del cristiano frente a Dios, el mundo y su propia carne se reflejó en la condición que se le había asignado; lo que se llamó en la Edad Media «disputa de las mujeres» fue una disputa entre religiosos y laicos a propósito del matrimonio y del celibato; el régimen social basado en la propiedad privada supuso la tutela de la mujer casada y la revolución técnica realizada por los hombres ha liberado a la mujer de hoy. Una evolución de la ética masculina ha supuesto la reducción de las familias numerosas mediante el control de la natalidad, liberando parcialmente a la mujer de las servidumbres de la maternidad. El mismo feminismo nunca fue un movimiento autónomo: fue en parte un instrumento en manos de los políticos, en parte un epifenómeno que reflejaba un drama social más profundo. Las mujeres nunca frieron una casta separada: en realidad no han tratado de desempeñar como sexo un papel en la historia. Las doctrinas que reclaman el advenimiento de la mujer en la medida en que es carne, vida, inmanencia, Alteridad, son ideologías masculinas que no expresan en modo alguna las reivindicaciones femeninas. La mayor parte de las mujeres se resigna a su suerte sin intentar ninguna acción; las que han tratado de cambiar no han pretendido no encerrarse en su singularidad y hacerla triunfar, sino superarla. Cuando intervinieron en la marcha del mundo, fue de acuerdo con los hombres, desde perspectivas masculinas. Esta intervención, en su conjunto, fue secundaria y episódica. Las clases en las que las mujeres gozaban de una cierta autonomía económica y participaban en la producción eran las clases oprimidas y como trabajadoras eran todavía más esclavas que los trabajadores varones. En las clases dirigentes, la mujer era un parásito y como tal estaba sometida a las leyes masculinas. En ambos casos, la acción era prácticamente imposible para ella. El derecho y las costumbres no siempre estaban de acuerdo, pero entre ambos el equilibrio se establecía de modo que la mujer nunca fuera concretamente libre. En la antigua república romana, las condiciones económicas dotan a la matrona de poderes concretos, pero no tiene ninguna independencia legal; suele darse la misma circunstancia en las civilizaciones rurales y en la pequeña burguesía comerciante; ama de casa y sirvienta en el interior de la casa, la mujer es socialmente menor de edad. A la inversa, en las épocas 212 en las que la sociedad se desintegra, la mujer se emancipa, pero al dejar de ser la vasalla del hombre pierde su feudo, sólo tiene una libertad negativa que no tiene más traducción que la vida licenciosa y disipada: así fue durante la decadencia romana, el Renacimiento, el siglo xviii, el Directorio. O bien encuentra una ocupación, pero está sometida; o está libre pero no sabe qué hacer con su vida. Por ejemplo, es notable que la mujer casada ocupe un lugar en la sociedad, pero no goce de ningún derecho, mientras que la mujer soltera, honrada o prostituta, tenía las mismas capacidades que el hombre, pero hasta este siglo estaba más o menos excluida de la vida social. De este enfrentamiento entre el derecho y las costumbres se deriva, entre otras cosas, esta curiosa paradoja: la ley no prohíbe el amor libre, mientras que el adulterio es un delito; sin embargo, a menudo, la joven que «cae» queda deshonrada, mientras que los escarceos de la esposa se consideran con indulgencia: muchas jóvenes desde el siglo xvn a nuestros días se han casado con el fin de poder tomar amantes con libertad. Por este ingenioso sistema, la gran masa de las mujeres queda firmemente marginada; son necesarias circunstancias excepcionales para que entre estas dos series de condicionamientos abstractos o concretos una personalidad femenina se consiga afirmar. Las mujeres que han realizado obras comparables a las de los hombres son las que la fuerza de las instituciones sociales había exaltado más allá de cualquier diferenciación sexual. Isabel la Católica, Isabel de Inglaterra, Catalina de Rusia no eran ni hembras ni varones: eran soberanos. Es notable que su feminidad, al estar socialmente abolida, haya dejado de constituir una inferioridad: la proporción de reinas que tuvieron grandes reinados es infinitamente superior a la de grandes reyes. En la religión se da la misma transformación: Catalina de Siena, Santa Teresa son, más allá de toda condición fisiológica, almas santas: su vida secular y su vida mística, sus acciones y sus escritos se elevan a alturas que pocos hombres han alcanzado. Podemos pensar que si otras mujeres fracasaron en su intento de marcar profundamente el mundo es porque estaban estrechamente confinadas en su condición. Sólo pudieron intervenir de forma negativa u oblicua. Judith, Charlotte Corday, Vera Zassuüch, asesinan; las mujeres de la Fronda conspiran; durante la Revolución, durante la Comuna las mujeres luchanjunto a los hombres contra el orden establecido; a una libertad sin derechos, sin poderes, se le permite encerrarse en la negación y la rebeldía, mientras que se le impide participar 213 en una construcción positiva; como mucho, conseguirá introducirse por un camino retorcido en las empresas masculinas. Aspasia, Mme de Maintenon, la princesa de los Ursinos, fueron consejeras respetadas, pero alguien tuvo que acceder a escucharlas. Los hombres suelen exagerar la envergadura de estas influencias cuando quieren convencer a la mujer de que se queda con la mejor parte, pero en realidad las voces femeninas se callan cuando comienza la acción concreta; han podido suscitar guerras, no sugerir la táctica de una batalla; sólo han orientado la política en la medida en que la política se reducía a la intriga: el verdadero control del mundo nunca estuvo en manos de las mujeres; ellas no actuaron sobre la política o la economía, no hicieron ni deshicieron Estados, no descubrieron mundos. A través de ellas se desencadenaron algunos acontecimientos, pero fueron más pretextos que agentes. El suicidio de Lucrecia sólo tuvo valor simbólico. El martirio está al alcance del oprimido; durante las persecuciones cristianas, tras las derrotas sociales o nacionales, hubo mujeres que desempeñaron este papel testimonial; pero nunca un mártir cambió la faz del mundo. Incluso las manifestaciones y las iniciativas femeninas sólo tuvieron valor cuando una decisión masculina las prolongó eficazmente. Las norteamericanas reunidas alrededor de la señora Beecher-Stowe alzaron violentamente al público contra la esclavitud, pero las verdaderas razones de la guerra de Secesión no fueron de orden sentimental. El «Día de las Mujeres» del 8 de marzo de 1917 quizá precipitó la revolución rusa, pero no pasó de ser una señal. La mayor parte de los personajes femeninos son de tipo barroco: aventureras, originales, menos notables por la importancia de sus acciones que por la singularidad de sus destinos; si comparamos a Juana de Arco, madame Roland, Flora Tristán, con Richelieu, Dantón, Lenin, vemos que su grandeza es sobre todo subjetiva: se trata de personajes ejemplares más que de agentes históricos. El gran hombre nace de la masa y lo arrastran las circunstancias, pero la masa de mujeres queda al margen de la historia, y las circunstancias son para cada una de ellas un obstáculo y no un trampolín. Para cambiar la faz del mundo, primero hay que estar sólidamente anclado a él; las mujeres sólidamente arraigadas en la sociedad son las que están sometidas a ella; a menos que las designe para la acción el derecho divino —y en ese caso se muestran tan capaces como los hombres—, la ambiciosa, la heroína son monstruos extraños. Solamente cuando las mujeres empiezan a sentirse en su casa sobre 214 esta tierra vemos aparecer una Rosa Luxemburg, una madame Curie. Demuestran con brillantez que no es la inferioridad de las mujeres lo que determina su insignificancia histórica: su insignificancia histórica las condena a la inferioridad29. La evidencia es flagrante en el terreno en el que mejor han conseguido afirmarse, es decir, en la cultura. Su suerte está profundamente unida a la de las letras y las artes; ya entre los germanos, las funciones de profetisa, de sacerdotisa, correspondían a las mujeres; al estar al margen del mundo, hacia ellas se vuelven los hombres cuando se esfuerzan mediante la cultura por superar los límites de su universo y acceder a lo que es diferente. El misticismo cortés, la curiosidad humanista, el amor a la belleza que se desarrolla en el Renacimiento italiano, el preciosismo del siglo xvn, el ideal progresista del xvm aportan formas diversas de exaltación de la feminidad. La mujer se convierte en el polo principal de la poesía, la sustancia de una obra de arte; el ocio de que dispone le permite consagrarse a los placeres del espíritu: inspiradora, juez, público del escritor, se convierte en su émula; hace prevalecer con frecuencia una forma de sensibilidad, una ética que alimenta los corazones masculinos y así interviene en su propio destino: la instrucción de las mujeres es una conquista en gran medida femenina. Y no obstante, si este papel colectivo desempeñado por las mujeres intelectuales es importante, sus contribuciones individuales son, en su conjunto, de menor precio. Al no estar inmersa en la acción, la mujer tiene un papel primordial en los campos del pensamiento y del arte, pero el arte y el pensamiento tienen sus fuentes vivas en la acción. Estar situada al margen del mundo no es una situación favorable para quien pretenda recrearlo: también aquí, para alzarse por encima de una situación, hay que estar profundamente arraigado en ella. Las realizaciones personales son casi imposibles en las categorías humanas colectivamente mantenidas en una situación inferior. «¿Dónde quiere que vayamos con estas faldas?», preguntaba Marie Bashldrtseff. Y Stendhal: «Todos los genios que nacen mujeres están perdidos para la felicidad del público.» A decir verdad, no se nace genio: se 29 Es notable que en París, de un millar de estatuas (si exceptuamos las reinas que se encuentran, por una razón puramente arquitectónica, en el Luxemburgo), sólo diez son de mujeres. Tres están consagradas a Juana de Arco. Las otras son la condesa de Ségur, George Sand, Sarah Bemhardt, madame Boucicaut y la baronesa de Hirsch, María Deraismes, Rosa Bonheur. 215 llega a serlo, y la condición femenina ha hecho imposible hasta ahora este devenir. Los antifeministas deducen del examen de la historia dos argumentos contradictorios: l.° las mujeres nunca han creado nada importante; 2.° la situación de la mujer nunca ha impedido el desarrollo de las grandes personalidades femeninas. En las dos afirmaciones hay mala fe; los éxitos de algunas privilegiadas no compensan ni excusan la mengua sistemática del nivel colectivo; y que estos éxitos sean escasos y limitados prueba precisamente que las circunstancias les son desfavorables. Como sostuvieron Christine de Pisan, Poulain de la Barre, Condorcet, Stuart Mili, Stendhal, la mujer no ha tenido oportunidades en ningún terreno. Es la razón de que ahora muchas de ellas reclamen una nueva condición; una vez más, su reivindicación no es ser exaltadas en su feminidad: quieren que en ellas mismas, como en el conjunto de la humanidad la trascendencia triunfe sobre la inmanencia; quieren que por fin se les concedan los derechos abstractos y las posibilidades concretas sin cuya combinación la libertad no pasa de ser una farsa30. Esta voluntad está haciéndose realidad. Sin embargo, el periodo que atravesamos es un periodo de transición; este mundo, que siempre perteneció a los hombres, sigue en sus manos; las instituciones y los valores de la civilización patriarcal se perpetúan en gran medida. Los derechos abstractos están muy lejos de serles íntegramente reconocidos en todas partes: en Suiza no votan todavía; en Francia, la ley de 1942 mantiene en forma atenuada las prerrogativas del esposo. Y los derechos abstractos, lo acabamos de decir, nunca bastaron para dar a las mujeres un asidero concreto sobre el mundo: entre los dos sexos, todavía no hay verdadera igualdad. En primer lugar, las cargas del matrimonio siguen siendo mucho más pesadas para la mujer que para el hombre. Hemos visto que las servidumbres de la maternidad se han reducido con el uso —confeso o clandestino— del control de natalidad; pero la práctica no se ha extendido umversalmente, ni se aplica con rigor; dado 30 Los antifeministas también se basan en un equívoco. A veces, ignorando la libertad abstracta, se exaltan con el gran papel concreto que la mujer sometida puede desempeñar en el mundo: ¿qué es lo que quiere? A veces, sin embargo, ignoran que la licencia negativa no abre ninguna posibilidad concreta y reprochan a las mujeres abstractamente liberadas no haber demostrado su valía. 216 que el aborto está oficialmente prohibido, muchas mujeres ponen en peligro su salud con maniobras abortivas sin control, o se ven abrumadas por numerosas maternidades. El cuidado de los hijos y las tareas domésticas están a cargo, de forma prácticamente exclusiva, de la mujer. En Francia, en particular, la tradición antifeminista es tan tenaz que un hombre consideraría una decadencia total su participación en tareas antes reservadas a las mujeres. El resultado es que para la mujer es más difícil conjugar su vida familiar y su papel de trabajadora. En los casos en que la sociedad exige de ella este esfuerzo, su existencia es mucho más penosa que la de su esposo. Consideremos, por ejemplo, la suerte de las agricultoras. En Francia constituyen la mayoría de las mujeres que participan en el trabajo productor, y suelen estar casadas. La soltera suele hacer las veces de criada en la casa paterna o en la de algún hermano o hermana; sólo se convierte en ama de su casa cuando acepta someterse a un marido; las costumbres y las tradiciones le asignan de una región a otra diferentes cometidos: la campesina normanda preside la mesa, mientras que la corsa ni siquiera se sienta en la misma mesa que los hombres; en todo caso, dado que desempeña en la economía doméstica un papel importantísimo, participa en las responsabilidades del hombre, está asociada a sus intereses, comparte con él la propiedad, es respetada y a menudo gobierna efectivamente: su situación recuerda la que ocupaba en las antiguas comunidades agrícolas. En general tiene tanto o más prestigio moral que su marido, pero su condición concreta es mucho más dura. El cuidado del jardín, el corral, los establos, las pocilgas, son su responsabilidad exclusiva; participa en los trabajos importantes: cuidado de los animales, abonado, siembra, arado, escardadura, siega; entrecava, arranca las malas hierbas, cosecha, vendimia, y a veces ayuda a cargar y descargar las carretas de paja, heno, leña y ramillas, bálago, etc. Además, prepara la comida, realiza las tareas domésticas: colada, costura, etc. Asume las duras cargas de la maternidad y del cuidado de los hijos. Se levanta al alba, da de comer a los animales del corral, sirve la primera comida de los hombres, se ocupa de los niños y se va a trabajar al campo, o al bosque, o al huerto, trae el agua de la fuente, sirve la segunda comida, lava los platos, vuelve a trabajar al campo hasta la hora de la cena, tras la última comida ocupa la velada zurciendo, limpiando, desgranando maíz, etc. Como no tiene tiempo para ocuparse de su salud, ni siquiera durante los embarazos, se defor­ 217 ma enseguida, está prematuramente ajada y marchita, comida por las enfermedades. Las escasas compensaciones que encuentra el hombre de vez en cuando le están negadas: él se va a la ciudad los domingos y días de mercado, se reúne con otros hombres, va a los cafés, bebe, juega a las cartas, caza, pesca. Ella se queda en la granja sin ninguna distracción. Sólo las campesinas acomodadas, que cuentan con la ayuda de criadas, o están dispensadas del trabajo del campo, llevan una vida felizmente equilibrada: cuentan con el reconocimiento social y gozan en el hogar de gran autoridad sin que el trabajo las aplaste. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, el trabajo rural reduce a la mujer a la condición de bestia de carga. La comerciante, la patrona que dirige una pequeña empresa, siempre fueron privilegiadas; son las únicas a las que la ley reconoce desde la Edad Media capacidad civil; la tendera, la lechera, la hostelera, la estanquera tienen una posición equivalente a la del hombre; solteras o viudas, constituyen una razón social; casadas, tienen la misma autonomía que sus maridos. Tienen la suerte de que su trabajo se ejerza en el mismo lugar en que se encuentra su hogar y de que normalmente no sea demasiado absorbente. Es muy diferente la situación de la obrera, la empleada, la secretaria, la vendedora, que trabajan fuera del hogar. Les resulta mucho más difícil conciliar su trabajo con las tareas domésticas (compras, preparación de la comida, limpieza, cuidado de la ropa, exigen al menos tres horas y media de trabajo diario y seis horas el domingo; se trata de una cifra considerable, si sumamos las horas de fábrica o de oficina). En cuanto a las profesiones liberales, aunque las abogadas, doctoras, profesoras, cuenten con ayuda doméstica, el hogar y los hijos representan para ellas cargas y preocupaciones que constituyen un verdadero obstáculo. En Estados Unidos, el trabajo del hogar está simplificado por técnicas ingeniosas, pero el porte, la elegancia que se exige de la trabajadora le imponen otra servidumbre; sigue siendo responsable de la casa y los hijos. Por otra parte, la mujer que busca su independencia en el trabajo tiene muchas menos oportunidades que sus competidores masculinos. Su salario es en muchas profesiones inferior al de los hombres; sus tareas están menos especializadas, y por lo tanto, peor pagadas que las de un obrero cualificado; a igualdad de trabajo, su remuneración es menor. Al ser una recién llegada a un universo de varones, tiene menos oportunidades de éxito que ellos. Hombres y mujeres se resisten igualmente a trabajar bajo 218 las órdenes de una mujer; siempre tienen más confianza en un hombre; ser mujer es, si no una tara, al menos una singularidad. Para «triunfar» es útil que una mujer cuente con apoyo masculino. Los hombres ocupan los mejores puestos, los más importantes. Es esencial destacar que hombres y mujeres constituyen económicamente dos castas31. El hecho que condiciona la situación actual de la mujer es la pervivencia obstinada en la civilización nueva que se está creando de tradiciones más antiguas. Es lo que obvian los observadores apresurados que consideran a la mujer inferior a las oportunidades que ahora se le presentan, o que sólo ven en estas oportunidades tentaciones peligrosas. La verdad es que su situación carece de equilibrio, razón por la que resulta muy difícil adaptarse a ella. Se abren para las mujeres las fábricas, las oficinas, las facultades, pero se sigue considerando que para ella el matrimonio es una carrera muy honrosa que la dispensa de cualquier otra participación en la vida colectiva. Como en las civilizaciones primitivas, el acto amoroso es en ella un servicio que tiene derecho a hacerse pagar de forma más o menos directa. Salvo en la URSS32, en todas partes se le permite a la mujer moderna considerar su cuerpo como un capital que puede explotar. La prostitución se tolera33, la galan- 31 En Estados Unidos, las grandes fortunas acaban siempre cayendo en las manos de las mujeres: más jóvenes que sus maridos, les sobreviven y heredan de ellos, pero en ese momento ya son mayores y no suelen tomar la iniciativa de nuevas inversiones; actúan como usufructuarias y no como propietarias. Los hombres disponen en realidad de los capitales. De todas formas, estas ricas privilegiadas sólo son una pequeña minoría. En Estados Unidos, más que en Europa, es prácticamente imposible que una mujer ocupe una posición elevada como abogada, doctora, etc. 32 Al menos según la doctrina oficial. 33 En los países anglosajones, la prostitución nunca ha sido reglamentada. Hasta 1900, la «Common Law» inglesa y estadounidense sólo la consideraba un delito cuando era escandalosa y creaba desórdenes. Desde entonces, la represión se ha ejercido con mayor o menor rigor, con mayor o menor éxito, en Inglaterra y en los diferentes Estados de Estados Unidos, cuyas legislaciones son en este punto muy diversas. En Francia, tras una larga campaña abolicionista, la ley del 13 de abril de 1946 ordenaba el cierre de las casas de citas y el refuerzo de la lucha contra el proxenetismo: «Considerando que la existencia de estas casas es incompatible con los principios esenciales de la dignidad humana y con .el papel que ocupa la mujer en la sociedad moderna...». No por ello se deja de ejercer la prostitución. Evidentemente, con medidas negativas e hipócritas no se conseguirá modificar la situación. 219 tena se estimula. Y la mujer casada tiene autorización para dejarse mantener por su marido; además, disfruta de una dignidad social muy superior a la de la soltera. Las costumbres están muy lejos de concederle a esta última oportunidades sexuales equivalentes a las del varón soltero; en particular, la maternidad le está prácticamente prohibida, pues la madre soltera sigue siendo piedra de escándalo. ¿Cómo no va a conservar todo su valor el mito de Cenicienta?34. Todo empuja a la jovencita a esperar de su «príncipe azul» fortuna y felicidad, en lugar de intentar ella sola una conquista difícil e incierta. En particular, puede esperar acceder gracias a él a una casta superior a la suya, milagro que no podrá lograr con el trabajo de toda su vida. Esta esperanza es nefasta, porque divide sus fuerzas y sus intereses35; esta división puede ser el obstáculo más importante para la mujer. Los padres educan a sus hijas pensando en el matrimonio, en lugar de favorecer su desarrollo personal; ella le encuentra tantas ventajas que lo acaba deseando; el resultado es que es menos frecuente que se especialice, su formación es menos sólida que la de sus hermanos, se implica menos totalmente en su profesión; se condena así a seguir siendo inferior; y se cierra el círculo vicioso: esta inferioridad refuerza su deseo de encontrar un marido. La otra cara de todo beneficio es una carga, pero si la carga es demasiado pesada, el beneficio no pasa de ser una servidumbre; para la mayoría de los trabajadores el trabajo es ahora una labor ingrata: para la mujer no está compensado con una conquista de su dignidad social, de su libertad de costumbres, de su autonomía económica; es natural que numerosas obreras, empleadas, sólo encuentren en el derecho al trabajo una obligación que se sacudirán con el matrimonio. No obstante, al tomar conciencia de sí y de que puede liberarse también del matrimonio por el trabajo, la mujer no acepta tan dócilmente su sumisión. Lo que desearía es que la conciliación de la vida familiar y de una profesión no le exigiera realizar acrobacias agotadoras. Incluso en ese caso, mientras sigan existiendo las tentaciones de la facilidad —por la desigualdad económica que aventaja a algunos individuos y el derecho reconocido a la mujer de venderse a uno de estos privilegiados— necesitará un esfuerzo moral mayor que el varón para elegir el camino de su independen­ 34 Cfr. Philipp Willie, Generation of Vipers. 35 Volveremos a tratar ampliamente este tema en el vol. II. 220 f cia. No se entiende lo suficiente que la tentación es también un obstáculo, en este caso uno de los más peligrosos. Aquí se le suma una falacia, ya que en realidad habrá una ganadora sobre miles en la lotería de la buena boda. La época actual invita a las mujeres, las obliga incluso a trabajar, pero hace relumbrar ante sus ojos paraísos de ociosidad y de delicias; exalta a las elegidas muy por encima de las que siguen atadas a este mundo terrestre. El privilegio económico que disfrutan los hombres, su valor social, el prestigio del matrimonio, la utilidad de un apoyo masculino, todo empuja a las mujeres a desear ardientemente gustar a los hombres. Siguen estando en su conjunto en posición de vasallaje. El resultado es que la mujer se conoce y se elige, no en la medida en que existe para sí, sino tal y como la define el hombre. Tenemos, pues, que describirla primero tal y como la sueñan los hombres, ya que su «ser para los hombres» es uno de los factores esenciales de su condición concreta. 221 TERCERA PARTE Mitos Capítulo primero La historia nos ha mostrado que los hombres siempre tuvieron todos los poderes concretos; desde los primeros tiempos del patriarcado consideraron útil mantener a la mujer en un estado de dependencia; sus leyes se construyeron contra ella; así es como se convirtió concretamente en Alteridad. Esta condición servía a los intereses económicos de los varones, pero también a sus pretensiones ontológicas y morales. En cuanto el sujeto se trata de afirmar, el Otro que lo limita y lo niega pasa a serle necesario: sólo se puede alcanzar a través de esta realidad que no es. Por esta razón, la vida del hombre nunca es plenitud y reposo, es carencia y movimiento, es una lucha. Frente a sí, el hombre tiene a la Naturaleza; tiene medios para actuar sobre ella, trata de apropiársela. Sin embargo, no la puede colmar. O bien sólo se realiza como una oposición puramente abstracta, es obstáculo y permanece ajena, o bien sufre pasivamente el deseo del hombre y se deja asimilar por él; sólo la posee consumiéndola, es decir, destruyéndola. En estos dos casos, está solo; está solo cuando toca una piedra, solo cuando digiere un fruto. Sólo hay presencia del otro si el otro está presente para sí: es decir, la verdadera alteridad es la de una conciencia separada de la mía e idéntica a ella. La existencia de los demás hombres es lo que arranca a cada hombre a su inmanencia y le permite realizar la verdad de su ser, realizarse como trascendencia, como movimiento hacia el objeto, como proyecto. Esta libertad extranjera, que confirma mi libertad, entra también en conflicto con ella: es la tragedia de la conciencia infeliz; cada conciencia pretende afirmarse sola como sujeto soberano. Cada una trata de realizarse reduciendo al otro a la esclavitud. Sin embargo, el es- 225 clavo en el trabajo y el miedo se vive también como esencial y, mediante una inversión dialéctica, el amo aparece como inesencial El drama se puede superar mediante el libre reconocimiento de cada individuo en el otro, de modo que en cada uno exista una afirmación simultánea de sí y del otro, como objeto y como sujeto en un movimiento recíproco. Sin embargo, la amistad, la generosidad que realiza concretamente este reconocimiento de las libertades, no son virtudes fáciles; son con seguridad la realización más alta del hombre; gracias a ellas se encuentra en su verdad, pero esta verdad es la de una lucha que recomienza constantemente, queda abolida constantemente; exige que el hombre se supere en cada instante. Podemos decir también en otro lenguaje que el hombre alcanza una actitud auténticamente moral cuando renuncia a ser para asumir su existencia; mediante esta conversión, renuncia también a toda posesión, pues la posesión es una forma de búsqueda del ser, pero la conversión mediante la cual alcanza la verdadera sabiduría nunca es un hecho, hay que construirla sin cesar, exige una tensión constante. De modo que, incapaz de realizarse en soledad, el hombre en sus relaciones con sus semejantes está siempre en peligro: su vida es una empresa difícil cuyo éxito nunca está garantizado. No le gustan las dificultades, teme al peligro. Aspira contradictoriamente a la vida y al descanso, a la existencia y al ser; sabe bien que «la inquietud del espíritu» es el precio que paga por su desarrollo, que su distancia con el objeto es el precio de su presencia para sí; pero sueña con quietud en la inquietud y con una plenitud opaca en la que sin embargo habite la conciencia. La encamación de este sueño es precisamente la mujer, ella es la intermediaria deseada entre la naturaleza extraña para el hombre y el semejante que le resulta demasiado idéntico1. Ella no le enfrenta ni el silencio hostil de la naturaleza ni la dura exigencia de un reconocimiento recíproco; por un privilegio único, ella es una conciencia, y sin embargo, parece posible poseerla en su carne. Gracias a ella, existe un medio de escapar a la implacable dialéctica 1 «... La mujer no es la repetición inútil del hombre, sino el lugar encantado donde se realiza la alianza viva del hombre y de la naturaleza. Si ella desaparece, los hombres quedan solos, extranjeros sin pasaporte en un mundo glacial. Ella es la tierra misma elevada a la cima de la existencia, la tierra sensible y jubilosa; y sin ella, para el hombre la tierra está muda y muerta», escribe Michel Cairouges («Les pouvoirs de la femme», Cahiers du Sud, núm. 292). 226 del amo y del esclavo que tiene su origen en la reciprocidad de las libertades. Hemos visto que no hubo en un principio mujeres liberadas que hubieran sido sometidas por los varones, y que nunca la división de sexos sirvió de fundamento para una división de castas. Asimilar a la mujer y el esclavo es un error; entre los esclavos hubo mujeres, pero siempre hubo mujeres libres, es decir, revestidas de una dignidad religiosa y social: aceptaban la soberanía del hombre y éste no se sentía amenazado por una rebelión que pudiera transformarlo a su vez en objeto. La mujer aparecía así como lo inesencial que nunca llega a ser esencial, como la Alteridad absoluta, sin reciprocidad. Todos los mitos de la creación expresan esta convicción preciosa para el varón y, entre otros, la leyenda del Génesis, que a través del cristianismo se perpetuó en la civilización occidental. Eva no fue creada al mismo tiempo que el hombre, no fue creada con una sustancia diferente ni con el mismo barro que sirvió para modelar a Adán: nació del costado del primer varón. Su nacimiento mismo no fue autónomo; Dios no eligió espontáneamente crearla con una finalidad en sí y para ser directamente adorado a cambio: la destina al hombre, se la da a Adán para salvarlo de su soledad, tiene en su esposo el principio y el fin; es su complemento en el registro de lo inesencial. Aparece como una presa privilegiada. Es la naturaleza elevada al carácter translúcido de la conciencia, es una conciencia naturalmente sometida. Ésta es la esperanza maravillosa que a menudo el hombre funda en la mujer; espera realizarse como ser al poseer camalmente a un ser, a un tiempo que confirma su libertad a través de una libertad dócil. Ningún hombre aceptaría ser una mujer, pero todos desean que haya mujeres. «Demos gracias a Dios por haber creado a la mujer»; «La Naturaleza es buena pues dio a los hombres la mujer». Én estas frases y en otras similares, el hombre afirma una vez más con una ingenuidad arrogante que su presencia en este mundo es un hecho ineluctable y un derecho; la de la mujer es un simple accidente, aunque un accidente afortunado. Al aparecer como la Alteridad, la mujer aparece al mismo tiempo como una plenitud de ser por oposición a esta existencia cuya nada experimenta el hombre en su interior; al afirmarse la Alteridad como objeto a los ojos del sujeto, se afirma como «en sí», es decir, como ser. En la mujer se encama positivamente la carencia que lo existente lleva en su corazón; al tratar de alcanzarse a través de ella, el hombre espera realizarse. 227 Sin embargo, ella no representa para él la única encamación de la Alteridad, y no siempre tuvo en el transcurso de la historia la misma importancia. Hay momentos en que la eclipsan otros ídolos. Cuando la Sociedad, el Estado, devoran al ciudadano, ya no tiene posibilidad de ocuparse de su destino privado. La espartana, que está consagrada al Estado, tiene una condición superior a la de las otras mujeres griegas. Además, no está transfigurada por ningún sueño masculino. El culto del jefe, ya sea Napoleón, Mussolini, Hitler, excluye cualquier otro culto. En las dictaduras militares, los regímenes totalitarios, la mujer deja de ser un objeto privilegiado. Es comprensible que la mujer haya sido divinizada en un país rico, cuyos ciudadanos no saben muy bien qué sentido dar a sus vidas: es lo que pasa en Estados Unidos. Sin embargo, las ideologías socialistas que exigen la asimilación de todos los seres humanos no aceptan para el futuro y desde el presente que ninguna categoría humana sea objeto o ídolo: en la sociedad auténticamente democrática que anuncia Marx, no queda lugar para el Otro. No obstante, pocos hombres coinciden exactamente con el soldado, el militante que han elegido ser; en la medida en que siguen siendo individuos, la mujer conserva a sus ojos un valor singular. He visto cartas escritas por soldados alemanes a prostitutas francesas que, a pesar del nazismo, están llenas de un sentimentalismo ingenuamente vivo. Escritores comunistas como Aragón en Francia, Vittorini en Italia, dan en sus obras un lugar preponderante a la mujer, amante y madre. Quizá el mito de la mujer se apague algún día: cuanto más se afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la maravillosa calidad de la Alteridad. Sin embargo, de momento sigue existiendo en el corazón de todos los hombres. Todo mito implica un Sujeto que proyecte sus esperanzas y sus temores hacia un cielo trascendente. Las mujeres, que no se afirman como Sujeto, no han creado el mito viril en el que se podrían reflejar sus proyectos; no tienen ni religión ni poesía que les pertenezcan auténticamente: sueñan a través de los sueños de los hombres. Adoran a los dioses fabricados por los hombres. Estos últimos han foijado para su propia exaltación las grandes imágenes viriles: Hércules, Prometeo, Parsifal; en el destino de estos héroes, la mujer sólo tiene un papel secundario. Sin duda, existen imágenes estilizadas del hombre, percibido en sus relaciones con la mujer: el padre, el seductor, el marido, el celoso, el buen hijo, el mal hijo, pero también las han fijado los hombres y no alcan­ 228 zan la dignidad del mito; sólo son clichés. Sin embargo, la mujer se define exclusivamente en su relación con el hombre. La asimetría de estas dos categorías, hombre y mujer, se manifiesta en la constitución unilateral de los mitos sexuales. A veces se dice [en francés] «el sexo» para designar a la mujer: ella es la carne, sus delicias y sus peligros. Que para la mujer el hombre sea sexuado y camal es una verdad que nunca se ha proclamado, porque no hay nadie para proclamarla. La representación del mundo, como el mismo mundo, es una operación de los hombres; lo describen desde su propio punto de vista, que confunden con la verdad absoluta. Siempre es difícil describir un mito; no se deja atrapar ni delimitar; ronda las conciencias sin afirmarse nunca frente a ellas como un objeto definitivo. Es tan ondulante, tan contradictorio; que a primera vista nunca se capta su unidad: Dalila y Judit, Aspasia y Lucrecia, Pandora y Atenea: la mujer es a un tiempo Eva y la Virgen María. Es un ídolo, una criada, la fuente de la vida, una potencia de las tinieblas, es el silencio elemental de la verdad, es artificio, charloteo y mentiras, es la sanadora y la bmja; es la presa del hombre, es su pérdida, es todo lo que no es y desea tener, su negación y su razón de ser. «Ser mujer -—dice Kierkegaard2— es algo tan extraño, tan híbrido, tan complicado, que ningún predicado consigue expresarlo y los múltiples predicados que quisiéramos emplear entrarían en contradicción de tal forma que sólo una mujer lo puede soportar.» Y es porque no se la considera positivamente, como es para sí, sino negativamente, como se le aparece al hombre. Porque aunque hay otras Alteridades además de la mujer, ella siempre se define como la Alteridad. Su ambigüedad es la que tiene la idea misma de Alteridad: es la de la condición humana en la medida en que se define en su relación con el Otro. Ya lo hemos dicho, el Otro es el Mal, pero es necesario para el Bien, se incorpora al Bien; gracias a él accedo al Todo, pero es lo que me separa de él; es la puerta del infinito y la medida de mi finitud. Es la razón por la cual la mujer no encama ningún concepto estereotipado; a través de ella se realiza incesantemente el paso de la esperanza al fracaso, del odio al amor, del bien al mal, del mal al bien. No importa el aspecto bajo el cual la consideremos: lo primero que llama la atención es esta ambivalencia. 2 Estadios en el camino de la vida. 229 El hombre busca en la mujer el Otro como Naturaleza y como su semejante. Conocemos no obstante los sentimientos ambivalentes que inspira la Naturaleza al hombre. Él la explota, pero ella lo aplasta, de ella nace y en ella muere; es la fuente de su ser y el reino que somete a su voluntad; es una ganga material en la que el alma esta presa, y es la realidad suprema; es la contingencia y la Idea, la finitud y la totalidad; es lo que se opone al Espíritu y el Espíritu mismo. Alternativamente aliada y enemiga, aparece como el caos tenebroso del que brota la vida, como la vida misma y como el más allá hacia el que tiende: la mujer resume la naturaleza como Madre, Esposa e Idea. Estas imágenes se confunden y se enfrentan y cada una de ellas presenta un doble rostro. El hombre hunde sus raíces en la Naturaleza; ha sido engendrado como los animales y como las plantas; sabe bien que sólo existe en la medida en que vive. Sin embargo, desde la aparición del patriarcado, la Vida reviste a sus ojos un aspecto doble: es conciencia, voluntad, trascendencia, es espíritu; y es materia, pasividad, inmanencia, es carne. Esquilo, Aristóteles, Hipócrates proclamaron que en la tierra como en el Olimpo es el principio masculino el que realmente crea: de él nacen la forma, el número, el movimiento; gracias a Deméter se multiplican las espigas, pero el origen de la espiga y su verdad están en Zeus; la fecundidad de la mujer sólo se considera una virtud pasiva. Ella es la tierra y el hombre la semilla, ella es el Agua y el hombre el Fuego. La creación se ha visto frecuentemente como una unión del fuego y del agua; de la humedad cálida nacen los seres vivos; el Sol es el esposo del Mar; Sol, fuego, son divinidades masculinas; y el Mar es uno de los símbolos matemos más universales. Inerte, el agua sufre la acción de los rayos flamígeros que la fertilizan. La gleba abierta por el trabajo del labrador también recibe, inmóvil, las semillas en sus surcos. No obstante, su papel es necesario: ella alimenta el germen, lo protege y le da su sustancia. Por esta razón, incluso después de destronar a la Gran Madre, el hombre siguió rindiendo culto a las diosas de la fecundidad3; debe a Cibeles sus cosechas, sus rebaños, su prosperidad. Le debe su propia vida. Exalta el agua como el igual del fuego. «¡Gloria al mar! 3 «Cantaré a la tierra, madre universal de sólidos cimientos, antepasada venerable que alimenta en su suelo todo lo que existe», dice un himno homérico. Esquilo también glorifica a la tierra que «engendra todos los seres, los alimenta y recibe de nuevo el germen fecundo». 230 ¡Gloria a sus aguas envueltas en el fuego sagrado! ¡Gloria a las olas! ¡Gloria al fuego! Gloria a la extraña aventura», escribe Goethe en el segundo Fausto. Venera a la Tierra: «The Matron Clay», como la llama Blake. Un profeta indio aconseja a sus discípulos que no trabajen la tierra porque «es un pecado herirla o cortarla, desgarrar a nuestra madre común con trabajos agrícolas... ¿Tomaré un cuchillo para hundirlo en el seno de mi madre?... ¿Mutilaré su carne para llegar al hueso?... ¿Cómo me atrevo a cortar la cabellera de mi madre?» En el centro de la India, los baija consideran también que es un pecado «desgarrar el seno de su tierra madre con el arado». A la inversa, Esquilo dice de Edipo que «se atrevió a sembrar en el surco sagrado en el que se formó». Sófocles habla de «surcos paternos» y del «labrador, amo de un campo lejano que sólo visita una vez, en época de siembra». La bien amada de una canción egipcia declara: «¡Soy la tierra!» En los textos islámicos se llama a la mujer «campo... vid cargada de uva». San Francisco de Asís, en uno de sus himnos, habla de «nuestra hermana la tierra, nuestra madre, que nos conserva y nos cuida, que produce los frutos más variados con las flores multicolores y con la hierba». Michelet, tomando baños de lodo en Acqui, exclama: «¡Querida madre común! Somos uno. ¡De vos vengo y a vos retomo!...» En algunas épocas se afirma incluso un romanticismo vitalista que desea el triunfo de la Vida sobre el Espíritu: entonces, la mágica fertilidad de la tierra, de la mujer, aparece como más maravillosa que las operaciones concertadas del varón; entonces el hombre sueña con confundirse de nuevo con las tinieblas maternas, para encontrar allí las verdaderas fuentes de su ser. La madre es la raíz hundida en las profundidades del cosmos, que absorbe sus jugos, es la fuente de la que brota el agua viva, que también es leche nutricia, una fuente cálida, un lodo formado con tierra y agua, rico en fuerzas regene­ radoras4. Es más habitual encontrar en el hombre rebeldía ante su condición camal; se considera como un dios depuesto: su maldición es haber caído desde un cielo luminoso y ordenado hasta las tinieblas caóticas del vientre materno. Este fuego, este soplo activo y puro en el que desea reconocerse, lo aprisiona la mujer en el lodo 4 «Literalmente, la mujer es Isis, la naturaleza fecunda. Es el río y el lecho del río, la raíz y la rosa, la tierra y el cerezo, la viña y la uva» (M. Carrouges, artículo citado). 231 de la tierra. Quisiera ser necesario como una pura Idea, como el Uno, el Todo, el Espíritu absoluto; y sin embargo, está encerrado en un cuerpo limitado, en un lugar y un tiempo que no ha elegido, al que no había sido llamado, inútil, inoportuno, absurdo. La contingencia camal que sufre es la de su mismo ser en su desamparo, en su injustificable gratuidad. Ella también lo condena a la muerte. Esta gelatina temblorosa que se elabora en la matriz (la matriz secreta y cerrada como una tumba) recuerda demasiado a la blanda viscosidad de la carroña para no apartarse de ella con un escalofrío. Allá donde se está creando la vida, germinación, fermentación, despierta repugnancia porque sólo se hace deshaciéndose; el embrión viscoso abre el ciclo que termina con la podredumbre de la muerte. Porque le horroriza la gratuidad y la muerte, al hombre le horroriza haber engendrado; quisiera renegar de sus aspectos animales; por su nacimiento, la Naturaleza mortífera tiene poder sobre él. Entre los primitivos, el parto está rodeado de los tabúes más severos; en particular, la placenta debe quemarse cuidadosamente o arrojarse al mar, pues quien se apoderara de ella tendría en sus manos el destino del recién nacido; esta ganga en la que se ha formado el feto es el signo de su dependencia; al aniquilarla, se permite al individuo arrancarse del magma vivo y realizarse como un ser autónomo. La mancha del nacimiento recae sobre la madre. El Levítico y todos los códigos antiguos imponen a la recién parida ritos de purificación; en muchas zonas rurales la ceremonia del fin del puerperio mantiene esta tradición. Es bien conocido el malestar espontáneo, que suele camuflarse con risas, que sienten los niños, las adolescentes, los hombres, ante el vientre de mía mujer embarazada, ante los senos hinchados de un ama de cría. En los museos Dupuytren, los curiosos contemplan los embriones de cera y los fetos en conserva con el interés mórbido que sentirían por la violación de una sepultura. A través de todo el respeto con que la rodea la sociedad, la función de la gestación inspira una repulsión espontánea. Si el niño pequeño, en su primera infancia, sigue atado sensualmente a la carne materna, cuando crece, cuando se socializa y toma conciencia de su existencia individual, esta carne le da miedo; quiere ignorarla y ver sólo en su madre una persona moral; si se empeña en verla pura y casta, no es tanto por celos amorosos como por la negativa a reconocerle un cuerpo. Un adolescente se turba, se pone colorado si, paseando con sus amigos, se encuentra con su madre, sus hermanas, alguna mujer de la familia: es porque su presencia le arrastra 232 hacia las regiones de inmanencia de las que quiere huir. La irritación del muchacho cuando su madre le besa y le abraza tiene el mismo sentido: reniega de la familia, la madre, el seno materno. Quisiera, como Atenea, haber llegado al mundo adulto armado de pies a cabeza, invulnerable5. Haber sido concebido, parido, es la maldición que pesa sobre su destino, la impureza que mancilla su ser. Y es siempre el anuncio de su muerte. El culto a la germinación siempre ha estado asociado al culto de los muertos. La Tierra Madre devora en su seno las osamentas de sus hijos. Son las mujeres —Parcas y Moiras— las que tejen el destino humano; pero ellas también cortan sus hilos. En la mayor parte de las representaciones populares, la Muerte es mujer, y a las mujeres les corresponde llorar a los muertos, porque la muerte es obra suya6. Así, la Mujer Madre tiene im rostro tenebroso: es el caos del que todo ha nacido al que todo volverá algún día; es la Nada. En la Noche se confunden los múltiples aspectos del mundo que revela el día: noche de la mente encerrada en la generalidad y la opacidad de la materia; noche del sueño y de la nada. En el corazón del mar, es de noche: la mujer es el Mare tenebrarum tan temido por los antiguos navegantes; es de noche en las entrañas de la tierra. Esta noche, que amenaza con devorar al hombre, que es la otra cara de la fecundidad, le aterroriza. Él aspira al cielo, a la luz, a las cimas soleadas, al frío puro y cristalino del azul; y a sus pies se abre un abismo húmedo, cálido, oscuro, preparado para engullirlo; muchas leyendas nos muestran al héroe que se pierde para siempre cayendo en las tinieblas maternas: caverna, abismo, infierno. Aquí tenemos de nuevo la ambivalencia: si la germinación siempre se ha asociado a la muerte, también a la fecundidad. La muerte detestada aparece como un nuevo nacimiento y así queda bendecida. El héroe muerto resucita, como Osiris, cada primavera y se regenera con un nuevo nacimiento. La esperanza suprema 5 Véase un poco más adelante nuestro estudio sobre Montherlant, que encama esta actitud de forma ejemplar. 6 Deméter es el tipo de la mater dolorosa. Otras diosas — Ishtar, Artemisa— son cmeles. Kali lleva en la mano un cráneo lleno de sangre. «Las cabezas de tus hijos recién matados cuelgan de tu cuello como un collar... Tu forma es herniosa, como las nubes lluviosas, tus pies están manchados de sangre», le dice un poeta hindú. 233 del hombre, dice Jung7, «es que las aguas sombrías de la muerte se conviertan en aguas de la vida, que la muerte y su frío abrazo sean el regazo materno, igual que el mar, aunque devora el sol, le vuelve a dar vida desde sus profundidades». Es un tema común a numerosas mitologías: la sepultura del dios sol en el seno del mar y su reaparición deslumbrante. El hombre quiere vivir, pero al mismo tiempo aspira al descanso, al sueño, a la nada. No desea ser inmortal, y así puede aprender a amar a la muerte. «La materia inorgánica es el seno materno —escribe Nietzsche— .Liberarse de la vida es volver a ser verdadero, es perfeccionarse. El que lo comprenda considerará como una fiesta volver al polvo insensible.» Chaucer pone esta plegaria en boca de un anciano que no puede morir: Con mi bastón, noche y día llamo a la tierra, puerta de mi madre, y le digo: M adre querida, déjame entrar. El hombre quiere afirmar su existencia singular y descansar orgullosamente en su «diferencia esencial», pero también desea romper las barreras del yo, confundirse con el agua, la tierra, la noche, con la Nada, con el Todo. La mujer que condena al hombre a la finitud le permite también superar sus propios límites, quedando por ello revestida de una magia equívoca. En todas las civilizaciones, e incluso en nuestros días, inspira horror al hombre: es el horror de su propia contingencia camal, que proyecta sobre ella. La adolescente todavía impúber no supone una amenaza, no es objeto de ningún tabú y no posee ningún carácter sagrado. En muchas sociedades primitivas, su sexo mismo aparece como inocente: están permitidosjuegos eróticos entre niños y niñas desde la infancia. En el momento en que pasa a ser capaz de engendrar, la mujer se vuelve impura. A menudo se han descrito los severos tabúes que en las sociedades primitivas rodean a la muchacha en el día de su primera menstruación; incluso en Egipto, donde la mujer es tratada con notables miramientos, está confinada durante todo el tiempo que dura su regla8. A me­ 7 Transformaciones y símbolos de la libido. 8 La diferencia entre las creencias místicas y míticas y las convicciones vividas por los individuos es por otra parte evidente en el hecho siguiente: LéviStrauss señala que «los adolescentes nimebago visitan a su amante aprovechando el secreto al que la condena el aislamiento prescrito mientras dura su mens­ truación». 234 nudo queda expuesta sobre el tejado de una casa, o relegada en una cabaña situada fuera de los límites del pueblo, no se la puede mirar, ni tocar: ni siquiera ella misma se debe rozar con su mano; en los pueblos en los que el despioje es una práctica cotidiana, se le entrega un bastoncillo con el que se puede rascar; no debe tocar con sus dedos los alimentos; a veces tiene radicalmente prohibido comer; en otros casos, su madre y su hermana están autorizadas para alimentarla con un instrumento, pero todos los objetos que entran en contacto con ella durante este periodo deben quemarse. Una vez pasada esta primera prueba, los tabúes menstruales son un poco menos severos, pero siguen siendo rigurosos. En el Levítico, en particular, se lee: «La mujer que tiene su flujo, flujo de sangre en su carne, estará siete días en su impureza. Quien la tocare será impuro hasta la tarde. Aquello sobre lo que durmiere o se sentare durante su impureza será impuro, y quien tocare su lecho lavará sus vestidos, se bañará en agua y será impuro hasta la tarde.» Este texto es exactamente simétrico del que trata la impureza producida en el hombre por la gonorrea. El sacrificio purificador es idéntico en ambos casos. Una vez purificada del flujo, hay que contar siete días y traer dos tórtolas o dos palomas al sacerdote, que se las ofrecerá en sacrificio a Yavé. Es curioso que en las sociedades matriarcales, las virtudes de la menstruación sean ambivalentes. Por una parte, paraliza las actividades sociales, destruye la fuerza vital, agosta las flores, hace caer los frutos; pero también tiene efectos benéficos: se utiliza en filtros amorosos, en remedios destinados a curar los cortes y las magulladuras. Incluso ahora hay indios que, cuando salen a luchar contra los monstruos fantasmagóricos que rondan por sus ríos, colocan en la proa del barco un tampón de fibras impregnado con sangre menstrual: sus emanaciones son nefastas para los enemigos sobrenaturales. Las jovencitas en algunas ciudades griegas llevaban en homenaje al templo de Astarté la compresa manchada con su primera sangre. Desde la llegada del patriarcado, ya sólo le quedan poderes nefastos al licor turbio que mana del sexo femenino. Plinio dice en su Historia natural: «La mujer que menstrua agosta la cosecha, devasta los jardines, mata las semillas, hace caer los frutos, mata a las abejas, y si toca el vino, lo convierte en vinagre, la leche se agria...» Un antiguo poeta inglés expresa el mismo sentimiento cuando escribe: 235 Oh! menstruating woman, thou’st a fiend From whom all nature should be screened! («Oh, mujer, tu flujo menstrual es una plaga de la que habría que proteger a toda la naturaleza.») Estas creencias han perdurado hasta nuestros días con mucha fuerza. En 1878, un miembro de la Asociación Médica Británica envió una comunicación al British Medical Journal en el que declaraba que: «Es un hecho indudable que la carne se corrompe cuando la tocan mujeres con la regla»; dice conocer personalmente dos casos en los que se estropearon unos jamones por esta circunstancia. A principios de siglo, en las refinerías del norte, un reglamento prohibía a las mujeres entrar en la fábrica cuando estaban aquejadas por lo que los anglosajones llaman «the curse», la «maldición»: porque entonces el azúcar se ennegrecía. En Saigón no trabajan mujeres en las fábricas de opio: por efecto de su regla, el opio se estropea y se vuelve amargo. Estas creencias perviven en muchas zonas rurales francesas. Cualquier cocinera sabe perfectamente que una mujer indispuesta no puede ligar una mayonesa, ni es posible a veces hacerlo en su presencia. En Anjou, recientemente, un viejo jardinero que había almacenado la cosecha de sidra del año, escribió al propietario: «Hay que pedir a las damas de la casa y a las invitadas que no entren en la bodega en determinados días del mes: impedirían que la sidra fermentara.» Al leer la carta, la cocinera se encogió de hombros: «Eso nunca impidió que la sidra fermentara —dijo— sólo es malo para el tocino: no se puede salar tocino delante de una mujer indispuesta, pues se pudriría»9. Sería muy insuficiente asimilar estas repugnancias a las que suscita en general la sangre: la sangre es en sí un elemento sagrado, imbuido más que cualquier otro del mana misterioso que es a 9 Un médico del departamento de Cher me informó de que en la región en la que vive el acceso a las champiñoneras está prohibido a las mujeres en las mismas circunstancias. Se sigue discutiendo si estos prejuicios tienen algún fundamento. El único hecho que indica en su favor el doctor Binet es una observación de Schink (citada por Vigne). Schink dice haber visto unas flores agostarse entre las manos de una criada indispuesta; los pasteles con levadura fabricados por esta mujer sólo subieron tres centímetros, en lugar de los cinco centímetros que subían normalmente. De todas formas, son hechos muy pobres y no demasiado probados, si tenemos en cuenta la importancia y la universalidad de las creencias, cuyo origen es evidentemente místico. 236 un tiempo vida y muerte, pero los poderes maléficos de la sangre menstrual son mucho más singulares. Encama la esencia de la feminidad. Por esta razón, su flujo pone en peligro a la propia mujer, cuyo mana se materializa de esta forma. Durante la iniciación de las chago, se exhorta a las adolescentes a ocultar cuidadosamente su sangre menstrual: No se la muestres a tu madre, pues moriría. N o se la m uestres a tus compañeras, pues una malvada, puede apoderarse del paño con el que te has secado y tu matrimonio será estéril. N o se lo muestres a una m ujer malvada, que tomará el paño para colocarlo encima de su cabaña... y no podrás tener hijos. N o lo arrojes al sendero o a la maleza. Cualquier malvado podría hacer cosas malas con él. Entiérralo. Ocúltalo a los ojos de tu padre, de tus herm anos y herm anas. Si dejas que lo vean, es un pecado10. Entre los aleutianos, si el padre ve a su hija mientras tiene su primera regla, ella se puede quedar ciega o muda. Se piensa que durante este tiempo la mujer está poseída por un espíritu y cargada con una fuerza peligrosa. Algunos primitivos creen que el flujo está provocado por la mordedura de una serpiente, pues la mujer tiene con la serpiente o el lagarto afinidades inconfesables: tiene algo del veneno del animal reptante. El Levítieo asimila el flujo menstrual a la gonorrea; el sexo femenino sangrante no es sólo una herida, sino una llaga sospechosa. Y Vigny asocia la noción de mancilla y la de enfermedad cuando escribe: «La mujer, niño enfermo y doce veces impura.» Fruto de turbias alquimias interiores, la hemorragia periódica que padece la mujer se acompasa extrañamente con el ciclo de la luna: la luna también tiene caprichos peligrosos11. La mujer forma parte del engranaje temible que gobierna el curso de los planetas y del sol, es presa de 10 Citado por C. Lévi-Strauss: Las estructuras elementales delparentesco. 11 La luna es fuente de fertilidad; aparece como «señora de las mujeres»; se suele creer que en forma de hombre o de serpiente se aparea con las mujeres. La serpiente es una epifanía de la luna; muda y se regenera, es inmortal, es una fuerza que distribuye fecundidad, y ciencia. Es el guardián de las fuentes sagradas, del árbol de la vida, del Manantial de la Juventud, etc. También es quien arrebató al hombre la inmortalidad. Se dice que se aparea con las mujeres. Las tradiciones persas y también las de medios rabínicos pretenden que la menstruación se debe a las relaciones de la primera mujer con la serpiente. 237 fuerzas cósmicas que regulan el destino de las estrellas, de las mareas y cuyas radiaciones inquietantes sufren los hombres. Sobre todo, lo más curioso es que la acción de la sangre menstrual esté relacionada con ideas de crema que se agria, de mayonesa que se corta, de fermentación, de descomposición; se suele decir que también puede provocar la ruptura de objetos frágiles, hacer saltar las cuerdas de los violines y arpas; pero sobre todo tiene influencia sobre las sustancias orgánicas, a mitad de camino entre la materia y la vida; y no es tanto por ser sangre como por emanar de los órganos genitales; sin ni siquiera conocer su función exacta, se sabe que está relacionada con la germinación de la vida: incluso ignorando la existencia del ovario, los antiguos veían en el flujo menstrual un complemento del esperma. En realidad, lo que convierte a la mujer en impura no es la sangre; esta última es más bien manifestación de su impureza; aparece en el momento en que la mujer puede ser fecundada; cuando desaparece en general vuelve a ser estéril; brota del vientre donde se elabora el feto. A través de ella se expresa el horror que provoca en el hombre la fecundidad femenina. Entre los tabúes relativos a la mujer en estado de impureza no hay ninguno tan riguroso como la prohibición de tener comercio sexual con ella. El Levítico condena a siete días de impureza al hombre que transgrede esta ley. Las Leyes de Manu son más severas: «La sabiduría, la energía, la fuerza, la vitalidad de un hombre que se acerca a una mujer impura por secreciones menstruales perecen definitivamente.» Los penitentes ordenaban cincuenta días de penitencia a los hombres que habían tenido relaciones sexuales durante la menstruación. Dado que el principio femenino se considera en el grado máximo de su fuerza, se teme que en un contacto íntimo pueda vencer al principio masculino. De forma más imprecisa, el hombre se resiste a encontrar en la mujer poseída la temida esencia de la madre; se afana en disociar estos dos aspectos de la feminidad: por esta razón, la prohibición del incesto en forma de exogamia, o en formas más modernas, es una ley universal; por esta razón el hombre se aleja sexualmente de la mujer en los momentos en que está más inmersa en su papel reproductor: durante el periodo, cuando está embarazada, cuando está dando de mamar. El complejo de Edipo —cuya descripción habría que revisar, por otra parte— no contradice esta actitud, sino que la implica. El hombre se defiende de la mujer en la medida en que es fuente confusa del mundo y turbio devenir orgánico. 238 No obstante, también bajo este aspecto permite a la sociedad que se ha apartado del cosmos y de los dioses entrar en comunicación con ellos. Es garante, incluso en nuestros días, entre los beduinos, los iraqueses, de la fecundidad de los campos; en la Grecia antigua escucha las voces subterráneas, capta el lenguaje del viento y de los árboles: es Pitonisa, Sibila, profetisa; los muertos y los dioses hablan por su boca. Ha conservado hasta nuestros días estos poderes adivinatorios: es médium, quiromántica, echadora de cartas, vidente, inspirada; escucha voces, tiene apariciones. Cuando los hombres experimentan la necesidad de hundirse de nuevo en el seno de la vida vegetal y animal —como Anteo que tocaba la tierra para recobrar las fuerzas— apelan a la mujer. Bajo las civilizaciones racionalistas de Grecia y Roma subyacen los cultos ctónicos. Se despliegan en general al margen de la vida religiosa oficial; acaban incluso, como en Eleusis, adoptando la forma de misterios: su sentido es inverso al de los cultos solares, en los que el hombre afirma su voluntad de separación y de espiritualidad, pero son su complemento; el hombre trata de librarse de la soledad mediante el éxtasis: tal es el objetivo de los misterios, de las orgías, de las bacanales. En el mundo reconquistado por los varones, un dios masculino, Dionisos, ha usurpado las virtudes mágicas y salvajes de Ishtar, de Astarté, pero alrededor de su imagen se siguen afanando mujeres: Ménades, Tiades, Bacantes empujan al hombre a la embriaguez religiosa, a la locura sagrada. El papel de la prostitución sagrada es similar: se trata de desencadenar y de canalizar las potencias de la fecundidad. Incluso en nuestros días, las fiestas populares se caracterizan por explosiones de erotismo; la mujer no aparece simplemente como un objeto de placer, sino como un medio de alcanzar ese hybris en la que el individuo se supera. «Lo trágico, lo perdido que un ser posee en el fondo de sí mismo, la ‘maravilla cegadora’, sólo se puede encontrar en una cama», escribe G. Bataille. En el desenfreno erótico, el hombre al abrazar a su amante trata de perderse en el misterio infinito de la carne. Pero hemos visto que, por el contrario, su sexualidad normal disocia a la Madre de la Esposa. Siente repugnancia por las alquimias misteriosas de la vida, al tiempo que su propia vida se alimenta y se fascina con los frutos sabrosos de la tierra; desea apoderarse de ellos; desea a Venus, recién salida de las aguas. En el patriarcado, la mujer se descubre ante todo como esposa, ya que el creador supremo es varón. Antes de ser la madre del género humano, Eva es 239 la compañera de Adán; le ha sido dada al hombre para que la posea y fecunde, como posee y fecunda el suelo; a través de ella, convierte toda la naturaleza en su reino. Lo que busca el hombre en el acto sexual no es sólo un placer subjetivo y efímero. Quiere conquistar, tomar, poseer; tener una mujer es vencerla; penetra en ella como el arado en el surco; la hace suya como hace suya la tierra que trabaja; ara, planta, siembra: estas imágenes son tan viejas como la escritura; desde la Antigüedad hasta nuestros días, podríamos citar mil ejemplos de este tipo: «La mujer es como el campo y el hombre como la semilla», dice las leyes de Manu. En un dibujo de André Masson vemos a un hombre con una pala en la mano que escarda el jardín de un sexo femenino12. La mujer es la presa de su esposo, su bien. La oscilación del hombre entre el miedo y el deseo, entre el temor de caer en manos de fuerzas incontrolables y la voluntad de captarlas, se refleja de forma especialmente sugestiva en los mitos de la Virginidad. Temida por el varón, o también deseada e incluso exigida, aparece como la forma más perfecta del misterio femenino; es, pues, su aspecto más inquietante y más fascinante al mismo tiempo. En función de que el hombre se sienta aplastado por las potencias que lo rodean, o que se crea orgullosamente capaz de hacerlas suyas, rechaza o exige que su esposa se entregue virgen. En las sociedades más primitivas, en las que se exalta el poder de la mujer, el miedo toma la delantera; conviene que la mujer haya sido desflorada antes de la noche de bodas. Marco Polo afirmaba de los tibetanos que «ninguno de ellos querría como esposa una mujer virgen». A veces se ha explicado este rechazo de forma racional: el hombre no quiere una esposa que no haya despertado ya los deseos masculinos. El geógrafo árabe El Bekri, hablando de los eslavos, cuenta que «si un hombre se casa y se da cuenta de que su mujer es virgen, le dice: ‘si valieras algo, los hombres te habrían amado y alguno hubiera tomado tu virginidad.5Luego la expulsa y la repudia.» Se piensa incluso que algunos primitivos sólo aceptan casarse con una mujer que ya ha sido madre, lo que demostraría su fecundidad. Los verdaderos motivos de estas costumbres tan extendidas de la desfloración son místicos. Algunos pueblos imaginan que en la vagina hay una ser- 12 Rabelais llama al sexo masculino el «labrador de la naturaleza». Hemos visto el origen religioso e histórico de la asimilación falo-arado, mujer-surco. 240 píente que podría morder al esposo en el momento de la ruptura del himen; se conceden poderes terroríficos a la sangre virginal, asimilable a la sangre menstrual y capaz también de aniquilar el vigor del hombre. A través de estas imágenes, se expresa la idea de que el principio femenino tiene más fuerza, contiene más amenazas, en la medida en que está intacto13. Hay casos en los que la cuestión de la desfloración ni siquiera se plantea; por ejemplo, entre los indígenas descritos por Malinowski, pues losjuegos sexuales están permitidos desde la infancia, con lo que las niñas nunca son vírgenes. A veces, la madre, la hermana mayor o alguna matrona desfloran sistemáticamente a las niñas y a lo largo de toda su adolescencia ensanchan el orificio vaginal. A veces la desfloración tiene lugar en el momento de la pubertad y se ocupan de ella mujeres con la ayuda de un palo, un hueso, una piedra, y se considera como una mera operación quirúrgica. En otras tribus, la niña se somete, cuando llega a la pubertad, a una iniciación salvaje: los hombres la arrastran fuera del pueblo y la desfloran con instrumentos o violándola. Uno de los ritos más frecuentes es el que consiste en entregar a las vírgenes a extranjeros de paso, quizá porque se piense que no son alérgicos a ese mana, únicamente peligroso para los varones de la tribu, o porque no se dé importancia a los males que pueden caer sobre ellos. Es mucho más frecuente que el sacerdote, o el médico de la tribu, o el cacique, el jefe de la tribu, desvirgue a la novia en la noche anterior a la boda; en la costa de Malabar, los brahmanes se encargan de esta operación, que al parecer realizan sin placer, y por la que exigen un salario considerable. Es sabido que todos los objetos sagrados son peligrosos para el profano, pero los individuos consagrados los pueden manejar sin riesgo; así es comprensible que los sacerdotes y jefes sean capaces de dominar las fuerzas maléficas de las que el esposo se debe proteger. En Roma, de estas costumbres sólo quedaba una ceremonia simbólica: se sentaba a la novia sobre el falo de un Príapo de piedra, lo que tenía dos objetivos: aumentar su fecundidad y absorber los fluidos demasiado peligrosos, y por ende nefastos, con los que estaba cargada. El marido se defiende de otra forma: desflora él mismo a la virgen, pero durante ceremonias que lo hacen, en ese momento crítico, invulnerable; por 13 De ahí viene el poder que se atribuye en los combates a la virgen: las Valquinas, la Doncella de Orleans, por ejemplo. 241 ejemplo, opera en presencia de todo el pueblo con ayuda de un palo o de un hueso. En Samoa utiliza su dedo previamente envuelto en un lienzo blanco cuyos fragmentos manchados de sangre reparte entre los asistentes. En otros casos está autorizado a desflorar normalmente a su mujer, pero no debe eyacular antes de que pasen tres días, para que la semilla generadora no se mancille con la sangre del himen. Con una inversión clásica en el terreno de las cosas sagradas, la sangre virginal se convierte en las sociedades menos primitivas en un símbolo propicio. En Francia sigue habiendo pueblos en los que, en la mañana siguiente a la boda, se exhibe ante parientes y amigos la sábana ensangrentada. Es porque en el régimen patriarcal el hombre se ha convertido en propietario de su mujer; las mismas virtudes que asustan entre los animales, o los elementos incontrolados, se convierten en cualidades preciosas para el propietario que los ha sabido domar. De la fuerza del caballo salvaje, de la violencia del rayo y las cataratas, el hombre toma los instrumentos de su prosperidad. También quiere apropiarse de la mujer con toda su riqueza intacta. Con segundad, existen motivos racionales en la consigna de virtud impuesta a lajovencita: la castidad de la esposa, la inocencia de la novia es necesaria para que el padre no corra ningún riesgo de legar sus bienes a un hijo ajeno. Sin embargo, la virginidad de la mujer se exige de una forma más inmediata cuando el hombre considera a la esposa su propiedad personal. En primer lugar, siempre es imposible hacer realidad positivamente la idea de posesión —en realidad, nunca poseemos nada ni a nadie—, por lo que tratamos de hacerlo de una forma negativa; la forma más segura de afirmar que un bien es mío es impedir que otros lo utilicen. Además, nada parece al hombre más deseable que lo que nunca perteneció a ningún otro ser humano: entonces la conquista se aparece como un acontecimiento único y absoluto. Las tierras vírgenes siempre fascinaron a los exploradores; hay alpinistas que se matan todos los años por haber querido violar una montaña intacta o incluso por haber tratado de abrir en su flanco una nueva vía; hay curiosos que arriesgan su vida para descender bajo tierra al fondo de grutas que nadie holló. Un objeto que los hombres han sometido ya se convierte en un instrumento; aislado de sus vínculos naturales, pierde sus virtudes más profundas: hay más promesas en el agua indómita de los torrentes que en la de los manantiales públicos. Un cuerpo virgen tiene la frescura de las fuentes secretas, el terciopelo mati­ 242 nal de una corola cerrada, el oriente de la perla que el sol nunca acarició. Gruta, templo, santuario, jardín secreto: como el niño, el hombre está fascinado por los lugares umbríos y cerrados que ninguna conciencia animó jamás, que esperan que les preste un alma: lo que sólo él puede atrapar y penetrar, es como si lo creara en realidad. Además, uno de los fines que persigue todo deseo es consumir el objeto deseado, lo que implica su destrucción. Al romper el temen, el hombre posee el cuerpo femenino más íntimamente que con una penetración que lo deje intacto; en esta operación irreversible, lo convierte de forma inequívoca én un objeto pasivo, afirma su poder sobre él. Este sentido se expresa con mucha exactitud en la leyenda del caballero que abre un camino difícil entre los arbustos espinosos para cortar una rosa cuyo aroma nadie aspiró; no sólo la descubre, sino que quiebra su tallo, y así es como la conquista. La imagen es tan clara que en lenguaje popular «tomar la flor» de una mujer significa destruir su virginidad y esta expresión ha dado origen a la palabra «des­ floración». La virginidad sólo tiene esta atracción erótica si va unida a la juventud; en caso contrario el misterio vuelve a ser inquietante. Muchos hombres en nuestros días experimentan repulsión sexual ante las vírgenes demasiado prolongadas; no sólo por razones psicológicas se mira a las «solteronas» como matronas agrias y malvadas. La maldición está en su carne misma, carne que no es objeto para ningún sujeto, que ningún deseo ha hecho deseable, que se ha desarrollado y agostado sin encontrar un lugar en el mundo de los hombres; desviada de su destino, se convierte en un objeto barroco que inquieta, como inquieta el pensamiento imposible de comunicar de un loco. De una mujer de cuarenta años, todavía hermosa, pero presuntamente virgen, he oído decir a un hombre groseramente: «Ahí dentro estará todo lleno de telarañas...» Efectivamente, los sótanos y los desvanes donde nadie entra, que no sirven para nada, se llenan de un misterio indecoroso; los fantasmas los rondan a menudo; abandonadas por la humanidad, las casas son presa de los espíritus. A menos que la virginidad femenina se consagre a un dios, se suele creer que implica un ayuntamiento con el demonio. Las vírgenes no dominadas por el hombre, las solteronas que se escapan de su poder, tienen más posibilidades de ser tomadas por brujas, porque como la suerte de la mujer es estar consagrada a otro, si no está bajo el yugo del hombre, es porque está dispuesta a aceptar el del diablo. 243 Exorcizada por los ritos de la desfloración o purificada por su virginidad, la esposa puede resultar una presa deseable. Al abrazarla, el amante desea poseer todas las riquezas de la vida. Ella es toda la fauna, toda la flora terrestre: gacela, cierva, lirios y rosas, melocotón aterciopelado, frambuesa perfumada, es piedra preciosa, nácar, ágata, perla, seda, azul del cielo, frescura de los manantiales, aire, llama, tierra y agua. Todos los poetas de Oriente y de Occidente han transformado el cuerpo de la mujer en flores, en frutos, en aves. A través de la Antigüedad, la Edad Media y la época moderna, podríamos citar una antología densísima. Conocemos bien el Cantar de los Cantares, donde el esposo dice a la esposa: Son palom as tus ojos... Son tus cabellos rebañito de cabras... Son tus dientes cual rebaño de ovejas de esquila... Son tus mejillas mitades de granada... Tus dos pechos son dos mellizos de gacela... Leche y miel bañan tu lengua... En Arcane 17, André Bretón incluye este cántico eterno: M elusina en el instante del segundo grito: brota de sus caderas sin globo, su vientre es toda la cosecha de agosto, su torso se yergue como fuegos artificiales, desde su talle juncal, moldeado sobre dos alas de golondrina, sus senos son arm iños atrapados en su propio grito, cegadores a fuerza de aclararse con el carbón ardiente de su boca encendida. Y sus brazos son el alm a de los riachuelos que cantan y aroman... El hombre encuentra en la mujer las estrellas brillantes y la lima soñadora, la luz del sol, la sombra de las cuevas; las flores silvestres de los arbustos, la rosa orgullosa de los jardines, son también mujeres. Ninfas, dríadas, sirenas, ondinas, hadas, corren por los campos, los bosques, los lagos, los mares, las landas. No hay nada más anclado en el corazón de los hombres que este animismo. Para el marino, la mar es una mujer peligrosa, pérfida, difícil de conquistar, pero tiernamente amada a través de su esfuerzo para domeñarla. Orgullosa, rebelde, virginal y malvada, la montaña es mujer para el alpinista, que quiere violarla arriesgando su vida. Se suele decir que estas comparaciones manifiestan una sublimación sexual; más bien expresan entre la mujer y los 244 elementos una afinidad tan originaria como la sexualidad misma. El hombre espera de la posesión de la mujer algo más que la satisfacción de un instinto; ella es el objeto privilegiado a través del cual somete a la Naturaleza. Puede ser que otros objetos tengan el mismo papel. A veces el hombre busca la arena de las playas, el terciopelo de las noches, el olor de la madreselva en un cuerpo de muchacho, pero la penetración sexual no es la única forma de hacer realidad una apropiación camal de la tierra. En su novela A un dios desconocido ¡Jo a God Unknown], Steinbeck presenta a un hombre que ha elegido como mediadora entre él y la naturaleza a una roca musgosa; en La Gata [La Chatte], Colette describe a un joven marido que ha puesto su amor en su gata favorita, porque a través de este animal salvaje y dulce tiene sobre el universo sensual un poder que el cuerpo humano de su compañera no consigue darle. En el mar, en la montaña, el Otro puede encamarse tan bien como en la mujer, pues presentan ante el hombre la misma resistencia pasiva e imprevista que le permite realizarse; son un rechazo que hay que vencer, una presa que hay que poseer. Si el mar y la montaña son mujeres, es porque la mujer es también para el amante el mar y la montaña14. No le es dada a todas las mujeres indistintamente la posibilidad de servir de mediadora entre el hombre y el mundo; el hombre no se contenta con encontrar en su compañera órganos sexua­ 14 La frase de Samivel citada por Bachelard (La tierra y los ensueños de la voluntad) es significativa: «Estas montañas tumbadas en círculo a mi alrededor, dejé poco a poco de considerarlas como enemigas que hay que combatir, hembras que hay que pisotear o trofeos que hay que conquistar, con el fin de darme a mí mismo y dar a los demás un testimonio de mi propio valor.» La ambivalencia montaña-mujer se establece a través de la idea «enemigo que hay que combatir», «trofeo», «testimonio» de poder. Esta reciprocidad se manifiesta, por ejemplo, en estos dos poemas de Senghor: ¡Mujer desnuda, mujer obscura! Fruta madura de carne prieta, sombríos éxtasis del vino negro, boca que hace lírica mi boca. Sabana de horizontes puros, sabana que se estremece ante las caricias fervientes del Viento del Este. Y: ¡Oho! Congo tumbado en lecho.de selva, reina sobre el África domada. Que los falos de los montes lleven bien alto tu estandarte Pues eres mujer por mi cabeza, por mi lengua, pues eres mujer por mi vientre. 245 les complementarios de los suyos. Tiene que encamar además el florecimiento maravilloso de la vida, y al mismo tiempo, ocultar sus turbios misterios. Se le pide ante todo juventud y salud, porque al estrechar entre sus brazos una cosa viva, el hombre sólo puede dejarse llevar si olvida que toda la vida está habitada por la muerte. Y desea mucho más: que la amada sea bella. El ideal de belleza femenina es variable, pero algunas de sus exigencias son constantes; por ejemplo, ya que la mujer está destinada a ser poseída, su cuerpo tiene que ofrecer las cualidades inertes y pasivas de un objeto. La belleza viril es la adaptación del cuerpo a funciones activas, es fuerza, agilidad, flexibilidad, es la manifestación de una trascendencia que anima una carne que nunca debe caer sobre sí misma. El ideal femenino sólo es simétrico en sociedades como Esparta, la Italia fascista, la Alemania nazi, que destinaban la mujer al Estado y no al individuo, que la consideraban exclusivamente como madre y no dejaban ningún resquicio al erotismo. Cuando la mujer se entrega al varón como un bien suyo, lo que él reclama es que en ella la carne está presente en su facticidad pura. Su cuerpo no se percibe como el irradiar de una subjetividad, sino como una cosa abotargada en su inmanencia; este cuerpo no debe remitir al resto del mundo; no debe ser promesa de nada más que de él mismo: tiene que ser un dique para el deseo. La forma más ingenua de esta exigencia es el ideal hotentote de la Venus esteatopigia, pues las nalgas son la parte del cuerpo menos inervada, en la que la carne aparece como un elemento sin destino. La preferencia de los orientales por las mujeres rollizas es del mismo tipo; les gusta el lujo absurdo de esta proliferación adiposa que no está animada por ningún proyecto, que no tiene más sentido que el de estar ahí15. Incluso en las civilizaciones de una sensibilidad más sutil, en las que aparecen las nociones de forma y de armonía, los senos y las nalgas siguen siendo objetos privilegiados a causa de su gratuidad, de la contingencia de su desarrollo. Las 15 «Los hotentotes,. en los que la esteatopigia no está tan desarrollada ni es tan constante como entre las mujeres bosquimanas, consideran esta conformación com o estética y masajean las nalgas de sus hijas desde la infancia para desarrollarlas. Además el engorde artificial de las mujeres, verdadero cebado cuyos dos procedimientos esenciales son la inmovilidad y la ingestión abundante de alimentos adecuados, en particular leche, aparece en distintas regiones de África. Lo practican todavía los árabes e israelíes acomodados de la ciudad en Argelia, Túnez y Marruecos» (Luquet, Journal de Psychologie, 1934, «Les Vénus des cavemes»). 246 costumbres, las modas se aplican a menudo a apartar el cuerpo femenino de su trascendencia: la china de pies vendados apenas puede caminar, las garras pintadas de la estrella de Hollywood la privan de sus manos, los tacones altos, los corsés, los miriñaques, los verdugados, las crinolinas, no estaban tan destinados a hacer más esbelto el cuerpo femenino como a aumentar su impotencia. Cargada de grasa, o por el contrario, tan diáfana que le está vedado cualquier esfuerzo, paralizada por ropas incómodas y por los ritos del decoro, se le presenta al hombre como su cosa. El maquillaje, las joyas, también sirven para petrificar el cuerpo y el rostro. La fruición de los adornos es muy compleja; tiene entre los primitivos un carácter sagrado, pero su cometido más habitual es perfeccionar la metamorfosis de la mujer en ídolo. ídolo equívoco: el hombre la desea camal, su belleza participará de la de las flores y los frutos, pero también debe ser lisa, dura, eterna como un guijarro. La función del adorno es hacerla participar más íntimamente de la naturaleza y a un tiempo arrancarla de ella, es prestar a la vida palpitante la necesidad estática del artificio. La mujer se convierte en planta, pantera, diamante, nácar, mezclando su cuerpo con flores, pieles, pedrerías, conchas, plumas; se perfuma para exhalar un aroma como la rosa y el lirio: pero plumas, seda, perlas y perfumes también sirven para enmascarar la cmdeza animal de su came, de su olor. Se pinta la boca, las mejillas para darles la solidez inmóvil de una máscara; su mirada queda atrapada entre las capas de kohl y de rimmel, sólo es el adorno acariciador de sus ojos; trenzados, rizados, esculpidos, sus cabellos pierden el inquietante misterio vegetal. En la mujer adornada, la Naturaleza está presente, pero cautiva, modelada por una voluntad humana de acuerdo con los deseos del hombre. Una mujer es tanto más deseable cuanto más plena es en ella la naturaleza y cuanto más rigurosamente sometida está: la mujer «sofisticada» siempre ha sido el objeto erótico ideal. La preferencia por una belleza más natural no es a menudo más que una forma engañosa de sofisticación. Rémy de Gourmont desea que la mujer heve los cabellos al viento, libres como los arroyos y como la hierba de los prados, pero las ondas del agua y de las espigas se pueden acariciar en la cabellera de una Veronica Lake y no en unas greñas hirsutas realmente abandonadas a la naturaleza. Cuanto más joven y sana es una mujer, más consagrado a un frescor eterno parece su cuerpo nuevo y lustroso, menos útil le resulta el artificio, pero siempre hay que ocultar al hombre la debilidad camal de esta presa que 247 abraza y la degradación que la amenaza. También porque teme su destino contingente, porque la sueña inmutable, necesaria, el hombre busca en el rostro de la mujer, en su torso y sus piernas, la exactitud de una idea. Entre los pueblos primitivos, la idea es sólo la de la perfección del tipo popular: una raza de labios gruesos, de nariz chata foija una Venus de labios gruesos y nariz chata; más adelante se aplican a las mujeres los cánones de una estética más compleja, pero en todo caso, cuanto más armoniosos parecen los rasgos y las proporciones de una mujer, más se alegra el corazón del hombre porque parece escapar a los avatares de las cosas naturales. Llegamos así a una extraña paradoja: deseando captar a la mujer en la naturaleza, pero transfigurada, el hombre consagra la mujer al artificio. No es solamente physis, sino también antiphysis; y no sólo en la civilización de las permanentes eléctricas, de la depilación a la cera, de los corsés de látex, sino también en el país de las negras de labios deformados, en China y en toda la tierra. Swift denunció en la famosa oda a Celia esta falacia; describe con disgusto el arsenal de la coqueta y recuerda con repugnancia las servidumbres animales de su cuerpo; se equivoca doblemente al indignarse, porque el hombre quiere al mismo tiempo que la mujer sea animal y planta y que se esconda tras un armazón prefabricado; le gusta verla salir de las olas y de una casa de alta costura, desnuda y vestida, desnuda bajo sus ropas, tal y como la encuentra justamente en el universo humano. El habitante de las ciudades busca en la mujer la animalidad, pero para el joven campesino que hace su servicio militar, el burdel encama toda la magia de la ciudad. La mujer es él campo y el pasto, pero también es Babilonia. La primera mentira, la primera traición de la mujer es la de la vida misma que, aunque se revista con sus atavíos más atractivos, sigue habitada por los fermentos de la vejez y de la muerte. El uso mismo que el hombre hace de ella destruye sus virtudes más preciosas: gastada por las maternidades, pierde su atractivo erótico; incluso estéril, basta el paso de los años para alterar su encanto. Inválida, fea, vieja, la mujer horroriza. Se dice de ella que está agostada, marchita, como si de una planta se tratara. En el hombre también asusta la decrepitud, pero el hombre normal no ve a los otros hombres como carne; sólo siente por estos cuerpos autónomos y extranjeros una solidaridad abstracta. En el cuerpo de la mujer, este cuerpo a él destinado, es donde el hombre vive físicamente la decadencia de la carne. La «Belle Heaumiére» de Villon 248 contempla la degradación de su cuerpo con los ojos hostiles del varón. La mujer anciana, la fea, no sólo son objetos sin atractivo; además despiertan un odio mezclado con miedo. En ellas apunta de nuevo la figura inquietante de la Madre, mientras que los encantos de la Esposa han desaparecido. La propia Esposa es una presa peligrosa. En la Venus nacida de las aguas, fresca espuma, rubia cosecha, pervive Deméter; al apropiarse de la mujer por el placer que obtiene de ella, el hombre despierta también en ella las fuerzas oscuras de la fecundidad; está penetrando el mismo órgano que da a luz al niño. Por esta razón, en todas las sociedades el hombre está protegido con tantos tabúes contra las amenazas del sexo femenino. No es así en la situación inversa, la mujer no tiene nada que temer del varón; el sexo de este último se considera laico, profano. El falo puede ser elevado a la dignidad de un dios: en el culto que se le rinde no entra ningún elemento de terror y en la vida cotidiana la mujer no tiene necesidad de defenderse místicamente de él; sólo le es propicio. Es notable por otra parte que en muchas sociedades de derecho materno exista una sexualidad muy libre, pero sólo durante la infancia de la mujer, en su primerajuventud, cuando el coito no está unido a la idea de generación. Malinowski nos relata con asombro que los jóvenes que se acuestan libremente en la «casa de los solteros» alardean de sus amores; es porque se considera a la joven no casada incapaz de engendrar y el acto sexual sólo es un tranquilo placer profano. Sin embargo, una vez casada, su esposo no debe dar ninguna marca pública de afecto, no la debe tocar y toda alusión a sus relaciones íntimas es sacrilega: es porque participa de la esencia temible de la madre y el coito se ha convertido en un acto sagrado. Se rodea entonces de prohibiciones y de precauciones. El coito está prohibido cuando se cultiva la tierra, cuando se siembra, cuando se planta: es porque no se quiere desperdiciar en relaciones entre individuos las fuerzas fecundantes necesarias para la prosperidad de la cosecha y por lo tanto para el bien de la comunidad; hay que economizarlas por respeto hacia los poderes de la fecundidad. En la mayor parte de los casos, la continencia protege la virilidad del esposo; es necesaria cuando el hombre sale a pescar, a cazar, y sobre todo cuando se prepara para la guerra; en la unión con la mujer, el principio masculino se debilita y debe evitarla cada vez que necesita sus fuerzas íntegras. Quizá el horror que siente el hombre ante la mujer venga del que le inspira la sexualidad en general, o a la inversa. En el Levítico, 249 en particular, la polución nocturna se considera una mancilla, aunque la mujer no tenga nada que ver. En nuestras sociedades modernas, la masturbación se considera un peligro y un pecado: muchos niños y jóvenes que se entregan a ella lo hacen entre horribles angustias. La intervención de la sociedad, y en particular la de los padres, convierten el placer solitario en un vicio; más de un joven se asusta espontáneamente por sus primeras eyaculaciones: sangre o esperma, todo fluido de la propia sustancia parece inquietante; se le escapa su vida, su mana. No obstante, aunque subjetivamente un hombre pueda tener experiencias eróticas en las que la mujer no está presente, está objetivamente implicada en su sexualidad: como decía Platón en el mito de los andróginos, el organismo del varón presupone el de la mujer. Descubre a la mujer al descubrir su propio sexo, aunque no se le ofrezca en carne y hueso, ni en imagen; y a la inversa, si la mujer es temible, es porque encama la sexualidad. No es posible separar el aspecto inmanente y el aspecto trascendente de la experiencia viva: lo que temo o deseo siempre es un avatar de mi propia existencia, pero todo lo que me ocurre me viene de lo que no soy yo. El «no yo» está implicado en las poluciones nocturnas, en la erección, si no con la imagen precisa de la mujer, al menos como Naturaleza y Vida: el individuo se siente poseído por una magia ajena. La ambivalencia de sentimientos que tiene respecto a la mujer también aparece en su actitud respecto a su propio sexo: está orgulloso de él, le da risa, le da vergüenza. El niño compara desafiante su pene con el de sus amigos; su primera erección le enorgullece y le asusta a la vez. El hombre ve su sexo como un símbolo de trascendencia y de poder; es fuente de vanidad como un músculo estriado y al mismo tiempo como gracia mágica: es una libertad rica con toda la contingencia de lo dado, que además es libremente deseado; bajo este aspecto contradictorio se siente fascinado por él, pero se teme un engaño; este órgano con el que pretende afirmarse no le obedece; muy cargado con deseos insatisfechos, alzándose por sorpresa, a veces descargando en sueños, manifiesta una vitalidad sospechosa y caprichosa. El hombre pretende hacer triunfar el Espíritu sobre la Vida, la actividad sobre la pasividad; su conciencia mantiene a distancia la naturaleza, su voluntad la moldea, pero el sexo le muestra en él la vida, la naturaleza y la pasividad. «Las partes sexuales son el verdadero foco de la voluntad, cuyo polo contrario es el cerebro», escribe Schopenhauer. Lo que llama voluntad es el apego a la vida, que es sufrimiento y 250 muerte, mientras que el cerebro es el pensamiento que se aparta de la vida al representársela: la vergüenza sexual es para él la vergüenza que sentimos ante nuestra estúpida obstinación camal. Aunque rechacemos el pesimismo propio de sus teorías, en la oposición sexo-cerebro se manifiesta la dualidad del hombre. Como sujeto, enuncia el mundo y, al quedar fuera del universo que enuncia, se convierte en su soberano; se ve a sí mismo como carne, como sexo, ya no como conciencia autónoma, libertad transparente: está comprometido con el mundo, un objeto limitado y perecedero. Sin duda, el acto generador supera las fronteras del cuerpo, pero en ese mismo instante las conforma. El pene, padre de las generaciones, es simétrico de la matriz materna; procedente de una semilla alimentada en el vientre de la mujer, el hombre es a su vez portador de semillas, y a través de esta semilla que da la vida, también está negando su propia vida. «El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres», dice Hegel. La eyaculación es promesa de muerte, afirma la especie contra el individuo; la existencia del sexo y su actividad niegan la singularidad orgullosa del sujeto. Este cuestionamiento del espíritu por parte de la vida convierte el sexo en un objeto de escándalo. El hombre exalta al falo en la medida en que lo capta como trascendencia y actividad, como forma de apropiación del otro; pero tiene vergüenza de él cuando sólo lo considera una carne pasiva gracias a la cual es el juguete de las fuerzas oscuras de la Vida. Esta vergüenza se disfraza a menudo de ironía. El sexo ajeno suscita fácilmente la risa; por el hecho de que imita un movimiento concertado y que sin embargo es algo que se padece, la erección parece a menudo ridicula; la mera presencia de los órganos genitales, en cuanto se evoca, despierta la hilaridad. Malinowski relata que bastaba a los salvajes entre los que vivía con pronunciar el nombre de estas «partes pudendas» para que brotaran carcajadas inextinguibles; muchas bromas llenas de sal gorda no van más allá de estos rudimentarios juegos de palabras. Entre algunos primitivos, las mujeres tienen derecho durante los días consagrados a escardar los huertos a violar brutalmente a cualquier extranjero que se aventure por el pueblo; al atacarlo todas a un tiempo, queda muchas veces medio muerto; los hombres de la tribu se ríen de estas hazañas; con la violación, la víctima se convierte en carne pasiva y dependiente; ha sido poseído por las mujeres y, a través de ellas, por sus maridos; mientras que en el coito normal el hombre se quiere afirmar como poseedor. 251 En ese momento es cuando va a experimentar de forma más evidente la ambigüedad de su condición camal. Sólo asume orgullosamente su sexualidad en la medida en que es una forma de apropiarse del Otro: este sueño de posesión sólo puede llevar al fracaso. En una posesión auténtica, el otro queda abolido como tal, es consumido y destruido: sólo el Sultán de las Mil y una noches tiene poder para cortar la cabeza a sus mujeres cuando el alba las retira de su lecho. Sin embargo, la mujer sobrevive al abrazo del hombre y por ello mismo escapa de él; cuando abre los brazos, su presa vuelve a ser extraña para él; está renovada, intacta, lista para ser poseída por un nuevo amante de forma igualmente efímera. Uno de los sueños del varón es «marcar» a la mujer de forma que sea suya para siempre; el más arrogante sabe no obstante que nunca le dejará más que recuerdos y que las imágenes más ardientes son frías a cambio de una sensación. Toda una literatura ha denunciado este fracaso. Se objetiva sobre la mujer llamada inconstante y traicionera porque su cuerpo la consagra al hombre en general, y no a un hombre en particular. Su traición es más pérfida todavía: convierte al amante en una presa. Sólo un cuerpo puede tocar a otro cuerpo, el varón sólo domina la carne tan deseada al convertirse a su vez en carne; Eva se entrega a Adán para que realice en ella su trascendencia, pero le arrastra a la noche de la inmanencia; en la ganga tenebrosa que la madre modela para su hijo y de la que él se quiere escapar, la amante cierra alrededor de él la greda opaca en los vértigos del placer. Quería poseer y sin embargo es poseído. Olor, humedad, cansancio, aburrimiento, toda una literatura ha descrito esta pasión mortecina de una conciencia que se hace carne. El deseo, que a menudo envuelve el hastío, vuelve al hastío cuando se sacia. «Post coitum homo animal triste.» «La carne es triste.» Y además, el hombre ni siquiera encuentra entre los brazos de la amante una paz definitiva. Pronto renace en él el deseo y a menudo no es sólo el deseo de la mujer en general, sino de una mujer en particular. Ella adquiere entonces un poder especialmente inquietante. En su propio cuerpo, el hombre sólo conoce la necesidad sexual como una necesidad general similar al hambre o a la sed, y cuyo objeto no es particular; por lo tanto, el vínculo que le une a este cuerpo femenino singular ha sido forjado por el Otro. Se trata de un vínculo misterioso como el vientre impuro y fértil en el que hunde sus raíces, como una fuerza pasiva: es mágico. El vocabulario gastado de los folletines en los que se describe a la mujer como una hechi­ 252 cera, una encantadora que fascina al hombre y lo embruja, refleja el más antiguo, el más universal de los mitos. La mujer está consagrada a la magia. La magia, decía Alain, es el espíritu que se arrastra por las cosas; una acción es mágica cuando, en lugar de haber sido producida por un agente, emana de una pasividad; precisamente, los hombres siempre vieron a la mujer como la inmanencia de lo dado; si produce cosechas e hijos no es por un acto de su voluntad; no es sujeto, trascendencia, potencia creadora, sino un objeto cargado de fluidos. En las sociedades en las que el hombre adora estos misterios, la mujer, a causa de estas virtudes, está asociada al culto y se la venera como sacerdotisa; pero cuando el hombre lucha para hacer triunfar la sociedad sobre la naturaleza, la razón sobre la vida, la voluntad sobre las cosas inertes, entonces ve a la mujer como una bruja. Es conocida la diferencia que existe entre el sacerdote y el mago: el primero domina y dirige las fuerzas que ha controlado de acuerdo con los dioses y las leyes, en bien de la comunidad, en nombre de todos sus miembros; el mago opera al margen de la sociedad, contra los dioses y las leyes, siguiendo sus propias pasiones. La mujer no está plenamente integrada en el mundo de los hombres; como alteridad, se opone a ellos; es natural que utilice las fuerzas que posee, no para extender a través de la comunidad de los hombres y hacia el futuro el dominio de la trascendencia; separada, opuesta, las utiliza para arrastrar a los varones a la soledad de la separación, a las tinieblas de la inmanencia. Es la sirena cuyos cantos arrojaban a los marineros contra los escollos; es Circe que transformaba a sus amantes en animales, la ondina que atrae al pescador al fondo de los estanques. El hombre preso de sus encantos ya no tiene voluntad, ni proyecto, ni futuro; ya no es un ciudadano, sino una carne esclava de sus deseos, ha sido expulsado de la comunidad, encerrado en el instante, zarandeado pasivamente de la tortura al placer; la maga perversa alza la pasión contra el deber, el momento presente contra la unidad del tiempo, retiene al viajero lejos de su hogar, derrama el olvido. Cuando trata de apropiarse del Otro, el hombre tiene que ser él mismo, pero en el fracaso de la posesión imposible trata de convertirse en este otro con el que no se consigue unir; entonces se aliena, se pierde, bebe el filtro que le hace ajeno a sí mismo, se hunde en el fondo de las aguas huidizas y mortales. La Madre condena a su hijo a la muerte al darle la vida; la amante impulsa al amante a renunciar a la vida y a abandonarse al sueño supremo. Este vínculo que une el Amor y la Muerte se 253 hace patéticamente evidente en la leyenda de Tristán, pero tiene una verdad más primordial. Nacido de la carne, el hombre en el amor se realiza como carne y la carne está condenada a la tumba. Así se confirma la alianza de la Mujer y de la Muerte; la gran segadora es la imagen inversa de la fecundidad que hace crecer las espigas. Aparece también como la horrible desposada cuyo esqueleto se adivina bajo una tierna carne mentirosa16. Así pues, lo que el hombre ama y detesta en la mujer, tanto amante como madre, es la imagen congelada de su destino animal, es la vida necesaria para su existencia, pero que la condena a la finitud y a la muerte. Desde el día en que nace, el hombre empieza a morir: tal es la verdad que encama la Madre. Al procrear, afirma la especie contra sí mismo: es lo que aprende en los brazos de la esposa; en el deseo y en el placer, incluso antes de haber engendrado, olvida su yo singular. Aunque trate de distinguirlas, encuentra en una y otra una sola evidencia: la de su condición carnal. Al mismo tiempo desea asumirla: venera a su madre, desea a su amante; pero también se rebela contra ellas en el hastío, en el temor. Un texto significativo en el que vamos a encontrar una síntesis de casi todos estos mitos es el de Jean-Richard Bloch en Noche Kurda [La Nuit kurde/, donde describe las relaciones del joven Saad con una mujer mucho mayor que él, pero todavía bella, durante el saqueo de una ciudad: La noche abolía los contornos de las cosas y de las sensaciones. Yano estrechaba a una mujer contra él. Por fin llegaba al destino de un viaje interminable, que dura desde los orígenes del mundo. Se aniquiló poco a poco en una inmensidad que se acunaba a su alrededor sin fin y sin imagen. Todas las mujeres se confundieron en un país gigante, replegado sobre sí mismo, mortecino como el deseo, ardiente como el verano... El, sin embargo, reconocía con una admiración temerosa la potencia encerrada en la mujer, los largos muslos con tacto de raso, las rodillas como dos colinas de marfil. Cuando remontaba por el eje terso de la espalda, desde la cintura hasta los hombros, le parecía recorrer la bóveda misma que sostiene el mundo. Pero el vientre le llamaba incesantemente, océano 16 Por ejemplo, en el ballet de Prévert Le Rendez-vous y en el de Cocteau Le Jeune Homme et la Mort, la Muerte se representa con los rasgos de la mujer amada. 254 elástico y tierno donde toda la vida nace y adonde vuelve, asilo entre los asilos con sus m areas, sus horizontes, sus superficies ilimitadas. Entonces le em bargó una rabia de perforar en esta envoltura deliciosa y de llegar por fin a la fuente m ism a de sus b ellezas. Una conm oción sim ultánea los enroscó uno a otro. La m u jer sólo existió para hendirse com o el suelo, abrirle sus v isc eras, anegarse en los hum ores del amado. El encantamiento se hizo asesinato. Se unieron com o quien apuñala. ... Él, el hom bre aislado, el dividido, el separado, el apartado, iba a brotar de su propia sustancia, a evadirse de la prisión de carne y a rodar por fin, materia y alma, en la m ateria universal. A él le estaba reservada la felicidad suprema, que nunca había vivido hasta ese día, de superar los lím ites de la criatura, de fundir en la m ism a exaltación el sujeto y el objeto, la pregunta y la respuesta, de anexionar al ser todo lo que no es el ser, y de alcanzar con una convulsión definitiva el im perio de lo inalcanzable. ... Cada vaivén del arco despertaba en el instrumento precioso que tenía a su m erced vibraciones cada vez m ás agudas. D e repente, un últim o espasm o retiró a Saad del cénit y le rechazó hacia la tierra y el fango. Como el deseo de la mujer no ha sido saciado, aprisiona entre sus piernas a su amante que siente a su pesar renacer el deseo: se le aparece entonces como una potencia enemiga que le arranca su virilidad y mientras la posee de nuevo, la muerde en la garganta con tanta profundidad que la mata. Así se cierra el ciclo que va de la madre a la amante, a la muerte, a través de complicados meandros. Muchas actitudes son posibles para el hombre, en función de que insista en tal o cual aspecto del drama camal. Si un hombre no piensa que la vida es única, si no se preocupa por su sentido singular, si no teme a la muerte, aceptarájubilosamente su animalidad. Entre los musulmanes, la mujer está reducida a un estado de abyección a causa de la estructura feudal de la sociedad, que no permite recurrir al Estado contra la familia, a causa de la religión que, al expresar el ideal guerrero de esta civilización, aboca directamente el hombre a la Muerte y despoja a la mujer de su magia: ¿qué temerá en la tierra aquel que está dispuesto a hundirse de un segundo a otro en las voluptuosas orgías de paraíso mahometano? El hombre puede así disfrutar de la mujer sin tener que defenderse de sí mismo, ni de ella. Los cuentos de Las mily una noches la 255 ven como una fuente de delicias untuosas, al igual que las fintas, las mermeladas, los pasteles opulentos, los aceites perfumados. Encontramos ahora esta indulgencia sensual en muchos pueblos mediterráneos: colmado por el instante, sin aspirar a la inmortalidad, el hombre del Sur que, a través del resplandor del sol y del mar, ve la Naturaleza en sus aspectos fastos, amará a las mujeres con fruición; por tradición, las desprecia lo suficiente como para no considerarlas como personas: no hace demasiada diferencia entre el placer de su cuerpo y el de la arena y el agua; no vive el horror de la carne ni en ellas ni en él. Con tranquilo deslumbramiento en Conversación en Sicilia,, Vittorini dice haber descubierto a la edad de siete años el cuerpo desnudo de la mujer. El pensamiento racionalista de Grecia y Roma confirma esta actitud espontánea. La filosofía optimista de los griegos ha superado el maniqueísmo pitagórico; el inferior está subordinado al superior, y como tal le es útil: estas ideologías armoniosas no manifiestan ninguna hostilidad hacia la carne. Volcado hacia el cielo de las Ideas, o hacia la Sociedad o el Estado, el individuo que se concibe como Nobs o como ciudadano cree haber superado su condición animal: tanto si se abandona al placer como si practica el ascetismo, la mujer sólidamente integrada en la sociedad masculina sólo tiene una importancia secundaria. Efectivamente, el racionalismo nunca triunfó del todo, y la experiencia erótica conserva en estas civilizaciones su carácter ambivalente: ritos, mitologías, literatura dan fe de ello. Sin embargo, los atractivos y peligros de la feminidad sólo se manifiestan de forma atenuada. El cristianismo reviste de nuevo a la mujer con un prestigio terrorífico: el miedo al otro sexo es una de las formas que toma para el hombre el desgarro de la conciencia desdichada. El cristiano está separado de sí mismo; la división del cuerpo y del alma, de la vida y del espíritu se consuma: el pecado original convierte el cuerpo en enemigo del alma; todas las ataduras camales aparecen como perversas17. El hombre sólo se puede salvar al haber sido rescatado por Cristo y si se vuelve hacia el reino de los cielos, pero en el origen sólo es 17 Hasta finales del siglo xn los teólogos — con excepción de San Anselmo— consideran, según la doctrina de San Agustín, que el pecado original forma parte de la ley misma de la generación: «La concupiscencia es un vicio... la carne humana que nace por ella es una carne de pecado», escribe San Agustín. Y Santo Tomás: «Desde el pecado, la unión de los sexos va acompañada de concupiscencia, por lo que transmite al niño el pecado original.» 256 podredumbre; su nacimiento no sólo le libra a la muerte, sino a la condenación; el cielo se le abre por la gracia divina, pero habrá una maldición en todos los avatares de su existencia natural. El mal es una realidad absoluta; la carne es pecado. Y, por supuesto, ya que la mujer no deja nunca de ser Alteridad, no se considera que macho y hembra sean recíprocamente carne: la carne que es para el cristiano la Alteridad enemiga no se diferencia de la mujer. En ella se encaman las tentaciones del mundo, el sexo, el demonio. Todos los Padres de la Iglesia insisten en que es ella quien condujo a Adán al pecado. Tenemos que citar de nuevo las palabras de Tertuliano: «¡Mujer, eres la puerta del demonio! Persuadiste a aquel a quien el demonio no se atrevía a atacar de frente. Por tu causa el hijo de Dios tuvo que morir. Deberías ir siempre vestida deluto y harapos.» Toda la literatura cristiana se esfuerza por exacerbar la aversión que el hombre pueda sentir por la mujer. Tertuliano la define como Templum aedificatum super cloacam. San Agustín subraya con horror la promiscuidad de los órganos sexuales y excretores: Interfaeces et urinam nascimur. La repugnancia del cristianismo ante el cuerpo femenino es tal, que acepta librar a su Dios a una muerte ignominiosa, pero le evita la mancilla del nacimiento: el concilio de Éfeso en la Iglesia oriental, el de Letrán en Occidente, afirman el nacimiento virginal de Cristo. Los primeros Padres de la Iglesia —Orígenes, Tertuliano, Jerónimo— pensaban que María había parido entre sangre y desperdicios como las otras mujeres, pero prevalece la opinión de San Ambrosio y San Agustín. El seno de la virgen permanece cerrado. Desde la Edad Media, el hecho de tener un cuerpo se consideró como una ignominia para la mujer. La ciencia misma se vio durante mucho tiempo paralizada por esta repulsión. Linneo, en su tratado sobre la Naturaleza, deja de lado como «abominable» el estudio de los órganos genitales de la mujer. El médico francés Laurens se pregunta con escándalo cómo «este animal divino lleno de razón y raciocinio que se llama hombre puede verse atraído por las partes obscenas de la mujer, mancilladas de humores y situadas vergonzosamente en la parte más baja del tronco». Ahora muchas otras influencias interfieren con la del pensamiento cristiano, y este último adopta más de un aspecto, pero en el mundo puritano, entre otros, el odio a la carne se perpetua; se expresa, por ejemplo, en Luz de agosto de Faulkner; las primeras iniciaciones sexuales del protagonista le provocan terribles traumas. Es frecuente en toda la literatura mostrar a un joven trastor­ 257 nado hasta la náusea tras el primer coito; aunque en realidad una reacción de este tipo no es frecuente, no es casual que se haya descrito tan a menudo. En particular, en los países anglosajones, impregnados de puritanismo, la mujer suscita en la mayor parte de los adolescentes y en muchos hombres un terror más o menos confeso. En Francia está bastante presente. Michel Leiris escribe en Age d ’homme\ «Suelo tener tendencia a mirar el órgano femenino como una cosa sucia o como una herida, no menos atractiva por ello, pero peligrosa en sí, como todo lo sangrante, mucoso, contaminado.» La idea de enfermedad venérea traduce estos terrores; la mujer no asusta porque contagie enfermedades; las enfermedades parecen abominables porque vienen de la mujer: me han hablado de jóvenes que se imaginaban que las relaciones sexuales demasiado frecuentes bastan para provocar blenorragia. También es frecuente creer que con el coito el hombre pierde su vigor muscular, su lucidez cerebral, su fósforo se consume, su sensibilidad se abotarga. Es cierto que el onanismo hace correr los mismos peligros e incluso, por razones morales, la sociedad lo considera más nocivo que la función sexual normal. El matrimonio legítimo y la voluntad de procrear defienden de los maleficios del erotismo. Ya he dicho que en todo acto sexual está implicado el Otro, y su rostro más habitual es el de la mujer. Frente a ella el hombre vive con mayor evidencia la pasividad de su propia carne. La mujer es vampiro, gomia, comedora, bebedora; su sexo se alimenta glotonamente del sexo masculino. Algunos psicoanalistas han querido dar unas bases científicas a estas imaginaciones: todo el placer que la mujer obtiene del coito vendría al parecer de que castra simbólicamente al macho y se apodera de su sexo. Estas teorías necesitan probablemente un psicoanálisis urgente y los médicos que las inventaron parecen haber proyectado terrores an­ cestrales1^. La fuente de estos terrores es que en el Otro, más allá de toda anexión, subsiste la alteridad. En las sociedades patriarcales, la mujer ha conservado muchas de las virtudes inquietantes que tenía en las sociedades primitivas. Por esta razón nunca queda librada a la Naturaleza, está rodeada de tabúes, purificada con ritos, bajo el control de los sacerdotes; se enseña al hombre a no acer-18 18 Hemos demostrado que el mito de la mantis religiosa no tiene ninguna base biológica. 258 carse nunca a ella en su desnudez originaria, sino a través de las ceremonias, los sacramentos, que la arrancan a la tierra, a la carne, y la transforman en criatura humana: entonces la magia que posee se canaliza, como el rayo tras la invención del pararrayos y de las centrales eléctricas. Incluso llega a ser posible utilizarla en interés de la sociedad: vemos aquí otra fase del movimiento oscilatorio que define las relaciones del hombre con su hembra. La ama mientras le pertenece, la teme cuando le es ajena, pero si trata de hacerla suya es por su condición de temible alteridad: así la elevará a la dignidad de persona y la reconocerá como su seme­ jante. La magia femenina ha sido profundamente domesticada en la familia patriarcal. La mujer permite a la sociedad integrar en ella las fuerzas cósmicas. En su obra Mitra- Varonna, Dumezil señala que en la India como en Roma hay dos formas de afirmarse para el poder viril: en Varuna y Rómulo, en las Gandharvas y las Lupercales, es agresión, rapto, desorden, hybris\ entonces la mujer aparece como un ser que hay que raptar, violentar; las Sabinas raptadas se mostraron estériles, fueron azotadas con tiras de cuero, compensando con la violencia un exceso de violencia. Sin embargo, Mitra, Numa, los brahmanes y los flámenes garantizan el orden y el equilibrio razonable de la sociedad: entonces la mujer queda unida al marido mediante ritos complicados y, al colaborar con él, le garantiza el dominio de todas las fuerzas femeninas de la naturaleza; en Roma, si muere la flamínica, elflamen dialis renuncia a sus funciones. En Egipto, aunque Isis haya perdido su poder supremo de diosa madre, sigue siendo generosa, sonriente, benevolente y sabia, la magnífica esposa de Osiris. Cuando la mujer aparece así asociada al hombre, su complemento, su mitad, está necesariamente dotada de una conciencia, de un alma; no sería posible depender de un ser que no participara en la esencia humana. Yahemos visto que las leyes de Manu prometían a la esposa legítima el mismo paraíso que a su esposo. Cuanto más se individualiza el varón y más reivindica su individualidad, más reconocerá en su compañera un individuo y una libertad. El oriental despreocupado por su propio destino se contenta con una hembra que sea para él objeto de placer; sin embargo, el sueño del occidental, cuando se eleva a la conciencia de la singularidad de su ser, es ser reconocido por una libertad ajena y dócil. El griego no encuentra en la prisionera del gineceo al semejante que busca, por lo que dirige su amor hacia los compañeros varones, cuya car- 259 ne está habitada como la suya por una conciencia y una libertad, o bien se lo dedica a las hetairas cuya independencia, cultura y entendimiento las convierten prácticamente en sus iguales. Cuando las circunstancias lo permiten, la esposa es la que mejor puede satisfacer las exigencias del hombre. El ciudadano romano ve en la matrona a una persona: en Cornelia, en Arria, tiene un doble. Paradójicamente, es el cristianismo el que proclamará, en ciertos aspectos, la igualdad del hombre y de la mujer. Detesta en ella la carne, pero si reniega de su carne pasa a ser, como el varón, criatura de Dios, rescatada por el Redentor: ya la tenemos del lado de los varones, entre las almas prometidas al júbilo celestial. Hombres y mujeres son servidores de Dios, casi tan asexuados como los ángeles, que, todos juntos, con la ayuda de la gracia, rechazan las tentaciones mundanales. Si la mujer acepta renegar de su animalidad, de la misma forma que encamaba el pecado, será también la encamación más radiante del triunfo de los elegidos que han vencido al pecado19. Por supuesto, el Salvador divino que encama la redención de los Hombres es varón, pero la humanidad tiene que cooperar en su propia salvación y en su imagen más humillada, más perversa, se verá llamada a manifestar su buena voluntad sometida. Cristo es Dios, pero es una mujer, la Virgen Madre, la que reina sobre todas las criaturas humanas. No obstante, sólo las sectas que se desarrollan al margen de la sociedad resucitan en la mujer los antiguos privilegios de las grandes diosas. La Iglesia es la expresión de una civilización patriarcal, a la que sirve, en la que conviene que la mujer permanezca como un anexo del hombre. Convirtiéndose en su dócil sirvienta se convertirá también en una santa bendita. Así en el corazón de la Edad Media se alza la imagen más acabada de la mujer propicia a los hombres: el rostro de la Madre de Cristo se rodea de gloria. Es la figura inversa de Eva la pecadora; aplasta la serpiente bajo su pie; es la mediadora de la salvación, como Eva lo fue de la con­ denación. Como Madre, la mujer era temible; en la maternidad hay que transfigurarla y someterla. La virginidad de María tiene sobre todo un valor negativo: aquella por la que la carne ha sido rescatada es no camal; no ha sido ni tocada, ni poseída. A la Gran Ma­ 19 De ahí viene el lugar privilegiado que ocupa, por ejemplo, en la obra de Claudel. Véase capítulo siguiente. 260 dre asiática tampoco se le reconoce esposo: había engendrado el mundo y reinaba sobre él en solitario; podía ser lúbrica por capricho, pero en ella la grandeza de la Madre no estaba menoscabada por las servidumbres impuestas a la esposa. María no conoció la mancilla que implica la sexualidad. Aparentada a Minerva la guerrera, es torre de marfil, ciudadela, torreón inasequible. Las sacerdotisas antiguas, como la mayor parte de las santas cristianas, eran también vírgenes: la mujer consagrada al bien debe estarlo con el esplendor de sus fuerzas intactas; tiene que conservar en su integridad indomable el principio de su feminidad. Si se niega a María su carácter de esposa, es para exaltar con mayor pureza en ella a la Mujer-Madre, pero sólo si acepta el papel subordinado que se le asigna será glorificada. «He aquí la esclava del señor.» Por primera vez en la historia de la humanidad, la madre se arrodilla ante su hijo; reconoce libremente su inferioridad. En el culto a María se consuma la suprema victoria masculina: es la rehabilitación de la mujer mediante la culminación de su derrota. Ishtar, Astarté, Cibeles eran crueles, caprichosas, lujuriosas, eran poderosas, fuente de muerte así como de vida, al engendrar a los hombres los convertían en sus esclavos. La vida y la muerte en el cristianismo no dependen más que de Dios, el hombre nacido del seno materno se libra de él para siempre, la tierra sólo acecha sus huesos; el destino de su alma se juega en regiones en las que los poderes de la madre han sido abolidos; el sacramento del bautismo hace irrisorias las ceremonias en las que se quemaba o se ahogaba la placenta. Ya no hay lugar en la tierra para la magia: Dios es el único rey. La naturaleza es originariamente malvada, pero es impotente frente a la gracia. La maternidad como fenómeno natural no procura ningún poder. Sólo le queda a la mujer, si desea superar en ella misma la tara original, inclinarse ante Dios, cuya voluntad la somete al hombre. Y con esta sumisión puede asumir un nuevo papel en la mitología masculina. Combatida, pisoteada, cuando quería ser dominadora, y en tanto no renunciara a este papel, podrá ser honrada como vasalla. No pierde ninguno de sus atributos primitivos, sólo cambian de signo, de nefastos pasan a ser fastos; la magia negra se transforma en magia blanca. Sierva, la mujer tiene derecho a las apoteosis más espléndidas. Y ya que ha sido sometida como Madre, como madre será querida y respetada. De los dos antiguos rostros de la maternidad, el hombre de hoy ya sólo quiere reconocer la cara sonriente. Limitado en el tiempo y en el espacio, sin más posesión que un 261 cuerpo y una vida finita, el hombre sólo es un individuo en el seno de una Naturaleza y una Historia ajenas. Limitada como él, su semejante, pues también está habitada por el espíritu, la mujer pertenece a la Naturaleza, la atraviesa la corriente infinita de la Vida; aparece, pues, como mediadora entre el individuo y el cosmos. Cuando la imagen de la madre pasa a ser reconfortante y santa, es comprensible que el hombre se vuelva hacia ella con amor. Perdido en la naturaleza, trata de huir, pero cuando se aleja de ella aspira a volver a ella. Sólidamente asentada en la familia, en la sociedad, de acuerdo con las leyes y las costumbres, la madre es la encamación misma del Bien: la naturaleza en la que participa se vuelve buena; ya no es enemiga del espíritu; si sigue siendo misteriosa, se trata de un misterio sonriente, como el de las madonas de Leonardo de Vinci. El nombre no quiere ser mujer, pero sueña con abarcar en él todo lo que es, y por lo tanto también esta mujer que él no es: en el culto que rinde a su madre, trata de apropiarse de sus riquezas extrañas. Reconocerse hijo de su madre es integrar la feminidad en su carácter de unión con la tierra, con la vida, con el pasado. En Conversación en Sicilia de Vittorini, es lo que el protagonista va a buscar en su madre: el suelo natal, sus olores y sus frutos, su infancia, el recuerdo de sus antepasados, las tradiciones, las raíces, de las que le ha alejado su existencia individual. Este arraigo mismo es lo que exalta en el hombre el orgullo de superarse; le complace admirarse despegándose de los brazos matemos para partir rumbo a la aventura, al futuro, a la guerra; esta marcha sería menos conmovedora si no hubiera nadie para tratar de retenerlo: parecería un accidente y no una victoria duramente conquistada. También le complace saber que estos brazos siempre están dispuestos a recibirle. Tras la tensión de la acción, el héroe quiere disfrutar de nuevojunto a su madre del reposo de la inmanencia: ella es el refugio, el sueño; con la caricia de sus manos se hunde de nuevo en el seno de la naturaleza, se deja llevar por la gran corriente de la vida con tanta tranquilidad como en la matriz, como en la tumba. Y si la tradición quiere que muera llamando a su madre, es porque bajo la mirada materna, hasta la muerte parece domesticada, simétrica del nacimiento, indisolublemente ligada a toda la vida camal. La madre está asociada a la muerte como en el mito antiguo de las Parcas; le corresponde sepultar a los muertos, llorarlos. Sin embargo, su papel es precisamente integrar la muerte en la vida, en la sociedad, en el bien. El culto a las «madres heroicas» se fomenta tam­ 262 bién de forma sistemática: si la sociedad obtiene de las madres que cedan sus hijos a la muerte, cree que tiene derecho a asesinarlos. A causa del dominio que tiene la madre sobre sus hijos, la sociedad gana sumándola a su causa. Por esta razón la madre está rodeada de tantas marcas de respeto, está dotada de todas las virtudes, se crea para ella una religión a la que está prohibido sustraerse so pena de sacrilegio y de blasfemia; se la convierte en guardiana de la moral; sierva del hombre, sierva de los poderes, conducirá dulcemente a sus hijos por las sendas establecidas. Cuanto más optimista es una sociedad, más dócilmente aceptará esta tierna autoridad, más transfigurada estará en ella la madre. La «Mom» norteamericana se ha convertido en este ídolo que describe Philipp Wyllie en Generation o f Vipers, porque la ideología oficial de los Estados Unidos es el optimismo más recalcitrante. Glorificar a la madre es aceptar el nacimiento, la vida y la muerte en su forma animal y social a un tiempo, es proclamar la armonía de la naturaleza y de la sociedad. Porque sueña con la realización de esta síntesis, Auguste Comte convierte a la mujer en la divinidad de la futura Humanidad. También por esta razón todos los rebeldes se encarnizan con la imagen de la madre; escarneciéndola rechazan la situación que se les pretende imponer a través de la guardiana de las costumbres y de las leyes20. 20 Tendríamos que citar aquí todo el poema de Michel Leiris titulado La Mère. Éstos son algunos extractos característicos: «La madre de negro, malva, violeta — ladrona de noches— , es la bruja cuya industria oculta te trae al mundo, la que te acuna, te mima, te introduce en el ataúd, cuando no abandona — último juguete— en tus manos, que lo depositan gentilmente en el féretro, su cuerpo encogido. (...) La madre — estatua ciega, fatalidad que se alza en el centro del santuario inviolado— es la naturaleza que te acaricia, el viento que te lisonjea, el mundo que en su totalidad te penetra, te sube al cielo (arrastrado sobre las múltiples espiras) y te pudre. (...) La madre —-joven o vieja, hermosa o fea, misericordiosa u obstinada— es la caricatura, el monstruo femenino celoso, el Prototipo derribado — si es verdad que la Idea (pitonisa agostada encaramada sobre el trípode de su austera mayúscula) sólo es la parodia de los vivos, ligeros, acariciadores pensamientos... La madre — sus caderas redondas o secas, sus senos temblorosos o duros— es el declive prometido, desde el origen, a toda mujer, la desintegración progresiva de la roca deslumbrante ante las oleadas de flujo menstrual, el lento hundimiento — bajo la arena del desierto senil— de la caravana lujuriosay cargada de belleza. La madre — ángel de la muerte que espía, del universo que enlaza, del amor que devuelven las olas del tiempo— es la caracola de gráfico insensato (signo 263 El respeto que envuelve a la Madre, los interdictos que la rodean, reprimen la repugnancia hostil que espontáneamente se mezcla con la ternura camal que inspira. No obstante, pervive en formas larvadas el horror de la maternidad. En particular, es interesante observar que en Francia, desde la Edad Media, se ha forjado un mito secundario que permite expresarse libremente a estas repugnancias: el de la Suegra. Desde losfabliaia a los vodeviles, el hombre escarnece la maternidad en general a través de la madre de su esposa, que no está defendida por ningún tabú. Odia que la mujer que ama haya sido engendrada: la suegra es la imagen evidente de la decrepitud a la que ha condenado a su hija al darle la vida; su obesidad, sus arrugas, anuncian la obesidad y las armgas que esperan a la recién casada cuyo futuro está así tristemente prefigurado; junto a su madre, ya no aparece como un individuo, sino como el momento de una especie; ya no es la presa deseada, la compañera querida, porque su existencia singular se disuelve en la vida universal. Su particularidad está burlonamente cuestionada por la generalidad, la autonomía del espíritu por su arraigo en el pasado y en la carne: esta burla el hombre la objetiva en un personaje grotesco, pero si hay tanto resentimiento en su risa es porque sabe bien que la suerte de su esposa es la de todo ser humano: es la suya. En todos los países, leyendas y cuentos han encamado también en la segunda esposa el aspecto cmel de la maternidad. Una madrastra trata de acabar con Blancanieves. En la malvada madrastra —la señora Fichini azotando a Sophie en los libros de la condesa de Ségur— pervive la antigua Kali con su collar de cabezas cortadas. No obstante, tras la madre santificada se apiña la corte de hechiceras blancas que ponen al servicio del hombre la savia de las hierbas y las radiaciones astrales: abuelas, ancianas de ojos de un veneno seguro) que se arroja a los estanques profundos, generadora de círculos para las aguas olvidadas. La madre — charco sombrío, eternamente de luto por todo y por nosotros mismos— es la pestilencia vaporosa que se irisa y que revienta, hinchando burbuja a burbuja su gran sombra bestial (vergüenza de carne y de leche), velo rígido que un rayo todavía por nacer debería desgarrar... ¿Se le ocurrirá alguna vez a una de estas inocentes canallas arrastrarse descalza por los siglos para pedir perdón por este crimen: habernos engendrado?» 264 llenos de bondad, criadas de gran corazón, hermanas de la caridad, enfermeras de manos maravillosas, la amante como la sueña Verlaine: Dulce, pensativa y m orena, y que nunca se asombra, que a veces te besa la frente como a un niño; tienen el misterio de las cepas nudosas, del agua fresca; vendan y curan; su sabiduría es la sabiduría silenciosa de la vida, comprenden sin necesidad de palabras. Cerca de ellas, el hombre olvida todo su orgullo; conoce la dulzura de abandonarse y de volver a ser niño, porque entre él y ellas no hay ninguna lucha de prestigio: no podría envidiar a la naturaleza estas virtudes inhumanas; y en su abnegación, las sabias iniciadas que le cuidan se reconocen como sus siervas; se somete a su poder bienhechor porque sabe que en esta sumisión sigue siendo su amo. Las hermanas, las amigas de la infancia, las puras jovencitas, todas las futuras madres forman parte de esta comitiva bendita. Y la esposa misma, cuando su magia erótica se ha disipado, se le aparece a muchos hombres menos como una amante que como la madre de sus hijos. Desde el momento en que la madre está santificada y sometida, se la puede encontrar sin temor en la compañera, también santificada y sometida. Rescatar la madre es rescatar la carne, es decir, la unión camal y la esposa. Privada de sus armas mágicas por los ritos nupciales, económica y socialmente subordinada a su marido, la «buena esposa» es para el hombre el tesoro más precioso. Le pertenece tan profundamente que participa en la misma esencia que él: «Ubi tu Gaius, ego Gaia»; ella lleva su nombre, sus dioses, él es responsable de ella: la llama su media naranja. Se enorgullece de su mujer como de su casa, sus tierras, sus rebaños, sus riquezas, y a veces incluso más; a través de ella se manifiesta su poder a los ojos del mundo: ella es su medida, su sino en esta tierra. Entre los orientales, la mujer debe ser rolliza, así se ve que está bien alimentada y honra a su amo21.Un musulmán goza de más consideración cuantas más mujeres posee y más florecientes parecen. En la sociedad burguesa, uno de los papeles que corresponde a la mujer es representar: su belleza, su encanto, su inteligencia, su elegancia son los signos externos de la fortuna de su marido, al igual que la carro­ 21 Véase nota pág. 246. 265 cería de su automóvil. Si es rico, la cubre de pieles y joyas. Si es más pobre, alabará sus cualidades morales y su talento de ama de casa; el más desheredado, si cuenta con una mujer que le sirve, cree poseer algo en esta tierra: el protagonista de Lafierecilla domada convoca a todos sus vecinos para mostrar la autoridad con la que ha sabido domar a su mujer. Todos los hombres encaman más o menos al rey Candaulos: exhibe a su mujer porque cree hacer alarde de sus propios méritos. Pero la mujer no sólo halaga la vanidad social del hombre; también le permite un orgullo más íntimo; está encantado con el dominio que ejerce sobre ella; a las imágenes naturalistas del arado abriendo el surco, se superponen, cuando la mujer es una persona, símbolos más espirituales; el marido «forma» a su esposa, pero no sólo eróticamente, también moralmente, intelectualmente; la educa, la marca, le impone su huella. Uno de los sueños favoritos del hombre es el de la impregnación de las cosas por su voluntad, el modelado de su forma, la penetración de su sustancia: la mujer es por excelencia la «pasta blanda» que se deja pasivamente amasar y conformar; mientras cede, resiste, lo que permite perpetuarse a la acción masculina. Un material demasiado plástico se anula por su docilidad; lo que tiene la mujer de precioso es que hay algo en ella que escapa indefinidamente a toda atadura; así el hombre es amo de una realidad que es tanto más digna de ser dominada en la medida en que le desborda. Despierta en él un ser ignorado que reconoce con orgullo como él mismo; en las discretas orgías conyugales descubre el esplendor de su animalidad: es el Macho; consecuentemente, la mujer es hembra, pero esta palabra adquiere en este caso resonancias más halagadoras: la hembra que empolla, amamanta, lame a sus pequeños, los defiende, los salva con riesgo de su vida es un ejemplo para la humanidad; con emoción, el hombre exige a su compañera esta paciencia, esta abnegación; lo que pretende así encerrar en el hogar es también la Naturaleza, pero imbuida de todas las virtudes útiles para la sociedad, para la familia, para el cabeza de familia. Uno de los deseos comunes del niño y el hombre es desvelar el secreto oculto en el interior de las cosas; desde este punto de vista, la materia es una decepción: si destripamos una muñeca, con las tripas fuera deja de tener interioridad; la intimidad viva es más impenetrable; el vientre femenino es el símbolo de la inmanencia, de la profundidad; entrega en parte sus secretos, por ejemplo, cuando el placer se inscribe en el rostro femenino, pero también los reserva; el 266 hombre capta a domicilio las oscuras palpitaciones de la vida sin que la posesión destruya su misterio. En el mundo humano, la mujer transpone las funciones de la hembra animal: alimenta la vida, reina sobre las regiones de la inmanencia, transporta al hogar el calor y la intimidad de la matriz; conserva y anima la morada en la que está depositado el pasado, en la que se prefigura el porvenir; engendra a la generación futura y alimenta a los hijos ya nacidos; gracias a ella, la existencia que el hombre prodiga a través del mundo en el trabajo y en la acción se concentra al sumergirse en su inmanencia: cuando por la noche vuelve a casa, está anclado en tierra; con la mujer queda asegurada la continuidad de los días; no importan los azares que deba afrontar en el mundo exterior, ella garantiza la repetición de las comidas, repara todo lo que destruye o desgasta la actividad: prepara los alimentos para el trabajador fatigado, lo cuida cuando está enfermo, zurce, lava. En el universo conyugal que ella constituye y perpetúa, introduce todo el amplio mundo: enciende el fuego, llena la casa de flores, domestica los efluvios del sol, del agua, de la tierra. Un escritor burgués citado por Bebel resume así seriamente este ideal: El hombre no sólo quiere que el corazón de alguien lata por él, quiere alguien cuya m ano le seque la frente, que haga im perar la paz, el orden, la tranquilidad, una silenciosa autoridad sobre él m ism o y sobre las cosas que se encuentra cada día al volver a casa; quiere alguien que extienda sobre todas las cosas el perfum e inefable de m ujer que es el calor vivificante de la vida hogareña. Podemos ver todo lo que se ha espiritualizado la imagen de la mujer desde la aparición del cristianismo; la belleza, la calidez, la intimidad que el hombre desea tener a través de ella, ya no son cualidades sensibles; en lugar de resumir la sabrosa apariencia de las cosas, se convierten en su alma; más profunda que el misterio camal, encierra en su corazón una secreta y pura presencia en la que se refleja la verdad del mundo. Es el alma de la casa, de la familia, del hogar. Es también la de gmpos más amplios: ciudad, provincia o nación. Jung destacó que las ciudades siempre se asimilaron a la Madre, pues contienen a los ciudadanos en su seno: Cibeles aparecía coronada de torres; por la misma razón se habla de «madre patria»; no se trata únicamente de suelo nutricio, sino 267 de una realidad más sutil que encuentra su símbolo en la mujer. En el Antiguo Testamento y en el Apocalipsis, Jerusalén, Babilonia no son únicamente madres: también son esposas. Existen ciudades vírgenes y ciudades prostituidas como Babel y Tiro. Se ha dicho de Francia que es la «hija mayor» de la Iglesia; Francia e Italia son hermanas latinas. No se especifica la función de la mujer; sólo vemos su feminidad en las estatuas que representan a Francia, Roma, Germania, y en las que en la plaza de la Concordia evocan a Estrasburgo y Lyón. Esta asimilación no es meramente alegórica: es una realidad para muchos hombres22. Es frecuente que el viajero le pida a la mujer las claves de las regiones que visita: cuando abraza a una italiana, una española, cree poseer la esencia sabrosa de Italia, de España. «Cuando llego a una nueva ciudad siempre empiezo visitando un burdel», decía un periodista. Si un chocolate con canela le puede descubrir a Gide toda España, con más razón los besos de una boca exótica entregarán al amante un país con su flora, su fauna, sus tradiciones, su cultura. La mujer no resume sus instituciones políticas ni sus riquezas económicas, pero encama a un tiempo su pulpa camal y su mana místico. De Graziella de Lamartine a las novelas de Loti y a las novelas de Morand, el extranjero trata de apropiarse del alma de una región a través de las mujeres. Mignon, Sylvie, Mireille, Coloraba, Carmen, desvelan la verdad más íntima de Italia, del Valais, de Provenza, de Córcega, de Andalucía. Cuando Goethe logra el amor de la alsaciana Frédérique, los alemanes lo ven como un símbolo de la anexión de Alemania; a la inversa, cuando Colette Baudoche se niega a casarse con un alemán, para Barrés se trata de Alsacia que se resiste ante Alemania. Simboliza Aigues Mortes y toda una civilización refinada y pusilánime en la personita de Bérénice; ella representa también la sensibilidad del propio escritor. En la que encama el alma de la naturaleza, de las ciudades, del universo, el hombre reconoce también su doble misterioso; el alma del hombre es Psiqué, una mujer. 22 Es alegórica en el vergonzoso poema que Claudel acaba de perpetrar, en el que llama a Indochina «Esta mujer amarilla»; es afectiva, por el contrario, en los versos del poeta negro: El alma del negro país en el que duermen los ancianos, vive y habla esta noche en la fuerza inquieta a lo largo del hoyuelo de tu espalda. 268 Psiqué tiene rasgos femeninos en Ulalume, de Edgar Poe: Aquí, un día, a través de una avenida titánica de cipreses, erraba con m i alm a — una avenida de cipreses con Psiqué, mi alma... A sí pacifiqué a Psiqué y la besé... y dije: ¿qué está escrito, dulce herm ana, en la puerta? Y Mallarmé dialogando en el teatro con «un alma o con nuestra idea» (a saber, la divinidad presente en el espíritu del hombre) la llama «una dama anormal tan exquisita (sic)»23. A rm oniosa yo diferente de un sueño M ujer flexible y firm e de silencios constantes ¡De actos puros!... M isteriosa yo... así la interpela Valéry. El mundo cristiano ha sustituido las ninfas y las hadas por presencias menos camales, pero los hogares, los paisajes, las ciudades y los mismos individuos están habitados por una feminidad impalpable. Esta verdad sepultada en la noche de las cosas resplandece también en el cielo; perfecta inmanencia, el Alma es al mismo tiempo lo trascendente, la Idea. No sólo las ciudades y las naciones, sino las entidades, instituciones abstractas, tienen rasgos femeninos: la Iglesia, la Sinagoga, la República, la Humanidad son mujeres, y también la Paz, la Guerra, la Libertad, la Revolución, la Victoria. El ideal que el hombre coloca frente a sí como el Otro esencial, lo feminiza porque la mujer es la imagen sensible de la alteridad; por esta razón, todas las alegorías, en el lenguaje como en la iconografía, son mujeres24. Alma e Idea, la mujer es también mediadora entre una y otra: es la Gracia que conduce al cristiano hacia Dios, es la Beatriz que guía a Dante en el más allá, Laura que llama a Petrarca hacia las altas cimas de la poesía. En todas las doctrinas que asimilan la Naturaleza al Espíritu aparece como Armonía, Razón, Verdad. Las sectas gnósticas habían convertido 23 Crayonné au théâtre. 24 La filología es más bien misteriosa sobre este tema; todos los lingüistas están de acuerdo en reconocer que la distribución de las palabras concretas en géneros es puramente accidental. No obstante, en francés la mayor parte de las entidades son femeninas: belleza, lealtad, etc. En alemán, también la mayor parte de las palabras importadas, extranjeras, ajenas, son femeninas: die Bar, etc. 269 la Sabiduría en una mujer, Sofía, atribuyéndole la redención del mundo e incluso su creación. Aqui la mujer ya no es carne, sino cuerpo glorioso; ya no se la pretende poseer, se la venera en su esplendor intacto; las pálidas muertas de Edgar Poe son fluidas como el agua, como el viento, como el recuerdo; para el amor cortés, para los preciosos y en toda la tradición galante, la mujer ya no es una criatura animal, sino un ser etéreo, un aliento, una luz. Así la opacidad de la Noche femenina se convierte en transparencia, la negrura en pureza, como en estos textos de Novalis: Éxtasis nocturno, sueño celeste, descendiste hacia mí; el paisaje se alzó dulcemente, por encima del paisaje planeó m i espíritu liberado, regenerado. El texto se convirtió en una nube a través de la cual pude divisar los rasgos transfigurados de la Bien Amada. ¿Te somos agradables a ti también, sombría noche?... U n bálsam o precioso fluye de tus manos, un rayo cae de tu gavilla. Retienes las alas grávidas del alma. Una emoción, oscura e inefable, nos embarga: veo un rostro serio, jubilosam ente asustado que se inclina hacia mí con suavidad y recogimiento y reconozco bajo los bucles entrelazados la querida juventud de la M adre... M ás celestes que estas estrellas centelleantes nos parecen los ojos infinitos que la Noche ha abierto en nosotros. La atracción descendente ejercida por la mujer se ha invertido; ya no empuja al hombre hacia el corazón de la tierra, sino hacia el cielo. El Eterno Femenino nos atrae hacia lo alto proclama Goethe al final del segundo Fausto. Ya que la Virgen María es la imagen más acabada, la más comúnmente venerada de la mujer regenerada y consagrada al Bien, es interesante ver a través de la literatura y de la iconografía cómo se presenta. Aquí tenemos un extracto de las letanías que le dirigía en la Edad Media la cristiandad ferviente: ... Virgen suprema, tu eres el fecundo Rocío, la Fuente de la A legría, el Canal de las misericordias, el Pozo de aguas vivas que calman nuestros ardores, Eres el Seno con el que Dios amamanta a los huérfanos... Eres la M édula, la Miga, el N úcleo de todos los bienes. 270 Eres la M ujer sin artificios cuyo amor nunca cambia... Eres la Piscina probática, el Rem edio de las vidas leprosas, la sutil Doctora que no tiene igual ni en Salem o ni en M ontpellier... Eres la Dam a de m anos sanadoras cuyos dedos tan b ellos, tan blancos, tan largos restauran las narices y las bocas, hacen nuevos ojos y nuevas orejas. A pagas a los ardientes, reanim as a los paralíticos, animas a los cobardes, resucitas a los m uer­ tos. En estas invocaciones encontramos la mayor parte de los atributos femeninos que hemos señalado. La Virgen es fecundidad, rocío, fuente de vida; muchas imágenes la representan en el pozo, en la fuente, en el manantial; la expresión «Manantial de Vida» es una de las más extendidas; no es creadora, pero fertiliza, hace brotar la luz que estaba oculta en la tierra. Es la realidad profunda encerrada bajo las apariencias de las cosas: el Núcleo, la Médula. Por ella se calman los deseos; es lo que le es dado al hombre para saciarlo. Allá donde la vida está amenazada, la salva y la restaura: cura y fortifica. Y porque la vida emana de Dios, al ser intermediaria entre el hombre y la vida, es también mediadora entre la humanidad y Dios. «Puerta del diablo», decía Tertuliano. Pero transfigurada, es puerta del cielo; las pinturas nos la representan abriendo una puerta o una ventana que da al paraíso; o también tendiendo una escala entre la tierra y el firmamento. Más claro todavía, la vemos como abogada, intercediendo ante su Hijo por la salvación de los hombres: muchos cuadros del Juicio Final muestran a la Virgen descubriendo sus senos y suplicando a Cristo en nombre de su gloriosa maternidad. Protege entre los pliegues de su manto a los hijos de los hombres; su amor misericordioso los sigue por los océanos, los campos de batalla, a través de los peligros. Doblega, en nombre de la caridad, la Justicia divina: existen las «Vírgenes de la balanza» que sonriendo hacen que se incline del lado del Bien el platillo en el que se pesan las almas. Este papel misericordioso y tierno es uno de los más importantes de todos los que le han correspondido a la mujer. Incluso integrada en la sociedad, la mujer desborda sutilmente las fronteras porque tiene la generosidad insidiosa de la Vida. Esta distancia entre las construcciones deseadas por los varones y la contingencia de la naturaleza parece en algunos casos inquietante, pero se convierte en benéfica cuando la mujer, demasiado dócil para amenazar la obra de los hombres, se limita a enriquecerla y a sua- 271 vizar sus lineas más acusadas. Los dioses masculinos representan el Destino; en las diosas encontramos una benevolencia arbitraria un favor caprichoso. El Dios cristiano tiene los rigores de la Jusícia, la Virgen tiene la dulzura de la caridad. En la tierra, los hombres son defensores de las leyes, de la razón, de la necesidadla mujer conoce la contingencia original del hombre mismo y de esta necesidad en la que cree; de ahí nace la misteriosa ironía que florece en sus labios y su flexible generosidad. Pare con dolor cuida a las heridas de los hombres, amamanta al recién nacido y entierra a los muertos; conoce del hombre todo aquello que rebaja su orgullo y humilla su voluntad. Mientras se inclina ante él mientras somete la carne al espíritu, se mantiene dentro de las fronteras camales del espíritu; cuestiona la seriedad de las duras arquitecturas masculinas, suaviza sus ángulos; introduce en ellas un lujo gratuito, una gracia imprevista. Su poder sobre los homres viene de que los conduce tiernamente a una conciencia modesta de su autentica condición; es el secreto de su sabiduría desencantada, dolida, irónica y amante. Incluso la frivolidad, el capricho, la ignorancia son en ella virtudes encantadoras, porque se desarrollan íuera de los límites del mundo en el que el hombre ha elegido vivir, pero en el que no le gusta sentirse encerrado, rente a los significados establecidos, los instrumentos adaptados utlle¡s’ ella alza el misterio de las cosas intactas; hace circular por las calles de las ciudades, por los campos cultivados el aliento de la poesía. La poesía pretende captar lo que existe más alia de la prosa cotidiana: la mujer es una realidad eminentemente poética ya que en ella el hombre proyecta todo aquello que no se decide a ser. Ella encama el Sueño; el sueño es para el hombre ja presencia mas íntima y la más extraña, lo que no desea, no nace, aquello a lo que aspira y que es capaz de alcanzar; la Alternad misteriosa, que es la profunda inmanencia y la lejana trascendencia, le prestará sus rasgos. Así es como Aurelia visita a Nerval en sueños y le entrega en forma de sueño el mundo entero. «Se puso a crecer bajo un claro rayo de luna de modo que poco a poco el jardín iba tomando forma, y los macizos y los árboles se convertían en los rosetones y festones de sus ropasmientras que su figura y sus brazos imprimían sus contornos en las nubes purpureas del cielo. La perdía de vista a medida que se bafransfigurando pues parecía disolverse en su propia grandeza. «¡Oh., no huyas de mí! —grité—, pues la naturaleza muere con- 272 Al ser la sustancia misma de las actividades poéticas del hombre, es comprensible que la mujer aparezca como su inspiradora: las Musas son mujeres. La Musa es mediadora entre el Creador y las fuentes naturales en las que debe beber. A través de la mujer, cuyo espíritu está profundamente arraigado en la naturaleza, el hombre sondeará los abismos del silencio y de la noche profunda. La Musa no crea nada por ella misma; es una Sibila sensata que se convierte dócilmente en la sierva de un amo. Incluso en los terrenos concretos y prácticos, sus consejos serán útiles. El hombre quiere alcanzar sin la ayuda de sus semejantes los fines que se inventa y a menudo la opinión de otro hombre le resultaría importuna; sin embargo, imagina que la mujer le habla en nombre de otros valores, en nombre de una sabiduría que no pretende poseer, más instintiva que la suya, más inmediatamente adaptada a la realidad; lo que la Egeria entrega al consultante son «intuiciones»; él la sondea sin amor propio, como sondearía a los astros. Esta «institución» se introduce hasta en los negocios o la política: Aspasia y Mme de Maintenon siguen haciendo en nuestros días carreras florecientes25. Hay otra función que el hombre deja voluntariamente para la mujer: al ser el objetivo de las actividades de los hombres y la fuente de sus decisiones, aparece también como medida de los valores. Se descubre como un juez privilegiado. Si el hombre sueña con Otro, no es sólo para poseerlo, sino para verse confirmado por él; la confirmación de los hombres, que son sus semejantes, exige de él una tensión constante: por esta razón quiere que una mirada exterior confiera a su vida, a sus empresas, a sí mismo, un valor absoluto. La mirada de Dios está oculta, es extranjera, inquietante: incluso en las épocas de fe, sólo inflamaba a algunos místicos. Este papel divino se le adjudica con frecuencia a la mujer. Cercana al hombre, dominada por él, no plantea valores que le sean ajenos: y sin embargo, al ser otra, permanece exterior al mundo de los hombres, por lo que es capaz de captarlo con objetividad. Ella es la que en cada caso particular denunciará la presencia o la ausencia de valor, de fuerza, de belleza, confirmando desde el exterior su precio universal. Los hombres están demasiado ocupados con sus relaciones de cooperación y de lucha para ser un público para ellos mismos: no se contemplan. La mujer 25 Ni que decir tiene que manifiestan en realidad cualidades intelectuales perfectamente idénticas a las de los hombres. 273 queda al margen de sus actividades, no toma parte en las justas y los combates: toda su situación la destina a desempeñar este papel de mirada. El caballero combate en el torneo por su dama; los poetas tratan de obtener el sufragio de las mujeres. Cuando Rastignac quiere conquistar París, primero piensa en tener mujeres, no tanto para poseerlas en su cuerpo como para gozar de esa reputación que sólo ellas son capaces de crear a un hombre. Balzac proyectó en sus personajes jóvenes la historia de su propia juventud: él empieza a formarse con amantes mayores que él; la mujer no sólo desempeña este papel de educadora en El lirio del valle, es también el que se le asigna en educación sentimental, en las novelas de Stendhal y en muchísimas más novelas de iniciación. Ya hemos visto que la mujer es a un tiempo physis y antiphysis: además de la Naturaleza, encama la Sociedad; en ella se resume la civilización de una época, su cultura, como vemos en los poemas corteses, en el Decamerón, enAstrea; lanza modas, reina sobre los salones, dirige y refleja la opinión pública. La fama, la gloria son mujeres. «La multitud es mujer», decía Mallarmé. El joven se inicia al «mundo» y a esta realidad compleja que se llama «la vida» con las mujeres. Es uno de los fines privilegiados que se marca el héroe, el aventurero, el individualista. Vemos en la Antigüedad a Perseo liberar a Andrómeda, a Orfeo buscar a Eurídice en los infiemos y a Troya luchar para conservar a la bella Helena. Las novelas de caballería no conocen más proeza que liberar a las princesas cautivas. ¿Qué haría el Príncipe Azul si no despertara a la Bella Durmiente, si no colmara a Piel de Asno con sus dones? El mito del rey que se casa con una pastora halaga tanto al hombre como a la mujer. El hombre rico tiene necesidad de dar, porque si no su riqueza inútil siempre será abstracta: necesita frente a él alguien a quien dar. El mito de Cenicienta, que Philipp Wyllie describe con indulgencia en Generation ofVipers, florece sobre todo en los países prósperos; tiene más fuerza en Estados Unidos porque los hombres están más cargados de riquezas: ese dinero que necesitan toda la vida para ganar, ¿cómo podrían gastarlo si no se^lo consagraran a una mujer? Orson Welles, entre otros, encamó en Ciudadano Kane el imperialismo de esta falsa generosidad: si Kane decide aplastar con sus regalos a una oscura cantante e imponérsela al público como gran artista, es para afirmar su propio poder. En Francia podríamos citar muchos «ciudadanos Kane» de pacotilla. En otra película, Elfilo de la navaja, cuando el protagonista vuelve de la India cargado con la sa­ 274 biduría absoluta, lo único que se le ocurre hacer con ella es redimir a una prostituta. Está claro que al imaginarse como donante, liberador, redentor, el hombre desea nuevamente someter a la mujer porque, para despertar a la Bella Durmiente, antes tiene que estar dormida; hacen falta ogros y dragones para que existan princesas cautivas. No obstante, cuanto más le gustan al hombre las empresas difíciles, más se complacerá en conceder independencia a la mujer. Vencer es mucho más fascinante que liberar o dar. El ideal del hombre occidental medio es una mujer que sufre libremente su yugo, que no acepta sus ideas sin discusión, pero que cede ante sus razones, que se le resiste con inteligencia, para terminar dejándose convencer. Cuanto más se enardece su orgullo, más le gustan las aventuras peligrosas: es más hermoso domar a Pentesilea que casarse con una Cenicienta aquiescente. «El guerrero ama el peligro y eljuego —dice Nietzsehe; por eso ama a la mujer, que es el juego más peligroso.» El hombre que ama el peligro y eljuego ve con gusto cómo la mujer se transforma en amazona, siempre que conserve la esperanza de reducirla26: lo que exige en su corazón es que la lucha sea para él un juego, mientras que la mujer sejuega su destino; la verdadera victoria del hombre, liberador o conquistador, es que la mujer le reconozca libremente como su destino. Por ejemplo, la expresión «tener una mujer» tiene un doble sentido: las fruiciones de objeto y de juez no están disociadas. Desde el momento en que se toma a la mujer como una persona, sólo es posible conquistarla con su consentimiento; hay que ganársela. Lo que complace al Príncipe Azul es la sonrisa de la Bella Durmiente; las lágrimas de felicidad y gratitud de las princesas cautivas dotan de realidad a la proeza del caballero. Por otra parte, su mirada no tiene la severidad abstracta de una mirada masculina, se deja conquistar. El heroísmo y la poesía son formas de seducción que son exaltadas por la mujer al dejarse seducir. A los ojos del individualista posee un privilegio más esencial todavía: se le aparece, no como la medida de los valores umversalmente reconocidos, sino como la revelación de sus méritos singu­ 26 Las novelas policiacas norteamericanas — o al estilo americano— son un ejemplo revelador. Los personajes de Peter Cheyney, entre otros, siempre se enfrentan con una mujer extremadamente peligrosa, indomable para cualquiera que no sean ellos: tras un duelo que se desarrolla a lo largo de toda la novela, acaba vencida por Campion o Callaghan y cae en sus brazos. 275 lares y de su mismo ser. Un hombre es juzgado por sus semejantes de acuerdo con lo que hace, en su objetividad y de acuerdo con medidas generales, pero algunas de sus cualidades, entre otras las cualidades vitales, sólopueden interesar a la mujer; sólo es viril, encantador, seductor, tierno, cruel, en función de ella: si estas virtudes tan secretas tienen para él mayor precio, la necesita a ella absolutamente; por ella conocerá el milagro de presentarse como otro, otro que es también su yo más profundo. Hay un texto de Malraux que expresa admirablemente lo que el individualista espera de la mujer amada. Kyo se pregunta: «Escuchamos la voz de los demás con sus oídos, la propia con la garganta. Sí. Nuestra vida también la escuchamos con la garganta, ¿y la de los demás?... Para los demás, soy lo que he hecho... Sólo para May no era lo que había hecho; para él solo, ella era algo más que su biografía. El abrazo con el que el amor mantiene a los seres unidos uno a otro contra la soledad, no aportaba su ayuda al hombre, sino al loco, al monstruo incomparable, preferible a todo, que cualquier ser es para sí mismo y que acaricia en su corazón. Desde que murió su madre, May era el único ser para el que no era Kyo Gisors, sino la más estrecha complicidad... Los hombres no son mis semejantes, son los que me miran y me juzgan; mis semejantes son los que me aman y no me miran, que me aman contra todo, que me aman contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición, a mí y no a lo que he hecho o haré, que me amarán mientras me ame yo mismo, incluso hasta el suicidio»27. Lo que convierte la actitud de Kyo en humana y conmovedora es que supone una reciprocidad y pide a May que lo ame en su autenticidad, no que le devuelva un reflejo complaciente. En muchos hombres, esta exigencia se degrada: en lugar de una revelación exacta, buscan en el fondo de dos ojos vivos su imagen aureolada de admiración y de gratitud, divinizada. Si la mujer se ha comparado tantas veces con el agua, es entre otras cosas porque es el espejo en que se contempla el Narciso varón: se inclina sobre ella con buena o mala fe. Lo que le pide en cualquier caso es que sea fuera de él todo lo que él no puede captar en él, porque la interioridad de lo existente sólo es una nada, y para poderse alcanzar necesita proyectarse en un objeto. La mujer es para él la recompensa suprema, ya que es, en una forma extranjera que puede poseer 27 La condición humana. 276 en su came, su propia apoteosis. Este «monstruo incomparable», él mismo, es lo que estrecha cuando abraza al ser que resume para él el Mundo y al que impone sus valores y sus leyes. Al unirse a este otro que ha hecho suyo, espera llegar a él mismo. Tesoro, presa, juego y riesgo, musa, guía, juez, mediadora, espejo, la mujer es el Otro en el que el sujeto se supera sin verse limitado, que se enfrenta a él sin negarlo; es el Otro que se deja anexionar sin dejar de ser Otro. Por eso es tan necesaria para la alegría del hombre y para su triunfo que se puede decir que si no existiera, los hombres la habrían inventado. Y la han inventado28. Pero también existe sin su invención. Por eso es, al mismo tiempo que la encamación de su sueño, su fracaso. No hay ninguna imagen de la mujer que no genere inmediatamente su imagen inversa: es la Vida y la Muerte, la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche. No importa el aspecto bajo el que la veamos, siempre encontramos la misma oscilación, pues lo inesencial retoma necesariamente a lo esencial. En la imagen de la Virgen María y de Beatriz subyacen Eva y Circe. Por la m ujer — escribe K ierkegaard— la idealidad entra en la vida y sin ella ¿qué sería el hom bre? Cuántos hom bres se han convertido en genios gracias a una jovencita... pero ninguno se convirtió en genio gracias a la jovencita cuya m ano obtuvo... «La mujer hace al hombre productivo en la idealidad dentro de una relación negativa... Las relaciones negativas con las mujeres pueden hacemos infinitos... las relaciones positivas con la mujer hacen al hombre finito en las proporciones más amplias»29. Es como decir que la mujer es necesaria en la medida en que siga siendo una Idea en la que el hombre proyecta su propia trascendencia, pero que es nefasta como realidad objetiva, existente para sí y limitada a sí. Al negarse a casarse con su novia, Kierkegaard considera haber establecido con la mujer la única relación válida. Y tiene razón, en el sentido de que el mito de la mujer planteada como Alteridad infinita atrae inmediatamente a su contrario. 28 «El hombre creó a la mujer, ¿con qué? Con una costilla de su dios, de su ideal» (Nietzsche, El ocaso de los ídolos). 29 In vino veritas. 277 Porque es falso Infinito, Ideal sin verdad, se descubre como finitud y mediocridad y al mismo tiempo como mentira. Así es como aparece en Laforgue; en toda su obra expresa su rencor contra una falacia de la que considera al hombre tan culpable como a la mujer. Ofelia, Salomé, sólo son en realidad «mujercitas». Hamlet piensa: «Así es como Ofelia me habría amado, como su “bien” y porque era social y moralmente superior a los bienes de sus amiguitas. ¡Y las ffasecillas que se le escapaban a las horas en que se encienden las lámparas sobre el bienestar y la comodidad!» La mujer hace soñar al hombre, aunque ella piense en el bienestar, en el cocido; le hablan de su alma, cuando ella sólo es un cuerpo. Cuando cree perseguir el Ideal, el amante es el juguete de la naturaleza que utiliza todas estas místicas con fines de reproducción. Ella representa en realidad la vida cotidiana, es bobería, prudencia, mezquindad, aburrimiento. Es lo que expresa, entre otros, el poema titulado «Nuestra pequeña compañera»: ... Tengo el arte de todas las escuelas, tengo almas para todos los gustos. Corta la flor de m is rostros, bebe m i boca y no m i voz. Y no busques nada más: nadie lo ve claro, ni siquiera yo. Nuestros amores no son iguales para que os tienda la mano; sólo sois hombres ingenuos. ¡Yo soy el Eterno Femenino! ¡M i Objetivo se pierde en las Estrellas! ¡Yo soy la gran Isis! N adie ha levantado m i velo. N o pienses m ás que en m is oasis... El hombre ha conseguido someter a la mujer, pero en la misma medida la ha despojado de lo que hacía deseable su posesión. Integrada en la familia y en la sociedad, la magia de la mujer, en lugar de transfigurarse, se disipa: reducida a la condición de sierva, deja de ser la presa indomable en la que se encamaban todos los tesoros de la naturaleza. Desde el nacimiento del amor cortés, es un tópico decir que el matrimonio mata el amor. Demasiado despreciada o demasiado respetada, demasiado cotidiana, la esposa deja de ser un objeto erótico. Los ritos del matrimonio estaban primitivamente destinados a defender al hombre de la mujer; la 278 convierten en su propiedad, pero todo lo que poseemos nos posee a su vez; el matrimonio es también una servidumbre para el homnno 1o mi A t i l a natn ralpva* n n r lififapr fÍP.£P,í3-U i U j U H XCi u a m p a v j^ u v i v u v n u v i u i i u i ,u i u i v /j u .. ~ ----- do una fresca jovencita, el varón debe alimentar durante toda su vida a una matrona fondona, ima vieja reseca; lajoya delicada destinada a embellecer su existencia se convierte en una odiosa carga: Jantipa es uno de los tipos femeninos que más horror ha inspirado siempre a los hombres30. Incluso mientras la mujer es joven, en el matrimonio se da una falacia, ya que al pretender socializar el erotismo, sólo consigue matarlo. Y es porque el erotismo implica una reivindicación del instante contra el tiempo, del individuo contra la sociedad; afirma la separación contra la comunicación; es rebelde a toda normativa; contiene un principio hostil para la sociedad. Las costumbres nunca se plegaron al rigor de las instituciones y de las leyes: el amor siempre se afirmó contra ellas. En su imagen sensual, se dirige en Grecia y Roma a jóvenes o cortesanas; camal y platónico al mismo tiempo, el amor cortés está siempre destinado a la mujer de otro. Tristán es la epopeya del adulterio. La época que crea desde la nada, alrededor de 1900, el mito de la mujer, es la que convierte el adulterio en tema de toda la literatura. Algunos escritores, como Bemstein, en una defensa suprema de las instituciones burguesas, se esfuerzan por devolver al matrimonio el erotismo y el amor, pero hay más verdad QnAmoureuse, de Porto-Riche, que muestra la incompatibilidad de estos dos órdenes de valores. El adulterio sólo puede desaparecer con el matrimonio mismo. Porque el objetivo del matrimonio es, en cierta forma, inmunizar al hombre contra su mujer, pero las otras mujeres siguen conservando para él su atractivo estremecedor, así que se volverá hacia ellas. Las mujeres se hacen cómplices, pues se rebelan contra un orden que pretende privarlas de todas sus armas. Para arrancar a la mujer de la Naturaleza, para someterla al hombre mediante ceremonias y contratos, se la eleva a la dignidad de ser humano, se la dota de libertad. Sin embargo, la libertad es precisamente lo que escapa a todas las servidumbres; si se la concedemos a un ser originariamente habitado por fuerzas maléficas, se vuelve peligrosa. Sobre todo porque el hombre se queda a medias, sólo acepta a la mujer en el mundo mascu­ 30 Ya hemos visto que en Grecia y en la Edad Media era tema de numerosas lamentaciones. 279 lino si la convierte en criada, si le arrebata su trascendencia; la libertad que se le entrega sólo puede tener un uso negativo; se utiliza para rechazar. La mujer sólo es libre cuando se vuelve cautiva; renuncia a este privilegio humano para recobrar su fuerza de objeto natural. De día, representa pérfidamente su papel de dócil sirvienta, pero de noche se transforma en gata, en cierva; se desliza de nuevo en su piel de sirena o, cabalgando sobre una escoba, huye hacia celebraciones satánicas. A veces, ejerce su magia nocturna sobre su propio marido, pero es más prudente ocultar a su amo sus metamorfosis; elige siempre a extraños como presa; no tienen derechos sobre ella, para ellos sigue siendo planta, fuente, estalla, embrujadora. Está así condenada a la infidelidad: es el único rostro concreto que puede tomar su libertad. Es infiel más allá de sus deseos, sus pensamientos, su conciencia; porque la ven como un objeto, se ofrece a cualquier subjetividad que decida apoderarse de ella; encerrada en el harén, oculta tras los velos, ni siquiera así es seguro que no inspire deseo a nadie: inspirar deseo a un extranjero ya es faltar a su esposo y a la sociedad. Además, suele hacerse cómplice de esta fatalidad; sólo con la mentira y el adulterio puede probar que no es la cosa de nadie y que desmiente las pretensiones del varón. Por esta razón, los celos del hombre se despiertan con tanta ligereza; vemos en las leyendas que se puede sospechar de la mujer sin razón, condenarla con meras sospechas, como Genoveva de Brabante y Desdémona; incluso antes de la sospecha, Griselda está sometida a las pruebas más duras; este cuento sería absurdo si la mujer no fuera sospechosa de entrada; no es necesario probar sus faltas: es ella quien debe demostrar su inocencia. Por esta razón los celos pueden ser insaciables; ya hemos dicho que la posesión nunca puede realizarse positivamente; aunque se le impida el acceso al bien a cualquier otro, no poseemos la fuente en la que bebe: el celoso lo sabe bien. Por esencia, la mujer es inconstante, como el agua es fluida; ninguna fuerza humana puede ir contra una verdad natural. A través de todas las literaturas, en Las mil y una noches como en el Decameron vemos que los ardides de la mujer triunfan sobre la prudencia del hombre. No obstante, si es carcelero no es sólo por voluntad individualista: la sociedad, como padre, hermano, esposo, le hace responsable de la conducta de su mujer. Se le impone la castidad por razones económicas y religiosas, pues cada ciudadano tiene que estar confirmado como hijo de su propio padre. También es muy importante obligar a la mujer a coincidir exactamente con el 280 papel que le ha impuesto la sociedad. Existe una doble exigencia del hombre que condena a la mujer a la duplicidad: quiere que la mujer sea suya y siga siendo extranjera; la sueña como criada y bruja a la vez. Sin embargo, sólo asume públicamente el primero de estos deseos; el otro es una reivindicación subrepticia que oculta en el secreto de su corazón y de su carne; la mujer cuestiona la moral y la sociedad; es malvada como la Alteridad, como la Naturaleza rebelde, como la «mala mujer». El hombre no se consagra íntegramente al Bien que construye y pretende imponer; conserva vergonzosas connivencias con el Mal, pero allá donde este último se atreve a mostrarse a rostro descubierto, le hace la guerra. En las tinieblas de la noche, el hombre invita a la mujer al pecado, pero en pleno día repudia al pecado y a la pecadora. Y las mujeres, pecadoras también en el misterio del lecho, intensifican la pasión con la que rinden culto público a la virtud. Como entre los primitivos, el sexo masculino es laico, mientras que el de la mujer está cargado de virtudes religiosas y mágicas. La falta del hombre en las sociedades más modernas sólo es una cana al aire sin gravedad; se suele considerar con indulgencia; aunque desobedezca a las leyes de la comunidad, el hombre le sigue perteneciendo a ella; sólo es un enfant terrible que no amenaza profundamente el orden colectivo. Por el contrario, si una mujer se evade de la sociedad, vuelve a la Naturaleza y al demonio, desencadena en el seno del grupo fuerzas incontrolables y malignas. La reprobación que inspira una conducta desvergonzada siempre incluye algo de miedo. Si el marido no consigue obligar a su mujer a ser virtuosa, participa en su falta; su desgracia es un deshonor a los ojos de la sociedad; hay civilizaciones tan severas que tendrá que matar a la criminal para desolidarizarse de su crimen. En otras, se castiga al esposo complaciente con cencerradas o paseándolo desnudo a lomos de burro. La comunidad se encarga de castigar en su lugar a la culpable, porque no le ha ofendido sólo a él, sino a toda la colectividad. Estas costumbres existieron con una especial dureza en la España supersticiosa y mística, sensual y aterrorizada por la carne. Calderón, Lorca, Valle-Inelán las convirtieron en tema de numerosos dramas. En La casa de Bernarda Alba de Lorca, las mujeres del pueblo quieren castigar a la joven seducida quemándola con carbón ardiendo «en el sitio de su pecado». En Divinas palabras de Valle-Inclán, la mujer adúltera aparece como un bruja que baila con el demonio; una vez descubierta su falta, todo el pueblo se reúne para arrancarle la ropa, 281 para ahogarla. Según muchas tradiciones se desnudaba a la pecadora y después se la lapidaba, tal y como se relata en el Evangelio, se la enterraba viva, se la ahogaba, se la quemaba. El sentido de estos suplicios era devolverla a la Naturaleza después de haberla despojado de su dignidad social; por su pecado, había desencadenado efluvios naturales malignos: la expiación se realizaba en una especie de orgía sagrada en la que las mujeres, desnudando, golpeando, masacrando a la culpable desencadenaban a su vez fluidos misteriosos, pero propicios, pues actuaban de acuerdo con la sociedad. Esta severidad salvaje se pierde a medida que disminuyen las supersticiones y se disipa el miedo, pero en el campo se sigue mirando con desconfianza a las gitanas sin Dios, sin hogar. La mujer que ejerce libremente sus encantos: aventurera, vampiresa, mujer fatal, sigue siendo un tipo inquietante. En la mala mujer de las películas de Hollywood pervive la imagen de Circe. Hay mujeres que han sido quemadas como brujas, simplemente porque eran hermosas. En la aprensión mojigata de las virtuosas provincianas ante las mujeres de mala vida se perpetúa un temor antiguo. Estos mismos peligros hacen de la mujer, para el hombre aventurero, un juego emocionante. Renimciando a sus derechos de marido, negándose a apoyarse en las leyes sociales, tratará de vencerla en combate singular. Trata de apoderarse de la mujer hasta en sus resistencias; la persigue en esta libertad por la que se le escapa. En vano. No se puede fraccionar la libertad: la mujer libre lo será a menudo contra el hombre. Incluso la Bella Durmiente puede despertarse de mal humor; puede no reconocer en el que la despierta al Príncipe Azul, puede no sonreír. Es precisamente el caso de Ciudadano Kane, cuya protegida aparece como una oprimida y cuya generosidad se desvela como una voluntad de poder y de tiranía; la mujer del protagonista escucha el relato de sus hazañas con indiferencia, la Musa con la que sueña el poeta bosteza escuchando sus versos. La amazona aburrida puede negarse a combatir; y también puede quedar victoriosa. Las romanas de la decadencia, muchas americanas de nuestros días imponen a los hombres su capricho o su ley. ¿Dónde está Cenicienta? El hombre deseaba dar y ahora la mujer toma. Ya no se trata dejugar, sino de defenderse. Desde el momento en que la mujer es libre, ya no tiene más destino que el que se crea libremente. La relación de los dos sexos se convierte así en una relación de lucha. Al ser una se­ 282 mejante para el hombre, aparece tan temible como cuando era frente a él la Naturaleza extraña. La hembra nutricia, abnegada, paciente, se transforma en un animal ávido y devorador. La mala mujer hunde también sus raíces en la Tierra, en la Vida; pero la tierra es una fosa, la vida un combate despiadado: el mito de la abeja diligente, de la gallina clueca, es sustituido por el del insecto devorador, mantis religiosa, araña; la mujer ya no amamanta a sus pequeños, se come al macho; el óvulo ya no es un granero de abundancia, sino una trampa de materia inerte en la que el espermatozoide, castrado, se ahoga; la matriz, este antro cálido apacible y seguro, se convierte en pulpo chorreante, planta carnívora, abismo de tinieblas convulsivas; la habita una serpiente que devora insaciable la fuerza de los machos. Una misma dialéctica convierte el objeto erótico en una negra bruja, la sirvienta en una traidora, Cenicienta en ogresa y transforma a todas las mujeres en enemigas: es el precio que debe pagar el hombre por haberse considerado con mala fe el único esencial. No obstante, este rostro enemigo no es tampoco la imagen definitiva de la mujer. Se trata más bien de un maniqueísmo que se introduce en el seno de la especie femenina. Pitágoras asimilaba el principio bueno al hombre, el principio malo a la mujer. Los hombres tienen tendencia a superar el mal anexionándose a la mujer; lo han conseguido parcialmente, pero como el cristianismo, al aportar ideas de redención y de salvación, dio su pleno sentido a la palabra condenación, de la misma forma, frente a la mujer santificada la mala mujer adquiere todo su relieve. Durante la «disputa de las mujeres» que dura desde la Edad Media hasta nuestros días, algunos hombres sólo quieren ver a la mujer bendita con la que sueñan, otros la mujer maldita que desmiente sus sueños. En realidad, si el hombre puede encontrarlo todo en la mujer, es porque tiene al mismo tiempo las dos caras. Representa de forma camal y viva todos los valores y antivalores por los que la vida adquiere un sentido. Se presentan claramente separados el Bien y el Mal, que se enfrentan bajo los rasgos de la Madre abnegada y de la Amante pérfida. En la antigua balada inglesa Randall my son, un joven caballero muere en brazos de su madre envenenado por su amante. La Glu, de Richepin, retoma con más patetismo y mal gusto el mismo tema. La angelical Micaela se enfrenta a la negra Carmen. La madre, la novia fiel, la esposa paciente se ofrecen a vendar las heridas que provocaron en el corazón de los hombres las vampiresas y las mandrágoras. Entre estos polos 283 claramente delimitados, una multitud de imágenes ambiguas se definen, patéticas, odiosas, pecadoras, víctimas, coquetas, débiles, angelicales, demoniacas. Y así, una multitud de conductas y de sentimientos apelan al hombre y lo enriquecen. Esta complejidad misma de la mujer le fascina: es una magia doméstica que puede deslumbrar con poco gasto. ¿Es ángel o demonio? La incertidumbre la convierte en Esfinge. Bajo esta égida se situaba una de las casas de citas más famosas de París. En la gran época de la Feminidad, en tiempos de los corsés, de Paul Bourget, de Henri Bataille, delfrench-cancan, el tema de la Esfinge aparecía sin cesar en las obras de teatro, las poesías y las canciones: «¿Quién eres, de dónde vienes, extraña Esfinge?» Y se sigue soñando y debatiendo sobre el misterio femenino. Para salvaguardar este misterio, los hombres suplicaron durante mucho tiempo a las mujeres que no abandonaran las faldas largas, las enaguas, los velos, los guantes hasta el codo, los botines altos: todo lo que acentúa en el Otro la diferencia lo hace más deseable, pues el hombre quiere apoderarse del Otro precisamente porque lo es. Vemos cómo Alain-Foumier reprocha en sus cartas a las inglesas su masculino apretón de manos: lo que le turba es la reserva púdica de las francesas. La mujer tiene que ser secreta, desconocida, para que sea posible adorarla como a una princesa lejana; no parece que Fournier haya sido especialmente deferente con las mujeres que se cruzaron en su vida, pero todos los temas maravillosos de la infancia, de lajuventud, toda la nostalgia de los paraísos perdidos, los encama en una mujer, cuya primera virtud era la de parecer inaccesible. Trazó de Yvonne de Galais una imagen blanca y dorada, pero los hombres adoran hasta los defectos femeninos, si pueden crear misterio. «Una mujer debe tener caprichos», decía con autoridad un hombre a una mujer razonable. El capricho es imprevisible; presta a la mujer la gracia del agua ondulante; la mentira la dota de espejeos fascinantes; la coquetería, la perversidad incluso, la dotan de un perfume embriagador. Decepcionante, huidiza, incomprendida, llena de doblez, así se presta mejor a los deseos contradictorios de los hombres; es Maya de innumerables metamorfosis. Es un tópico representar a la Esfinge con los rasgos de una joven: la virginidad es uno de los secretos que los hombres encuentran más turbador, y más cuanto más libertinos son; la pureza de la jovencita permite esperar todas las licencias y a saber las perversidades que oculta su inocencia; todavía cerca del animal y de la planta, ya dócil ante los ritos socia­ 284 les, no es ni niño ni adulto; su feminidad tímida no inspira miedo, sino una inquietud moderada. Es comprensible que se trate de una de las imágenes favoritas del misterio femenino. No obstante, como la «joven auténtica» se está perdiendo, su culto se ña vuelto un tanto anticuado. Sin embargo, el rostro de la prostituta que, en una obra de éxito triunfal, Gantillon prestaba a Maya, ha conservado gran parte de su prestigio. Es uno de los tipos femeninos más plásticos, el que mejor permite el gran juego de los vicios y las virtudes. Para el puritano timorato, encama el mal, la vergüenza, la enfermedad, la condenación; inspira temor y repulsión; no pertenece a ningún hombre, pero se presta a todos y vive de este comercio; encuentra así la temible independencia de las lujuriosas diosas madres primitivas y encama la Feminidad que la sociedad masculina no ha santificado, que sigue cargada de poderes maléficos; en el acto sexual, el varón no puede imaginarse que la posee, está solo, librado a los demonios de la carne; es una humillación, una mancilla que sufren especialmente los anglosajones, para quienes la carne está más o menos maldita. Sin embargo, un hombre que no tema a la carne amará en la prostituta su afirmación generosa y cmda; verá en ella la exaltación de la feminidad que no debilita ninguna moral; encontrará en su cuerpo estas virtudes mágicas que antes vinculaban a la mujer con los astros y el mar: un Miller, si se acuesta con una prostituta, cree sondear los abismos mismos de la vida, de la muerte, del cosmos; se une a Dios en el fondo de las tinieblas húmedas de una vagina acogedora. Porque, al margen de un mundo hipócritamente moral, es una especie de paria, también se puede considerar a la «hija pródiga» como una forma de cuestionar todas las virtudes oficiales; su indignidad la asimila a las auténticas santas, porque lo que se humilla será ensalzado; Cristo miró con buenos ojos a María Magdalena; el pecado abre más fácilmente las puertas del cielo que una virtud hipócrita. Por ejemplo, Raskolnikov sacrifica el arrogante orgullo masculino que le ha llevado al crimen a los pies de Sonia; ha exacerbado con el asesinato esta voluntad de separación que habita en todos los hombres; resignada, abandonada por todos, una humilde prostituta puede recibir mejor que nadie la confesión de su abdicación31. La palabra «hija pródiga» despierta ecos tur­ 31 Marcel Schwob expone poéticamente este mito en El libro de Monelle. «Te hablaré de las pequeñas prostitutas y conocerás el principio... Ya ves cómote lanzan gritos de compasión y te acarician la mano con su mano descar­ 285 badores; muchos hombres sueñan con perderse, pero no es tan fácil, no es sencillo alcanzar el Mal en una imagen positiva; incluso el demoniaco se asusta por crímenes excesivos; la mujer permite celebrar sin grandes riesgos misas negras en las que se evoca a Satán sin invitarle de forma precisa; ella está al margen del mundo masculino: los actos en los que participa no tienen realmente consecuencias; no obstante, es un ser humano y se pueden hacer realidad a través de ella oscuras rebeliones contra las leyes humanas. De Musset a Georges Bataille, la depravación de rasgos espantosos y fascinantes, es la frecuentación de las «mujeres de la vida». Sade y Sacher Masoch sacian los deseos que les obsesionan con mujeres; sus discípulos, y la mayor parte de los hombres que tienen «vicios» que satisfacer, se suelen dirigir a prostitutas. De todas las mujeres, son las más sometidas al varón, aunque son las que más se le escapan; es lo que las predispone a revestir tantos significados múltiples. No obstante, no hay ninguna imagen femenina: virgen, madre, esposa, hermana, sierva, amante, virtud altiva, sonriente odalisca, que no pueda resumir las aspiraciones multiformes de los hombres. Corresponde a la psicología —en particular al psicoanálisis— descubrir por qué un individuo se aferra más especialmente a uno u otro aspecto del Mito de innumerables facetas, y por qué lo encama en una forma singular. Ahora bien, en todos los complejos, las obsesiones, las psicosis está implicado este mito. En particular, muchas neurosis tienen su fuente en un vértigo de lo prohibido, que sólo puede aparecer si previamente se han definido unos tabúes; una presión social exterior es insuficiente para explicar su presencia; en realidad, los interdictos sociales no sólo son convenciones; entre otros significados, tienen un sentido ontologico que cada individuo vive de forma singular. A título de ejemplo, es interesante examinar el «complejo de Edipo»; se suele considerar como producto de una lucha entre tendencias instintivas y consignas sociales, pero ante todo es un conflicto interior al propio sujenada. Sólo te comprenden si eres muy desgraciado; lloran contigo y te consuelan... Ya yes, ninguna de ellas se puede quedar contigo. Se sentirían demasiado tristes y tienen vergüenza de quedarse cuando dejas de llorar, no se atreven a mirarte. Te enseñan la lección que te venían a enseñar y se marchan. Vienen a través atravesando el frío y la lluvia para besarte en la frente y secar tus ojos, y luego las tinieblas espantosas las vuelven a atrapar... No hay que pensar en lo que hayan podido hacer en las tinieblas.» 286 to. La fijación del niño al seno materno es, ante todo, devoción por la Vida en su forma inmediata, en su generalidad y su inmanencia; el rechazo del destete es el rechazo del abandono al que está condenado el individuo en cuanto se separa del Todo; a partir de ahí, y a medida que se individualiza y se separa más y más, se puede calificar de «sexual» la atracción que conserva por la carne materna, ya separada de la suya; su sensualidad está mediatizada, se ha convertido en trascendencia hacia un objeto extraño. Cuanto más deprisa y con mayor decisión se asume el niño como sujeto, más importuno le resultará el vínculo camal que cuestiona su autonomía. En consecuencia, se aparta de las caricias; la autoridad ejercida por su madre, los derechos que tiene sobre él, a veces su presencia misma, le inspiran una especie de vergüenza. Sobre todo le parece molesto, obsceno, descubrirla ahora como carne, evita pensar en su cuerpo; en el horror que experimenta hacia su padre o hacia un segundo marido, o un amante, hay menos celos que escándalo: recordarle que su madre es un ser de carne es recordarle su propio nacimiento, acontecimiento que repudia con todas sus fuerzas; o al menos desea darle la majestad de un gran fenómeno cósmico; su madre tiene que resumir la Naturaleza que forma parte de todos los individuos sin pertenecer a ninguno; odia que se convierta en presa, no porque —como se suele pretender— quiera poseerla él mismo, sino porque quiere que exista más allá de toda posesión: no debe tener las dimensiones mezquinas de la esposa o de la amante. No obstante, cuando en el momento de la adolescencia su sexualidad se viriliza, el cuerpo de su madre le puede turbar, pero es porque ve en ella la feminidad en general; a menudo, el deseo que despierta la visión de un muslo, de un seno, se apaga cuando el muchacho comprende que esta carne es la carne materna. Existen casos de perversión numerosos, ya que la adolescencia, que es la edad del desasosiego, es la de la perversión, cuando la repulsión suscita el sacrilegio, o del interdicto nace la tentación. No hay que creer por ello que el hijo desee ingenuamente acostarse con su madre, y que las defensas exteriores se interpongan y lo opriman; todo lo contrario, a causa de estas defensas que se crean en el corazón del individuo nace el deseo. Este interdicto es la reacción más normal, la más general, pero tampoco procede de una consigna social que enmascare deseos instintivos. El respeto es más bien la sublimación de una repulsión original; eljoven se niega a mirar a su madre como camal; la transfigura, la asimila a una de las puras imágenes de la mujer 287 santificada que le ofrece la sociedad. Así contribuye a fortalecer la imagen ideal de la Madre que acudirá en ayuda de la generación siguiente. Esta imagen sólo tiene tanta fuerza porque la invoca una dialéctica individual. Como cada mujer está habitada por la esencia general de la Mujer, es decir, de la Madre, es evidente que la actitud respecto a la Madre repercutirá en las relaciones con la esposa y las amantes; pero menos de lo que se suele imaginar. El adolescente que concretamente, sensualmente, desea a su madre, puede haber deseado en ella a la mujer en general: el ardor de su temperamento se calmará con cualquier mujer; no está abocado sin remedio a nostalgias incestuosas . A la inversa, un joven que ha sentido por su madre una tierna reverencia, pero platónica, puede desear que en todo caso la mujer participe de la pureza materna. Es conocida la importancia de la sexualidad, es decir, comúnmente de la mujer, en las conductas patológicas y normales. Pueden feminizarse otros objetos; ya que la mujer es en gran medida un invento del hombre, es posible inventarla a través de un cuerpo masculino: en la pederastía, la división de los sexos se conserva. Sin embargo, lo corriente es buscar la Mujer en seres femeninos. Por ella, a través de lo mejor y de lo peor que tiene, el hombre hace el aprendizaje de la felicidad, del sufrimiento, del vicio, de la virtud, de la codicia, de la renuncia, de la abnegación, de la tiranía: hace el aprendizaje de sí mismo; ella es eljuego y la aventura, pero también la prueba; ella es el triunfo de la victoria, y el más duro del fracaso superado; ella es el vértigo de la pérdida, la fascinación de la condena, de la muerte. Hay todo un mundo de significados que sólo existen por la mujer; ella es la sustancia de las acciones y de los sentimientos de los hombres, la encamación de todos los valores que apelan a su libertad. Es comprensible que, aunque se vea condenado a los rechazos más cmeles, el hombre no desee renunciar a un sueño en el que todos sus sueños están entretejidos. Por esta razón la mujer tiene un rostro doble y desolador: es todo lo que el hombre busca y todo lo que no alcanza. Es la mediadora pmdente entre la Naturaleza propicia y el hombre; es la tentación de la Naturaleza indomable frente a toda sabiduría. Del bien al mal, encama camalmente todos los valores morales y su 32 El ejemplo de Stendhal es muy interesante. 288 contrario; es la sustancia de la acción y lo que se opone a ella, el dominio del hombre sobre el mundo y su fracaso; como tal, está en el origen de toda reflexión del hombre sobre su existencia y de toda expresión que le pueda dar; no obstante, se afana en desviarlo de sí, sumergirlo en el silencio y en la muerte. Sierva y compañera, espera que también que sea su público y sujuez, que le confirme en su ser, pero ella le cuestiona con su indiferencia, incluso con su burla y sus risas. Proyecta en ella lo que desea y lo que teme, lo que ama y lo que odia. Si es difícil expresarlo, es porque el hombre se busca todo entero en ella y porque ella lo es Todo. Pero es Todo en el mundo de lo inesencial: es toda la Alteridad. Y como alteridad, lo es también para sí misma, para lo que se espera de ella. Al serlo todo, nunca es precisamente aquello que debería ser; es la perpetua decepción, la decepción misma de la existencia que nunca consigue alcanzarse y reconciliarse con la totalidad de los existentes. Capítulo II Para confirmar este análisis del mito femenino, tal y como se presenta colectivamente, vamos a estudiar la imagen singular y sincrética que ha revestido en determinados escritores. Las actitudes respecto a la mujer de Montherlant, D. H. Lawrence, Claudel, Breton, Stendhal, entre otros, nos han parecido típicas. I M o n t h e r l a n t o e l p a n d e l a s c o Montherlant se inscribe dentro de la larga tradición de los varones que han asumido el maniqueísmo orgulloso de Pitágoras. Considera como Nietzsche que sólo las épocas de debilidad han exaltado el Eterno Femenino y que el héroe debe sublevarse contra la Magna Mater. Especialista en heroísmo, se dedica a destronarla. La mujer es la noche, el desorden, la inmanencia. «Estas tinieblas convulsivas no son más que lo femenino en estado puro»1, escribe a propósito de Sofía Tolstoi. Para él, la tontería y la bajeza de los hombres de hoy han prestado una imagen positiva a las deficiencias femeninas: se habla de instinto de las mujeres, de su intuición, de sus dotes adivinatorias, cuando habría que denunciar su falta de lógica, su ignorancia obstinada, su incapacidad para captar la realidad; de hecho, no son ni observadoras ni psicólogas; no saben ni ver las cosas ni comprender a los seres; su misterio es 1 Sur les Femmes. 291 un engaño, sus tesoros insondables tienen la profundidad de la nada; no tienen nada que darle al hombre y sólo le pueden peijudicar. Para Montherlant, en primer lugar, la gran enemiga es la madre; en una obra dejuventud, L’Exil, ponía en escena a una madre que impedía a su hijo asumir sus responsabilidades; en Les Olympiques el adolescente que querría dedicarse al deporte está «frenado» por el egoísmo temeroso de su madre; en Les Célíbataires, en Les Jemes Filies se describe a la madre con rasgos odiosos. Su crimen es querer conservar a su hijo encerrado para siempre en las tinieblas de su vientre; lo mutila con el fin de poderlo acaparar y llenar así el vacío estéril de su ser; es la más deplorable de las educadoras; corta las alas del niño, lo retiene lejos de las cimas a las que aspira, lo idiotiza y lo envilece. Estos reproches no dejan de tener fundamento, pero a través de las críticas explícitas que Montherlant dirige a la mujer-madre está claro que lo que detesta en ella es su propio nacimiento. Se cree dios, quiere ser dios: porque es varón, porque es un «hombre superior», porque es Montherlant. Un dios no ha sido engendrado; su cuerpo, si es que lo tiene, es una voluntad foijada en unos músculos duros y obedientes, no una carne sordamente habitada por la vida y la muerte; de esta carne perecedera, contingente, vulnerable, de la que reniega, considera responsable a la madre. «El único lugar del cuerpo en el que Aquiles era vulnerable, era por el que le había sujetado su madre»2. Montherlant nunca quiso asumir la condición humana; lo que llama su orgullo es, desde un principio, una huida acobardada ante los riesgos que supone una libertad comprometida en el mundo a través de una carne; pretende afirmar la libertad, pero rechazar el compromiso; sin ataduras, sin raíces, se sueña como subjetividad soberanamente replegada sobre sí misma; el recuerdo de su origen camal perturba este sueño y recurre a un procedimiento habitual en él: en lugar de superarlo, lo repudia. A los ojos de Montherlant, la amante es tan nefasta como la madre; impide al hombre resucitar en él el dios; el destino de la mujer, declara, es la vida en lo que tiene de inmediato, se alimenta de sensaciones, se regodea en la inmanencia, tiene la manía de la felicidad y quiere encerrar en ella al hombre; no siente el impulso de la trascendencia, no tiene sentido de la grandeza; ama a su amante en la debilidad, y no en la fuerza, en sus penas y no en 2 Ibid. 292 su alegría; lo quiere desarmado, desgraciado, hasta el punto de querer contra toda evidencia convencerlo de su miseria. Él la supera, y así se le escapa; ella pretende reducirlo a su propia medida para apoderarse de él. Porque ella lo necesita, porque no se basta, es un ser parasitario. Con los ojos de Dominique, Montherlant nos presenta a las paseantes del Ranelagh «colgadas del brazo de sus amantes como seres sin vértebras, como grandes babosas disfrazadas»3; con excepción de las deportistas, las mujeres son para él seres incompletos, abocados a la esclavitud; blandas y sin músculos, no tienen asidero sobre el mundo; por eso trabajan duramente para hacerse con un amante, o mejor con un marido. Montherlant no utiliza, que yo sepa, el mito de la mantis religiosa, pero recupera su contenido: amar, para la mujer, es devorar; pretende entregarse, pero toma. Cita el grito de Sofía Tolstoi: «Vivo por él, para él; exijo lo mismo para mí», y denuncia los peligros de semejante furia amorosa; encuentra una terrible verdad en las palabras del Eclesiastés: «Vale más maldad de hombre que bondad de mujer.» Invoca la experiencia de Lyautey: «Uno de mis hombres que se casa es un hombre disminuido a la mitad.» Considera el matrimonio especialmente nefasto para el «hombre superior»; se trata de un aburguesamiento ridículo. ¿Podríamos imaginamos a la señora Esquilo, o hablar de «ir a cenar a casa de los Dante»? El prestigio de un gran hombre queda debilitado; y sobre todo, el matrimonio quiebra la soledad magnífica del héroe, que «necesita que no le distraigan de sí mismo»4. Ya he dicho que Montherlant elige una libertad sin objeto, es decir, que prefiere una ilusión de autonomía a la auténtica libertad que se compromete con el mundo; esta disponibilidad es lo que pretende defender de la mujer; la mujer es pesada, gravosa. «Era un duro símbolo que un hombre no pudiera caminar derecho porque la mujer a la que amaba iba de su brazo»5. «Yo ardía y ella me apagó. Caminaba sobre las aguas, ella se cuelga de mi brazo, me hundo»6. ¿Cómo tiene tanto poder, si es sólo carencia, pobreza, negatividad, y su magia es ilusoria? Montherlant no lo explica. Sólo dice con soberbia que «El león tiene razones para temer al mosquito»7. 3 L e Songe. 4 Sur les Femmes. 5 Les Jem es Filies. 6 Ibid. 7 Ibid. 293 La respuesta salta a la vista: es fácil creerse soberano cuando se está solo, creerse fuerte cuando se evita cuidadosamente cargar con ningún fardo. Montherlant ha elegido la facilidad, pretende rendir culto a los valores difíciles, pero trata de alcanzarlos fácilmente. «Las coronas que nos damos a nosotros mismos son las únicas que merece la pena llevar», dice el rey de Pasiphaé. Cómodo principio. Montherlant ciñe su frente, se envuelve en la púrpura, pero bastaría con una mirada ajena para revelar que sus diademas son de papel pintado y que, como el rey de Andersen, está totalmente desnudo. Caminar en sueños sobre las aguas es mucho menos cansado que avanzar decididamente por los caminos de la tierra. Por esta razón, el león Montherlant evita aterrorizado al mosquito femenino: teme la prueba de la realidad8. Si Montherlant hubiera acabado realmente con el mito del eterno femenino, habría que felicitarlo por ello: sólo negando a la Mujer es posible ayudar a las mujeres a asumirse como seres humanos. Pero hemos visto que no pulveriza el ídolo: lo convierte en monstruo. También él cree en esta oscura e irreductible esencia: la feminidad; considera como Aristóteles y Santo Tomás que se define negativamente; la mujer es mujer por falta de virilidad; es el destino que todo individuo hembra debe sufrir sin poderlo modificar. La que pretenda escapar de él, se sitúa en el grado más bajo de la escala humana: no consigue ser hombre, renuncia a ser una mujer; sólo es una ridicula caricatura, un simulación; que sea un cuerpo y una conciencia no le confiere ninguna realidad: platónico ocasional, Montherlant parece considerar que sólo las Ideas de feminidad y de virilidad poseen el ser; el individuo que no participa ni de la una ni de la otra sólo tiene una apariencia de existencia. Condena de forma inapelable a esas «estriges» que tienen la audacia de considerarse sujetos autónomos, de pensar, de actuar. Pretende probar, trazando el retrato de Andrée Haequebaut, que toda mujer que se esfuerza por convertirse en una persona se transforma en fantoche gesticulante. Por supuesto, Andrée es fea, poco agraciada, mal vestida e incluso sucia, con las uñas y los antebrazos desaliñados: la poca cultura que se le atri­ 8 Este proceso es el que Adler considera como el origen clásico de las psicosis. El individuo dividido.entre una «voluntad de poder» y un «complejo de inferioridad» establece entre la sociedad y él toda la distancia posible con el fin de no tener que enfrentarse con la prueba de la realidad. Sabe que minaría unas pretensiones que sólo puede mantener apoyándose en la mala fe. 294 buye bastó para matar toda su feminidad; Costáis nos garantiza que es inteligente, pero en cada página que le consagra, Montherlant nos convence de su estupidez; Costáis pretende tenerle simpatía, Montherlant nos la hace odiosa. Con este hábil equívoco, se demuestra la estupidez de la inteligencia femenina, se prueba que una desgracia original pervierte en la mujer todas las cualidades viriles a las que tiende. Montherlant acepta hacer una excepción con las deportistas; ejercitando autónomamente su cuerpo pueden conquistar un espíritu, un alma; sería fácil no obstante hacerlas bajar de las alturas; Montherlant se aleja con delicadeza de la ganadora de los mil metros, a la que consagra un himno entusiasta; no duda de poderla seducir fácilmente y quiere ahorrarle esta degradación. Dominique no se mantiene en las cumbres a las que la llamaba Alban; se enamora de él: «La que había sido toda espíritu y toda alma sudaba, exhalaba sus aromas y, perdiendo el aliento, emitía una tosecilla»9. Indignado, Alban la expulsa. Es posible estimar a una mujer que por la disciplina del deporte mata en ella la carne, pero es un odioso escándalo una existencia autónoma embutida en una carne de mujer; la carne femenina es odiosa cuando la habita una conciencia. Lo que conviene a la mujer es ser puramente carne. Montherlant aprueba la actitud oriental: como objeto de placer, el sexo débil ocupa un lugar en la tierra, humilde sin duda, pero válido; encuentra unajustificación en el placer que procura al varón y sólo en este placer. La mujer ideal es totalmente estúpida y totalmente sumisa; siempre está dispuesta a recibir al hombre y nunca le pide nada. Así es Douce, que Alban aprecia cuando le conviene, «Douce, admirablemente estúpida es más deseable cuanto más tonta... inútil para lo que no sea el amor y que evita entonces con firme suavidad»10. Así es la árabe Radidja, tranquilo animal amoroso que acepta dócilmente el placer y el dinero. Así podemos imaginar al «animal femenino» que conoce en un tren español: «Parecía tan estúpida que me puse a desearla»11. El autor explica: «Lo molesto en las mujeres es su pretensión a la razón; cuando exageran su animalidad, rozan lo sobrehumano»12. 9 L e Songe. 10 Ibid. 11 L a P etite Infante de Castille. 12 Ibid. 295 dad del cine realizan con modestia tantos hombres cada día, anuncia Costáis que se trata de «el gesto primitivo del Señor»20. Si tuvieran como él el sentido de la grandeza, los amantes, los maridos que abrazan a su querida antes de poseerla, podrían vivir con poco gasto estas poderosas metamorfosis. «Husmeaba vagamente el rostro de esa mujer, como un león que al destrozar la carne que sujeta entre las patas, se detiene de vez en cuando para lamerla»21. Este orgullo carnicero no es el único placer que el macho obtiene de la hembra; es su pretexto para vivir libremente, y siempre sin riesgo, limpiamente, la experiencia de su propio corazón. Costáis, una noche, se entretendrá incluso en sufrir hasta que, harto del sabor de su dolor, ataca alegremente un muslo de pollo. Es un capricho que no hay que permitirse demasiado a menudo, pero hay otras alegrías poderosas o sutiles. Por ejemplo, la condescendencia; Costáis condesciende a responder a algunas cartas de mujeres, y a veces incluso lo hace cuidadosamente; a una pequeña campesina inspirada, le escribe al final de una disertación pedante: «Dudo que me pueda comprender, pero es mejor así que si me hubiera rebajado hasta usted»22. A veces, le gusta modelar a una mujer a su imagen: «Quiero que sea para mi como esos turbantes árabes con los que se puede hacer cualquier cosa... no la he elevado hasta mí para que sea algo diferente de mí»23. Se entretiene en fabricar a Solange algunos bellos recuerdos. Pero sobre todo es al acostarse con una mujer cuando experimenta de forma embriagadora su prodigalidad: dispensador de alegría, dispensador de paz, de calor, de fuerza, de placer, estas riquezas que distribuye le colman. El no debe nada a sus amantes; a menudo, para estar bien seguro, las paga, pero incluso cuando el coito es a la par, la mujer debe estarle agradecida sin reciprocidad: ella no da nada, él toma. También encuentra totalmente normal, el día en que desflora a Solange, enviarla al cuarto de baño; por mucho que quiera a una mujer, estaría bonito que el hombre se molestara por ella; él es macho por derecho divino, ella está consagrada por derecho divino al irrigador y al bidé. El orgullo de Costáis imita aquí tan fielmente la patanería, que ya no sabemos bien lo que le diferencia de un viajante de comercio malcriado. 20 Ibid. 21 Ibid. 22 Ibid. 23 Ibid. 298 El primer deber de una mujer es someterse a las exigencias de su generosidad. Cuando supone que Solange no aprecia sus caricias, Costáis tiene un ataque de rabia. Si ama a Radidja, es porque su rostro se ilumina de felicidad cuando entra en ella. Entonces goza de sentirse a un tiempo animal de presa y príncipe magnífico. Podríamos preguntamos con perplejidad de dónde puede venir la embriaguez de tomar y de colmar si la mujer tomada y colmada sólo es una pobre cosa, carne insulsa en la que palpita un simulacro de conciencia. ¿Cómo puede Costáis perder tanto tiempo con estas criaturas vanas? Estas contradicciones dan la medida de un orgullo que no es más que vanidad. Un deleite más sutil, del fuerte, del generoso, del amo, es la piedad con la raza desgraciada. Costáis, de vez en cuando, se conmueve por sentir en su corazón tanta gravedad fraterna, tanta simpatía por los humildes, tanta «piedad por las mujeres». ¿Qué puede haber más conmovedor que la dulzura imprevista de los seres duros? Resucita en él esta noble estampa de Epinal cuando se inclina sobre esos animales enfermos que son las mujeres. Incluso las deportistas, quiere verlas vencidas, heridas, abrumadas, lastimadas; en cuanto a las demás, las quiere lo más desarmadas posible. Su miseria mensual le da asco, y sin embargo, Costáis nos confiesa que «siempre había preferido en las mujeres esos días en los que las sabía maltrechas»24... A veces cede a la piedad; llega a asumir compromisos, aunque no tanto como a respetarlos: se compromete a ayudar a Andrée, a casarse con Solange. Cuando la piedad se retira de su corazón, las promesas mueren. ¿Acaso no tiene derecho a contradecirse? Él marca las reglas del juego que juega consigo mismo como único jugador. Inferior, penosa, no es suficiente. Montherlant quiere que la mujer sea despreciable. A veces pretende que el conflicto del deseo y del desprecio es un drama patético: «¡Ah! ¡Qué tragedia desear lo que se desdeña!... Tener que atraer y rechazar casi en el mismo gesto, encender y tirar rápidamente como se hace con una cerilla, es la tragedia de nuestras relaciones con las mujeres»25. En realidad, no hay más tragedia que para la cerilla, pero su punto de vista es despreciable. En cuanto al que la enciende, con cuidado de no quemarse los dedos, salta a la vista que esta gimnasia le en­ 24 Ibíd. 25 La P etite Infante de Castille. 299 canta. Si no disfrutara tanto en «desear lo que se desdeña» no se negaría sistemáticamente a desear lo que estima: Alban no rechazaría a Dominique, optaría por «amar en la igualdad»; y podría ahorrarse desdeñar tanto lo que desea: después de todo, no vemos a priori en qué una pequeña bailarina española joven, bonita, ardiente, sencilla, es tan despreciable; ¿será porque es pobre, de baja extracción, sin cultura? Es de temer que a los ojos de Montherlant se trate efectivamente de taras, pero sobre todo la desprecia como mujer, por decreto; dice justamente que no es el misterio femenino lo que despierta los sueños de los hombres, que son los sueños los que crean el misterio; pero él también proyecta sobre el objeto lo que su subjetividad reclama: desdeña a las mujeres, no porque sean despreciables; porque las quiere desdeñar le parecen abyectas. Las cimas a las que está encaramado le parecen tanto más altivas cuanto mayor es la distancia entre ellas y él; así se explica que elija para sus obras enamoradas tan poca cosa: pone al gran escritor Costáis frente a una virgen añosa de provincias atormentada por el sexo y el aburrimiento, y a una pequeña burguesa de extrema derecha, necia e interesada; es medir con una vara muy corta a un individuo superior: el resultado de esta torpe prudencia es que nos parece muy pequeñito. No importa, Costáis se cree grande. Las debilidades más humildes de las mujeres bastan para alimentar su soberbia. Un texto de Les Jemes Filies es especialmente significativo. Antes de acostarse con Costáis, Solange se ocupa de su aseo nocturno. «Ella debe ir al servicio, y Costáis se acuerda de la yegua que tuvo, tan orgullosa, tan delicada que no orinaba ni defecabajamás cuando la estaba montando.» Aquí descubrimos el odio de la came (podríamos pensar en Swift: Ceña caga), la voluntad de asimilar a la mujer a un animal doméstico, la negativa a reconocerle ninguna autonomía, ni siquiera de orden urinario; pero sobre todo, mientras Costáis se indigna, olvida que él también tiene una vejiga y un colon; de la misma forma, cuando le da asco una mujer bañada en sudor y olores, suprime todas sus secreciones personales: es un espíritu puro, servido por unos músculos y un sexo de acero. «El desdén es más noble que el deseo», declara Montherlant en Awe Fontaines du Désir, y Alvaro: «Mi pan es el asco»26. ¡Menuda coartada es el desprecio para quien se complace consigo mismo! Al estar contemplando y juzgando, nos sentimos radicalmente diferentes 26 L e M aitre de Santiago. 300 del otro que condenamos, nos desentendemos impunemente de las taras de las que le acusamos. ¡Con qué embriaguez exhala Montherlant durante toda su vida su desprecio por los hombres! Le basta denunciar su estupidez para creerse inteligente, su cobardía para creerse valeroso. Al principio de la ocupación, se entrega a una orgía de desprecio con sus compatriotas vencidos: él no es ni francés, ni vencido; sobrevuela. Acaba reconociendo que a fin de cuentas, él, Montherlant, que acusa, no ha hecho nada más que los otros para prevenir la derrota; ni siquiera ha aceptado ser oficial; pero inmediatamente después sigue acusando con una furia que le lleva muy lejos de sí27. Si finge lamentarse por su repugnancia, es para sentirla más sincera y felicitarse más aún. En realidad, le parece tan cómoda, que trata sistemáticamente de arrastrar a la mujer a la abyección. Se divierte tentando con dinero o joyas a pobres muchachas: si ellas aceptan sus malévolos regalos, está encantado. Juega un juego sádico con Andrée, no por el placer de hacerla sufrir, sino de verla envilecerse. Invita a Solange al infanticidio; ella acepta esta perspectiva y los sentidos de Costáis se encienden: posee en un rapto de desprecio a la asesina en po­ tencia. La clave de esta actitud nos la da el apólogo de las orugas: no importa su intención oculta, es en sí mismo bastante significativo28. Orinando sobre unas orugas, Montherlant se entretiene en dispensar a algunas y a exterminar otras; concede una piedad risueña a las que se empeñan en vivir y les da generosamente una oportunidad; este juego le encanta. Sin las orugas, el chorro urinario sólo hubiera sido una secreción; se convierte en instrumento de vida o muerte; frente al insecto que se arrastra, el hombre que vacía su vejiga conoce la soledad despótica de Dios; sin estar amenazado de reciprocidad. De la misma forma, ante los animales femeninos, el varón, desde lo alto de su pedestal, cruel o tierno, justo o caprichoso, da, quita, colma, se apiada, se irrita; sólo obedece a su placer; es soberano, libre, único. Pero estos animales tienen que ser sólo animales; hay que elegirlas con este fin, halagar sus debilidades, tratarlas como animales, con tanto encarnizamiento que acabarán aceptando su condición. Por ejemplo, los blancos de Luisiana y de Georgia están encantados con las pequeñas raterías y mentiras de los negros; se sienten reforzados en la 27 L e Solstice de Juin, pág. 301. 28 I b í d pág. 286. 301 superioridad que les confiere el color de su piel; si uno de estos negros se empeña en ser honrado, habrá que maltratarlo más. Así se practicaba sistemáticamente en los campos de concentración el envilecimiento del hombre: la raza de los Señores encontraba en esta abyección la prueba de que su esencia era sobrehu­ mana. Esta comparación no tiene nada de casual. Es bien sabido que Montherlant admira la ideología nazi. Le encanta ver la cruz garuada, que es la Rueda Solar, triunfar en una de las fiestas del Sol. «La victoria de la Rueda Solar no es sólo la victoria del Sol, victoria del paganismo. Es victoria del principio solar que consiste en que todo gira... Veo triunfar en el día de hoy el principio que me habita, que he cantado, que con una conciencia completa veo gobernar mi vida»29.Es sabido también con qué sentido pertinente de la grandeza, durante la ocupación, puso como ejemplo a los franceses esos alemanes que «respiran el gran estilo de la fuerza»30. El mismo amor pánico a la facilidad que le hacía huir ante sus iguales le arrodilla ante los vencedores: cree identificarse con ellos con esta humillación; ya es vencedor, es lo que siempre deseó, no importa que sea de un toro, de las orugas o de las mujeres, de la vida misma y de la libertad. Es justo decir que, ya antes de la victoria, adulaba a los «encantadores totalitarios»31. Como ellos, siempre fue nihilista, siempre detestó a los hombres. «La gente no vale ni el trabajo de dirigirla (y no hace falta que la humanidad te haya hecho algo para detestarla hasta ese punto)»32; como ellos, creía que algunos seres: raza, nación, o él mismo, Montherlant, tienen un privilegio absoluto que les confiere todos los derechos sobre los demás. Toda su moral justifica y reclama la guerra y las persecuciones. Parajuzgar su actitud con las mujeres, hay que examinar esta ética más de cerca, porque habrá que saber, después de todo, en nombre de qué se las condena. La mitología nazi tenía una infraestructura histórica: el nihilismo expresaba la desesperación alemana; el culto al héroe servía a unos fines positivos por los que murieron millones de soldados. La actitud de Montherlant no tiene ninguna contrapartida positiva y sólo expresa su propia opción existencial. En realidad, 29 Ibid., pâg. 308. 30 Ibid., pâg. 199. 31 L JEquinoxe de Septem bre, pâg. 57. 32 Aux Fontaines du désir. 302 este héroe ha elegido el miedo. En toda conciencia existe una pretensión de soberanía, pero sólo se puede confirmar cuando se arriesga; ninguna superioridad viene dada pues, reducido a su subjetividad, el hombre no es nada; si se pueden establecerjerarquías es entre los actos y las obras de los hombres; el mérito debe ser conquistado incesantemente; Montherlant lo sabe. «Sólo tenemos derechos sobre lo que estamos dispuestos a arriesgar.» Pero nunca se quiso arriesgar entre sus semejantes. Porque no se atreve a afrontarla, decreta la abolición de la humanidad. «Los seres son un obstáculo irritante», dice el rey de La Reine morte. Y es que niegan la «ilusión» complaciente que el vanidoso crea a su alrededor. Hay que negarlos. Es significativo que ninguna de las obras de Montherlant nos pinte un conflicto de hombre a hombre; la coexistencia es el gran drama viviente: lo elude. Su personaje siempre se alza solo frente a animales, niños, mujeres, paisajes; es presa de sus propios deseos (como la reina de Pasiphaé) o de sus propias exigencias (como Le Maître de Santiago), pero nunca hay nadie a su lado. Ni siquiera Alban en Le Songe tiene compañeros: mientras vivía Prinet, lo desprecia, sólo se exalta ante su cadáver. La obra como la vida de Montherlant sólo admite una conciencia. Al mismo tiempo, de este universo desaparece todo sentimiento; no puede haber relaciones intersubjetivas si sólo hay un sujeto. El amor es ridículo, pero si es despreciable, no es en nombre de la amistad, pues «la amistad carece de visceras»33. Y se niega con altivez toda solidaridad humana. El héroe no ha sido engendrado, no está limitado por el espacio y el tiempo: «No veo ninguna razón válida para interesarme por las cosas exteriores que me son contemporáneas, como tampoco por las de cualquier año del pasado»34. Nada de lo que le pasa al otro cuenta para él: «A decir verdad, los acontecimientos nunca me importaron. Sólo los amaba en los rayos que creaban en mí al atravesarme... Que sean, pues, lo que quieran ser...»35. La acción es imposible: «¡Haber tenido ardor, energía, audacia y no haber podido ponerlos a disposición de nadie por falta de fe en cualquier cosa humana!»36. Es decir, que toda trascendencia está prohibida. Montherlant lo 33 Ibid. 34 La Possession de soi-m êm e, pâg. 13. 35 L e Solstice de ju in , pâg. 316. 36 Aux Fontaines du Désir. 303 reconoce. El amor y la amistad son pamplinas, el desprecio impide la acción; no cree en el arte por el arte, no cree en Dios. Sólo queda la inmanencia del placer: «Mi única ambición ha sido usar mis sentidos mejor que los demás», escribe en 192537. Y también: «En suma, ¿qué quiero? La posesión de los seres que me gustan con paz y poesía»38.Y en 1941: «Yo, que acuso, ¿qué he hecho en estos veinte años? Han sido un sueño lleno de mi placer. He vivido en todos los sentidos, emborrachándome con lo que amo: ¡qué boca a boca con la vida!»39. Vale, pero si pisotea a la mujer, ¿no es precisamente porque se revuelca en la inmanencia? ¿Qué fines más elevados, qué grandes designios enfrenta Montherlant al amor posesivo de la madre, de la amante? Él también busca «la posesión»; y en cuanto al «boca a boca con la vida», muchas mujeres tendrían algo que enseñarle. Es cierto que disfruta singularmente con placeres insólitos: los que se pueden obtener de los animales, los chicos, las muchachas impúberes; se indigna de que una amante apasionada no quiera meter en la cama a su hija de doce años: es una mezquindad muy poco solar. ¿No sabe que la sensualidad de las mujeres no es menos atormentada que la de los varones? Si la jerarquía entre los sexos se basa en este criterio, quizá ganaran ellas. A decir verdad, las incoherencias de Montherlant en este punto son monstruosas. En nombre de la «alternancia» declara que, como nada vale, todo vale por lo tanto; lo acepta todo, quiere abrazarlo todo y le encanta que su amplitud mental asuste a las madres de familia; no obstante, él es quien pedía durante la ocupación una «inquisición»40que censurara películas y periódicos; los muslos de las chicas americanas le dan asco, el sexo reluciente de un toro le exalta: cada cual con sus gustos; cada cual recrea a su manera «la ilusión»; ¿en nombre de qué valores el gran orgiástico escupe con asco sobre las orgías de los demás? ¿Porque no son las suyas? ¿Entonces toda la moral consiste en ser Montherlant? El contestaría evidentemente que no todo es gozar: están las formas. El placer tiene que ser el envés de una renuncia, el volup­ 37 Ibíd 38 Ibíd, 39 Le Solstice de Juin, pág. 301. 40 «Exigimos un organismo que tenga poder discrecional para detener todo lo que considere que perjudica a la calidad humana francesa. Una especie de inquisición en nombre de la calidad humana francesa» (Le Solstice de Juin, pág. 270). 304 tuoso debe sentir también que tiene la misma pasta que los héroes y los santos. Muchas mujeres son expertas en reconciliar sus placeres con la elevada imagen que tienen de ellas mismas. ¿Por qué debemos creer que los sueños narcisistas de Montherlant tienen más precio que los suyos? Porque, en realidad, se trata de sueños. Porque les niega todo contenido objetivo, las palabras con las que juega Montherlant —grandeza, santidad, heroísmo— sólo son futilidades. Montherlant tuvo miedo de arriesgar entre los hombres su superioridad; para embriagarse con este vino exaltante,,se retiró a las nubes: el Único es con seguridad soberano. Se encierra en una cámara de espejismos: hasta el infinito, los espejos le devuelven su imagen y cree que basta para poblar la tierra, pero sólo es un recluso prisionero de sí mismo. Se cree libre, pero aliena su libertad en beneficio de su ego; modela la estatua de Montherlant de acuerdo con normas tomadas de la imaginería de Epinal. Alban rechazando a Dominique porque se ha visto en el espejo cara de panfilo ilustra esta esclavitud: sólo se puede ser pánfilo a los ojos de los demás. El orgulloso Alban somete su corazón a esta conciencia colectiva que desprecia. La libertad de Montherlant es una actitud, no una realidad. Ya que la acción le resulta imposible, por falta de objetivos, se consuela con gestos: es un mimo. Las mujeres son compañeras cómodas para él; le dan la réplica y él acapara el papel principal, se ciñe los laureles y se envuelve en la púrpura, pero todo se desarrolla en un escenario privado; lanzado a la plaza pública, bajo una luz real, bajo un verdadero cielo, el actor ya no ve bien, no se tiene derecho, vacila, se cae. En un acceso de lucidez, Costáis exclama; «En el fondo, ¡vaya burla, estas “victorias” sobre las mujeres!»41. Sí. Los valores, las hazañas que Montherlant nos propone son una triste burla. Las grandes gestas que le embriagan sólo son gestos, nunca empresas: se conmueve con el suicidio de Peregrinus, con la audacia de Pasiphaé, con la elegancia del japonés que cobijó a su adversario bajo su paraguas antes de rajarlo de arriba abajo en duelo. Y declara que «la persona del adversario y las ideas que parece representar no tienen tanta importancia»42. Esta declaración adquiere en 1941 un sentido singular. Las guerras son hermosas, dice también, no importa su fin; la fuerza siempre es admirable, sirva para lo que sirva. «El combate 41 Les Jeunes Filies. 42 Le Solstice de Juin, pág. 211. 305 sin la fe es la formula en la que desembocamos forzosamente si queremos mantener la única idea del hombre que puede ser aceptable: la que le presente a un tiempo como héroe y como sabio» . Es curioso que la noble indiferencia de Montherlant respecto a todas las causas le haya inclinado, no hacia la resistencia, sino hacia la Revolución Nacional, que su soberana libertad haya elegido la sumisión, que el secreto de la sabiduría heroica lo haya buscado, no en el maquis, sino entre los vencedores. Tampoco es casual. A estas falacias nos lleva el aire seudosublime de La Reine morte y de Le Maître de Santiago. En estos dramas, más significativos porque tienen más pretensiones, vemos a dos varones imperiosos que sacrifican a su orgullo vacío unas mujeres simplemente culpables de ser seres humanos; ellas desean el amor y la felicidad terrestre: para castigarlas, a una se le quita la vida, a la otra su alma. Una vez más nos preguntamos: ¿en nombre de qué? El autor responde con altanería: en nombre de nada. No quiso que el rey tuviera para matar a Inés motivos demasiado imperiosos; este asesinato sólo sería un trivial asesinato político. «¿Por qué la mató? Sin duda hay una razón, pero no la adivino», dice. La razón es que el principio solar tiene que triunfar sobre la trivialidad terrestre; pero este principio, ya lo hemos visto, no ilumina ningún fin: exige la destrucción y nada más. En cuanto a Alvaro, Montherlant nos dice en un prefacio que se interesa en algunos hombres de este tiempo, en «su fe tajante, su desprecio de la realidad exterior, su gusto por la ruina, su furor de la nada». A este furor sacrifica su hija el maestre de Santiago. Se puede hermosear con el apelativo acariciador de mística. ¿No es una trivialidad preferir la felicidad a la mística? En realidad, los sacrificios y las renuncias sólo tienen sentido desde la perspectiva de un fin, de un fin humano, y los fines que superan el amor singular, la felicidad personal, sólo son posibles en un mundo que reconoce el precio del amor y de la felicidad; la «moral de las modistillas» es más auténtica que las ilusiones del vacío, porque tiene sus raíces en la vida y en la realidad: de ahí pueden surgir aspiraciones más vastas. Es fácil imaginar a Inés de Castro en Buchenwald y al rey corriendo hacia la embajada de Alemania por razones de Estado. Muchas modistillas se han ganado durante la ocupación un respeto que no concedemos a Montherlant. Las palabras huecas con las que se llena la boca son peligrosas por su vacío43 43 Ibíd., pág. 211. 306 mismo: la mística sobrehumana es la puerta por la que entran todas las devastaciones temporales. El hecho es que, en los dramas a los que aludimos, esta mística se afirma con dos asesinatos, uno físico y otro moral; a Alvaro no le falta mucho camino para convertirse, orgulloso, solitario, ignorado, en un gran inquisidor; ni el rey incomprendido, repudiado, en un Himmler. Se mata a las mujeres, se mata a losjudíos, se mata a los hombres afeminados y a los cristianos judaizantes, se mata a todo lo que produce interés o placer matar en nombre de tan elevadas ideas. Las místicas negativas sólo se pueden afirmar con negaciones. La verdadera superación es una marcha positiva hacia el futuro, el futuro de los hombres. Los falsos héroes, para convencerse de que han llegado lejos, de que vuelan alto, siempre miran hacia atrás, a sus pies; desprecian, acusan, oprimen, persiguen, torturan, masacran. Si se estiman superiores a su prójimo es por el mal que le causan. Éstas son las cumbres que Montherlant nos señala con un dedo soberbio, cuando interrumpe su «boca a boca con la vida». «Como el burro de las norias árabes, giro y giro, ciegamente y marchando sin cesar sobre mis huellas. Pero no saco agua fresca.» Hay poco que añadir a esta confesión que firmaba Montherlant en 1927. El agua fresca nunca brotó. Quizá Montherlant hubiera debido encender la hoguera de Peregrinus: era la solución más lógica. Prefirió refugiarse en su propio culto. En lugar de entregarse a este mundo que no sabía fertilizar, se contentó con mirarse en él; y ordenó su vida en función del interés de este espejismo visible sólo para sus ojos. «Los príncipes se sienten cómodos en cualquier circunstancia, incluso en la derrota», escribió44; y porque se complace en la derrota, se cree rey. Ha aprendido de Nietzsche que «la mujer es el entretenimiento del héroe» y cree que basta con entretenerse con mujeres para ser consagrado héroe. Y el resto por el estilo. Como dice Costáis: «En el fondo, ¡menuda risa!» II D. H. L a w r e n c e o e l o r g u l l o f á l i c o Lawrence se sitúa en las antípodas de un Montherlant. Para él no se trata de definir las relaciones singulares de la mujer y del hombre, sino de situarlos a ambos en la verdad de la Vida. Esta 44 Ib íd , pág. 312. 307 verdad no es ni representación ni voluntad; envuelve la animalidad en la que el ser humano tiene sus raíces. Lawrence rechaza con pasión la antítesis sexo-cerebro; en él se da un optimismo cósmico que se opone radicalmente al pesimismo de Schopenhauer; el deseo de vivir que se expresa en el falo es alegría; en él deben tener su fuente el pensamiento y la acción, so pena de convertirse en concepto vacío, mecanismo estéril. El mero ciclo sexual es insuficiente porque recae en la inmanencia: es sinónimo de muerte; pero más vale esta realidad mutilada, sexo y muerte, que una existencia separada del humus camal. El hombre no sólo necesita, cual Anteo, retomar de vez en cuando contacto con la tierra; su vida de hombre debe ser toda ella expresión de su virilidad, y su virilidad afirma y exige inmediatamente a la mujer; ésta no es ni diversión, ni presa, no es un objeto frente a un sujeto, sino un polo necesario para la existencia del polo de signo opuesto. Los hombres que no han comprendido esta verdad, por ejemplo Napoleón, han dejado escapar su destino de hombres: son fracasados. Si el individuo se puede salvar, no es afirmando su singularidad, sino cumpliendo con su generalidad lo más intensamente posible: macho o hembra, nunca debe buscar en las relaciones eróticas el triunfo de su orgullo ni la exaltación de su yo; utilizar el sexo como instrumento de la voluntad es una falta irreparable; hay que romper las barreras del ego, superar los límites mismos de la conciencia, renunciar a toda soberanía personal. No hay nada más bello que esta estatuilla que representa a una mujer pariendo: «Una imagen terriblemente vacía, puntiaguda, abstracta hasta' la insignificancia bajo el peso de la sensación vivida»45. Este éxtasis no es ni un sacrificio ni un abandono; ninguno de los dos sexos tiene que dejarse devorar por el otro; ni el hombre ni la mujer tienen que aparecer como el fragmento quebrado de una pareja; el sexo no es una herida; cada uno es un ser completo, perfectamente polarizado; cuando uno está afirmado en su virilidad, el otro lo está en su feminidad, «cada uno logra la perfección del circuito polarizado de los sexos»46; en el acto sexual no se da una anexión, ni rendición de ninguno de los implicados, es la realización maravillosa de uno a través del otro. Cuando Ursula y Bikrin se encontraron por fin, «se daban recíprocamente este equilibrio 45 M ujeres enamoradas. 46 Ibid. 308 estelar que puede llamarse libertad... Ella era para él lo que él era para ella, la magnificencia inmemorial de la otra realidad, mística y palpable»47. Al acceder el uno al otro en el arrebato generoso de la pasión, dos amantes acceden al mismo tiempo a la Alteridad, al Todo. Por ejemplo, Paul y Clara en el momento de su amor48: ella es para él «una vida fuerte, extraña, orgullosa que se mezclaba con la suya. Era hasta tal punto más grande que ellos que estaban reducidos al silencio. Se habían encontrado, y en su encuentro se confundían el impulso de las innumerables briznas de hierba, los torbellinos de las estrellas». Lady Chatterley y Mellors alcanzan las mismas alegrías cósmicas: mezclándose uno al otro se mezclan con los árboles, con la luz, con la lluvia. Lawrence desarrolló ampliamente esta doctrina en La defensa de Lady Chatterley: «El matrimonio sólo es una ilusión si no es radical y duraderamente fálico, si no está unido al sol y a la tierra, a la luna, a las estrellas y a los planetas, al ritmo de los días y al ritmo de los meses, al ritmo de las estaciones, de los años, de los lustros y de los siglos. El matrimonio no es nada si no se basa en una correspondencia de la sangre. Porque la sangre es la sustancia del alma.» «La sangre del hombre y de la mujer son dos ríos eternamente diferentes que no se pueden mezclar.» Por eso estos dos ríos rodean con sus meandros la totalidad de la vida. «El falo es un volumen de sangre que llena el valle de sangre de la mujer. El poderoso río de sangre masculino rodea en sus últimas profundidades el gran río de la sangre femenina... sin embargo, ninguno de los dos rompe sus barreras. Es la comunión más perfecta... y es uno de los mayores misterios.» Esta comunión es un enriquecimiento milagroso; pero exige que las pretensiones de la «personalidad» queden abolidas. Cuando las personalidades tratan de alcanzarse sin renegar una de otra, como suele ocurrir en la civilización moderna, su intento está consagrado al fracaso. Aparece entonces una sexualidad «personal, blanca, fría, nerviosa, poética» que resulta disolvente para la corriente vital de cada cual. Los amantes se tratan como instrumentos, lo que genera odio entre ellos: lady Chatterley y Michaelis, por ejemplo, están encerrados en su subjetividad; pueden vivir una fiebre similar a la que da el alcohol o el opio, pero no tiene objeto: no descubren la realidad 47 Ibid. 48 Hijos y amantes. 309 del otro; no acceden a nada. Lawrence habría condenado a Costáis sin recurso. Pinta en Gerald49uno de esos varones orgullosos y egoístas; Gerald es en gran parte responsable del infierno en el que se precipita con Guáran. Cerebral, voluntarista, se complace en la afirmación vacía de su yo y se crispa contra la vida: por el placer de dominar a una yegua fogosa, la mantiene apoyada contra una barrera tras la cual pasa un tren con estruendo, ensangrienta sus flancos rebeldes, se embriaga con su poder. Esta voluntad de dominio envilece a la mujer contra la que se ejerce; si es débil, la transforma en esclava. Gerald se inclina sobre Minette: «Su mirada elemental de esclava violada, con una razón de ser: ser perpetuamente violada, hacía vibrar los nervios de Gerald... La única voluntad era la suya, ella era la sustancia pasiva de su voluntad.» Se trata de una soberanía miserable; si la mujer sólo es una sustancia pasiva, lo que domina el varón no es nada. Cree que toma, que se enriquece: es un engaño. Gerald estrecha a Gudran entre sus brazos: «Ella era la sustancia rica y adorable de su propio ser... Ella se desvanecía en él y él alcanzaba la perfección.» Pero en cuanto la deja, se encuentra solo y vacío; y al día siguiente, ella no acude a la cita. Si la mujer es fuerte, la pretensión masculina despierta en ella una pretensión simétrica; fascinada y rebelde, se vuelve masoquista y sádica alternativamente. Gudran se llena de turbación cuando ve a Gerald estrechar entre sus muslos los flancos de la yegua aterrorizada, pero también se turba cuando la nodriza de Gerald le cuenta que en otros tiempos «pellizcaba sus pequeñas nalgas». La arrogancia masculina enardece las resistencias femeninas. Mientras que Ursula es vencida y salvada por la pureza sexual de Bikrin, como lady Chatterley por la del guardabosque, Gerald arrastra a Gudran a una lucha sin salida. Una noche, infeliz, quebrado por un pesar, se abandona a sus brazos. «Ella era el gran baño de vida, la adoraba. Ella era la madre y la sustancia de todas las cosas. La emanación milagrosa y dulce de su seno de mujer invadía su cerebro reseco y enfermo como una linfa sanadora, como la oleada calmante de la vida misma, perfecto como si se sumergiera de nuevo en el seno materno.» Aquella noche presiente lo que podría ser una comunión con la mujer, pero es demasiado tarde; su felicidad está viciada, porque Gudran no está realmente presente; deja que Gerald duerma sobre su hombro, pero ella está despierta, impaciente, separada. 49 Mujeres enamoradas. 310 Es el castigo del individuo presa de sí mismo: solo, no puede quebrar su soledad; cuando alza las barreras del yo, alza también las del Otro: nunca lo alcanzará. Al final, Gerald muere, matado por Gudrun y por sí mismo. Así, ninguno de los dos sexos aparece de entrada como privilegiado. Ninguno está sometido. La mujer no es una presa, ni tampoco un simple pretexto. Malraux50 observa que para Lawrence no basta, como para el hindú, que la mujer sea la ocasión de un contacto con el infinito, como si fuera, por ejemplo, un paisaje: sería otra forma de convertirla en objeto. Ella es tan real como el hombre; hay que alcanzar una comunión real. Por esta razón los personajes aprobados por Lawrence exigen a su amante mucho más que el don de su cuerpo. Paul no acepta que Miriam se entregue a él por tierno sacrificio; Bikrin no quiere que Ursula se limite a buscar en sus brazos el placer; fría o ardiente, la mujer que se encierra en su interior deja al hombre en su soledad, por lo que debe rechazarla. Los dos se tienen que entregar en cuerpo y alma. Si este don se hace realidad, tienen que ser fieles para siempre. Lawrence es partidario del matrimonio monógamo. Sólo busca la variedad quien se interesa por la singularidad de los seres, pero el matrimonio fálico está basado en la generalidad. Cuando se ha establecido el circuito virilidad-feminidad, no se concibe ningún deseo de cambio: es un circuito perfecto, cerrado en sí, definitivo. Don recíproco, recíproca fidelidad: ¿es realmente el reino del reconocimiento mutuo? Nada más lejos. Lawrence cree apasionadamente en la supremacía masculina. La palabra misma de «matrimonio fálico», la equivalencia que establece entre sexual y fálico, lo prueban suficientemente. De las dos corrientes de sangre que se unen misteriosamente, la corriente fálica es la privilegiada. «El falo sirve de nexo de unión entre dos ríos: conjuga los dos ritmos diferentes en una corriente única.» Así, el hombre no sólo es uno de los términos de la pareja, sino también la relación entre ambos; es su superación: «El puente que conduce al futuro es el falo.» Lawrence pretende sustituir el culto de la Diosa Madre por el culto fálico; cuando quiere ilustrar la naturaleza sexual del cosmos, no evoca el vientre de la mujer, sino la virilidad del hombre. Casi nunca pinta un hombre turbado por una mujer, pero cien veces muestra a la mujer secretamente conmovida por la llamada 50 Prefacio a [la edición francesa de] El amante de lady Chatterley. 311 viva, sutil, insinuante del varón; sus personajes femeninos son hermosos y sanos, pero no embriagadores, mientras que los masculinos son faunos inquietantes. Los animales macho encaman el misterio turbador y poderoso de la Vida; las mujeres sólo sufren su sortilegio; una está conmovida por un zorro, otra prendada de un semental; Gudrun desafía febril a un rebaño de temeros; se conmueve ante el vigor rebelde de un conejo. Sobre este privilegio cósmico se aplica un privilegio social. Sin duda porque la corriente fálica es impetuosa, agresiva, porque cabalga sobre el futuro —Lawrence no se explica demasiado—, al hombre le corresponde «llevar hacia delante los estandartes de la vida»51; tiende hacia unos fines, encama la trascendencia; la mujer está absorbida por sus sentimientos, es toda interioridad; está abocada a la inmanencia. No sólo el hombre desempeña el papel activo en la vida sexual, a través de él se supera esta vida; tiene sus raíces en el mundo sexual, pero se evade de él; ella permanece encerrada. El pensamiento y la acción tienen sus raíces en el falo; a falta de falo, la mujer no tiene derecho ni al uno ni a la otra: puede ocupar el lugar del hombre, e incluso hacerlo con brillantez, pero es un juego sin verdad. «La mujer está polarizada hacia abajo, hacia el centro de la tierra. Su polaridad profunda es el flujo dirigido hacia abajo, la atracción lunar. El hombre, por el contrario, está polarizado hacia arriba, hacia el sol y la actividad diurna»52. Para la mujer, «la conciencia más profunda yace en su vientre y en su gmpa... Si se vuelve hacia arriba, llega un momento en que todo se desmorona»53. En el terreno de la acción, el hombre debe ser el iniciador, el positivo; la mujer es el positivo en el terreno de la emoción. Así Lawrence se suma a la concepción burguesa tradicional de Bonald, de Auguste Comte, de Clément Vautel. La mujer debe subordinar su existencia a la del hombre. «Debe creer en el hombre, en el fin profundo hacia el que tiende»54. Entonces el hombre le profesará una ternura y una gratitud infinitas. «¡Ah! la dulzura de volver a casa junto a la mujer cuando ella cree en ti y acepta que tus designios la superan... Se siente una gratitud insondable hacia la mujer que te ama...»55. Lawrence añade que para 51 Fantasía ofUnconscious. 52 Ibíd. 53 Ibíd. 54 Ibíd. 55 Ibíd. 312 merecer esta devoción, el hombre tiene que estar realmente habitado por un gran designio; si su proyecto sólo es una impostura, la pareja se hunde en una falsedad ridicula; más vale encerrarse en el ciclo femenino: amor y muerte, como Anna Karenina y Vronski, Carmen y Don José, que mentirse como Pedro y Natacha. Con esta reserva, lo que preconiza Lawrence es, a la manera de Proudhon, de Rousseau, el matrimonio monógamo en el que la mujer tiene en el marido la justificación de su existencia. Contra la mujer que desea invertir los papeles, Lawrence tiene acentos tan cargados de odio como Montherlant. Si renuncia a hacer de Magna Mater, si pretende ser poseedora de la verdad, acaparadora, devoradora, mutila al varón, le hace caer en la inmanencia y lo aparta de sus fines. Lawrence está muy lejos de maldecir la maternidad: todo lo contrario, se alegra de ser carne, acepta su nacimiento, ama a su madre; las madres aparecen en su obra como magníficos ejemplos de verdadera feminidad; son renuncia pura, generosidad absoluta, toda su calidez vital está consagrada a su hijo: aceptan que se convierta en hombre y están orgullosas de ello. Pero hay que temer a la amante egoísta que desea que el hombre vuelva a su infancia, pues quiebra el impulso del varón. «La luna, planeta de las mujeres, tira de nosotros hacia atrás»56. La mujer habla de amor sin cesar, pero para ella el amor es tomarles colmar el vacío que siente en ella; este amor está cerca del odio; por ejemplo, Hermione, que sufre una espantosa deficiencia porque nunca se supo entregar, querría apoderarse de Bikrin; fracasa, trata de matarlo y el éxtasis voluptuoso que experimenta al golpearlo se identifica con el espasmo egoísta del placer57. Lawrence detesta a las mujeres modernas, criaturas de celuloide y de caucho que reivindican una conciencia. Cuando la mujer toma sexualmente conciencia de ella misma, «camina por la vida, actuando de forma totalmente cerebral y obedeciendo las órdenes de una voluntad mecánica»58. Le prohíbe que tenga una sensualidad autónoma; está hecha para entregarse, no para tomar. Por boca de Mellors, Lawrence proclama su horror hacia las lesbianas. También censura a las mujeres que tienen ante el varón una actitud distante o agresiva; Paul se siente herido e irritado cuando Miriam acaricia sus flancos diciéndole: «Eres guapo.» Gudrun, como Mi­ 56 Ibíd. 57 Mujeres enamoradas. 58 Fantasia o fthe Unconscious. 313 riam, cae en falta cuando se maravilla de la belleza de su amante: esta contemplación los separa, como también la ironía de las intelectuales heladas que consideran el pene risible o ridicula la gimnasia masculina; la búsqueda intensa del placer también es censurable: hay un placer agudo, solitario, que también separa y la mujer no debe tender hacia él. Lawrence ha trazado numerosos retratos de mujeres independientes, dominadoras, que faltan a su vocación femenina. Ursula y Gudrun son de este tipo. Al principio, Ursula es una acaparadora. «El hombre debería entregarse a ella hasta la hez...»59. Aprenderá a vencer su voluntad. Gudrun se obstina; cerebral, artista, envidia ferozmente a los hombres su independencia y sus posibilidades de acción; pretende conservar intacta su individualidad; quiere vivir para sí; irónica, posesiva, quedará para siempre encerrada en su subjetividad. La imagen más significativa, porque es la menos sofisticada, es la de Miriam60. Gerald es en parte responsable del fracaso de Gudrun; frente a Paul, Miriam lleva sola el peso de su infelicidad. Ella también quisiera ser un hombre, y odia a los hombres; no se acepta en su generalidad; quiere «destacar»; por eso, la gran corriente de la vida no la atraviesa, puede parecerse a una bruja o a una sacerdotisa, pero jamás a una bacante; sólo le conmueven las cosas cuando las ha recreado en su alma, dándoles un valor religioso: este fervor mismo la separa de la vida; es poética, mística, inadaptada. «Su esfuerzo exagerado se cerraba sobre sí mismo... no era torpe, y sin embargo nunca realizaba el movimiento adecuado.» Busca alegrías interiores y la realidad le da miedo; la sexualidad le da miedo; cuando se acuesta con Paul, su corazón se queda al margen, en una especie de horror; siempre es conciencia, nunca vida: no es una compañera; no acepta disolverse en su amante; quiere absorberlo en ella. El se irrita ante esta voluntad; le dan ataques de ira violenta cuando la ve acariciar las flores: es como si ella le quisiera arrancar el corazón; la insulta: «Eres una mendiga de amor, no necesitas amar, sino ser amada. Quieres llenarte de amor porque te falta algo, no sé el qué.» La sexualidad no sirve para llenar un vacío; debe ser la expresión de un ser realizado. Lo que las mujeres llaman amor es su avidez ante la fuerza viril, de la que desean apoderarse. La madre de Paul es lúcida respecto a Miriam: «Lo quiere todo, quiere extraerlo de sí mismo 59 Mujeres enamoradas. 60 Hijos y amantes. 314 y devorarlo.» La muchacha se alegra cuando su amigo está enfermo, porque lo podrá cuidar: pretende servirlo, pero es una forma de imponerle su voluntad. Al permanecer separada de él, excita en Paul «un ardor semejante a la fiebre, como el del opio», pero es incapaz de traerle alegría y paz; desde el seno de su amor, en el secreto de su interior «detestaba a Paul porque la amaba y la dominaba». Así Paul se aparta de ella. Busca su equilibrio con Clara; bella, vital, animal, que se entrega sin reservas; y los amantes alcanzan momentos de éxtasis que los superan a ambos; pero Clara no comprende esta revelación; cree que le debe esta alegría al mismo Paul, a su singularidad y desea apropiársela: no consigue conservarlo porque también lo quiere sólo para ella. Cuando el amor se individualiza, se transforma en egoísmo ávido y el milagro del erotismo se desvanece. La mujer tiene que renunciar al amor personal: ni Mellors ni Don Cipriano aceptan decirle a su amante palabras de amor. Teresa, que es la mujer ejemplar, se indigna cuando Kate le pregunta si ama a Don Ramón61. «Es mi vida», contesta; el don que le ha aceptado es algo más que el amor. La mujer debe, como el hombre, abandonar todo su orgullo y su voluntad; si eüa encama para el hombre la vida, también él la encama para ella; lady Chatterley sólo encuentra la paz y la felicidad porque reconoce esta verdad: «renunciaría a su dura y brillante fuerza femenina que la fatigaba y la endurecía, se hundiría en el nuevo baño de vida, en la profundidad de sus entrañas que cantaban la canción sin palabras de la adoración»; entonces puede acceder a la embriaguez de las bacantes; obedeciendo ciegamente a su amante, no buscándose entre sus brazos, forma con él una pareja armoniosa, acompasada con la lluvia, los árboles, las flores de la primavera. También Ursula renuncia entre las manos de Bikrin a su individualismo y alcanza mi «equilibrio estelar». El ideal de Lawrence está expresado sobre todo en La serpiente emplumada. Don Cipriano es uno de esos hombres que «llevan hacia delante los estandartes de la vida»; tiene una misión a la que se entrega totalmente, de modo que en él la virilidad se supera y se exalta hasta la divinidad; se hace consagrar como dios, no se trata de ningún engaño; todo hombre plenamente hombre es un dios; merece por lo tanto la abnegación absoluta de una mujer. Cargada de prejuicios occidenta­ 61 La serpiente emplumada. 315 les, Kate rechaza primero esta dependencia; tiene apego a su personalidad y a su existencia limitada; pero poco a poco se deje penetrar por la gran corriente de la vida, entrega a Cipriano su cuerpo y su alma. No es una rendición de esclava: antes de decidir quedarse con él, exige que él reconozca la necesidad que tiene de ella; él la reconoce, ya que efectivamente la mujer es necesaria para el hombre; entonces ella acepta ser para siempre sólo su compañera; adopta sus objetivos, sus valores, su universo. Esta sumisión se expresa en el erotismo mismo; Lawrence no quiere que la mujer esté crispada en la búsqueda del placer, separada del varón por el espasmo que la sacude; le niega deliberadamente el orgasmo; Cipriano se aparta de Kate cuando siente en ella que se acerca este placer nervioso; ella renuncia incluso a esta autonomía sexual. «Su ardiente voluntad de mujer y su deseo se calmaban en ella y se desvanecían, dejándola llena de suavidad y sumisión, como las fuentes de agua cálida que salen de la tierra sin ruido, y sin embargo son tan activas y tan poderosas en su secreto poder.» Es fácil de entender que las novelas de Lawrence sean ante todo de «educación de las mujeres». Es infinitamente más difícil para la mujer que para el hombre someterse al orden cósmico, porque él se somete de forma autónoma, mientras que ella necesita la mediación del varón. Cuando el Otro se encama en una conciencia y una voluntad ajenas, existe realmente una rendición; por el contrario, una sumisión autónoma se parece curiosamente a una decisión soberana. Los personajes masculinos de Lawrence están condenados de entrada o bien poseen desde un principio el secreto de la sabiduría62; su sumisión al cosmos se ha consumado desde hace tanto tiempo, y les procura tanta seguridad interior que les hace parecer tan arrogantes como un individualista orgulloso; hay un dios que habla por su boca: el mismo Lawrence. En cambio, la mujer debe inclinarse ante su divinidad. Aunque el hombre sea un falo y no un cerebro, el individuo que participa de la virilidad conserva sus privilegios; la mujer no es el mal, incluso es buena, pero subordinada. Lo que Lawrence nos propone es el ideal de la «mujer mujer», es decir, de la mujer que acepta sin reticencias definirse como Alteridad. 62 Con excepción de Paul de Hijos y amantes, que es de todos el más vital, pero es la única novela que nos muestra un aprendizaje masculino. 316 C l a u d e l y l a e s c l a v a d e l S e ñ o r La originalidad del catolicismo de Claudel es un optimismo tan tenaz que llega incluso a transformar el mal en bien. «El mal mismo incluye su bien, que no hay que dejar perder»63. Al adoptar un punto de vista que sólo puede ser el del Creador —ya que se le supone todopoderoso, omnisciente y benévolo—, Claudel acepta la creación en su totalidad; sin el infierno y el pecado, no habría ni libertad ni salvación; cuando hizo surgir este mundo de la nada, Dios premeditó la falta y la redención. A los ojos de los judíos y de los cristianos, la desobediencia de Eva puso a sus hijas en muy mala posición: es bien sabido lo que han maltratado a la mujer los Padres de la Iglesia. Ahora queda justificada si admitimos que ha seguido los designios divinos. «¡La mujer! este servicio que un día prestó a Dios con su desobediencia en el paraíso terrenal; este entendimiento profundo que se establece entre ella y Él; ¡esta carne que con el pecado pone a disposición de la Redención!»64. Y sin duda es el origen del pecado, por ella el hombre pierde el paraíso. Pero los pecados de los hombres han sido rescatados y el mundo ha sido bendecido de nuevo: «No hemos salido de este paraíso deleitoso en el que nos puso Dios en un principio»65. «Toda tierra es la Tierra prometida»66. Nada de lo que sale de las manos de Dios; nada de lo que nos es dado puede ser malo en sí: «¡Con su obra entera oramos a Dios! Nada de lo que hace es en vano, nada ajeno a otra cosa»67. Incluso no hay ninguna cosa que no sea necesaria. «Todas las cosas que ha creado juntas se comunican, son todas a un tiempo necesarias las unas para las otras»68.Así, la mujer ocupa un lugar en la armonía del universo; pero no es un lugar cualquiera; existe una «pasión extraña, y a los ojos de Lucifer escandalosa, que vincula al Padre Eterno con esta flor momentánea de la Nada»69. III 63 Partage de Midi. 64 Les Aventures de Sophie. 65 La Cantate à troix voix. 66 Conversations dans le Loir-et-Cher. 67 Le Soulier de Satin. 68 L Annoncefaite à Marie. 69 Les Aventures de Sophie. 317 Desde luego, la mujer puede ser destructora: Claudel encamó en Lechy70 la mala mujer que conduce al hombre a su pérdida; en Le Partage de Midi Y sé arrasa la vida de los que quedan atrapados en la trampa de su amor. Pero si no existiera este riesgo de pérdida, tampoco existiría la salvación. La mujer «es el elemento de riesgo que deliberadamente Dios introduce en medio de su prodigiosa construcción»71. Es bueno que el hombre conozca las tentaciones de la carne. «Es este enemigo en nuestro interior el que da a nuestra vida su elemento dramático, esta sal punzante. Si nuestra alma no fuera tan brutalmente atacada, dormiría, y así da un salto... La lucha es el aprendizaje de la victoria»72. El hombre está llamado a tomar conciencia de su alma, no sólo por el camino del espíritu, sino por el de la carne. «¿Y qué carne hay más poderosa para hablar al hombre que la de la mujer?»73. Todo lo que le arranca al sueño, a la seguridad, le resulta útil; el amor, en cualquier forma en que se presente, tiene la virtud de aparecer en «nuestro pequeño mundo personal, dispuesto por nuestra mediocre razón, como un elemento profúndamente perturbador»74. En muchos casos, la mujer sólo es una decepcionante dispensadora de ilusiones: Soy la promesa que no sepuede mantener y en eso consiste mi gracia. Soy la dulzura de lo que es con el pesar por lo que no es. Soy la verdad con el rostro del error y quien me ama no se preocupa por separar el uno de la otra75. También tiene una utilidad la ilusión, y es lo que el Ángel de la Guarda anuncia a Prouhéze: —¡Incluso el pecado! El pecado es útil también. — ¿Entonces era bueno que me amase? — Era bueno que le enseñases el deseo. — ¿El deseo de una ilusión? ¿De una sombra que se le escapa para siempre? 70 L ’Échange. 71 Les Aventures de Sophie. 72 L ’Oiseau noir dans le Soleil le 73 Le Soulier de Satin. 74 Positions et Propositions. 75 La Ville. 9 318 — El deseo es de lo que es, la ilusión es de lo que no es. El deseo a través de la ilusión. Es de lo que es a través de lo que no es76. Lo que Prouhéze por voluntad de Dios ha sido para Rodrigo es: «Una Espada a través de su corazón»77. Pero en las manos de Dios la mujer no es sólo esta cuchilla, esta quemazón; los bienes de este mundo no están destinados a ser siempre rechazados: también son un alimento; el hombre tiene que tomarlos con él y hacerlos suyos. La bien amada encamará para él toda la belleza sensible del universo; será en sus labios un cántico de adoración. «Qué bella eres, Violaine, y qué bello es el mundo en el que estás»78. ¿Quién es la que se alza frente a mí, más suave que el soplo del viento, como la luna a través del tierno follaje?... Aquí está como la abeja nueva que despliega sus alas todavía frescas, como una gran cierva, como una flor que ni siquiera sabe que es herm osa79. D éjam e respirar tu olor que es como el olor de la tierra cuando brillante, lavada por el agua como un altar, produce las flores amarillas y azules. Y com o el olor del verano con relentes de paja y de hierba, y como el olor del otoño...80. Resume toda la naturaleza: la rosa y la azucena, la estrella, el fruto, el pájaro, el viento, la luna, el sol, el chorro de agua, «el tumulto apacible del gran puerto bajo la luz del mediodía»81. Y es mucho más: una semejante. Y esta vez, algo m ás que una estrella para mí, este punto de luz en la arena viva de la noche, A lguien hum ano como yo...82. Ya no estarás m ás solo, en ti y contigo siempre la abnegada. Alguien tuyo para siempre que nunca se volverá atrás, tu mujer83. 76 Le Soulier de Satin. 77 Ibid. 78 L ’Annoncefaite à Marie. 79 La Jeune Fille Violaine. 80 La Ville. 81 Le Soulier de Satin. 82 Ibid. 83 La Ville. 319 Alguien para escuchar lo que digo y tener confianza en mí. Un compañero en voz baja que nos abraza y nos asegura que es una mujer84. Cuerpo y alma, al estrecharla contra su corazón, el hombre encuentra sus raíces en esta tierra y se realiza en ella. «He tomado a esta mujer, y ésta es mi medida y mi porción de tierra»85.No es ligera de llevar, pero el hombre no está hecho para la disponibilidad: Y el hombre estúpido se queda m uy sorprendido al ver con él a esta persona absurda, esta gran cosa pesada y molesta. Tanta ropa, tanto cabello, ¿qué hacer? Ya no puede, no quiere deshacerse de ella86. Es porque esta carga es también un tesoro. «Soy un gran tesoro», dice Violaine. Recíprocamente, al entregarse al hombre, la mujer realiza su destino terrestre. Porque, ¿para qué sirve ser una mujer, sino es para ser tom ada? ¿Y esta rosa, si no es para ser devorada? ¿Para qué haber nacido Si no es para ser de otro y la presa de un poderoso león?87. ¿Qué haremos, si sólo puedo ser una m ujer entre sus brazos y una copa de vino en su corazón?88. Pero tú, m i alma, di: ¡no he sido creada en vano y el que ha sido llamado para tom arm e existe! Este corazón que m e esperaba, ¡Ah, qué alegría para m í llenarlo!89. Por supuesto, esta unión del hombre y de la mujer debe consumarse en presencia de Dios; es sagrada y se sitúa en un plano 84 Le Pain Dur. 85 La Ville. 86 Partage de Midi. 87 La Cantate à trois voix. 88 Ibid. 89 Ibid. 320 eterno; debe ser aceptada por un movimiento profundo de la voluntad y no puede romperse por un capricho individual. El amor, el consentimiento que dos personas libres se dan la una a la otra, ha parecido a Dios una cosa tan grande que lo ha convertido en un sacramento. En esto como en todo lo d emás, el sacramento da realidad a lo que sólo era un deseo su prem o del corazón90. Y también: El matrimonio no es el placer, es el sacrificio del placer, es el estudio de dos almas que, para siempre jam ás y por un fin que está fuera de ellas, tendrán que contentarse la una con la otra91. Por esta unión, el hombre y la mujer no sólo se darán mutuamente el gozo, sino que cada uno entrará en posesión de su ser. ¡Esta alm a en el interior de mi alma, ha sabido encontrarla él!... Él vino hasta m í y m e tendió la mano... ¡Él era m i vocación! ¿Cóm o expresarlo? ¡Él era mi origen! Aquél p or quien y para quien he venido al mundo 92. Toda una parte de m í mism a, que creía que no existía porque estaba ocupada en otras cosas y no pensaba en ello. ¡Ah, Dios! existe, vive terriblem ente93. Este ser aparece como justificado por aquel a quien completa, como necesario. «En él eras necesaria», dice el Ángel de Prouhéze. Y Rodrigo: Porque ¿qué es morir, sino dejar de ser necesario? ¿Cuándo ha podido prescindir de mí? ¿Cuándo dejaré de ser para ella eso sin lo que ella no habría podido ser ella misma?94. Se dice que no hay ningún alm a que haya sido creada fuera de una vida y de una relación misteriosamente con otros. 90 Positions et Propositions IL 91 Le Soulier de Satin. 92 Livre de Tobie et Sarah. 93 Le Père humilié. 94 Le Soulier de Satin. 321 Pero nosotros dos somos algo más, a medida que tú hablas, yo existo; hay una misma cosa que responde entre estas dos personas. Cuando nos preparaban, Orion, creo que quedaba algo de la sustancia que había sido dispuesta en ti, y eso es lo que te falta, con lo que yo estoy hecha95. En la maravillosa necesidad de esta reunión, se recobra el paraíso y se vence a la muerte: Aquí está, rehecho con un hombre y una mujer, por fin ese ser que existía en el Paraíso96. Jamás lograremos libramos de la muerte si no es el uno por el otro. Como el violeta que se disuelve en el naranja libera el rojo purísim o97. Finalmente, en la imagen del otro se accede al Otro en su plenitud, es decir, a Dios. «Lo que nos damos el uno al otro es Dios en formas diferentes»98. «Si no lo hubieras visto en mis ojos, ¿habrías deseado tanto el cielo?»99. «¡Ah! ¡Deja de ser una mujer y déjame ver en tu rostro por fin ese Dios que eres impotente para contener»100. El amor de Dios apela en nosotros a la misma facultad que el de las criaturas, a este sentimiento de que nosotros solos no somos completos y de que el Bien supremo en el que nos realizamos es alguien que está fuera de nosotros101. Así cada cual encuentra en el otro el sentido de su vida terrestre y también el testimonio irrefutable de la insuficiencia de esta vida: Ya que no puedo darle el cielo, al menos puedo arrancarlo de la tierra. Y sola puedo darle una insuficiencia a la medida de su deseo102. 95 Le Père humilié. 96 Feuilles de Saints. 97 Le Soulier de Satin. 98 Feuilles de Saints. 99 Lbid. 100 Le Soulier de Satin. 101 Positions et Propositions I. 102 Le Soulier de Satin. 322 Lo que te pedía, lo que te quería dar, no es compatible con el tiempo, sino con la eternidad103. No obstante, el papel de la mujer y el del hombre no son exactamente simétricos. En el plano social, existe una primacía evidente del hombre. Claüdel cree en las jerarquías, y entre otras en la de la familia: el marido es sujefe. Arme Vercors reina sobre su hogar. Don Pélage se considera como el jardinero al que se le ha confiado el cuidado de esta planta frágil, Doña Prouhéze; le da una misión que ella no desea rechazar. El mero hecho de ser varón confiere un privilegio. «¿Quién soy, pobre muchacha, para compararme con el varón de mi raza?», pregunta Sygne104. El hombre labra los campos, construye las catedrales, combate con la espada, explora el mundo, conquista las tierras, actúa, emprende. Por él se realizan los designios de Dios sobre esta tierra. La mujer sólo aparece como una auxiliar. Ella se queda en su sitio, espera, manifiesta: «Soy la que se queda y siempre estoy ahí», dice Sygne. Ella defiende la herencia de Coüfontaine, lleva las cuentas, mientras que él combate a lo lejos por la Causa. La mujer aporta al luchador el socorro de la esperanza: «Te traigo la esperanza irresistible»105. Y el de la piedad: «Tuve piedad de él. Porque ¿a dónde se volvería buscando a su madre, salvo a la mujer humillada, en un espíritu de confidencia y de vergüenza»106. Y Tete d’Or al morir murmura: «Éste es el valor del herido, el sostén del enfermo, la compañía del moribundo...» Que la mujer conozca así al hombre en su debilidad, es algo que Claudel no le reprocha, todo lo contrario: encontraría sacrilego el orgullo masculino que presentan Montherlant y Lawrence. Es bueno que el hombre sepa que es camal y miserable, que no olvide su origen ni su correlato simétrico: la muerte. Cualquier esposa podría decir las palabras de Marthe: Es verdad, no soy yo quien te ha dado la vida, pero estoy aquí para pedírtela de nuevo. D e ahí le viene al hombre esa turbación ante la mujer, como la de la conciencia, com o en presencia de un acreedor107. 103 L e P ère humilié. 104 L ’Otage. 105 L a Ville. 106 L'Échange. 107 Ibid. 323 No obstante, esta debilidad debe inclinarse ante la fuerza. En el matrimonio, la esposa se entrega al esposo que se hace cargo de ella: Lala se tumba en el suelo ante Coeuvre que posa su pie sobre ella. La relación de la mujer con el marido, de la hija con el padre, de la hermana con el hermano, es una relación de vasallaje. Sygne entre las manos de George realiza el juramento del caballero a su señor. Eres el jefe y yo la pobre sibila que guarda el fuego108. ¡Déjame prestar juramente como un nuevo caballero! ¡Oh, m i señor! ¡Oh mi superior, déjame entre tus manos jurar como una m onja que profesa, o varón de mi raza!109. Fidelidad, lealtad son las mayores virtudes humanas de la vasalla. Dulce, humilde, resignada como mujer, en nombre de su raza, de su linaje, es orgullosa e indomable; como la orgullosa Sygne de Coûfontaine y la princesa de Tête d’Or que lleva sobre sus hombros el cadáver de su padre asesinado, que acepta la miseria de una vida solitaria y salvaje, los dolores de una crucifixión y que asiste a Tête d’Or en su agonía antes de morir a su lado. Conciliadora, mediadora, así es como se nos presenta muchas veces la mujer: es la Esther dócil ante las órdenes de Mardoqueo, Judit obediente a los sacerdotes; su debilidad, su pusilanimidad, su pudor, los puede vencer por lealtad a la Causa que es la suya, pues es la de sus señores; en su devoción nace una fuerza que la convierte en el más precioso de los instrumentos. En el plano humano aparece como quien busca su grandeza en su subordinación misma. A los ojos de Dios es, sin embargo, una persona perfectamente autónoma. Que para el hombre la existencia se supere mientras que para la mujer se mantenga sólo establece entre ellos diferencias en la tierra: y de todas formas, la transcendencia no se realiza en la tierra, sino en Dios. La mujer tiene con él un vínculo igualmente directo, más íntimo incluso y más secreto que su compañero. Con una voz de hombre —es un sacerdote— habla Dios a Sygne, pero Violaine escucha su voz en la soledad de su corazón, y Prouhéze se encuentra frente a ella al Angel de la Guarda. Los personajes más sublimes de Claudel son mujeres: Sygne, Violaine, Prouhéze. En parte, porque para él la 108 109 L ’Otage Ibid. 324 santidad es renuncia. Y la mujer está menos comprometida en proyectos humanos, tiene menos voluntad personal: hecha para entregarse, no para tomar, está más cerca de la perfecta abnegación. Por ella se superarán las alegrías terrestres, que son lícitas y buenas, pero cuyo sacrificio es todavía mejor. Sygne lo asume por una razón determinada: salvar al papa. Prouhéze se resigna, primero porque ama a Rodrigue con un amor prohibido: ¿Hubieras querido que pusiera entre tus brazos a una adúltera?... Sólo habría sido una m ujer pronto moribunda sobre tu corazón, y no esta estrella eterna que busca tu sed110. Cuando este amor podría ser legítimo, ella no intenta nada para hacerlo realidad en este mundo. Porque el Ángel le ha mur­ murado: Prouhéze, herm ana, te saludo, hija de Dios en la luz, E sta Prouhéze que ven los ángeles es la que él m ira sin saberlo, es la que has hecho para dársela111. Es humana, es mujer, no se resigna sin rebelarse: «¡No conocerá este gusto que tengo!»112. Pero ella sabe que su verdadero matrimonio con Rodrigue sólo se consuma con su negativa: Cuando no haya ningún medio de escapar, cuando esté fijado a m í para siempre en este imposible him eneo, cuando ya no haya m edio de arrancarse a este grito de m i carne poderosa y a este vacío despiadado, cuando le haya probado su nada con la mía, cuando ya no haya secreto en su nada que la m ía no sea capaz de verificar. Entonces se lo daré a Dios descubierto y desgarrado para que lo llene con un trueno, y entonces tendré un esposo y tendré un dios entre m is brazos113. La resolución de Violaine es más misteriosa y más gratuita todavía; porque ha elegido la lepra y la ceguera cuando un vínculo 110 Le Soulier de Satin. 111 Ibid. 112 Ibid. 113 Le Jeune Fille Violaine. 325 legítimo habría podido unirla al hombre al que amaba y que la amaba. Jacques, quizá. N os amamos demasiado para que fuera justo que seam os uno de otro, para que fuera bueno ser uno del otro114. Pero si las mujeres están así consagradas al heroísmo de la santidad, es sobre todo porque Claudel las ve desde una perspectiva masculina. Cada uno de los sexos encama al Otro a los ojos del sexo complementario, pero para sus ojos de hombre a pesar de todo es la mujer la que se presenta a menudo como el otro absoluto. Hay una superación mística «de la que nos sabemos incapaces por nosotros mismos, y de ahí el poder de la mujer sobre nosotros, semejante al de la Gracia»115. Nosotros representa sólo a los varones, y no a la especie humana, y frente a su imperfección, la mujer es la llamada del infinito. En cierto sentido, se da un nuevo principio de subordinación: por la comunión de los santos, cada individuo es instrumento para todos los demás, pero la mujer es más precisamente instrumento de salvación para el hombre, sin que se dé el caso inverso. Le Soulier de Satín es la epopeya de la salvación de Rodrigue. El drama se abre con la plegaria que su hermano dirige a Dios en favor suyo; se cierra con la muerte de Rodrigue, que Prouhéze ha conducido a la santidad. En otro sentido, la mujer logra así la más alta autonomía: porque su misión se interioriza en ella y, al ganar la salvación del hombre o al servirle de ejemplo, gana en la soledad su propia salvación. Pierre de Craon profetiza a Violaine su destino y recoge en su corazón los frutos maravillosos de su sacrificio; la exaltará ante los hombres en las piedras de las catedrales, pero es ella sola quien lo ha logrado sin ayuda. En Claudel se da una mística de la mujer que se asemeja a la de Dante ante Beatriz, a la de los gnósticos, incluso a la de la tradición sansimoniana que considera regeneradora a la mujer. Dado que los hombres y las mujeres son igualmente criaturas de Dios, les presta también un destino autónomo. Sin embargo, en él, al hacerse otra —soy la Esclava del Señor— la mujer se realiza como sujeto; y en su para sí aparece como la Alteridad. 114 Ibíd. 115 Le Soulier de Satín. 326 Hay un texto de las Aventures de Sophie que resume prácticamente toda la concepción claudeliana. Dios, leemos, dota a la mujer de este rostro que, por m uy lejano y deformado que esté, es una cierta imagen de su perfección. La hace deseable. La coloca al mismo tiempo en el fin y en el principio. La hace depositaría de sus designios y capaz de devolver al hombre ese sueño creador en el que ella fiie concebida. Es el soporte del destino. Es el don. Es la posibilidad de la posesión... Es el vínculo afectuoso que no deja de unir al creador con su obra. Ella Le comprende. Ella es el alma que ve y que hace. Comparte con él en cierta forma la paciencia y el poder de la creación. En cierto sentido, no se podría exaltar más a la mujer. Pero en el fondo, Claudel se limita a expresarpoéticamente la tradición católica ligeramente modernizada. Se ha dicho que la vocación terrestre de la mujerno pequdica en nada a su autonomía sobrenatural; pero, a la inversa, al reconocérsela, el católico se considera con derecho a mantener en este mundo las prerrogativas masculinas. Al venerar a la mujer en Dios, se la puede tratar en este mundo como a una esclava: se puede incluso exigir de ella la sumisión total, es más, cuanto más total; sea la sumisión que se le exige, más seguridad habrá de que emprende el camino de su salvación. Consagrarse a los hijos, al marido, al hogar, a las tierras, a la Patria, a la Iglesia, es su destino, el que la burguesía siempre le asignó; el hombre da su actividad, la mujer su persona; santificar estajerarquía en nombre de la voluntad divina no es modificarla en absoluto, sino pretender congelarla en la eternidad. IV B r e t ó n o l a p o e s í a A pesar del abismo que separa el mundo religioso de Claudel del universo poético de Bretón, existe una analogía en el papel que asignan a la mujer: es un elemento de perturbación; arranca al hombre del sueño de la inmanencia; boca, llave, puerta, puente, es Beatriz que inicia a Dante en el más allá. «El amor del hombre por la mujer, si dedicamos un segundo a la observación del mundo sensible, sigue abarrotando el cielo de flores gigantes y salvajes. Para el espíritu, que siempre tiene la necesidad de creerse en un lugar seguro, sigue siendo el más terrible escollo.» El amor a otro ser siempre conduce al amor a la Alteridad. «En el 327 periodo más elevado del amor electivo por un ser se abren de par en par las esclusas del amor a la humanidad...» Pero para Bretón el más allá no es un cielo extraño: está aquí mismo; se desvela a quien sepa apartar los velos de la trivialidad cotidiana; el erotismo, entre otras cosas, disipa el engaño del falso conocimiento. «En nuestros días, el mundo sexual... no ha dejado de oponer, que yo sepa, a nuestra voluntad de penetración del universo su núcleo inquebrantable de noche.» Tropezar con el misterio es la única forma de descubrirlo. La mujer es el enigma y plantea enigmas; sus múltiples rostros, al sumarse, componen «el ser único en el que nos es dado contemplar el último avatar de la Esfinge»; por esta razón, la mujer es revelación. «Eras la imagen misma del secreto», dice Bretón a una mujer amada. Un poco más lejos: «La revelación que me aportabas, incluso antes de saber en qué podría consistir, supe que era una revelación.» Es decir, que la mujer es poesía. Es también el papel que tiene en Gérard de Nerval, pero en Sylvie y Aurélia tiene la consistencia de un recuerdo o de un fantasma, porque el sueño, más verdadero que la realidad, no coincide exactamente con ella; para Bretón, la coincidencia es perfecta: sólo hay un mundo; la poesía está objetivamente presente en las cosas, y la mujer es sin lugar a dudas un ser de carne y hueso. La encontramos, no en duermevela, sino totalmente despiertos, en medio de un día como los demás que tiene su fecha, como todos los días del calendario —5 de abril, 12 de abril, 4 de octubre, 29 de mayo— en un entorno trivial: un café, una esquina. Ahora bien, siempre se diferencia por algún rasgo insólito. Nadja va «con la cabeza alta, al contrario de todos los otros que pasan... Con un maquillaje extraño... Nunca había visto unos ojos como ésos». Bretón la aborda: «Ella sonríe, pero muy misteriosamente y, diría, como con conocimiento de causa.» En L’Amour fou: «La mujer que acababa de entrar estaba como rodeada de un vapor — ¿vestida con un fuego?... Y puedo decir que en esta plaza, el 29 de mayo de 1934, era una mujer escandalosamente bella»116. El poeta reconoce inmediatamente que va a desempeñar un papel en su destino; a veces sólo es un papel fugitivo, secundario; como la niña con los ojos de Dalila en Vases communicants; incluso entonces nacen a su alrededor diminutos milagros: Bretón, que tiene una cita con Dalila, el mismo día lee un artículo amable de un amigo que había perdido de vista desde hacía tiem­ 116 La cursiva es de Bretón. 328 po llamado Sansón. A veces los prodigios se multiplican; la desconocida del 29 de mayo, ondina que hacía un número de natación en un music-hall, había sido anunciada con un juego de palabras con el nombre de Ondine escuchado en un restaurante; su primera cita larga con el poeta había sido minuciosamente descrita en un poema escrito por él once años antes. La más extraordinaria de estas magas es Nadja: predice el futuro, de sus labios brotan las palabras y las imágenes que su amigo tiene en la mente en ese mismo instante; sus sueños y sus dibujos son oráculos: «Soy el alma errante», dice, y se guía en la vida «de una forma singular que sólo se basa en la pura intuición y roza constantemente el prodigio»; a su alrededor, el azar objetivo siembra con profusión extraños acontecimientos; está tan maravillosamente liberada de las apariencias que desdeña las leyes y la razón: acaba en un asilo. Era «un genio libre, algo así como un espíritu del aire al que algunas prácticas mágicas permiten momentáneamente aferrarse a algo, pero que no es posible someter». Por esta causa fracasa en desempeñar plenamente su papel femenino. Vidente, pitonisa, inspirada, está demasiado cerca de las criaturas irreales que visitaban a Nerval; abre las puertas del mundo surreal, pero es incapaz de entregarlo, porque no podría entregarse ella misma. En el amor la mujer se realiza y se la puede alcanzar realmente; cuando es singular, porque acepta un destino singular —y no flota sin raíces a través del universo—, entonces lo resume todo. El momento en que su belleza alcanza sus cotas más elevadas, es la hora de la noche en la que «es el espejo perfecto en el que todo lo que ha sido, todo lo que ha sido llamado a ser, nada adorablemente en lo que va a ser esta vez». Para Bretón, «encontrar el lugar y la fórmula» se confunde con «poseer la verdad en un alma y un cuerpo». Esta posesión sólo es posible en el amor recíproco, amor, por supuesto, camal. «El retrato de la mujer amada debe ser, no sólo una imagen a la que se sonríe, sino también un oráculo que se interroga»; pero sólo será oráculo si la mujer misma es algo más que una idea o una imagen; debe ser «la piedra angular del mundo material»; para el vidente, este mundo mismo es Poesía, y en este mundo debe poseer realmente a Beatriz. «El amor recíproco es el único que condiciona la magnetización total sobre la que nada tendrá poder, que hace que la carne sea sol y espléndida huella en la carne, que el espíritu sea fuente que brota para siempre, inalterable y siempre viva, cuya agua se orienta de una vez por todas entre la caléndula y el serpol.» 329 Este amor indestructible sólo podría ser único. Es la paradoja de la actitud de Bretón que desde Vases communiquants ^Arcane 17 se obstina en consagrar un amor único y eterno a mujeres diferentes. Para él, las circunstancias sociales que obstaculizan la libertad de elección llevan al hombre a tomar decisiones equivocadas; además, a través de estos errores, busca en realidad a una mujer. Y si rememora los rostros amados, «sólo descubrirá en todos estos rostros de mujeres un rostro: el último117rostro amado». «Cuántas veces he podido comprobar que bajo apariencias totalmente disímiles, de uno a otro de estos rostros trataba de definirse un rasgo común de lo más excepcional.» Le pregunta a la ondina de Amourfou: «¿Eres por fin esa mujer? ¿Era hoy cuando te correspondía venir?» Pero QnArcane 17 dice: «Ya sabes que cuando te vi por primera vez te reconocí sin dudarlo.» En un mundo completo, renovado, la pareja sería, a través de un don recíproco y absoluto, indisoluble: ya que la bien amada lo es todo, ¿cómo puede haber lugar para otra? Además, ella también es otra; y lo es más plenamente cuanto más es ella misma. «Lo insólito es inseparable del amor. Porque tú eres única no puedes dejar de ser otra para mí, otra tú misma. A través de la diversidad de aquellas flores innumerables, te amo a ti cambiante, con camisa roja, desnuda, con camisa gris.» Y a propósito de una mujer diferente, pero también única, Bretón escribe: «El amor recíproco tal y como yo lo veo es un dispositivo de espejos que me devuelve, bajo los mil ángulos que puede tomar para mí lo desconocido, la imagen fiel de la que amo, cada vez más sorprendente de adivinación de mi propio deseo y más dotada de vida.» Esta mujer única, camal y artificial al mismo tiempo, natural y humana, tiene el mismo sortilegio que los objetos equívocos amados por los surrealistas: es como la cuchara zapato, la mesa lobo, el azúcar de mármol que el poeta descubre en un mercado o inventa en sueños; participa del secreto de los objetos familiares que se descubren repentinamente en su verdad; del de las plantas y las piedras. Es todas las cosas: M i mujer tiene la cabellera de fuego de leña L os pensam ientos de relámpago de calor La cintura de un reloj de arena ... M i mujer de sexo de alga y de caramelos antiguos ... M i mujer de ojos de sabana 117 Ibíd. 330 Pero sobre todo, es ante todo la Belleza. La belleza no es para Bretón una idea que se contempla, sino una realidad que sólo se revela —que sólo existe— a través de la pasión; sólo hay belleza en el mundo por la mujer. A llí es, bien al fondo del crisol hum ano en esta región paradójica en la que la fusión de dos seres que se han elegido realm ente devuelve a todas las cosas los valores perdidos del tiem po de los antiguos soles, donde sin embargo también la soledad hace estragos por una de estas fantasías de la naturaleza que alrededor de los cráteres de A laska hace que la nieve perdure bajo la ceniza; allí es donde, hace años, pedí que se fuera a buscar la belleza nueva, la beüeza únicam ente considerada con fines pasionales. La belleza convulsiva será erótica, velada, explosiva-fija, m ágica-circunstancial, o no será. De la mujer todo lo que es toma su sentido. «Es precisamente por amor, y sólo por amor, como se realiza al más alto grado la fusión de la esencia y de la existencia.» Se realiza para los amantes y al mismo tiempo a través del mundo entero. «La recreación, la recoloración perpetua del mundo en un solo ser, tal y como se realizan por el amor, iluminan con mil rayos el mundo de la tierra.» Para todos los poetas —o casi— la mujer encama la naturaleza; pero según Bretón no la expresa solamente, la libera. Porque la naturaleza no habla un lenguaje claro, hay que penetrar en sus arcanos para captar su verdad que es la misma cosa que su belleza: la poesía no es simplemente su reflejo, sino más bien su clave; y la mujer aquí no se diferencia de la poesía. Por esta razón es el mediador indispensable sin el que calla toda la tierra: «La naturaleza no está sometida a iluminarse y a apagarse, a servirme bien o mal, salvo en la medida en que suben y bajan en mí las llamas de un hogar que es el amor, el único amor, el de un ser. He conocido, en ausencia de este amor, los cielos realmente vacíos. Sólo faltaba un gran iris de fuego brotando de mí para dar precio a lo que existe... Contemplo hasta el vértigo tus manos abiertas sobre el fuego de ramillas que acabamos de encender y que mge, tus manos encantadoras, tus manos transparentes que planean sobre el fuego de mi vida.» Cada mujer amada es para Bretón una maravilla natural: «Un pequeño helécho inolvidable que trepa por el muro interior de un viejísimo pozo.» «... Un algo cegador y tan grave que no podía dejar de recordar... la gran necesidad física na­ 331 tural, haciendo además pensar más tiernamente en la indolencia de algunas flores de largo tallo que se empiezan a abrir.» Y a la inversa: toda maravilla natural se confunde con la amada; la exalta a ella cuando se conmueve con una gruta, una flor, una montaña. Entre la mujer que calienta sus manos en una comisa del Teide y el propio Teide queda abolida toda la distancia. A uno y otra invoca el poeta en una sola plegaria: «¡Teide admirable! ¡Toma mi vida! Boca del cielo al mismo tiempo que de los infiemos, te prefiero así, enigmático, capaz de llevar hasta las nubes la belleza natural y de devorarlo todo.» La belleza es mucho más que la belleza; se confunde con la «noche profunda del conocimiento»; es la verdad y la eternidad, el absoluto; lo que libera la mujer, no es un aspecto temporal y contingente del mundo, es su esencia necesaria, no una esencia estática, como la imaginaba Platón, sino «explosiva-fija». No descubro en mí más tesoro que la llave que me abre este prado sin límites desde que te conozco, este prado formado por la repetición de una sola planta cada vez más alta, cuyo péndulo de amplitud cada vez mayor me conducirá hasta la muerte... Porqueunamujery un hombre que, hasta el fin de los. tiempos, deben ser tú y yo, se deslizarán a su vez sin volverjamás la mirada hasta donde se acaba el camino, en el resplandor óptico, hasta los confines de la vida y del olvido de la vida... La mayor esperanza, quiero decir aquella en la que se resumen todas las demás, es que sea para todos y que para todos dure, que el don absoluto de un ser a otro que no puede existir sin su reciprocidad sea a los ojos de todos la única pasarela natural y sobrenatural lanzada sobre la vida. Así, por el amor que inspira y comparte, la mujer es para cada hombre la única salvación posible. En Arcane 17, su misión se amplía y se precisa: debe salvar a la humanidad. Breton se inscribió desde siempre en la tradición de Fourier que, al reclamar la rehabilitación de la carne, exalta a la mujer como objeto erótico; es normal que desemboque en la idea sansimoniana de mujer regeneradora. En la sociedad actual, domina el varón, hasta el punto de que en la boca de un Gourmont es un insulto decir de Rimbaud: «¡Temperamento femenino!» No obstante, parece haber llegado el tiempo de revalorizar las ideas de la mujer a expensas de las del hombre, cuya quiebra se consuma 332 en nuestros días de forma bastante tumultuosa... Sí, sigue siendo la mujer perdida, la que canta el hombre en su im aginación, pero al cabo de algunas pruebas para ella, para él, debe ser tam bién la mujer recobrada. Y en primer lugar, la mujer tiene que recobrarse ella m ism a, tiene que aprender a reconocerse a través de estos infiernos a los que la condena sin su recurso m ás que problem ático la visión que el hombre, en general, tiene de ella. El papel que debería realizar es ante todo un papel pacificador. «Siempre me dejó estupefacto que su voz no se hiciera oír, que no pensara en sacar todo el partido posible, todo el inmenso partido de las dos inflexiones irresistibles y sin precio que le son dadas, una para hablar al hombre, otra para llamar a ella toda la confianza del niño. Qué prodigio, qué futuro hubiera tenido el gran grito de rechazo y de alarma de la mujer, este grito siempre en potencia... Cuándo vendrá una mujer simplemente mujer que realice el milagro tan diferente de extender los brazos entre los que se van a enfrentar para decirles: Sois hermanos.» Si la mujer aparece ahora como inadaptada, mal equilibrada, es por el tratamiento que le ha infligido la tiranía masculina, pero conserva un maravilloso poder debido a que hunde sus raíces en las fuentes vivas de la vida cuyos secretos han perdido los varones. M elusina casi recuperada por la vida pánica, M elusina de articulaciones inferiores de grava o de hierbas acuáticas o de plum ón nocturno, a ella invoco, sólo la veo a ella para reducir esta época salvaje. La m ujer toda entera, y sin em bargo la m ujer tal y com o es hoy en día, la m ujer privada de su base hum ana, presa de sus raíces m ovedizas, sí, pero tam bién por ellas en com unicación providencial con las fuerzas elem entales de la naturaleza... La m ujer privada de su b ase hum ana, así la quiere la leyenda por la im paciencia y lo s celos del hom bre. Conviene, pues, tomar partido por la mujer; a la espera de que se le devuelva en la vida su verdadero valor; ha llegado el momento de «pronunciarse en arte sin equívocos contra el hombre y por la mujer». «La mujer niña. Su advenimiento a todo el imperio sensible lo debe preparar sistemáticamente el arte.» ¿Por qué la 333 mujer niña? Bretón nos lo explica: «Elijo a la mujer niña, no para enfrentarla con la otra mujer, sino porque en ella y sólo en ella me parece que reside en estado de transparencia absoluta el otrom prisma de visión...» Mientras la mujer esté simplemente asimilada a un ser humano, será tan incapaz como los seres humanos de sexo masculino de salvar este mundo a la deriva; la feminidad como tal introduce en la civilización este elemento otro que es la verdad de la vida y de la poesía, y que es el único que puede liberar a la humanidad. La perspectiva de Bretón es exclusivamente poética, por lo que la mujer sólo se contempla como poesía, es decir, como alteridad. Si nos preguntáramos por su destino, la respuesta estaría implicada en el ideal del amor recíproco: no tiene más vocación que el amor, lo que no constituye ninguna inferioridad, ya que la vocación del hombre es también el amor. No obstante, nos gustaría saber si para ella también el amor es clave del mundo, revelación de la belleza; ¿encontrará esta belleza en su amante, o en su propia imagen? ¿Será capaz de la actividad poética que realiza la poesía a través de un ser sensible o se limitará a aprobar la obra de su macho? Ella es la poesía en sí, en lo inmediato, es decir, para el hombre; no se nos dice si lo es también para sí. Bretón no habla de la mujer como sujeto. Nunca evoca tampoco la imagen de la mala mujer. En el conjunto de su obra —a pesar de algunos manifiestos y panfletos en los que ataca al rebaño humano en general— no se dedica a hacer un inventario de las resistencias superficiales del mundo, sino a revelar su secreta verdad: la mujer sólo le interesa porque es una «boca» privilegiada. Profundamente anclada en la naturaleza, muy cerca de la tierra, aparece también como la llave del más allá. En Bretón encontramos el mismo naturalismo esotérico de los gnósticos, que veían en Sofía el principio de la Redención, e incluso de la creación, que en Dante, que elige a Beatriz para que le guíe, y en Petrarca iluminado por el amor de Laura. Y así, el ser más anclado en la naturaleza, el más cercano a la tierra, es también la llave del más allá. Verdad, Belleza, Poesía, lo es Todo: una vez más, bajo el signo de la alteridad. Todo excepto ella misma.118 118 Ibíd. 334 S t e n d h a l o e l s e n t i d o n o v e l e s c o d e l a v e r d a d Si dejando la época contemporánea me vuelvo ahora a Stendhal, es porque al salir de estos carnavales en los que la mujer se disfraza de arpía, de ninfa, de estrella de la mañana, de sirena, es reconfortante abordar a un hombre que vive entre mujeres de carne y hueso. Stendhal amó sensualmente a las mujeres desde la infancia; proyectó en ellas las aspiraciones de su adolescencia: le gustaba imaginarse salvando del peligro a una bella desconocida, ganando así su amor. Al llegar a París, su deseo más ardiente era «una mujer encantadora; nos adoraremos, ella conocerá mi alma»... Al envejecer, escribe en la arena las iniciales de las mujeres que más amó. «Creo que he preferido la ensoñación a todo lo demás», nos confiesa. Las imágenes de mujer alimentan sus sueños; su recuerdo anima los paisajes. «La línea de rocas al acercarme a Arbois, creo, viniendo de Dole por el camino principal, fue para mí una imagen clara y evidente del ahna de Métilde.» La música, la pintura, la arquitectura, todo lo que amó, lo quiso con alma de amante desgraciado; cuando pasea por Roma, en cada nueva página surge una mujer; en los pesares, los deseos, las tristezas, las alegrías que suscitan en él conoce el sabor de su propio corazón; no desea más jueces que ellas: frecuenta sus salones, trata de mostrarse brillante ante sus ojos; les debe sus mayores alegrías, sus mayores penas, ellas han sido su principal ocupación; prefiere su amor a cualquier amistad, su amistad a la de los hombres; las mujeres inspiran sus libros, que están poblados de imágenes de mujer; en gran medida, escribe para ellas. «Corro el albur de que me lean en 1900 las almas que amo, las Mme Roland, las Mélanie Guilbert...» Son la sustancia misma de su vida. ¿De dónde les vino este privilegio? Este amigo tierno de las mujeres, precisamente porque las ama en su verdad, no cree en el misterio femenino; ninguna esencia define de una vez por todas a la mujer; la idea de un «eterno femenino» le parece pedante y ridicula. «Los pedantes nos repiten desde hace dos mil años que las mujeres tiene el espíritu más ágil y los hombres más solidez; que las mujeres tienen más delicadeza en las ideas y los hombres más fuerza de atención. Un pa- V 335 lurdo de París que se paseaba hace tiempo por losjardines de Versalles dedujo de todo lo que veía que los árboles nacen podados.» Las diferencias que se observan entre hombres y mujeres reflejan las de su situación. Por ejemplo, ¿cómo no van a ser las mujeres más sentimentales que sus amantes? «Una mujer dedicada a bordar, tarea insípida que sólo ocupa las manos, piensa en su amante, mientras este último, galopando por los campos con su escuadrón, se la juega si hace un falso movimiento.» También se acusa a las mujeres de falta de sentido común. «Las mujeres prefieren las emociones a la razón. Es muy sencillo: como en virtud de nuestras fastidiosas costumbres no se ocupan de ninguno de los asuntos de la familia, la razón nunca les resulta útil... Ponga a su mujer a resolver los problemas con los aparceros, y seguro que llevará los registros mejor que usted.» Si se encuentran en la historia pocos genios femeninos, es porque la sociedad les niega cualquier medio de expresarse. «Todos los genios que nacen mujeres119se pierden para la felicidad del público; cuando el azar les da medios para mostrarse, vemos cómo superan a los talentos más difíciles.» El peor obstáculo con el que se enfrentan es la educación que las embrutece; el opresor siempre trata de rebajar a los que oprime; si el hombre niega a las mujeres su oportunidad es con pleno conocimiento de causa. «Dejamos ociosas en ellas las cualidades más brillantes y las más ricas en felicidad para ellas y para nosotros.» A los diez años, la niña es más despierta, más fina que su hermano; a los veinte años, aquel bribón es un hombre espiritual y la muchacha «una gran idiota, torpe, tímida, que se asusta de una araña»; la culpa es de la formación que ha recibido. Habría que dar a las mujeres exactamente la misma instrucción que a los chicos. Los antifeministas objetan que las mujeres cultivadas e inteligentes son unos monstruos: todo el problema está en que siguen siendo excepcionales; si todas pudieran acceder a la cultura de forma tan natural como los hombres, la aprovecharían con la misma naturalidad. Después de haberlas mutilado, se las somete a leyes contra natura: casadas en contra de sus sentimientos, se pretende que sean fieles e incluso se les reprocha el divorcio como una inconveniencia. Muchas de ellas están condenadas a la ociosidad, cuando no hay felicidad al margen del trabajo. Esta condición indigna a Stendhal y ve en ella el origen de todos 119 La cursiva es de Stendhal. 336 los defectos que se les reprochan a las mujeres. No son ni ángeles, ni demonios, ni esfinges: son seres humanos que costumbres imbéciles han reducido a una semiesclavitud. Precisamente porque están oprimidas, las mejores de ellas se libran de las taras que afean a sus opresores; no son en sí ni inferiores ni superiores al hombre, pero por una curiosa inversión, su situación desgraciada las favorece. Es conocido el odio de Stendhal por la «seriedad»: dinero, honores, rango, poder, le parecen los ídolos más tristes; la inmensa mayoría de los hombres se alienan en su beneficio; el pedante, el importante, el burgués, el marido, matan en ellos cualquier chispa de vida y de verdad; cargados de ideas preconcebidas, de sentimientos calculados, obedecen a las rutinas sociales, su personaje sólo está habitado por el vacío; un mundo poblado por estas criaturas sin alma es un desierto de aburrimiento. Desgraciadamente, hay muchas mujeres que se pudren en estos cenagales mortecinos; son las muñecas «de ideas estrechas y parisinas» o bien las devotas hipócritas; Stendhal siente «un desprecio mortal por las mujeres honradas y por la hipocresía que les resulta indispensable»; aportan a sus ocupaciones frívolas la misma seriedad de sus afectados maridos; estúpidas por educación, envidiosas, vanidosas, charlatanas, malvadas por ociosidad, frías, secas, pretenciosas, dañinas, pueblan París y provincias; las vemos pulular tras las nobles figuras de una Mme de Renal, de Mme de Chasteller. La que Stendhal ha pintado con minuciosidad más rencorosa es sin duda Mme Grandet, que convierte en el exacto negativo de Mme Roland, de Métilde. Bella pero inexpresiva, despreciativa y desprovista de encanto, intimida por su «famosa virtud», pero no conoce el verdadero pudor que viene del alma; llena de admiración por su persona, pagada de sí, sólo sabe copiar la grandeza desde el exterior; en el fondo es vulgar y baja; «no tiene carácter... me aburre», piensa Lucien Leuwen. «Absolutamente razonable, preocupada por el éxito de sus proyectos», toda su ambición es convertir a su marido en ministro; «su espíritu era árido»; prudente, conformista, siempre se protegió del amor, es incapaz de un impulso generoso; cuando entra la pasión en esta alma seca, la quema sin ilu­ minarla. Sólo tenemos que invertir esta imagen para descubrir lo que Stendhal les pide a las mujeres: en primer lugar, no dejarse atrapar por las trampas de la seriedad; dado que las cosas supuestamente importantes están friera de su alcance, corren menos riesgo 337 de alienarse que los hombres; tienen más posibilidades de preservar la naturalidad, la ingenuidad, la generosidad que Stendhal valora por encima de cualquier mérito; lo que aprecia en ellas es lo que llamaríamos ahora su autenticidad: es el rasgo común de todas las mujeres que amó o inventó con amor; todas son seres libres y verdaderos. Su libertad aparece en algunas de ellas de forma deslumbrante: Angela Pietragua, «buscona sublime, a la italiana, a lo Lucrecia Borgia» o Mme Azur, «buscona a la Du Barry... una de las francesas menos parecida a una muñeca que he conocido», se enfrentan abiertamente con las costumbres. Lamiel se ríe de los convencionalismos, de las costumbres de las leyes; la Sanseverina se entrega con ardor a la intriga y no retrocede ante el crimen. Otras se elevan por encima de la vulgaridad por la fuerza de su espíritu: Menta, Mathilde de la Mole, criticada, denigrada, despreciada por la sociedad que la rodea y quiere distanciarse de ella. En otras la libertad tiene una imagen totalmente negativa; lo que tiene de notable Mme de Chasteller es su indiferencia ante todo lo secundario; sometida a la voluntad de su padre e incluso a sus opiniones, no deja de cuestionar los valores burgueses por esta indiferencia que se le reprocha como una niñería y que es la fuente de su alegría despreocupada; Clélia Conti también se distingue por su reserva; el baile, las diversiones habituales de las muchachas la dejan fría; siempre parece distante, «bien por desprecio de lo que la rodea, bien por estar prendada de alguna quimera ausente»; juzga el mundo, se indigna por su bajeza. En Mme de Renal encontramos el alma independiente más profundamente oculta; ella misma ignora que no se puede resignar a su suerte; su enorme delicadeza, su sensibilidad en carne viva manifiestan su repugnancia por la vulgaridad que la rodea; carece de hipocresía; ha conservado un corazón generoso, capaz de emociones violentas, busca la felicidad; en su interior arde un fuego cuyo calor apenas se percibe desde fuera, pero basta un soplo para que arda toda entera. Estas mujeres, sencillamente, están vivas; saben que la fuente de los verdaderos valores no está en las cosas exteriores, sino en los corazones; ése es el encanto del mundo en el que habitan: alejan de él el aburrimiento con su mera presencia, con sus sueños, sus deseos, sus placeres, sus emociones, sus imaginaciones. La Sanseverina, «alma activa», teme el aburrimiento más que la muerte. Estancarse en el aburrimiento «es evitar la muerte —decía— no es vivir»; siempre está «apasionada por algo, siempre activa, alegre también». Inconscientes, pueriles o 338 profundas, alegres o graves, audaces o secretas, todas rechazan el sueño profundo en el que se hunde la humanidad. Estas mujeres que han sabido preservar en el vacío su libertad, cuando encuentran un objeto digno de ellas se elevan por la pasión hasta el heroísmo; su fuerza anímica, su energía traducen la orgullosa pureza de un compromiso total. Pero la mera libertad no es suficiente para dotarlas de tanto atractivo novelesco: una libertad pura se reconoce en la estima, pero no en la emoción; lo que conmueve es su esfuerzo por realizarse a través de los obstáculos que la limitan; en las mujeres la lucha es más patética cuanto más difícil. La victoria obtenida sobre los obstáculos exteriores es suficiente para fascinar a Stendhal; en las Crónicas italianas enclaustra a sus protagonistas en profundos conventos, las encierra en el palacio de un marido celoso: tienen que inventar mil argucias para reunirse con sus amantes; puertas ocultas, escala de cuerda, cofres ensangrentados, raptos, secuestros, asesinatos, la pasión y la desobediencia desatados apelan a un ingenio en el que se despliegan todos los recursos de la inteligencia; la muerte, las torturas amenazadoras dan más brillo todavía a las audacias de las almas frenéticas que nos pinta. Incluso en sus obras más maduras, Stendhal sigue sensible a este espíritu novelesco aparente: es la imagen manifiesta del que nace del corazón; no es posible diferenciar uno de otro, como tampoco se puede separar la boca de su sonrisa. Clélia inventa el amor desde cero al inventar el alfabeto que le permite escribirse con Fabrice; la Sanseverina se nos describe como «un alma siempre sincera que nunca actúa con prudencia, que se entrega totalmente a la impresión del momento»; cuando conspira, cuando envenena al príncipe e inunda Parma, esta alma se descubre ante nosotros: no es más que el desatino sublime y loco que ha decidido vivir. La escalera que Mathilde de la Mole apoya en su ventana es más que un elemento del atrezzo: es la forma tangible de su imprudencia orgullosa, su afán por lo extraordinario, su valor provocador. Las cualidades de estas almas no se descubrirían si no estuvieran rodeadas de enemigos: los muros de una cárcel, la voluntad de un soberano, la severidad de una familia. No obstante, los retos más difíciles de vencer son los que cada cual encuentra en su interior: entonces es cuando la aventura de la libertad resulta más incierta, más desgarradora, más aguda. Es evidente que la simpatía de Stendhal por sus personajes femeninos es tanto más grande cuanto más prisioneras están. Por 339 supuesto, le encantan las busconas, sublimes o no, que han pisoteado los convencionalismos de una vez por todas, pero ama más tiernamente a Métilde, atrapada por sus escrúpulos y su pudor. Luden Leuwen aprecia la compañía de la liberada Mme de Hocquincourt, pero ama apasionadamente a Mme de Chasteller, casta, reservada, dubitativa; Fabrice admira el alma sólida de la Sanseverina, que no retrocede ante nada, pero prefiere a Clélia, y es la jovencita quien gana su corazón. Y Mme de Renal, atrapada por su orgullo, sus prejuicios, su ignorancia, quizá sea de todas las mujeres creadas por Stendhal la que más le asombre. Le gusta situarlas en provincias, en un ambiente cerrado, bajo el dominio de un marido o de un padre imbécil; le gusta que sean incultas, o incluso cargadas de ideas erróneas. Mme de Renal y Mme de Chasteller son las dos tozudamente legitimistas; la primera es tímida y sin ninguna experiencia, la segunda de una inteligencia brillante, pero cuyo valor ignora; no son responsables de sus errores, sino sus víctimas, y también las de las instituciones y las costumbres; de este error nace el componente novelesco, como la poesía nace del fracaso. Un espíritu lúcido que decide sus actos con pleno conocimiento de causa, se aprueba o se censura secamente, pero admiramos con temor, piedad, ironía, amor, el valor y las astucias de un corazón generoso que busca su camino en las tinieblas. Porque han sido engañadas vemos florecer en las mujeres virtudes inútiles y encantadoras, como su pudor, su orgullo, su extremada delicadeza; en cierto sentido son defectos: generan mentiras, susceptibilidades, iras, pero se explican fácilmente por la situación en la que se encuentran las mujeres; deben colocar su orgullo en las pequeñas cosas, o al menos en «cosas que sólo tengan importancia por el sentimiento», porque todos los objetos «supuestamente importantes» están fuera de su alcance; su pudor nace de la dependencia que padecen: como les está prohibido mostrar lo que valen con hechos, se juegan su mismo ser; les parece que la conciencia ajena, y especialmente la de su amante, las revela en su verdad: les da miedo y tratan de escapar; en sus huidas, sus dudas, sus rebeliones, en sus mismas mentiras se expresa una auténtica preocupación por el valor de las cosas, que es lo que las hace respetables; pero se expresa torpemente, incluso con mala fe, y es lo que las hace conmovedoras, e incluso discretamente cómicas. Cuando la libertad queda atrapada en sus propias trampas y se engaña a sí misma, resulta más profundamente humana, y más conmovedora a los ojos de Stendhal. 340 Las mujeres de Stendhal son patéticas cuando su corazón les plantea problemas imprevistos: ninguna ley, ninguna receta, ningún razonamiento, ningún ejemplo venido de fuera las puede guiar; tienen que decidir solas: este abandono es el momento supremo de la libertad. Clélia ha sido educada con ideas liberales, es lúcida y razonable, pero opiniones impostadas, verdaderas o falsas, no sirven para nada en un conflicto moral; Mme de Renal ama a Julien a pesar de su moral, Clélia salva a Fabricio contra su razón: en los dos casos vemos la misma superación de todos los valores reconocidos. Esta osadía es lo que exalta a Stendhal, pero es tanto más conmovedor cuanto apenas se atreven a admitirlo: es más natural, más espontáneo, más auténtico. En Mme de Renal, la audacia está oculta por la inocencia: por no haber conocido el amor, no lo sabe reconocer y cede sin resistencia; se diría que por haber vivido en la oscuridad no tiene defensas contra la luz fulgurante de la pasión; la acoge, deslumbrada, aunque sea contra Dios, contra el infierno; cuando el fuego se oscurece, vuelve a caer en las tinieblas gobernadas por los maridos y los sacerdotes; no confía en su propio juicio, pero la evidencia la fulmina; cuando encuentra a Julien, le entrega de nuevo su alma; sus remordimientos, la carta que le arranca su confesor permiten medir la distancia que este alma ardiente y sincera debía recorrer para librarse de la prisión en la que la encerraba la sociedad y acceder al cielo de la felicidad. El conflicto es más consciente en Clélia; duda entre la lealtad hacia su padre y su piedad enamorada; buscajustificaciones; el triunfo de los valores en los que cree Stendhal le parece más deslumbrante en la medida en que las víctimas de una civilización hipócrita lo viven como una derrota; le encanta verlas utilizar la astucia y la mala fe para que prevalezca la verdad de la pasión y de la felicidad contra las mentiras en las que creen: cuando Clélia promete a la Madonna no volver a ver a Julien y acepta durante dos años sus besos, sus abrazos, con la condición de no abrir los ojos, es a un tiempo risible y conmovedora. Con la misma tierna ironía considera Stendhal las dudas de Mme de Chasteller y las incoherencias de Mathilde de la Mole; tantas vueltas y revueltas, escrúpulos, victorias y derrotas ocultas para llegar a fines simples y legítimos, es para él la más encantadora de las farsas; estos dramas tienen gracia porque la actriz es a un tiempo juez y parte, porque se engaña a sí misma y porque se impone caminos complicados donde bastaría un decreto para cortar el nudo gordiano; pero sin embargo manifies­ 341 tan la preocupación más respetable que pueda torturar a un alma noble: quiere ser digna de su propia estima; coloca su juicio más alto que el de nadie y así se realiza como un absoluto. Estos debates solitarios, sin eco, tienen más gravedad que una crisis ministerial; cuando se pregunta si responderá o no al amor de Luden Leuwen, Mme de Chasteller decide por ella misma y por el mundo: ¿Se puede confiar en los demás? ¿Es posible confiar en el propio corazón? ¿Cuál es el valor del amor y de los juramentos humanos? ¿Es locura o generosidad creer y amar? Estas preguntas afectan al sentido mismo de la vida, el de cada cual y el de todos. El hombre considerado serio es en realidad fútil porque acepta en su vida justificaciones prefabricadas; sin embargo, una mujer apasionada y profunda revisa en cada instante los valores establecidos; conoce la tensión constante de una libertad sin muletas; por ello se siente permanentemente en peligro: en un momento puede ganarlo todo o perderlo todo. Este riesgo asumido con inquietud da a su historia los colores de una aventura heroica. Lo que está en juego es lo más elevado que puede haber: el sentido mismo de esta existencia, que es el patrimonio de cada cual, su único patrimonio. La aventura de Mina de Vanghel podría parecer absurda; sin embargo, implica toda una ética. «¿Su vida fue un cálculo equivocado? Su felicidad duró ocho meses. Era un alma demasiado ardiente para contentarse con la realidad de la vida.» Mathilde de la Mole es menos sincera que Clélia o que Mme de Chasteller; determina sus actos en función que la idea que tiene de ella misma, y no de la evidencia del amor, de la felicidad: ¿hay más orgullo, más grandeza en conservarse que en perderse, en humillarse ante aquel a quien se ama que en resistirle? Está también sola en medio de sus dudas y se juega esta autoestima que para ella es más que la vida. La búsqueda ardiente de las verdaderas razones para vivir a través de las tinieblas de la ignorancia, de los prejuicios, de los engaños, en la luz vacilante y febril de la pasión, el riesgo infinito de la felicidad o de la muerte, de la grandeza o de la vergüenza, es lo que da a estos destinos de mujer su gloria novelesca. Por supuesto, la mujer es ignorante de la seducción que irradia; contemplarse a sí misma, representar un personaje es siempre una actitud no auténtica; Mme Grandet, al compararse con Mme Roland, demuestra así que no se le parece; si Mathilde de la Mole resulta tan atractiva es porque se pierde en sus simulaciones y a menudo la gobierna su corazón en momentos en los que cree 342 mantener el control; nos conmueve en la medida en que se escapa a su voluntad. Sin embargo, sus personajes más puros no tienen conciencia de ellos mismos. Mme de Renal es ignorante de su gracia, como Mme de Chasteller de su inteligencia. Esta es una de las alegrías profundas del amante, con el que se identifican el autor y el lector: es el testigo por el cual se revelan estas riquezas secretas; esta vivacidad que despliega lejos de las miradas Mme de Renal, este «espíritu vital, cambiante, profundo» que ignora el entorno de Mme de Chasteller, tiene un único admirador, y aunque otros aprecien el espíritu de la Sanseverina, él es quien penetra más profundamente en su alma. Ante la mujer, el hombre goza del placer de la contemplación; se embriaga como ante un paisaje o un cuadro; la mujer canta en su corazón y cambia el color del cielo. Esta revelación le revela a sí mismo: no es posible comprender la delicadeza de las mujeres, su sensibilidad, su ardor sin un alma delicada, sensible, ardiente; los sentimientos femeninos crean un mundo de matices, de exigencias cuyo descubrimiento enriquece al amante: cerca de Mme de Renal, Julien se convierte en un ser diferente del ambicioso que había decidido ser, se elige de nuevo. Si el hombre sólo tiene por la mujer un deseo superficial, se entretendrá en seducirla; pero el verdadero amor transfigura su vida. «El amor a la manera de Werther abre el alma... al sentimiento y al placer de la belleza en cualquier forma en que se presente, incluso con traje de burdo paño. Hace encontrar la felicidad incluso sin riquezas...» «Es un objetivo nuevo en la vida al que todo conduce, que cambia la faz de todas las cosas. El amor pasión arroja a los ojos de un hombre toda la naturaleza con sus aspectos sublimes, como una novedad inventada de ayer.» El amor rompe la rutina cotidiana, expulsa el aburrimiento, el aburrimiento que para Stendhal es un mal tan profundo porque es la ausencia de toda razón de vivir o de morir; el amante tiene un fin y basta para que cada día se convierta en una aventura: ¡qué placer para Stendhal pasar tres días oculto en el sótano de Menta! Las escalas de cuerda, los cofres ensangrentados traducen en sus novelas su preferencia por lo extraordinario. El amor, es decir, la mujer, pone de relieve los verdaderos objetivos de la existencia: la belleza, la felicidad, la frescura de las sensaciones y del mundo. Arranca al hombre su alma, con lo que le da su posesión; el amante conoce la misma tensión, los mismos riesgos que la amante y se percibe más auténticamente que a lo largo de una carrera bien planificada. Cuando Juñen duda al pie de la escala lanzada por 343 su esfera de tinieblas pegajosas. Lawrence sitúa la trascendencia en el falo; el falo sólo es vida y poder gracias a la mujer; la inmanencia es, pues, buena y necesaria; el falso héroe que pretende no tocar la tierra, muy lejos de ser un semidiós, ni siquiera llega a ser un hombre; la mujer no es despreciable, es riqueza profunda, cálido manantial, pero debe renunciar a toda trascendencia personal y limitarse a alimentar la de su hombre. Claudel le exige la misma devoción: la mujer es también para él lo que mantiene la vida, mientras que el hombre prolonga su impulso mediante actos; para el católico, todo lo que ocurre en la tierra está sumergido en la vana inmanencia: sólo Dios es trascendente; a los ojos de Dios, el hombre que actúa y la mujer que le sirve son exactamente iguales; cada cual debe superar su condición terrestre: la salvación es en todo caso una empresa autónoma. Para Breton, lajerarquía de los sexos se invierte; la acción, el pensamiento consciente en los que el varón sitúa su trascendencia le parecen una pura falacia que engendra la guerra, la estupidez, la burocracia, la negación de lo humano; la verdad está en la inmanencia, en la pura presencia opaca de la realidad; la verdadera trascendencia está en el retomo a la inmanencia. Su actitud es la contrapartida exacta de la de Montherlant: éste ama la guerra porque en ella se libra de las mujeres, Breton venera a la mujer porque aporta la paz; el uno confunde espíritu y subjetividad, rechaza el universo dado; el otro piensa que el espíritu está objetivamente presente en el corazón del mundo; la mujer es una carga para Montherlant porque rompe su soledad; es para Breton revelación porque le arranca de la subjetividad. En cuanto a Stendhal, hemos visto que la mujer en él apenas tiene valor mítico: la considera también como una trascendencia; para este humanista, las libertades se hacen realidad en sus relaciones recíprocas; le basta que el Otro sea simplemente otro para que la vida tenga para él «una sal picante»; no busca «un equilibrio estelar», no se alimenta con el pan del asco; no espera milagros, no desea encontrarse con el cosmos o con la poesía, sino con libertades. Es porque también se vive él mismo como una libertad translúcida. Los otros —y éste es un punto importante— se afirman como trascendencias, pero se sienten prisioneros de una presencia opaca en el corazón de ellos mismos: proyectan en la mujer este «núcleo indestructible de noche». En Montherlant existe un complejo adleriano del que nace una densa mala fe: este conjunto de pretensiones y de miedos lo encama en la mujer; el asco que le 346 produce es el que teme sentir por él mismo; pretende pisotear en ella la prueba siempre posible de su propia insuficiencia; le pide al desprecio que le salve; la mujer es el foso en el que precipita todos los monstruos que le habitan120. La vida de Lawrence nos muestra que sufría un complejo similar, pero más puramente sexual: la mujer tiene en su obra el valor de un mito de compensación; por ella se exalta una virilidad de la que el escritor no estaba demasiado seguro; cuando describe a Kate a los pies de Don Cipriano, cree haber logrado un triunfo masculino sobre Frieda; tampoco admite que su compañera le cuestione: si cuestionara sus fines, perdería sin duda la confianza en ellos; el cometido de ella es darle seguridad. Le pide paz, reposo, fe, como Montherlant le pide la certidumbre de su superioridad: exigen lo que les falta. A Claudel no le falta confianza en sí mismo: si es tímido, es sólo en el secreto de Dios. Por eso en él no hay ninguna huella de la lucha de sexos. El hombre se hace cargo valientemente del peso de la mujer: ella es oportunidad de tentación o de salvación. Diríase que para Breton el hombre sólo es real por el misterio que le habita; le gusta que Nadja vea esa estrella hacia la que se dirige y que es como «el corazón de una flor sin corazón»; sus sueños, sus presentimientos, el desarrollo espontáneo de su lenguaje interior, son actividades que se escapan al control de la voluntad, en las que se reconoce: la mujer es la imagen sensible de esta presencia velada, infinitamente más esencial que su personalidad consciente. En cuanto a Stendhal, coincide tranquilamente consigo mismo; pero necesita a la mujer como ella a él con el fin de que su existencia dispersa se concentre en la unidad de una imagen y de un destino; el hombre llega al ser a través del otro, pero el otro le tiene que prestar su conciencia: los otros hombres son demasiado indiferentes hacia sus semejantes; sólo la mujer enamorada abre su corazón a su amante y le alberga en él totalmente. Salvo Claudel, que encuentra en Dios un testigo de excepción, todos los escritores que hemos estudiado esperan que, en palabras de Malraux, la mujer ame en ellos ese «monstruo incomparable» conocido sólo de ellos. En la colaboración o en la lucha, los hombres 120 Stendhal juzgó anticipadamente las crueldades en las que se entretiene Montherlant: «¿Qué hacer con la indiferencia? El amor-inclinación, pero sin los horrores. Los horrores siempre vienen de un alma pequeña que necesita estar segura de sus propios méritos.» 347 se enfrentan en su generalidad. Montherlant es para sus pares un escritor, Lawrence un doctrinario, Breton un jefe de escuela, Stendhal un diplomático o un homme d ’esprit; la mujer revela en éste un príncipe magnífico y cruel, en aquél un fauno inquietante, en este otro un dios o un sol, o un ser «negro y frío como un hombre fulminado a los pies de la Esfinge»121, en aquel otro un seductor, un encantador, un amante. Para cada uno de ellos, la mujer ideal será la que encame más exactamente al Otro capaz de hacer que se revelen a ellos mismos. Montherlant, espíritu solar, busca en ella la pura animalidad; Lawrence, el fálico, le pide que resuma el sexo femenino en su generalidad; Claudel la define como un alma hermana; Breton ama a Melusina arraigada en la naturaleza, pone sus esperanzas en la mujer niña; Stendhal desea una amante inteligente, cultivada, libre de espíritu y de costumbres: una igual. Pero a la igual, a la mujer niña, al alma hermana, a la mujer sexo, al animal femenino, el único destino terrestre que le está reservado es siempre el hombre. No importa el ego que se esté buscando a través de ella, sólo se puede realizar si acepta servirle de crisol. Se exige de ella en todos los casos el olvido de sí y el amor. Montherlant acepta enternecerse con la mujer que le permite medir su potencia viril. Lawrence lanza un himno ardiente a la que renuncia a sí en su favor; Claudel exalta a la esclava, la sierva, la abnegada que se somete a Dios sometiéndose al varón; Breton espera de la mujer la salvación de la humanidad, porque es capaz con su hijo, su amante, del amor más total; incluso en Stendhal, los personajes femeninos son más conmovedores que los masculinos porque se entregan a su pasión con una violencia más desgarrada; ayudan al hombre a realizar su destino como Prouhéze contribuye a la salvación de Rodrigue; en las novelas de Stendhal es frecuente que salven a su amante de la ruina, de la prisión o de la muerte. La abnegación femenina se exige como un deber en Montherlant, Lawrence; menos arrogantes Claudel, Breton, Stendhal la admiran como una elección generosa; la desean sin pretender merecerla, pero —salvo la asombrosa Lamiel— todas sus obras muestran que esperan de la mujer el altruismo que Comte admiraba en ella y le imponía, y que para él constituía a un tiempo una inferioridad flagrante y una equívoca superioridad. 121 Nadja. 348 Podríamos multiplicar los ejemplos: nos llevarían en todos los casos a las mismas conclusiones. Al definir a la mujer, cada escritor define su ética general y la idea singular que tiene de sí mismo: también en ella se inscribe a menudo la distancia entre su punto de vista sobre el mundo y sus sueños egotistas. La ausencia o la insignificancia del elemento femenino en el conjunto de una obra es también sintomática; tiene una enorme importancia cuando resume en su totalidad todos los aspectos de la AJteridad, como ocurre en Lawrence; la tiene también si se percibe simplemente a la mujer como otro, pero el escritor se interesa por la aventura individual de su vida, que es el caso de Stendhal; la pierde en una época como la nuestra, en la que los problemas singulares de cada cual pasan a segundo plano. No obstante, la mujer como alteridad sigue desempeñando un papel en la medida en que, aunque sea para superarse, cada hombre sigue necesitando tomar conciencia de sí. 349 Capítulo III El mito de la mujer desempeña un papel considerable en la literatura, pero ¿qué importancia tiene en la vida cotidiana? ¿En qué medida afecta a las costumbres y conductas individuales? Para responder a esta pregunta habría que precisar las relaciones que mantiene con la realidad. Hay diferentes tipos de mitos. Este, que sublima un aspecto inmutable de la condición humana, que es la «división» de la humanidad en dos categorías de individuos, es un mito estático; proyecta sobre un cielo platónico una realidad tomada de la experiencia, o conceptualizada a partir de la experiencia; los hechos, el valor, el significado, la noción, la ley empírica, los sustituye por una Idea trascendente, intemporal, inmutable, necesaria. Esta idea se escapa de todo cuestionamiento, ya que se sitúa más allá de las circunstancias; está dotada de una verdad absoluta. Así, a la existencia dispersa, contingente y múltiple de las mujeres, el pensamiento mítico contrapone el Eterno Femenino, único y estático; si la definición que se da de él se contradice con las conductas de las mujeres de carne y hueso, estas últimas están equivocadas: se declara, no que la Feminidad es una entidad, sino que las mujeres no son femeninas. Las contradicciones de la experiencia no tienen poder contra el mito. No obstante, en cierta forma, bebe en las fuentes de la experiencia. Es exacto, por ejemplo, que la mujer es una alteridad para el hombre, y que esta alteridad se experimenta concretamente en el deseo, las relaciones físicas, el amor; pero la relación real es de reciprocidad; como tal, provoca dramas auténticos: a través del erotismo, el amor, la amistad y sus alternativas de decepción, odio, rivalidad, es lucha de conciencias que desean 351 ser, ambas, esenciales, es reconocimiento de las libertades que se confirman mutuamente, es tránsito indefinido de la enemistad a la complicidad. Enunciar a la Mujer es enunciar la Alteridad absoluta, sin reciprocidad, negando a pesar de la experiencia que sea un sujeto, un semejante. En la realidad concreta, las mujeres se manifiestan en aspectos diferentes; pero cada uno de los mitos edificados a propósito de la mujer pretende resumirla en su totalidad; cada uno pretende ser único; la consecuencia es que existe una pluralidad de mitos incompatibles y que los hombres se pierden en ensueños ante las extrañas incoherencias de la idea de Feminidad; como toda mujer participa de una pluralidad de estos arquetipos que pretenden encerrar cada uno de ellos su Verdad exclusiva, los hombres encuentran ante sus compañeras el asombro de los sofistas que no podían entender que un hombre fuera rubio y moreno al mismo tiempo. El tránsito a lo absoluto ya se expresa en las representaciones sociales: las relaciones se congelan fácilmente en clases, las funciones en tipos, como en la mentalidad infantil las relaciones se convierten en cosas. Por ejemplo, la sociedad patriarcal, centrada en la conservación del patrimonio, implica necesariamente, junto a individuos que poseen y transmiten unos bienes, la existencia de hombres y mujeres que se los arrancan a sus propietarios y los hacen circular; si son hombres —aventureros, timadores, ladrones, especuladores— suelen sufrir la reprobación de la sociedad; las mujeres, gracias a su atractivo erótico, tienen la posibilidad de invitar a los jóvenes, e incluso a los padres de familia, a disipar su patrimonio sin salir de la legalidad; se apoderan de su fortuna o captan su herencia; como este papel se considera nefasto, se considera «malas mujeres» a las que lo desempeñan. En realidad, pueden aparecer en otra familia —la de su padre, sus hermanos, su marido, su amante— como un ángel guardián; también la cortesana que despluma a los ricos financieros es para los pintores y escritores un mecenas. La ambigüedad del personaje de Aspasia, de Mme de Pompadour, es fácil de entender desde una experiencia concreta. Pero si planteamos que la mujer es la Mantis Religiosa, la Mandràgora, el Demonio, sembrará la confusión descubrir también en ella a la Musa, la Diosa Madre, Beatriz. Como las representaciones colectivas, entre otras los tipos sociales, se definen generalmente por pares de términos opuestos, la ambivalencia parecerá una propiedad intrínseca del Eterno Feme­ 352 nino. La santa madre tiene como correlato a la madrastra cruel, la joven angelical a la virgen perversa: así podemos decir que Madre igual a Vida o que Madre igual a Muerte, que toda doncella es un espíritu puro o carne consagrada al diablo. No es evidentemente la realidad lo que dicta a la sociedad o a los individuos la disyuntiva entre dos principios opuestos de unificación; en cada época, en cada caso, sociedad e individuo deciden de acuerdo con sus necesidades. Con mucha frecuencia, proyectan en el mito adoptado las instituciones y los valores que reivindican. Por ejemplo, el patemalismo que exige que la mujer esté en el hogar, la define como sentimiento, interioridad, inmanencia; en realidad, todo existente es a un tiempo inmanencia y trascendencia; cuando no se le propone un objetivo, o se le impide que alcance ninguno, cuando se le arrebata su victoria, su trascendencia cae vanamente en el pasado, es decir, se convierte en inmanencia; es la suerte que le toca a la mujer en el patriarcado, pero no es en modo alguno una vocación, como tampoco la esclavitud es la vocación del esclavo. Vemos claramente en Auguste Comte el desarrollo de esta mitología. Identificar a la Mujer con el Altruismo es garantizar al hombre derechos absolutos a su abnegación, es imponer a las mujeres un deber ser categórico. No hay que confundir el mito con la captación de un significado; el significado es inmanente al objeto; se le revela a la conciencia en una experiencia vital; mientras que el mito es una Idea trascendente que se escapa de una toma de conciencia. Cuando en Age d ’homme Michel Leiris describe su visión de los órganos femeninos, nos presenta unos significados y no elabora ningún mito. La admiración ante el cuerpo femenino, el asco ante la sangre menstrual son percepciones de una realidad concreta. No hay nada mítico en la experiencia que descubre las cualidades voluptuosas de la carne femenina y no se pasa al mito cuando se las trata de expresar mediante comparaciones con flores o piedras. Sin embargo, decir que la Mujer es la Carne, decir que la Carne es Noche y Muerte, o que es el esplendor del Cosmos, es abandonar la verdad de la tierra y alzar el vuelo hacia un cielo vacío. Porque el hombre también es carne para la mujer, y ésta no es sólo un objeto camal; y la carne reviste para cada cual y en cada experiencia significados singulares. También es absolutamente cierto que la mujer —como el hombre— es un ser arraigado en la naturaleza; está más sometida que el varón a la especie, su animalidad es más evidente, pero en ella como en él las circunstancias son asumidas 353 por la existencia, ella también pertenece al reino de lo humano. Asimilarla a la Naturaleza es un simple prejuicio. Pocos mitos han sido más beneficiosos para la casta de los señores: justifica todos los privilegios hasta el abuso. Los hombres no tienen que preocuparse de aligerar los sufrimientos y las cargas que fisiológicamente corresponden a las mujeres, pues «así lo quiere la Naturaleza»; las utilizan como pretexto para aumentar más todavía la miseria de la condición femenina, por ejemplo para negar a la mujer todo derecho al placer sexual, para hacerla trabajar como una bestia de carga1. De todos estos mitos, ninguno está más anclado en los corazones masculinos que el del «misterio» femenino. Tiene un montón de ventajas. Para empezar, permite explicar de balde todo lo que parece inexplicable; el hombre que no «entiende» a una mujer, está feliz de transformar una deficiencia subjetiva en resistencia objetiva; en lugar de admitir su ignorancia, reconoce la presencia de un misterio ajeno a él: explicación que alimenta tanto la pereza como la vanidad. Un corazón enamorado se evita así muchas decepciones: si la conducta de la bien amada es caprichosa, sus palabras estúpidas, siempre podemos acudir al misterio. Finalmente, gracias al misterio se perpetua esta relación negativa que parecía a Kierkegaard infinitamente preferible a una posesión positiva: frente a un enigma vivo, el hombre se queda solo: solo con sus sueños, sus esperanzas, sus temores, su amor, su vanidad; este juego subjetivo, que puede ir del vicio al éxtasis místico, es para muchos una experiencia más atractiva que una relación auténtica con un ser humano. ¿Sobre qué bases descansa una ilusión tan productiva? Con seguridad, en cierto sentido, la mujer es misteriosa, «misteriosa como todo el mundo», en palabras de Maeterlinck. Cada cual sólo es sujeto para sí; sólo puede captarse a sí mismo en su inmanencia: desde este punto de vista, el otro siempre es misterio. A los ojos de los hombres, la opacidad del para sí es más flagrante en la alteridad femenina; no pueden, por ningún efecto de sim­ 1 Cfr. Balzac, Fisiología del matiimonio: «No se preocupe en nada de sus murmullos, de sus gritos, de sus dolores, la naturaleza la ha hechopara nuestro uso, y para cargar con todo: hijos, penas, golpes y trabajos del hombre. No se acuse de dureza. En todos los códigos de las naciones supuestamente civilizadas, el hombre ha escrito las leyes que rigen el destino de las mujeres bajo este epígrafe sangriento: Vae victis!, ¡Ay de los débiles!» 354 patía, penetrar en su experiencia singular: la calidad del placer erótico de la mujer, los trastornos de la menstruación, los dolores del parto, son cosas que están condenados a ignorar. En realidad, el misterio es recíproco: como alteridad, y alteridad de sexo masculino, también hay en el corazón de todos los hombres una presencia cerrada sobre sí e unpenetrable para la mujer, que ignora en qué consiste el erotismo del varón. Sin embargo, según la regla universal que hemos puesto de relieve, las categorías a través de las cuales los hombres conciben el mundo se consideran desde su punto de vista como absolutas: ignoran, aquí como en todo, la reciprocidad. Al ser misterio para el hombre, la mujer se considera por lo tanto misterio en sí. A decir verdad, su situación la predispone singularmente a ser considerada desde este punto de vista. Su destino fisiológico es muy complejo; ella misma lo sufre como una historia ajena; su cuerpo no es para ella una expresión clara de ella misma; se siente alienada; el vínculo que en todo individuo une la vida fisiológica con la vida psicológica, o mejor dicho, la relación que existe entre la facticidad de un individuo y la libertad que la asume es el enigma más difícil que implica la condición humana; en la mujer resulta mucho más turbador. Lo que llamamos misterio no es la soledad subjetiva de la conciencia, ni el secreto de la vida orgánica. La palabra adquiere todo su sentido cuando hablamos de comunicación: no se reduce al puro silencio, a la noche, a la ausencia; implica una presencia balbuciente que fracasa al manifestarse. Decir que la mujer es misterio es decir, no que calla, sino que su lenguaje no es escuchado; está ahí, pero oculta bajo unos velos; existe más allá de esas inciertas apariciones. ¿Quién es ella? ¿Un ángel, un demonio, una inspirada, una actriz? Suponemos, o bien que estas preguntas tienen respuestas imposibles de descubrir, o más bien que ninguna es adecuada, porque el ser femenino implica una ambigüedad fundamental; en su corazón, es indefinible para ella misma: una esfinge. El hecho es que le daría mucho trabajo decidir quién es; la pregunta no tiene respuesta, pero no porque la verdad oculta sea demasiado cambiante para dejarse atrapar, sino porque en este terreno no hay verdad. Un existente no es nada más que lo que hace; lo posible no sobrepasa la realidad, la esencia no precede a la existencia: en su pura subjetividad, el ser humano no es nada. Se mide con sus actos. De una agricultora se puede decir que es ¡ 355 buena o mala trabajadora, de una actriz que tiene o no talento, pero si consideramos a una mujer en su presencia inmanente, no podemos decir absolutamente nada de ella, está más acá de cualquier calificación. En las relaciones amorosas o conyugales, en todas las relaciones en las que la mujer es la sierva, la alteridad, se la percibe en su inmanencia. Es significativo que la compañera, la colega, la socia carezcan de misterio; sin embargo, si el vasallo es varón, si frente a un hombre o una mujer mayores que él, más ricos, un joven, por ejemplo, aparece como objeto inesencial, también queda envuelto en el misterio. Esto nos descubre una infraestructura del misterio femenino que es de orden económico. Un sentimiento tampoco es nada. «En el terreno de los sentimientos, lo real no se diferencia de lo imaginario —escribe Gide— . Y si basta imaginar que amamos para amar, basta decir que imaginamos amar, cuando amamos, para amar un poco menos...» Sólo se puede hacer la diferencia entre lo imaginario y lo real a través de las conductas. Al hombre, que ocupa en este mundo un lugar privilegiado, le corresponde manifestar activamente su amor; con mucha frecuencia mantiene a la mujer, o al menos la ayuda; al casarse con ella le da una posición social; le hace regalos; su independencia económica y social le permite iniciativas e inventiva: cuando está lejos de Mme de Villeparisis, M. de Norpois viajaba durante veinticuatro horas para reunirse con ella; con mucha frecuencia él está ocupado y ella ociosa: el tiempo que pasa con ella, se lo da; ella lo toma: ¿con placer, con pasión o simplemente para distraerse? ¿Acepta estos dones por amor o por interés? ¿Ama al marido o el matrimonio? Por supuesto, las pruebas mismas que da el hombre son ambiguas: ¿este don se debe al amor o a la piedad? Sin embargo, mientras que normalmente la mujer encuentra en el trato con el hombre numerosas ventajas, el trato de la mujer sólo es provechoso para el hombre en la medida en que la ame. De acuerdo con el conjunto de su actitud, podemos medir más o menos el grado de su amor. Sin embargo, la mujer no tiene medios para sondear su propio corazón; según su estado de ánimo, tendrá sobre sus sentimientos puntos de vista diferentes; mientras los viva pasivamente, ninguna interpretación será más verdadera que otra. En los casos infrecuentes en los que ella tiene el privilegio económico y social, el misterio se invierte: lo que demuestra que no está vinculado a este sexo más que al otro, sino a una situación. Para gran número de mujeres, los caminos de la trascendencia están cerrados: porque no hacen nada, no obran 356 para ser nada; se preguntan indefinidamente lo que habríanpodido llegar a ser, lo que las lleva a preguntarse sobre lo que son: es una pregunta vana; si el hombre fracasa al descubrir esta esencia secreta, es simplemente porque no existe. Mantenida al margen del mundo, la mujer no puede definirse objetivamente a través de este mundo y su misterio sólo oculta un vacío. Además, como todos los oprimidos, es frecuente que oculte deliberadamente su imagen objetiva; el esclavo, el servidor, el indígena, todos los que dependen de los caprichos de un amo, han aprendido a presentarle una sonrisa inmutable o una enigmática impasibilidad; sus verdaderos sentimientos, sus verdaderas conductas, las ocultan cuidadosamente. La mujer aprende también desde la adolescencia a mentir a los hombres, a tergiversar, a hacer trampas. Se dirige a ellos con rostros prestados; es prudente, hipócrita, fingidora. Sin embargo, el Misterio femenino, tal y como lo reconoce el pensamiento mítico, es una realidad más profunda. En realidad, está inmediatamente implicado en la mitología de la Alteridad absoluta. Si admitimos que la conciencia inesencial es también una subjetividad translúcida, capaz de operar el Cogito, admitimos que es una realidad soberana y que retoma a lo esencial; para que toda reciprocidad aparezca como imposible, el Otro tiene que ser alteridad para sí, su subjetividad misma tiene que verse afectada por la alteridad; esta conciencia, que estaría alienada como conciencia, en su pura presencia inmanente, seria evidentemente Misterio; sería Misterio en sí al serlo para sí; sería el Misterio absoluto. Por eso podemos decir que existe, más allá del secreto que crea su ocultación, un misterio de la raza negra, de la amarilla, en la medida en que se las considera absolutamente como la Alteridad inesencial. Observemos que no se considera «misterioso» al ciudadano norteamericano, que sin embargo desconcierta profundamente al europeo medio: más modestamente se afirma no comprenderlo; así, la mujer no siempre «comprende» al hombre, pero no existe el misterio masculino; es porque la rica América, el varón, están del lado de los Amos y el Misterio es propiedad del esclavo. Por supuesto, sólo podemos soñar en los crepúsculos de la mala fe sobre la realidad positiva del Misterio; como algunas alucinaciones marginales, cuando se trata de concretarlo se desvanece. La literatura siempre fracasa al pintar a las mujeres «misteriosas»; sólo pueden aparecer al principio de una novela como 357 extrañas, enigmáticas, pero a menos que la historia quede inconclusa, acaban librando su secreto y se convierten en personajes coherentes y translúcidos. Por ejemplo, los personajes de Peter Cheyney no dejan de asombrarse de los caprichos imprevisibles de las mujeres: no es posible adivinar cómo se comportarán, con ellas no vale ningún cálculo; en realidad, cuando se desvelan los resortes de sus actos a los lectores, resultan ser mecanismos sencillísimos: una es espía, otra ladrona; por muy hábil que sea una intriga, siempre hay una clave, y no podría ser de otra forma, aunque el autor tenga todo el talento, toda la imaginación que pudiéramos desear. El misterio sólo es un espejismo, se desvanece cuando lo tratamos de atrapar. Así vemos que el mito se explica en gran medida por el uso que hace el hombre de él. El mito de la mujer es un lujo. Sólo puede aparecer si el hombre se libra del apremio de sus necesidades; cuanto más concretamente vive estas relaciones, menos las idealiza. El fellah del Antiguo Egipto, el campesino beduino, el artesano de la Edad Media, el obrero contemporáneo tienen, inmersos en las necesidades del trabajo y de la pobreza, relaciones demasiado definidas con la mujer singular que es su compañera como para dotarla de un aura fasta o nefasta. Las épocas y las clases a las que se les concedía el privilegio de soñar alzaron las estatuas negras y blancas de la feminidad. Pero el lujo tiene también una utilidad; estos sueños estaban imperiosamente dirigidos por intereses. La mayor parte de los mitos tienen raíces en la actitud espontánea del hombre respecto a su propia existencia y al mundo que ocupa, pero la superación de la experiencia hacia la Idea trascendente es un paso deliberado de la sociedad patriarcal con fines de autojustificación; a través de los mitos, imponía a los individuos sus leyes y sus costumbres de una forma gráfica y sensible; el imperativo colectivo se insinuaba en cada conciencia en una forma mítica. A través de las religiones, las tradiciones, el lenguaje, los cuentos, las canciones, el cine, los mitos penetran hasta las existencias más duramente sometidas a las realidades materiales. Cada cual puede encontrar en ellos una sublimación de sus modestas experiencias: los unos, engañados por una mujer amada, declaran que es un útero rabioso; los otros están obsesionados por la idea de su impotencia viril y transforman a la mujer en Mantis Religiosa; aquéllos se complacen en compañía de su mujer, que se transforma así en Armonía, Reposo, Tierra nutricia. El afán de eternidad con poco gasto, de un absoluto de bolsillo, que encontramos en la ma­ 358 yor parte de los hombres, se sacia con mitos. La menor emoción, una contrariedad se convierte en el reflejo de una Idea intemporal; esta ilusión halaga agradablemente a la vanidad. El mito es una de esas trampas de la falsa objetividad en las que la seriedad cae con los ojos cerrados. Se trata una vez más de sustituir la experiencia vivida y las libres opiniones que exige por una ideología estereotipada. El mito de la Mujer sustituye las relaciones auténticas con un existente autónomo por la contemplación inmóvil de un espejismo. «¡Espejismo, espejismo! Hay que matarlas pues no se las puede atrapar. O si no, tranquilizarlas, conformarlas, quitarles el amor a las joyas, convertirlas realmente en nuestras compañeras iguales, nuestras amigas íntimas, nuestras socias aquí abajo, vestirlas de otra manera, cortarles el pelo, decírselo todo...», exclama Laforgue. El hombre no tendría nada que perder, todo lo contrario, si renunciara a disfrazar a la mujer de símbolo. Los sueños, cuando son colectivos y dirigidos, clichés, son muy pobres y monótonos comparados con la realidad viva: para el verdadero soñador, para el poeta, es una fuente mucho más fecunda que una fantasía desgastada. Las épocas que han amado más sinceramente a las mujeres no son la feudalidad cortés, ni el galante siglo xix: son aquellas —por ejemplo, el siglo xvm— en las que los hombres veían en las mujeres sus semejantes; es entonces cuando son realmente novelescas: baste leer Las amistades peligrosas, El rojo y el negro, El adiós a las armas para darse cuenta. Los personajes femeninos de Lacios, de Stendhal, de Hemingway carecen de misterio: no por ello son menos encantadores. Reconocer en la mujer a un ser humano no es empobrecer la experiencia del hombre: no perdería nada de su diversidad, de su riqueza, de su intensidad si se asumiera en su intersubjetividad; rechazar los mitos no es destruir toda relación dramática entre los sexos, no es negar los significados que se revelan auténticamente al hombre a través de la realidad femenina; no es suprimir la poesía, el amor, la aventura, la felicidad, el sueño: es simplemente pedir que conductas, sentimientos, pasiones se fundamenten en la verdad2. 2 Laforgue dice también a propósito de la mujer: «Como la hemos dejado en la esclavitud, la pereza, sin más ocupación ni arma que su sexo, lo ha hipertrofiado para convertirlo en lo Femenino... hemos dejado que se hipertrofie; está en el mundo por nosotros. ¡Pues bien, todo esto es falso!... Con la mujer, hemos jugado hasta ahora a las muñecas. ¡Esta situación ya ha durado demasiado!...» 359 «La mujer se pierde. ¿Dónde están las mujeres? Las mujeres de esta época no son mujeres»; hemos visto el sentido de estas misteriosas consignas. A los ojos de los hombres —y para la legión de mujeres que ven por sus ojos— no basta con tener un cuerpo de mujer, ni con asumir como amante, como madre, la función de hembra para ser una «mujer mujer»; a través de la sexualidad y la maternidad, el sujeto puede reivindicar su autonomía; la «mujer mujer» es la que se acepta como Alteridad. En la actitud de los hombres de nuestros días hay una duplicidad que crea en la mujer un desgarramiento doloroso; aceptan de forma bastante extendida que la mujer sea una semejante, una igual; no obstante, le siguen exigiendo que sea lo inesencial; para ella, estos dos destinos son irreconciliables; duda entre uno y otro sin adaptarse exactamente a ninguno, y de ahí viene su falta de equilibrio. En el hombre no hay ninguna cesura entre vida pública y vida privada: cuanto más afirma en la acción y en el trabajo su control sobre el mundo, más viril aparece; en él los valores humanos y los valores vitales se confunden; en cambio, los éxitos autónomos de la mujer están en contradicción con su feminidad, pues se pide a la «mujer mujer» que se convierta en objeto, que sea Alteridad. Es muy posible que en este punto la sensibilidad, la sexualidad misma de los hombres se modifique. Ya ha nacido una nueva estética. Si la moda de los pechos planos y las caderas delgadas —de la mujer efebo— ya pasó, tampoco hemos vuelto al ideal opulento de siglos pasados. Se pide al cuerpo femenino que sea carne, pero discretamente; debe ser delgado y no estar cargado de grasa; musculoso, flexible, robusto, tiene que indicar la trascendencia; ya no se prefiere blanco, como una planta de invernadero, sino tostado por haber afrontado el sol, como un torso de trabajador. Aunque más práctica, la ropa de la mujer no la hace aparecer como asexuada: todo lo contrario, las faldas cortas destacan mucho más que antes las piernas y muslos. No hay ninguna razón para que el trabajo la prive de su atractivo erótico. Percibir a la mujer como un personaje social y al mismo tiempo como una presa camal puede ser excitante; en una serie de dibujos de Peynet publicados recientemente3, se veía a un novio dejar a su prometida porque se sentía seducido por la gentil alcaldesa que se disponía a celebrar el matrimonio; que una mujer ejerza un «ofi­ 3 En noviembre de 1948. 360 ció viril» y sea al mismo tiempo deseable fue durante mucho tiempo objeto de bromas más o menos gruesas; poco a poco, el escándalo y la ironía se han suavizado y parece que estuviera naciendo una nueva forma de erotismo: quizá engendre nuevos mitos. Lo que es seguro es que ahora es muy difícil para las mujeres asumir a un tiempo su condición de individuo autónomo y su destino femenino; es la fuente de estas torpezas y malestares que a veces las presentan como «un sexo perdido». Y sin duda es más cómodo sufrir una esclavitud ciega que trabajar por la liberación: los muertos también están mejor adaptados a la tierra que los vivos. De todas formas, la vuelta al pasado no es posible ni tampoco deseable. Lo que hay que esperar es que los hombres, por su parte, asuman sin reservas la situación que se está creando; sólo entonces podrá vivir la mujer sin desgarrarse. Entonces se podrá hacer realidad el deseo de Laforgue: «Oh, muchachas, ¿cuándo seréis nuestros hermanos, nuestros hermanos íntimos, sin intenciones de explotación? ¿Cuándo nos estrecharemos realmente la mano?» Entonces «Melusina, Ubre del peso de la fatalidad desatada sobre ella por el hombre solo, Melusina liberada...» recuperará «su base humana»4. Entonces será plenamente un ser humano, «cuando se rompa la servidumbre infinita de la mujer, cuando viva por ella y para ella, porque el hombre —hasta entonces abominable— le haya devuelto la libertad»5. 4 Bretón, Arcane 17. 5 Rimbaud, Carta a P. Demeny, 15 de mayo de 1872. 361 El segundo sexo II La experiencia vivida ! ¡Qué desgracia ser mujer! Y sin embargo, la peor desgracia de ser mujer es en el fondo no comprender que es una desgracia. K ie r k e g a a r d Mitad víctimas, mitad cómplices, como todo el mundo. J .-P . S a r t r e Introducción Las mujeres de nuestros días están destronando el mito de la feminidad; empiezan a afirmar de forma concreta su independencia; sin embargo, les cuesta trabajo lograr vivir plenamente su condición de seres humanos. Educadas por mujeres, en el seno de un mundo femenino, su destino normal es el matrimonio que las subordina de nuevo en la práctica al hombre; el prestigio viril está lejos de haberse borrado: sigue descansando en sólidas bases económicas y sociales. Es, por lo tanto, necesario estudiar cuidadosamente el destino tradicional de la mujer. ¿Cómo hace la mujer el aprendizaje de su condición? ¿Cómo la vive? ¿En qué universo se encuentra encerrada? ¿Qué evasiones tiene permitidas? Esto es lo que trataré de describir. Sólo entonces podremos comprender los problemas que se les plantean a las mujeres que, herederas de un pasado muy gravoso, se esfuerzan por foijar un nuevo futuro. Cuando utilizo las palabras «mujer» o «femenino» no me refiero, evidentemente, a ningún arquetipo, a ninguna esencia inmutable; en la mayor parte de mis afirmaciones hay que sobrentender «en el estado actual de la educación y de las costumbres». No se trata de enunciar verdades eternas, sino de describir el fondo común sobre el que se alza toda existencia femenina singular. PRIMERA PARTE Formación C a p í t u l o p r i m e r o Infancia No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino. Sólo la mediación ajena puede convertir un individuo en Alteridad. Mientras existe para sí, el niño no se puede captar como sexualmente diferenciado. Entre las niñas y los niños, el cuerpo es primero la emanación de una subjetividad, el instrumento que lleva a cabo la comprensión del mundo: captan el universo a través de los ojos, las manos, no de los órganos sexuales. El drama del nacimiento, el del destete, se desarrollan de la misma forma para los bebés de ambos sexos; tienen los mismos intereses y los mismos placeres; la succión es la fuente de sus primeras sensaciones agradables; luego pasan por una fase anal en la que obtienen las mayores satisfacciones de las funciones excretoras que les son comunes; su desarrollo genital es similar; exploran su cuerpo con la misma curiosidad y la misma indiferencia; del clítoris y del pene obtienen un mismo placer difuso; en la medida en que se objetiva su sensibilidad, se vuelve hacia la madre: la carne femenina suave, lisa, elástica, suscita los deseos sexuales, y estos deseos son prensiles; de una forma agresiva, la niña como el niño abrazan a la madre, la palpan, la acarician; tienen los mismos celos si nace otro niño: lo manifiestan con las mismas conductas: cóleras, enojo, trastornos urinarios; recurren a las mismas coqueterías para captar el amor de los adul­ 371 tos. Hasta los doce años, la niña es tan robusta como sus hermanos, manifiesta la misma capacidad intelectual; no hay ningún campo en el que no pueda rivalizar con ellos. Si bien antes de la pubertad, incluso desde la primera infancia, ya se nos aparece como sexualmente diferenciada, no es porque misteriosos instintos la condenen inmediatamente a la pasividad, a la coquetería, a la maternidad: la intervención del otro en la vida del niño es casi originaria y desde sus primeros años se le insufla imperiosamente su vocación. En un principio, el mundo sólo está presente para el recién nacido en forma de sensaciones inmanentes; sigue inmerso en el seno del Todo, como en los tiempos en los que habitaba las tinieblas de un vientre; alimentado con el pecho o el biberón, le embarga el calor de una carne maternal. Poco a poco, aprende a percibir los objetos como distintos de él: se diferencia de ellos y al mismo tiempo, de forma más o menos brusca, se aparta del cuerpo nutricio; a veces reacciona ante esta separación por una crisis violenta1; en cualquier caso, en el momento en que se consuma —más o menos a los seis meses— empieza a manifestarse mediante gestos, que se convierten en verdaderos cortejos, el deseo de seducir al otro. Esta actitud no se define con una elección razonada, pero no es necesario pensar una situación para hacerla existir. De forma inmediata, el niño de pecho vive el drama original de todo existente, que es su relación con el Otro. El hombre vive su abandono en medio de la angustia. Huyendo de su libertad, su subjetividad, quisiera perderse en el seno del Todo: es el origen de sus fantasías cósmicas y panteístas, de su deseo de olvidar, de dormir, de éxtasis, de muerte. Nunca consigue abolir su yo separado, pero al menos desea alcanzar la solidez del en-sí, quedarse petrificado como cosa; singularmente cuando aparece congelado por la mirada del otro empieza a percibirse como un ser. Hay que interpretar las conductas del niño desde esta perspectiva: en forma camal, descubre la finitud, la soledad, el abandono en un mundo extraño; trata de compensar esta catástrofe alienando su existencia en una imagen cuya realidad y valor fundamentará el otro. Al parecer, a partir del momento en que percibe su reflejo en los espejos —momento que coincide con el del destete— empieza a afirmar su 1 Judith Gautier relata en sus recuerdos que lloró y se desmejoró tan lamentablemente cuando la separaron de su nodriza que hubo que reunirlas de nuevo. No fiie destetada hasta mucho más tarde. 372 identidad2: su yo se confunde con este reflejo de tal manera que sólo se forma al alienarse. Independientemente del papel más o menos grande que desempeñe el espejo, es seguro que el niño comienza hacia los seis meses a comprender los gestos de sus padres y a percibirse bajo su mirada como un objeto. Ya es un sujeto autónomo que se trasciende hacia el mundo, pero sólo se encontrará consigo mismo en una imagen alienada. Cuando el niño crece, lucha de dos formas contra el abandono original. Trata de negar la separación: se acurruca en los brazos de su madre, busca su calor vital, exige sus caricias. Trata de hacerse justificar por la opinión ajena. Los adultos se le aparecen como dioses: tienen poder para conferirle el ser. Experimenta la magia de la mirada que le metamorfosea en un delicioso angelito o bien en un monstruo. Estos dos sistemas de defensa no se excluyen: todo lo contrario, se completan y se interpenetran. Cuando la seducción triunfa, el sentimiento de justificación encuentra una confirmación camal en los besos y las caricias recibidos, el niño experimenta la misma pasividad feliz en el regazo de su madre bajo su mirada cariñosa. Durante los tres o cuatro primeros años no existe diferencia entre la actitud de las niñas y la de los niños; todos tratan de perpetuar el estado de felicidad que precedió al destete; en ambos encontramos conductas de seducción y de cortejo: los niños están tan deseosos como sus hermanas de gustar, de provocar sonrisas, de hacerse admirar. Es más satisfactorio negar el desgarramiento que superarlo, más radical perderse en el corazón del Todo que hacerse petrificar por la conciencia ajena: la fusión camal crea una alienación más profunda que cualquier rendición ante la mirada ajena. La seducción, el cortejo representan un estadio más complejo, menos fácil que el simple abandono en los brazos matemos. La magia de la mirada adulta es caprichosa; el niño pretende ser invisible, sus padres entran en el juego, lo buscan a tientas, se ríen y bruscamente declaran: «Ya basta, no eres invisible en absoluto.» Una frase del niño divierte a todo el mundo, pero la repite y todos se encogen de hombros. En este mundo tan inseguro, tan imprevisi­ 2 Esta teoría es la que propone el doctor Lacan en Complexes familiaux dans la formation de l ’individu. Este hecho, de una importancia primordial, podría explicar que durante su desarrollo «el yo conserve la imagen ambigua del espectáculo». [Se trata de una entrada de la Encyclopédie Française, 1938. N. de la T.] 373 ble como el universo de Kafka, se tropieza a cada paso3. Por esta razón tantos niños tienen miedo de crecer; se desesperan si sus padres dejan de sentarlos en sus rodillas, de aceptarlos en la cama: a través de la frustración física, experimentan de forma cada vez más cruel el abandono del que el ser humano siempre toma conciencia con angustia. Aquí empiezan a aparecer las niñas como privilegiadas. Un segundo destete, menos brutal, más lento que el primero, aleja el cuerpo de la madre de los abrazos de sus hijos, pero los besos y caricias se niegan sobre todo a los niños; a la niña se la sigue mimando, puede vivir pegada a las faldas de su madre, el padre la sienta en sus rodillas y le acaricia el pelo; la visten con ropas suaves como besos, los adultos son indulgentes con sus lágrimas y sus caprichos, la peinan con esmero, se ríen con sus gestos y coqueterías: los contactos camales y las miradas complacientes la protegen de la angustia de la soledad. Sin embargo, al niño le prohíben incluso la coquetería; sus maniobras de seducción, sus farsas molestan. «Un hombre no pide besos... Un hombre no se mira en el espejo... Un hombre no llora», le dicen. Quieren que sea «un hombrecito»; sólo liberándose de los adultos contará con su aprobación. Sólo gustará cuando no lo esté buscando. Muchos niños, asustados por la dura independencia a la que están condenados, desean ser niñas; en los tiempos en que de pequeños se vestían como ellas, pagan con lágrimas el abandono del vestido por el pantalón, la pérdida de sus rizos. Algunos eligen obstinadamente la feminidad, una de las formas de orientarse hacia la homosexualidad. «Deseaba apasionadamente ser niña y llevé la inconsciencia ante la grandeza de ser hombre hasta pretender orinar sentado», relata Maurice Sachs4.No obstante, si bien el 3 En L’Orange bleue, Yassu Gauclére dice a propósito de su padre: «Su buen humor m e parecía tan temible como sus impaciencias, porque nada me explicaba lo que lo podía motivar... Insegura ante sus estados de ánimo como lo habría estado ante los caprichos de un Dios, lo reverenciaba con inquietud... Lanzaba m is palabras como si jugara a cara o cruz, preguntándome cómo serían acogidas.» Y más adelante relata la anécdota siguiente: «Como un día, después de que me regañaran, empecé con mi letanía: Tabla vieja, cepillo de encerar, homo, palangana, botella de leche, sartén, etc., mi madre me escuchó y soltó una carcajada... Unos días más tarde traté de utilizar mi letanía para calmar a mi madre que m e había vuelto a regañar. Nunca lo hubiera hecho. En lugar de reírse, aumentó su severidad, y me gané un nuevo castigo. Me dije que la conducta de las personas mayores era decididamente incomprensible.» 4 LeSabbath. 374 niño aparece en un primer momento como menos favorecido que sus hermanas, es porque se tienen para él designios más importantes. Las exigencias a las que está sometido implican una valorización inmediata. En sus recuerdos, Maurras relata que estaba celoso de un hermano pequeño al que mimaban su madre y su abuela: su padre le tomó de la mano y lo sacó de la habitación: «Somos hombres, dejemos a esas mujeres», le dijo. Se convence al niño de que se le exige más porque es superior; para estimularlo en el camino difícil que le corresponde, se le insufla el orgullo de su virilidad; esta noción abstracta reviste para él una imagen concreta: se encama en el pene; el orgullo que siente hacia este pequeño sexo indolente no es espontáneo; lo vive a través de la actitud de su entorno. Madres y nodrizas perpetúan la tradición que asimila el falo y la idea de varón; reconocen su prestigio en la gratitud amorosa o en la sumisión; o bien encontrarlo en el bebé en forma humillada es para ellas una revancha, pero siempre tratan el pene con un deleite singular. Rabelais nos relata los juegos y comentarios de las nodrizas de Gargantúa5; la historia ha relatado los de las nodrizas de Luis XIII. Mujeres no tan descaradas dan no obstante un nombre amistoso al sexo del niño y le hablan como a una personita que fuera al mismo tiempo él mismo y algo que no es él; lo convierten, como ya hemos dicho, en «un alter ego, en general más astuto, más inteligente y más hábil que el propio individuo6». Anatómicamente, el pene está perfectamente preparado para este papel; separado del cuerpo, aparece como un juegúete natural, una especie de muñeca. Se valoriza así al niño valorizando a su doble. Un padre me contaba que uno de sus hijos a la edad de tres años seguía orinando sentado; rodeado de hermanas y primas, era un niño tímido y triste; un día, su padre le llevó con él al servicio, diciéndole: «Te voy a enseñar cómo hacen los hombres.» Desde entonces, el niño, orgulloso de orinar de pie, despreció a las niñas, «que orinan por un agujero»; su desdén venía, no de que les faltase mi órgano, sino de que no habían sido** 5 ... «Y ya empezaba a ejercitar la bragueta, que sus ayas adornaban, una cada día con hermosos ramilletes, cintas, flores, guirnaldas, y pasaban el tiempo torneándolo entre las manos como si fuera un magdaleón de emplasto, tronchándose de risa cuando alzaba las orejitas como si le hubiera gustado el juego. Una lo llamaba mi pequeña espita, otra mi alfiler, otra mi rama de coral, otra mi tarugo, mi tapón, mi berbiquí, mi clavija, mi taladro, mi colgantillo...», etc. * A. Balint, La vie intime de Lenfant, cfr. vol. I, primera parte, cap. H[. 375 distinguidas e iniciadas como él por el padre. De esta forma, vemos que el pene no se descubre como un privilegio inmediato del que el niño obtenga un sentimiento de superioridad, sino que su valoración aparece como una compensación —inventada por los adultos y ardientemente aceptada por el niño— de las durezas del último destete: de esta forma se protege de la decepción de no ser ya un bebé, de no ser una niña. A partir de ese momento encamará en su sexo su trascendencia y su soberanía orgullosa7. La suerte de la niña es muy diferente. Madres y nodrizas no manifiestan por sus partes genitales reverencia ni ternura; no les llama la atención este órgano secreto, del que sólo se ve la envoltura y que no se deja empuñar; en cierto sentido, es como si no tuviera sexo. Ella no vive esta ausencia como una carencia: su cuerpo es evidentemente para ella una plenitud, pero se encuentra situada en el mundo de forma diferente que el niño; y un conjunto de factores puede transformar a sus ojos esta diferencia en infe­ rioridad. Hay pocas cuestiones más debatidas por los psicoanalistas que el famoso «complejo de castración» femenino. La mayor parte admiten ahora que el deseo de un pene se presenta, según los casos, de formas muy diversas8. En primer lugar, hay muchas niñas que ignoran hasta una edad avanzada la anatomía masculina. La niña acepta naturalmente que haya hombres y mujeres como hay un sol y una luna: cree en las esencias contenidas en las palabras y su curiosidad no es analítica en ese momento. Para muchas otras, ese pequeño trozo de carne que cuelga entre las piernas de los niños es insignificante, o incluso risible; es una singularidad que se asimila a las de la ropa, el peinado; en general, lo descubre en un nuevo hermanito y «cuando la niña es muy joven —dice H. Deutsch— no se impresiona con el pene de su hermano»; cita el ejemplo de una niña de dieciocho meses que permaneció absolutamente indiferente ante el descubrimiento del pene y sólo le dio valor mucho más tarde, en relación con sus preocupaciones 7 Véase vol. I, primera parte, cap. EL 8 Además de las obras de Freud y de Adler, existe abundante literatura sobre este tema. Abraham fue el primero en lanzar la idea de que la niña consideraba su sexo como una herida resultante de una mutilación. Karen Homey, Jones, Jeanne Lampt de Groot, H. Deutsch, A. Balint, estudiaron la cuestión desde un punto de vista psicoanalítico. Saussure trata de conciliar el psicoanálisis con las ideas de Piaget y Lucquet. Véase también Pollack, Les Idées des enfants sur la différence des sexes. 376 personales. En muchos casos, el pene se considera como una anomalía: una excrecencia, una cosa vaga que cuelga, como un lobanillo, una tetilla, una verruga; puede inspirar hasta asco. El hecho es que hay muchos casos en los que la niña se interesa por el pene de un hermano o de un compañero, pero eso no significa que tenga celos puramente sexuales, y mucho menos que se sienta profundamente herida por la ausencia de este órgano; desea apropiárselo como desea apropiarse de cualquier objeto, pero este deseo puede ser superficial. Es evidente que las funciones excretoras, y en particular las funciones urinarias, interesan apasionadamente a los niños: orinarse en la cama suele ser una protesta contra la preferencia que los padres manifiestan por otro hijo. Hay países en los que los hombres orinan sentados y puede ser que las mujeres orinen de pie: es costumbre, por ejemplo, entre muchas campesinas; pero en la sociedad occidental contemporánea, la costumbre general es que se agachen, mientras que la posición erguida queda reservada a los varones. Esta diferencia es para la niña la diferenciación sexual más impactante. Para orinar, tiene que agacharse, desnudarse y por lo tanto esconderse: es una servidumbre vergonzosa e incómoda. La vergüenza aumenta en los casos frecuentes en los que sufre de emisiones urinarias involuntarias, en caso de ataque de risa, por ejemplo; el control es menos firme en ellas que entre los niños. Para estos últimos, la función urinaria aparece como un juego libre, que tiene el atractivo de todos los juegos en los que se ejerce la libertad; el pene se deja manipular, a través de él es posible actuar, que es uno de los intereses más profundos del niño. Una niña que veía orinar a un niño declaró con admiración: «¡Qué cómodo9!» El chorro se puede dirigir a voluntad, la orina puede proyectarse a lo lejos: procura al niño un sentimiento de omnipotencia. Freud habló de la «ambición ardiente de los diuréticos»; Stekel ha debatido con acierto esta fórmula, pero es verdad que, como dice Karen Homey10, «suelen asociarse al chorro masculino de orina fantasías de omnipotencia, sobre todo un carácter sádico»; estas fantasías que perduran en algunos hombres11 son importantes en el niño. Abraham habla del «gran placer que 9 Citado por A. Ballint 10 «The genesis of castration complex in women», International Journal of Psychanalyse, 1923-1924. 11 Cfr. Montherlant, Les Chenilles, Solstice de Juin. i l l sienten las mujeres al regar eljardín con una manguera»; creo, de acuerdo con las teorías de Sartre y de Bachelard12, que la fuente de placer no está necesariamente13en la asimilación de la manguera y el pene; todo juego con agua aparece como un milagro, un desafío a la gravedad: dirigirla, gobernarla es una pequeña victoria sobre las leyes naturales; en todo caso, el niño encuentra así un entretenimiento cotidiano que está vedado a sus hermanas. Además permite, sobre todo en el campo, establecer a través del chorro de orina muchas relaciones con las cosas; agua, tierra, espuma, nieve, etc. Hay niñas que, para conocer estas experiencias, se tumban de espaldas y tratan de hacer brotar la orina «hacia arriba» o se entrenan para orinar de pie. Según Karen Homey, envidian también al niño la posibilidad de exhibición que se les da. «Una enferma exclamó súbitamente, después de haber visto a un hombre orinar: “Si pudiera pedirle un regalo a la Providencia, sería poder una sola vez en mi vida orinar como un hombre”», relata Karen Homey. La niña piensa que como el niño tiene derecho a tocar el pene, puede utilizarlo como un juguete, mientras que los órganos de ella son tabú. Que este conjunto de factores haga deseable para muchas de ellas la posesión de un sexo masculino es un hecho probado por cantidad de encuestas y confidencias recogidas por los psiquiatras. Havelock Ellis14cita estas palabras de un sujeto que designa con el nombre de Zenia: «El mido de un chorro de agua, sobre todo cuando sale de una larga manguera, siempre fue muy excitante para mí, pues me recordaba el mido del chorro de orina observado durante la infancia en mi hermano, y también en otras personas.» Otro sujeto, R. S., relata que siendo niña le encantaba tomar entre sus manos el pene de un amiguito; un día le dejaron una manguera: «Me pareció delicioso tener eso entre mis manos como si fuera un pene.» Insiste en el hecho de que el pene no terna para ella ningún sentido sexual; sólo conocía su uso urinario. El caso más interesante es el de Florrie, recogido por Havelock Ellis15 y analizado más tarde por Stekel. Incluyo aquí un resumen detallado: 12 Véase vol. I, primera parte, capítulo H. 13 Aunque es evidente en algunos casos. 14 Cfi*. Havelock Ellis, «El ondinismo», in The mechanism ofsexual devia­ tion. 15 H. Ellis, Estudios depsicología sexual. 378 Se trata de una m ujer m uy inteligente, artista, activa, biológicamente norm al y no invertida. Relata que la función urinaria tuvo gran im portancia en su infancia; jugaba con sus hermanos a juegos urinarios y se mojaban las manos sin sentir asco. «Mis prim eras impresiones de la superioridad de los varones fue en relación con los órganos urinarios. Odiaba a la naturaleza por haberm e privado de un órgano tan cómodo y decorativo. N inguna tetera privada de su pico se sintió jam ás tan miserable. Nadie tuvo necesidad de insuflarme la teoría del predominio y la superioridad masculinas. Tenía la prueba constante ante m is ojos.» Le procuraba un enorme placer orinar en el campo. «Nada le parecía comparable al m ido encantador del chorro sobre hojas muertas en un rincón del bosque, y observaba su absorción. Lo que más la fascinaba era orinar en el agua.» Es un placer al que muchos niños son sensibles y hay toda una im aginería pueril y vulgar que muestra m uchachos orinando en un estanque o un arroyo. Florrie se queja de que la forma de su pantalón le im pide entregarse a experiencias que hubiera querido probar; frecuentemente, en sus paseos por el campo, aguanta todo lo que puede para aliviarse bruscamente de pie. «M e acuerdo perfectam ente de la sensación extraña y prohibida de este placer y tam bién m i asombro de que el chorro pudiera salir estando yo de pie.» En su opinión, la forma de la ropa infantil tiene m ucha im portancia en la psicología de la m ujer en general. «Para mí no sólo era fastidioso tener que bajarme el pantalón y agacharme para no mancharme; además, el faldón que hay que recoger y que deja las nalgas al descubierto explica por qué en tantas mujeres el pudor está situado detrás y no delante. L a prim era distinción sexual que se me impuso, la gran diferencia, fue que los niños orinan de pie y las niñas agachadas. Probablemente, por esta razón, m is sentimientos de pudor m ás antiguos están asociados a m is nalgas, m ás que a m i pubis.» Todas estas im presiones toman en Florrie enorm e im portancia porque su padre la azotaba a menudo hasta hacerle sangre y una gobernanta la azotó un día con el fin de hacerla orinar; la obsesionan sueños y fantasías m asoquistas en las que la azota una institutriz ante toda la escuela y entonces orina contra su voluntad, «idea que me procuraba una sensación de placer realm ente curiosa». A los quince años, movida por una necesidad urgente, orinó de pie en una calle desierta. «Al analizar mis sensaciones, pienso que lo m ás im portante era la vergüenza por estar de pie y la longitud del trayecto que debía hacer el chorro hasta el suelo. E sta distancia convertía la situación en algo im portante y ridículo, aunque la ropa lo ocultara todo. E n la actitud ordinaria, había 379 un elem ento de intimidad. Siendo niña, incluso de mayor, el chorro no hubiera podido recorrer un trayecto m uy largo, pero a los quince años era alta y m e daba vergüenza pensar en la longitud del trayecto. Estoy segura de que las mujeres de las que hablé1617, que escaparon aterrorizadas del urinario moderno de Portsmouth, consideraron m uy indecente para una mujer permanecer de pie con las piernas separadas, levantarse las faldas y soltar un chorro tan largo debajo de ellas.» Volvió a hacerlo a los veinte años y después con m ás frecuencia; sentía una m ezcla de vergüenza y de voluptuosidad ante la idea de que la podían sorprender y sería incapaz de detenerse. «El chorro parecía salir de m í sin m i consentim iento y sin embargo, me causaba más placer qwe si lo hubiera provocado voluntariamente11. Esta sensación curiosa de que lo atrae al exterior un poder invisible que ha decidido hacerlo salir es un placer exclusivam ente fem enino y un encanto sutil. Provoca un placer agudo sentir el torrente salir de tu interior por una voluntad m ás poderosa que tu m ism a.» M ás adelante, F ióm e desarrolló un erotismo flagelatorio siempre m ezclado con obsesiones uri­ narias. Este caso es muy interesante, porque ilustra varios elementos de la experiencia infantil. Sin embargo, son las circunstancias singulares las que le confieren una importancia tan grande. Para las niñas educadas normalmente, el privilegio urinario del niño es algo demasiado secundario para generar directamente un sentimiento de inferioridad. Los psicoanalistas que suponen, de acuerdo con Freud, que el mero descubrimiento del pene basta para crear un trauma, ignoran profundamente la mentalidad infantil; ésta es mucho menos racional de lo que parecen suponer, y no plantea categorías terminantes, ni le preocupan las contradicciones. Cuando la niña al ver un pene declara: «Yo también tenía uno», o «Yo también lo voy a tener», o incluso «Yo también tengo» no es una defensa sin autenticidad; la presencia y la ausencia no se excluyen; el niño —como muestran sus dibujos— cree mucho menos en lo que ve con sus ojos que en los tipos significantes que ha fijado de una vez por todas: muchas veces dibuja sin mirar y en todo caso sólo encuentra en sus percepciones lo que ha 16 Alusión a un episodio que relata previamente: en Portsmouth se había abierto un urinario moderno para mujeres que les exigía permanecer de pie; todas las usuarias salían nada más entrar. 17 El subrayado es de Florrie. 380 puesto previamente. Saussure18, que insiste precisamente en este punto, cita una observación muy importante de Luquet: «Una vez que un trazado se ha reconocido como erróneo, el niño literalmente deja de verlo, como hipnotizado por el trazado nuevo que lo sustituye, de la misma forma que no tiene en cuenta las líneas que pueden encontrarse accidentalmente en su papel.» La anatomía masculina es una forma fuerte que a menudo se le impone a la niña; y literalmente deja de ver su propio cuerpo. Saussure cita el ejemplo de una niña de cuatro años que, tratando de orinar como un niño entre los barrotes de una vega, decía que quería «una cosita larga colgante». Afirmaba al mismo tiempo poseer un pene y no poseerlo, lo que coincide con el pensamiento por «participación» que Piaget describe en los niños. La niña piensa muchas veces que todos los niños nacen con un pene, pero que luego los padres cortan algunos para que haya niñas; esta idea se adapta a la artificiosidad del niño que, al divinizar a sus padres, «los concibe como la causa de todo lo que posee», dice Piaget; en un principio, no ve castigo en la castración. Para que tome el carácter de una frustración, la niña tiene que estar por alguna razón descontenta de su situación; como observa oportunamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, como la visión de un pene, no puede condicionar un desarrollo interno: «La visión del órgano masculino puede tener un efecto traumático —dice—, pero sólo con la condición de que vaya precedida por una cadena de experiencias anteriores propias para crear este efecto.» Si la niña se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbación o de exhibición, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresión de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectará su insatisfacción sobre el órgano masculino. «El descubrimiento que hace la niña de la diferencia anatómica con el niño es una confirmación de una necesidad que experimentó previamente, su racionalización, por así decirlo»19. Adler insistió acertadamente en el hecho de que la valorización del niño que hacen los padres y el entorno es lo que le da un prestigio, en el que el pene sólo es una explicación y un símbolo a los ojos de la niña. Considera a su hermano como superior; él mismo 18 «Psychogenèse et psychanalyse», Revue française de psychanalyse, año 1933. 19 Cfr. H. Deutsch, Lapsicología de la mujer [Psychology of Women]. Cita también la autoridad de R. Abraham y de J. H. Wram Ophingsen. 381 se enorgullece de su virilidad; entonces ella lo envidia y se siente frustrada. A veces se resiente contra su madre, menos frecuentemente contra su padre; o bien se acusa ella misma de estar mutilada, o se consuela pensando que el pene está escondido en su cuerpo y que algún día saldrá. Es evidente que la ausencia de pene desempeñará en el destino de la niña un papel importante, aunque no envidie seriamente su posesión. El gran privilegio que tiene el niño es que, al estar dotado de un órgano que se deja ver y coger, puede alienarse, al menos parcialmente. El misterio de su cuerpo, sus amenazas, los proyecta fuera de sí, lo que le permite mantenerlos a distancia; siente un peligro en su pene, teme la castración, pero es un miedo más fácil de dominar que el temor difuso que experimenta la niña ante sus «interiores», temor que frecuentemente se perpetuará a lo largo de toda su vida de mujer. Tiene una enorme inquietud por todo lo que ocurre en su interior; se considera desde un principio mucho más opaca, más profundamente cargada con el turbio misterio de la vida, que el varón. Al tener un alter ego en el que se reconoce, el niño puede asumir osadamente su subjetividad; el objeto mismo en el que se aliena se convierte en un símbolo de autonomía, de trascendencia, de poder: mide la longitud de su pene, compara la longitud del chorro urinario con el de sus compañeros; más tarde, la erección, la eyaculación serán fuentes de satisfacción y de desafío. La niña, sin embargo, no se puede encarnar en ninguna parte de ella misma. En compensación, le ponen entre las manos, para que haga las veces de alter ego, un objeto extraño, una muñeca. Se llama también «muñeca» [en francés] al vendaje que envuelve un dedo herido: un dedo vestido, separado, se considera con diversión y con una especie de orgullo, el niño esboza con él un proceso de alienación. Una figura con rostro humano — o una mazorca de maíz, o un trozo de madera— sustituirá de forma más satisfactoria a ese doble, ese juguete natural que es el pene. La gran diferencia es que, por una parte, la muñeca representa al cuerpo en su totalidad y, por otra, es una cosa pasiva. De esta forma, se estimula a la niña para que se aliene en su persona completa, considerándola como algo inerte. Mientras el niño se busca en el pene como sujeto autónomo, la niña mima a su muñeca y la adoma como sueña que la mimen y que la adornen a ella; a la inversa, se concibe a sí misma como una muñeca ma­ 382 ravillosa20. A través de cumplidos y regañinas, a través de imágenes y palabras, descubre el sentido de las palabras «bonita» y «fea»; pronto aprende que para gustar hay que ser «bonita como una estampa»; trata de parecerse a un cromo, se disfraza, se mira en el espejo, se compara con las princesas y las hadas de los cuentos. Un ejemplo impactante de esta coquetería infantil nos lo da Marie Bashkirtseff. No es casual que, destetada muy tarde —tenía tres años y medio—, haya experimentado a la edad de cuatro o cinco años una necesidad tan fuerte de hacerse admirar, de existir para el otro: el choque debió ser violento en una niña más madura y tuvo que tratar de superar más apasionadamente la separación infligida: «A los cinco años —escribe en su diario— me vestía con las puntillas de mamá, con flores en el pelo, y me iba a bailar al salón. Era la gran bailarina Patipa y toda la casa estaba ahí, mirándome...» Este narcisismo aparece tan precozmente en la niña, tendrá en su vida un papel tan importante que se suele considerar como emanado de un misterioso instinto femenino. Acabamos de ver que, en realidad, no se trata de un destino anatómico dictado por su actitud. La diferencia que existe con los niños es un hecho que podría asumir de muchas formas. El pene constituye ciertamente un privilegio, pero su precio disminuye naturalmente cuando el niño se desinteresa de sus funciones excretoras y se socializa: si sigue teniendo prestigio pasados los ocho o diez años, es porque se ha convertido en el símbolo de una virilidad que se valora socialmente. En realidad, la influencia de la educación y del entorno es inmensa. Todos los niños tratan de compensar la separación del destete con conductas de seducción y cortejo; al niño se le obliga a superar esta fase, se le libera de su narcisismo fijándolo en su pene; sin embargo, a la niña se le confirma esta tendencia a convertirse en objeto que es común a los niños de ambos sexos. La muñeca ayuda, pero no tiene tampoco un papel determinante; el niño también puede aferrarse a un osito, un polichinela en el que se proyecta. Cada elemento —pene, muñeca— adquiere un valor en la forma global de su vida. La pasividad que caracterizará esencialmente a la mujer «femenina» es un rasgo que se desarrolla en ella desde sus primeros 20 La analogía entre la mujer y la muñeca se mantiene en la edad adulta; en francés se llama vulgarmente muñeca a la mujer; en inglés, se dice de una mujer arreglada que está «dolled up». 383 años. Sin embargo, no es verdad que se trate de un imperativo biológico; en realidad, se trata de un destino impuesto por su educación y por la sociedad. La suerte inmensa del niño es que su forma de existir para el otro le ayuda a afirmarse para sí. Hace el aprendizaje de su existencia como libre movimiento hacia el mundo; rivaliza en dureza e independencia con los otros niños, desprecia a las niñas. Trepando a los árboles, luchando con sus compañeros, enfrentándose a ellos en juegos violentos, vive su cuerpo como un medio de dominar la naturaleza y un instrumento de combate; se enorgullece de sus músculos como de su sexo; a través de juegos, deportes, luchas, desafíos, pruebas, encuentra un uso equilibrado para sus fuerzas; al mismo tiempo, conoce las severas lecciones de la violencia; aprende a encajar golpes, a despreciar el dolor, a rechazar las lágrimas de sus primeros años. Emprende, inventa, se arriesga. Evidentemente, también se percibe como «para otro», cuestiona su virilidad y de sus relaciones con los adultos y sus compañeros se derivan muchos problemas. Pero lo más importante es que no existe oposición fundamental entre el desvelo por esta figura objetiva que es la suya y su voluntad de afirmarse en proyectos concretos. Cuando hace, está obrando para ser al mismo tiempo. Por el contrario, en la mujer encontramos desde el principio un conflicto entre su existencia autónoma y su «ser otro»; se le enseña que para gustar hay que tratar de gustar, hay que convertirse en objeto; debe renunciar, pues, a su autonomía. Se la trata como a una muñeca de carne y se le niega la libertad; así se cierra un círculo vicioso, porque cuanto menos ejerza su libertad para comprender, captar y descubrir el mundo que la rodea, menos recursos encontrará en él, menos se atreverá a afirmarse como sujeto; si se la empujara a ello, podría manifestar la misma exuberancia vital, la misma curiosidad, el mismo espíritu de iniciativa, la misma osadía que un niño. Es lo que pasa a menudo cuando se le da una formación viril; se ahorra entonces muchos problemas21. Es interesante destacar que es el tipo de educación que un padre prefiere darle a su hija; las mujeres educadas por un hombre se libran en gran medida de las taras de la feminidad. Sin embargo, las costumbres se oponen a que se trate a las niñas exactamente igual que a los niños. Conocí en un pueblo a niñas de tres y cuatro años obligadas por su padre 21 Al menos en su primera infancia. Sin embargo, en el estado actual de la sociedad, los conflictos de la adolescencia podrían agudizarse. 384 a llevar pantalones; todos los niños las perseguían: «¿Son niñas o niños?»; y pretendían comprobarlo, hasta tal punto que suplicaron ponerse vestidos. A menos que lleve una vida muy solitaria, aunque los padres le permitan aires de muchacho, el entorno de una niña, sus amigas, sus profesores lo encontrarán chocante. Siempre habrá tías, abuelas, primas para contrarrestar la influencia del padre. Normalmente, el papel que se le asigna con sus hijas es secundario. Una de las maldiciones que pesa sobre la mujer ;—Michelet la puso de relieve— es que en su infancia queda abandonada en manos de mujeres. El niño también es educado por su madre en un principio, pero ella tiene respeto por su virilidad y se le escapa muy pronto22; sin embargo, trata de integrar a su hija en el mundo femenino. Veremos más adelante lo complejas que son las relaciones de la madre con la hija: la hija siempre es para la madre su doble y el otro, la madre la quiere imperiosamente y también le es hostil; impone a la niña su propio destino: es una forma de reivindicar orgullosamente su feminidad, y también una forma de vengarse. Encontramos el mismo proceso en los pederastas, los jugadores, los drogadictos, todos los que se vanaglorian de pertenecer a una cofradía determinada y al mismo tiempo se sienten humillados por ello; tratan de ganar adeptos con ardiente proselitismo. Así las mujeres, cuando se pone una niña en sus manos, se consagran, con un celo en el que la arrogancia se mezcla con el rencor, a transformarla en una mujer como ellas. Incluso una madre generosa, que busque sinceramente el bien de su hija, pensará en general que es más prudente convertirla en una «mujer, mujer», ya que así la sociedad la aceptará más fácilmente. Por lo tanto, se le dan como amigas otras niñas, se deja en manos de profesoras, vive entre las matronas como en tiempos del gineceo, se le eligen libros y juguetes que la inicien a su destino, se le llenan los oídos con los tesoros de la sabiduría femenina, se le proponen virtudes femeninas, se le enseña cocina, costura, a llevar una casa, al mismo tiempo que el arreglo personal, el encanto, el pudor; se la viste con ropa incómoda y valiosa, con la que debe ser muy cuidadosa, se la peina de forma complicada, se le imponen reglas de conducta: ponte derecha, no andes como un pato; para ser airosa deberá reprimir sus movimientos espontáneos, se le exige que no 22 Por supuesto, hay muchísimas excepciones, pero no podemos estudiar aquí el papel de la madre en la formación del hijo varón. 385 ande como un chicazo, se le prohíben ejercicios violentos, no se le permite luchar; es decir, se la alecciona para que se convierta, como sus mayores, en una esclava y un ídolo. Actualmente, gracias a las conquistas del feminismo, es cada vez más normal que se la empuje a estudiar, a practicar deportes, pero se le perdona mejor que a los chicos que no lo haga bien; se le hace el éxito más difícil exigiéndole otro tipo de realización: al menos se desea que sea también una mujer, que nopierda su feminidad. En los primeros años, se resigna sin demasiado problema a su suerte. El niño evoluciona en el plano del juego y la fantasía: juega a ser, juega a hacer; hacer y ser no se diferencian claramente cuando sólo se trata de realizaciones imaginarias. La niña puede compensar la superioridad actual de los niños gracias a las promesas que encierra su destino de mujer, que ya hace realidad en sus juegos. Al no conocer más que su universo infantil, su madre le parece en un principio dotada de más autoridad que el padre; imagina el mundo como si fuera un matriarcado; imita a su madre, se identifica con ella; a menudo incluso invierte los papeles; «Cuando sea mayor y tú seas pequeña...» suele decir. La muñeca no sólo es su doble: es también su hijo, funciones que no se excluyen realmente, pues el hijo de verdad es también para la madre un alter ego; al mismo tiempo, cuando riñe, castiga y después consuela a su muñeca, se defiende de su madre y se reviste ella misma de la dignidad de madre: resume los dos elementos de la pareja; se sincera con su muñeca, la educa, afirma sobre ella su autoridad soberana, a veces incluso le arranca los brazos, la pega, la tortura; es decir, realiza a través de ella la experiencia de la afirmación subjetiva y de la alienación. A menudo, la madre está asociada a esta vida imaginaria: la niña alrededor de la muñeca juega a papás y mamás con su madre, en una pareja de la que el hombre está excluido. En este caso tampoco se trata de «instinto maternal» innato y misterioso. La niña observa que el cuidado de los hijos es propio de la madre, así se lo enseñan: relatos escuchados, libros leídos, toda su pequeña experiencia lo confirma; la estimulan para que se fascine con estas riquezas futuras, le dan muñecas para que pueda ver desde ese momento su aspecto tangible. Su «vocación» se le dicta imperiosamente. Dado que el hijo se le aparece como cosa suya, dado también que se interesa en sus «interiores» más que el niño, la niña es especialmente curiosa con el misterio de la procreación; pronto deja de creer que los bebés nacen en las coles o los trae la cigüeña; sobre todo si la madre le da 386 h erm an o s o h erm an as, pronto aprende que los beb és se fo rm an e n el vientre m aterno. A dem ás, los p ad res de ahora crean m e n o s m isterio que antes; en general, se siente m ás fascinada q u e a su stad a porq u e el fen ó m en o se le aparece com o m ágico; n o p ercib e todavía todas sus im plicaciones fisiológicas. Ig n o ra el p a p e l d el p ad re y supone que la m u jer se q u ed a em barazad a al ab so rb er d eterm in ad o s alim entos, tem a ya legendario (vem os a las rein as d e los cuentos dar a lu z u n a niñ a o u n n iño tras h ab er co m id o u n a fruta, u n p escad o d eterm inados) y crea m ás adelante en alg u n as m u jeres u na relació n entre la idea de gestación y la de sistem a d igestivo. E l conjunto de estos p ro b lem as y de estos d escu b rim ien to s absorbe u n a g ran p arte de los intereses de la niñ a y alim en ta su im aginación. C itaré com o típico el ejem plo reco g id o p o r Ju n g 23 y que p resen ta im portantes analogías con el del p e q u e ñ o H an s que F reu d analizó en la m ism a época: H acia los tres años, A nna empezó a preguntar a sus padres sobre el origen de los recién nacidos; había escuchado que eran «angelitos»; primero se imaginó que cuando las personas m ueren, van al cielo y se reencarnan en forma de bebés. A los cuatro años, tuvo un hermanito; no parecía haber observado el em barazo de su madre, pero cuando la vio en la cama al día siguiente del parto, la miró con turbación y desconfianza y acabó preguntándole: «¿No te irás a morir?» La enviaron durante un tiempo a casa de su abuela; a su vuelta, había una niñera instalada cerca de la cama; primero la detestó, pero luego se entretuvo haciendo de cuidadora; estuvo celosa de su hermano: se burlaba, contaba m entiras, desobedecía y am enazaba con volverse a marchar a casa de su abuela; acusaba frecuentemente a su madre de no decir la verdad; porque sospechaba que m entía sobre el nacimiento del niño; percibiendo oscuram ente una diferencia entre «tener» un niño como niñera o como madre, preguntaba a su madre: «¿Voy a ser una m ujer como tú?» Empezó a llamar a su madre a gritos durante la noche; como se hablaba mucho a su alrededor del terrem oto de Mesina, lo convirtió en el pretexto de sus angustias; hacía preguntas constantes sobre este tema. U n día empezó a preguntar de repente: «¿Por qué Sofía es m ás joven que yo? ¿D ónde estaba Fritz antes de nacer? ¿Estaba en el cielo? ¿Q ué hacía? ¿Por qué no ha bajado hasta ahora?» Su m adre acabó explicándole que el hermanito había crecido en su vientre com o las 23 Jung, Conflictos del alma infantil 387 plantas en la tierra. A nna pareció encantada con esta idea. Luego preguntó «— ¿Ha salido solo? — Sí. — ¿Cómo, si no anda? — H a salido arrastrándose. — ¿Entonces tienes un agujero ahí (señala el pecho) o ha salido por la boca?» Sin esperar la respuesta, declara que ya sabe que lo ha traído la cigüeña; sin embargo, aquella noche dijo de pronto: «Mi hermano24 está en Italia; tiene una casa de tela y de cristal que no se puede caer»; y dejó de interesarse por el terremoto y de pedir que le enseñaran fotos de la erupción. Seguía hablando de cigüeña a sus m uñecas, pero sin convicción. Pronto tuvo nuevas curiosidades. Al ver a su padre en la cama: «¿Por qué estás en la cama? ¿También tienes una planta en la tripa?» Contó un sueño; había soñado con su arca de Noé: «Y debajo, había una tapa que se abría y todos los animalitos caían por este hueco»: en realidad, su arca de N oé se abría por el tejado. En ese momento volvió a tener pesadillas: se podía adivinar que se hacía preguntas sobre el papel del padre. U na señora embarazada había venido a visitar a su madre, y al día siguiente Anna se colocó una m uñeca bajo la falda y la retiró lentamente, cabeza abajo, diciendo: «Ya ves, el niño que sale, ya casi está fuera.» Un tiempo después, comiendo una naranja, dijo: «Quiero tragármela y que baje hasta abajo, hasta el fondo de m i tripa, y así tendré un niño.» U na mañana, su padre estaba en el baño, saltó sobre la cama, se tumbó boca abajo y agitó las piernas diciendo: «¿Así es como hace papá?» Durante cinco meses, pareció abandonar sus preocupaciones, luego se puso a desconfiar de su padre: creía que la había querido ahogar, etc. U n día que se había entretenido enterrando semillas bajo la vigilancia del jardinero, le preguntó a su padre: «¿Los ojos también se plantan en la cabeza? ¿Y el pelo?» El padre le explicó que ya estaba su semilla en el cuerpo del niño antes de desarrollarse. Entonces pregunr tó: «¿Pero cómo entró el pequeño Fritz dentro de mamá? ¿Quién lo plantó en su cuerpo? ¿Y a ti quién te plantó en tu mam á? ¿Y por dónde ha salido el pequeño Fritz?» Su padre le dijo sonriendo: «¿A ti qué te parece?» Entonces ella señaló sus órganos sexuales: «¿Ha salido por ahí? — Sí, claro — ¿Y cómo ha entrado en mam á? ¿Es por sembrar una semilla?» Entonces el padre le explicó que el padre aporta la semilla. Ella pareció totalmente satisfecha y al día siguiente dijo a su madre para molestarla: «Papá m e ha contado que Fritz era un angelito y que lo trajo la cigüeña.» Estaba mucho más tranquila que an- 24 Se trataba de un hermano mayor ficticio que ocupaba un lugar importante en sus juegos. 388 tes; no obstante tuvo un sueño en el que veía a unos jardineros orinando y entre ellos estaba su padre; también soñó, después de haber visto al jardinero cepillar un cajón, que le cepillaba los órganos genitales; evidentemente, estaba preocupada por conocer el papel exacto del padre. Parece que, prácticam ente instruida a la edad de cinco años, ya no volvió a tener ningún trastorno. La historia es característica, aunque en general la niña se cuestiona con mucha menos precisión sobre el papel del padre, o bien los padres se muestran muy evasivos sobre este punto. Muchas niñas esconden cojines bajo el delantal para jugar a estar embarazadas, o pasean una muñeca en su regazo y la dejan caer en la cuna, o le dan de mamar. Los niños, como las niñas, admiran el misterio de la maternidad; todos los niños tienen una imaginación «en profundidad» que les hace presentir en el interior de las cosas riquezas secretas; todos son sensibles al milagro de las muñecas rusas, que guardan en su interior otras muñecas más pequeñas, cajas que contienen otras cajas, imágenes que se reproducen en forma reducida en su corazón mismo; todos están encantados cuando se despliega ante sus ojos un capullo, cuando se les enseña un pollito en el cascarón o cuando se abre ante sus ojos, en un recipiente con agua, la sorpresa de las «flores japonesas». Un niño, al abrir un huevo de Pascua lleno de huevecitos de azúcar, exclamó en éxtasis: «¡Oh, una mamá!» Sacar un niño del vientre es tan bello como un truco de magia. La madre aparece dotada del poder mirífico de las hadas. Muchos niños están desolados por no poder disfrutar de este privilegio; si más adelante roban huevos, pisotean las plantas, destruyen a su alrededor la vida con una especie de rabia, es porque se vengan de no ser capaces de hacerla nacer; sin embargo, la niña está encantada de crearla algún día. Además de esta esperanza que se concreta en el juego de la muñeca, la vida doméstica también da a la niña posibilidades de autoafirmación. Gran parte del trabajo doméstico puede ser realizado por un niño muy pequeño: se suele dispensar de esta obligación a los muchachos, pero se permite, se pide incluso, a su hermana que barra, limpie, pele verduras, lave a un recién nacido, vigile la comida. En particular, la hermana mayor suele estar asociada a las tareas maternas: bien por comodidad, bien por hostilidad y sadismo, la madre se descarga en ella de gran parte de sus 389 funciones; se ve así precozmente integrada en un universo lleno de seriedad; el sentido de su importancia la ayudará a asumir su feminidad; pero la feliz gratuidad, la despreocupación infantil le son negadas; mujer antes de tiempo, conoce demasiado pronto los límites que esta especificación le impone al ser humano; llega adulta a la adolescencia, lo que da a su historia un carácter singular. La niña sobrecargada de trabajo puede ser una esclava prematura, condenada a una existencia sin alegría. Aunque sólo se le pida un esfuerzo a su medida, siente el orgullo de ser eficaz como una persona mayor y se alegra de ser solidaria de los adultos. Esta solidaridad es posible porque no hay tanta distancia desde la niña al ama de casa. Un hombre especializado en su profesión está separado de la fase infantil por años de aprendizaje; las actividades paternas son profundamente misteriosas para el niño; en él apenas asoma el hombre que será más tarde. Por el contrario, las actividades de la madre son accesibles para la niña; «Ya es una mujercita», dicen sus padres; se considera a veces que es más precoz que el niño; en realidad, si está más cerca de la edad adulta, es porque tradicionalmente la mayoría de las mujeres son más infantiles en esta fase. El hecho es que se siente precoz, que le halaga hacer de «madrecita» con los recién nacidos; a veces se da importancia, habla juiciosamente, da órdenes, se siente superior a sus hermanos encerrados en el círculo infantil, habla a su madre en pie de igualdad. A pesar de estas compensaciones, no acepta sin pesar el destino que se le asigna; al crecer, envidia a los chicos su virilidad. A veces los padres y abuelos apenas esconden que hubieran preferido un varón a una niña; o bien manifiestan mayor afecto por el hermano que por la hermana: algunas encuestas han mostrado que la mayoría de los padres prefieren tener niños a niñas. Se habla a los niños con más gravedad, más estima, se les reconocen más derechos; ellos también tratan a las niñas con desprecio,juegan entre ellos, no admiten niñas en su banda, las insultan: entre otras cosas, las llaman «meonas», reavivando con estas palabras la secreta humillación infantil de la niña. En Francia, en las escuelas mixtas, la casta de los niños oprime y persigue deliberadamente a la de las niñas. Además, las regañan si quieren competir, luchar con ellos. Envidian doblemente las actividades por las que los niños se singularizan: tienen deseos espontáneos de afirmar su poder sobre el mundo y protestan contra la situación inferior a la que se las condena. Se quejan, entre otras cosas, de que no se les permita subir­ 390 se a los árboles, a las escaleras, a los tejados. Adler observa que las nociones de alto y de bajo tienen enorme importancia, pues la idea de elevación espacial implica una superioridad espiritual, como ocurre con muchos mitos heroicos; alcanzar una cima, una cumbre, es emerger por encima del mundo dado como sujeto soberano; entre muchachos es un pretexto frecuente de desafío. La niña, que tiene prohibidas estas hazañas, sentada al pie de un árbol o de una roca, ve por encima de ella a los chicos triunfantes y se percibe en cuerpo y alma como inferior. Lo mismo ocurre si la dejan atrás en una carrera o un concurso de salto, si la arrojan al suelo en una pelea, o simplemente si la dejan de lado. Cuanto más madura el niño, más se amplía su universo, más se afirma la superioridad masculina. Con mucha frecuencia, la identificación con la madre no se presenta como una solución satisfactoria; si la niña empieza aceptando su vocación femenina, no es porque pretenda abdicar; todo lo contrario, quiere reinar; quiere ser matrona porque la sociedad de las matronas le parece privilegiada, pero cuando sus relaciones, sus estudios, susjuegos, sus lecturas la arrancan del círculo materno, comprende que los amos del mundo no son las mujeres, sino los hombres. Esta revelación —mucho más que el descubrimiento del pene— es lo que modifica imperiosamente la conciencia que tiene de sí misma. Empieza descubriendo la jerarquía de los sexos en la experiencia familiar; comprende poco a poco que si la autoridad del padre no es la que se percibe de forma más cotidiana, es porque es soberana; tiene mucho más prestigio porque no está desgastada; aunque sea en realidad la madre la que reina comojefa del hogar, en general tiene la habilidad de parapetarse tras la voluntad del padre; en los momentos importantes, en su nombre, a través de él, exige, recompensa o castiga. La vida del padre está rodeada de un misterioso prestigio: las horas que pasa en la casa, la habitación en la que trabaja, los objetos que le rodean, sus ocupaciones, sus manías, tienen un carácter sagrado. Él da de comer a la familia, es su responsable y su jefe. Habitualmente, trabaja en el exterior y a través de él la casa se comunica con el resto del mundo: es la encamación de este mundo azaroso, inmenso, difícil y maravilloso; es la trascendencia, es Dios25. Es lo que vive carnal­ 25 «Su persona generosa me inspiraba un gran amor y un miedo terrible...», dice Mme. de NoaiUes hablando de su padre. «Primero me asombraba. El primer hombre asombra a las niñas pequeñas. Sentía que todo dependía de é l» 391 mente la niña en la potencia de los brazos que la levantan, en la fuerza del cuerpo contra el que se acurruca. Por él, la madre queda destronada, como lo fue Isis por Ra y la Tierra por el Sol. La situación de la niña cambia profundamente: estaba llamada a convertirse algún día en una mujer semejante a su madre todopoderosa, nunca será el padre soberano; el vínculo que la urna a su madre era una emulación activa, pero del padre ella sólo puede esperar pasivamente una valoración. El niño percibe la superioridad paterna a través de un sentimiento de rivalidad, mientras que la niña la sufre con una admiración impotente. Ya he dicho que lo que Freud llama «complejo de Electra» no es, como pretende, un deseo sexual; es una abdicación profunda del sujeto que acepta convertirse en objeto en la sumisión y la adoración. Si el padre manifiesta ternura por su hija, ésta siente que su existencia ha sido magníficamente justificada; está dotada de todos los méritos que los demás adquirirán difícilmente; está colmada y divinizada. Puede que toda su vida busque con nostalgia esta plenitud y esta paz. Si este amor se le niega, puede sentirse para siempre culpable y condenada; también puede buscar en otra parte una valoración de sí y permanecer indiferente ante su padre, o incluso hostil. El padre no es el único que tiene las claves de este mundo: todos los hombres participan normalmente del prestigio viril; no procede considerarlos como «sustitutos» del padre. Inmediatamente, porque son hombres, abuelos, hermanos mayores, tíos, padres de amigos, amigos de la casa, profesores, sacerdotes, médicos, fascinan a las niñas. La consideración conmovida que las mujeres adultas manifiestan ante el Hombre podría bastar para colocarlo en un pedestal26. Todo contribuye a confirmar a los ojos de la niña esta jerarquía. Su cultura histórica, literaria, las canciones, las leyendas que 26 Es notable que el culto del padre se encuentre sobre todo en la mayor de las niñas: el hombre se interesa más por una primera paternidad; en general, él consuela a su hija, como consuela a su hijo cuando la madre está acaparada por nuevos hermanos, y ella se sentirá ardientemente unida a él. Por el contrario, la hija menor nunca tiene a su padre para ella sola; en general está celosa, de él y de su hermana mayor; tiene una fijación con esta hermana mayor, que la preferencia del padre dota de gran prestigio, o se vuelve hacia su madre, o se rebela contra la familia y busca ayuda fuera de ella. En las familias numerosas, la benjamina encuentra de otra forma un lugar privilegiado. Por supuesto, muchas circunstancias pueden motivar en el padre predilecciones singulares. Casi todos los casos que conozco confirman esta observación sobre las actitudes opuestas de la hermana mayor y de la pequeña. 392 la acunaron son una exaltación del hombre. Los hombres son los artífices de Grecia, del Imperio Romano, de Francia y de todas las naciones, han descubierto la tierra e inventado las herramientas que permiten explotarla, la han gobernado, la han poblado de estatuas, de cuadros, de libros. La literatura infantil, mitología, cuentos, relatos, reflejan los mitos creados por el orgullo y los deseos de los hombres: a través de los ojos de los hombres, la niña explora el mundo y descifra en él su destino. La superioridad masculina es aplastante: Perseo, Hércules, David, Aquiles, Lancelot, Duguesclin, Bayard, Napoleón, ¡cuántos hombres por una Juana de Arco! ¡Y tras ella se perfila la gran figura masculina de San Miguel arcángel! No hay nada más aburrido que los libros que relatan las vidas de las mujeres ilustres; son muy poca cosa junto a los grandes hombres; la mayor parte crece a la sombra de alguna figura masculina. Eva no fue creada por ella misma, sino como compañera de Adán, tomada de su costado; en la Biblia hay pocas mujeres cuyas acciones sean notorias: Ruth se limitó a encontrar un marido, Esther obtuvo la gracia de los judíos arrodillándose ante Asuero, aunque sólo era un instrumento dócil entre las manos de Mardoqueo; Judit tuvo más audacia, pero también ella obedecía a los sacerdotes y su hazaña tiene un trasfondo turbio: no es posible compararla con el puro y deslumbrante triunfo del joven David. Las diosas de la mitología son frívolas o caprichosas y todas tiemblan ante Júpiter; mientras Prometeo roba soberbiamente el fuego del cielo, Pandora abre la caja de las desgracias. Hay algunas brujas, algunas ancianas que ejercen en los cuentos un poder temible. Entre otras, en el Jardín del Paraíso de Andersen, la figura de la Madre de los Vientos recuerda a la Gran Diosa primitiva: sus cuatro enormes hijos le obedecen temblando, ella les pega y encierra en sacos cuando se portan mal. Pero no se trata de personajes atractivos. Las hadas, sirenas, ondinas, que escapan al dominio del varón, son más seductoras, pero su existencia es incierta, apenas individualizada; intervienen en el mundo humano sin tener destino propio: desde el día en que la sirenita de Andersen se convierte en mujer, conoce el yugo del amor y el sufrimiento se convierte en su destino. En los relatos contemporáneos como en las leyendas antiguas, el hombre es el héroe privilegiado. Los libros de la condesa de Ségur son una curiosa excepción: describen una sociedad matriarcal en la que el marido, cuando no está ausente, tiene un papel ridículo; sin embargo, en general, la imagen del padre está, como en el mundo real, aureo­ 393 lada de gloria. Bajo la égida del padre divinizado por la ausencia se desarrollan los dramas femeninos de Mujercitas. En las novelas de aventuras, los chicos dan la vuelta al mundo, viajan como marinos en los barcos, se alimentan en la selva con el fruto del árbol del pan. Todos los acontecimientos importantes ocurren por los hombres. La realidad confirma estas novelas y estas leyendas. Si la niña lee periódicos, si escucha la conversación de las personas mayores, comprueba que hoy como ayer los hombres dirigen el mundo. Los jefes de Estado, los generales, los exploradores, los músicos, los pintores que admira son hombres; son hombres que hacen latir su corazón de entusiasmo. Este prestigio se refleja en el mundo sobrenatural. En general, por el papel que desempeña la religión en la vida de las mujeres, al estar la niña más dominada que su hermano por la madre, también sufre más las influencias religiosas. En las religiones occidentales, Dios Padre es un hombre, un anciano dotado de un atributo específicamente viril: una opulenta barba blanca27. Para los cristianos, Cristo es más concretamente todavía un hombre de carne y hueso de larga barba rubia. Los ángeles según los teólogos no tienen sexo, pero llevan nombres masculinos y se manifiestan en forma de hermosos jóvenes. Los emisarios de Dios en la tierra, el papa, los obispos cuyo anillo hay que besar, el sacerdote que dice misa, el que predica, ante el que hay que arrodillarse en el secreto del confesionario, son hombres. Para una niña piadosa, las relaciones con el padre eterno son similares a las que mantiene con el padre terrestre; como se desarrollan en un plano imaginario, experimenta incluso un abandono más total. La religión católica, entre otras, ejerce sobre ella la más turbadora de las influencias28. La Virgen recibe de rodillas las palabras del ángel: «Soy la esclava del Señor», responde. María Magdalena se postra 27 «Por otra parte, no sufría por mi incapacidad para ver a Dios, pues había conseguido últimamente imaginármelo con los rasgos de mi difunto abuelo; esta imagen, a decir verdad, era más bien humana, pero me arreglaba para divinizarla separando de su busto la cabeza de mi abuelo y aplicándola mentalmente sobre un fondo de cielo azul, en el que las nubes blancas hacían como un collar», relata Yassu Gauclére en L ’Orange bleue. 28 Es indudable que las mujeres son infinitamente más pasivas, entregadas al hombre, serviles y humilladas en los países católicos: Italia, España, Francia, que entre los protestantes: países escandinavos y anglosajones. La razón es en gran parte su propia actitud: el culto a la Virgen, la confesión, las invitan al ma­ soquismo. 394 a los pies de Cristo y los seca con sus largos cabellos de mujer. Las santas declaran de rodillas su amor por el Cristo radiante. De rodillas, entre el olor del incienso, la niña se abandona ante la mirada de Dios y de los ángeles: una mirada de hombre. Se ha insistido mucho en las analogías entre el lenguaje erótico y el lenguaje místico que hablan las mujeres; por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús escribe: Oh, m i B ien Am ado, por tu amor acepto no ver aquí abajo la dulzura de tu mirada, no sentir el inefable beso de tu boca, pero te suplico que m e abrases con tu amor... M i B ien Am ado, de tu primera sonrisa hazm e pronto entrever la dulzura ¡Ah! Déjam e en m i ardiente delirio ¡Sí, déjame esconderm e en tu corazón! Quiero sentirme fascinada por tu mirada divina, quiero ser presa de tu amor. U n día, tengo la esperanza de que caerás sobre m í y m e llevaras al foco del amor, m e hundirás por fin en este ardiente abism o para convertirme para siempre en su feliz víctima. No hay que concluir que estas efusiones sean siempre sexuales; más bien, cuando la sexualidad femenina se desarrolla, está cargada con el sentimiento religioso que la mujer consagra al hombre desde la infancia. Es cierto que las niñas conocen con el confesor, e incluso al pie del altar desierto, un estremecimiento muy similar al que sentirán más tarde en brazos de su amante; el amor femenino es una de las formas de la experiencia en la que una conciencia se hace objeto para un ser que la trasciende; éstas son las delicias pasivas que lajoven devota disfruta en la oscuridad de la iglesia. Prosternada, con el rostro sepultado entre las manos, conoce el milagro de la renuncia; de rodillas sube al cielo; su abandono en brazos de Dios le garantiza una Asunción almohadillada de nubes y de ángeles. Sobre esta maravillosa experiencia calca su futuro terrestre. La niña también lo puede descubrir por muchos otros caminos: todo la invita a abandonarse en sueños en los brazos de los hombres para ser transportada a un cielo de gloria. Aprende que para ser feliz hay que ser amada; para ser amada tiene que esperar el amor. La mujer es la Bella Durmiente, Piel de Asno, Cenicienta, Blancanieves, la que recibe y sufre. En las can- 395 dones, en los cuentos, vemos al joven que sale valientemente en busca de la mujer; descuartiza dragones, combate con gigantes; ella está encerrada en una torre, un palacio, un jardín, una caverna, encadenada a una roca, cautiva, dormida: espera. Unjour mon prince viendra... Some day he 71come along, the man I love... los estribillos populares le inspiran sueños de paciencia y de esperanza. La suprema necesidad para la mujer es fascinar a un cuerpo masculino; es la recompensa a la que aspiran todas las heroínas aunque sean intrépidas y osadas; en general no se les pide más virtud que su belleza. Se comprende que la preocupación por su apariencia física pueda convertirse para la niña en una verdadera obsesión; princesas o pastoras, tienen que ser bellas para conquistar el amor y la felicidad; la fealdad se asocia cruelmente a la maldad y no se sabe bien, al ver las desgracias que se abaten sobre las feas, si lo que castiga el destino son sus crímenes o su defecto. Muchas veces, las bellezas a las que espera un glorioso porvenir aparecen primero en un papel de víctima; las historias de Genoveva de Brabante, de Griselda, no son tan inocentes como parece; amor y sufrimiento se entremezclan de forma turbadora; cayendo al fondo de la abyección la mujer se asegura los triunfos más deliciosos: ya se trate de Dios o de un hombre, la niña aprende que aceptando las rendiciones más profundas será todopoderosa: se complace en un masoquismo que le promete supremas conquistas. Santa Blandina, blanca y sangrante entre las garras de los leones; Blancanieves, que yace como muerta en un sarcófago de cristal; la Bella Durmiente, Atala desvanecida, toda una serie de tiernas heroínas lastimadas, pasivas, heridas, arrodilladas, humilladas, enseñan a sus hermanas pequeñas el fascinante prestigio de la belleza martirizada, abandonada, resignada. No es extraño que, mientras su hermano juega a los héroes, la niña juegue con tanta frecuencia a los mártires: los paganos la arrojan a los leones, Barbazul la arrastra por los pelos, el rey su esposo la exilia al fondo del bosque; ella se resigna, sufre, muere y su frente se nimba de gloria. «Siendo una niña muy pequeña, deseaba atraer la ternura de los hombres, que se ocuparan de mí, ser salvada por ellos, morir entre todos los brazos», escribe Mme deNoailles. Encontramos un ejemplo notable de estos ensueños masoquistas en La Voile noire de Marie Le Hardouin. A los siete años, no sé con qué costilla, fabricaba m i prim er hom bre. Era alto, delgado, joven císim o, vestido con un traje de raso negro de m angas largas que arrastraban hasta el 396 suelo. Su herm oso cabello rubio se deslizaba en pesados rizos sobre sus hom bros. L o llam aba Edm ond... Luego, un día le di dos herm anos... E stos tres herm anos, Edm ond, Charles y Cédric, los tres vestid os de raso negro, los tres rubios y esbeltos, m e hicieron conocer extrañas beatitudes. Sus p ies calzados de seda eran herm osos y sus m anos tan frágiles que todos sus m ovim ientos m e llegaban al alm a... M e convertí en su herm ana M argarita... M e gustaba representarme som etida a los caprichos de m is herm anos y totalm ente a su m erced. Soñaba que m i herm ano mayor, Edm ond, tenía derecho de vida y de m uerte sobre m í. N unca tenía perm iso para levantar la m irada hasta su rostro. M e hacía azotar con el m enor pretexto. Cuando m e dirigía la palabra, m e quedaba tan trastornada por el tem or y el pesar que no encontraba nada para contestar y m urmuraba incansablem ente «S í, excelen cia», «N o, excelen cia» saboreando la extraña delicia de sentirm e idiota... Cuando el sufrim iento que m e im ponía era d em asiado fuerte, murmuraba «G racias, excelen cia» y llegaba un m om ento en que casi desfallecida de sufrim iento posaba, para no gritar, m is labios sobre su m ano m ientras que un arrebato quebraba por fin m i corazón, y alcanzaba uno de esos estados en los que se desea m orir por exceso de feli­ cidad. A una edad más o menos precoz, la niña sueña que ya ha alcanzado la edad del amor: a los nueve, los diez años, se divierte maquillándose, usa rellenos en la ropa, se disfraza de señora. No obstante, no busca ninguna experiencia erótica con los niños; si en algunos casos se va con ellos a los rincones y juega «a enseñarse cosas» es sólo por curiosidad sexual. El compañero de las fantasías amorosas suele ser un adulto, puramente imaginario o evocado a partir de individuos reales: en este último caso, a la niña le basta con amar a distancia. Encontramos en los recuerdos de Colette Audry29un ejemplo excelente de estas fantasías infantiles; relata cómo descubrió el amor a la edad de cinco años. N o tenía naturalmente nada que ver con los pequeños placeres sexuales de la infancia, la satisfacción que experim entaba, por ejem plo, cabalgando una silla determinada del com edor o acariciándom e antes de dorm irme... E l único rasgo en 29 A ia y e ta du souvenir. 397 com ún entre el sentim iento y el placer es que am bos los ocultaba cuidadosam ente... M i amor por ese joven consistía en pensar en él antes de dorm irme, im aginando historias maravillosas... En Privas, m e enam oré sucesivam ente de todos los directores de gabinete de m i padre... N unca m e sentía dem asiado afligida por su marcha, pues sólo eran un pretexto para fijar m is fantasías am orosas... Por la noche, en la cam a, m e vengaba de m i exceso de juventud y tim idez. Lo preparaba todo con cuidado, no m e costaba ningún trabajo hacérm elo presente, pero yo m e tenía que transformar, de form a que m e pudiera ver desde el interior, pues m e convertía en ella y dejaba de ser yo. Para empezar, era bella y tenía dieciocho años. U n a caja de caram elos m e ayudó m uchísim o: una caja larga rectangular y plana, que representaba a dos m uchachas rodeadas de palom as. Yo era la m orena con rizos cortos, vestida con un largo vestido de m uselina. U na ausencia de diez años nos había separado. El volvía apenas envejecido y perdía el aliento a la vista de la m aravillosa criatura. Ella apenas parecía acordarse de él, estaba llena de naturalidad, de indiferencia y de agudeza. Para este prim er encuentro preparaba conversaciones realm ente brillantes. L uego venían m alentend id os, toda una conquista difícil, horas crueles de desánim o y d e celo s para él. Finalm ente, fuera de sus casillas, confesaba su amor. E lla le escuchaba en silen cio y en el m om ento en que lo creía todo perdido, le decía que nunca dejó de amarle y se abrazaban un poco. La escena transcurría en general en u n banco del parque, por la noche. Yo veía dos form as cercan as, escuchaba el m urm ullo de las v oces, sentía al m ism o tiem p o el contacto cálido de los cuerpos. A partir de ese m o m en to, todo se deshacía... nunca abordé el m atrim onio30... A l d ía siguiente pensaba un poco en ello al lavarme. N o sé por q ué, el rostro enjabonado que m iraba en el espejo m e encantaba (luego ya no m e encontraba bella) y m e llenaba de esp eranza. H ubiera m irado durante horas esa cara harinosa un tanto m acilenta que parecía esperarm e desde lejos en el cam in o del futuro. Había que darse prisa; una vez seca todo habría acabado y recuperaba m i aspecto trivial de niña p oco in­ teresante. 30 Frente a las fantasías masoquistas de M. Le Hardouin, las de C. Audiy eran de tipo sádico. Ella desea que el bien amado esté herido,, en peligro, para salvarle heroicamente, no sin haberle humillado. Es una nota personal, característica de una mujer que nunca aceptará la pasividad y tratará de conquistar su autonomía de ser humano. 398 Juegos y sueños orientan a la niña hacia la pasividad; pero es un ser humano antes de convertirse en mujer; ya sabe que aceptarse como mujer es rendirse y mutilarse; si la rendición es tentadora, la mutilación es odiosa. El Hombre, el Amor, están muy lejos en las brumas del futuro; en el presente, la niña busca como sus hermanos la actividad, la autonomía. El fardo de la libertad no es pesado para los niños porque no implica responsabilidad; saben que están seguros protegidos por los adultos; no tienen tentaciones de huirse. Su impulso espontáneo hacia la vida, su amor al juego, las risas, las aventuras, hacen que la niña encuentre estrecho, agobiante el círculo materno. Quisiera escapar a la autoridad de su madre. Es una autoridad que se ejerce de forma mucho más cotidiana e íntima que la que deben aceptar los niños. Casi nunca es tan comprensiva y discreta como la «Sido» que Colette pintó con amor. Por no hablar de los casos casi patológicos —son frecuentes31— en los que la madre es como un verdugo que sacia en el niño sus instintos sádicos, su hija es el objeto predilecto frente al cual pretende afirmarse como sujeto soberano; esta pretensión lleva al niño a encabritarse con rebeldía. C. Audry describió esta rebelión de una niña normal contra una madre normal: No hubiera sabido responder la verdad, por muy inocente que fuera, porque nunca me sentía inocente ante mamá. Era la persona mayor esencial y la odiaba tanto por ello que no me he curado todavía de ello. En el fondo de mi ser había como una herida tumultuosa y feroz que estaba segura de encontrar siempre en carne viva... No pensaba: es demasiado severa; tampoco: no tiene derecho. Pensaba: no, no, no, con todas mis fuerzas. No le reprochaba el hecho mismo de su autoridad, ni las órdenes oprohibiciones arbitrarias, sino que me quisierasometer.A veces lo decía; cuando no lo decía, lo decían sus ojos, lo decía su voz. O bien había contado a unas señoras que los niños se manejanmejor después deuna corrección. Estaspalabras se me quedaban en la garganta, inolvidables: no las podíavomitar, no laspodía tragar. Esta ira era mi culpabilidad ante ella y también mi vergüenza ante mí (porque me dabamiedo, y enmi activo, a modo de represaba, sólo tenía algunas palabras violentas o algunas insolencias) pero también mi gloria, a pesar de todo: 31 Cfr. V. Leduc, L ’Asphyxie, S. de Tervagnes, La Haine maternelle, H. Bazin, Vipère aupoing. 399 mientras la herida estuviese ahí, y estuviera viva la locura muda que m e embargaba, sim plem ente repitiendo: someter, manejar, corrección, humillación, no m e habría sometido. La rebelión es tanto más violenta en la medida en que la madre a menudo ha perdido su prestigio. Aparece como la que espera, sufre, se queja, llora, hace escenas: en la realidad cotidiana, este papel ingrato no lleva a ninguna apoteosis; como víctima se la desprecia, como madrastra se la detesta; su destino aparece como el prototipo de la insulsa repetición: en ella la vida se limita a repetirse estúpidamente sin llegar a ninguna parte; atrincherada en su papel de ama de casa, frena la expansión de la existencia, es obstáculo y negación. Su hija no quiere parecerse a ella. Rinde culto a las mujeres que han escapado a la servidumbre femenina: actrices, escritoras, profesoras; se entrega ardientemente a los deportes, a los estudios, se sube a los árboles, se rasga los vestidos, trata de rivalizar con los chicos. En general, se elige una amiga del alma a la que se confía; es una amistad exclusiva como una pasión amorosa, que en general incluye secretos sexuales compartidos: las niñas intercambian la información que han conseguido procurarse y la comentan. Es corriente que se forme un triángulo, cuando una de las niñas se enamora del hermano de su amiga: por ejemplo, Sonia en Guerray Paz es la amiga del alma de Natacha, y está enamorada de su hermano Nicolás. En todo caso, esta amistad se rodea de misterio, y en general, a la niña, en este periodo, le encanta tener secretos; la cosa más insignificante la convierte en secreto: así reacciona contra los tapujos que se resisten a su curiosidad; es también una forma de darse importancia; trata de hacerlo por todos los medios; intenta intervenir en la vida de las personas mayores, inventa respecto a ellos novelas que sólo se cree a medias, en los que ella desempeña un papel importante. Con sus amigas, hace como si pagara a los chicos el desdén con el desdén; hacen rancho aparte, se ríen y se burlan de ellos. Sin embargo, en el fondo está halagada cuando la tratan en pie de igualdad, busca su aprobación. Quisiera pertenecer a la casta privilegiada. El mismo movimiento que, en las hordas primitivas, somete a la mujer a la supremacía masculina, se traduce en cada nueva iniciada por un rechazo de su suerte: en ella, la trascendencia condena el absurdo de la inmanencia. Se irrita de las cortapisas de las reglas de la decencia, se siente molesta con su ropa, sometida a las tareas domésticas, frenada en todos sus impulsos; sobre este punto se han rea­ 400 lizado numerosas encuestas, y prácticamente todas32 dan el mismo resultado: todos los niños —como también dijo Platón— declaran que les horrorizaría ser chicas; casi todas las niñas se lamentan por no ser niños. Según las estadísticas de Havelock Ellis, un chico de cada cien deseaba ser niña; más del 75 por ciento de las niñas hubieran preferido cambiar de sexo. Según una encuesta de Karl Pipal (citada por Baudouin en su obra L’Ame enfantine) de veinte niños de doce a catorce años, dieciocho declaran que preferirían cualquier cosa a ser niñas; de veintidós niñas, diez desean ser niños; las razones que dan son las siguientes: «Los chicos están mejor: no tienen que sufrir como las mujeres... Mi madre me querría más... Un chico hace trabajos más interesantes... Un chico tiene más capacidad para estudiar... Me divertiría asustando a las chicas... No tendría miedo de los chicos... Son más libres... Los juegos de los chicos son más divertidos... No les molesta la ropa...» Esta última observación se repite con frecuencia: las niñas se quejan casi todas de que sus vestidos les molestan, de no tener libertad de movimientos, de tener que vigilar sus faldas o su ropa clara tan fácil de manchar. Hacia los diez o doce años, la mayor parte de las niñas son realmente «chicazos», es decir, chicos sin permiso para serlo. No sólo se resienten de ello como de una privación y una injusticia, sino que el régimen al que se las condena es malsano. En ellas, la exuberancia de la vida está constreñida, su vigor desaprovechado se convierte en nerviosismo: sus ocupaciones demasiado tranquilas no agotan su exceso de energía; se aburren: por aburrimiento y para compensar la inferioridad que sufren se abandonan a ensoñaciones sombrías y novelescas; se aficionan a estas evasiones fáciles y pierden el sentido de la realidad; se entregan a sus emociones con una exaltación desordenada; por no actuar, hablan, mezclando las cosas serias con palabras sin sentido; abandonadas, «incomprendidas», buscan consuelo en sentimientos narcisistas; se ven como un personaje de cuento, se admiran y se lamentan; es natural que se vuelvan coquetas y simuladoras: estos defectos se acentuarán en el momento de la pubertad. Su malestar se traduce en impaciencias, crisis de ira, lágrimas; les en­ 32 Hay una excepción, por ejemplo en una escuela suiza, en la que niños y niñas participan en la misma educación mixta, en condiciones privilegiadas de bienestar y de libertad, donde todo el mundo se declara satisfecho, pero estas circunstancias son excepcionales. Con seguridad, las niñas podrían ser tan felices como los niños, pero en la sociedad actual, el hecho es que no lo son. 401 cantan las lágrimas —a muchas mujeres les gustarán siempre— en gran parte porque les gusta pasar por víctimas: es una protesta contra la dureza del destino y también una forma de parecer conmovedoras. «A las niñas les gusta tanto llorar que he conocido algunas que lloraban ante un espejo para gozar doblemente de este estado», relata monseñor Dupanloup. La mayor parte de sus dramas se refieren a sus relaciones con la familia; tratan de romper sus vínculos con su madre: unas veces le son hostiles y otras necesitan desesperadamente su protección; quisieran acaparar el amor del padre; son celosas, susceptibles, exigentes. A menudo se inventan novelas; suponen que son adoptadas, que sus padres no son realmente sus padres; les atribuyen una vida secreta; fantasean con las relaciones entre ellos, les gusta imaginar que el padre es un incomprendido, que no es feliz, que no encuentra en su mujer a la compañera ideal que su hija sabría ser para él; o por el contrario, que la madre le encuentra con razón grosero y brutal, que le horrorizan las relaciones físicas con él. Fantasías, comedias, pueriles tragedias, falsos entusiasmos, rarezas, tienen su razón, no en una misteriosa alma femenina, sino en la situación de la niña. Es una experiencia curiosa para un individuo que se vive como sujeto, autonomía, trascendencia, como un absoluto, descubrir en sí como esencia dada la inferioridad: es una experiencia curiosa, para quien se considera Uno, ser revelado a sí mismo como alteridad. Es lo que le ocurre a la niña cuando, haciendo el aprendizaje del mundo, se percibe como una mujer. La esfera a la que pertenece está cerrada por todas partes, limitada, dominada por el universo masculino: por muy alto que se encarame, por muy lejos que se aventure, siempre habrá un techo por encima de su cabeza, unos muros que le cerrarán el camino. Los dioses del hombre están en un cielo tan lejano que en realidad, para él, no hay dioses. Sin embargo, la niña vive entre dioses con rostro hu­ mano. Esta situación no es única. Es también la de los negros de América, parcialmente integrados en una civilización que no obstante los considera como una casta inferior: lo que Big Thomas33 vive con tanto rencor en el inicio de su vida es esta inferioridad definitiva, esta alteridad maldita que se inscribe en el color de su 33 Cfr. R. Wright, Hijo nativo [Native Son]. 402 piel: ve pasar los aviones y sabe que porque es negro el cielo le está prohibido. Porque es mujer, la niña sabe que el mar y los polos, que mil aventuras, mil alegrías, le están prohibidas: ha nacido en el bando equivocado. La gran diferencia es que los negros sufren su suerte con rebeldía: ningún privilegio compensa su dureza, mientras que se invita a la mujer a que sea cómplice. Ya he comentado34quejunto a la auténtica reivindicación del sujeto que se desea como libertad soberana hay en el existente un deseo no auténtico de abandono y de huida; son las delicias de la pasividad que padres y educadores, libros y mitos, mujeres y hombres hacen relumbrar ante los ojos de las niñas; en su primera infancia se le enseña a disfrutarlas; la tentación se hace cada vez más insidiosa; cae en ella con mayor fatalidad a medida que el impulso de su trascendencia tropieza con resistencias más severas. Al aceptar su pasividad, acepta también sufrir sin resistencia un destino que se le impondrá desde friera, y esta fatalidad le da miedo. Ambicioso, atolondrado o tímido, el niño avanza hacia un futuro abierto; será marino o ingeniero, se quedará en el campo o marchará a la ciudad, verá mundo, se hará rico: se siente libre frente a un futuro en el que le esperan oportunidades imprevistas. La niña será esposa, madre, abuela; llevará la casa exactamente como lo hace su madre, cuidará a sus hijos como la han cuidado a ella; tiene doce años y su historia ya está inscrita en el cielo; la descubrirá día tras día sin ser artífice de ella; siente curiosidad, pero también miedo cuando piensa en esta vida en la que todas las etapas están previstas anticipadamente, y hacia la que camina inexorablemente, día tras día. Por esta razón, la niña se preocupa mucho más que sus hermanos por los misterios sexuales; a ellos también les interesan apasionadamente, pero en su futuro el papel de marido, de padre, no es el que más les preocupa; en el matrimonio, en la maternidad, está en juego todo el destino de la niña; cuando empieza a adivinar sus secretos, su cuerpo se le aparece como odiosamente amenazado. La magia de la maternidad se ha disipado: se puede informar antes o después, de forma más o menos coherente, pero sabe que los niños no aparecen casualmente en el vientre de la madre y que tampoco salen con un toque de varita mágica; se hace preguntas angustiada. Muchas veces, no le parece maravillo­ 34 Yol. I, Introducción. 403 so, sino horrible que un cuerpo parásito prolifere en el interior de su cuerpo; la idea de esta hinchazón monstruosa la aterroriza. ¿Y cómo saldrá el bebé? Aunque nunca le hayan hablado de los gritos y sufrimientos de la maternidad, oye comentarios, ha leído las palabras bíblicas: «Parirás con dolor»; presiente torturas que ni siquiera puede imaginar; inventa extrañas operaciones en la región del ombligo; si supone que el feto será expulsado por el ano, no se queda más tranquila; se han dado casos de niñas con estreñimiento neurótico cuando creen descubrir el proceso del nacimiento. Las explicaciones exactas tampoco ayudan demasiado: las imágenes de hinchazón, de desgarro, de hemorragia, la obsesionan. La niña será más sensible a estas visiones si es más imaginativa, pero en ningún caso podrá mirarlas de frente sin estremecerse. Colette cuenta que su madre la encontró desmayada tras leer en Zola la descripción de un parto. El autor pintaba el parto «con un lujo brusco y cm do de detalles, una m inucia anatómica, una com placencia en el color, la actitud, el grito, en los que no reconocí nada de m i tranquila com petencia de m uchacha del cam po. M e sentí crédula, estupefacta, amenazada en m i destino de pequeña hembra... Otras palabras ante m is ojos pintaban la carne desgarrada, el excrem ento, las m anchas de sangre... La hierba m e recibió tendida y floja, com o una de esas liebres que traían los furtivos, recién matadas, a la cocina». Las explicaciones reconfortantes de las personas mayores dejan preocupada a la niña; al crecer, aprende a no creer a pie juntillas a los adultos; muchas veces ha descubierto sus mentiras, precisamente sobre estos misterios de la generación; sabe también que consideran como normales las cosas más espantosas; si ha tenido algún choque físico violento: amígdalas extirpadas, muela arrancada, panadizo abierto con un bisturí, proyectará sobre el parto la angustia que conserva en la memoria. El carácter físico del embarazo, del parto, sugiere además que entre los esposos ocurre «algo físico». La palabra «sangre» que aparece en expresiones como «hijo de la misma sangre, pura sangre, mezcla de sangres» orienta a veces la imaginación infantil; supone que el matrimonio lleva aparejada alguna transfusión solemne. Más frecuentemente, la «cosa física» se le aparece como relacionada con el sistema urinario y excrementicio; en particular, las niñas suponen a menudo que el hombre orina en la mujer. La 404 operación sexual se percibe como sucia. Esto es lo que trastorna al niño, para quien las cosas «sucias» siempre han estado rodeadas de los tabúes más severos: ¿cómo es posible que los adultos las integren en su vida? La niña se protege del escándalo por el propio carácter absurdo de los que descubre: no encuentra ningún sentido a lo que escucha contar, a lo que lee, a lo que escribe: todo le parece irreal. En el libro encantador de Carson Mac Cullers, The Member of the Wedding, la joven protagonista sorprende en la cama a dos vecinos desnudos: la propia anomalía de la historia impide que le dé importancia. Era un dom ingo de verano y la puerta de los Marlowe estaba abierta. Ella sólo podía ver una parte de la habitación, una parte de la cóm oda y sólo los pies de la cama, donde estaba tirado el corsé de la señora M arlowe. En la habitación tranquila había además un ruido que no comprendía y cuando avanzó por el umbral, la dejó atónita un espectáculo que desde la primera mirada la lanzó hacia la cocina gritando: ¡el señor M arlow e tiene una crisis! B erenice se había precipitado hacia el vestíbulo, pero cuando m iró en la habitación se lim itó a apretar los labios y a dar un portazo... Frankie había tratado de preguntar a Berenice para saber lo que estaba pasando, pero Berenice sólo había dicho que eran personas ordinarias, añadiendo que por respeto a cierta persona por lo m enos hubieran debido saber cerrar una puerta. Franlde sabía que ella era esa persona y, sin embargo, no entendía. ¿Qué tipo de crisis era?, preguntó. Pero Berenice sólo contestó: «Pequeña, nada m ás que una crisis ordinaria.» Y Frankie com prendió por el tono de su voz que no le estaba diciendo todo. M ás tarde, siempre se acordó de los M arlowe com o de personas ordinarias... Cuando se previene a los niños contra los desconocidos, cuando se interpreta ante ellos un incidente sexual, se les suele hablar de enfermos, de maniacos, de locos; es una explicación cómoda; la niña manoseada por su vecino en el cine, la que ve a un transeúnte desabrochar su bragueta, piensan que se trata de locos; efectivamente, tropezar con la locura es desagradable: un ataque de epilepsia, una crisis de histeria, una disputa violenta atentan contra el orden del mundo adulto, y el niño que es testigo de ello se siente en peligro; ahora bien, igual que hay en una sociedad armoniosa vagabundos, mendigos, enfermos de horrorosas llagas, pueden encontrarse ciertos anormales sin que sus cimientos se 405 tambaleen. Cuando los padres, los amigos, los maestros, caen bajo la sospecha de celebrar a escondidas misas negras, entonces la niña sí que tiene miedo de verdad. Cuando m e hablaron por primera vez de relaciones sexuales entre hombre y mujer, las declaré im posibles, ya que m is padres hubieran debido tenerlas también y los estimaba dem asiado para creerlo. D ecía que era dem asiado asqueroso para que nunca llegara a hacerlo. Desgraciadam ente, poco después m e desengañaría al escuchar lo que hacían m is padres... Ese instante fue horroroso; escondí la cara en la manta, tapándome los oídos y deseé estar a m iles de kilóm etros de allí35. ¿Cómo pasar de la imagen de personas vestidas y dignas, esas personas que enseñan la decencia, la reserva, la razón, a la de dos animales desnudos que se enfrentan? Se trata de un cuestionamiento de los adultos por parte de ellos mismos que los hace caer de su pedestal, que oscurece el cielo. A menudo, la niña rechaza obstinadamente la odiosa revelación: «Mis padres no hacen eso», declara. O trata de buscar una imagen decente del coito: «Cuando se quiere tener un niño», decía una niña, «hay que ir al médico, desvestirse, vendarse los ojos, porque no hay que mirar; el médico ata a los padres uno al otro y ayuda a que todo vaya bien»; había transformado el acto amoroso en una operación quirúrgica, sin duda poco divertida, pero tan honorable como una visita al dentista. A pesar de las negaciones y las huidas, el malestar y la duda se insinúan en el corazón de la niña; se produce un fenómeno tan doloroso como el del destete; ya no se separa al niño de la carne materna, pero a su alrededor el universo protector se desmorona; se encuentra sin techo encima de su cabeza, abandonado, solo ante un futuro lleno de oscuridad. Lo que aumenta la angustia de la niña es que no consigue delimitar exactamente los contornos de la maldición equívoca que pesa sobre ella. La información que obtiene es incoherente, los libros contradictorios: ni siquiera las descripciones técnicas consiguen disipar las densas sombras; se le plantean cientos de preguntas: ¿el acto sexual es doloroso?, ¿o delicioso?, ¿cuánto tiempo dura?, ¿cinco minutos o toda una noche? A veces se lee que una mujer ha logrado ser madre con una relación, y a veces tras horas de placer sigue estéril. 35 Citado por el doctor Liepmann, Juventudy sexualidad [Jugend undEros]. 406 ¿L as p erson as h a cen « e s o » to d o s lo s d ías o d e v e z en cu an d o? L a n iñ a trata de in form arse ley en d o la B ib lia , co m p u lsa n d o d ic c io n a rios, pregu n tan d o a lo s a m ig o s y b u sca en m e d io d e la o scu rid a d y el asco. S ob re este p u n to, u n d o cu m en to in teresan te es la e n cu esta realizad a p or e l d octor L iep m an n ; aquí ten em o s a lg u n a s resp u estas d e jo v en cita s relativas a su in ic ia c ió n sexu al. Seguí errando con m is ideas nebulosas y extravagantes. N adie abordaba el tema, ni la madre ni la maestra; ningún libro se ocupaba a fondo del tema. Poco a poco, se tejía una especie de m isterio de peligro y fealdad alrededor del acto que antes m e parecía tan natural. Las m ayores de doce años utilizaban bromas groseras para crear com o un puente entre ellas y n uestras compañeras de clase. Todo era tan confuso y asqueroso que discutíam os para saber dónde se formaban los niños; si la cosa sólo terna lugar una vez en el hom bre, ya que el m atrim onio era la ocasión de sem ejante m arem ágnum . M e vino la regla a los quince años y para m í fue una nueva sorpresa. A m i vez, m e veía arrastrada a una especie de baile... ... ¡Iniciación sexual! ¡Era una expresión a la que no había que aludir en casa de nuestros padres!... Buscaba en los libros, pero m e atormentaba y m e ponía nerviosa buscando sin saber dónde encontrar un cam ino para seguir... Frecuentaba una escuela masculina: para el m aestro esta cuestión parecía no existir... La obra de Horlam, Garçonnet etfillette m e aportó por fin la verdad. M i estado de crispación, de sobreexcitación insoportable se disipó, aunque m e sentí m uy desgraciada y necesité m ucho tiem po para reconocer y com prender que sólo el erotism o y la sexualidad constituyen el verdadero amor. Etapas de m i iniciación: I. Primeras preguntas y algunas nociones im precisas (en absoluto satisfactorias). D e tres años y m edio a once años... Sin respuestas a las preguntas que hice en los años siguientes. Cuando cum plí siete años, dando de com er a m i coneja de repente vi arrastrarse debajo de ella pequeñines desnudos... M i madre m e dijo que en los anim ales y tam bién en el hombre los niños crecen en el vientre de la madre y salen por el flanco. Este nacim iento por el flanco m e pareció irracional... U na niñera m e contó m uchas cosas sobre el embarazo, la gestación, la m enstruación... Finalm ente, a m i última pregunta, que le planteé a m i padre sobre su función real; m e contestó con oscuras historias de polen y de pistilos. H A lgunos intentos de iniciación personal (once a trece años). Encontré una 407 enciclopedia y un libro de m edicina... Sólo fue una enseñanza teórica formada por gigantescas palabras extrañas. III. Control de los conocim ientos adquiridos (trece a veinte años): a) en la vida cotidiana; b) en los trabajos científicos. A los ocho años, solía jugar con un niño de m i edad. U na vez abordamos el tema. Ya sabía, porque m i madre m e lo había dicho, que una mujer tiene m uchos huevos en el cuerpo... y que un niño nacía de uno de estos huevos siempre que la m adre lo deseaba con mucha fuerza... A l dar la mism a explicación a m i amiguito, recibí de él esta respuesta: «¡Eres com pletamente estúpida! Cuando nuestro carnicero y su mujer quieren tener un niño, se m eten en la cam a y hacen guarrerías.» M e sentí indignada... Entonces (hacia los doce años y m edio) teníamos una criada que nos contaba todo tipo de historias horribles. N o le decía una palabra a m am á porque m e daba vergüenza, pero le preguntaba si se tiene un niño por sentarse sobre las rodillas de un hombre. Ella m e lo explicó todo lo m ejor que pudo. Por dónde salían los niños es algo que aprendí en la escuela y tuve la sensación de que era una cosa horrible. Pero ¿cóm o venían al mundo? Las dos nos hacíam os de la cosa una idea com o monstruosa, sobre todo desde que yendo a la escuela, una mañana de invierno en plena oscuridad, nos encontram os a un hombre que nos enseñó sus partes sexuales y nos dijo acercándose a nosotras: «¿No os apetece com éroslo?» Nuestra repugnancia fue inconcebible y nos quedamos literalmente asqueadas. Hasta m is veintiún años, m e im aginé que los niños venían al m undo por el om bligo. Una niña m e llam ó aparte y m e preguntó: «¿Sabes de dónde salen los niños?» Finalmente, se decidió a declarar: «¡Vaya, eres tonta! L os niños salen de la tripa de las mujeres y para que vengan al mundo tienen que hacer con los hombres una cosa m uy asquerosa.» D espués m e explicó detalladamente la asquerosidad. M e sentí transformada y m e negué absolutamente a considerar la posibilidad de que pasaran cosas sem ejantes. Dorm íam os en la m ism a habitación que nuestros padres... U na de las noches siguientes escuché producirse lo que no m e había parecido posible y entonces m e avergoncé; sí, m e avergoncé de m is padres. Todo esto m e convirtió com o en otro ser. V ivía sufrim ientos morales horribles. M e consideraba com o una criatura profundamente depravada por estar al corriente de estas cosas. Hay que decir que incluso una enseñanza coherente no podría resolver el problema. A pesar de toda la buena voluntad de los padres y maestros, no es posible poner en palabras y en conceptos la experiencia erótica; sólo se comprende al vivirla; todo análisis, incluso el más serio del mundo, tiene un aspecto humorístico y no consigue expresar la verdad. Cuando a partir de poéticos amores de flores, de cortejos de peces, pasando por el pollito, el gato, el cabritillo, nos hayamos elevado hasta la especie humana, podremos ilustrar teóricamente el misterio de la generación: el del placer y el amor sexual seguirá intacto. ¿Cómo explicar a un niño de sangre tranquila la emoción de una caricia o de un beso? En familia se dan y se reciben besos, a veces incluso en los labios: ¿por qué en algunos casos esta unión de las mucosas provoca tanto vértigo? Es como describir los colores a un ciego. Mientras falta la intuición de la excitación y el deseo que da a la función erótica su sentido y su unidad, sus diferentes elementos parecen chocantes, monstruosos. En particular, la niña se rebela cuando comprende que es virgen y está sellada, que para transformarse en mujer tendrá que penetrarla el sexo de un hombre. Porque el exhibicionismo es una perversión extendida, muchas niñas han visto penes erectos; en todo caso, han observado sexos de animales y es lamentable que el del caballo les llame la atención con tanta frecuencia; se entiende que se sientan aterrorizadas. Miedo al parto, miedo al sexo masculino, miedo a las «crisis» que amenazan a los casados, asco de prácticas sucias, hilaridad ante gestos desprovistos de significado, todo ello lleva con frecuencia a la niña a declarar: «Nunca me casaré»36. Es la defensa más segura contra el dolor, la locura, la obscenidad. Es inútil tratar de explicarle que ese día ni la desfloración ni el parto le parecerán tan terribles, que 36 «Llena de repugnancia, suplicaba a Dios que me concediera una vocación religiosa que me permitiera no seguir las leyes de la maternidad. Después de haber reflexionado mucho tiempo en los misterios repugnantes que a mi pesar me ocultaba, fortalecida por tanta repulsión como por un signo divino, concluía: la castidad es con seguridad mi vocación», escribe Yassu Gauclére en L’Orange bleue. Entre otras, la idea de perforación la horroriza. «¡Por eso era tan terrible la noche de bodas! Este descubrimiento me trastornó, añadiendo al asco que sentía anteriormente el terror físico de esta operación que imaginaba muy dolorosa. Mi terror hubiera aumentado si hubiera supuesto que por este camino tenía lugar el nacimiento, pero aunque sabía desde hacía tiempo que los niños nacen del vientre de su madre, creía que se separaban de él por despren­ dimiento.» 409 millones de mujeres se han resignado a ello y no les ha ido tan mal. Cuando un niño tiene miedo de un acontecimiento externo y se le libera de él prediciéndole que más tarde lo aceptará con naturalidad, lo que teme es encontrarse a sí mismo alienado, perdido al fondo del futuro. La metamorfosis de la oruga que se convierte en crisálida y en mariposa le provoca desazón: ¿es la misma oruga tras un sueño tan largo? ¿Se reconoce bajo alas tan brillantes? He conocido niñas que a la vista de una crisálida se sumergían en una ensoñadora desazón. Y no obstante, la metamorfosis se realiza. La niña ni siquiera conoce su sentido, pero se da cuenta de que, en las relaciones con el mundo y con su propio cuerpo, algo está cambiando sutilmente: es sensible a contactos, a sabores, a olores que antes la dejaban indiferente; por su cabeza circulan imágenes barrocas; en los espejos apenas se reconoce, se siente «rara», las cosas parecen «raras»; como la pequeña Emily que Richard Hughes describe en Huracán en Jamaica [High Wind in Jamaica]: Emily, para refrescarse, se había sentado en el agua hasta el vientre y centenares de pescaditos acariciaban con sus bocas curiosas cada pulgada de su cuerpo; diríase ligeros besitos desprovistos de sentido. Estos últim os tiem pos había em pezado a detestar que la tocaran, pero esto era abominable. N o pudo soportarlo más; salió del agua y se vistió. Incluso la armoniosa Tessa de Margaret Kennedy conoce esta extraña turbación: D e repente se sintió profundamente desgraciada. Sus ojos miraron fijamente la oscuridad del vestíbulo dividido en dos por el claro de luna que entraba com o una oleada a través de la puerta abierta. N o pudo aguantar más. Se levantó de un salto con un gritito exagerado: «¡Oh! — exclam ó— , ¡cómo odio al mundo entero!» Y corrió a ocultarse en la montaña, asustada y furiosa, perseguida por un triste presentimiento que parecía invadir la tranquila casa. Trastabillando por el sendero, se puso a murmurar para sus adentros: «Quisiera morir, quisiera estar muerta.» Sabía que no pensaba lo que decía, no tenía el m ás m ínim o deseo de morir, pero la violencia de sus palabras parecía satisfacerla... En el libro ya citado de Carson Mac Cullers, este momento inquietante se describe ampliamente. 410 Era verano y Frankie se sentía desazonada y cansada de ser Frankie. Se odiaba, se había convertido en una vagabunda y una inútil que rondaba por la cocina; sucia y hambrienta, m iserable y triste. A dem ás, era una criminal... A quella prim avera había sido una estación curiosa e interminable. Las cosas se pusieron a cambiar y Frankie no com prendía ese cam bio... H abía algo en los árboles reverdecientes y las flores de abril que la pom a triste. N o sabía por qué estaba triste, pero a causa de esta singular tristeza pensó que habría debido irse de la ciu dad... Habría debido irse de la ciudad y marcharse lejos. A q u el año, la primavera tardía era indolente y azucarada. L as largas tardes fluían lentamente y la verde dulzura de la estación la desazonaba... M uchas cosas le daban de repente ganas de llorar. Por la m añana temprano salía al patio y se quedaba un largo rato mirando el alba; era com o una pregunta que nacía en su corazón, y el cielo no le contestaba. Cosas en las que antes nunca se había fijado se pusieron a afectarla: las lu ces de las casas que veía de noche paseándose, una voz desconocida que subía de un callejón. Miraba las luces, escuchaba la v o z y algo en su interior se tensaba en la espera. Luego las luces se apagaban, la voz se callaba y, a pesar de su espera, no pasaba nada más. Terna m iedo de esas cosas que le hacían preguntarse de repente quién era, que sería de ella en este m undo y por qué estaba ahí, m irando una luz o escuchando, o contem plando el cielo: sola. Tenía m iedo y su pecho se estrem ecía con apren­ sión. ... Se paseaba por la ciudad y las cosas que veía y escu ch aba parecían inacabadas y en ella crecía esta angustia. Se apresuraba por hacer algo, pero nunca era lo adecuado... Tras los largos crepúsculos de la estación, cuando había recorrido toda la ciudad, sus nervios vibraban com o una m elodía de ja zz m elancólica y su corazón se endurecía y parecía detenerse. Lo que ocurre en este turbio periodo es que el cuerpo infantil se convierte en un cuerpo de mujer y se hace carne. Salvo en caso de deficiencia glandular, por la que el sujeto se quede fijado en un estadio infantil, se abre hacia los doce o trece años la crisis de la pubertad37. Esta crisis comienza mucho antes para la niña que para el niño y le provoca cambios mucho más importantes. La niña la aborda con inquietud, con disgusto. En el momento en que se desarrollan los senos y el sistema piloso, nace una sensación 37 Hemos descrito en el vol. I, primera parte, cap. 1, los procesos meramente fisiológicos. 411 que a veces se transforma en orgullo, pero que en su origen es de vergüenza; repentinamente, la niña manifiesta pudor, se niega a mostrarse desnuda, incluso ante sus hermanas o su madre, se examina con un asombro teñido de horror, y espía con angustia la hinchazón de este núcleo duro, un poco doloroso, que aparece bajo sus pezones, antes tan inofensivos como un ombligo. Se inquieta por sentir en ella un punto vulnerable: sin duda esta herida es muy ligera frente a los sufrimientos de una quemadura, de un dolor de muelas; sin embargo, accidentes o enfermedades, los dolores eran anomalías, mientras que el joven pecho está habitado por una especie de rencor sordo. Algo está ocurriendo, que no es una enfermedad, que se está implicado en la ley misma de la existencia y que sin embargo es lucha, desgarradura. Del nacimiento a la pubertad, la niña ha crecido, pero nunca se sintió crecer: día tras día, su cuerpo se le presentaba como una cosa exacta, acabada; ahora «se forma»: la palabra misma horroriza; los fenómenos vitales sólo son reconfortantes cuando se encuentra un equilibrio y el aspecto estático de una flor fresca, de un animal lustroso; sin embargo, en el crecimiento de su pecho, la niña experimenta la ambigüedad de la palabra: «viva». No es ni oro ni diamante, sino una materia extraña, movediza, incierta, en cuyo corazón se elaboran impuras alquimias. Está habituada a una cabellera que se despliega con la tranquilidad de una madeja de seda, pero esta vegetación nueva bajo sus axilas, en su bajo vientre, la metamorfosea en animal o en alga. Más o menos informada, presiente en estos cambios una finalidad que la arranca a ella misma; está proyectada en un ciclo vital que desborda el momento de su propia existencia, adivina una dependencia que la condena al hombre, al hijo, a la tumba. Los senos en sí aparecen como una proliferación inútil, indiscreta. Brazos, piernas, piel, músculos, incluso las nalgas redondas sobre las que se sienta: hasta entonces todo tenía un uso claro; sólo el sexo definido como órgano urinario era un poco turbio, pero secreto, invisible para los demás. Bajo el jersey, la blusa, se asientan los pechos y este cuerpo que la niña confundía consigo misma se le aparece como carne; es un objeto que los otros miran y ven. «Durante dos años llevé capa para ocultar mi pecho, de la vergüenza que me daba», me dijo una mujer. Y otra: «Me sigo acordando de la extraña desazón que sentí cuando una amiga de mi edad, pero más formada que yo, se agachó para recoger una pelota y pude ver por la abertura de su escote dos senos ya cargados: a través de este cuerpo tan cercano al mío, sobre el 412 que mi cuerpo se iba a modelar, me ruborizaba de mí misma.» «A los trece años, me paseaba con las piernas al aire, con vestido corto», me dijo otra mujer. «Un hombre se rió haciendo una reflexión sobre mis voluminosas pantorrillas. Al día siguiente, mamá me obligó a ponerme medias y a alargar mi falda: nunca olvidaré el choque que experimenté al sentirme vista.» La niña siente que su cuerpo se le escapa, ya no es la más clara expresión de su individualidad; se le vuelve ajeno; en el mismo momento, es percibida por el otro como una cosa: en la calle la siguen con la mirada, se comenta su anatomía; quisiera volverse invisible; tiene miedo de convertirse en carne y miedo de mostrar su carne. Este asco se traduce en muchas jovencitas por la voluntad de adelgazar: ya no quieren comer y si se las obliga, tienen vómitos; vigilan su peso sin cesar. Otras adquieren una timidez enfermiza; entrar en un salón, o incluso salir a la calle se convierte en un suplicio. A partir de ahí se desarrollan a veces psicosis. Un ejemplo típico es el de la enferma que, en Les Obsessions et lapsychasténie, describe Janet con el nombre de Nadia: Nadia era unajovencita de familia rica y muy inteligente; elegante, artista, era sobre todo excelentemúsico; sin embargo, desde la infancia semostró obstinada e irritable: «Deseaba fervientemente ser amada y exigía un amor loco de todo el mundo: de sus padres, de sus hermanas, de sus criadas, pero en cuanto obtenía unpoco de afecto, eratan exigente, tan dominadora que no tardaba en alejar a la gente; horrorosamente susceptible, las burlas de sus primos que deseaban cambiar su carácter le provocaron un sentimiento de vergüenza.que se localizó en su cuerpo.» Por otraparte, sunecesidad de ser amada le inspiraba el deseo de seguir siendo niña, de ser siempreunanimia mimada que lo puede exigir todo; en unapalabra, le inspiraba terror la idea de crecer... La llegadaprecoz de la pubertad agravó especialmente las cosas, mezclando el miedo del pudor con el miedo a crecer: ya que los hombres prefieren las mujeres gruesas, siempre será muy delgada. El terror al vello púbico, al desarrollo del pecho, se sumó a los temores anteriores. Desde la edad de once años, como llevaba faldas cortas, le parecía que todo el mundo la miraba; le pusieron faldas largas y se avergonzó de suspies, de sus caderas, etc. La aparición de la regla la volvió medio loca; cuando el vello púbico empezó a crecer, estaba convencida de que era la única en el mundo con esa monstruosidad, y hasta la edad de veinte años siempre se depilaba «para hacer desaparecer ese rasgo de salvaje». El de­ 413 sarrollo de sus senos agravó estas obsesiones, porque seguía horrorizándole la obesidad; no la detestaba en otros, pero pensaba que para ella hubiera sido una tara. «N o pretendo ser b onita, pero m e daría demasiada vergüenza si m e volviera rolliza, m e horrorizaría; si por desgracia engordara, no m e atrevería a m ostrarm e ante nadie.» Entonces se puso a buscar todos los m ed ios para no crecer, se rodeaba de precauciones, se ataba con juramentos, se entregaba a conjuros: juraba com enzar cinco o diez veces una oración, saltar cinco veces a la pata coja. « S i toco cuatro veces una nota de piano en el m ism o fragmento, acepto crecer y que ya no m e quiera nadie.» A cabó decidiendo no comer. «N o quiero ni engordar, ni crecer, ni parecerm e a una mujer, porque hubiera querido seguir siendo siempre una niña.» Promete solem nem ente no volver a aceptar ninguna com ida; cediendo a las súplicas de su madre, rompe su prom esa, pero entonces pasa horas de rodillas, escribiendo juramentos y rom piéndolos. Tras la muerte de su madre, cuando ella tenía dieciocho años, se im pone el régim en siguiente: dos caldos claros, una yem a de huevo, una cucharada de vinagre, una taza de té con el zum o de un lim ón entero, es todo lo que absorbe en una jom ada. E l hambre la devora. «A veces pasaba horas enteras pensando en la com ida, del hambre que tenía: m e tragaba la saliva, m asticaba el pañuelo, m e revolcaba por el suelo, de las ganas de com er.» Pero resiste a todas las tentaciones. A unque bonita, pretendía que estaba hinchada, llena de granos; si el m édico afirmaba que no los veía, ella decía que no entendía nada, que no sabía «reconocer los granos que están entre la p iel y la carne». A cabó separada de su fam ilia y encerrada en un pisito en el que sólo veía a la cuidadora y al m édico; nunca salía; sólo aceptaba de vez en cuando la visita de su padre; tuvo una recaída el día que éste le dijo que tenía buena cara; tem ía estar gorda, tener buen cutis, m úsculos desarrollados. V ivía casi siempre en la oscuridad, de lo intolerable que le resultaba ser vista, o incluso estar visible. Con mucha frecuencia, la actitud de los padres contribuye a inculcar en la niña la vergüenza de su apariencia física. Una mujer confiesa38: Tenía un sentim iento de inferioridad física alimentado por críticas incesantes en casa... M i madre, en su vanidad exagerada, siempre quería verm e bien, y tenía m ontones de observa­ 38 Stekel, La mujerfrígida [Die Geschlechtskalte derFrau]. 414 ciones que hacer a la m odista para que disimulara m is defectos: hom bros caídos, caderas m uy desarrolladas, trasero m uy plano, senos dem asiado grandes, etc. C om o tuve el cuello hinchado durante años, no m e perm itía llevarlo al aire... M e m olestaba sobre todo por m is pies, porque durante m i pubertad eran m uy feos y se burlaban de m í por m i forma de andar... D esde luego, había algo de cierto en todo esto, pero m e habían hecho tan desgraciada, y sobre todo m i adolescencia m e hacía sentir a veces tan intim idada que ni siquiera sabía cóm o ponerme; si m e encontraba con alguien, m i primera idea era siem pre: «si por lo m enos pudiera esconder m is pies». Esta vergüenza hace que la niña actúe torpemente, se ruborice de repente; este rubor aumenta su timidez y se convierte a su vez en objeto de una fobia. Stekel habla, por ejemplo3940de una mujer que «de joven se ruborizaba de forma tan enfermiza y violenta que, durante un año, llevó vendajes alrededor de la cara pretextando dolor de muelas». A veces, en el periodo que podemos llamar de prepubertad, que precede a la aparición de las reglas, la niña todavía no tiene asco de su cuerpo; está orgullosa de convertirse en mujer, espía con satisfacción la maduración de su pecho, rellena el sostén con pañuelos y alardea ante sus compañeras; no conoce todavía el significado de los fenómenos que se producen en ella. Su primera menstruación se lo revela y aparecen los sentimientos de vergüenza. Si ya existían, se confirman y exageran a partir de ese momento. Todos los testimonios están de acuerdo en este punto: independientemente de que la niña haya sido advertida, el acontecimiento siempre se le aparece como repugnante y humillante. Es muy frecuente que la madre no se haya preocupado de avisarla; se ha observado*0 que las madres descubren con más frecuencia a sus hijas los misterios del embarazo, del parto, incluso de las relaciones sexuales, que el de la menstruación; es porque ellas mismas sienten horror por esta servidumbre femenina, horror que refleja los antiguos terrores místicos de los varones y que ellas transmiten a su descendencia. Cuando la niña encuentra en su ropa interior manchas sospechosas, se cree víctima de una diarrea, de una hemorragia mortal, de una enfermedad vergonzosa. Según una 39 Ibidem. 40 Cíf. los trabajos de Daly y Chadwick, citados por H. Deutsch en La psicología de la mujer. 415 encuesta relatada en 1896 por Havelock Ellis, de 125 alumnas de una «high school» norteamericana, 36 en el momento de su primera regla no sabían nada sobre el asunto, 39 teman vagos conocimientos; es decir, más de la mitad estaba en la ignorancia. Según Helene Deutsch, las cosas en 1946 no habían cambiado nada. H. Ellis cita el caso de unajoven que se tiró al Sena en Saint-Ouen porque se creía afectada por una «enfermedad desconocida». Stekel, en sus «Cartas a una madre», relata también la historia de una niña que trató de suicidarse al ver en el flujo mensual el signo y el castigo de las impurezas que mancillaban su alma. Es natural que la niña tenga miedo: le parece que se le escapa la vida. Según Klein y la escuela psicoanalítica inglesa, la sangre manifiesta a sus ojos una herida en los órganos internos. Aunque intervenciones prudentes le ahorren angustias demasiado agudas, tiene vergüenza, se siente sucia: se precipita al lavabo, trata de lavar o de esconder su ropa interior manchada. Encontramos un relato de esta experiencia en el libro de Colette Audry Aux Yeta du souvenir: En el corazón de esta exaltación, el drama brutal está cerrado. Una noche, desvistiéndom e, m e creí enferma; no m e dio m iedo y no quise contar nada, con la esperanza de que se m e hubiera pasado al día siguiente... Cuatro sem anas m ás tarde, se reprodujo el fenómeno, m ás violento. D espacito, puse m is bragas en el cesto de la ropa sucia, detrás de la puerta del cuarto de baño. Hacía tanto calor, que las baldosas del pasillo estaban tibias bajo m is pies desnudos. Cuando m e m etí de nuevo en la cama, m amá abrió la puerta de m i habitación: venía a explicarm e las cosas. Soy incapaz de recordar el efecto que produjeron sus palabras sobre m í en ese m om ento, pero mientras susurraba, Kaki asom ó de repente la cabeza. La visión de esa cara redonda y curiosa m e sacó de m is casillas. Le grité que se hiera y desapareció asustada. Supliqué a m am á que la pegara porque no había llamado antes de entrar... La tranquilidad de m i m adre, su aire enterado y dulcemente feliz terminaron de hacerm e perder la cabeza. Cuando se marchó m e hundí en una noche salvaje. D os recuerdos volvieron de repente: unos m eses antes, cuando volvíam os del paseo con Kaki, m am á y yo nos encontramos con el anciano m édico de Privas, cuadrado com o un leñador con una amplia barba blanca. «Su hija está creciendo, señora», dijo mirándome; y de repente le detesté sin entender nada. U n poco m ás tarde, mamá, de vuelta de París había guar­ 416 dado en la cóm oda un paquete de pequeñas toallas nuevas. «¿Qué es?», había preguntado Kaki. M am á había tomado ese aire de naturalidad de las personas m ayores cuando revelan una parte de la verdad, y se reservan lo m ás importante: «Es para Colette, pronto lo necesitará.» M uda, incapaz de hacer una sola pregunta, detesté a m i madre. A quella noche m e la pasé dando vueltas en la cama. N o era posible. M e iba a despertar. M am á se había equivocado, se m e pasaría y no volvería m ás... Por la mañana, secretamente cambiada y m anchada tuve que enfrentarme con los demás. M iré con odio a m i hermana porque no lo sabía todavía, porque se encontraba dotada de repente, sin saberlo, de una superioridad aplastante sobre m í. Luego m e puse a odiar a los hom bres que nunca pasarían por eso, y lo sabían. Para terminar, detesté también a las mujeres por tomarse las cosas con tanta tranquilidad. Estaba segura de que si hubieran estado al corriente de lo que m e pasaba, todas se habrían alegrado: «A hora te toca a ti», habrían pensado. Ésa también, m e decía cuando veía a una. Y aquélla. El m undo m e había engañado. M e m olestaba al andar y no m e atrevía a correr. La tierra, las verduras cálidas de sol, la com ida, parecían exhalar un olor sospechoso... La crisis pasó y m e puse a esperar contra toda lógica que no se volvería a reproducir. U n m es m ás tarde m e tuve que rendir a la evidencia y admitir el m al definitivam ente, esta vez llena de estupor. Ahora había en m i m em oria un «antes». El resto de m i existencia sólo sería un «después». Las cosas se desarrollan de forma similar con la mayor parte de las niñas. Muchas sienten horror porque se enteren a su alrededor de su secreto. Una amiga me contó que cuando vivía sin madre entre su padre y una institutriz, pasó tres meses llena de horror y de vergüenza, escondiendo su ropa interior manchada antes de que descubrieran que tenía la regla. Incluso las campesinas, que se podrían considerar endurecidas por el conocimiento que tienen de los aspectos más rudos de la vida animal, perciben con horror esta maldición, porque en el campo la menstruación sigue teniendo un carácter tabú: conocí a una granjera que, durante todo un invierno, lavó su ropa a escondidas en el río helado, volviéndosela a poner empapada para disimular el secreto inconfesable. Podría citar cientos de hechos similares. Ni siquiera la confesión de esta asombrosa desgracia sirve de liberación. Sin duda, la madre que abofeteó brutalmente a su hija diciendo: «¡Idiota! eres demasiado joven» es una excepción, pero más de una manifiesta mal 417 humor; la mayor parte no dan a la niña explicaciones suficientes y la dejan llena de ansiedad ante el estado nuevo que inaugura la primera crisis menstrual: ella se pregunta si el futuro no le reserva más sorpresas dolorosas; o se imagina que ahora se puede quedar embarazada por la simple presencia o el contacto de un hombre, y siente ante los varones verdadero terror. Aunque explicaciones inteligentes le ahorren estas angustias, no es fácil devolver la paz a su corazón. Antes, la niña podía considerarse, con un poco de mala fe, un ser asexuado, podía no considerarse nada; podía incluso soñar que una mañana se despertaría transformada en hombre; ahora, las madres y las tías susurran con aires satisfechos: «Ya es una jovencita»; la cofradía de las matronas ha ganado: les pertenece. Ha caído sin recursos del lado de las mujeres. A veces está orgullosa; piensa que se ha convertido en una persona mayor y que en su existencia se producirá un gran cambio. Tyde Monnier41por ejemplo, cuenta: Varias de nosotras se habían transformado en «jovencitas» durante las vacaciones; a otras les ocurría en el m ism o liceo, y entonces una tras otra, en los aseos del patio en los que reinaban sobre la taza, com o soberanas recibiendo a sus súbditos, íbam os a «ver la sangre». La niña pronto se siente decepcionada, pues se da cuenta que no tiene ningún privilegio y la vida sigue su curso. La única novedad es el acontecimiento desaseado que se repite cada mes; hay niñas que lloran durante horas cuando se enteran de que están condenadas a ese destino; lo que agrava su rebeldía es que esta tara vergonzosa sea conocida por los hombres; quisieran al menos que la humillante condición femenina estuviera para ellos velada por el misterio. Pero no, padres, hermanos, primos, los hombres lo saben y a veces hacen bromas. Entonces nace o se exagera en la niña el asco por su cuerpo demasiado camal. Pasada la primera sorpresa, las molestias mensuales no desaparecen: cada vez la niña se encuentra con el mismo asco ante este olor dulzón y podrido que sube de ella misma —olor de marisma, de violetas pasadas— , ante esta sangre menos roja, más sospechosa que la que se escapaba de las heridas infantiles. Día y noche, tendrá que pensar en cambiarse, vigilar su ropa interior, sus sábanas, resolver mil 41 M ol 418 pequeños problemas prácticos y repugnantes; en las familias ahorrativas, las servilletas higiénicas se lavan cada mes y vuelven a su lugar junto a los pañuelos; por lo tanto, deberá entregar a las manos encargadas de la ropa sucia, lavandera, criada, madre, hermana mayor estas deyecciones salidas de su cuerpo. Las especie de compresas que hay en las farmacias en cajas de nombres floridos: «Camelia», «Edelweiss» son de un solo uso; pero de viaje, de vacaciones, de excursión, no es fácil librarse de ellas, pues está prohibido arrojarlas al inodoro. La protagonista del Journal psychanalytique42 describe au horror por las compresas; incluso ante su hermana, en esos momentos sólo acepta desvestirse en la oscuridad. Este objeto molesto, incordioso, puede soltarse durante un ejercicio violento; es una humillación peor que perder las bragas en medio de la calle: esta perspectiva atroz provoca a veces manías psicasténicas. Por una especie de perversión de la naturaleza, el malestar, los dolores no empiezan frecuentemente hasta después de la hemorragia, cuyo inicio puede pasar inadvertido; lasjóvenes suelen tener reglas irregulares: pueden verse sorprendidas en medio de un paseo, en la calle, con amigos; se arriesgan —como Mme de Chevreuse43— a manchar la ropa, el asiento; algunas mujeres ante esta posibilidad viven constantemente angustiadas. Cuanta más repulsión siente la niña ante esta tara femenina, más obligada se siente a vigilar para no exponerse a la espantosa humillación de un accidente o de una confidencia. Ésta es la serie de respuestas que obtuvo a este respecto el doctor Liepmann44en su encuesta sobre la sexualidadjuvenil. A los d ieciséis años, cuando m e sentí indispuesta p or prim era v ez, m e asusté m ucho al descubrirlo por la m añana. A decir verdad, sabía que m e tenía que pasar, pero m e dio tanta vergüenza que m e quedé acostada toda la mañana y a todas las preguntas sólo contestaba una cosa: no m e puedo levantar. M e quedé m uda de asom bro cuando, un poco antes de lo s doce años, m e vino el periodo por primera vez. M e horroricé y com o m i madre se contentó con informarme secam ente que 42 Traducido por Clara Malraux. 43 Disfrazada-de hombre durante la fronda, Mme. de Chevreuse, tras un largo viaje a caballo, fue desenmascarada por las manchas de sangre que se descubrieron en la silla. 44 Cfr. doctor W. Liepmann, Juventudy sexualidad. 419 era algo que ocurría todos los m eses, lo consideré una guarrería m uy grande y m e negué a admitir que una cosa así no les pasara también a los hombres. Esta aventura decidió a m i madre a ocuparse de m i iniciación, sin olvidar de paso la menstruación. Entonces tuve m i segunda decepción, porque cuando m e sentí indispuesta, m e precipité radiante de alegría en la habitación de m i madre que dorm ía todavía y la desperté gritando: «¡M am á, ya la tengo! — Y para eso m e despiertas», se contentó con responder. A pesar de todo, consideré la cosa com o un verdadero cam bio en m i exis­ tencia. Experimenté el m iedo m ás intenso cuando m e vino el p eriodo por primera vez, al comprobar que la hemorragia no cesaba al cabo de unos m inutos. N o obstante, no le dije una palabra a nadie, ni tam poco a m i madre. A caba de cumplir los quince años. Adem ás, no tuve casi m olestias. Sólo una vez tuve unos dolores tan violentos que m e desm ayé y m e quedé cerca de tres horas en m i habitación tumbada en el suelo, pero tampoco dije nada. Cuando tuve esta indisposición por primera vez, en m i casa, tenía m ás o m enos trece años. Ya había hablado con m is compañeras de clase y m e sentí m uy orgullosa de haber pasado al grupo de las mayores. Dándom e m ucha importancia, le expliqué al profesor de gim nasia que m e resultaba im posible participar en la clase porque estaba indispuesta. N o m e inició m i madre. Ella no tuvo la regla hasta los diecinueve años, y de m iedo de que la riñeran por haber m anchado la ropa interior, fue a enterrarla en un cam po. Cumplí los dieciocho años, y tuve m is cosas por primera vez45. N o tuve ningún tipo de iniciación... Por la noche tuve violentas hemorragias acompañadas de fuertes cólicos y no pude descansar ni un m om ento. Por la mañana, con el corazón palpitante, corrí hacia m i madre y sin dejar de sollozar le pedí consejo. Sólo obtuve esta severa reprimenda: «Hubieras debido darte cuenta antes y no ensuciar así las sábanas y la cama.» Fue todo, a m odo de explicación. Naturalmente, no dejaba de calentarme la cabeza para saber qué crim en podía haber com etido, y sentía una angustia terrible. 45 Se trata de una joven perteneciente a una miserable familia berlinesa. 420 Ya sabía lo que pasaba. Incluso lo esperaba con im paciencia, porque pensaba que m i madre m e revelaría la forma en que se fabrican los niños. L legó el fam oso día, pero m i madre guardó silencio. N o obstante, m e sentía feliz; «Ahora — m e decía— también puedes tener niños: eres una señora.» Esta crisis se produce a una edad todavía temprana; el niño no llega a la adolescencia hasta los quince o dieciséis años; la niña se transforma en mujer a los trece o catorce. No es ésa la diferencia esencial en su experiencia; tampoco reside en las manifestaciones fisiológicas que provocan en el caso de la niña su horrible estado: la pubertad tiene en ambos sexos un significado radicalmente diferente porque no les espera un mismo futuro. Los chicos también, en el momento de su pubertad, viven su cuerpo como una presencia embarazosa, pero como están orgullosos desde la infancia de su virilidad, trascienden orgullosamente hacia ella el momento de su formación; se muestran unos a otros con satisfacción el vello que crece sobre sus piernas y los convierte en hombres; más que nunca, su sexo es un objeto de comparación y de desafío. Convertirse en adultos es una metamorfosis que los intimida: muchos adolescentes sienten angustia cuando se anuncia una libertad exigente, pero acceden conjúbilo a la dignidad de hombres. Por el contrario, para transformarse en personas mayores, las niñas tienen que confinarse dentro de los límites que les imponga su feminidad. El chico admira en el vello naciente promesas indefinidas; ella se queda perpleja ante «el drama brutal y cerrado» que decide su destino. Al igual que el pene saca del contexto social su valor privilegiado, el contexto social convierte la menstruación en una maldición. El uno simboliza la virilidad, la otra la feminidad: porque la feminidad significa alteridad e inferioridad, su revelación se acoge con escándalo. La vida de la niña siempre se le aparece como determinada por esta esencia impalpable a la que la ausencia de pene no consigue dar una imagen positiva: se ve a ella misma en el flujo rojo que se escapa entre sus muslos. Si ya ha asumido su condición, acoge con júbilo el acontecimiento: «Ahora eres una mujer.» Si siempre la ha rechazado, el veredicto sangrante la fulmma; a menudo sus sentimientos son contradictorios: la mancha menstrual la inclina hacia el miedo y el asco. «Esto es lo que significan fas palabras “ser una mujer”.» La fatalidad que hasta entonces pesaba sobre ella confusamente y desde el exterior se agazapa en su vientre; no 421 hay ninguna forma de escapar; se siente atrapada. En una sociedad sexualmente igualitaria, sólo vería la menstruación como su forma singular de acceder a la vida adulta; el cuerpo humano conoce en los hombres y las mujeres otras muchas servidumbres más repugnantes; es fácil asimilarlas porque, al ser comunes a todos, no representan una tara para nadie; la regla inspira horror a la adolescente porque la precipita hacia una categoría inferior y mutilada. Esta sensación de derrota tendrá gran peso sobre ella. Se sentiría ufana de su cuerpo sangrante si no perdiera el orgullo de ser humano. Y si consigue preservar este último, sentirá mucho menos vivamente la humillación de su carne: lajovencita que con actividades deportivas, sociales, intelectuales, místicas, se abre los caminos de la trascendencia, no verá en su especificación una mutilación, la superará fácilmente. Si hacia esta época la niña desarrolla a menudo psicosis, es porque se siente indefensa ante una fatalidad sorda que la condena a pruebas inimaginables; su feminidad representa a sus ojos enfermedad, sufrimiento, muerte, y se aturde ante este destino. Un ejemplo que ilustra de forma muy clara estas angustias es el de la enferma descrita por H. Deutsch con el nombre de Molly. Molly tenía catorce años y empezó a sufrir trastornos psíquicos; era la cuartahija deuna familia de cinco; elpadre, muy severo, criticaba a sus hijas en cada comida, la madre era desgraciada y a menudo los padres no se hablaban. Uno de los hermanos se había escapado de casa. Molly estaba muy dotada, bailaba bien claqué, pero era muy tímida y le agobiaba la atmósfera familiar; los chicos le daban miedo. Su hermana mayor se casó en contra de los deseos de su madre y Molly se interesó mucho por el embarazo de suhermana; elparto fue difícil y hubo que emplear los fórceps; Molly, que conoció sus detalles y se enteró de que las mujeres frecuentemente morían de parto, se sintió muy afectada. Cuidó del bebé durante dos meses; cuando la hermana se marchó de la casa, hubo una escena terrible en la que la madre se desmayó; Molly también se desmayó: había visto desmayarse a compañeras de clase y las ideas de muerte y de desvanecimiento la obsesionaban. Cuando le llegó la regla, le dijo a su madre intimidada: «Ya me ha pasado» y fue a comprar compresas con su hermana; al encontrarse con un hombrepor la calle, bajaba la cabeza; en general, manifestaba ascopor ellamisma. No temamolestias durante la regla, pero siempre trataba de ocultársela a su madre. Un día, al observarunamancha en las sábanas, sumadre le preguntó si 422 tenía el periodo y ella lo negó aunque era verdad. Un día, le dijo a su hermana: «Ahora m e puede pasar cualquier cosa. Puedo tener un niño. — Para eso tendrías que vivir con un hombre, dijo su hermana. — V ivo con dos hombres: papá y tu marido.» El padre no perm itía a sus hijas salir solas de m iedo de que las violaran; estos tem ores contribuían a dar a M olly la idea de que los hom bres eran seres temibles; el m iedo de quedarse em barazada, de morir de parto, tom ó tanta intensidad, que a partir del m om ento en que tuvo la regla se negó poco a poco a salir de su habitación, incluso quería quedarse todo el día en la cama; ahora tiene terribles crisis de ansiedad si la obligan a salir; si tiene que alejarse de la casa, le da un ataque y se desm aya. Tiene m iedo de los coches, de los taxis, no puede dormir, cree que entran ladrones de noche en la casa, grita y llora. T iene m am as alimentarias, com iendo a veces m uy p oco para n o desmayarse; tam bién tiene m iedo cuando se siente encerrada. N o puede ir a la escuela ni llevar una vida normal. Una historia similar, que no está relacionada con la crisis de la menstruación pero en la que se manifiesta la ansiedad que tiene la niña respecto a sus interiores, es la de Nancy46. La niña tenía m ás o m enos trece años y era íntim a con su hermana mayor, orgullosa de recibir sus confidencias cuando ésta se com prom etió a escondidas y se casó: compartir el se creto de una persona m ayor era ser admitida entre los adultos. V ivió algún tiem po en casa de su hermana, pero cuando ésta le dijo que iba a «com prar» un bebé, N ancy se puso celosa de su cuñado y del niño que esperaban; ser tratada de nuevo com o una niña con la que se tienen secretos le parecía insoportable. Em pezó a tener trastornos intem os y quiso que la operaran de apendicitis. La operación fue un éxito, pero durante su estancia en el hospital, N an cy vivió una agitación terrible, con escenas violentas con la cuidadora, a la que odiaba; trataba de seducir al doctor, le daba citas, se m ostraba provocadora y exigía a través de las crisis nerviosas que la trataran com o a una mujer; se acusaba de ser responsable de la muerte de un hermanito que había tenido lugar años antes; sobre todo, estaba segura de que no le habían quitado el apéndice, de que habían olvidado un escalpelo en su estóm ago; exigió una radiografía con el falso pretexto de que se había tragado un penique. 46 Citada también por H. Deutsch, La psicología de la mujer. 423 Este deseo de una operación —y en particular de la ablación del apéndice— es corriente a esta edad; las jovencitas manifiestan así su miedo a la violación, al embarazo, al parto. Sienten en su vientre oscuras amenazas y esperan que el cirujano las salvará de este peligro desconocido que las acecha. La regla no es el único factor que anuncia a la niña su destino de mujer. En ella se producen otros fenómenos sospechosos. Hasta entonces, su erotismo era clitoridiano. Es difícil saber si las prácticas solitarias están menos extendidas en ellas que en los niños; la niña se entrega a ellas en los dos primeros años, quizá incluso desde los primeros meses de su vida; al parecer, las abandona hacia los dos años para no volver a ellas hasta más tarde; por su conformación anatómica, esta vara plantada en la carne masculina reclama más los tocamientos que una mucosa secreta, pero el azar de un frotamiento —al subirse a los aparatos de gimnasia, al trepar por los árboles, al montar en bicicleta— de un roce de la ropa, de un juego, o incluso de una iniciación por parte de compañeras, amigas, adultos, descubren frecuentemente a la niña sensaciones que se esfuerza por resucitar. En todo caso, el placer, cuando lo alcanza, es una sensación autónoma: tiene la ligereza y la inocencia de todas las diversiones infantiles47. No establece ninguna relación entre estos placeres íntimos y su destino de mujer; sus relaciones sexuales con los chicos, si existen, se basan enteramente en la curiosidad. Y de repente, se ve embargada por turbias sensaciones en las que no se reconoce. La sensibilidad de las zonas erógenas se desarrolla y en la mujer son tan numerosas, que se puede considerar todo su cuerpo como erógeno: es lo que le revelan caricias familiares, besos inocentes, el roce indiferente de una modista, de un peluquero, de una mano amiga posada sobre sus cabellos o sobre su nuca; aprende y con frecuencia busca deliberadamente una excitación más profunda en relaciones de juego, de lucha con niños o niñas: por ejemplo, Gilberte jugando en los Campos Elíseos con Proust; en los brazos de sus compañeros de baile, bajo la mirada ingenua de su madre, conoce una extraña languidez. Además, incluso una juventud bien defendida 47 Salvo, por supuesto, en los casos bastante numerosos en los que la intervención directa o indirecta de los padres, o escrúpulos religiosos, lo convierten en pecado. Encontraremos en apéndice un ejemplo abominable de las persecuciones a las que a veces se somete a las niñas con el pretexto de liberarlas de sus «malas costumbres». 424 está expuesta a experiencias más precisas; en los medios «como es debido» se callan por acuerdo tácito estos incidentes lamentables, pero es frecuente que algunas caricias de amigos de la casa, de tíos, de primos, por no decir de abuelos o de padres, sean mucho menos inofensivas de lo que supone la madre; un profesor, un sacerdote, un médico, pueden ser atrevidos o indiscretos. Encontramos relatos de experiencias de este tipo en L’Asphyxie de Violette Leduc, en La Haine matemelle de S. Tervagnes y en LOrange bleue de Yassu Gauclére. Stekel considera que los abuelos, entre otros, son con frecuencia muy peligrosos. Tenía quince años. La víspera del entierro, mi abuelo vino a dormir a casa. Al día siguiente, mi madre ya se había levantado y él me preguntó si no podría venir a mi cama parajugar conmigo; me levanté inmediatamente sin contestarle... Empecé a tener miedo de los hombres, relata una mujer48. Otraniñarecuerdahabertenidoun choque serio ala edadde ocho o diez años cuando su abuelo, un anciano de setenta años, manipuló sus órganos genitales. La había sentado en sus rodillas, deslizando un dedo en suvagina. La niña había sentidouna angustia inmensa, pero nunca se atrevió a hablar de ello. Desde entonces, siempre tuvo mucho miedo de todo lo sexual49. La niña suele silenciar estos incidentes por la vergüenza que le inspiran. Además, con frecuencia, aunque se sincere con sus padres, la reacción de éstos suele ser regañarla. «No digas tonterías... Eres una malpensada.» También se calla sobre las acciones extrañas de algunos desconocidos. Una niña le contó al doctor Liepmann50: Le habíamos alquilado a un zapatero una habitación en el sótano. Con frecuencia, cuando nuestro casero estaba solo, me yernaabuscar, me cogía en brazos y me besaba mucho, mucho tiempo, balanceándose de atrás adelante. Además, su beso no era superficial, porque me metía la lengua en la boca. Lo detestaba por lo que hacía, pero nunca dije nada porque era muy miedosa. 48 La mujerfrígida. 49 Ibídem. 50 Liepmann, Juventudy sexualidad. i 425 Ademas de los compañeros más lanzados, las amigas perversas, está la rodilla que en el cine se pega a la de la niña, la mano que, por la noche en el tren, se desliza a lo largo de su pierna, los jóvenes que se burlan a su paso, los hombres que la siguen por la calle, los abrazos, los roces furtivos. No entiende bien el sentido de estas aventuras. A menudo, en su cabeza de quince años, hay una confusión extraña, porque los conocimientos teóricos y las experiencias concretas no se corresponden. Ya ha vivido todos los ardores de la excitación y del deseo, pero se imagina —como la Clara d’Ellebeuse inventada por Francis Jammes— que basta un beso masculino para hacerla madre; puede tener una idea exacta de la anatomía genital, pero cuando su compañero de baile la abraza, toma por una jaqueca la confusión que siente. Con seguridad, las niñas están ahora mejor informadas que antes. No obstante, algunos psiquiatras afirman que más de una adolescente sigue ignorando que los órganos sexuales tienen más usos además del urinario51.De todas formas, establecen poca relación entre sus turbaciones sexuales y la existencia de órganos genitales, pues ningún signo tan preciso como la erección masculina les indica esta correlación. Entre sus fantasías románticas sobre el hombre y el amor, y la crudeza de algunos de los hechos que se les revelan, existe un foso tal, que no conciben entre ellos ninguna síntesis. Thyde Monnier52 relata que hizo el juramento con algunas amigas de mirar cómo estaba hecho un hombre y de contárselo a las demás: Como había entrado sinllamar enel cuartopaterno, describí: «Se parece aun muslo depollo, es decir, que es como un rodillo y luego hay una cosa redonda.» Era difícil de explicar. Hice un dibujo, hice incluso tres y cadauna se llevó el suyo escondido en el pecho y de vez en cuando le daba la risa mirándolo o se quedabapensando... ¿Cómo eraposible, para unas niñas inocentes como nosotras, establecerunarelación entre estos objetos y las canciones sentimentales, las bonitas historias románticas, en las que el amor es todo respeto, timidez, suspiros y besamanos y se sublimahasta convertirlo en un eunuco? No obstante, a través de sus lecturas, sus conversaciones, los espectáculos y las palabras que sorprende, la niña da un sentido a 51 Cfr. H. Deutsch, La psicología de la mujer, 1946. 52 Moi. 426 la excitación de su carne; se convierte en llamada, en deseo. Con sus fiebres, tiritonas, sudores, vagos malestares, su cuerpo adquiere una dimensión nueva e inquietante. El joven reivindica sus tendencias eróticas porque asume alegremente su virilidad; en él, el deseo sexual es agresivo, prensil; supone una afirmación de su subjetividad y de su trascendencia; presume ante sus compañeros; su sexo es para él una turbación de la que está orgulloso; el impulso que le lanza hacia la hembra es de la misma naturaleza que el que le arroja hacia el mundo, por lo que se reconoce en él. Por el contrario, la vida sexual de la niña siempre ha sido clandestina; cuando su erotismo se transforma e invade toda su carne, el misterio se vuelve angustioso: sufre la excitación como una enfermedad vergonzosa; no es algo activo: es un estado, y ni siquiera en su imaginación es capaz de librarse de él por una decisión autónoma; no sueña con tomar, estrujar, violar: es espera y llamada; se vive como dependiente; se siente en peligro en su carne alienada. Porque su esperanza difusa, su sueño de pasividad feliz le revelan con certeza su cuerpo como un objeto destinado a otro; sólo quiere conocer la experiencia sexual en su inmanencia; lo que busca es el contacto de la mano, de la boca, de otra carne, y no la mano, la boca, la carne extranjera; deja en la sombra la imagen de su compañero, o la envuelve en vapores ideales; no obstante, no puede impedir que su presencia la obsesione. Sus terrores, sus repulsiones juveniles respecto al hombre, han tomado un carácter más equívoco que antes y, por lo tanto, más angustioso. Antes nacían de un profundo divorcio entre el organismo infantil y su futuro de adulta; ahora tienen su fuente en esta complejidad misma que la niña vive en su carne. Comprende que está condenada a la posesión, ya que siente su llamada, y se rebela contra sus deseos. Desea y teme al mismo tiempo la vergonzosa pasividad de la presa consintiente. La idea de desnudarse ante un hombre la llena de turbación, pero también siente que quedará totalmente a merced de su mirada. La mano que toma, que toca, tiene una presencia más imperiosa que los ojos: da más miedo. Sin embargo, el símbolo más evidente y más detestable de la posesión física es la penetración del sexo del varón. La niña odia que este cuerpo, que confunde consigo misma, se pueda perforar como se perfora el cuero, desgarrar como se desgarra una tela. Más que la herida y el dolor que la acompaña, lo que la joven rechaza es que se le inflijan la herida y el dolor. «Es horrible la idea de serperforada por 427 un hombre», me decía un día unajovencita. El horror del hombre no viene del miedo al miembro viril, pero es su confirmación y su símbolo, pues la idea de penetración toma su sentido obsceno y humillante en el interior de una forma más general, de la que es además un elemento esencial. La ansiedad de la niña se traduce en pesadillas que la atormentan y en obsesiones que la persiguen; en el momento en que siente en su interior una complacencia insidiosa, la idea de violación se convierte en muchos casos en una obsesión. Se manifiesta en los sueños y en las conductas a través de muchos símbolos más o menos claros. La niña explora su habitación antes de acostarse, con miedo a descubrir a un ladrón de intenciones poco claras; cree escuchar malhechores en la casa; un agresor entra por la ventana, armado con un cuchillo con el que la penetra. De forma más o menos aguda, los hombres le inspiran terror. Empieza a experimentar un cierto asco ante su padre; ya no puede soportar su olor a tabaco; aunque le siga queriendo, esta repulsión física es frecuente; se intensifica, como si la niña le fuera hostil a su padre, como suele pasar con las hijas menores. Hay un sueño que los psiquiatras dicen haber encontrado con frecuencia en sus jóvenes pacientes: se imaginan violadas por un hombre ante la mirada de una mujer mayor y con el consentimiento de ella. Está claro que piden simbólicamente a la madre permiso para abandonarse a sus deseos. Porque una de las limitaciones que tienen un peso más odioso sobre ellas es la de la hipocresía. La joven está consagrada a la «pureza», a la inocencia, precisamente en el momento en que descubre en ella y a su alrededor los turbios misterios de la vida y del sexo. Tiene que ser blanca como el armiño, transparente como un cristal, la visten con organdí vaporoso, tapizan su habitación con cortinas de colores pastel, se baja la voz cuando se acerca, tiene prohibidos los libros escabrosos; y sin embargo, no hay ninguna hija de María que no acaricie imágenes y deseos «abominables». Se aplica en disimularlos, incluso a su mejor amiga, incluso a ella misma; ya sólo quiere vivir y pensar a través de consignas; su desconfianza hacia ella misma le da un aire artero, desgraciado, enfermizo; más tarde nada le resultará más difícil que combatir estas inhibiciones. Sin embargo, a pesar de todas sus represiones, se siente abrumada por el peso de faltas inconfesables. Su metamorfosis en mujer, no sólo se vive en medio de la vergüenza, sino también del remor­ dimiento. 428 Es evidente que la edad ingrata es para la niña un periodo doloroso de desconcierto. No quiere seguir siendo niña, pero el mundo adulto le parece terrorífico o aburrido: Deseaba crecer, pero nunca pensé seriamente en llevar la vida que veía llevar a los adultos, dice Colette Audry... Y así iba desarrollándose en mí la voluntad de crecer sin asumir nunca la condición de adulto, sin sentirme nunca solidaria de lospadres, de las amas de casa, de las mujereshacendosas, de los cabezas de familia. Quisiera librarse del yugo de su madre, pero también tiene un deseo ardiente de su protección. Las faltas que pesan sobre su conciencia —prácticas solitarias, amistades equívocas, malas lecturas— convierten en necesario este refugio. La carta siguiente53, escrita a una amiga por una jovencita de quince años, es caracte­ rística: Mamá quiere que me ponga vestido largo en el baile de los X... mi primer vestido largo. Está asombrada de que yo no quiera. Le he suplicado que me deje llevarmi vestiditorosapor última vez. Tengo tanto miedo... Me parece que si mepongo el vestido largo, mamá se marchará a un largo viaje y no sé cuándo volverá. ¿No es estúpido? Algunas veces, me mira como si fuera una niña pequeña. ¡Ah, si supiera! ¡Me atada las manos a la cama y me despreciaría! Encontramos en el libro de Stekel La mujerfrígida un documento notable sobre la infancia femenina. Se trata de una «Süsse Mädel» vienesa que redactó hacia la edad de veintiún años una confesión detallada. Constituye una síntesis concreta de todos los momentos que hemos estudiado por separado. «A la edad de cinco años, elegí mi primer compañero de juegos, un niño, Richard, que tenía seis o siete años. Siempre quise saber cómo se reconoce queun niño es chico o chica. Me decían que por los pendientes, por la nariz... Me contentaba con esta explicación aunque tenía la sensación de que me estaban ocultando algo. De repente, Richard quiso hacer pipí... Se me ocurrió prestarle mi orinal. Al ver su miembro, algo abso- 53 Citada por H. Deutsch. 429 hitamente sorprendente para mí, grité llena de alegría: “Pero ¿qué tienes ahí? ;Québonito! Señor, yo quisierateneruna también. Al mismo tiempo, la toqué valientemente...”» Una tía los sorprende y a partir de ese día, los niños están muy vigilados. À los nueve añosjuega a las bodas con otros chicos de ocho y diez años, y también a los médicos; tocan sus órganos genitales y un día uno de los chicos la toca con su sexo, luego dice que sus padres hicieron lo mismo cuando se casaron: «Estaba indignada de la forma más total: jOh, no han hecho una cosa tan fea!» Sigue durante mucho tiempo con estosjuegos y tiene una gran amistad amorosa y sexual con los dos chicos. Su tía se entera un día y tienen una escena espantosa en la que la amenaza con mandarla a un correccional. Deja de ver a Arthur, que era su preferido, y sufre mucho; sus notas empeoran, su escritura se deforma, bizquea. Empieza otra amistad con Walter y François. «Walter ocupaba todos mis pensamientos y todos mis sentidos. Le permitía que me tocara bajo la falda, mientras estaba depie o sentadadelante de él haciendo caligrafía... Cuando mi madre abría lapuerta, él retiraba la mano y yo seguía escribiendo. Finalmente, tuvimos relaciones normales entre hombre y mujer, pero no le permitía demasiado; cuando creía haber penetrado en mi vagina, me separaba bruscamente de él diciendo que venía alguien... No me imaginaba que fuera un pecado.» Sus amistades con los chicos terminan y sólo le quedan amistades con chicas. «Me encariñé con Emmy, chica bien educada e instruida. Una vez, en Navidades, a los doce años, intercambiamos corazones dorados con nuestros nombres grabados dentro. Lo consideramos como un noviazgo,jurándonos “fidelidad eterna”. Debo una parte de mi instrucción a Emmy. También me informó sobre los problemas sexuales. En quinto año ya había empezado a dudar de lahistoria de la cigüeña que trae a los niños. Creíaque los niños venían de la tripay que había que abrirla para que pudieran salir. Emmy me daba miedo sobre todo a propósito de la masturbación. En la escuela, varios evangelios nos abrieron los ojos sobre las cuestiones sexuales. Por ejemplo, cuando María visitaba a Santa Isabel: “El niño en su seno saltaba de felicidad” y otros pasajes curiosos de la Biblia. Subrayábamos estos pasajes y cuando se descubrió casi ponen mala nota en conducta a toda la clase. Me enseñaba también el “recuerdo de nueve meses” del que habla Schiller en Los bandidos. El padre de Emmy fue trasladado y me volví a quedar sola. Nos escribimos en una escritura secreta que habíamos inventado pero, como me sentía sola, me hice amiga de una pequeña judía, Hedí. Una vez, Emmy me sor- prendió saliendo de la escuela con Hedí. Me hizo una escena de celos. Me quedé con Hedí hasta nuestra entrada en la escuela comercial y éramos las mejores amigas, soñando con convertimos en cuñadas más adelante, porque me gustaba uno de sus hermanos, que era estudiante. Cuando me hablaba, me sentía contusa hasta el punto de responderle de forma ridicula. Durante el crepúsculo, Hedí y yo nos abrazábamos estrechamente en el pequeño sofá, y yo floraba a lágrima viva sin saber por qué cuando él tocaba el piano. »Antes de mi amistad con Hedí, frecuenté durante varias semanas a una cierta Ella, hija de gente pobre. Había observado a sus padres cuando estaban solos, despiertapor el mido de la cama. Vino a decirme que su padre se había acostado sobre su madre, que había gritado muchísimo, y el padre había dicho: “Vete a lavar deprisapara que no pase nada.” Estaba intrigada por la conducta del padre, le evitaba por la calle y sentía profunda piedad por su madre (debía de haber sufrido mucho si había gritado tanto). Hablé con otra compañera sobre la longitud del pene, pues había oído decir una vez que era de doce a quince centímetros; durante la clase de costuratomábamos el metro para medir a partir del lugar en cuestión la longitud del vientre por encima de nuestras faldas. Llegábamos evidentemente al menos al ombligo y nos sentíamos horrorizadas ante la idea de ser literalmente empaladas cuando nos casáramos.» Mira un perro copular con una perra. «Si en la calle veía orinar a un caballo, no podía apartar los ojos, creo que la longitud del pene me impresionaba.» Observa las moscas y, en el campo, los animales. «A la edad de doce años, tuve fuertes anginas y consultaron a un médico amigo; sentadojunto a mi cama, puso de repente la mano bajo las mantas, tocándome casi “en ese sitio”. Salté gritando: “¡No le da vergüenza!” Mi madre se abalanzó, el médico estaba espantosamente azorado y pretendió que era una pequeña impertinente y que sólo había querido pellizcarme las pantorrillas. Me vi obligada a pedirle perdón... Cuando por fin tuve la regla y mi padre descubrió mis compresas manchadas de sangre hubo una escena terrible. Porque él, hombre limpio, “estaba obligado a vivir con tantas mujeres sucias”, me parecía que hacía mal en indisponerme.» A los quince años, tiene otra amiga con la que se comunica «en taquigrafía... para que nadie en nuestras casas pueda leer nuestras cartas. Teníamos mucho que escribir sobre nuestras conquistas. Ella también me copiaba muchas inscripciones que había encontrado en las paredes de los retretes; me acuerdo deunaporque degradabahasta la suciedad el amor, que eratan sublime en mi ima- 431 ginaeión: ‘ ¿Cuál es el fin supremo del amor? Cuatro culos suspendidos encima de una verga.” Decidí no llegar nunca a ese punto; un hombre que ama a una joven no le puede pedir semejante cosa. A los quince años y medio tuve un herm ano, estaba m uy celosa porque siempre había sido hija única. M i amiga me pedía siempre que mirara cómo estaba hecho m i hermano, pero no podía darle en absoluto la información que deseaba. En aquella época, otra amiga me describió una noche de bodas y después tuve deseos de casarme, a causa de la curiosidad; lo único, era que “resoplar como un caballo”, según su descripción, ofendía a mi sentido de la estética... Quién de nosotras no habría querido casarse para dejarse desvestir por su marido amado y dejarse llevar a la cama por él: era tan tentador...». Quizá se diga —aunque se trate de un caso normal y no patológico— que esta niña era de una «perversidad» excepcional; simplemente estaba menos vigilada que las demás. Si las curiosidades y los deseos de las jovencitas «bien educadas» no se traducen en actos, no dejan de existir por ello en forma de fantasías y de juegos. Conocí hace tiempo a unajoven muy piadosa y de una inocencia desconcertante —que después se convirtió en una mujer realizada, rezumante de maternidad y devoción— que un día confesó temblorosa a una hermana mayor: «¡Qué maravilloso debe ser desvestirse ante un hombre! Supongamos que tú eres mi marido»; y se puso a desvestirse tiritando de emoción. Ninguna educación puede impedir a la niña que tome conciencia de su cuerpo y sueñe con su destino; como mucho, se le pueden imponer estrictas represiones que luego repercutirán en toda su vida sexual. Todo lo contrario, lo deseable sería enseñarle a aceptarse sin complacencia y sin vergüenza. Ahora se entiende el drama que desgarra a la adolescente en el momento de la pubertad: no puede convertirse en una «persona mayor» sin aceptar su feminidad; sabía ya que su sexo la condenaba a una existencia mutilada y cerrada; ahora lo descubre como una enfermedad impura y un crimen oscuro. Su inferioridad sólo se veía entonces como una privación: la ausencia de pene se ha convertido en mancilla y en falta. Herida, avergonzada, inquieta, culpable, se encamina ahora hacia el futuro. 432 C a p ít u l o II Lajoven Durante toda su infancia, la niña ha sido maltratada y mutilada pero se percibía a pesar de todo como un individuo^autónomo en’sus relaciones con sus padres, sus amigos, en sus estudios y sus juegos, se descubría en el presente como una ^ascendencia, sufaturapasividad era sólo un sueño. Una vez púber, e futuro no solo se acerca, se instala en su cuerpo; se convierte en la reahdad mas concreta. Conserva el carácter fatal que siempre mvo, mentras el adolescente se encamina activamente hacia la edad adulta, la m chacha acecha la apertura de este periodo nuevo, imprevisible, cuya trama ya está urdida y hacia la que la arrastra el tiempo. Se parada de su pasado de niña, el presente solo le pertenece como mía transición; no descubre en él ningún fin valido solamente ocupaciones. De forma más o menos oculta, su juventud se consume en la. espera.. Espera al Hombre. El adolescente también sueña con la mujer, la espera, pero nunca pasará de ser un elemento de su vida: no resume su destino- desde la infancia, la niña, tanto si desea realizarse como m jer como si quiere superar los límites de su feminidad, espera del v ió n la realización y la evasión; tiene el rostro deslumbrante de — T __ lomKipn p.cTino v nodcroso» que/bajo s u i d a s , se sentirá arrastrada por la gran comente de la vida, como cuando descansaba en el regazo materno, sometida a su dulce autoridad recobrara la segundad que sentía entre los brazos de su padre: la magia de los abrazos y de las ranadas la 433 petrificará de nuevo como a un ídolo. Siempre ha estado convencida de la superioridad viril; este prestigio de los varones no es un espejismo pueril; tiene bases económicas y sociales; los hombres son de verdad los amos del mundo; todo convence a la adolescente de que tiene interés en convertirse en su vasalla; sus padres la empujan a ello; el padre está orgulloso de los éxitos de su hija, la madre ve en ellos las promesas de un futuro próspero; las compañeras envidian y admiran a la que obtiene más homenajes masculinos; en las universidades americanas, el nivel de una estudiante se mide por el número de citas que acumula. El matrimonio no sólo es una carrera honorable y menos fatigosa que la mayor parte de las demás, es la única que permite a la mujer acceder sin más a su dignidad social íntegra y realizarse sexualmente como amante y madre. Esta es la imagen con que su entorno encara el futuro, y ella también. Se admite de forma unánime que la conquista de un marido —o en algunos casos de un protector— es para ella la empresa más importante. En el hombre se encama a sus ojos la Alteridad, como para el hombre está encamado en ella, pero esta Alteridad aparece bajo la máscara de lo esencial, mientras que ella es para él lo inesencial. Ella se liberará de la casa de sus padres, del dominio materno, se abrirá el futuro, no con una activa conquista, sino poniéndose pasiva y dócil entre las manos de un nuevo amo. Se suele decir que si se resigna a esta derrota es porque física y moralmente es inferior a los chicos e incapaz de rivalizar con ellos: al renunciar a una competición vana, se pone en manos de un miembro de la casta superior para que garantice su felicidad. En realidad, su humildad no viene de una inferioridad; todo lo contrario, es esta última la que genera todas sus insuficiencias; tiene su origen en el pasado de la adolescente, en la sociedad que la rodea y precisamente en este futuro que se le propone. Efectivamente, la pubertad transforma el cuerpo de la niña. Es más frágil que antes; los órganos femeninos son vulnerables, su funcionamiento delicado; insólitos y molestos, los senos son una carga; en los ejercicios violentos recuerdan su presencia, tiemblan, duelen. A partir de esta edad, la fuerza muscular, la resistencia, la agilidad de la mujer son inferiores a las del hombre. El desequilibrio de las secreciones hormonales crea una inestabilidad nerviosa y vasomotriz. La crisis menstrual es dolorosa: dolores de cabeza, musculares, dolores de vientre hacen difíciles o incluso imposibles las actividades normales; a estos malestares se 434 suman a menudo trastornos psíquicos; nerviosa, irritable, es frecuente que la mujer pase cada mes por un estado de semialienación; los centros pierden el control del sistema nervioso y simpático; los trastornos circulatorios, algunas autointoxicaciones convierten el cuerpo en una pantalla que se interpone entre la mujer y el mundo, una niebla ardiente que se abate sobre ella, la ahoga y la aísla: a través de esta carne doliente y pasiva, el universo entero es una carga demasiado pesada. Oprimida, sumergida, es una extraña para ella misma, porque es una extraña para el resto del mundo. Las síntesis se desintegran, los instantes dejan de estar relacionados, el otro sólo se reconoce de forma abstracta; aunque el razonamiento y la lógica permanecen intactos como en los delirios melancólicos, están al servicio de las evidencias pasionales que estallan en el seno de la desazón orgánica. Estos hechos son muy importantes, pero la mujer les da peso sobre todo por su forma de tomar conciencia de ellos. Hacia los trece años, los chicos pasan por un verdadero aprendizaje de la violencia, desarrollan su agresividad, su voluntad de poder, su amor al desafío; precisamente en ese momento, la niña renuncia a los juegos brutales. Los deportes siguen siendo accesibles, pero el deporte, que es especialización, sumisión a unas reglas artificiales no ofrece el equivalente de un recurso espontáneo y habitual a la fuerza; se sitúa al margen de la vida; no es fuente de conocimientos sobre el mundo y sobre uno mismo tan íntima como el combate desordenado, la escaramuza imprevista. La deportista nunca vive el orgullo conquistador de un muchacho que tumba en el suelo a un compañero. Por otra parte, en muchos países, la mayor parte de las niñas no tienen ningún entrenamiento deportivo; como las peleas, las riñas les están prohibidas, sólo sufren su cuerpo pasivamente; mucho más que en sus primeros años, tienen que renunciar a emerger más allá del mundo tal y como es, a afirmarse por encima del resto de la humanidad; les está prohibido explorar, atreverse, hacer retroceder los límites de lo posible. En particular, la actitud de desafio tan importante en los jóvenes les resulta prácticamente desconocida; desde luego, las mujeres rivalizan, pero el desafío es algo más que estos enfrentamientos pasivos: dos libertades se hacen frente pues tienen un control sobre el mundo cuyos límites pretenden llevar más allá; trepar más alto que un compañero, retorcer un brazo, es afirmar la soberanía sobre toda la tierra. Estas conductas conquistadoras no le están permitidas a la joven; en particular, no le está 435 permitida la violencia. Sin duda, en el universo de los adultos la fuerza brutal no tiene en periodos normales un papel demasiado importante, pero siempre está presente; son numerosas las conductas masculinas que se alzan sobre un fondo de violencia posible: en cada esquina puede empezar una pelea; casi siempre no llega a mayores, pero para el hombre es suficiente sentir en sus puños la voluntad de afirmación de sí para que se sienta confirmado en su soberanía. Contra una afrenta, un intento de reducirlo a objeto, el varón recurre golpear, a exponerse a los golpes: no se deja trascender por el otro, se recupera en el corazón de su subjetividad. La violencia es la prueba auténtica de la adhesión de cada cual a sí mismo, a sus pasiones, a su propia voluntad; rechazarla radicalmente es encerrarse en una subjetividad abstracta; una ira, una rebelión que no trascienden a los músculos no pasan de ser imaginarias. Es una frustración terrible no poder inscribir los movimientos del corazón sobre la faz de la tierra. En el sur de los Estados Unidos es rigurosamente imposible para un negro utilizar la violencia frente a los blancos; esta consigna es la clave misteriosa del «alma negra»; la forma en que el negro se vive en el mundo blanco, las conductas con las que se adapta a él, las compensaciones que busca, toda su forma de sentir y de actuar se explican a partir de la pasividad a la que está condenado. Durante la ocupación, los franceses que habían decidido no abandonarse a gestos violentos contra los ocupantes, ni siquiera en caso de provocación —unos por prudencia egoísta y otros porque tenían deberes exigentes— sentían que su situación en el mundo había cambiado profundamente: dependía del capricho ajeno que fueran transformados en objeto, su subjetividad ya no tenía medios para expresarse concretamente, sólo era un fenómeno secundario. De la misma forma, el universo tiene un aspecto completamente diferente para el joven que tiene permitido dar un testimonio imperioso de sí mismo y para la muchacha que ve privados sus sentimientos de eficacia inmediata; uno cuestiona el mundo sin cesar, puede, en cada instante, rebelarse contra los hechos y tiene la impresión cuando los acepta de confirmarse activamente; la otra se limita a soportarlos; el mundo se define sin ella y tiene una imagen inmutable. Esta impotencia física se traduce por una timidez más generalizada: no cree en una fuerza que no ha experimentado en su cuerpo; no se atreve a tomar la iniciativa, rebelarse, inventar: condenada a la docilidad, a la resignación, sólo puede aceptar en la sociedad un lugar preparado de antemano. Toma las 436 cosas como vienen. Una mujer me contaba que, durante toda su juventud, rechazó con orgullosa mala fe su debilidad física; admitirla hubiera sido perder el gusto y el valor de salir adelante, aunque sólo fuera en los aspectos intelectuales y políticos. Conocí a una muchacha criada como un chico y excepcionalmente vigorosa que se creía tan fuerte como un hombre; aunque fuera muy bonita, aunque tuviera cada mes reglas dolorosas, no terna ninguna conciencia de su feminidad; tenía la brusquedad, la vitalidad exuberante, las iniciativas de un chico; tenía su osadía: no dudaba en intervenir en la calle a puñetazos si veía maltratar a un niño o a una mujer. Una o dos experiencias desagradables le revelaron que la fuerza bruta está del lado de los varones. Cuando pudo medir su debilidad, gran parte de su seguridad se vino abajo; fue el comienzo de una evolución que la llevó a feminizarse, a realizarse como pasividad, a aceptar la dependencia. No tener confianza en el propio cuerpo es perder la confianza en sí mismo. No hay más que ver la importancia que dan los jóvenes a sus músculos para comprender que un sujeto percibe su cuerpo como su expresión objetiva. Sus impulsos eróticos no hacen más que confirmar en el hombre el orgullo que nace de su cuerpo: descubre en ellos el signo de la trascendencia de su poder. La muchacha puede conseguir asumir sus deseos, pero en general siempre tienen un carácter vergonzoso. Vive todo su cuerpo con desazón. La desconfianza que siendo niña sentía por sus «interiores» contribuye a dar a la crisis menstrual el carácter sospechoso que la hace tan odiosa. Por la actitud psíquica que suscita, la servidumbre menstrual se convierte en un obstáculo importante. La amenaza que pesa sobre la joven durante estos periodos puede parecerle tan intolerable, que renunciará a excursiones, a placeres, por miedo a que se conozca su desgracia. El horror que inspira repercute en el organismo y aumenta las molestias y dolores. Hemos visto que una de las características de la fisiología femenina es la estrecha relación entre las secreciones endocrinas y la regulación nerviosa: existe una acción recíproca; un cuerpo de mujer —y especialmente el de la adolescente— es un cuerpo «histérico» en el sentido de que no existe prácticamente distancia entre la vida psíquica y su realización fisiológica. El cambio que supone en la joven el descubrimiento de los trastornos de la pubertad acentúa esta situación. Porque su cuerpo le resulta sospechoso, porque lo espía con inquietud, le parece enfermo: está enfermo. Hemos visto que efec­ 437 tivamente se trata de un cuerpo frágil y que se producen desarreglos meramente orgánicos, pero los ginecólogos están de acuerdo en decir que nueve de cada diez de sus pacientes son enfermas imaginarias, es decir, o bien sus molestias no tienen ninguna realidad fisiológica, o bien el desorden orgánico está provocado por una actitud psíquica. Lo que mina el cuerpo femenino es en gran parte la angustia de ser mujer. Vemos que si la situación biológica de la mujer es para ella un obstáculo, es a causa de la perspectiva desde la que la percibe. La fragilidad nerviosa, la inestabilidad vasomotriz, cuando no son patológicas, no le cierran ninguna profesión: entre los mismos varones hay gran diversidad de temperamentos. Una indisposición de uno o dos días al mes, incluso dolorosa, tampoco es un obstáculo; en realidad, muchas mujeres lo viven bien, y especialmente aquellas para las que la «maldición» mensual podría representar mayores problemas: deportistas, viajeras, mujeres que ejercen profesiones duras. La mayor parte de las actividades no exigen una energía superior a la que puede aportar la mujer. En los deportes, el objetivo no es un éxito independiente de las aptitudes físicas: es la realización de la perfección propia de cada organismo; el campeón de peso pluma tiene tanto valor como el de peso pesado; una campeona de esquí no es inferior al campeón más rápido que ella: pertenecen a dos categorías diferentes. Son precisamente las deportistas las que, al estar positivamente interesadas en su propia realización, se sienten menos impedidas con respecto al hombre. Su debilidad física, en cualquier caso, no le permite a la mujer conocer las lecciones de la violencia, pero si le fuera posible afirmar su cuerpo y emerger en el mundo de una manera diferente, esta deficiencia se compensaría con facilidad. Si nadara, si escalara las cumbres, si pilotara un avión, si luchara contra los elementos, si asumiera riesgos y se aventurase, no sentiría tanto ante el mundo la timidez a la que me refiero. Si estas singularidades adquieren un valor, es dentro del conjunto de una situación que le permite muy pocas salidas, y no de forma inmediata, sino confirmando el complejo de inferioridad que se ha desarrollado en ella desde su infancia. Este complejo tendrá también una incidencia en su realización intelectual. Se ha dicho a menudo que a partir de la pubertad la niña pierde terreno en los aspectos intelectuales y artísticos. Existen muchas razones para ello. Una de las más frecuentes, es que la adolescente no tiene a su alrededor los estímulos que dis­ 438 frutan sus hermanos; todo lo contrario; se desea que ella sea también una mujer, y tiene que sumar las cargas de su trabajo profesional a las que implica su feminidad. La directora de una escuela profesional hizo a este respecto las observaciones siguientes: La joven se convierte de repente en un ser que se gana la vida trabajando. Tiene nuevos deseos que no tienen nada que ver con la familia. En m uchos casos tiene que hacer un esfuerzo bastante considerable... Llega por la noche a su casa cargada con una fatiga colosal y con la cabeza atestada de todos los acontecimientos del día... ¿Cómo la van a recibir? La madre pronto la m anda a la compra. También hay que terminar las tareas domésticas que quedan por hacer y ocuparse de cuidar su propia ropa. Es imposible poner en claro todos los pensam ientos íntimos que la siguen preocupando. Se siente desgraciada, compara su situación con la de su hermano, que no tiene que cumplir con ningún deber, y se rebela1. Los trabajos domésticos o los deberes mundanos que la madre no duda en imponer a la estudiante, a la aprendiza, acaban de sobrecargarla. He visto durante la guerra alumnas que preparaba para [la escuela normal femenina de] Sèvres abrumadas por las tareas familiares que se sumaban a su trabajo escolar: una desarrolló una enfermedad de Pott, otra una meningitis. La madre —ya lo veremos— siente una hostilidad sorda ante la liberación de su hija, por lo que, de forma más o menos deliberada, se aplica a sojuzgarla; se respeta el esfuerzo que hace el adolescente para convertirse en hombre y se le reconoce ya una gran libertad, pero se exige de la muchacha que se quede en casa, se vigilan sus salidas: no se la estimula en modo alguno para que asuma sus diversiones, sus placeres. Es raro ver a las mujeres organizar solas un paseo largo, un viaje a pie o en bicicleta, o dedicarse a un juego como el billar, la petanca, etc. Además de la falta de iniciativa que viene de su educación, las costumbres les hacen difícil la independencia. Si vagabundean por las calles, las miran o las molestan. Conozco muchachas que, sin ser nada tímidas, no encuentran ningún placer en pasearse solas por París porque las importunan sin cesar, necesitan estar constantemente alerta: desaparece todo su placer. Si un grupo de muchachas recorre las calles en alegre grupo como hacen los muchachos, están tratando de 1 Citado por Liepmann, Juventudy sexualidad. 439 llamar la atención; dar grandes zancadas, cantar, hablar inerte, reírse a carcajadas, comerse una manzana, es una provocación, logran que las insulten, las sigan, las molesten. La despreocupación se convierte enseguida en una falta de modales; este autocontrol al que está obligada la mujer, que pronto se convierte en una segunda piel en la «jovencita bien educada», acaba con la espontaneidad; la exuberancia vital ha sido sometida. El resultado es tensión y aburrimiento. Este aburrimiento es contagioso: las muchachas se cansan pronto unas de otras; no se relacionan en su prisión, y es una de las razones que hace tan necesaria para ellas la compañía de los muchachos. Esta incapacidad para soportarse a sí mismas genera una timidez que se extiende por toda su vida y se marca en su trabajo mismo. Piensan que los triunfos deslumbrantes están reservados para los hombres; no se atreven a picar muy alto. Hemos visto que cuando se comparan con los chicos, las niñas de quince años declaran: «Los chicos están mejor.» Esta convicción acaba debilitando. Estimula la pereza y la mediocridad. Unajoven —que no tenía por el sexo fuerte ninguna deferencia particular— reprochaba a un hombre su cortedad; le hicieron observar que ella también era bastante apocada: «¡Oh, una mujer no es lo mismo!», declaró con tono compla­ ciente. La razón profunda de este derrotismo es que la adolescente no se considera responsable de su futuro; considera inútil exigirse demasiado, ya que a fin de cuentas su suerte no depende de ella. No es que se consagre al hombre porque se sabe inferior a él; todo lo contrario, al consagrarse a él y al aceptar la idea de su inferioridad, la convierte en un hecho. Para ganar valor ante los varones no necesita aumentar su valor humano, sino adaptarse a sus sueños. Cuando es inexperta, no siempre se da cuenta de ello. A veces manifiesta la misma agresividad que los chicos; trata de conquistarlos con una autoridad brutal, una franqueza orgullosa, actitud que la condena con casi total seguridad al fracaso. De la más servil a la más altiva, todas aprenden que, para gustar, tienen que abdicar. Su madre les aconseja que dejen de tratar a los chicos como compañeros, que no den el primer paso, que asuman un papel pasivo. Si desean comenzar una amistad, un coqueteo, deben evitar cuidadosamente que parezca que toman la iniciativa; a los hombres no les gustan los chicazos, ni las Estillas, ni las mujeres inteligentes; demasiada audacia, cultura, inteligencia, demasiado 440 carácter les asustan. En la mayor parte de las novelas, como observa G. Eliot, la mujer rubia y tonta tiene mejor suerte que la morena de carácter viril; en El molino junto al Floss [The Mili on the Floss], Maggie trata en vano de invertir los papeles; muere y a fin de cuentas es la rubia Lucy la que se casa con Stephen; en El último mohicano, la sosa Alice gana el corazón del protagonista, y no la valiente Clara; en Mujercitas, la simpática Joe no es para Laurie más que una compañera de infancia: su amor es para la insípida Amy de rizados cabellos. Ser femenina es mostrarse impotente, fútil, pasiva, dócil. La muchacha no sólo deberá engalanarse, prepararse, sino además reprimir su espontaneidad y sustituirla por el encanto estudiado que le enseñan sus mayores. Toda afirmación de ella misma disminuye su feminidad y sus posibilidades de seducción. Lo que hace relativamente fácil la iniciación del muchacho en la existencia es que su vocación de ser humano y de varón no son opuestas: ya su infancia anuncia esta suerte feliz. Al realizarse como independencia y libertad, adquiere su valor social, y por lo tanto su prestigio viril: el ambicioso, como Rastignac, busca el dinero, la gloria y las mujeres con un mismo impulso; uno de los estereotipos que persigue es el del hombre poderoso y célebre adulado por las mujeres. Para la joven, por el contrario, hay un divorcio entre su condición puramente humana y su vocación femenina. Por esta razón la adolescencia es para la mujer un momento tan difícil y tan decisivo. Hasta entonces era un individuo autónomo y ahora tiene que renunciar a su soberanía. No sólo se siente desgarrada como sus hermanos, y de forma más aguda, entre el pasado y el futuro; además, estalla un conflicto entre su reivindicación original, que es ser sujeto, actividad, libertad y por otra parte sus tendencias eróticas y los estímulos sociales que la invitan a asumirse como objeto pasivo. Se percibe espontáneamente como lo esencial; ¿cómo se resolverá a convertirse en inesencial? Y si sólo puedo realizarme como Alteridad, ¿cómo renunciar a mi Yol Éste es el dilema angustioso en el que se debate la mujer en cierne. Oscilando del deseo a la aversión, de la esperanza al miedo, rechazando lo que busca, sigue suspendida entre el momento de la independencia infantil y el de la sumisión femenina: esta incertidumbre le da a la salida de la edad ingrata un sabor ácido de ñuta verde. La joven reacciona ante la situación de una forma muy diferente en función de sus opciones anteriores. La «mujercita», la 441 matrona en cierne, puede resignarse sin problemas a su metamorfosis; también puede buscar en su condición de «madrecita» un regusto autoritario que la lleva a rebelarse contra el yugo masculino: está dispuesta a fundar un matriarcado, no a convertirse en objeto erótico y en criada. Será con frecuencia el caso de las hermanas mayores, que asumen desde muy jóvenes importantes responsabilidades. El «chicazo», al descubrirse como mujer, a veces siente una decepción ardiente que la puede conducir directamente a la homosexualidad; no obstante, lo que buscaba en la independencia y la violencia era la posesión del mundo; puede que no quiera renunciar al poder de su feminidad, a las experiencias de la maternidad, a toda una parte de su destino. Generalmente, a través de algunas resistencias, lajoven acepta su feminidad: ya en la fase de la coquetería infantil, frente a su padre, en sus fantasías eróticas, ha conocido el encanto de la pasividad; ahora descubre su poder; a la vergüenza que le inspira su carne se une la vanidad. Esa mano que la ha conmovido, esa mirada que la ha turbado era una llamada, una plegaria; su cuerpo se le aparece como dotado de virtudes mágicas; es un tesoro, un arma; está orgullosa de él. Su coquetería, que desaparece frecuentemente en los años de infancia autónoma, resucita. Prueba maquillajes, peinados; en lugar de ocultar sus senos, los masajea para que crezcan, estudia su sonrisa en los espejos. La unión de la excitación y la seducción es tan estrecha que en todos los casos en los que no se despierta la sensibilidad erótica, no se observa en el sujeto ningún deseo de gustar. Algunas experiencias han mostrado que enfermas aquejadas de insuficiencia tiroidea, y por consiguiente apáticas, hurañas, podían verse transformadas por una inyección de extractos glandulares; se ponen a sonreír, se vuelven alegres y zalameras. Psicólogos audaces imbuidos de metafísica materialista han declarado que la coquetería era un «instinto» segregado por la glándula tiroides; sin embargo, esta explicación oscura no es más válida aquí que para la primera infancia. El hecho es que en todos los casos de deficiencia orgánica: linfatismo, anemia, etc., el cuerpo se vive como un fardo; extraño, hostil, no espera ni promete nada; cuando recupera su equilibrio y su vitalidad, el sujeto lo reconoce como suyo y a través de él se trasciende hacia el otro. Para la joven, la trascendencia erótica consiste en hacerse presa para poder tomar. Se convierte en objeto; se percibe como objeto; con sorpresa descubre este nuevo aspecto de su ser: le 442 parece que se desdobla; en lugar de coincidir exactamente consigo misma, se pone a existir en el exterior. Por ejemplo, en Invitación al vals [Invitation to Waltz], de Rosamond Lehmann, vemos a Olivia descubrir en un espejo una imagen desconocida; es ella como objeto que se alza de repente frente a sí; experimenta por ello una emoción que pronto se disipa, pero que la trastorna: Desde hace algún tiempo, una emoción particular acom pañaba al minuto en que se miraba así de arriba abajo; de form a imprevista y rara, podía encontrarse frente a una extranjera, un ser nuevo. Es algo que se produjo dos o tres veces. Se m iraba en un espejo, se veía, pero ¿qué pasaba?... Ahora, lo que veía era una cosa m uy diferente: un rostro misterioso, a un tiem po sombrío y radiante; una cabellera desbordante de m ovim ientos y de fiierza y com o recorrida por corrientes eléctricas. Su cuerpo — quizá a causa del vestido— le parecía resum irse armoniosam ente: centrarse, desarrollarse, flexible y estable al mism o tiempo: vivo. A nte ella tenía, como un retrato, a una jovencita de rosa que todos los objetos de la habitación, reflejados en el espejo, parecían enmarcar, presentar, m urm urando: Eres tú... Lo que deslumbra a Olivia son las promesas qúe cree leer en la imagen en la que reconoce sus sueños infantiles y que es ella misma; sin embargo, la joven también busca en la presencia carnal este cuerpo que la maravilla como si fuera otro. Se acaricia, abraza la curva del hombro, el pliegue del codo, contempla su pecho, sus piernas; el placer solitario se convierte en un pretexto para la ensoñación, la búsqueda de una tierna posesión de sí. En el adolescente existe una oposición entre el amor a sí mismo y el movimiento erótico que le arroja hacia el objeto que quiere poseer: su narcisismo, en general, desaparece cuando llega la madurez sexual. Sin embargo, la mujer, al ser un objeto pasivo para el amante como para sí, tiene en su erotismo una indiferenciación primitiva. En un movimiento complejo, busca la glorificación de su cuerpo a través del homenaje de los varones a los que está destinado este cuerpo; sería simplificar las cosas decir que quiere ser bella para gustar, o que trata de gustar para estar segura de que es bella: en la soledad de su habitación, en los salones en los que trata de atraer las miradas, no distingue el deseo del hombre del 443 amor a su propio yo. Esta confusión es evidente en Marie Bashkirtseff. Ya hemos visto que un destete tardío la predispuso con más fuerza que ningún otro niño a querer ser mirada y valorada por los demás; desde la edad de cinco años hasta el fin de la adolescencia consagra todo su amor a su imagen; admira locamente sus manos, su rostro, su gracia; escribe: «Soy mi propia heroína...» Quiere ser cantante para ser mirada por un público deslumbrado y para mirarlo a su vez con mirada orgullosa; este «autismo» se traduce por fantasías románticas; desde la edad de doce años, está enamorada: es porque desea ser amada y sólo busca en la adoración que desea inspirar la confirmación de la que se tiene. Sueña que el duque de H., de quien está enamorada sin haberle hablado jamás, se prosterna a sus pies: «Quedarás deslumbrado por mi esplendor y me amarás... Sólo eres digno de una mujer como espero serlo.» Es la misma ambivalencia que encontramos en la Natacha de Guerra y Paz: M am á tampoco me comprende. jDios mío, qué agudeza tengo! ¡Natacha es realmente encantadora! continúa, hablando de ella m ism a en tercera persona, colocando esta exclamación en boca de un personaje masculino que le prestaba todas las perfecciones de su sexo. Lo tiene todo, todo a su favor. Es inteligente y gentil, bella y hábil. Nada, m onta a caballo de form a impecable, canta maravillosamente. ¡Sí, podemos decir maravillosamente!... ^ . Esa m añana había vuelto al am or a sí, a la admiración por su persona que constituían su estado anímico habitual. «¡Qué encantadora es Natacha!, decía haciendo hablar a un tercer personaje colectivo y masculino. Es joven y bonita, tiene una bella voz, no molesta a nadie, ¡dejadla tranquila!» Katherine Mansfíeld describe también, en el personaje de Beryl, un caso en que el narcisismo y el deseo romántico de un destino de mujer se mezclan estrechamente. E n el comedor, a la luz intermitente del fuego de leña, Beryl, sentada sobre un cojín, tocaba la guitarra. Tocaba para ella mism a, cantaba a m edia voz y se observaba. El resplandor del fuego se reflejaba en sus zapatos, en el vientre rubicundo de la guitarra y en sus dedos blancos. «Si estuviera fuera, miraría por la ventana y m e ^quedaría im pactada al verme así», pensaba. Tocó el acompañamiento totalmente en sordina; ya no cantaba, sino escuchaba. 444 «La primera vez que te vi, pequeña niña, ioh, te creías completamente sola! Estabas sentada con tus piececitos sobre un cojín y tocabas la guitarra. ¡Dios! N unca lo podré olvidar...» Beryl levantó la cabeza y se puso a cantar: La luna también está cansada. Pero llamaron m uy fuerte a su puerta. A somó el rostro rubicundo de su criada... No, no soportaría a esa chica estúpida. Se marchó corriendo por el salón oscuro y se puso a caminar arriba y abajo. ¡Oh! Estaba agitada, agitada. El manto de la chimenea estaba coronado por un espejo. Con los brazos apoyados, contempló su im agen pálida. ¡Qué herm osa era!, pero no había nadie para darse cuenta... Beryl sonrió y realmente su sonrisa era tan adorable que volvió a sonreír... (Preludio.) Este culto al yo no se traduce únicamente en la muchacha por la adoración de su persona física; desea poseer y adular a todo su yo. Es el objetivo quepersiguen los diarios íntimos en los que vuelcavoluntariamente su alma: el de Mane Bashkirtseffes famoso y un modelo en su género. La jovencita habla a su diario como antes hablaba a sus muñecas, es un amigo, un confidente, se dirige a él como si fuera una persona. Entre las páginas se inscribe una verdad oculta para los padres, los amigos, los profesores, con la que la autora se embriaga solitariamente. Una niña de doce años, que llevó su diario hasta la edad de veinte, había escrito en la primera página: Soy el pequeño diario gentil, bonito y discreto confíame todos tus secretos soy el pequeño diario2. Otros anuncian: «Leer únicamente después de mi muerte», o «Quemar después de mi muerte». El sentido del secreto desarrollado por la niña en el momento de la prepubertad sigue adquiriendo importancia. Se encierra en una soledad arisca: se niega a mostrar a su entorno el yo secreto que considera su verdadero yo y que es en realidad un personaje imaginario: juega a ser una bailarina como la Natacha de Tolstoi, o una santa, como hacía Marie Lenéru, o simplemente esa maravilla singular que es ella misma. 2 Citado por Debesse, La crisis de originalidadjuvenil \ 445 Siempre hay una enorme diferencia entre esta heroína y el rostro objetivo que sus padres y amigos le reconocen. Se convence por lo tanto de que es una incomprendida; sus relaciones consigo misma son cada vez más apasionadas: se embriaga en su aislamiento, se siente diferente, superior, excepcional; se promete que el futuro será una revancha contra la mediocridad de su vida presente. De esta existencia estrecha y mezquina se evade gracias a los sueños. Siempre le gustó soñar, así que se abandona más que nunca a esta inclinación; oculta bajo clichés poéticos el universo que la intimida, nimba el sexo masculino de claro de luna, de nubes rosadas, de noche aterciopelada; convierte su cuerpo en un templo de mármol, de jaspe, de nácar; se cuenta estúpidas historias maravillosas. Al no tener dominio sobre el mundo, se hunde muy frecuentemente en la necedad; si tuviera que actuar, tendría que ver con más claridad, pero puede seguir esperando en medio de la niebla. Eljoven también sueña: sobre todo sueña aventuras en las que desempeña un papel activo. La muchacha prefiere a la aventura lo maravilloso; extiende sobre las cosas y las personas una difusa luz mágica. La idea de magia es la de una fuerza pasiva; porque está condenada a la pasividad, y sin embargo desea el poder, la adolescente tiene que creer en la magia: la de su cuerpo que reducirá a los hombres bajo su yugo, la del destino en general, que la colmará sin que tenga nada que hacer. En cuanto al mundo real, trata de olvidarlo. «Algunas veces, en la escuela, me escapo, no sé cómo, del tema que explicany salgo volando por el país de los sueños...», escribe una jovencita3. «Me siento tan atrapada por deliciosas quimeras que pierdo completamente la noción de la realidad. Estoy clavada en mi banco y cuando me despierto, me quedo atónita por encontrarme entre cuatro paredes.» «Prefiero soñarahacerversos», escribe otra, «inventarenmi cabezabonitos cuentos sinpiesni cabeza, ounaleyendamirando las montañas a la luz de las estrellas. Es mucho más bonito, porque es más vagoy dejauna impresión de reposo, de frescor.» La fantasía puede tomar una forma mórbida e invadir toda la existencia como en el caso siguiente4: 3 Citado por Marguerite Évard, La adolescente. 4 Tomado de Borel y Robin, Les Rêveries morbides. Citado por Minkowski, La esquizofrenia. 446 Mane B..., niña inteligente y soñadora, en el momento de lapubertad, que se manifiesta hacia los catorce años, tiene una crisis de excitación psíquica con delirios de grandeza. «Bruscamente, declara a sus padres que es la reina de España, adopta actitudes altivas, se envuelve en una cortina, ríe, canta, exige, ordena.» Durante dos años, este estado se repite durante su regla; luego, durante ocho años, llevauna vida normal, pero es muy soñadora, adora el lujo y dice frecuentemente con amargura: «Soy la hija de un empleado.» Hacia los veintitrés años, se vuelve apática, despreciativa con su entorno, manifiesta ideas ambiciosas; se desmejora hasta el punto de que la internan en Sainte-Anne, donde pasa ocho meses; vuelve con su familia donde, durante tres años, no se levanta de la cama, «desagradable, malvada, violenta, caprichosa, desocupada, haciendo llevar a todos los que la rodean una verdadera vida infernal». La devuelven a Sainte-Anne, de donde no sale más. Se queda en la cama y no se interesa por nada. En algunos periodos —que parecen coincidir con sus épocas menstruales— se levanta, se envuelve en las mantas, adoptaactitudes teatrales, poses, sonríe a los médicos o los mira irónicamente... Sus palabras manifiestan amenudo un cierto erotismo y su actitud altiva revela concepciones megalómanas. Se hunde cada vez más en la ensoñación, durante la cual pasan por su rostro sonrisas de satisfacción; ya no se asea en absoluto y mancha incluso la cama. «Luce adornos raros. Sin camisa, amenudo sin sábanas, envuelta en las mantas cuando no sale desnuda, su cabeza está engalanada con una diadema de papel deplata, sus brazos, sus muñecas, sus hombros, sus tobillos con cordones y cintas. Anillos del mismo tipo adornan sus dedos.» No obstante, a veces hace confidencias sobre su estado enormemente lúcidas. «Recuerdo la crisis que tuve antes. En el fondo, sabía que no era verdad. Era como un niño quejuega a las muñecas, y que sabe perfectamente que sumuñeca no estáviva, pero quiere convencerse de ello... Me peinaba, me embozaba. Me divertía, y poco apoco, como ami pesar, me quedé como encantada; era como vivir un sueño... Era como una actriz que representaba un papel. Estaba enun mundo imaginario. Vivíavarias vidasy en todas estas vidas, era elpersonajeprincipal... ¡Ah! Tuve tantas vidas diferentes... Una vez me casé con un norteamericano muy guapo que llevaba gafas de oro... Teníamos una casa inmensay cadauno nuestrahabitación. ¡Menudas fiestas daba!... Viví en tiempos del hombre de las cavernas... Llevé una vida agitada. No he contado todos los hombres con los que me acosté. Aquí estánunpoco atrasados. No entienden que mepasee desnuda con una pulsera de oro en los muslos. Antes tenía 447 amigos a los que amaba mucho. Se hacían fiestas en m i casa. Había flores, perfumes, pieles de armiño. M is amigos m e regalaban objetos artísticos, estatuas, coches... Cuando me envuel. vo desnuda en mis sábanas, me recuerda la vida de antes. Me adoraba en el espejo, como una artista... En el encantamiento, fui todo lo que quise. Incluso hice tonterías. He sido m orfinómana, cocainómana. He tenido amantes... Entraban en mi cuarto de noche. Venían de dos en dos. Traían peluqueros y mirábamos postales.» También está enamorada de uno de los médicos y declara ser su amante. Dice que tiene una hija de tres años. También tiene una de seis, m uy rica, que está de viaje. El padre es un hombre a la última. «Hay diez relatos similares. Cada uno es el de una existencia ficticia que vive en su imaginación.» Vemos que esta fantasía mórbida estaba básicamente destinada a saciar el narcisismo de la muchacha, que considera que no tiene una vida a su medida y teme afrontar la verdad de la existencia; Marie B... sólo lleva hasta el límite un proceso de compensación que es común a muchas adolescentes. No obstante, este culto solitario que se rinde no es suficiente para la muchacha. Para realizarse, necesita existir en una conciencia ajena. Busca ayuda a menudo en sus compañeras. Cuando era más joven, la amiga del alma le servía de apoyo para evadirse del círculo materno, para explorar el mundo y en particular el mundo sexual; ahora es aun tiempo un objeto que arranca a la adolescente de los límites de su yo y un testigo que la devuelve a ellos. Algunas muchachas exhiben unas a otras su desnudez, comparan sus pechos. Así ocurre en la escena de Jemes filies en uniforme que mostraba estos juegos osados de las internas; intercambian caricias difusas o precisas. Como indica Colette en Claudine en la escuela, y menos francamente Rosamond Lehmann en Dusty Answer, existen tendencias lesbianas en la mayorparte de las muchachas; estas tendencias se distinguen apenas de la delectación narcisista: lo que busca en la otra es la dulzura de su propia piel, el modelo de sus curvas; y a la inversa, en la adoración que se tiene a sí misma está implicado el culto a la feminidad en general. Sexualmente, el hombre es un sujeto; los hombres están normalmente separados por el deseo que los empuja hacia un objeto diferente de ellos; sin embargo, la mujer es objeto absoluto de deseo; por esta razón, en los liceos, las escuelas, los internados, los talleres, florecen tantas «amistades particulares»; algunas son pu­ 448 ramente espirituales, otras tienen una enorme carga física. En el primer caso, se trata sobre todo de abrirse el corazón entre amigas, de intercambiar confidencias; la prueba de confianza más apasionada es mostrar a la elegida el diario íntimo; a falta de relaciones sexuales, las amigas intercambian grandes manifestaciones de ternura y a menudo se dan una prueba indirecta de sus sentimientos: por ejemplo, Natacha se quema el brazo con una regla al rojo vivo para demostrar su amor por Sonia; sobre todo, se dan mil nombres cariñosos, intercambian cartas ardientes. Por ejemplo, tenemos lo que escribía Emilie Dickinson, joven puritana de Nueva Inglaterra: He pensado en ti todo el día y he soñado contigo toda la noche. Me paseaba contigo por el más maravilloso de los jardines y te ayudaba a cortar rosas, y mi cesto nunca estaba lleno. Y así todo el día, rezoporpasear contigo; y cuando se acercalanoche, soyfelizy cuento con impaciencia las horas que se interponen entre yo y la oscuridad y mis sueños y el cesto que nunca se llena... En su obra L’Ame de Vadolescente, Mendousse cita gran número de cartas similares: Querida Suzanne... Hubiera querido transcribir aquí algunos versículos del Cantar de los cantares: ¡qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres! Como la amada mística eras como larosa de Sarón, como los lirios del valle, como ella, has sidoparamí más queuna muchacha ordinaria; has sido símbolo, el símbolo de muchas cosas bellas y elevadas... y por ello, blanca Suzanne, te amo con un amor puro y desinteresado que tiene algo de religioso. Otra confiesa en un diario emociones menos elevadas: Estaba ahí, conmi cintura estrechadapor esta manitablanca, con mi mano sobre su hombro redondo, mi brazo sobre su brazo desnudo y tibio, acurrucada contra la suavidad de su seno, antemí suhermosaboca entreabierta sobre suspequeños dientes... Me estremecí y sentí que me ardía la cara5. 5 Citado también por Mendousse, L ’áme de Vadolescente. 449 En su libro La adolescente, Marguerite Évard ha recogido también gran número de efusiones íntimas: A mi hada bien amada, m i querida adorada. M i herm osa hada. ¡Oh! dime que m e amas todavía, dime que sigo siendo para ti la amiga más querida. Estoy triste, te amo tanto, oh mi L..., y no puedo hablarte, expresarte m i afecto lo suficiente; no hay palabras para describir mi amor. Idolatrar es decir poco para lo que yo siento; me parece que a veces mi corazón va a estallar. Ser amada por ti es demasiado herm oso, no m e lo puedo creer. Oh cariño mío, dime, ¿me amarás mucho tiempo?... etcétera. De estas ternuras exaltadas se pasa fácilmente a culpables amores juveniles; a veces una de las dos amigas domina a la otra y ejerce su poder con sadismo; sin embargo, con frecuencia son amores recíprocos sin humillación ni lucha; el placer dado y recibido es tan inocente como en los tiempos en que cada una se amaba solitariamente sin haberse desdoblado en pareja. Esta blancura misma es insípida; cuando la adolescente desea entrar en la vida, acceder al Otro, quiere resucitar en su provecho la magia de la mirada paterna, exige el amor y las caricias de una divinidad. Se dirigirá a una mujer menos extraña y temible que el varón, pero que participe en el prestigio viril: una mujer que tenga una profesión, que se gane la vida, que tenga una cierta superficie social será fácilmente tan fascinante como un hombre: son bien conocidos los «fuegos» que arden en el corazón de las colegialas por las profesoras. En Regimiento de mujeres, Clémence Dañe describe de forma casta pasiones de encendido ardor. A veces, la joven convierte a su amiga del alma en la confidente de su gran pasión; en algunos casos incluso la comparten y cada una trata de demostrar que la siente más vivamente. Así, una colegiala escribe a su compañera preferida: Estoy en la cama, acatarrada, no puedo dejar de pensar en MLle X.... N unca he amado a una m aestra hasta ese punto. Ya en prim er año la amaba mucho, pero ahora es un verdadero amor. Creo que soy más apasionada que tú. M e parece que la beso, casi m e desvanezco y me alegro de volver al colegio para ‘verla6. 6 Citado por Marguerite Évard, La adolescente. 450 Es más frecuente que se atreva a confesar sus sentimientos a su propio ídolo. Estoy, querida señorita, en un estado indescriptible respecto a usted... Cuando no la veo, lo daría todo en el mundo p or volverla a ver; pienso en usted en cada instante. Si la veo, se me llenan los ojos de lágrimas, tengo ganas de esconderme; soy tan pequeña, tan ignorante frente a usted. Cuando me h abla, m e siento azarada, conmovida, m e parece escuchar la dulce voz de un hada y un zumbido de cosas amables, imposibles de traducir; espío sus menores gestos, me pierdo en la conversación y farfullo cualquier tontería; M e dirá, querida señorita, que es confuso. Hay una cosa que veo clara, y es que la am o desde lo m ás profundo de mi alma7. La directora de una escuela profesional relata8: Recuerdo que en mi propia juventud nos disputábamos el papel en el que una de nuestras jóvenes profesoras traía la comida y que pagábam os los trozos hasta veinte peniques. Sus billetes de metro también eran objeto de nuestra m anía de co­ leccionistas. Ya que debe desempeñar un papel viril, es preferible que la mujer amada no esté casada: el matrimonio no siempre desanima a la joven enamorada, pero la molesta; odia que el objeto de su adoración aparezca como sometido al poder de un esposo o de un amante. A menudo, estas pasiones son secretas, o al menos se desarrollan en un plano puramente platónico; sin embargo, el paso a un erotismo concreto es mucho más fácil en este caso que si el objeto amado es de sexo masculino; aunque no haya tenido experiencias fáciles con amigas de su edad, el cuerpo femenino no da miedo a la joven; a menudo ha conocido con sus hermanas, con su madre, una intimidad en la que la ternura tenía un toque sutil de sensualidad, y cerca de la amada que admira el paso de la ternura al placer se realizará también de forma insensible. Cuando en Jemes filies en uniforme Dorothy Wieck besa en los labios a Herta Thill, este beso era maternal y sexual a un tiempo. Entre mujeres existe una complicidad que desarma el pudor; la excita­ 7míd■ 8 Liepmarai, Juventudy sexualidad. 451 ción que una despierta en la otra suele ser sin violencia; las caricias homosexuales no implican ni desfloración, ni penetración: sacian el erotismo clitoridiano de la infancia sin exigir nuevas e inquietantes metamorfosis. La joven puede hacer realidad su vocación de objeto pasivo sin sentirse profundamente alienada. Es lo que expresa Renée Vivien en estos versos en los que describe las relaciones de las «mujeres condenadas» y de sus amantes: Nuestros cuerpos son para su cuerpo un espejo fraternal Nuestros besos lunares tienen una suave palidez Nuestros dedos no marchitan el terciopelo de una m ejilla Y cuando la cintura se desanuda, podemos ser A un tiempo amantes y herm anase Y en éstos: Porque amamos la gracia y la delicadeza Y m i posesión no lastima tus senos... M i boca no podría morder ásperamente tu boca910. A través de la impropiedad poética de la palabra «senos» y «boca», lo que le promete claramente a su amiga es no violentarla. Si la adolescente dirige muchas veces su primer amor a una mujer mayor que ella y no a un hombre, es en parte por miedo a la violencia, a la violación. La mujer viril encama para ella el padre y la madre al mismo tiempo: del padre, tiene la autoridad, la transcendencia, es fuente y medida de los valores, emerge más allá del mundo tal cual es, es divina, pero no deja de ser mujer: si a la niña le han faltado demasiado las caricias maternas, o por el contrario, la madre la ha mimado demasiado, la adolescente sueña como sus hermanos con el calor del seno; en esta carne cercana a la suya encuentra con abandono la fusión inmediata con la vida que destruyó el destete; por esta mirada extraña que la envuelve supera la separación que la individualiza. Por supuesto, toda relación humana implica conflictos, todo amor implica celos. No obstante, muchas de las dificultades que se alzan entre la virgen y su primer amante quedan aquí allanadas. La experiencia homosexual puede tomar la forma de un verdadero amor; puede 9 L \Heure des mainsjointes. 10 Sillages. 452 aportar a la muchacha un equilibrio tan feliz que deseará peipetuarla, repetirla, que conservará de ella un recuerdo nostálgico; puede revelar o hacer nacer una vocación lesbiana11. En general, sólo representa una etapa: su facilidad misma la condena. En el amor que consagra a una mujer mayor, la muchacha busca supropio futuro: quiere identificarse con el ídolo; a menos de una superioridad excepcional, éste pronto perderá su aura; cuando se empieza a afirmar, la joven juzga, compara: la otra que ha elegido precisamente porque era cercana y no intimidaba no es lo bastante otra para imponerse durante mucho tiempo; los dioses masculinos están más sólidamente asentados porque su cielo está más lejano. Su curiosidad, su sensualidad incitan a la muchacha a desear abrazos más violentos. Muchas veces, para ella la aventura homosexual sólo es una transición, una iniciación, una espera; ha jugado al amor, los celos, la ira, el orgullo, la felicidad, la pena, con la idea más o menos confesa de imitar sin demasiado riesgo las aventuras con las que soñaba, pero que no se atrevía todavía, o no tenía la ocasión de vivir. Es para el hombre, lo sabe; y quiere un destino de mujer normal y completa. El hombre deslumbra y sin embargo da miedo. Para conciliar los sentimientos contradictorios que tiene respecto a él, disociará el varón que le da miedo y la divinidad radiante a la que adora piadosamente. Brusca, salvaje con sus compañeros masculinos, idolatra lejanos príncipes azules: artistas de cine cuya foto coloca encima de la cama, héroes difuntos o vivos pero en todo caso inaccesibles, desconocidos vistos por casualidad y que sabe que no volverá a ver. Estos amores no plantean ningún problema. Muchas veces se trata de un hombre lleno de prestigio social o intelectual, pero cuyo físico no puede suscitar ningún deseo: por ejemplo un profesor mayor un poco ridículo; estos hombres de edad avanzada emergen por encima del mundo en que está encerrada la adolescente, es posible destinarse a ellos en secreto, consagrarse como a un Dios: este don no tiene nada de humillante, se acepta libremente ya que no se desea su carne. La enamorada quimérica acepta incluso con gusto que el elegido tenga un aspecto humilde, que sea feo, un poco ridículo: le da seguridad. Finge deplorar los obstáculos que la separan de él, pero en realidad lo ha elegido precisamente porque no es posible ninguna relación real con él. Puede así convertir el amor en una experiencia abstracta, 11 Cfr. cap. IV de la primera parte de este volumen. 453 puramente subjetiva, que no atenta contra su integridad; su corazón late, conoce el dolor de la ausencia, las ansias de la presencia, el despecho, la esperanza, el rencor, el entusiasmo, pero en blanco; no compromete nada de ella misma. Es divertido comprobar que el ídolo elegido es más deslumbrante cuanto más lejos está: es útil que el profesor de piano que vemos todos los días sea ridículo y feo, pero en caso de encapricharse con un extranjero que se mueve en esferas inaccesibles, es preferible que sea guapo y masculino. Lo importante, es que de una u otra forma la cuestión sexual no se plantee. Estos amores de cabeza prolongan y confirman la actitud narcisista en la que el erotismo sólo aparece en su inmanencia, sin presencia real del Otro. Porque encuentra una coartada que le permite evitar experiencias concretas, la adolescente desarrolla con frecuencia una vida imaginaria de enorme intensidad. Opta por confundir sus fantasías con la realidad. Entre otros ejemplos, H. Deutsch12 relata uno muy significativo: el de una joven bonita y seductora que hubiera podido ser fácilmente cortejada y que rechazaba todo trato con jóvenes de su medio; no obstante en el secreto de su corazón había elegido a la edad de trece años rendir culto a un muchacho de diecisiete años, no muy agraciado, que nunca le había dirigido la palabra. Se procuró una foto suya, puso ella misma una dedicatoria y durante tres años llevó un diario en el que relataba sus experiencias imaginarias: intercambiaban besos, abrazos apasionados; había a veces entre ellos escenas de lágrimas de las que salía con los ojos realmente rojos e hinchados; luego se reconciliaban y él le mandaba flores, etc. Cuando un cambio de residencia la separó de él, le escribió cartas que nunca le envió, pero a las que respondía ella misma. Esta historia era evidentemente una defensa contra experiencias reales de las que tenía miedo. Este caso es casi patológico, pero ilustra con una lente de aumento un proceso que se da normalmente. Vemos en Marie Bashkirtseff un ejemplo fascinante de vida sentimental imaginaria. El duque de H..., de quien pretende estar enamorada, nunca le dirigió la palabra. Lo que desea en realidad es la exaltación de su yo, pero como es mujer, y sobre todo en aquella época y en la clase a la que pertenece, no podía obtener el éxito mediante una existen­ 12 La psicología de la mujer. 454 cia autónoma. A la edad de dieciocho años, anota lúcidamente: «Escribo a C... que quisiera ser un hombre. Sé que podría llegar a ser alguien, pero ¿a dónde voy a ir con estas faldas? El matrimonio es la única carrera de las mujeres: los hombres tienen un montón de oportunidades, la mujer sólo tiene una: el cero, como en la banca.» Necesita, pues, el amor de un hombre, pero para que sea capaz de conferirle un valor soberano, debe ser ella misma conciencia soberana. «Nunca podría gustarme un hombre por debajo de mi posición —escribe—. Un hombre rico, independiente, tiene en su interior orgullo y un cierto aire de seguridad. La seguridad es la antesala de la victoria. Me gusta en H... este aire caprichoso, fatuo y cruel: tiene algo de Nerón.» Y también: «Esta aniquilación de la mujer ante la superioridad del hombre amado debe ser el mayor gozo para el amor propio que puede vivir una mujer superior.» Así el narcisismo conduce al masoquismo: esta unión se encontraba ya en la niña que soñaba con Barbazul, en Griselda, en las santas mártires. El yo está formado como para el otro, por el otro: cuanto más poderoso es el otro, más riquezas y poderes tiene el yo; al cautivar a su amo, envuelve en ella todas las virtudes que éste posee. Si la amara Nerón, Marie Bashkirtseffsería Nerón; aniquilarse ante el otro es hacer realidad el otro a un tiempo en sí y para sí; en realidad, este sueño de nada es una orgullosa voluntad de ser. De hecho, Marie Bashkirtseffnunca ha conocido a un hombre lo bastante soberbio para aceptar alienarse a través de él. Una cosa es arrodillarse ante un dios que forja uno mismo y que permanece a distancia, y otra muy distinta abandonarse a un varón de carne y hueso. Muchasjovencitas se obstinan durante mucho tiempo persiguiendo su sueño a través del mundo real: buscan un hombre que les parezca superior a todos los demás por su posición, su mérito, su inteligencia; quieren que sea mayor que ellas, que se haya ganado un lugar al sol, que goce de autoridad y prestigio: la fortuna, la celebridad las fascinan; el elegido aparece como el sujeto absoluto que por su amor les comunicará su esplendor y su necesidad. Su superioridad idealiza el amor que le tiene la muchacha: no desea darse a él porque sea varón, sino porque es ese ser de elite. «Quisiera gigantes y sólo encuentro hombres», me decía hace tiempo una amiga. En nombre de estas elevadas exigencias, lajoven desdeña a sus pretendientes demasiado cotidianos y elude los problemas de la sexualidad. También busca en sus sueños, sin riesgo, una imagen de ella misma que la fascina como imagen, aunque no acepte del todo adap- 455 tarse a ella. Por ejemplo, Marie Le Hardouin13relata que le gustaba verse como una víctima totalmente consagrada a un hombre, aunque en realidad era autoritaria. Por una especie de pudor, nunca pude expresar en la realidad estas tendencias ocultas de mi naturaleza que tanto viví en sueños. Tal y como he aprendido a conocerme, en realidad soy autoritaria, violenta, en el fondo incapaz de doblegarme. Siempre obedeciendo a un deseo de anularme, me im aginaba a veces que era una mujer admirable, que sólo vive por el amor y enamorada hasta la imbecilidad de un hombre cuyas menores voluntades m e esforzaba en adivinar. N os debatíamos en el seno de una espantosa vida de necesidades. Él se m ataba a trabajar y volvía por la noche pálido y cansado. Yo m e dejaba los ojos tras una ventana sin luz remendando su ropa. En una estrecha cocina llena de humo, le preparaba algunos platos miserables. La enfermedad amenazaba de m uerte constantemente a nuestro único hijo. N o obstante, una sonrisa crucificada de suavidad palpitaba siempre en mis labios y siempre se veía en m is ojos la expresión insoportable de valor silencioso que nunca pude aguantar sin aversión en la realidad. Además de todos estos regodeos narcisistas, algunas jóvenes sienten más concretamente la necesidad de una guía, de un amo. En el momento en que escapan al control de sus padres, no saben qué hacer con una autonomía a la que no están acostumbradas; sólo saben darle un uso negativo; caen en el capricho y la extravagancia; desean desprenderse de nuevo de su libertad. La historia de la muchacha caprichosa, orgullosa, rebelde, insoportable, que se hace domar amorosamente por un hombre razonable, es un tópico de la literatura barata y del cine: es un cliché que halaga tanto a los hombres como a las mujeres. Es la historia que relata entre otras Mme de Ségur en Quel amour d'enfant! Gisèle, siendo niña, decepcionada por un padre demasiado indulgente, se ata a una tía severa; dejovencita, cae bajo la ascendencia de un hombre gruñón, Julien, que le canta duramente las verdades, que la humilla, que trata de reformarla; se casa con un rico duque sin carácter, con el cual es muy desgraciada, y encuentra por fin la alegría y la sabiduría cuando, al quedarse viuda, acepta el amor exigente de su mentor. En Aquellas mujercitas, de Louisa Alcott, la inde- 13 La Voile noire. 456 pendiente Joe empieza a prendarse de su futuro marido cuando le reprocha severamente una tontería que ha cometido; también la regaña, y ella se precipita a disculparse, a someterse. A pesar del orgullo tenso de la mujer norteamericana, las películas de Hollywood nos han presentado cien veces niñas malas domadas por la sana brutalidad de un enamorado o de un marido: un par de bofetadas, incluso una azotaina aparecen como sistemas seguros de seducción. En la realidad, el paso del amor ideal al amor sexual no es sencillo. Muchas mujeres evitan cuidadosamente acercarse al objeto de su pasión por miedo más o menos asumido a una decepción. Si el héroe, el gigante, el semidiós responde al amor que inspira y lo transforma en una experiencia real, la muchacha se azara; su ídolo se ha convertido en un hombre del que se aparta, descorazonada. Hay adolescentes coquetas que hacen todo lo posible por seducir a un hombre que les parece «interesante» o «fascinante», pero que paradójicamente se irritan si manifiesta a cambio un sentimiento demasiado vivo; les gustaba porque parecía inaccesible; enamorado, se trivializa: «Es un hombre como los demás.» La muchacha le reprocha que baje de su pedestal; es un pretexto para rechazar los contactos físicos que atemorizan su sensibilidad virginal. Si la muchacha cede a su «Ideal», permanece insensible en sus brazos y «en algunos casos —dice Stekel14— jóvenes exaltadas se suicidan tras este tipo de escenas, en las que todo el edificio de la fantasía amorosa se viene abajo porque el Ideal se revela bajo el aspecto de un “animal brutal”». Por la misma búsqueda de lo imposible, la jovencita se enamora a veces de un hombre que empieza a hacer la corte a una de sus amigas, o frecuentemente elige un hombre casado. Le suelen fascinar los donjuanes; sueña con someter y atar a este seductor que ninguna mujer puede retener, acaricia la esperanza de reformarlo, pero en realidad sabe que fracasará en su empresa, y es una de las razones de su elección. Algunas chicas resultan totalmente incapaces de conocer un amor real y completo. Toda su vida buscarán un ideal imposible de alcanzar. Se trata de un conflicto entre el narcisismo de la joven y las experiencias a las que la destina su sexualidad. La mujer sólo se acepta como inesencial con la condición de acabar siendo esencial al cabo de su abdicación. Al convertirse en objeto, pasa a ser 14 La mujerjrígida. 457 un ídolo en el que se reconoce orgullosamente, pero rechaza la dialéctica implacable que la obliga a volver a ser inesencial. Quiere ser un tesoro fascinante, no una cosa que se toma. Le gusta aparecer como un fetiche maravilloso cargado de efluvios mágicos, no considerarse una carne que se deja ver, palpar, magullar; de la misma forma, el hombre busca a la mujer como presa, pero huye de la ogresa Deméter. Orgullosa de captar el interés masculino, la admiración, lo que la subleva es ser captada a su vez. Con la pubertad, ha aprendido la vergüenza, y la vergüenza sigue mezclada con su coquetería y su vanidad; las miradas de los varones la halagan y la hieren a la vez; sólo quisiera ser vista en la medida en que se muestra: los ojos son siempre demasiado penetrantes. Es la explicación de las incoherencias que desconciertan a los hombres: muestra el escote, las piernas, y cuando la miran se ruboriza, se irrita. Se entretiene provocando al hombre, pero si se da cuenta de que ha suscitado deseo en él retrocede con repugnancia: el deseo masculino es una ofensa y también un homenaje; en la medida en que se siente responsable de su encanto, en que le parece ejercerlo libremente, está encantada con sus victorias, pero en cuanto sus rasgos, sus formas, su carne, son entregados y sufridos, los quiere hurtar a esta libertad ajena e indiscreta que los desea. Es el sentido profundo de este pudor originario, que interfiere de forma desconcertante con las coqueterías más osadas. Una niña puede tener audacias asombrosas, porque no percibe que sus iniciativas la revelan en su pasividad; en cuanto se da cuenta, se azara y se molesta. No hay nada más equívoco que una mirada; existe a distancia, y por esta distancia parece respetuosa, pero se apodera subrepticiamente de la imagen percibida. La mujer en cierne se debate en estas trampas. Empieza a abandonarse, pero de repente se tensa y mata en ella el deseo. En su cuerpo todavía inseguro, la caricia se vive alternativamente como un placer tierno y como un cosquilleo desagradable; un beso empieza a conmoverla, y de repente le da risa; cada transigencia va seguida de una rebeldía; se deja besar y luego se limpia la boca con afectación; está sonriente y tierna y sin transición irónica y hostil; hace promesas y deliberadamente las olvida. Así es Mathilde de la Mole seducida por la belleza y las raras cualidades de Julien, deseosa de alcanzar a través de su amor un destino excepcional, pero negándose arisca a que la dominen sus propios sentidos y los de una conciencia extranjera; pasa del servilismo a la arrogancia, de la súplica al desprecio; todo lo que 458 da, lo hace pagar a continuación. Ésta es también la «Monique» cuyo retrato trazó Marcel Arland, que confunde la excitación y el pecado, para quien el amor es una abdicación vergonzosa, cuya sangre arde, pero que detesta este ardor y que sólo se somete en­ cabritándose. Al exhibir una naturaleza infantil y perversa, la «ñuta verde» se defiende del hombre. Se ha descrito frecuentemente a lajovencita con esta imagen mitad salvaje, mitad formal. Colette, entre otros, la pintó así en Claudine en la escuela y también en El trigo verde [Le ble en herbe] , con los rasgos de la seductora Vinca. Tiene un interés ardiente por el mundo que está frente a ella y sobre el que reina en soberana, pero también curiosidad, un deseo sensual y fantasioso del hombre. Vinca se araña con las zarzas, pesca quisquillas, se sube a los árboles, y no obstante, se estremece cuando su compañero Phil le toca la mano; conoce la embriaguez en la que el cuerpo se hace carne y que es la primera revelación de la mujer como tal; turbada, empieza a querer ser bonita; a ratos se maquilla, se viste de organdí vaporoso, se divierte siendo coqueta y seductora; pero como también quiere existir para sí y no sólo para el otro, en otros momentos se planta vestidos viejos sin gracia, pantalones poco apropiados; toda una parte de ella misma condena la coquetería y la considera como una rendición, por lo que se esmera en dejarse los dedos manchados de tinta, aparecer despeinada, hecha un adefesio. Estas rebeliones le dan una cortedad que vive con despecho: se irrita, se ruboriza, multiplica su torpeza y reniega de estas tentativas abortadas de seducción. En esta fase, la joven ya no quiere ser una niña, pero no acepta convertirse en adulta, se reprocha alternativamente su puerilidad y su resignación de hembra. Su actitud es de constante re­ chazo. Es el rasgo que caracteriza a la joven y nos da la clave de la mayor parte de sus conductas; no acepta el destino que la naturaleza y la sociedad le han asignado, y no obstante, no lo repudia firmemente: en su interior está demasiado dividida para entrar en liza con el mundo; se limita a huir de la realidad o a cuestionarla simbólicamente. Cada uno de sus deseos lleva aparejada una angustia: está ávida por entrar en posesión de su futuro, pero teme romper con su pasado; desea «tener» un hombre, pero se resiste a ser su presa. Y detrás de cada temor se oculta un deseo: la violación le horroriza, pero aspira a la pasividad. Por todo ello, se ve abocada a la falta de autenticidad y a todas sus manipulaciones; 459 está predispuesta a todo tipo de obsesiones negativas que traducen la ambivalencia del deseo y de la ansiedad. Una de las formas de cuestionamiento más frecuentes en la adolescente es la burla. Estudiantes y modistillas «se parten de risa» contándose historias sentimentales o escabrosas, hablando de sus ligues, cruzándose con los hombres, viendo besarse a los enamorados; he conocido colegialas que deambulaban a propósito en el jardín de Luxemburgo por el paseo de los enamorados, para reírse un rato; otras frecuentaban los baños turcos para burlarse de las señoras gordas con vientres enormes y senos colgantes que allí encontraban; burlarse del cuerpo femenino, ridiculizar a los hombres, reírse del amor es una forma de rechazar la sexualidad: en estas risas hay, además de un desafío a los adultos, una forma de superar su propia incomodidad; juega con las imágenes y las palabras para matar su magia peligrosa: he visto alumnas de cuarto año reírse a carcajadas al ver en un texto latino la palabra fémur. Con más razón, si la niña se deja besar, toquetear, se tomará la revancha burlándose en las narices de su compañero, o con sus amigas. Recuerdo en un compartimento de ferrocarril, una noche, dos chicas que se hacían manosear por tumos por un viajante de comercio, encantado de la oportunidad; entre cada sesión, se reían histéricamente, volviendo, con una mezcla de sexualidad y de vergüenza, a las conductas de la edad ingrata. Además de las carcajadas, las jóvenes recurren al lenguaje: en la boca de algunas de ellas encontramos un vocabulario cuya grosería haría ruborizarse a sus hermanos; no les preocupa demasiado porque, sin duda, las expresiones que utilizan no evocan para ellas, por su semiignorancia, imágenes demasiado precisas; el objetivo es otro: si no impedir que se formen las imágenes, al menos desarmarlas; las historias groseras que las colegialas se cuentan unas a otras, están menos destinadas a saciar instintos sexuales que a negar la sexualidad; sólo la quieren considerar desde un punto de vista humorístico, como una operación mecánica y casi quirúrgica. Y como la risa, el uso de un lenguaje obsceno no es sólo una rebeldía, es también un desafío a los adultos, como un sacrilegio, una conducta deliberadamente perversa. Al rechazar la naturaleza y la sociedad, la joven provoca y desafía con multitud de singularidades. Se han observado con frecuencia en ella manías alimentarias: come minas de lápiz, sellos de lacre, trozos de madera, quisquillas vivas, traga aspirinas por docenas, incluso come moscas, arañas; conocí una, muy sensata por otra parte, que prepara­ 460 ba con café y vino blanco espantosas mixturas que se forzaba a beber; otras veces, comía terrones de azúcar mojados en vinagre; conocí otra que, al encontrar un gusano en la ensalada, se lo comió con decisión. Todos los niños tratan de experimentar el mundo con los ojos, las manos, y más íntimamente con la boca y el estómago, pero en la edad ingrata, la niña se complace muy especialmente explorando lo más indigesto, repugnante. Muchas veces, lo «asqueroso» la atrae. Una que era bonita, incluso coqueta, se mostraba realmente fascinada por todo lo que le parecía «sucio»: tocaba insectos, contemplaba sus compresas manchadas, chupaba la sangre de sus heridas. Jugar con cosas repugnantes es evidentemente una forma de superar la repulsión; este sentimiento tiene mucha importancia en el momento de la pubertad: la niña siente asco por su cuerpo demasiado camal, por la sangre menstrual, por las prácticas sexuales de los adultos, por el hombre al que está destinada; lo niega precisamente complaciéndose en la familiaridad de todo lo que la repugna. «Ya que tengo que sangrar todos los meses, demuestro bebiendo la sangre de mis heridas que mi sangre no me da miedo. Ya que me tengo que someter a una prueba ultrajante, ¿por qué no comerme un gusano?» De forma mucho más clara, esta actitud se afirma en las automutilaciones tan frecuentes a esta edad. La muchacha se corta el muslo con una cuchilla, se quema con cigarros, se araña; para no ir a una fiesta aburrida, una amiga de mi juventud se clavó un hacha en el pie, hasta el punto de tener que guardar seis semanas de cama. Estas prácticas sadomasoquistas son a un tiempo anticipación de la experiencia sexual y rebelión contra ella; al soportar estas pruebas, trata de endurecerse contra cualquier prueba posible y hacerlas así todas anodinas, incluida la noche de bodas. Cuando coloca una babosa sobre su pecho, cuando se traga un tubo de aspirinas, cuando se hiere, lajoven desafía a su futuro amante: nunca me infligirás nada más odioso que lo que me inflijo a mí misma. Son iniciaciones oscuras y orgullosas a la aventura sexual. Destinada a ser una presa pasiva, reivindica su libertad hasta en el hecho de sufrir dolor y asco. Cuando se impone la mordedura del cuchillo, la quemadura de una brasa, protesta contra la penetración que la desflora, y protesta anulándola. Masoquista, ya que en sus conductas acepta el dolor, es sobre todo sádica: como sujeto autónomo, vapulea, hiere, tortura esta carne dependiente, esta carne condenada a la sumisión que detesta, sin querer no obstante apartarse de ella. Porque en todas estas coyunturas no opta por rechazar 461 auténticamente su destino. Las manías sadomasoquistas implican una falta de autenticidad fundamental: si la niña se entrega a ellas es porque acepta, a través de sus rechazos, su futuro de mujer; no mutilaría con odio su carne si no se reconociera ante todo como carne. Incluso sus explosiones de violencia se alzan sobre un fondo de resignación. Cuando el muchacho se rebela contra su padre, contra el mundo, se entrega a violencias eficaces; busca pelea a un compañero, lucha, se afirma como sujeto a puñetazos: se impone al mundo, lo supera. Sin embargo, afirmarse, imponerse, está prohibido para la niña, y es precisamente lo que pone tanta rebeldía en su corazón: no espera ni cambiar el mundo ni emerger de él; se sabe, o al menos se cree, o quizá incluso se desea, atada de pies y manos: sólo puede destruir; en su rabia hay desesperación; en una velada irritante, rompe vasos, cristales, jarrones; no lo hace para cambiar su suerte, sólo es una protesta simbólica. A través de su impotencia presente, la joven se rebela contra su sumisión futura; sus vanas explosiones, en lugar de liberarla de sus vínculos, con frecuencia se limitan a estrecharlos. Las violencias contra ella misma o contra el universo que la rodea siempre tienen un carácter negativo: son más espectaculares que eficaces. El muchacho que escala las rocas, que pelea con los compañeros, considera el dolor físico, las heridas y los chichones como una consecuencia insignificante de las actividades positivas a las que se entrega; no las busca ni huye de ellas por ellas mismas (salvo en caso de complejo de inferioridad, que le deja en una posición similar a la de la mujer). La muchacha se contempla sufriendo, busca en su propio corazón un sabor a violencia y rebelión, en lugar de interesarse por sus resultados. Su perversidad viene de que está anclada en un universo infantil del que no quiere o no puede evadirse realmente; se debate en sujaula en lugar de tratar de salir; sus actitudes son negativas, reflexivas, simbólicas. Hay casos en los que esta perversidad adopta formas inquietantes. Un número importante de jóvenes vírgenes son cleptómanas; la cleptomanía es una «sublimación sexual» de naturaleza muy equívoca; la voluntad de infringir las leyes, de violar un tabú, el vértigo del acto prohibido y peligroso es con seguridad fundamental en la ladrona, pero tiene dos caras. Tomar objetos sin tener derecho a ello es afirmar con arrogancia la autonomía, es afirmarse como sujeto frente a las cosas robadas y a la sociedad que condena el robo, es rechazar el orden establecido y desafiar a sus guardianes; pero este desafío tiene una vertiente masoquista; la ladrona está fasci­ 462 nada por el riesgo corrido, por el abismo en el que se hundirá si la descubren; el peligro de ser descubierta es lo que da al hecho de robar una atracción tan voluptuosa; entonces, bajo las miradas llenas de reprobación, bajo la mano posada en su hombro, se realizará totalmente y sin recurso como objeto. Tomar sin ser tomada, con la angustia de convertirse en presa, es eljuego peligroso de la sexualidad femenina adolescente. Todas las conductas perversas y delictivas que encontramos en las jóvenes tienen el mismo significado. Algunas se especializan en enviar cartas anónimas, otras se entretienen en engañar a los que la rodean: una niña de catorce años había convencido a todo un pueblo de que una casa estaba poblada de fantasmas. Disfrutan del ejercicio clandestino de su poder, de su desobediencia, de su desafío a la sociedad, y del riesgo de ser desenmascaradas; es un elemento tan importante de su placer que a menudo se desenmascaran ellas mismas; incluso se acusan a veces de faltas o delitos que no han cometido. No es infrecuente que la negativa a convertirse en objeto las lleve a reconstruirse como un objeto: se trata de un proceso común a todas las obsesiones negativas. En una parálisis histérica, el enfermo teme la parálisis y al mismo tiempo la desea y la realiza: sólo se cura dejando de pensar en ello; lo mismo ocurre con los fíes psicasténicos. La profundidad de su mala fe es lo que asimila a lajoven a estos tipos de neuróticos: manías, fíes, conjuros, perversidades, encontramos en ella muchos síntomas neuróticos a causa de esta ambivalencia del deseo y de la angustia que hemos señalado. Son bastante frecuentes, por ejemplo, las «escapadas»; se marcha al azar, deambulando lejos de la casa paterna, y al cabo de dos o tres días vuelve por su propio pie. No se trata de una verdadera fuga, de un acto real de ruptura con la familia; suele ser una simulación de evasión y frecuentemente la muchacha se siente totalmente desconcertada si se le propone que se aparte definitivamente de su entorno: quiere y no quiere alejarse de él. La fuga está ligada con frecuencia a fantasías de prostitución: la muchacha sueña que es una prostituta, actúa como ellas de forma más o menos tímida; se maquilla de forma llamativa, se asoma a la ventana y guiña el ojo a los que pasan; en algunos casos, se va de casa y lleva las cosas tan lejos que la farsa se confunde con la realidad. Estas conductas traducen frecuentemente una repugnancia frente al deseo sexual, un sentimiento de culpabilidad: ya que tengo estos pensamientos, estos apetitos, no valgo más que una prostituta, soy una de ellas, piensa la joven. A veces, trata de liberarse: va­ 463 mos a terminar, lleguemos al final, se dice; quiere demostrar que la sexualidad tiene poca importancia entregándose al primero que llega. Al mismo tiempo, esta actitud suele manifestar hostilidad respecto a la madre, bien porque a la niña le espante su austera virtud, o porque piense que tiene costumbres ligeras; o también expresa su odio al padre que se ha mostrado demasiado indiferente. De todas formas, en esta obsesión —como en las fantasías de embarazo de las que ya hemos hablado y que se le asocian a menudo— encontramos la amalgama inquietante de rebeldía y complicidad que caracteriza a los vértigos psicasténicos. Es notable que en todas estas conductas la joven no trate de superar el orden natural y social, no pretenda hacer retroceder los limites de lo posible ni operar una transmutación de valores; se contenta con manifestar su rebeldía en el seno de un mundo establecido, en el que se preservan las costumbres y las leyes; es la actitud que se suele definir como «demoniaca» y que implica una trampa fundamental: se reconoce el bien para mejor escarnecerlo, se afirma la regla para poderla violar, se respeta lo sagrado para que sea posible perpetrar sacrilegios. La actitud de la joven se define básicamente por el hecho de que, en las tinieblas angustiosas de la mala fe, rechaza al aceptarlos el mundo y su propio destino. No obstante, no se limita a cuestionar negativamente la situación que se le impone; trata así de compensar sus insuficiencias. Si el futuro le da miedo, el presente tampoco la satisface; duda en convertirse en mujer; le molesta seguir siendo niña; ya ha abandonado su pasado, pero no ha entrado en un nuevo camino. Se ocupa, pero no hace nada: porque no hace nada, no tiene nada, no es nada. Con estas farsas y engaños trata de colmar el vacío. Se le suele reprochar que sea retorcida, mentirosa, que cree problemas. El hecho es que está condenada al secreto y a la mentira. A los dieciséis años, una mujer ya ha pasado por pruebas temibles: pubertad, regla, despertar de la sexualidad, primeros trastornos, primeras fiebres, miedo, asco, experiencias turbias; ha encebado todas estas cosas en su corazón; ha aprendido a guardar cuidadosamente sus secretos. El mero hecho de tener que ocultar sus compresas, su regla, la entrena a la mentira. En el cuento Old Mortality_;C. A. Porter15cuenta que las jóvenes del Sur de los Estados Unidos, hacia 1900, se ponían enfermas tragando mezclas 15 Se refiere en realidad a K[atherine] A[nne] Porter. [N. de la T.] 464 de sal y limón para detener la regla cuando iban al baile: tenían miedo de que losjóvenes reconocieran su estado por las ojeras, el contacto de sus manos, el olor quizá, y esta idea las trastornaba. Es difícil parecer un ídolo, un hada, una princesa lejana cuando entre las piernas se siente un lienzo lleno de sangre; en general, cuando se conoce la miseria originaria de ser un cuerpo. El pudor, que es una negativa espontánea de dejarse percibir como carne, roza la hipocresía. Sobre todo, la adolescente está condenada a la mentira de tener que fingir ser objeto, y un objeto prestigioso, cuando se vive como existencia incierta, dispersa, y cuando conoce sus propias taras. Maquillaje, postizos, corsés, sostenes «reforzados» son mentiras; el rostro mismo se transforma en máscara: se buscan en él con arte expresiones espontáneas, se finge una pasividad fascinada; no hay nada más chocante que descubrir de repente en el ejercicio de la función femenina una fisonomía cuyo aspecto familiar se conoce; reniega de su trascendencia e imita la inmanencia; la mirada ya no percibe, refleja; el cuerpo no vive, espera; todos los gestos y las sonrisas remiten unos a otros; desarmada, vacante, la joven no es más que una flor disponible, una ftuta madura. El hombre fomenta estos engaños pidiendo ser engañado, para después irritarse y acusar, pero para la niña sin artificios sólo hay indiferencia e incluso hostilidad. Él sólo se siente seducido por la que le tiende trampas; mientras se ofrece, ella acecha su presa; su pasividad está al servicio de una empresa, convierte su debilidad en instrumento de su fuerza; ya que le está prohibido atacar de frente, se ve reducida a las maniobras y los cálculos; su interés es parecer gratuitamente disponible; se le reprocha que sea pérfida y traidora: es verdad. Pero también es verdad que está obligada a ofrecer al hombre el mito de su sumisión, dado que él exige dominar. ¿Podemos exigir que anule sus reivindicaciones más esenciales? Su aceptación no puede menos de estar pervertida desde un principio. Por otra parte, si hace trampas no es por astucia consciente. Como todos los caminos le están cerrados, como no puede hacer, tiene que ser, sobre su cabeza pesa una maldición. Siendo niña, jugaba a ser una bailarina, una santa; más tarde, juega a ser ella misma: ¿qué es en realidad la verdad? En el terreno en el que está encerrada, es una palabra que no tiene sentido. La verdad es la realidad desvelada y el descubrimiento se realiza mediante actos, pero lo suyo no es la acción. Los cuentos que se cuenta sobre ella misma —y que muchas veces cuenta a los demás— representan mejor para ella las posi­ 465 bilidades que siente en su interior que un relato sobrio de su vida cotidiana. No tiene medios para conocerse y se consuela con mentiras; presenta un personaje al que trata de dar importancia; trata de singularizarse con extravagancias porque no le está permitido individualizarse en actividades definidas. Sabe que no tiene responsabilidad, pues resulta insignificante en este mundo de hombres: como no tiene nada serio que hacer, inventa cosas. La Electra de Giraudoux es una mujer que inventa cuentos porque sólo Orestes está en condiciones de matar realmente, con una verdadera espada. Como la niña, lajoven se agota en escenas y cóleras, se pone enferma, presenta trastornos histéricos con el fin de llamar la atención y de ser alguien que cuente. Con el fin de contarpara algo, interviene en el destino ajeno; valen todas las armas; vende secretos, los inventa, traiciona, calumnia; necesita tragedias a su alrededor para sentirse viva, pues no encuentra ninguna ayuda en su vida misma. Por la misma razón es caprichosa; las fantasías que creamos, las imágenes con las que nos entretenemos son contradictorias; sólo la acción unifica la diversidad del tiempo. La joven no tiene voluntad real, sino deseos, y salta de uno a otro con incoherencia. Lo que hace a veces peligrosas sus inconsecuencias es que en cada momento, como sólo se compromete en sueños, se compromete en su totalidad. Se sitúa en un plano de intransigencia, de exigencia; siente un afán por lo definitivo y lo absoluto: como no dispone del futuro, quiere alcanzar la eternidad. «Nunca me rendiré. Siempre lo querré todo. Necesito preferir mi vida para aceptarla», escribe Marie Lenéru. A estas frases responde la Antígona de Anouilh: «Lo quiero todo ahora.» Este imperialismo infantil sólo se puede encontrar en un individuo que sueña con su destino: el sueño puede abolir el tiempo y los obstáculos, tiene que intensificarse para compensar su falta de realidad; cualquiera que tenga verdaderos proyectos conoce una finitud que es la garantía de su poder concreto. La joven quiere recibirlo todo porque no hay nada que dependa de ella. Así adquiere frente a los adultos, y frente al hombre en particular, su carácter de «enfant terrible». No admite las limitaciones que impone a un individuo su inserción en el mundo real; su reto es superarlas. Por ejemplo, Hilde16 espera que Solness le dé un reino: no es ella quien lo tiene que conquistar, por lo que lo quiere sin límites; exi­ 16 Cfir. Ibsen, Solness el constructor. 466 ge que construya la torre más alta que se haya construido nunca y que «suba tan alto como construya»: él no se atreve a trepar, le da miedo el vértigo; ella, que se queda en tierra mirando, niega la contingencia y la debilidad humana, no acepta que la realidad imponga un límite a sus sueños de grandeza. Los adultos siempre parecen mezquinos y prudentes para quien no retrocede ante ningún riesgo porque no tiene nada que arriesgar; al permitirse en sueños las audacias más extraordinarias, los provoca para que se pongan a su nivel en la realidad. Como no tiene ocasión de ponerse a prueba, se engalana con las virtudes más asombrosas sin temer un desaire. No obstante, de esta falta de control nace su incertidumbre; sueña que es infinita; pero también está alienada en el personaje que ofrece a la admiración ajena, pues depende de estas conciencias extranjeras: está en peligro en este doble que identifica con ella, pero cuya presencia sufre pasivamente. Por esta razón es susceptible y vanidosa. La menor crítica, una burla, la cuestionan de forma total. Su valor no viene de su propio esfuerzo, sino de una aprobación caprichosa, que no se define por actividades singulares, sino por la voz general del renombre; parece pues cuantitativamente mensurable; el precio de una mercancía disminuye cuando se vuelve demasiado corriente; lajoven sólo es rara, excepcional, notable, extraordinaria si ninguna otra lo es. Sus compañeras son rivales, enemigas; trata de depreciarlas, de negarlas; es celosa y malévola. Vemos que todos los defectos que se reprochan a la adolescente no hacen más que expresar su situación. Es una situación penosa saberse pasiva y dependiente en la edad de la esperanza y la ambición, en la edad en que se exalta la voluntad de vivir y de ocupar un lugar en la tierra; en esta edad conquistadora, la mujer aprende que ninguna conquista le está permitida, que debe negarse, que su futuro depende del capricho de los hombres. En el plano social y en el plano sexual, las nuevas aspiraciones que se despiertan en ella están condenadas a permanecer insatisfechas; todos sus impulsos de orden vital o espiritual están cercenados de entrada. Es comprensible que le cueste restablecer su equilibrio. Su humor inestable, sus lágrimas, sus crisis nerviosas no son tanto la consecuencia de una fragilidad psicológica como el signo de su profunda inadaptación. No obstante, esta situación de la que lajoven huye por mil caminos falsos, también la puede asumir en la autenticidad. Irrita 467 con sus defectos, pero a veces asombra por cualidades singulares. Unos y otras tienen el mismo origen. De su rechazo al mundo, de su espera inquieta, de su nada, puede nacer un trampolín que la haga emerger en su soledad y su libertad. Lajoven es secreta, atormentada, presa de difíciles conflictos. Esta complejidad la enriquece; su vida interior se desarrolla más profundamente que la de sus hermanos; está más atenta a los movimientos de su corazón, que se vuelven así más matizados, más diversos; tiene más sentido psicológico que los chicos, que se consagran a objetivos exteriores. Es capaz de dar peso a estas rebeldías que la enfrentan con el mundo. Evita las trampas de la seriedad y del conformismo. Las mentiras concertadas de su entorno la encuentran irónica y clarividente. Vive día a día la ambigüedad de su condición: más allá de las protestas estériles, puede tener el valor de cuestionar el optimismo establecido, los valores aceptados, la moral hipócrita y reconfortante. Tal es el ejemplo conmovedor que da, en El molinojunto al Floss, esta Maggie en la que George Eliot ha encamado las dudas y las valientes rebeliones de la juventud contra la Inglaterra victoriana; los personajes masculinos —en particular Tom, el hermano de Maggie— reafirman obstinadamente los principios aceptados, convierten la moral en unas reglas formales; Maggie trata de introducir en ellas un soplo de vida, las trastoca, llega al fondo de su soledad y emerge como una libertad pura más allá del universo esclerótico de los varones. De esta libertad, la adolescente sólo puede hacer un uso negativo, pero su disponibilidad puede generar una preciosa facultad de receptividad; se mostrará entonces abnegada, atenta, comprensiva, amante. Esta generosidad dócil distingue a los personajes femeninos de Rosamond Lehmann. En Imitación al vals vemos a Olivia, todavía tímida y torpe, apenas coqueta, escrutar con una curiosidad emocionada este mundo en el que entrará mañana. Escucha con todo su corazón a los bailarines que se sucedenjunto a ella, se esfuerza por contestarles de acuerdo con sus deseos, se convierte en eco, vibra, acoge todo lo que se le ofrece. La protagonista de DustyAnswer, Judy, tiene la misma calidad conmovedora. No reniega de los placeres de la infancia; le gusta bañarse desnuda, por la noche, en el río que pasa por el jardín; le gusta la naturaleza, los libros, la belleza, la vida; no se rinde un culto narcisista; sin mentiras, sin egoísmo, no busca a través de los hombres una exaltación de su yo: su amor es don. Se lo consagra a 468 cualquier ser que la seduce, hombre o mujer, Jennifer o Rody. Se entrega sin perderse, lleva una vida de estudiante independiente, tiene su mundo propio, sus proyectos. Lo que la diferencia de un chico es su actitud de espera, su tierna docilidad. De forma sutil, a pesar de todo está destinada al Otro: el Otro tiene a sus ojos una dimensión maravillosa, hasta el punto de que está enamorada al mismo tiempo de todos los jóvenes de la familia vecina, de su casa, de su hermana, de su universo; si Jennifer la fascina, no es como compañera, sino como Alteridad. Y ella fascina a Rody y a sus primos por su predisposición para adaptarse a ellos, para modelarse ante sus deseos; es paciencia, dulzura, aceptación y sufrimiento silencioso. Diferente, pero cautivadora también por su forma de acoger en su corazón a los que quiere, nos aparece en La ninfa constante [The Constant Nymph] de Margaret Kennedy, Tessa, espontánea a la par que salvaje y entregada. Se niega a renunciar a nada de sí misma: adornos, maquillajes, disfraces, hipocresía, gracias aprendidas, prudencia y sumisión de hembra le repugnan; desea ser amada, pero no bajo una máscara; se pliega a los humores de Lewis, pero sin servilismo; le comprende, vibra al unísono con él, pero si discuten, Lewis sabe que no podrá someterla con caricias; mientras Florence, autoritaria y vanidosa, se deja vencer por los besos, Tessa hace realidad el prodigio de seguir siendo libre en su amor, lo que le permite amar sin hostilidad ni orgullo. Su naturaleza tiene todas las seducciones del artificio; para gustar, no se mutila jamás, no se disminuye o se petrifica como objeto. Rodeada de artistas que han comprometido toda su existencia en la creación musical, no siente en ella este demonio devorador, pero se consagra toda entera a amarlos, a comprenderlos, a ayudarlos; lo hace sin esfuerzo, con su generosidad tierna y espontánea, por lo que sigue siendo totalmente autónoma en los momentos mismos en que se olvida de ella en favor de los demás. Gracias a esta autenticidad pura, se libra de los conflictos de la adolescencia; puede sufrir la dureza del mundo, pero no está dividida en su interior; es armoniosa, como una niña despreocupada y como una mujer muy sensata. La joven sensible y generosa, receptiva y ardiente, está dispuesta a convertirse en una gran enamorada. Cuando no encuentra el amor, a veces encuentra la poesía. Porque no actúa, mira, siente, registra; un color, una sonrisa encuentran en ella ecos profundos; ya que su destino está esparcido 469 fuera de ella, en las ciudades ya edificadas, en los rostros de hombres formados, toca, saborea de forma más apasionada y gratuita que el joven. Como está mal integrada en el universo humano, como le cuesta adaptarse, es como el niño capaz de verlo; en lugar de interesarse únicamente por su dominio sobre las cosas, se ocupa de su significado; capta sus perfiles singulares, sus metamorfosis imprevistas. Es raro que sienta en ella una audacia creadora y frecuentemente le faltan las técnicas que le permitirían expresarse, pero en sus conversaciones, sus cartas, sus ensayos literarios, sus bocetos, puede manifestar una sensibilidad original. La joven se lanza ardientemente hacia las cosas porque no está mutilada todavía de su trascendencia; el hecho de que no realice nada, de que no sea nada, hará su impulso más apasionado: vacía e ilimitada, lo que tratará de alcanzar en el seno de su nada es el Todo. Por esta razón consagra un amor singular a la Naturaleza: le rinde un culto mayor que el del muchacho. Indómita, inhumana, la Naturaleza resume con toda su evidencia la totalidad de lo que es. La adolescente no ha hecho suya ninguna parcela del universo: gracias a esta indigencia, su reino lo abarca en su totalidad; cuando toma posesión de él, también toma orgullosamente posesión de ella misma. Colette17nos ha relatado con frecuencia estas orgíasjuveniles: Amaba yatanto el alba, que mi madre me la daba como recompensa. Conseguía que me despertara a las tres y media y me iba, conun cestovacío en cada brazo, hacia tierras de huerta que serefugiaban en elpliegue estrecho delrío, hacia las fresas, la grosella negra y la uva espina. A las tres y media todo dormía en un azul primordial, húmedo y confuso, y cuando bajaba por el camino de arena la niebla sujeta por su propio peso bañaba primero mis piernas, luego mi pequeño torso bien torneado, llegando a mis labios, mis orejas y las aletas de mi nariz, más sensibles que todo el resto de mi cuerpo... Sobre este camino, a esta hora, tomaba conciencia de mi precio, de un estado de gracia inefable y de connivencia con el primer aliento arribado, el primer pájaro, el sol todavía oval, deformado por su eclosión... Volvía cuando tocaban para la primera misa. Pero no antes de haber comido hasta hartarme en los bosques, de haber recorrido un gran circuito de perro que caza solo y de haberprobado el agua de dos manantiales perdidos que reverenciaba... 17 Sido. 470 Mary Webb nos describe también, en The House in Dormer Forest, las ardientes alegrías que puede conocer una muchacha en la intimidad de un paisaje familiar: Cuando la atmósfera de la casa se volvía demasiado tormentosa, los nervios de Ambre se tensaban hasta romperse. Entonces se marchaba hasta el bosque por las alturas. Le parecía entonces que, mientras que las gentes de Dormer vivían bajo la fémla de la ley, el bosque sólo vivía de impulsos. A fuerza de despertarse a la belleza de la naturaleza, llegó a tener una percepción particular de la belleza. Se puso a ver analogías; la naturaleza no era ya un ensamblaje fortuito de pequeños detalles, sino una armonía, un poema austero y majestuoso. La belleza reinaba aquí, chispeaba una luz y no era la misma que la de la flor o la estrella... Un ligero temblor, misterioso y cautivador, parecía correr como la luz a través de todo el bosque... las salidas de Ambre por este mundo de verdor tenían algo de un rito religioso. Una mañana en la que todo estaba tranquilo, subió al Vergel de los Pájaros. Es lo que solía hacer antes de que comenzara lajomada de irritaciones mezquinas... se sentía reconfortada con la absurda inconsecuencia del mundo de los pájaros. Llegó por fin al bosque alto y enseguida se vio enfrentada a la belleza. Literalmente, había allí para ella, en estas conversaciones con la naturaleza, algo parecido a una batalla, algo del ánimo que se expresó así: «No te dejaré marchar hasta que me hayas bendecido...» Mientras se apoyaba en el tronco de un manzano silvestre, de repente tomó conciencia por una especie de oído interior de la circulación de la savia, tan viva y fuerte que la imaginaba rugiente como la marea. Luego un soplo de viento pasó bajo las copas floridas de los árboles y se despertó de nuevo a la realidad de los sonidos, a los discursos extraños de las hojas... Cada pétalo, cada hoja le parecía canturrear una música que también recordaba las profundidades de las que había salido. Cada una de estas flores dulcemente abombada le parecía llena de ecos demasiado graves para su fragilidad... Desde la cima de las colinas llegó un soplo de aire perfumado que se deslizó entre las ramas. Las cosas que tenían una forma y que conocían la mortalidad de las formas se estremecieron ante esta cosa que pasaba, sin forma e inefable. A causa de ella, el bosque ya no era una simple agrupación, sino un conjunto glorioso como una constelación... Seposeía a sí misma en una existencia continua e inmutable. Era esta lo que atraía a Ambre, llena de una curiosidad que la dejaba sin aliento, hacia estos lugares habitados por la naturaleza. Era lo que la inmovilizaba ahora en un éxtasis singular. 471 Mujeres tan diferentes como Emily Bronté y Anna de Noailles conocieron en su juventud —y prolongaron después durante toda su vida— fervores similares. Los textos que he citado muestran claramente la ayuda que encuentra la adolescente en los campos y en los bosques. En la casa paterna reinan la madre, las leyes, la costumbre, la rutina; ella se quiere apartar de este pasado; quiere ser a su vez un sujeto soberano, pero socialmente sólo accede a su vida adulta convirtiéndose en mujer; paga su liberación con una abdicación; sin embargo, entre las plantas y los animales es un ser humano; queda liberada al mismo tiempo de su familia y de los varones, es sujeto, libertad. Encuentra en el secreto de los bosques una imagen de la soledad de su alma y en los amplios horizontes la imagen sensible de la trascendencia, ella es esa landa ilimitada, esa cima lanzada hacia el cielo; esas rutas que salen con rumbo desconocido, las puede seguir, las seguirá; sentada en la cima de la colina, domina todas las riquezas del mundo depositadas a sus pies, a su disposición; a través de las palpitaciones del agua, el temblor de la luz, presiente alegrías, lágrimas, éxtasis que aún ignora; lo que le prometen las ondas del estanque, las manchas de sol, son las aventuras de su propio corazón. Aromas, colores, hablan un leguaje misterioso, en el que se destaca con evidencia triunfante la palabra «vida». La existencia no es sólo un destino abstracto que se inscribe en los registros municipales, es futuro y riqueza camal. Tener un cuerpo no parece ya una tara vergonzosa; en estos deseos que bajo la mirada materna el adolescente repudia, reconoce la savia que circula por los árboles; ya no está maldita, reivindica fieramente su parentesco con las hojas y las flores; estruja una corola, sabe que una presa viva un día llenará sus manos vacías. La carne ya no es una deshonra, es alegría y belleza. Confundida con el cielo y las landas, la joven es el soplo indiferenciado que anima y abarca el universo, y es cada brizna de brezo; individuo arraigado en el suelo y conciencia infinita, es a un tiempo espíritu y vida; su presencia es imperiosa y triunfante como la de la tierra misma. Más allá de la Naturaleza, a veces busca una realidad más lejana y más deslumbrante todavía; está dispuesta a perderse en éxtasis místicos; en las épocas de fe, gran número de almas femeninas pedían a Dios que colmara el vacío de su ser; la vocación de Catalina de Siena o de Teresa de Ávila se desarrolló a edades to­ 472 davía tempranas18. Juana de Arco era una jovencita. En otros tiempos, la humanidad aparecía como el objetivo supremo; entonces el impulso místico se concentraba en proyectos definidos; sin embargo, también unjoven deseo de absoluto hizo nacer en Mme. Roland, en Rosa Luxemburg la llama que alimentó sus vidas. En su servidumbre, en su desnudez, en el fondo de su rechazo, la joven puede encontrar las mayores audacias. Encuentra la poesía; encuentra también el heroísmo. Una de las formas de asumir el hecho de que está mal integrada en la sociedad es superar sus horizontes limitados. La riqueza y la fuerza de su naturaleza, circunstancias afortunadas, han permitido a algunas mujeres perpetuar en su vida de adultas los proyectos apasionados de la adolescencia. Se trata, no obstante, de excepciones. No es casual que George Eliot haga morir a Maggie Tulliver, y Margaret Kennedy a Tessa. Las hermanas Bronté conocieron un destino muy duro. La joven es patética, porque se alza, débil y sola, contra el mundo; pero el mundo es demasiado fuerte; se empeña en rechazarlo, se quiebra. Belle de Zuylen, que deslumbraba a toda Europa por la fuerza cáustica y la originalidad de su espíritu, aterrorizaba a todos sus pretendientes: su rechazo de cualquier concesión la condenó durante muchos años a un celibato que le pesaba, ya que declaraba que la expresión «virgen y mártir» es un pleonasmo. Esta obstinación es rara. En la inmensa mayoría de los casos, la joven se da cuenta de que el combate es demasiado desigual y acaba cediendo. «Todas moriréis a los quince años», escribe Diderot a Sophie Volland. Cuando el combate sólo ha sido —como suele pasar— una rebeldía simbólica, la derrota es segura. Exigente en sueños, llena de esperanza pero pasiva, la jovencita hace sonreír con un poco de lástima a los adultos; la condenan a la resignación. Efectivamente, la niña rebelde y barroca que fue aparece dos años más tarde sensata, dispuesta a aceptar su destino de mujer. Es la suerte que Colette predice a Vinca; así es como aparecen las protagonistas de las primeras novelas de Mauriac. La crisis de la adolescencia es como un «trabajo», similar a lo que el doctor Lagache llama «el trabajo del duelo». La joven entierra lentamente su infancia, el indivi- 18 Volveremos más adelante sobre las características singulares de la mística femenina. 473 duo autónomo e imperioso que fue; entra con sumisión en la existencia adulta. Por supuesto, no es posible establecer categorías muy definidas basándose únicamente en la edad. Hay mujeres que siguen siendo infantiles toda la vida; las conductas que hemos descrito se perpetúan a veces hasta una edad avanzada. No obstante, en el conjunto, existe una gran diferencia entre la mocosa de quince años y una «jovencita». Esta última está adaptada a la realidad; ya no funciona en un plano imaginario; está menos dividida en su interior que antes. Marie Bashkirtseff escribe hacia los dieciocho años: Cuanto más avanzo hacia la vejez de mi juventud, más me lleno de indiferencia. Pocas cosas me agitany antes todo me agitaba. Irène Reweliotty observa: Para ser aceptadapor los hombres, hay que pensar y actuar como ellos, porque si no te tratan como una oveja descarriada y la soledad se convierte entu destino. Yo, ahora, yaheprobado la soledady quieromultitudes, ni siquieraami alrededor, sino conmigo... Vivir ahora, y no existir y esperar y soñar y contármelo todo a mí misma con laboca cerraday el cuerpo inmóvil. Y más adelante: A fuerza de ser halagada, cortejada, etc., me vuelvo terriblemente ambiciosa. Yano se trata de la felicidad estremecida, maravillada de mis quince años. Es como una embriaguez fría y dura tomarme larevancha sobrela vida, subir. Coqueteo,juego a amar. No amo... Gano en inteligencia, en sangre fría, en habitual lucidez. Pierdo mi corazón. Es como una ruptura... En dos meses he dejado mi infancia. Más o menos lo mismo encontramos en las confidencias de una muchacha de dieciocho años19: ¡Ah! ¡Qué conflicto tenía antes entre una mentalidad que parecía incompatible con el siglo y las llamadas del propio siglo! Ahora tengo una impresión de paz. Cada nueva gran idea 19 Citado por Debesse, La crisis de originalidadjuvenil 474 que penetra en mí, en lugar de provocar una agitación penosa, una destrucción y una reconstrucción incesantes, viene para adaptarse maravillosamente a lo que ya está en mí... Ahora paso de forma insensible de los pensamientos teóricos a la vida corriente sin solución de continuidad. La jovencita —a menos que sea especialmente poco agraciada— acaba aceptando su feminidad; con frecuencia está feliz de gozar gratuitamente de los placeres, de los triunfos que obtiene antes de instalarse definitivamente en su destino; como todavía no le pesa la exigencia de ningún deber, irresponsable, disponible, el presente no le parece ni vacío ni decepcionante, pues sólo es una etapa; el aspecto personal y el coqueteo tienen todavía la ligereza de un juego y sus sueños de futuro le ocultan su futilidad. Así es como V Woolfdescribe las impresiones de unajoven coqueta durante una velada: Me siento reluciente en la oscuridad. Mis piernas sedosas se frotan suavemente una contra otra. Las piedras frías de un collar descansan sobre mi escote. Estoy engalanada, estoypreparada... Mis cabellos tienen la curva adecuada. Mis labios son tan rojos como yo los deseo. Estoy dispuesta a sumarme a estos hombres y mujeres que suben la escalera. Son mis pares. Paso ante ellos, expuesta a sus miradas, como ellos lo están a las mías... En esta atmósfera de perfumes, de luces, me esponjo como un helécho que despliega sus hojas rizadas... Siento mil posibilidades nacer en mí. Soy alternativamente traviesa, alegre, lánguida, melancólica. Ondulo sobre mis profundas raíces. Inclinada a la derecha, totalmente dorada, digo a este joven: «Acércate...» Se acerca. Viene hacia mí. Es el momento más excitante que he conocido en mi vida. Me estremezco, ondulo... ¿No somos un encanto, así sentados, yo vestida de raso y él todo de blanco y negro? Mis pares ahora me pueden mirar fijamente, todos ellos, hombres y mujeres. Os devuelvo la mirada. Soy uno de los vuestros. Estoy aquí en mi universo... La puerta se abre. La puerta se abre sin cesar. La próxima vez que se abra, quizá haga que cambie toda mi vida... La puerta se abre. «Oh, acércate», le digo al joven inclinándome hacia él como una gran flor dorada. «Acércate», le digo, y viene hacia mí20. 20Lasólas. 475 Cuanto más madura la joven, más le pesa la autoridad materna. Si lleva en la casa una vida doméstica, sufre de no ser más que una ayudante, quisiera consagrar su trabajo a su propio hogar, a sus propios hijos. A menudo, la rivalidad con su madre se exacerba: en particular, una hija mayor se irrita si nacen hermanos pequeños; considera que su madre «ha tenido su momento» y ahora le toca a ella engendrar y reinar. Si trabaja fuera de la casa, lo pasa mal cuando vuelve y la siguen tratando como un simple miembro de la familia y no como un individuo autónomo. Menos fantasiosa que antes, empieza a pensar mucho más en el matrimonio que en el amor. Su fiituro esposo ya no lleva una aureola prestigiosa; lo que desea es tener en el mundo una posición estable, empezar a llevar su vida de mujer. Virginia Woolf describe así las fantasías de una campesina joven y rica: Pronto, a la hora cálida del mediodía, cuando las abejas zumbanalrededordelamadreselva, mi amado llegará. Sólopronunciará una palabra y sólo le responderé con una palabra. Le entregarétodo lo queha crecido enmí. Tendréhijos, tendré criadas con delantales y obreros con horcas. Tendré una cocina a la que traerán en cestos corderos enfermos para que se calienten, en la que colgarán de las vigasjamones y en la que relucirán las ristras de cebollas. Seré comomi madre, silenciosa, cubiertacon un delantal azul y con la llave de los armarios en la mano21. Un sueño similar habita a la pobre Prue Sam22: Pensaba que no casarse nunca era una suerte espantosa. Todas las chicas se casan. Cuando una chica se casa, tiene un hogar y quizá una lámpara que alumbra de noche, cuando vuelve su hombre; si sólo tiene velas, es igual, porque las puede poner cerca de la ventana, y entonces él se dice: «Mi mujer estáahí, ha encendidolasvelas.»Y otrodíala señoraBeguildyle hace una cuna de mimbre; y otro día dentro hay un bebé hermoso y serio, y se mandan invitaciones para el bautizo; y los vecinos acuden alrededor de la madre como las abejas alrededor de su reina. Cuando las cosas no iban bien, me decía muchas veces: «¡No pasa nada, Prue Sam! Un día serás reina en tu propia colmena.» 21 Ibid. 22 Mary Webb, Precious Bane. 476 Para la mayor parte de las chicas mayores, tengan una vida laboriosa o frívola, confinadas en el hogar paterno o parcialmente evadidas de él, la conquista de un marido —o también un amante serio— se convierte en una empresa cada vez más urgente. Este deseo suele ser nefasto para las amistades femeninas. La «amiga del alma» pierde su lugar privilegiado. En sus compañeras, lajoven ve más que cómplices, rivales. Conocí una muchacha, inteligente y dotada, pero que había decidido considerarse una «princesa altiva»: así es como se describía en los poemas y los ensayos literarios; confesaba sinceramente que no sentía ninguna simpatía por sus compañeras de infancia: las feas y estúpidas le disgustaban; las seductoras le daban miedo. La espera impaciente del hombre, que suele implicar maniobras, trucos y humillaciones, cierra el horizonte de lajoven; se vuelve egoísta y dura. Si el Príncipe Azul tarda en aparecer, llegan el hastío y la acritud. El carácter y las conductas de la joven son el reflejo de su situación: cuando ésta se modifique, la imagen de la adolescente aparecerá también como diferente. Ahora ya le resulta posible tomar su destino en sus manos, en lugar de ponerlo en las del hombre. Si se consagra a estudios, deportes, un aprendizaje profesional, una actividad social y política, se libera de la obsesión del hombre, está mucho menos preocupada por sus conflictos sentimentales y sexuales. No obstante, tiene muchas más dificultades que el muchacho para realizarse como un individuo autónomo. Ya he dicho que ni su familia ni las costumbres favorecían su esfuerzo. Además, aunque opte por la independencia, no dejará de guardar un lugar en su vida para el hombre, el amor. Muchas veces tendrá miedo de entregarse por entero a una empresa, renunciando a su destino de mujer. Este sentimiento no se confiesa, pero está ahí, pervierte las voluntades decididas, marca los límites. En todo caso, la mujer que trabaja quiere conciliar su éxito con triunfos puramente femeninos; no necesitará consagrar demasiado tiempo a su arreglo personal, a su belleza, pero lo más grave es que sus intereses vitales están divididos. Al margen de los programas, el estudiante se entretiene a veces con juegos gratuitos de pensamiento de los que nacen sus mejores hallazgos; las ensoñaciones de la mujer están orientadas de forma muy diferente: pensará en su apariencia física, en el hombre, en el amor; sólo concederá a sus estudios, a su carrera lo estrictamente necesario, cuando en estos terrenos nada es más necesario que lo superfluo. No se trata de una debilidad mental, de una impotencia para concen­ 477 trarse, sino de intereses divididos que se concilian difícilmente. Se forma un círculo vicioso: la gente se extraña de la facilidad con que una mujer puede abandonar música, estudios, oficio, cuando encuentra un marido; es porque estaba demasiado poco implicada en sus proyectos para encontrar gran beneficio en su realización. Todo concurre a frenar su ambición personal, y sin embargo, una enorme presión social la invita a encontrar en el matrimonio una posición social, una justificación. Es natural que no trate de crearse por ella misma un lugar en el mundo, o que sólo lo haga tímidamente. Mientras no se haga realidad una perfecta igualdad económica en la sociedad, y mientras las costumbres permitan a la mujer disfrutar como esposa y amante de los privilegios que corresponden a algunos hombres, el sueño de un éxito pasivo se mantendrá, frenando su propia realización. No obstante, independientemente de la forma en que la muchacha aborde su existencia adulta, su aprendizaje no ha terminado todavía. Por lentas graduaciones o brutalmente, tendrá que vivir su iniciación sexual. Hay muchachas que se niegan a ello. Si incidentes sexualmente difíciles han marcado su infancia, si una educación desacertada ha hecho arraigar lentamente en ellas el horror de la sexualidad, sentirán frente al hombre toda su repugnancia de muchacha púber. En algunos casos, las circunstancias conducen, a su pesar, a algunas mujeres a una virginidad prolongada. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos, la joven se enfrenta, a una edad más o menos avanzada, con su destino sexual. La forma en que lo haga tiene evidentemente una relación estrecha con su pasado. Además, hay aquí también una experiencia nueva que se presenta en circunstancias imprevistas y ante la que reacciona libremente. Esta nueva etapa es la que vamos a estudiar ahora. 478 C a p í t u l o III La iniciación sexual En cierto sentido, la iniciación sexual de la mujer, como la del hombre, empieza desde la más tierna infancia. Existe un aprendizaje teórico y práctico que continúa de forma constante desde las fases oral, anal, genital, hasta la edad adulta. Sin embargo, las experiencias eróticas de la muchacha no son una simple prolongación de sus actividades sexuales anteriores; suelen tener un carácter imprevisto y brutal; siempre constituyen un acontecimiento nuevo que crea una ruptura con el pasado. En el momento en que las vive, todos los problemas que se le plantean a la muchacha se encuentran concentrados en una forma urgente y aguda. En algunos casos, la crisis se resuelve con facilidad, pero existen coyunturas trágicas en las que sólo se resuelve con el suicidio o la locura. De todas formas, la mujer, por su forma de reaccionar, pone en juego gran parte de su destino. Todos los psiquiatras están de acuerdo en la enorme importancia que toman para ella sus inicios eróticos: tendrán una repercusión en toda su vida posterior. La situación es aquí profiindamente diferente para el hombre y la mujer, desde el punto de vista biológico, social y psicológico. Para el hombre, el paso de la sexualidad infantil a la madurez es relativamente sencillo: se da una objetivación del placer erótico, que en lugar de realizarse en su presencia inmanente se concentra en un ser trascendente. La erección es la expresión de esta necesidad; sexo, manos, boca, todo el cuerpo del hombre tiende hacia su compañera, pero él está en el corazón de esta actividad, como en general el sujeto frente a objetos que percibe y a instrumentos que 479 manipula; se proyecta hacia el otro sin perder su autonomía; la carne femenina es para él una presa y atrapa en ella las cualidades que su sensualidad exige de cualquier objeto; sin duda, no consigue apropiárselas, pero al menos las abraza; la caricia, el beso implican un fracaso parcial, pero este fracaso mismo es un estimulante y una alegría. El acto amoroso encuentra su unidad en su culminación natural, el orgasmo. El coito tiene unos fines psicológicos precisos; con la eyaculación, el varón se descarga de secreciones que le pesan; tras la actividad sexual obtiene una liberación total que se acompaña ciertamente de placer. Pero el placer no es el único fin; es muchas veces una decepción: la necesidad ha desaparecido en lugar de ser saciada. En todo caso, se ha consumado un acto definido y el hombre sale de él con su cuerpo íntegro: el servicio que ha prestado a la especie se ha confundido con su propio placer. El erotismo de la mujer es mucho más complejo y refleja la complejidad de la situación femenina. Hemos visto1que en lugar de integrarse en su vida individual, las fuerzas específicas de la mujer están dominadas por la especie, y los intereses de la especie se disocian de sus fines singulares; esta antinomia alcanza su paroxismo en la mujer; se expresa, entre otras cosas, por la oposición de dos órganos: el clítoris y la vagina. En la fase infantil, el primero es el centro del erotismo femenino; algunos psiquiatras sostienen que existe una sensibilidad vaginal en algunas niñas, pero es una opinión muy controvertida; en todo caso, sólo tiene una importancia secundaria. El sistema clitoridiano no se modifica en la edad adulta2y la mujer conserva toda su vida esta autonomía erótica; el espasmo clitoridiano es como el orgasmo masculino, una especie de detumescencia que se obtiene de forma prácticamente mecánica, pero que sólo está relacionada indirectamente con el coito normal, no desempeña ningún papel en la procreación. La mujer es penetrada y fecundada a través de la vagina, que sólo se convierte en un centro erótico gracias a la intervención del varón; esta intervención siempre es una especie de violación. Antiguamente, se arrancaba a la mujer de su universo infantil y se la lanzaba a su vida de esposa mediante un rapto real o simulado; una violencia transforma a la niña en mujer: se habla también de «arrebatan) su virginidad a una niña, de «tomar­ 1 Vol. I, primera parte, cap. I. 2 A menos que se practique la excisión que es regla entre algunos pueblos primitivos. 480 le» su flor. Esta desfloración no es la conclusión armoniosa de una evolución continua; es una ruptura abrupta con el pasado, el comienzo de un nuevo ciclo. El placer se alcanza entonces por contracciones de la superficie interna de la vagina. ¿Estas contracciones se resuelven por un orgasmo preciso y definitivo? Es un punto que se sigue discutiendo. Los datos de la anatomía son muy vagos. «La anatomía y la clínica demuestran ampliamente que la mayor parte del interior de la vagina no está inervada», dice entre otros el informe Kinsey. «Es posible proceder a numerosas operaciones quirúrgicas en el interior de la vagina sin recurrir a los anestésicos. Se ha demostrado que en el interior de la vagina los nervios están localizados en una zona situada en la pared interna, cerca de la base del clítoris.» No obstante, además de la estimulación de esta zona inervada, «la hembra puede tener conciencia de la intrusión de un objeto en la vagina, en particular si los músculos vaginales están contraídos, pero la satisfacción así obtenida se relaciona probablemente más con el tono muscular que con la estimulación erótica de los nervios». En cualquier caso, está íuera de dudas que el placer vaginal existe; y la masturbación vaginal —entre las mujeres adultas— parece más extendida de lo que dice Kinsey3. De lo que no cabe duda es de que la reacción vaginal es una reacción muy compleja, que podemos calificar de psicofisiológica, porque no sólo afecta al conjunto del sistema nervioso, sino que depende de toda la situación vivida por el sujeto: requiere un consentimiento profundo del individuo en su totalidad; el ciclo erótico nuevo que inaugura el primer coito exige para establecerse una especie de «montaje» del sistema nervioso, la elaboración de una forma que no se ha esbozado todavía y que debe envolver también el sistema clitoridiano; es algo que lleva tiempo y a veces nunca se consigue crear. Es notable que la 3 El uso del pene artificial se extiende sin interrupción desde nuestros días a la Antigüedad clásica, e incluso antes... Ésta es una lista de los objetos que se han encontrado en estos últimos años en las vaginas o las vejigas y que ha sido necesario extraer en una intervención quirúrgica: lápices, trozos de lacre, horquillas, bobinas, alfileres de hueso, tenacillas de rizar el pelo, agujas de coser y de hacer punto, estuches de ganchillos, compases, tapones de cristal, velas, tapones de corcho, cubiletes, tenedores, palillos de dientes, cepillos de dientes, tubos de pomada (en un caso, citado por Schroeder, el tubo contenía un escarabajo y por lo tanto era un sustituto del rinutama japonés), huevos de gallina, etc. Los objetos mayores se encontraron, como era de prever, en la vagina de mujeres casada (H. Éllis, Estudios de psicología sexual). 481 mujer pueda elegir entre dos ciclos, uno de los cuales perpetúa la independenciajuvenil, mientras que el otro la destina al hombre y al hijo. El acto sexual normal coloca a la mujer bajo la dependencia del varón y de la especie. Como en casi todos los animales, él asume el papel agresivo, mientras que ella sufre su asiduidad. Normalmente, siempre puede ser tomada por el hombre, mientras que él sólo puede tomar si está en estado de erección; salvo en caso de una rebelión tan profunda como el vaginismo, que sella a la mujer con más seguridad que el himen, el rechazo femenino siempre se puede superar; incluso el vaginismo deja al varón medios de saciarse en un cuerpo que su fuerza muscular le permite reducir a su merced. Ya que es objeto, su inercia no modifica profundamente su papel natural. Incluso muchos hombres no se preocupan por saber si la mujer que comparte su cama desea el coito o simplemente se somete a él. Es posible hasta acostarse con una muerta. Sin embargo, el coito no puede tener lugar sin el consentimiento del varón, y la satisfacción del varón es su término natural. La fecundación puede realizarse sin que la mujer experimente placer alguno. Por otra parte, la fecundación está lejos de representar para ella la culminación del proceso sexual; en ese momento empieza precisamente el servicio que exige de ella la especie; se realiza lentamente, penosamente, en el embarazo, el parto, la lactancia. El «destino anatómico» del hombre y de la mujer es, pues, profundamente diferente. Su situación moral y social no lo son menos. La civilización patriarcal ha condenado a la mujer a la castidad; se reconoce de forma más o menos abierta el derecho del varón a saciar sus deseos sexuales, mientras que la mujer está confinada en el matrimonio: para ella, el acto camal, si no está santificado por la ley, por el sacramento, es una falta, una caída, una derrota, una debilidad; debe defender su virtud, su honor; si «cede», si «cae», será despreciada; sin embargo, en la reprobación misma que se inflige a su vencedor, hay un componente de admiración. Desde las civilizaciones primitivas hasta nuestros días, siempre se ha admitido que el lecho era para la mujer un «servicio» que el varón le agradece con regalos o haciéndose cargo de su sostén, pero servir es aceptar un amo; en esta relación no hay ninguna reciprocidad. La estructura del matrimonio como la existencia de las prostitutas es pmeba de ello: la mujer se entrega, el hombre la remunera y la toma. Nada impide al varón dominar, tomar criaturas inferiores: siempre se han tolerado los amores ser­ 482 viles o ancillares, mientras que la burguesa que se entrega a un chófer, a un jardinero, queda socialmente degradada. En el sur de Estados Unidos, tan abiertamente racista, la costumbre siempre ha permitido a los hombres blancos acostarse con mujeres negras, antes de la Guerra de Secesión como en nuestros días, y usan este derecho con una arrogancia señorial; sin embargo, una blanca que se hubiera acostado con un negro en tiempos de la esclavitud hubiera sido ejecutada, y en nuestros días la lincharían. Para decir que se ha acostado con una mujer, el hombre dice que la ha «poseído», que la ha «conquistado»; a la inversa, para decir que se ha peijudicado a alguien se dice a veces groseramente que se le ha «jodido»; los griegos llamaban «partheno ademos», virgen insumisa, a la mujer que no había conocido varón; los romanos calificaban a Mesalina de «invicta» porque ninguno de sus amantes la había dado placer. Para el amante, el acto amoroso es conquista y victoria. Si en otro hombre la erección aparece a menudo como parodia ridicula del acto voluntario, cada cual la considera en su propio caso con cierta vanidad. El vocabulario erótico de los varones se inspira del vocabulario militar: el amante tiene la fogosidad de un soldado, su sexo se tensa como un arco, cuando eyacula es una «descarga», una ametralladora, un cañón; habla de ataque, de asalto, de victoria. En su celo hay como un regusto de heroísmo. «El acto generador que consiste en la ocupación de un ser por otro ser —escribe Benda4— impone, por una parte, la idea de un conquistador; por otra, la de cosa conquistada. Cuando hablan de relaciones amorosas, los más civilizados aluden a conquistas, ataques, asaltos, asedios y defensas, derrotas, capitulaciones, calcando claramente la idea de amor sobre la de guerra. Este acto, que supone la polución de un ser por otro, impone al polucionador un cierto orgullo y al polucionado, incluso consintiente, una cierta humillación.» Esta última frase introduce un nuevo mito: que el hombre inflige una mancilla a la mujer. En realidad, el esperma no es un excremento; se habla de «polución nocturna» porque se aparta de sus fines naturales; sin embargo, aunque el café puede manchar un vestido claro, no se declara que es una deyección y que mancha el estómago. Otros hombres sostienen, por el contrario, que la mujer es impura porque está «manchada de humores» y poluciona al varón. El hecho de ser el que poluciona 4 Le Rapport d ’Uriel. 483 sólo confiere en cualquier caso una superioridad muy equívoca. En realidad, la situación privilegiada del hombre viene de la integración de su papel biológicamente agresivo a su función social de jefe, de amo, a través de la cual las diferencias fisiológicas adquieren todo su sentido. Porque en el mundo el hombre es soberano, reivindica como signo de su soberanía la violencia de sus deseos; se dice de un hombre dotado de gran capacidad erótica que es fuerte, que es poderoso, epítetos que lo designan como una actividad y una trascendencia. Por el contrario, como la mujer sólo es un objeto, se dirá de ella que es fría o caliente, es decir, nunca podrá manifestar más que cualidades pasivas. El clima en el que se despierta la sexualidad femenina es muy diferente del que encuentra a su alrededor el adolescente. Por otra parte, en el momento en que la mujer se enfrenta con el varón por primera vez, su actitud erótica es muy compleja. No es verdad, como se suele decir, que la virgen no conozca el deseo y que el hombre despierte su sensualidad; esta leyenda manifiesta una vez más el deseo de dominio del hombre, que no quiere ver en su compañera ninguna autonomía, ni siquiera en el deseo que tenga de él; en realidad, también en el hombre, el contacto con la mujer suele despertar el deseo, y a la inversa, la mayor parte de las muchachas buscan febrilmente las caricias antes de que ninguna mano las haya tocado. «Mis caderas, que me daban antes un aspecto de muchacho, se redondearon, como todo mi ser, y sentía una inmensa impresión de espera, una llamada que crecía en mí y cuyo sentido estaba bastante claro: ya no podía dormir de noche, daba vueltas y me agitaba, febril y dolorida», dice Isadora Duncan en Mi vida. Una joven, que hace a Stekel una larga confesión, relata: Empecé a coquetear apasionadamente. Necesitaba algo que me «excitara los nervios» (sic). Bailarina apasionada, cerraba los ojos al bailar para abandonarme completamente a este placer... Bailando, expresaba como un exhibicionismo porque la sensualidad podía más que el pudor. Durante el primer año, bailé apasionadamente. Me gustaba dormir y dormía mucho y me masturbaba todos los días, a veces durante una hora... Me masturbaba a veces hasta que, bañada 484 en sudor, incapaz de continuar a causa del cansancio, me dormía... Estaba ardiente y hubiera aceptado a cualquiera que me hubiera querido calmar. No buscaba al individuo, sino al hombre5. Lo que vemos más bien es que los desórdenes vaginales no se traducen por una necesidad precisa: la virgen no sabe exactamente lo que quiere. En ella perdura el erotismo agresivo de la infancia; sus primeros impulsos han sido prensiles y todavía tiene el deseo de abrazar, de poseer; quiere que la presa que desea tenga unas cualidades que a través del gusto, el olfato, el tacto, se le han aparecido como valores; porque la sexualidad no es un terreno aislado, prolonga los sueños y las alegrías de la sensualidad; los niños y adolescentes de ambos sexos prefieren lo liso, lo cremoso, lo satinado, lo mullido, lo elástico, lo que cede a la presión sin hundirse y descomponerse, lo que se desliza bajo la mirada o bajo los dedos; como el hombre, la mujer busca la suavidad cálida de las dunas de arena que tanto se han comparado con senos, el roce de la seda, la ternura plumosa de un edredón, el terciopelo de una flor o de un fruto; y singularmente, lajoven busca los colores pálidos de los pasteles, los vapores del tul y la muselina. No aprecia las telas rugosas, la grava, la rocalla, los sabores ásperos, los olores ácidos; lo primero que ha amado y adorado, como sus hermanos, es la carne materna; en su narcisismo, en sus experiencias homosexuales difusas o precisas, se afirmaba como un sujeto y buscaba la posesión de un cuerpo femenino. Cuando se enfrenta al varón, tiene en la palma de sus manos, en sus labios, el deseo de acariciar activamente a una presa. Sin embargo, el hombre, con sus músculos duros, su piel áspera y a menudo velluda, su olor fuerte, sus rasgos groseros no le parece deseable. Le inspira incluso repulsión. Es lo que expresa Renée Vivien cuando escribe: Soymujer, no tengo derecho a la belleza ... Me habían condenado a la fealdad masculina Me habían prohibido tus cabellos, tus pupilas Porque tus cabellos son largos y llenos de aromas. Si la tendencia prensil, posesiva, es la más fuerte en la mujer, se orientará, como Renée Vivien, hacia la homosexualidad. O sólo 5 La mujerfrígida. 485 buscará varones que pueda tratar como mujeres: la protagonista de Monsieur Vénus, de Rachilde, se compra un joven amante que puede acariciar apasionadamente, pero por el que no se deja desflorar. Hay mujeres que prefieren acariciar a jóvenes de trece o catorce años, o incluso a niños, y rechazan al hombre hecho y derecho. Hemos visto que en la mayoría de las mujeres se ha desarrollado también desde la infancia una sexualidad pasiva: a la mujer le gusta ser abrazada, acariciada, y singularmente desde la pubertad desea convertirse en carne entre los brazos de un hombre; a él le suele corresponder el papel de sujeto; ella lo sabe; «Un hombre no necesita ser hermoso», le han repetido; no debe buscar en él las cualidades inertes de un objeto, sino la potencia y la fuerza viril. Así se descubre dividida en su interior: busca un abrazo robusto que la transforme en cosa estremecida, pero la rudeza y la fuerza son resistencias ingratas que la hieren. Su sensualidad está localizada a un tiempo en su piel y en su mano: las exigencias de la una se enfrentan en parte con las de la otra. Mientras le resulta posible, opta por un término medio; se entrega a un hombre viril, pero lo bastante joven y seductor como para ser un objeto deseable; en un bello adolescente podrá encontrar todo el atractivo que desea; en el Cantar de los cantares existe una simetría entre la delectación de la esposa y la del esposo; ella ve en él lo mismo que él busca en ella: la fauna y la flora terrestre, las piedras preciosas, los arroyos, las estrellas. Pero ella no tiene medios para tomar estos tesoros; su anatomía la condena a ser siempre inhábil e impotente como un eunuco: el deseo de posesión aborta a falta de órgano en el que encamarse. Además, el hombre rechaza el papel pasivo. Es muy frecuente que las circunstancias conduzcan a lajoven a convertirse en presa de un varón cuyas caricias le conmueven, pero que no le produce placer mirar ni acariciar a su vez. Nunca se dirá bastante que en la repugnancia que se mezcla con sus deseos no sólo hay miedo a la agresividad masculina, sino también un profundo sentimiento de frustración: deberá conquistar el placer contra el impulso espontáneo de la sensualidad, mientras que en el hombre la alegría de tocar, de mirar, se funde con el placer sexual propiamente dicho. Los elementos del erotismo pasivo también son ambiguos. No hay nada más turbio que un contacto. Muchos hombres que trituran sin problemas entre sus manos cualquier material detestan el roce de hierbas o animales; la fricción de la seda, el terciopelo, pueden hacer que la carne femenina se estremezca agradable­ 486 mente o se erice. Recuerdo una amiga de juventud que sólo de ver un melocotón se le ponía la carne de gallina; es fácil pasar de la turbación al cosquilleo, de la irritación al placer; los brazos que rodean un cuerpo pueden ser refugio y protección, pero también cárcel que ahoga. En la virgen, esta ambigüedad se perpetua a causa de su situación paradójica: el órgano final de su metamorfosis está sellado. La llamada incierta y ardiente de su carne se extiende por todo su cuerpo, salvo por el lugar mismo en el que debe realizarse el coito. Ningún órgano permite a la virgen saciar su erotismo activo; no tiene la experiencia vital de quien la condena a la pasividad. No obstante, esta pasividad no es pura inercia. Para que exista excitación en la mujer tienen que producirse en su organismo fenómenos positivos: inervación de las zonas erógenas, hinchazón de determinados tejidos eréctiles, secreciones, elevación de la temperatura, aceleración del pulso y de la respiración. El deseo y el placer sexual exigen de ella, como del varón, una implicación vital; el deseo femenino, además de receptivo, es en cierto sentido activo, se manifiesta por un aumento de tono nervioso y muscular. Las mujeres apáticas y lánguidas siempre son frías; la cuestión es saber si existe la frigidez constitucional, y con seguridad los factores psíquicos desempeñan un papel preponderante en las capacidades eróticas de la mujer; es evidente, no obstante, que las insuficiencias fisiológicas, una vitalidad más pobre, se manifiestan, entre otras cosas, en la indiferencia sexual. A la inversa, si la energía vital se emplea en actividades voluntarias, en deportes, por ejemplo, no se integra en las necesidades sexuales: las escandinavas son sanas, robustas y frías. Las mujeres «temperamentales» son las que conciban languidez y ardor, como las italianas y las españolas, es decir, aquelas cuya ardiente vitalidad es toda carne. Convertirse en objeto, hacerse pasiva es algo muy diferente de ser un objeto pasivo: una enamorada no es ni una dormida ni una muerta; en ella hay un impulso que sin cesar cae y sin cesar se renueva: el impulso caído crea la fascinación en la que se perpetúa el deseo. Sin embargo, el equilibrio entre el ardor y el abandono es fácil de destruir. El deseo masculino es tensión; puede invadir un cuerpo en el que nervios y músculos están tensos: las posturas, los gestos que exigen al organismo una participación voluntaria no lo contrarían y frecuentemente lo favorecen. Sin embargo, todo esfuerzo voluntario impide a la carne femenina «tomarse»; por esta razón, la mujer rechaza espontá­ 487 neamente6 las formas de coito que le exigen trabajo y tensión; cambios demasiado bruscos, demasiado numerosos de posición, exigencia de actividades conscientemente dirigidas —gestos o palabras— rompen el encanto. La violencia de las tendencias desatadas puede generar crispación, contracción, tensión: las mujeres arañan o muerden, el cuerpo se encabrita, dotado de una fuerza desacostumbrada; sin embargo, estos fenómenos sólo se producen cuando se ha alcanzado un cierto paroxismo, que sólo se alcanza cuando la ausencia de todo tipo de consigna —tanto física como moral— permite una concentración sexual de toda la energía vital. Por lo tanto, a lajoven no le basta dejarse hacer; dócil, lánguida, ausente, no satisface ni a su compañero ni a ella misma. Se le exige una participación activa en una aventura que ni su cuerpo virgen ni su conciencia cargada de tabúes, de prohibiciones, de exigencias, desean positivamente. En las condiciones que acabamos de describir, es fácil de entender que los comienzos eróticos de la mujer no sean fáciles. Hemos visto que es bastante frecuente que incidentes acaecidos en la infancia o en lajuventud hayan desarrollado en ella profundas resistencias; a veces se trata de resistencias insuperables; casi siempre, la joven trata de seguir adelante, pero entonces nacen en ella violentos conflictos. Una educación severa, el temor del pecado, el sentimiento de culpa respecto a la madre crean fuertes barreras. La virginidad adquiere un precio tan alto en muchos medios, que perderla fuera de un matrimonio legítimo parece un verdadero desastre. La joven que cede por dejarse llevar, por sorpresa, piensa que está deshonrada. La «noche de bodas» que entrega una virgen a un hombre que en general no ha elegido realmente y que pretende resumir en unas horas —o en unos instantes— toda la iniciación sexual tampoco es una experiencia fácil. En general, todos los «tránsitos» son angustiosos por su carácter definitivo, irreversible: convertirse en mujer es romper con el pasado, sin recurso; además, este tránsito es más dramático que ningún otro; no sólo crea una ruptura entre el ayer y el mañana; arranca a la joven del mundo imaginario en el que se desarrollaba una parte importante de su existencia y la arroja al mundo real. Por analogía con las corridas de toros, Michel Leiris llama al lecho nupcial «el momen- 6 Veremos más adelante que puede haber razones de orden psicológico que modifican su actitud inmediata. 488 to de la verdad»; para la virgen, esta expresión toma su sentido más pleno y más temible. Durante el periodo de noviazgo, de coqueteo, de cortejo, por muy rudimentario que haya sido, sigue viviendo en su universo habitual de ceremonia y de ensueño; el pretendiente habla un lenguaje romántico, o al menos cortés; todavía es posible hacer trampas. Y de repente, la miran unos ojos reales, la toman unas manos de verdad: la realidad implacable de estas miradas y estos abrazos la aterroriza. El destino anatómico y las costumbres confieren al hombre un papel de iniciador. Sin duda, la primera amante también inicia al hombre virgen, pero él posee una autonomía erótica que la erección manifiesta con claridad; su amante se limita a entregarle en su realidad el objeto que ya deseaba: un cuerpo de mujer. La joven necesita al hombre para que su propio cuerpo le sea revelado. Desde sus primeras experiencias, en el hombre ya suele haber actividad, decisión, bien porque paga a su compañera, o porque al menos someramente la corteja y la busca. Por el contrario, en la mayor parte de los casos, la joven es cortejada y buscada; aunque empiece ella provocando al hombre, él acaba haciéndose cargo de sus relaciones; en general es mayor, más experimentado, y se considera que tiene la responsabilidad de esta aventura nueva para ella; su deseo es más agresivo y más imperioso. Amante o marido, él la lleva al lecho donde sólo le queda abandonarse y obedecer. Aunque haya aceptado en su mente esta autoridad, en el momento en que la tiene que sufrir concretamente, la embarga el pánico. Para empezar, tiene miedo de esta mirada en la que se ahoga. Su pudor es en parte adquirido, pero tiene también raíces profundas; hombres y mujeres conocen la vergüenza de su carne; en su pura presencia inmóvil, su inmanencia injustificada, la carne existe bajo la mirada ajena como la absurda contingencia de la facticidad, y no obstante, es ella misma: se quiere impedir que exista para el otro; se la quiere negar. Hay hombres que no soportan mostrarse desnudos ante una mujer si no es en estado de erección; mediante la erección, la carne se convierte en actividad, fuerza, el sexo deja de ser un objeto inerte para ser, como la mano o el rostro, expresión imperiosa de una subjetividad. Es una de las razones por las cuales el pudor paraliza mucho menos a los jóvenes que a las mujeres; por su papel agresivo, están menos expuestos a ser mirados; si lo son, no temen demasiado que losjuzguen, porque su amante no exige de ellos cualidades inertes; sus complejos estarán más relacionados con su potencia amorosa y su ha­ 489 bilidad para dar placer; al menos pueden defenderse, tratar de ganar la partida. La mujer no tiene la oportunidad de transformar su carne en voluntad; cuando deja de hurtarla, la entrega sin defensa; aunque desee caricias, se rebela contra la idea de ser mirada y palpada; además, sus senos, sus nalgas, son proliferaciones especialmente camales; muchas mujeres adultas soportan difícilmente que las vean de espaldas, incluso cuando están vestidas; es fácil imaginar las resistencias que debe vencer una enamorada ingenua para aceptar mostrarse. Sin duda, una Friné no teme las miradas, se desnuda por el contrario con poderío: su belleza la viste. Sin embargo, aunque sea la igual de Friné, una joven nunca lo sabe con seguridad; no puede sentir orgullo arrogante por su cuerpo mientras la opinión masculina no haya confirmado sujoven vanidad. Y esto precisamente es lo que le da miedo; el amante es más temible todavía que una mirada: es un juez; la revelará a ella misma en su verdad; aunque esté enamorada con pasión de su imagen, cualquierjovencita, en el momento del veredicto masculino duda; por esta razón exige la oscuridad, se esconde entre las sábanas; cuando se contemplaba en el espejo, lo hacía en sueños: se soñaba a través de los ojos del hombre; ahora los ojos están presentes; es imposible hacer trampas; es imposible luchar: hay una libertad misteriosa que decide y esta decisión es inapelable. En la prueba real de la experiencia erótica, las obsesiones de la infancia y de la adolescencia se disiparán por fin o se confirmarán para siempre; muchas jóvenes deploran sus muslos rollizos, sus senos demasiado discretos o demasiado importantes, sus caderas estrechas, una verruga; o bien temen una malformación secreta. Todas las jóvenes llevan en su interior todo tipo de temores ridículos que apenas se atreven a confesar, dice Stekel7. Es increíble el número de chicas que sufren la obsesión de ser físicamente anormales y se atormentan en secreto porque no pueden tener la seguridad de tener una configuración normal. Por ejemplo, una muchachapensaba que su «abertura inferior» no estaba en su lugar. Creía que el comercio sexual se realizaba por el ombligo. Se sentía desgraciadaporque su ombligo estaba cerrado y no podíameter el dedo dentro. Otra se creíahermafrodita. Otra se creía anormal e incapaz de tener algún día relaciones sexuales. 7 La mujerfrígida. 490 Aunque no tengan estas obsesiones, les asusta la idea de que algunas regiones de su cuerpo, que no existían para ellas ni para nadie; que no existían en absoluto, emerjan repentinamente a la luz. Esta es la imagen desconocida que la joven debe asumir como suya. ¿Despertará repulsión? ¿Indiferencia? ¿Ironía? Sólo queda sufrir el veredicto masculino, la suerte está echada. Por esta razón, la actitud del hombre tendrá resonancias tan profundas. Su ardor, su ternura, pueden dar a la mujer una confianza en ella misma que resista a todos los desaires: hasta los ochenta años, se podrá creer una flor, un ave del paraíso que una noche hizo emerger el deseo del hombre. Por el contrario, si el amante o el marido son torpes, harán nacer en ella un complejo de inferioridad en el que anidarán a veces neurosis duraderas; y experimentará un resentimiento que se traducirá en una frigidez pertinaz. Stekel relata a este respecto ejemplos sorprendentes: Una mujer de treinta y seis años sufre desde hace catorce de dolores lumbares tan insoportables que debe quedarse en cama durante varias semanas... Sintió este dolor violento por primera vez durante su noche de bodas. Durante la desfloración, que fue excesivamente dolorosa, su marido gritó: «Me has engañado, no eres virgen...» El dolor es la fijación de esta escenapenosa. Esta enfermedad es el castigo almarido, que ha tenido que gastar sumas importantes para sus innumerables tratamientos... Estamujerpermaneció insensible durante la noche de bodas y lo siguió estando durante todo el tiempo que duró su matrimonio... La noche de bodas fue para ella un espantoso traumatismo que marcó toda su vida futura. Una mujerjoven me consulta por unos trastornos nerviosos y sobre todo por una frigidez absoluta... En la noche de bodas, su marido, al verla, exclamó: «¡Oh! ¡Qué piernas más cortas y gruesas!» Y luego intentó el coito que la dejó absolutamente insensible y que sólo le causó dolores... Ella sabía muy bien que la ofensa de la noche de bodas era la causa de su frigidez. Otramujer frígidarelata que durante sunoche de bodas, su marido la ofendió profundamente; al verla desnudarse dijo: «¡Qué flaca estás!» Luego, se decidió a acariciarla. Para ella, ese momento fue inolvidable y horrible. ¡Qué brutalidad! La señora Z. W.. también es completamente frígida. El gran trauma de la noche de bodas fue que su marido le dijo en el primer coito: «Tienes un agujero enorme, me has enga­ ñado.» 491 La mirada es peligro; las manos son otra amenaza. La mujer no suele tener acceso al universo de la violencia; nunca ha pasado la prueba que supera eljoven a través de las peleas de la infancia y de la adolescencia: ser una cosa de carne sobre la que otro tiene poder; y ahora se ve tomada, arrastrada a una lucha cuerpo a cuerpo en la que el hombre es el más fuerte; no tiene libertad para soñar, retroceder, maniobrar: está en manos del varón que dispone de ella. Estos abrazos similares a los de la lucha que nunca libró la aterrorizan. Antes se abandonaban las caricias de un novio, de un compañero, de un hombre civilizado y cortés, que ahora tiene un aspecto extraño, egoísta y obstinado; ya no tiene recursos contra este desconocido. No es raro que la primera experiencia de lajoven sea una verdadera violación y que el hombre se muestre odiosamente brutal; en el campo, por ejemplo, donde las costumbres son rudas, es corriente que la joven campesina, consintiente y rebelde a un tiempo, pierda su virginidad en una cuneta entre la vergüenza y el horror. Lo que sí es frecuente en todos los medios, en todas las clases, es que la virgen sea violentada por un amante egoísta que busca su placer por el camino más rápido, o por un marido seguro de sus derechos conyugales a quien la resistencia de su esposa hiere como un insulto, que llega a ponerse furioso si la desfloración es difícil. En cualquier caso, hasta con el hombre más deferente y cortés, la primera penetración siempre es una violación. Porque deseaba caricias en sus labios, sus senos, porque quizá desea entre sus piernas un placer conocido o adivinado, un sexo masculino desgarra a lajoven y se introduce en regiones a las que no había sido llamado. Se ha descrito muchas veces la penosa sorpresa de una virgen abandonada en los brazos de un marido o de un amante que, creyendo hacer realidad por fin sus sueños voluptuosos, siente en el secreto de su sexo un dolor imprevisto; los sueños se desvanecen, la excitación se disipa, el amor toma la imagen de una operación quirúrgica. En las confesiones recogidas por el doctor Liepmann8encontramos el relato siguiente, que es típico. Se trata de una muchacha perteneciente a un medio modesto y muy ignorante sexualmente. «Con frecuencia, me imaginaba que sepodía tener un hijo con sólo darse un beso. A los dieciocho años, conocí a un señor del que, como se suele decir, me enamorisqué.» Salió fre­ 8 Publicadas en francés con el título de Jeunesse et sexualité [Jugend und Eros]. 492 cuentemente con él y durante sus conversaciones él le explicaba que cuando unajoven ama a un hombre, debe entregarse a él porque los hombres no pueden vivir sin relaciones sexuales y mientras no tengan una posición suficiente para casarse tienen que mantener relaciones con jovencitas. Ella se resistía. Un día, él organizó una excursión de modo que pudieran pasar la noche juntos. Ella le escribió una carta para repetirle que «para ella sería un peijuicio demasiado grave». En la mañana del día fijado, ella le dio la carta, pero él se la metió en el bolsillo sin leerlay la llevó al hotel; la dominaba moralmente, ella le amaba; le siguió. «Estaba como hipnotizada. Por el camino, le supliqué que me respetara... Ni sé cómo llegué al hotel. El único recuerdo que me queda es que todo mi cuerpo temblaba violentamente. Mi compañero trataba de calmarme, pero sólo lo consiguió tras una larga resistencia. Entonces dejé de ser dueña de mi voluntad y a mi pesar, me dejé hacer. Cuando me encontré más tarde en la calle, me pareció que todo había sido un sueño del que me acababa de despertar.» Ella se negó a repetir la experienciay durante nueve años no estuvo con ningún hombre. Entonces encontró a uno que le pidió que se casara con él y ella aceptó. En este caso, la desfloración fue como una violación. Aunque sea aceptada, puede ser muy difícil. Ya hemos visto las fiebres que atormentaban a la joven Isadora Duncan. Conoció a un actor admirablemente hermoso del que se enamoró a primera vista y que la cortejó ardientemente9. Me sentíaturbada yo también, la cabeza me daba vueltas y un deseo irresistible de abrazarlo más estrechamente crecía en mí hasta que una noche, perdiendo todo el control de sí mismo y como en un ataque de furia, me arrastró al sofá. Espantada, maravillada de éxtasis y gritando de dolor fui iniciada al gesto del amor. Confieso que mis primeras impresiones fueron un espanto horrible, un dolor atroz, como si me hubieran arrancado varias muelas a la vez; pero la pena que me daban los sufrimientos queparecía experimentar él me impidió huir de lo que sólo fue en un principio una mutilación y una tortura... (A la mañana siguiente), lo que sólo erapara mí una experiencia dolorosavolvió a empezar en medio de mis gemidos y mis gritos de mártir. Me sentía como lisiada. 9 Mi vida. 493 Pronto debía conocer, primero con este amante y luego con otros, paraísos que describe líricamente. No obstante, en la experiencia real, como antes en la imaginación virginal, el papel más importante no lo tiene el dolor; el hecho de la penetración cuenta mucho más. El hombre sólo compromete en el coito un órgano exterior: la mujer es alcanzada hasta el interior de ella misma. Sin duda, hay muchos jóvenes que no se aventuran sin angustia en las tinieblas secretas de la mujer; vuelven a sus terrores infantiles en el umbral de las grutas, de los sepulcros, su pánico también ante las mandíbulas, las hoces, los cepos; imaginan que su pene hinchado se quedará atrapado en la vaina de mucosas; la mujer, una vez penetrada, no tiene esta sensación de peligro, pero se siente carnalmente alienada. El propietario afirma sus derechos sobre sus tierras, la mujer sobre su casa, proclamando «prohibido el paso»; en particular, las mujeres, como se las frustra en su trascendencia, defienden celosamente su intimidad: su habitación, su armario, sus cofres son sagrados. Colette relata que una anciana prostituta le dijo un día: «En mi habitación, señora, no ha entrado nunca ningún hombre; para lo que tengo que hacer con los hombres, París es bastante grande.» A falta de su cuerpo, al menos poseía una parcela de tierra prohibida a los demás. La jovencita, por el contrario, no tiene nada suyo, salvo su cuerpo: es su tesoro más preciado; el hombre que entra en él se lo toma; la expresión popular se confirma con la experiencia vivida. La humillación que sentía, la vive en forma concreta: ha sido dominada, sometida, vencida. Como casi todas las hembras, durante el coito se encuentra debajo del hombre10. Adler ha insistido mucho en el sentimiento de inferioridad que se crea. Desde la infancia, las nociones de superior y de inferior son especialmente importantes; subirse a los árboles es un acto prestigioso; el cielo está por encima de la tierra, el infierno por debajo; caer, bajar, es la decadencia, y subir la exaltación; en la lucha, la victoria pertenece a quien tumba a su adversario; la mujer está acostada en la cama en la actitud de la derrota; es peor aún si el hombre cabalga sobre ella como un animal sometido a las riendas y el bocado. En todo caso, se siente pasiva: es acariciada, penetrada, sufre el coito, mientras que el hombre participa activamente. Sin duda, el sexo masculino no es un músculo estriado que go- 10 Sin duda, la posición se puede invertir, pero en las primeras experiencias es muy raro que el hombre no practique el coito llamado normal. 494 biema la voluntad; no es ni arado ni espada, sino simplemente carne; no obstante, el hombre le imprime un movimiento voluntario; va, viene, se detiene, vuelve a empezar, mientras que la mujer lo recibe dócilmente; el hombre —sobre todo cuando la mujer es novicia— elige las posturas amorosas, decide la duración del coito y su frecuencia. Ella se siente instrumento: toda la libertad está en el otro. Es lo que se expresa poéticamente cuando se dice que la mujer es comparable a un violín y el hombre al arco que la hace vibrar. «En amor —dice Balzac11—, si no tenemos en cuenta el alma, la mujer es como una lira que sólo libra su secreto a quien la sabe tocar.» Él toma su placer con ella; ella se lo da; las palabras mismas no implican reciprocidad. La mujer está cargada con las representaciones colectivas que dan al celo masculino un carácter glorioso y que convierten la excitación femenina en una abdicación vergonzosa: su experiencia íntima confirma esta asimetría. No hay que olvidar que el muchacho y la muchacha viven su cuerpo de forma muy diferente: el primero lo asume tranquilamente y reivindica orgullosamente sus deseos; para la segunda, a pesar de su narcisismo, es un fardo extraño e inquietante. El sexo del hombre es limpio y sencillo como un dedo; se exhibe con inocencia, con frecuencia los chicos se lo muestran a sus compañeras con orgullo y desafío; el sexo femenino es misterioso para la propia mujer, escondido, atormentado, mucoso, húmedo; sangra cada mes, a veces está manchado de humores, tiene una vida secreta y peligrosa. En gran parte porque la mujer no se reconoce en él, no reconoce como suyos sus deseos. Éstos se expresan de forma vergonzosa. Mientras el hombre «se empina», la mujer «se moja»; la palabra misma está cargada con recuerdos infantiles de cama mojada, de abandono culpable e involuntario a las necesidades urinarias, el hombre siente el mismo asco ante inconscientes poluciones nocturnas; proyectar un líquido, orina o esperma, no humilla, se trata de una operación activa; sin embargo, existe una humillación si el líquido se escapa pasivamente, pues el cuerpo deja de ser un organismo: músculos, esfínteres y nervios controlados por el cerebro como la expresión de un sujeto consciente; es 11 Fisiología del matrimonio [Physiologie du mariage]. En Bréviaire de l ’amour expérimental, Jules Guyot dice también del marido: «Es el ministril que produce armonía o cacofonía con su mano y su arco. La mujer desde este punto de vista es realmente un instrumento de varias cuerdas que producirá sonidos armoniosos o discordantes en función de que esté bien o mal afinado.» 495 un vaso, un receptáculo formado por materia inerte y juguete de caprichos mecánicos. Si la carne rezuma —como rezuma una pared vieja o un cadáver— no parece que emita un líquido, sino que se licúa: es un proceso de descomposición que causa espanto. El celo femenino es la blanda palpitación de una almeja; mientras que el hombre tiene ímpetu, la mujer sólo tiene impaciencia; su espera puede ser ardiente sin dejar de ser pasiva; el hombre se abate sobre su presa como el águila o el milano; la acecha como la planta carnívora, la marisma en la que se hunden insectos y niños; es succión, ventosa, sorbedora, es alquitrán y engrudo, una llamada inmóvil, insinuante y viscosa: al menos es así como se siente sordamente. Por esta razón, no sólo hay en ella una resistencia contra el varón que pretende someterla, sino también un conflicto interno. A los tabúes, las inhibiciones procedentes de la educación y de la sociedad, se superponen las repugnancias, los rechazos que tienen su origen en la experiencia erótica misma: unos y otros se refuerzan mutuamente, hasta el punto de que tras el primer coito la mujer se siente frecuentemente más rebelde que antes contra su destino sexual. Finalmente, hay otro factor que suele dar al hombre un carácter hostil y transforma el acto sexual en un grave peligro: es la amenaza del hijo. Un hijo ilegítimo es en la mayor parte de las civilizaciones un problema social y económico tal para la mujer soltera que hay jóvenes que se suicidan al saber que están embarazadas, y madres solteras que estrangulan al recién nacido; este riesgo constituye un freno sexual bastante fuerte para que muchas muchachas observen la castidad prenupcial que exigen las costumbres. Cuando el freno es insuficiente, lajoven, aunque cede al amante, se siente espantada por el terrible peligro que se oculta en sus flancos. Stekel cita, entre otras, a una joven que durante todo el coito gritaba: «¡Mientras no pase nada! ¡Mientras no pase nada!» En el matrimonio mismo, la mujer muchas veces no quiere hijos, no tiene una salud suficiente, o representan para el joven matrimonio una carga demasiado pesada. Si no tiene en su compañero, amante o marido, una confianza absoluta, su erotismo estará paralizado por la prudencia. O bien vigilará con inquietud las conductas del hombre, o bien una vez terminado el coito se precipitará al cuarto de baño para expulsar de su cuerpo el germen vivo depositado en su interior a su pesar; esta operación higiénica desdice brutalmente la magia sensual de las caricias, hace realidad una separación absoluta de los cuerpos que confundía un mismo 496 gozo; entonces el esperma masculino aparece como un germen nocivo, una mancha; se limpia como se limpia un recipiente sucio, mientras el hombre descansa en la cama, en su soberbia integridad. Una joven divorciada me contó su horror, tras una noche de bodas de dudoso encanto, cuando tuvo que encerrarse en el cuarto de baño mientras su esposo encendía un cigarro con indolencia: parece ser que en ese instante quedó decidida la ruina del matrimonio. El horror de la pera de goma, el irrigador, el bidé es una de las causas frecuentes de frigidez femenina. La existencia de métodos anticonceptivos más seguros y convenientes ayuda mucho a la liberación sexual de la mujer; en un país como Estados Unidos, donde están extendidas estas prácticas, el número de muchachas que llegan vírgenes al matrimonio es muy inferior al de Francia; es posible mayor abandono durante el acto amoroso. También en este caso, la joven tiene repugnancias que vencer antes de tratar su cuerpo como una cosa: como no acepta sin escalofríos ser «perforada» por un hombre, tampoco se resigna alegremente a ser «taponada» para satisfacer los deseos de un hombre. Si se hace sellar el útero, si introduce en ella un tampón mortal para los espermatozoides, una mujer consciente de los equívocos del cuerpo y del sexo se sentirá perturbada por una fría premeditación; también hay muchos hombres a los que desagrada el uso de preservativos. Lo que justifica los diferentes momentos es el comportamiento sexual en su conjunto: conductas que parecerían repugnantes al analizarlas, parecen naturales cuando los cuerpos quedan transfigurados por las virtudes eróticas que los habitan; a la inversa, cuando se descomponen cuerpos y conductas en elementos separados y privados de sentido, estos elementos se vuelven sucios, obscenos. La penetración que una enamorada vivirá con alegría, como unión, fusión con el hombre amado, recobra el carácter quirúrgico y sucio que tiene a los ojos de los niños si se realiza sin emoción, deseo, placer: lo mismo ocurre con el uso concertado de preservativos. De todas formas, estas precauciones no están al alcance de todas las mujeres; muchas jóvenes no conocen ninguna defensa contra las amenazas del embarazo y sienten de forma angustiosa que su suerte depende de la buena voluntad del hombre al que se abandonan. Es fácil de entender que una prueba vivida a través de tantas resistencias, cargada de un sentido tan denso, provoque con frecuencia terribles traumas. En muchos casos, en la primera aventura se revela una demencia precoz latente. Stekel da varios ejemplos: 497 G., de diecinueve años de edad, se vio repentinamente aquejada de un delirio agudo. La vi en su habitación, gritando y repitiendo sin cesar: «¡No quiero! ¡No! ¡No quiero!» Se arrancaba laropa y quería correr desnudapor elpasillo... Hubo que llevarla auna clínicapsiquiátrica. Allí el delirio se calmó y se transformó en un estado catatonico. Estajoven era mecanógrafa y estaba enamorada de un apoderado de la casa en la que trabajaba. Se había marchado al campo con una amiga y dos colegas. Uno de ellos le pidió pasar la noche en su habitación, prometiéndole que «no sería de verdad». Parece que la acarició tres noches seguidas sin atentar contra su virginidad... Ella permaneció «iría como el hocico de un perro» y declaró que era una guarrería. Durante unos minutos se quedó como aturdida gritando: «¡Alfred, Alfred!» (nombre del apoderado). Había tenido remordimientos (¿Qué diríami madre si lo supiera?). Al volver a casa se había metido en la cama pretextando una ja­ queca. LX..., muy deprimida, lloraba a menudo, no comía, no dormía; había empezado a tener alucinaciones y no reconocía a las personas de su entorno. Se había arrojado a la calle desde el alféizar de la ventana. La enviaron a una casa de salud. Encontré a esta muchacha de veintitrés años sentada en la cama; no se dio cuenta de que entraba... Su imagen expresaba angustia y terror; las manos se proyectaban hacia delante como para defenderse, tenía las piernas cruzadas y las movía convulsivamente. Gritó: «¡No! ¡No! ¡No! ¡Bruto! ¡Habría que detener a gente así! ¡Me hace daño! ¡Ah!» Luego vinieron palabras incomprensibles. De golpe su expresión cambió, los ojos brillaron, la boca se avanzó como en un beso, las piernas se calmaron y se separaron insensiblemente, pronunció palabras que expresaban más bien deseo... El acceso terminó con una crisis de lágrimas silenciosas y continuas... La enferma tiraba de su camisa para cubrirse como si friera un vestido y repetía sin cesar: «¡No!» Supimos que un colega casado la había visitado frecuentemente cuando estaba enferma, que ellaprimero había estado muy contenta, pero que enseguida había tenido alucinaciones con intento de suicidio. Se curó, pero nunca permitió a ningún hombre que se le acercara y rechazó una petición de matrimonio seria. En otros casos, la enfermedad que empieza de esta forma es menos grave. Éste es un ejemplo en el que el pesar por la virginidad perdida desempeña el papel principal en trastornos consecutivos a los primeros coitos. 498 La joven de veintitrés años está aquejada de diferentes fobias. La enfermedad comenzó en Franzensbad con el temor de quedarse embarazada por un beso o un roce en los servicios... Quizá un hombre había dejado esperma en el agua tras una masturbación; exigía que la bañera se limpiara tres veces en su presencia y no se atrevía a proceder a la defecación en posición normal. Un tiempo después desarrolló una fobia de desgarramiento del himen; no se atrevía a bailar, saltar o cruzar una veija, ni siquiera a caminar, salvo a pequeños pasos; si veía un poste, temía provocar una desfloración con un movimiento torpe y daba un gran rodeo temblando. Otra de sus fobias era, en un tren o en medio de la multitud, que un hombre pudiera introducir su miembro por detrás, desflorarla y provocar un embarazo... Durante el último periodo de la enfermedad temía encontrar en su cama o en su camisa alfileres que le pudieran penetrar en la vagina. Cada noche, la enferma se quedaba desnuda en medio de la habitación, mientras su desgraciada madre estaba obligada a realizar un penoso examen de la ropa... Siempre manifestó su amorpor su novio. El análisis descubrió que ya no era virgen y que retrasaba el matrimonio porque temía la funesta evidencia. Le confesó que había sido seducida por un tenor, se casó con él y curó12. En otro caso, el remordimiento —no compensado por una satisfacción erótica— provoca trastornos psíquicos. H. B..., de veinte años de edad, tras un viaje a Italia con una amiga, manifiesta una grave depresión. Seniega a salir de la habitación y no pronuncia una palabra. La llevan a una casa de salud en la que se agrava su estado. Escuchaba voces que la injuriaban, todo el mundo se burlaba de ella, etc. La llevaron a casa de sus padres, donde se quedó en un rincón sin moverse. Preguntó al médico: «¿Por qué no vino antes de que se cometiera el crimen?» Estaba muerta. Todo estaba apagado, todo destruido. Ella estaba sucia. Nunca podría cantar una sola nota, estaban cortados los puentes con el mundo...El novio confesó haberla visto en Roma, dónde se había entregado a él tras una larga resistencia; ella había tenido crisis de llanto... Confesó que nunca había sentido placer con su novio. Se curó cuando encontró un amante que la satisfizo y se casó con él. 12 Stekel, La mujerfrígida. 499 La «simpática vienesa» cuyas confesiones infantiles he resumido hizo también un relato detallado e impactante de sus primeras experiencias de adulta. Hay que observar que —a pesar del carácter muy osado de sus aventuras anteriores— su «iniciación» no deja de tener un carácter absolutamente nuevo. A los dieciséis años entré en una oficina. A los diecisiete años y medio tuve mis primeras vacaciones; fue para mí una buena época. Me cortejaban por todas partes... Estaba enamorada de un compañero de oficina... Fuimos al parque. Era el 15 de abril de 1909. Hizo que me sentarajunto a él en unbanco. Me besó suplicándome: «Abre los labios»; pero yo los cerraba convulsivamente. Luego empezó a desabrocharme la chaquetilla. Hubiera querido permitírselo cuando recordé que no teníapechos; renuncié a la sensación voluptuosa que hubiera podido tener si me tocaba... El 7 de abril, un colega casado me invitó a ver una exposición con él. Bebimos vino en la cena. Perdí algo de mi reserva y empecé a contarle algunos chistes equívocos. A pesar de mis plegarias, llamó a un coche, me empujó dentro y apenas se pusieron en marcha los caballos, me besó. Cada vez estaba más íntimo, avanzaba más su mano; yo me defendía con todas mis fuerzas y ya no me acuerdo de si llegó a su fin. Al día siguiente, fui a la oficina bastante turbada. Me enseño las manos llenas de los arañazos que le había hecho... Me pidió que le viera más a menudo... Cedí, no muy tranquila, pero llena de curiosidad... Cuando se acercaba a mi sexo, me apartaba para volver a mi sitio; pero una vez, más hábil que yo, lo consiguió y probablemente introdujo su dedo en mi vagina. Lloraba de dolor. Llegó el mes de junio de 1909 y me marché de vacaciones. Hiceuna excursión conmi amiga. Llegaron dos turistas. Nos invitaron a acompañarlos. Mi compañero quiso besar a mi amiga y ella le dio un puñetazo. Se lanzó sobre mí, me tomó por detrás, me inclinó hasta él, me besó. Yono me resistí... Me invitó a ir con él. Le di la mano y bajamos por el bosque. Mebesó... Besó mi sexoparami gran indignación. Yo le decía: «¿Cómo puede hacer una asquerosidad así?» Me puso su verga en la mano... yo la acariciaba... de repente me la arrancó de la mano y tendió un pañuelo para impedirme ver lo que pasaba... Dos días más tarde, fuimosjuntos a Liesing. En un prado aislado, se quitó de pronto el abrigo paratenderlo sobre lahierba... Me tumbó en el suelo de tal forma que una de sus piernas estaba colocada entre las mías. Todavía no creía que fuera una situación seria. Le suplicaba que me matara en lugar de privarme de «mi más bella flor». Se puso muy grosero, me dijo palabrotas y me amenazó con 11a­ 500 mar a la policía. Me puso la mano en la boca e introdujo su pene. Creí quehabía llegado mi última hora. Teníala sensación de que se me revolvía el estómago. Cuando acabó por fin, empecé a encontrarlo soportable. Se vio obligado a levantarme, porque me quedaba tumbada. Cubrió mis ojos y mi cara de besos. Yono veía ni oía nada. Si no me hubiera sujetado, me habría caído ciegamente entre los vagones... Estábamos en un compartimento de segunda clase y abrió de nuevo su pantalón para venir hacia mí. Lancé un grito y corrí por todo el vagón hasta el último estribo... Me acabó dejando con una risa brutal y estridente quenunca olvidaré, tratándome de estúpida que no sabe lo que es bueno. Me dejó volver sola a Viena. Una vez en Yiena fui rápidamente al baño porque había sentido una cosa caliente deslizarse por mis muslos. Horrorizada, vi marcas de sangre. ¿Cómo ocultarlo en mi casa? Me acosté lo antes posible para llorar durante horas. Seguía sintiendo la presión en mi estómago causada por la introducción del pene. Mi actitud extraña y mi falta de apetito indicaron a mi madre que había pasado algo. Se lo confesé todo. No le pareció tan horrible... Mi compañero hacía lo que podíapara consolarme. Aprovechó las noches oscuras para pasearse conmigo por el parque y acariciarme bajo la falda. Se lopermitía, pero cuando sentía que mi vagina estaba húmeda me marchaba porque me daba muchísima vergüenza. A veces va con él al hotel, pero sin acostarse. Conoce a un joven muy rico con el que se querría casar. Se acuesta con él, pero sin sentir nada y con asco. Reanuda sus relaciones con su compañero, pero echa de menos al otro y empieza a bizquear, a adelgazar. La mandan a un sanatorio donde casi se acuesta con unjoven ruso, pero lo echa de su cama en el último minuto. Empieza a salir con un médico, con un oficial, pero sin aceptar relaciones sexuales completas. Entonces se pone moralmente enferma y decide hacerse tratar. Tras la cura aceptó entregarse aunhombre que la amabay que se casa con ella. En el matrimonio desapareció su frigidez. En estos ejemplos, elegidos entre muchos más, la brutalidad del compañero o al menos el carácter repentino del hecho es el factor que determina el trauma o la repulsión. El caso más favorable a una iniciación sexual es aquel en el que no se da ni violencia ni sorpresa; sin consigna fija ni plazos precisos, la joven aprende lentamente a vencer su pudor, a familiarizarse con su compañero, a amar sus caricias. En este sentido hay que aprobar la libertad de costumbres de que gozan las americanas, y que las 501 francesas tienden ahora a conquistar: se deslizan casi sin darse cuenta del «necking» y del «petting» a las relaciones sexuales completas. La iniciación es más sencilla porque no tiene un carácter tabú tan fuerte, lajoven se siente más libre respecto a su compañero y el carácter dominante del varón se esfuma; si el amante es también joven, novicio, tímido, un igual, las resistencias de la joven son menos fuertes, pero su metamorfosis en mujer será menos profunda. Por ejemplo, en El trigo verde, la Vinca de Colette, al día siguiente de una desfloración bastante brutal, muestra una placidez que sorprende a su compañero Phil: es porque no se ha sentido «poseída», ha considerado un orgullo librarse de su virginidad, no ha sentido un extravío demasiado turbador; en realidad, Phil no debería extrañarse, su amiga no ha conocido varón. Claudine no sale tan indemne de una velada con Renaud. Me han citado la frase de una colegiala francesa, todavía en la fase de la «fruta verde», que tras pasar una noche con un compañero se fue corriendo por la mañana a casa de una amiga para anunciar: «Me he acostado con C., ha sido muy divertido.» Un profesor estadounidense me decía que sus alumnas dejan de ser vírgenes mucho antes de convertirse en mujeres; sus compañeros las respetan demasiado para atentar contra su pudor, son demasiado jóvenes, y ellos demasiado pudibundos para despertar en ellas demonio alguno. Hay muchachas que se lanzan a experiencias eróticas y las multiplican con el fin de escapar a la angustia sexual; esperan librarse así de su curiosidad y de sus obsesiones, pero sus actos tienen muchas veces un carácter teórico que los hace tan irreales como las fantasías con que otras anticipan el futuro. Entregarse por desafío, por temor, por racionalismo puritano no es realizar una auténtica experiencia erótica: simplemente se trata de un simulacro sin peligro y sin demasiado sabor; el acto sexual no supone angustia ni vergüenza, porque la emoción ha sido demasiado superficial y el placer no ha invadido la carne. Estas doncellas desfloradas siguen siendo niñas; es probable que el día en que se enfrenten con un hombre sensual e imperioso, le opongan resistencias virginales. Mientras tanto, seguirán en una especie de edad ingrata; las caricias les hacen cosquillas, los besos les dan risa, ven el amor físico como unjuego y si no están de humor para divertirse, las exigencias del amante les parecen enseguida inoportunas y groseras; conservan repugnancias, fobias, un pudor de adolescente. Si nunca salen de esta fase —que es, según los varones norteamericanos, el caso de muchas mujeres de ese país— pasarán la 502 vida en un estado de semifrigidez. Sólo alcanzan la madurez sexual las mujeres que aceptan hacerse carne en medio de la excitación y el placer. No obstante, no hay que creer que todas las dificultades se atenúan en las mujeres de temperamento ardiente. Es frecuente que se intensifiquen. La excitación femenina puede alcanzar una intensidad que no conoce el hombre. El deseo del varón es violento, pero localizado, y le deja —salvo quizá en el instante del espasmo— consciente de sí mismo; la mujer, por el contrario, sufre una verdadera enajenación; para muchas, esta metamorfosis es el momento más voluptuoso y más definitivo del amor, pero también tiene un carácter mágico y terrorífico. El hombre a veces siente miedo ante la mujer que tiene entre sus brazos, hasta tal punto resulta ausente, presa del extravío; la emoción que siente es una transmutación mucho más radical que el frenesí agresivo del varón. Esta fiebre la libera de la vergüenza, pero al despertar le provoca vergüenza y horror; para que la acepte felizmente —o incluso orgullosamente— tendría que expansionarse al menos en llamas de placer; podría reivindicar sus deseos si los hubiera saciado gloriosamente; en caso contrario los repudia con ira. Aquí tenemos el problema crucial del erotismo femenino: al comienzo de su vida erótica, la abdicación de la mujer no se ve compensada por un placer violento y seguro. Ella sacrificaría mucho más gustosamente pudor y orgullo si se abrieran así las puertas de un paraíso. Hemos visto, sin embargo, que la desfloración no es una feliz culminación del erotismo juvenil; por el contrario, suele darse la situación contraria; el placer vaginal no se despierta de forma inmediata; según las estadísticas de Stekel —que confirman muchos sexólogos y psicoanalistas— apenas el 4% de las mujeres alcanzan el placer en el primer coito; el 50% no alcanzan el placer vaginal hasta semanas, meses o incluso años después. Los factores psíquicos desempeñan aquí un papel esencial. El cuerpo de la mujer es singularmente «Mstérico» en el sentido de que en ella no hay con frecuencia ninguna distancia entre los hechos conscientes y su expresión orgánica; sus resistencias morales impiden la aparición del placer; al no verse compensadas por nada, muchas veces se perpetúan y forman una barrera cada vez más fuerte. En muchos casos, se crea un círculo vicioso: una primera torpeza del amante, una palabra, un gesto inexperto, una sonrisa arrogante tendrán una repercusión durante toda la luna de miel, o incluso toda la vida conyugal; con la decepción de no ha­ 503 ber conocido inmediatamente el placer, la joven conserva un resentimiento que no la predispone a una experiencia más feliz. Es cierto que, a falta de satisfacción normal, el hombre siempre le puede dar el placer clitoridiano que, a pesar de las leyendas moralizantes, le puede aportar relajación y paz. Sin embargo, muchas mujeres se niegan porque, más que el placer vaginal, les parece infligido; si la mujer sufre por el egoísmo de los hombres que sólo piensan en su propio placer, también le choca una voluntad demasiado explícita de darle placer. «Hacer gozar al otro», dice Stekel, «quiere decir dominarlo; entregarse a alguien es una abdicación de la voluntad». La mujer aceptará con mucha más facilidad el placer si le parece que se deriva naturalmente del que el hombre toma a su vez, como ocurre en un coito normal satisfactorio. «Las mujeres se someten con alegría cuando se dan cuenta de que su compañero no quiere someterlas», dice también Stekel; a la inversa, si sienten esta voluntad se rebelan. Muchas se resisten a dejarse acariciar con la mano, porque la mano es un instrumento que no participa en el placer que da, es actividad y no carne; y si el sexo mismo aparece, no como una carne penetrada de deseo, sino como una herramienta hábilmente utilizada, la mujer experimentará la misma repulsión. Además, le parecerá que cualquier compensación es la confirmación de su fracaso en conocer las sensaciones de una mujer normal. Stekel destaca tras numerosas observaciones que todo el deseo de las mujeres llamadas frígidas tiene por objeto la norma: «Quieren obtener el orgasmo como una mujer normal; cualquier otro procedimiento no les da satisfacción moral.» La actitud del hombre tiene, pues, una enorme importancia. Si su deseo es violento y brutal, su compañera se siente entre sus brazos transformada en cosa pura; pero si es demasiado dueño de sí, demasiado distante, no se constituye como carne; pide a la mujer que se haga objeto sin que ella tenga a cambio dominio sobre él. En los dos casos, su orgullo se rebela; para que pueda conciliar su metamorfosis en objeto camal y la reivindicación de su subjetividad, al hacerse presa para el varón, tiene que convertirlo también en su presa. Por esta razón la mujer se atrinchera con tanta frecuencia en la frigidez. Si el amante carece de seducción, si es frío, negligente, torpe, fracasa en despertar su sexualidad o la deja insatisfecha; si es viril y experto, puede suscitar reacciones de rechazo; la mujer teme su dominio: algunas sólo pueden encontrar placer con hombres tímidos, mal dotados o incluso parcialmente 504 impotentes, que no les den miedo. Es fácil para el hombre despertar en su amante acritud y resentimiento. El resentimiento es la fuente más habitual de fngidez femenina; en la cama, la mujer hace pagar al varón con una frigidez insultante todas las afrentas que piensa haber sufrido; en su actitud suele haber un complejo de inferioridad agresivo: ya que no me amas, ya que tengo defectos que me impiden gustar y soy despreciable, tampoco me abandonaré al amor, al deseo, al placer. Así es como se venga al mismo tiempo de él y de ella cuando la humilla con su negligencia, cuando despierta sus celos, cuando tarda demasiado en declararse, cuando la convierte en su amante mientras ella deseaba el matrimonio; la ofensa puede evidenciarse de golpe y poner en marcha esta reacción, incluso en el interior de una relación cuyo comienzo ha sido feliz. Es raro que el hombre que ha despertado esta enemistad consiga vencerla por sus propios medios; sin embargo, es posible que un testimonio persuasivo de amor y de estima modifiquen la situación. Hemos vistos mujeres desafiantes y tensas en brazos de un amante transformadas por una alianza en el dedo: felices, halagadas, con la conciencia en paz, todas sus resistencias se desmoronaban. Sin embargo, un hombre diferente, respetuoso, enamorado, delicado, es el que mejor podrá transformar a una mujer despechada en amante o esposa feliz; si la libera de su complejo de inferioridad, se entregará a él con ardor. La obra de Stekel, La mujer frígida, está principalmente consagrada a demostrar el papel de los factores psíquicos en la frigidez femenina. Los ejemplos siguientes muestran claramente que suele ser una conducta de rencor respecto al marido o al amante. G. S. se había entregado a un hombre antes de casarse con él, pero insistiendo en el hecho de que «no quería un matrimonio, no tenía ganas de atarse». Jugaba a la mujer libre. En realidad, era esclava de la moral como toda su familia, pero su amante la creía y nunca le hablaba de matrimonio. Su testarudez se intensificaba cada vez más hasta que se volvió insensible. Cuando por fin lapidió en matrimonio, ella se vengó confesándole su anestesia y no aceptando hablar de una unión. Ya no quería ser feliz. Había esperado demasiado... Se moría de celos y esperaba ansiosamente el día de la peticiónpara rechazarla orgullosamente. Luego se quiso suicidar, únicamente para castigar a su amante de forma refinada. 505 Una mujer que hasta ese momento había sentido placer con su marido, pero muy celosa, se imagina durante una enfermedad que su marido la engaña. Al volver a casa, decide permanecer tria con él. Nunca más se excitaría con élporque no la estimaba y sólo acudía a ella en caso de necesidad. Desde entonces fue frígida. Al principio, utilizaba pequeños trucos para no excitarse. Se representaba a su marido cortejando a su amiga, pero pronto el orgasmo fue sustituido por dolores. Una joven de diecisiete años tenía una relación con un hombre que le procuraba intenso placer. Encinta a los diecinueve años, pidió a su amante que se casara con ella; él se quedó indeciso y le aconsejó que abortara, a lo que ella se negó. Después de tres semanas, se declaró dispuesto a casarse con ella y ella se convirtió en su mujer. Sin embargo, nunca le perdonó las tres semanas de tormento y sevolvió frígida. Más tarde una explicación con su marido venció la frigidez. N. M. se entera de que su marido, dos días después de la boda, ha visitado a una antigua amante. El orgasmo que antes sentía desaparece para siempre. Tiene la idea fija de haber dejado de gustar a su marido, a quien creía haber decepcionado; ésta es la causa de su frigidez. Incluso cuando la mujer supera sus resistencias y conoce al cabo de un tiempo, más o menos largo, el placer vaginal, no desaparecen todas las dificultades, pues el ritmo de su sexualidad y el de la sexualidad masculina no coinciden. Ella es mucho más lenta para gozar que el hombre. Las tres cuartas partes de los varones conocen el orgasmo en los dos minutos que siguen el principio de la relación sexual, dice el informe Kinsey. Si consideramos las numerosas mujeres de nivel superior cuyo estado es tan desfavorable en las situaciones sexuales que necesitan de diez a quince minutos de la estimulación más activapara conocer el orgasmo, y si consideramos el número bastante importante de mujeres que no conocen el orgasmo a lo largo de toda su vida, naturalmente, el varón tiene que tener una competencia totalmente excepcional en la prolongación de su actividad sexual sin eyacular para poder crear una armonía con su compañera. Al parecer, en la India, el esposo, mientras cumple con sus deberes conyugales, suele firniar en pipa, con el fin de distraerse de 506 su propio placer y hacer durar el de su esposa; en Occidente, un Casanova alardea más bien del número de «polvos», y su orgullo supremo es conseguir una compañera que pida clemencia; según la tradición erótica, es una hazaña difícil de realizar, pues los hombres se suelen quejar de terribles exigencias por parte de su compañera: es una matriz rabiosa, una ogresa, una hambrienta; nunca se queda saciada. Montaigne expone este punto de vista en el libro III de sus Ensayos (cap. V). Son sin comparación más capaces y ardientes ante los efectos del amor que nosotros, y un anciano clérigo, que había sido unas veces hombre y otras mujer, así lo testimonió... y, además, hemos escuchado de su propia boca la prueba de que en tiempos antiguos un emperador y una emperatriz de Roma lo comprobaron, siendo ambos maestros obreros y famosos en esta tarea (él desvirgó en una noche a diez vírgenes sármatas que eran sus prisioneras; pero ella en una noche llevó a cabo conéxito veinticinco empresas, cambiando de compañía según su necesidad y su gusto, adhuc ardens rigidae tentigine vulvae E t lassata viris, necdum satiata recessit13 y que sobre el litigio existente en Cataluña entre una mujer que se quejaba de la excesiva asiduidad de sumarido, no enmi opinión porque la incomodase (pues yo sólo creo en los milagros de lafe)... intervino estanotable decisión de lareina de Aragón en la que, tras madura deliberación de consejo, esta buena mujer... decretó como límites legítimos y necesarios el número de seis por día, aligerando y suprimiendo mucha necesidad y deseo de su sexo, para establecer, decía ella, una forma accesible, y por consiguiente permanente e inmutable. Es porque en realidad el placer no tiene el mismo carácter en la mujer y en el hombre. Ya he dicho que no se sabía exactamente si el placer vaginal desembocaba realmente en un orgasmo definido; sobre este punto, las confidencias femeninas son raras, y aunque traten de ser precisas, son enormemente vagas; al parecer, las reacciones varían mucho según los sujetos. Lo indudable es que el coito tiene para el hombre una finalidad biológica precisa: la eyaculación; y persigue este objetivo a través de gran número 13 Juvenal. 507 de intenciones muy complejas; pero una vez logrado, aparece como una culminación y, si no como la satisfacción del deseo, al menos como su supresión. Por el contrario, en la mujer, el objetivo es en un principio incierto y de naturaleza más psíquica que fisiológica; busca la excitación, el placer físico en general, pero su cuerpo no proyecta ninguna conclusión clara del acto amoroso: por esta razón para ella el coito no ha terminado nunca del todo: no tiene ningún fin. El placer masculino sube bruscamente; cuando alcanza un umbral determinado, muere abruptamente en el orgasmo; la estructura del acto sexual es finita y discontinua. El placer femenino se irradia en el cuerpo en su totalidad; no siempre se centra en el sistema genital; incluso en ese caso, las contracciones vaginales, más que un verdadero orgasmo constituyen un sistema de ondulaciones que nacen rítmicamente, desaparecen, se transforman, alcanzan por momentos un paroxismo y luego se enmarañan y confunden sin llegar a morir del todo. Al no tener ningún término fijo, el placer busca el infinito; lo que limita las posibilidades eróticas de la mujer suele ser más un cansancio nervioso o cardiaco o una saciedad física, más que una satisfacción precisa; incluso colmada, agotada, nunca está liberada del todo: Lassata necdum satiata, enpalabras de Juvenal. El hombre comete un grave error cuando pretende imponer a su compañera su propio ritmo y se afana en darle un orgasmo: frecuentemente sólo consigue romper la forma de placer que ella estaba viviendo a su manera singular14. Es una forma demasiado plástica como para darle un nombre; algunos espasmos localizados en la vagina o en el conjunto del sistema genital o que emanan de todo el cuerpo pueden constituir una resolución; en algunas mujeres se producen regularmente y con violencia suficiente como para asimilarlos a un orgasmo; pero la enamorada puede encontrar también en el orgasmo masculino una conclusión que la apacigüe y satisfaga. También es posible que de forma continua, sin brusquedades, la forma erótica se disuelva tranquilamente. El 14 Lawrence vio claramente la oposición de estas dos formas eróticas. Sin embargo, es arbitrario declarar como hace él que la mujer no debe conocer el orgasmo. Si es un error tratar de provocarlo a cualquier precio, también lo es rechazarlo en cualquier caso como hace Don Cipriano en La serpiente emplu­ mada. 508 éxito no exige, como creen muchos hombres meticulosos pero simplistas, una sincronización matemática del placer, sino el establecimiento de una forma erótica compleja. Muchos imaginan que «hacer gozar» a una mujer es cuestión de tiempo y de técnica, es decir, de violencia; ignoran hasta qué punto la sexualidad de la mujer está condicionada por el conjunto de la situación. El placer físico es en ella, ya lo hemos dicho, como un encantamiento; exige un abandono total; si las palabras o los gestos perturban la magia de las caricias, el encantamiento se desvanece. Es una de las razones por las que la mujer frecuentemente cierra los ojos: fisiológicamente, se trata de un reflejo destinado a compensar la dilatación de la pupila, pero incluso a oscuras sigue cerrando los párpados; quiere abolir todo el decorado, abolir la singularidad del instante, de ella misma y de su amante, quiere perderse en el corazón de una noche camal tan indiferenciada como el seno materno. Y más particularmente desea suprimir esta separación que alza al varón frente a ella, desea confundirse con él. Ya hemos dicho que desea seguir siendo sujeto haciéndose objeto. Más profundamente alienada que el hombre, porque es deseo y excitación en la totalidad de su cuerpo, sólo sigue siendo sujeto a través de la unión con su compañero; para ambos recibir y dar deberían confundirse; si el hombre se limita a tomar sin dar, o si da placer sin tomarlo, ella se siente manipulada; cuando ella se realiza como Otro, es el otro inesencial, por lo que tiene que negar la alteridad. Por esta razón, el momento de la separación de los cuerpos casi siempre le resulta difícil. El hombre, tras el coito, triste o feliz, timado por la naturaleza o vencedor de la mujer, en todo caso reniega de la carne; vuelve a ser un cuerpo íntegro, quiere dormir, darse un baño, filmar un cigarro, tomar el aire. Ella quisiera prolongar el contacto camal hasta que el encantamiento que la ha hecho carne se disipe del todo; la separación es un desprendimiento doloroso, como un nuevo destete; siente resentimiento contra el amante que se separa de ella demasiado bruscamente. Lo que más la hiere son las palabras que cuestionan la fusión en la que había creído durante un instante. Lafemme de Gilíes, cuya historia contó Madeleine Bourdouxhe, se retrae cuando su marido le pregunta: «¿Has gozado?» Le pone la mano en la boca; la palabra horroriza a muchas mujeres porque reduce el placer a una sensación inmanente y separada. «¿Es suficiente? ¿Quieres más? ¿Estuvo bien?» El hecho mismo de hacer la pregunta manifiesta la separación, transforma el acto amoroso en operación mecánica 509 cuya dirección asume el varón. Por eso mismo la plantea. Mucho más que la fusión y la reciprocidad, busca el dominio; cuando la unidad de la pareja se deshace, él es el único sujeto: hace falta mucho amor o generosidad para renunciar a este privilegio; quiere que la mujer se sienta humillada, poseída a su pesar; siempre desea tomarla algo más de lo que ella se entrega. La mujer se ahorraría muchas dificultades si el hombre no arrastrara tras de sí semejante cantidad de complejos que le hacen considerar el acto amoroso como una lucha; en ese caso, ella no necesitaría contemplar la cama como una arena. No obstante, al mismo tiempo que el narcisismo y el orgullo, observamos en la joven un deseo de ser dominada. El masoquismo es para muchos psicoanalistas una de las características de la mujer, gracias a la cual puede adaptarse a su destino erótico. Sin embargo, la noción de masoquismo no está clara y tenemos que verla de cerca. Los psicoanalistas distinguen, siguiendo a Freud, tres formas de masoquismo; una consiste en la unión del dolor y el placer; otra es la aceptación femenina de la dependencia erótica; la última descansa en un mecanismo de autocastigo. La mujer en ese caso sería masoquista porque en ella el placer y el dolor van unidos a través de la desfloración y el parto, y porque ella acepta su papel pasivo. En primer lugar, hay que destacar que adjudicar un valor erótico al dolor no es en absoluto una conducta de sumisión pasiva. A menudo, el dolor sirve para aumentar el tono vital del individuo que lo sufre, para despertar una sensibilidad abotargada por la violencia misma de la excitación y del placer; se trata de una luz aguda que estalla en la noche camal, arranca al enamorado de los limbos en los que desfallecía para que pueda precipitarse en ellos de nuevo. El dolor normalmente forma parte del frenesí erótico; los cuerpos que están encantados de ser cuerpos por su placer recíproco tratan de unirse, de enfrentarse de todas las formas posibles. En el erotismo hay una forma de desprenderse de sí mismo, un transporte, un éxtasis: el sufrimiento también destruye los límites del yo, es una superación y un paroxismo; el dolor siempre ha desempeñado un papel importante en las orgías; es sabido que lo exquisito y lo' doloroso se tocan: una caricia puede convertirse en una tortura, un suplicio dar placer. Abrazar lleva fácilmente a morder, pellizcar, arañar; estas conductas no suelen ser sádicas; expresan un deseo de fusión, no de destrucción; el sujeto que las 510 sufre tampoco trata de negarse y de humillarse, sino de unirse; por otra parte, no son específicamente masculinas, nada más lejos de la realidad. En realidad, el dolor sólo tiene significado masoquista en caso de que se perciba y se desee como la manifestación de una esclavitud. En cuanto al dolor de la desfloración, no se acompaña precisamente de placer; todas las mujeres temen los sufrimientos del parto y están felices de que los métodos modernos las dispensen de ellos. El dolor no tiene ni más ni menos lugar en la sexualidad de la mujer que en la del hombre. La docilidad femenina es, por otra parte, una noción muy equívoca. Hemos visto que en la mayor parte de los casos la muchacha acepta en su imaginación el dominio de un semidiós, de un héroe, de un varón, pero sólo es un juego narcisista. No está dispuesta en modo alguno a sufrir en la realidad la expresión carnal de esta autoridad. En muchos casos, por el contrario, rechaza al hombre al que admira y respeta y se entrega a un hombre sin prestigio. Es un error buscar en las fantasías la clave de conductas concretas, porque las fantasías se crean y se cultivan como fantasías. La muchacha que sueña con violaciones con mezcla de horror y regodeo, no desea que la violen, y si se produjera tal acontecimiento, sería una catástrofe odiosa. Ya hemos visto en Marie Le Hardouin un ejemplo típico de esta disociación. También ha escrito: Pero en el camino de la abolición queda un terreno en el que sólo entraba con las aletas de lanariz cerradas y el corazón al galope. Era también el que, más allá de la sensualidad amorosa, me llevaba a la sensualidad sin más... No hay infamia solapada queno haya cometido en sueños. Sentía lanecesidad de afirmarme de todas las formas posibles15. También hay que recordar el caso de Marie Bashkirtseff: Toda mi vida traté de colocarme voluntariamente bajo un dominio ilusorio cualquiera, pero todas las personas que probé erantan ordinarias en comparación conmigo, que sólo me provocaban asco. Por otra parte, es cierto que el papel sexual de la mujer es en gran medida pasivo, pero vivir en la inmediatez esta situación pa­ 15 La Voile noire. 511 siva no es masoquista, como tampoco la agresividad normal del varón es sádica; la mujer puede trascender las caricias, la excitación, la penetración hacia su propio placer, manteniendo así la afirmación de su subjetividad; puede buscar también la unión con el amante, y entregarse a él, lo que significa superarse a sí misma y no abdicar. El masoquismo aparece cuando el individuo opta por convertirse en pura cosa a través de la conciencia ajena, por representarse a sí mismo como cosa, porjugar a ser una cosa. «El masoquismo es un intento, no de fascinar al otro con mi objetividad, sino de fascinarme a mí mismo a través de la objetivación para el otro16. La Juliette de Sade o lajoven doncella de Lafilosofía en el tocador [La Philosophie dans le boudoir] que se entregan al varón de todas las formas posibles, pero buscando su propio placer, no son masoquistas en modo alguno. Lady Chatterley o Kate en el total abandono que aceptan no son masoquistas. Para que se pueda hablar de masoquismo, elyo tiene que haberse afirmado y tiene que poderse hablar de este doble alienado como fundamentado por la libertad ajena. En este sentido encontramos en algunas mujeres un verdadero masoquismo. La joven está predispuesta, porque es frecuentemente narcisista y el narcisismo consiste en alienarse en su ego. Si viviera desde el comienzo de su iniciación erótica una excitación y un deseo violentos, viviría auténticamente sus experiencias y dejaría de proyectarlas hacia ese polo ideal que denomina yo; sin embargo, en la frigidez, el yo se sigue afirmando; convertirlo en la cosa de varón aparece entonces como una falta. Ahora bien, «el masoquismo, como el sadismo, es la asunción de una culpabilidad. Soy culpable, efectivamente, por el mero hecho de que soy objeto». Esta idea de Sartre se relaciona con la noción freudiana de autocastigo. La joven se considera culpable de haber entregado su yo a otro y se castiga por ello multiplicando voluntariamente humillación y servidumbre; ya hemos visto que las vírgenes desafían a su futuro amante y se castigan de su sumisión futura infligiéndose diferentes torturas; cuando el amante es real y está presente, persisten en esta actitud. La frigidez misma se nos aparece ya como un castigo que la mujer impone tanto a ella misma como a su compañero: herida en su vanidad, está resentida con él y con ella misma y se prohíbe el placer. En el masoquismo, se abandonará como esclava del varón, le dirá palabras de adora­ 16 J.-P. Sartre, El ser y la nada. 512 ción, deseará ser humillada, golpeada, se alienará cada vez más profundamente por haber aceptado la alienación. Es claramente la conducta de Mathilde de La Mole, por ejemplo; se arrepiente de haberse entregado a Julien; razón por la cual, de repente, cae a sus pies, quiere plegarse a todos sus caprichos, inmola en su honor su cabellera; sin embargo, al mismo tiempo, se rebela contra él tanto como contra ella misma; la adivinamos de hielo entre sus brazos. El abandono fingido de la mujer masoquista crea nuevas barreras que la defienden del placer; al mismo tiempo, se venga de ella misma por esta incapacidad para conocer el placer. El círculo vicioso que va de la frigidez al masoquismo puede cerrarse para siempre, arrastrando así conductas sádicas compensatorias. También es posible que la madurez erótica libre a la mujer de su frigidez, de su narcisismo y que al asumir su pasividad sexual la viva de forma inmediata, en lugar de fingirla. La paradoja del masoquismo, es que el sujeto se reafirma constantemente en su esfuerzo mismo por abandonarse; en la entrega irreflexiva, en el movimiento espontáneo hacia el otro consigue olvidarse. Es verdad por lo tanto que la mujer sentirá más que el hombre la tentación masoquista; su situación erótica de objeto pasivo la empuja a la pasividad; este juego es un autocastigo al que le invitan sus rebeliones narcisistas y la frigidez que es su consecuencia; el hecho es que muchas mujeres, en particular las jóvenes, son masoquistas. Colette, hablando de sus primeras experiencias amorosas, nos confiesa en Mes ap- prentissages: Por mi juventud e ignorancia, empecé por atolondramiento, un atolondramiento culpable, un espantoso eimpuro impulso de adolescente. Son numerosas las muchachas apenas núbiles que sueñan con ser el espectáculo, eljuguete, la obramaestra libertina de un hombre maduro. Es un deseo muy feo que expían satisfaciéndolo, un deseo que va unido alasneurosis de la pubertad, la costumbre de roer tiza y carbón, de beber elixir dentífrico, de leer libros sucios y de clavarse alfileres en lapalma de la mano. No es posible describir mejor que el masoquismo forma parte de las perversiones juveniles, que no es una auténtica solución del conflicto creado por el destino sexual de la mujer, sino una forma de evadirse regodeándose en él. No representa ninguna realización normal y feliz del erotismo femenino. 513 Esta realización supone que —en el amor, la ternura, la sexualidad— la mujer logre superar su pasividad y establecer con su compañero una relación de reciprocidad. La asimetría del erotismo masculino y femenino creará problemas insolubles mientras haya lucha de sexos; pueden resolverse fácilmente cuando la mujer percibe en el hombre a un tiempo deseo y respeto; si la desea en su carne sin dejar de reconocerle su libertad, se siente esencial en el momento en que se convierte en objeto, sigue siendo libre en la sumisión que acepta. Entonces los amantes pueden conocer cada uno a su manera un placer común; el placer es algo que vive como suyo cada uno de ellos, aunque tiene su fuente en el otro. Las palabras recibir y entregar cambian así de sentido, la alegría es gratitud, el placer ternura. En una forma concreta y carnal se hace realidad el reconocimiento recíproco del yo y del otro en la conciencia más aguda del otro y del yo. Algunas mujeres pretenden experimentar en ellas el sexo masculino como una parte de su propio cuerpo; algunos hombres creen ser la mujer que penetran; estas expresiones son evidentemente inexactas; la dimensión del otro sigue existiendo, pero el hecho es que la alteridad deja de tener un carácter hostil; esta conciencia de la unión de los cuerpos en su separación es lo que da al acto sexual su carácter conmovedor; es así sobre todo en la medida en que los dos seres que juntos niegan y afirman apasionadamente sus límites son semejantes, y sin embargo diferentes. Esta diferencia que tanto los suele alejar, se convierte cuando se acercan en la fuente de fascinación; la mujer contempla en el ardor viril la imagen invertida de la fiebre inmóvil que la consume; la potencia del hombre es el poder que ella ejerce sobre él; este sexo hinchado de vida le pertenece, como su sonrisa, al hombre que le da el placer. Todas las riquezas de la virilidad, de la feminidad se reflejan, remiten unas a otras, componen una unidad extática y movediza. Lo necesario para esta armonía no son refinamientos técnicos, sino más bien, sobre las bases de una atracción erótica inmediata, una generosidad recíproca de cuerpo y alma. Esta generosidad se ve frecuentemente entorpecida en el hombre por su vanidad, en la mujer por su timidez; mientras no haya superado sus inhibiciones, no puede hacerla triunfar. Por esta razón el desarrollo sexual pleno suele ser bastante tardío en la mujer: hacia los treinta y cinco años alcanza su apogeo erótico. Desgraciadamente, si está casada, su marido ya se ha acostumbrado a su frigidez; puede seducir a nuevos amantes, pero empie­ 514 za a ajarse: sus días están contados. Muchas mujeres se deciden por fin a asumir sus deseos en el momento en que dejan de ser de­ seables. Las condiciones en las que se desarrolla la vida sexual de la mujer dependen, no sólo de estas circunstancias, sino de todo el conjunto de su situación social y económica. Sería abstracto pretender estudiarlas de forma más avanzada sin este contexto. Sin embargo, de nuestro examen se deducen algunas conclusiones de validez general. La experiencia erótica es una de las que descubren a los seres humanos de forma más impactante la ambigüedad de su condición; se viven como carne y como espíritu, como otro y como sujeto. Para la mujer, este conflicto tiene un carácter más dramático, porque se percibe primero como objeto y porque no encuentra de forma inmediata una autonomía segura en el placer; tiene que reconquistar su dignidad de sujeto trascendente y libre, asumiendo además su condición camal: es una empresa difícil y llena de riesgos; el fracaso es frecuente. Sin embargo, la dificultad misma de la situación la defiende de las trampas en las que queda atrapado el varón; suele caer en la red de los privilegios falaces que suponen su papel agresivo y la soledad satisfecha de su orgasmo; no se atreve a reconocerse plenamente como carne. La mujer tiene una experiencia más auténtica de ella misma. Aunque se adapte más o menos exactamente a su papel pasivo, la mujer siempre está frustrada como individuo activo. Lo que envidia al hombre no es el órgano de la posesión, es la presa. Es una paradoja curiosa que el hombre viva en un mundo sensual de suavidad, de ternura, de blandura, un mundo femenino, mientras que la mujer se mueve en el universo masculino que es duro y severo; sus manos conservan el deseo de abrazar carne tersa, pulpa cremosa: adolescente, mujer, flores, pieles, niño; toda una parte de ella misma está disponible y desea la posesión de un tesoro análogo al que le entrega al varón. Por esta razón se explica que en muchas mujeres subsista más o menos larvada una tendencia a la homosexualidad. En algunas, por un conjunto de razones complejas, esta tendencia se afirma con una autoridad particular. No todas las mujeres aceptan dar a sus problemas sexuales la solución clásica, la única oficialmente admitida por la sociedad. También tenemos que tener en cuenta a las que eligen los caminos prohibidos. 515 C a p í t u l o IV La lesbiana Es comente representarse a la lesbiana tocada con un sombrero de fieltro, cabellos cortos y corbata; su virilidad se considera una anomalía derivada de un desequilibrio hormonal. No hay nada más erróneo que esta confusión entre la invertida y la virago. Hay muchas homosexuales entre las odaliscas, las cortesanas, entre las mujeres más deliberadamente «femeninas»; a la inversa, gran número de mujeres «masculinas» son heterosexuales. Sexólogos y psiquiatras confirman lo que sugiere la observación corriente: la inmensa mayoría de las «condenadas» está constituida exactamente como las otras mujeres. Ningún «destino anatómico» determina su sexualidad. Con seguridad, hay casos en los que los datos fisiológicos crean situaciones singulares. No existe entre ambos sexos una diferenciación biológica rigurosa; un soma idéntico se ve modificado por acciones hormonales cuya orientación está genotípicamente definida, pero quizá desviada durante la evolución del feto; el resultado es la aparición de individuos intermedios entre los machos y las hembras. Algunos hombres adoptan una apariencia femenina porque la maduración de sus órganos viriles es tardía; también vemos a veces muchachas —en particular deportistas— transformarse en muchachos. H. Deutsch relata la historia de una joven que cortejó ardientemente a una mujer casada, quiso raptarla y vivir con ella; un día se dio cuenta de que era en realidad un hombre, lo que le permitió casarse con su bien amada y tener hijos. No habría que concluir por ello que toda invertida es un 517 «hombre oculto» bajo formas engañosas. El hermaffodita, en el que los dos sistemas genitales están presentes, suele tener una sexualidad femenina; conocí una de ellas, exiliada de Viena por los nazis, que se lamentaba de no gustar ni a los heterosexuales ni a los pederastas, cuando ella sólo amaba a los hombres. Bajo la influencia de hormonas masculinas, las mujeres «viriloides» presentan caracteres sexuales secundarios masculinos; en las mujeres infantiles, las hormonas femeninas son deficientes y su desarrollo permanece inacabado. Estas particularidades pueden motivar más o menos directamente una vocación lesbiana. Una persona dotada de una vitalidad vigorosa, agresiva, exuberante, desea expresarse activamente y suele rechazar la pasividad; una mujer poco agraciada, malformada, puede tratar de compensar su inferioridad adquiriendo cualidades viriles; si su sensibilidad erogena no se ha desarrollado, no desea las caricias masculinas. Sin embargo, anatomía y hormonas simplemente definen una situación y no establecen el objeto hacia el que trascenderá. H. Deutsch cita también el caso de un legionario polaco herido que atendió en la guerra 1914-1918 y que era en realidad una muchacha con caracteres viriloides acusados; se había unido al ejército como enfermera, luego había logrado revestir el uniforme; eso no le había impedido enamorarse de un soldado —con el que se casó más adelante—, lo que hacía que la consideraran homosexual. Sus conductas viriles no impedían un erotismo de tipo femenino. El hombre mismo no desea exclusivamente a la mujer; el hecho de que el organismo del homosexual masculino pueda ser perfectamente viril implica que la virilidad de una mujer no la aboque necesariamente a la homosexualidad. En las mujeres fisiológicamente normales hay con frecuencia tendencia a diferenciar las «clitoridianas» y las «vaginales», considerando que las primeras están abocadas a los amores sáficos, pero hemos visto que en todas el erotismo infantil es clitoridiano; que se fije en esta fase o se transforme no depende de ningún aspecto anatómico; tampoco es verdad, como se ha dicho con frecuencia, que la masturbación infantil explique el privilegio ulterior del sistema clitoridiano: la sexología reconoce ahora en el onanismo del niño un fenómeno totalmente normal y ampliamente extendido. La elaboración del erotismo, como hemos visto, es ima historia psicológica en la que están envueltos factores fisiológicos, pero que depende de la actitud global del sujeto frente a la existencia. Marañón consideraba que la sexualidad es «de sentido 518 único» y que alcanza en el hombre una forma acabada, mientras que en la mujer se queda «a mitad de camino»; sólo la lesbiana posee para él una libido tan rica como la del varón, por lo que la considera un tipo femenino «superior». En realidad, la sexualidad femenina tiene una estructura original y la idea de jerarquizar las libidos masculina y femenina es absurda; la elección del objeto sexual no depende en modo alguno de la cantidad de energía de que dispone la mujer. Los psicoanalistas han tenido el gran mérito de ver en la inversión un fenómeno psíquico y no orgánico; no obstante, sigue estando para ellos determinada por circunstancias exteriores. Por otra parte, no la han estudiado demasiado. Según Freud, la maduración del erotismo femenino exige el paso de la fase clitoridiana a la fase vaginal, paso simétrico del que transfiere sobre el padre el amor que la niña sentía antes por su madre; razones diversas pueden abortar este desarrollo; la mujer no se resigna a la castración, niega la ausencia del pene, hace una fijación con la madre y le busca sustitutos. Para Adler, esta interrupción no es un accidente que se vive pasivamente: es algo deseado por el sujeto que, por voluntad de poder, niega deliberadamente su mutilación y trata de identificarse con el hombre cuyo dominio rechaza. Fijación infantil o protesta viril, la homosexualidad aparece en todo caso como una evolución inacabada. En realidad, la lesbiana no es una mujer «fallida», ni tampoco una mujer «superior». La historia del individuo no es un progreso inexorable: en cada movimiento se cuestiona el pasado con una nueva elección y la «normalidad» de la elección no le confiere ningún valor privilegiado: hay que juzgarla según su autenticidad. La homosexualidad puede ser para la mujer una forma de huir de su condición o una forma de asumirla. La gran equivocación de los psicoanalistas es, por conformismo moralizador, no considerarla más que como una actitud no au­ téntica. La mujer es un existente al que se pide que se convierta en objeto; como sujeto tiene una sensualidad agresiva que no se sacia en el cuerpo masculino; de ahí nacen conflictos que el erotismo debe superar. Se considera como normal el sistema que, tras librarla como presa a un varón, le devuelve su soberanía poniendo un hijo en sus brazos; sin embargo, este «naturalismo» está gobernado por un interés social mejor o peor bien entendido. La heterosexualidad misma permite otras soluciones. La homosexualidad de la mujer es un intento entre otros de conciliar su autono- 519 mía y la pasividad de su carne. Si invocamos a la naturaleza, podemos decir que naturalmente toda mujer es homosexual. La lesbiana se caracteriza efectivamente por su rechazo del varón y su deseo de carne femenina, pero toda adolescente teme la penetración, el dominio masculino, siente ante el cuerpo del hombre una cierta repulsión; sin embargo, el cuerpo femenino es para ella, como para el hombre, un objeto de deseo. Ya lo he dicho: los hombres, al afirmarse como sujetos, se afirman al mismo tiempo como separados; considerar al otro como una cosa que hay que tomar es atentar en él, y solidariamente en uno mismo, contra el ideal viril; por el contrario, la mujer que se reconoce como objeto ve en sus semejantes y en ella misma una presa. El pederasta inspira hostilidad a los heterosexuales hombres y mujeres, porque ambos exigen que el hombre sea un sujeto dominante1; por el contrario, los dos sexos consideran espontáneamente con indulgencia a las lesbianas. «Confieso —dice el conde de Tilly— que es una rivalidad que no me contraría nada; todo lo contrario, me divierte y tengo la inmoralidad de reírme.» Colette prestó esta misma indiferencia divertida a Renaud ante la pareja que Claudine forma con Rezi2.El hombre se siente más molesto ante una heterosexual activa y autónoma que ante una homosexual no agresiva; la primera cuestiona las prerrogativas masculinas; los amores sáficos están lejos de contrariar la forma tradicional de división de sexos: en la mayoría de los casos son una forma de asumir la feminidad, no de rechazarla. Hemos visto que aparecen con frecuencia entre las adolescentes como un sustituto de las relaciones heterosexuales que todavía no han tenido la audacia de vivir: es una etapa, un aprendizaje y la que un día se entrega a él con más ardor puede ser mañana la más ardiente de las esposas, de las amantes, de las madres. Lo que hay que explicar en la invertida no es el aspecto positivo de su elección, sino su cara negativa: no se caracteriza por su preferencia por las mujeres, sino por la exclusividad de esta preferencia. 1 Una heterosexual siente fácilmente amistad por determinados pederastas, porque encuentra seguridad y diversión en estas relaciones asexuadas. Sin embargo, en su conjunto, siente hostilidad respecto a estos hombres que, en ellos mismos o en los demás, degradan al varón soberano convirtiéndolo en cosa pasiva. 2 Es curioso que el código inglés castigue en los hombres la homosexualidad y no la considere un delito entre mujeres. 520 Se suele distinguir—según Jones y Hesnard— entre dos tipos de lesbianas: las unas, «masculinas», desean «imitar al hombre»; las otras, «femeninas», tienen «miedo del hombre». Es cierto que se pueden considerar en la inversión dos tendencias básicas; algunas mujeres rechazan la pasividad, mientras que otras eligen brazos femeninos para abandonarse a ellos pasivamente; sin embargo, estas actitudes inciden una sobre otra; las relaciones con el objeto elegido, con el objeto rechazado, se explican la una por la otra. Por muchas razones, lo vamos a ver, la diferenciación indicada nos parece bastante arbitraria. Definir a la lesbiana «viril» por su voluntad de «imitar al hombre» es condenarla a la falta de autenticidad. Ya he dicho que los psicoanalistas crean equívocos aceptando las categorías masculinofemenino tal y como la sociedad actual las define. Efectivamente, en nuestros días el hombre representa el positivo y el neutro, es decir, el macho y el ser humano, mientras que la mujer es sólo el negativo, la hembra. Cada vez que la mujer se conduce como un ser humano, se dice que se identifica con el varón. Sus actividades deportivas, políticas, intelectuales, el deseo que siente por otras mujeres, se interpreta como una «protesta viril»; no se quieren tener en cuenta los valores hacia los que se trasciende, lo que lleva evidentemente a considerar que ha elegido la opción no auténtica de una actitud subjetiva. El gran malentendido sobre el que descansa este sistema de interpretación es que se admite que es natural para el ser humano hembra convertirse en una mujerfemenina: no basta con serheterosexual, ni siquiera madre, para realizar esta idea. La «mujer, mujer» es un producto artificial que fabrica la civilización como antes se fabricaban castrados; sus supuestos «instintos» de coquetería, de docilidad, se le insuflan como al hombre el orgullo fálico; él no siempre acepta su vocación viril; ella tiene buenas razones para aceptar menos dócilmente todavía la que se le ha asignado. Las nociones de «complejo de inferioridad», «complejo de masculinidad», me traen a la mente la anécdota que cuenta Denis de Rougemont en Lapane del diablo:una señora se imaginaba que cuando sepaseaba por el campo, la atacaban los pájaros; tras varios meses de un tratamiento psicoanalítico que no la consiguió curar de su obsesión, el médico, paseando con ella por eljardín se dio cuenta de que la atacaban los pájaros. La mujer se siente disminuida porque enrealidad las consignas de la feminidad la disminuyen. Espontáneamente, optapor serun individuo completo, un sujeto y una libertad ante quien se abren el mundo y el futuro; si esta elección se 521 confunde con la de la virilidad, es en la medida en que la feminidad significa en nuestros días mutilación. Vemos claramente en las confesiones de invertidas —platónica en el primer caso, declarada en el segundo— que recogieron Havelock Ellis y Stekel que lo que indignó a ambos sujetos es la especificaciónfemenina. Por muy lejos que me remonte, dice una, nunca me consideré como una niña y me sentía en un estado de confusiónpermanente. Hacia los cinco o seis años, me dije que no me importaba la opinión de la gente: si no era un chico, en todo caso no era una chica... Miraba la conformación de mi cuerpo como un accidente misterioso... Cuando apenas podía andar ya me interesaba por los martillos y los clavos, quería subirme a los caballos. Hacia los siete años, me di cuenta de que todo lo que me gustaba no estaba bien para una chica. No era nada feliz y a menudo lloraba y me encolerizaba de lo tunosa que me ponían las conversaciones sobre los chicos y las chicas... Cada domingo, salía con los chicos del colegio de mis hermanos... Hacia los once años... para castigarme por lo que era, me mandaron interna... Hacia los quince años, no importa a dónde hieran mis pensamientos, mi punto de vista siempre era el de un chico... Me sentía llena de compasión por las mujeres... Me convertí en su protector y su ayuda. En cuanto a la travestida de Stekel: Hasta su sexto año, a pesar de las aseveraciones de su entorno, se creía un chico vestido de chica por razones que le resultaban desconocidas... A los seis años se decía: «Seré teniente y, si Dios me da vida, mariscal.» Soñaba frecuentemente que montaba a caballo y salía de la ciudad a la cabeza de un ejército. Muy inteligente, se sintió desgraciada al ser trasladada de la escuela normal a un liceo, pues le daba miedo volverse afeminada. Esta rebeldía no implica en ningún caso una predestinación sáfica; la mayor parte de las niñas conocen el mismo escándalo y la misma desesperación cuando se enteran de que la conformación accidental de su cuerpo condena sus gustos y sus aspiraciones; es la ira que sintió Colette Audry3 al descubrir a los doce años que nunca podría ser marino; es muy natural que la futura 3 Awc yew c du souvenir. 522 mujer se indigne de las limitaciones que le impone su sexo. La pregunta está mal planteada: no se trata de saber por qué las rechaza; el problema es más bien entender por qué las acepta. Su conformismo viene de su docilidad, de su timidez; pero esta resignación se transformará fácilmente en rebeldía si las compensaciones que ofrece la sociedad no se consideran suficientes. Es lo que ocurrirá en los casos en los que la adolescente se considera poco agraciada como mujer: así es como las circunstancias anatómicas adquieren su importancia; fea, malformada o creyendo serlo, la mujer rechaza un destino femenino para el que no se siente dotada, pero sería falso decir que la actitud viril se adopta para compensar una falta de feminidad; habría que decir más bien que, a cambio de las ventajas viriles que se le pide que sacrifique, las oportunidades que se ofrecen a la adolescente le parecen demasiado escasas. Todas las niñas envidian la ropa cómoda de los chicos; lo que hace que poco a poco consideren preciosas sus galas es la imagen que ven en el espejo, las promesas que adivinan; si el espejo refleja secamente un rostro cotidiano, si no promete nada, puntillas y cintas son un aderezo molesto, ridículo incluso, y el «chicazo» se obstina en seguir siendo chico. Incluso si es bonita, la mujer que emprende proyectos singulares o reivindica su libertad en general se niega a renunciar a ello en beneficio de otro ser humano; se reconoce en sus actos, no en su presencia inmanente: el deseo masculino que la reduce a los límites de su cuerpo la choca tanto como choca al muchacho; siente por sus compañeras sometidas la misma repugnancia que siente el hombre viril ante el pederasta pasivo. Si adopta una actitud masculina, es en parte para repudiar toda complicidad con ellas; cambia su ropa, su aspecto, su lenguaje, forma con una amiga femenina una pareja en la que encama el personaje masculino: esta representación es efectivamente una «protesta viril», pero aparece como un fenómeno secundario; lo espontáneo es el escándalo del sujeto conquistador y soberano ante la idea de transformarse en presa camal. Muchas deportistas son homosexuales; este cuerpo que es músculo, movimiento, tensión, impulso, no es para ellas una carne pasiva; no atrae mágicamente las caricias, es poder sobre el mundo, no una cosa del mundo; el foso que existe entre el cuerpo «para sí» y el cuerpo «para el otro» parece infranqueable en este caso. Encontramos resistencias similares en la mujer de acción, la mujer «de cabeza» para quien la rendición, aunque sea en forma camal, es imposible. Si la igualdad de sexos fuera una 523 realidad concreta, este obstáculo desaparecería en gran número de casos, pero el hombre sigue pletórico de superioridad y para la mujer esta convicción es molesta si no la comparte. Hay que observar no obstante que las mujeres más decididas, las más dominadoras, no dudan demasiado en enfrentarse con el varón: la mujer llamada «viril» suele ser una heterosexual clara. No quiere renegar de su reivindicación de ser humano, pero tampoco quiere mutilarse de su feminidad, opta por acceder al mundo masculino, por hacerlo suyo. Su sensualidad fuerte no teme la dureza del varón; para encontrar su felicidad en un cuerpo de hombre tiene que vencer menos resistencias que la virgen tímida. Una naturaleza muy tosca, muy animal no sentirá la humillación del coito; una intelectual con mentalidad intrépida la cuestionará; segura de sí, de ánimo guerrero, la mujer se implicará realmente en un duelo en el que está segura de vencer. George Sand tenía una predilección por los jóvenes, los hombres «femeninos», pero Mme de Staél no buscó hasta muy tarde en sus amantes juventud y belleza; mientras dominaba a los hombres por la fuerza de su espíritu, mientras recibía orgullosamente su admiración, no debía sentirse en absoluto una presa entre sus brazos. Una soberana como Catalina de Rusia podía permitirse incluso delirios masoquistas; en esos juegos nunca dejó de ser la que manda. Isabelle Eberhardt que, vestida de hombre, recorrió el Sahara a caballo, no se consideraba nada disminuida cuando se entregaba a un vigoroso joven del regimiento de cazadores. La mujer que no quiere ser esclava del hombre no huye de él en absoluto; más bien trata de convertirlo en instrumento de su placer. En circunstancias favorables —que dependen en gran medida de su compañero— la idea misma de competición desaparece y se complace en vivir en su plenitud su condición de mujer como el hombre vive su condición de hombre. Sin embargo, esta conciliación entre su personalidad activa y su papel de hembra pasiva es a pesar de todo mucho más difícil para ella que para el hombre; en lugar de consumirse en este esfuerzo, muchas mujeres renunciarán a intentarlo. Entre las artistas y escritoras existen numerosas lesbianas. No es porque su singularidad sexual sea fuente de energía creadora, o manifieste la existencia de esta energía superior; es más bien porque, absorbidas por un trabajo importante, no quieren perder tiempo en desempeñar un papel de mujer o en luchar contra los hombres. Al no admitir la superioridad masculina, no quieren fingir que la re- 524 conocen ni extenuarse cuestionándola; buscan en el placer físico relajación, calma, diversión: prefieren apartarse de un compañero que se les aparece como un adversario, y así se liberan de los obstáculos que supone la feminidad. Por supuesto, la naturaleza de sus experiencias heterosexuales decidirá en muchos casos a la mujer «viril» a optar entre aceptar o rechazar su sexo. El desdén masculino confirma en la fea el sentimiento de su deformidad; la arrogancia de un amante herirá a la orgullosa. Todos los motivos de frigidez que hemos estudiado: resentimiento, despecho, temor del embarazo, trauma provocado por un aborto, etc., aparecen aquí. Toman más peso cuando la mujer aborda al hombre con más desconfianza. No obstante, la homosexualidad no siempre aparece, cuando se trata de una mujer dominante, como una solución totalmente satisfactoria; ya que trata de afirmarse, le desagrada no desarrollar totalmente sus posibilidades femeninas; las relaciones heterosexuales le parecen a un tiempo una disminución y un enriquecimiento; al repudiar las limitaciones que implica su sexo, lo que hace es limitarse de otra manera. De la misma forma que la mujer frígida busca el deseo rechazándolo, la lesbiana muchas veces quisiera ser una mujer normal y completa, aún sin querer serlo. Esta duda se manifiesta en el caso de la travestida estudiada por Stekel. Hemos visto que sólo le gustaba salir con chicos y que no se quería «afeminar». A los dieciséis años estableció sus primeras relaciones con muchachas; sentía por ellas un profundo desprecio, lo que dio desde el principio a su erotismo un carácter sádico; a una compañera a la que respetaba le hizo un cortejo ardiente, peroplatónico; por las queposeía sólo sentía desprecio. Se lanzó con rabia a estudios difíciles. Tras una decepción en su primer gran amor sáfico, se abandonó con frenesí a experiencias puramente sensuales y se puso a beber. A los diecisiete años conoció a unjoven con el que se casó, pero lo consideró como su mujer; se vestía de forma masculina y seguía bebiendo y estudiando. Al principio tuvo vaginismo y nunca tuvo un orgasmo durante el coito. Encontraba suposición «humillante» y siempre asumía el papel agresivo y activo. Abandonó a su marido, aunque «le amaba con locura», y volvió a tener relaciones conmujeres. Conoció aun artista al que se entregó, pero también sin orgasmo. Su vida se dividía en periodos claramente diferenciados; durante un tiempo escribía, creaba y se sentía completamente masculina; en esos periodos 525 se acostaba con mujeres, de forma episódica y sádicamente. Luego temaunperiodo femenino. Sehizo analizarporque quería llegar al orgasmo. La lesbiana podría aceptar fácilmente la pérdida de su feminidad si adquiriera así una virilidad triunfante. Nada de eso. Está claramente privada de órgano viril; puede desflorar a su amiga con la mano o utilizar un pene artificial para fingir la posesión; no deja de ser un castrado. En algunos casos se resiente profundamente. Inacabada como mujer, impotente como hombre, su malestar se traduce a veces por una psicosis. Una enferma decía a Dalbiez4: «Si tuviera algo para penetrar todo iría mejor.» Otra deseaba que sus senos fuesen rígidos. A menudo la lesbiana tratará de compensar su inferioridad viril por una arrogancia, un exhibicionismo que manifiestan en realidad un desequilibrio interior. A veces logrará crear con las otras mujeres un tipo de relaciones muy similares a las que mantiene con ellas un hombre «femenino» o un adolescente que no se siente muy seguro de su virilidad. Uno de los casos más llamativos de un destino de este tipo es el de «Sandor», que relata Kraffi Ebing. Había alcanzado así un equilibrio perfecto que acabó destruyendo la intervención de la sociedad. Sarolta era originaria de una familia noble húngara famosa por sus excentricidades. Supadre la educó como aun chico: montaba a caballo, cazaba, etc. Esta influencia se prolongó hasta la edad de trece años, cuando entró en un intemado. Se enamoró entonces de una inglesita, pretendió ser un chico y la raptó. Volvió con su madre, pero pronto, con el nombre de «Sandor», vestida de muchacho, se fue de viaje con su padre: practicaba deportes viriles, bebía y frecuentaba los burdeles. Se sentía especialmente atraída por las actrices o las mujeres aisladas que, en la medida de lo posible, no estaban en su primera juventud; le gustaban realmente «femeninas». «Amaba —dice— la pasión femenina que se manifestaba bajo un velo poético. La desvergüenza en las mujeres me inspiraba repulsión... Tema una aversión indecible por la ropa de mujer y en general por todo lo femenino, pero sólo sobre mí y en mí; por el contrario, sentía entusiasmo por el bello sexo.» Tuvo numerosas relaciones con mujeres y gastó mucho dinero en ellas. Colaboraba en dos grandes periódicos de la capital. Vivió ma­ 4 E l m étodo psicoanalítico y la doctrina freudiana. 526 ritalmente durante tres años con una mujer diez años mayor que ella y le costó mucho hacerle aceptar una ruptura. Inspiraba violentas pasiones. Enamorada de una joven institutriz, se unió a ella por un simulacro de matrimonio: su novia y su familia política la tomaban por un hombre; su suegro creyó observar en su futuro yerno un miembro en erección (probablemente un consolador); se afeitaba para guardar las formas, pero la sirvienta había encontrado en su ropa manchas de sangre menstrual y por el agujero de la cerradura se dio cuenta de que Sandor era una mujer. Desenmascarada, fue a parar a la cárcel, pero fue absuelta. Tuvounapena inmensa al verse separada de su bien amada María, a quien escribía desde su celda las cartas más apasionadas. No tenía una conformación totalmente femenina: sus caderas eran estrechas, no tenía cintura. Los senos estaban desarrollados, las partes genitales eran totalmente femeninas, pero imperfectamente desarrolladas. Sandor no tuvo la regla hasta los diecisiete años y le horrorizaba profundamente el fenómeno menstrual. La idea de relación sexual con hombres le espantaba; su pudor sólo se había desarrollado con las mujeres, hasta el punto de que prefería compartir su lecho con un hombre a con una mujer. Muy molesta cuando la trataban como a una mujer, sintió verdadera angustia cuando tuvo que ponerse de nuevo ropa femenina. Se sentía «atraída como por una fuerzamagnética hacia las mujeres de veinticuatro a treinta años». Encontraba su satisfacción sexual únicamente acariciando a su amiga, nunca dejándose acariciar. Ocasionalmente, utilizaba una media rellena de estopa como consolador. Detestaba a los hombres. Muy sensible a la estima moral ajena, tenía mucho talento literario, una gran cultura y una memoria colosal. Sandor no foe psicoanalizada, pero de la simple exposición de los hechos se derivan algunos puntos importantes. Al parecer, sin «protesta viril», de la forma más espontánea, siempre se consideró un hombre, gracias a la educación que recibió y a la constitución de su organismo; la forma en que su padre la asoció a sus viajes, a su vida, tuvo evidentemente una influencia decisiva; su virilidad estaba tan clara, que no manifestaba ninguna ambivalencia ante las mujeres: las amaba como un hombre, sin sentirse comprometida por ellas; las amaba de forma puramente dominadora y activa, sin aceptar reciprocidad. No obstante, es curioso que «detestara a los hombres» y que buscara especialmente mujeres mayores. Es algo que sugiere que Sandor había tenido con su madre un complejo de Edipo masculino; perpetuaba la actitud in­ 527 fantil de la niña que, formando pareja con su madre, alimenta la esperanza de protegerla y de dominarla algún día. Es muy frecuente que, cuando la niña se ha visto privada de la ternura materna, esta necesidad de ternura la persiga a lo largo de toda su vida adulta: educada por su padre, Sandor debió soñar con una madre amante y querida, que luego siguió buscando a través de las demás mujeres; es algo que explica sus profundos celos respecto a otros hombres, así como su amor «poético» por las mujeres «solas» y mayores que revestían para ella un carácter sagrado. Su actitud era exactamente la de Rousseau con Mme de Warens, el joven Benjamín Constant con Mme de Charriére: los adolescentes sensibles, «femeninos», se vuelven así hacia amantes maternales. Con unas características más o menos acusadas, encontramos frecuentemente este tipo de lesbiana que nunca se identificó con su madre —porque la admiraba o la detestaba demasiado—, pero que, aunque se niega a ser mujer, busca a su alrededor la dulzura de una protección femenina; desde el seno de esta cálida matriz puede emerger al mundo con audacias varoniles; se conduce como un hombre, pero como hombre tiene una fragilidad que le hace desear el amor de una amante de más edad; la pareja reproducirá la pareja heterosexual clásica: matrona y adolescente. Los psicoanalistas han destacado la importancia de las relaciones que la homosexual mantuvo con su madre. Hay dos casos en los que la adolescente tiene dificultades para escapar a su control: si ha sido ardientemente sobreprotegida por una madre ansiosa o si ha sido maltratada por una «mala madre», que le ha inspirado un profundo sentimiento de culpa; en el primer caso, sus relaciones rozaban a menudo la homosexualidad: dormían juntas, se acariciaban o se besaban los senos; la joven buscará en nuevos brazos esta misma felicidad. En el segundo caso, sentirá una necesidad ardiente de una «buena madre» que la proteja de la primera, que aparte la maldición que siente sobre su cabeza. Uno de los sujetos cuya historia cuenta Havelock Ellis, que había detestado a su madre durante toda su infancia, describe así el amor que vivió a los dieciséis años por una mujer más mayor. M e sentía com o una huérfana que de repente encuentra una madre y em pecé a sentirme m enos hostil hacia las personas m ayores, a sentir respeto por ellas... M i amor por ella era 528 perfectam ente puro y pensaba en ella com o en una madre... M e gustaba que m e tocara y a veces m e estrechaba en sus brazos o m e dejaba sentarm e en sus rodillas... Cuando estaba acostada venía a darme las buenas noches y m e besaba en la boca. Si la más mayor se presta a ello, la menor se abandonará feliz a relaciones más ardientes. Generalmente asume el papel pasivo, pues desea ser dominada, protegida, acunada, acariciada como un niño. Estas relaciones pueden seguir siendo platónicas o pasar a ser camales, pero en general tienen el carácter de una verdadera pasión amorosa. Precisamente porque aparecen en la evolución de la adolescente como una etapa clásica, no son suficientes para explicar una elección decidida de la homosexualidad. La joven busca al mismo tiempo una liberación y una seguridad que podrá encontrar también en brazos masculinos. Una vez pasado el periodo de entusiasmo amoroso, la muchacha siente a menudo con respecto a la mujer mayor el sentimiento ambivalente que sentía por su madre; sufre su dominio, al tiempo que desea librarse de él; si la otra se obstina en retenerla, será durante un tiempo su «prisionera»5, pero a través de escenas violentas o amistosamente se acabará escapando; al haber terminado de liquidar su adolescencia, se siente madura para afrontar una vida de mujer normal. Para que su vocación lesbiana se afirme es necesario que —como Sandor— rechace su feminidad, o que su feminidad encuentre un feliz desarrollo en brazos femeninos. Es decir, la fijación a la madre no basta para explicar su inversión. Es posible que se dé por motivos muy diferentes. La mujer puede descubrir o presentir a través de experiencias completas o esbozadas que no obtendrá placer en las relaciones heterosexuales, que sólo una mujer será capaz de colmarla: en particular, para la mujer que rinde culto a su feminidad, las relaciones sáficas son las más satisfactorias. Es muy importante destacarlo: el rechazo a su transformación en objeto no es siempre lo que conduce a la mujer a la homosexualidad; la mayoría de las lesbianas tratan por el contrario de apoderarse de los tesoros de su feminidad. Aceptar transformarse en cosa pasiva no es renunciar a toda reivindicación subjetiva: la mujer espera así alcanzarse bajo la imagen del «en sí»; sin embar­ 5 Como en la novela de Dorothy Baker, Trio, que es por otra parte muy su­ perficial. 529 go, trata de recuperarse en su alteridad. En soledad, no consigue realmente desdoblarse; si acaricia su pecho, no sabe cómo se revelarían sus senos a la mano ajena, ni cómo bajo la mano ajena se sienten vivir; un hombre puede descubrirle la existencia para sí de su carne, pero no lo que espara el otro. Sólo cuando sus dedos modelan el cuerpo de una mujer cuyos dedos modelan su propio cuerpo se produce el milagro del espejo. Entre el hombre y la mujer el amor es un acto; cada cual arrancado a sí se convierte en otro: lo que maravilla a la enamorada es que la languidez pasiva de su carne se refleje en forma de ardor varonil; la narcisista, en cambio, en este sexo erguido sólo reconoce muy confusamente sus propios encantos. Entre mujeres el amor es contemplación; las caricias no están tan destinadas a apropiarse de la alteridad como a recrearse lentamente a través de ella; una vez abolida la separación, no hay ni lucha, ni victoria, ni derrota; en una reciprocidad exacta cada una es al mismo tiempo sujeto y objeto, soberana y esclava; la dualidad es complicidad. «El estrecho parecido —dice Colette6— refuerza incluso el placer. La amiga se complace en la seguridad de acariciar un cuerpo cuyos secretos conoce y para el que su propio cuerpo le indica las preferencias.» Dice Renée Vivien: Nuestro corazón es semejante en nuestro seno de mujer ¡Queridísima! Nuestro cuerpo está hecho de la misma forma. Un mismo destino denso pesa sobre nuestras almas. Reflejo tu sonrisa y la sombra sobre tu cara. Mi dulzura es igual a tu gran dulzura. A veces incluso me parece que somos de la misma raza. Amo en ti a mi hija, mi amiga y mi hermana7. Este desdoblamiento puede tomar una imagen maternal; la madre que se reconoce y se aliena en su hija suele sentir por ella una atracción sexual; el deseo de proteger y de acunar en los brazos a un tierno objeto de carne es común en ella y en la lesbiana. Colette destaca esta analogía cuando escribe enLos zarcillos de la vid [Les Vrilles de la vigne]: Me darás el placer, inclinada sobre mí, con los ojos llenos de una ansiedad maternal, tú que buscas, a través de tu amiga apasionada, la niña que no tuviste. 6 Ces plaisirs... 1 Sortilèges. 530 Y Renée Vivien expresa el mismo sentimiento: Ven, te llevaré com o a una niña enferma, com o a una niña quejosa y tem erosa y enferma. Entre m is brazos tensos abrazo tu cuerpo ligero. Verás que sé curar y proteger y que m is brazos están h echos para ampararte m ejor8. Y también: Te amo porque eres débil y tranquila entre m is brazos, com o en una cuna cálida en la que reposas. En todo amor —amor sexual o amor maternal— hay avaricia y generosidad, deseo de poseer al otro y de entregárselo todo, pero en la medida en que ambas son narcisistas, en que acarician en la niña, en la amante, su prolongación o su reflejo, la madre y la lesbiana tienen un parecido singular. No obstante, el narcisismo no lleva tampoco a la homosexualidad: el ejemplo de Marie BashkirtsefF lo prueba; no encontramos en sus escritos la más mínima huella de un sentimiento afectuoso respecto a una mujer; cerebral más que sensual, extremadamente vanidosa, sueña desde la infancia con ser valorada por el hombre: sólo le interesa lo que puede contribuir a su gloria. La mujer que se idolatra de forma exclusiva y que busca un éxito abstracto es incapaz de complicidad cálida con otras mujeres; sólo ve en ellas rivales y enemigas. En realidad, ningún factor es realmente determinante; siempre se trata de una elección que se realiza en el corazón de un conjunto complejo y que se basa en una decisión libre; ningún destino sexual gobierna la vida del individuo: todo lo contrario, su erotismo es el reflejo de su actitud global ante la existencia. Las circunstancias, no obstante, tienen en esta elección una parte importante. Incluso en nuestros días, los dos sexos viven en gran medida separados: en los internados, las escuelas femeninas, es fácil pasar de la intimidad a la sexualidad; encontramos muchas menos lesbianas en los medios en los que la camaradería entre chicas y chicos facilita las experiencias heterosexuales. Muchas mujeres que trabajan en talleres, oficinas, entre mujeres y L 'Heure des mains jointes. 531 con pocas ocasiones de frecuentar a los hombres, establecerán entre ellas relaciones amorosas: material y moralmente, les resultará cómodo asociar sus vidas. La ausencia, o el fracaso, de relaciones heterosexuales las empujará a la inversión. Es difícil trazar un límite entre resignación y predilección: una mujer puede consagrarse a las mujeres porque el hombre la ha decepcionado, pero a veces la decepciona porque en él buscaba una mujer. Por todas estas razones, es falso establecer una diferenciación radical entre la heterosexual y la homosexual. Una vez pasado el tiempo indeciso de la adolescencia, el varón normal no se permite más aventuras pederásticas, pero es frecuente que la mujer vuelva a los amores que —platónicamente o no— iluminaron sujuventud. Decepcionada por el hombre, buscará en brazos femeninos el amante que la traicionó; Colette señala en La vagabunda [La Vagabonde] este papel consolador que suelen desempeñar en la vida de las mujeres los amores condenados: incluso algunas se pasan toda la vida consolándose. Una mujer colmada por las caricias masculinas puede no desdeñar un placer más tranquilo. Pasiva y sensual, las caricias de una amiga no provocarán rechazo, ya que sólo se tendrá que abandonar, que dejarse colmar. Activa, ardiente, aparecerá como «andrógina», no por una misteriosa combinación de hormonas, sino simplemente porque se considera que la agresividad y la preferencia por la posesión son cualidades viriles; Claudine, enamorada de Renaud, no deja de desear los encantos de Rézi; es plenamente mujer sin dejar por ello de desear también tomar y acariciar. Por supuesto, en las «mujeres honradas» estos deseos «perversos» se reprimen cuidadosamente, pero se manifiestan no obstante en forma de amistades puras pero apasionadas, o disfrazadas de ternura maternal; algunas veces saltan violentamente a la luz durante una psicosis o durante la crisis de la menopausia. Con mayor razón es vano pretender dividir las lesbianas en categorías definidas. Dado que una representación social se superpone con frecuencia a sus verdaderas relaciones, al imitar a una pareja bisexuada sugieren ellas mismas la división en «viriles» y «femeninas». Sin embargo, que una lleve un traje estricto y la otra un vestido vaporoso no debe engañar a nadie. Si se miran las cosas más de cerca, se puede observar que —salvo en casos límite— su sexualidad es ambigua. La mujer que se hace lesbiana porque rechaza el dominio masculino suele disfrutar los placeres de reconocer en otra mujer a la misma orgullosa amazona; antes 532 muchos amores culpables florecían entre las estudiantes de [la escuela normal femenina de] Sèvres, que vivían juntas apartadas de los hombres; estaban orgullosas de pertenecer a una elite femenina y querían seguir siendo sujetos autónomos; esta complejidad que las urna contra la casta privilegiada, permitía a cada una de ellas admirar en una amiga al ser prestigioso que amaba en ella misma; al abrazarse mutuamente, cada una era a un tiempo hombre y mujer y se fascinaba con sus virtudes andróginas. A la inversa, una mujer que quiere disfrutar en brazos femeninos su feminidad, conoce también el orgullo de no obedecer a ningún amo. Renée Vivien amaba ardientemente la belleza femenina y quería ser bella; se arreglaba, estaba orgullosa de sus largos cabellos, pero también le gustaba sentirse libre, intacta; en sus poemas expresaba su desprecio respecto a las que aceptan con el matrimonio convertirse en siervas de un varón. Su preferencia por las bebidas fuertes, su lenguaje a veces grosero manifestaba su deseo de virilidad. En realidad, en la inmensa mayoría de las parejas las caricias son recíprocas. Además, los roles se distribuyen de forma muy flexible: la mujer más infantil puede elegir el personaje de adolescente frente a una matrona protectora, o el de la amante colgada del brazo de su amante. Pueden amarse en pie de igualdad. Como se trata de dos compañeras homologas, todas las combinaciones, transposiciones, intercambios, situaciones son posibles. Las relaciones se equilibran de acuerdo con las tendencias psicológicas de cada una de las amigas y de acuerdo con el conjunto de la situación. Si una de ellas ayuda o mantiene a la otra, asume funciones varoniles: protectora tiránica, idiota que paga, soberana respetada, e incluso proxeneta; una superioridad moral, social o intelectual le dará en muchos casos la autoridad; no obstante, la más amada gozará de los privilegios que le confiere el amor apasionado de la más amante. Como la de un hombre y una mujer, la asociación de dos mujeres adopta muchos aspectos diferentes; se basa en el sentimiento, el interés o la costumbre; es conyugal o apasionada; incorpora el sadismo, el masoquismo, la generosidad, la fidelidad, la abnegación, el capricho, el egoísmo, la traición; entre las lesbianas hay prostitutas como también grandes amorosas. No obstante, algunas circunstancias dan a estas relaciones un carácter singular. No están consagradas por una institución ni por las costumbres, ni reguladas por convenciones: se viven por ello con más sinceridad. Hombre y mujer —aunque estén casados— 533 mantienen las apariencias uno ante el otro, sobre todo la mujer a la que el varón siempre impone alguna consigna: virtud ejemplar, encanto, coquetería, infantilismo o austeridad; nunca se siente realmente ella misma en presencia del marido y del amante; junto a una amiga no finge, no tiene que hacerlo, son demasiado parecidas para no mostrarse al descubierto. Esta similitud genera la intimidad más total. El erotismo en muchos casos ocupa un lugar muy pequeño en estas uniones; el placer físico tiene un carácter menos fulminante, menos vertiginoso que entre hombre y mujer, no opera metamorfosis revolucionarias, pero cuando los amantes han desunido su carne vuelven a ser extraños y el cuerpo masculino provoca incluso rechazo en la mujer, como el hombre siente a veces como un hastío apático ante el de su compañera; entre mujeres, la ternura camal es más igual, más constante; no se ven arrastradas a éxtasis frenéticos, pero no caen tampoco en una indiferencia hostil; verse, tocarse es un placer tranquilo que prolonga en sordina el de la cama. La unión de Sarah Posonby con su bien amada duró cerca de cincuenta años sin una nube, como si hubiera sabido crearse al margen del mundo un edén apacible. Sin embargo, la sinceridad también tiene un precio. Porque se muestran a cara descubierta, sin preocuparse por disimular o por controlar, las mujeres alientan entre ellas violencias inauditas. El hombre y la mujer se intimidan porque son diferentes: él siente ante ella piedad, inquietud, se esfuerza por tratarla con cortesía, indulgencia, comedimiento; ella le respeta y le teme un poco, trata de dominarse ante él; ambos se preocupan por preservar al otro misterioso cuyos sentimientos, cuyas reacciones son difíciles de adivinar. Las mujeres entre ellas son despiadadas; se ponen trabas, se provocan, se persiguen, se ensañan y se arrastran mutuamente al fondo de la abyección. La tranquilidad masculina —sea indiferencia o autocontrol— es un dique contra el que rompen las escenas femeninas, pero entre dos amigas se abre una espiral de lágrimas y de convulsiones, su paciencia para acumular reproches y explicaciones es insaciable. Exigencias, recriminaciones, celos, tiranía, todas las plagas de la vida conyugal se desatan en una forma exacerbada. Si estos amores suelen ser tormentosos, también es porque suelen estar más amenazados que los amores heterosexuales. Tienen en contra a la sociedad, son difíciles de integrar. La mujer que asume una actitud viril —por su carácter, su situación, por la fiierza de su pasión— lamentará no poder dar a su amiga una vida normal y respetable, no poderse casar con ella, arrastrar­ 534 la por caminos insólitos. Son los sentimientos que en El pozo de soledad Radcliffe Hall asigna a su protagonista; estos remordimientos se traducen en una ansiedad morbosa y sobre todo en unos celos tormentosos. Por su parte, la amiga más pasiva o menos enamorada se resentirá de la reprobación social, se considerará degradada, pervertida, frustrada, experimentará despecho ante quien le impone esta suerte. Es posible que una de las mujeres desee un niño; en ese caso se resignará con tristeza a su esterilidad, o adoptarán un niño entre las dos, o la que desea la maternidad solicitará a un hombre sus servicios; el niño es a veces un vínculo, pero también puede ser una nueva fuente de fricción. Lo que da a las mujeres encerradas en la homosexualidad un carácter viril, no es su vida erótica, que por el contrario las confina en un universo femenino, sino el conjunto de las responsabilidades que se ven obligadas a asumir por el hecho de prescindir de los hombres. Su situación es inversa respecto a la de la cortesana que a veces adquiere un espíritu viril a fuerza de vivir entre hombres —como Ninon de Léñelos—, pero que depende de ellos. La atmósfera singular que reina alrededor de las lesbianas procede del contraste entre el. clima de gineceo en el que se desarrolla su vida privada y la independencia masculina de su existencia pública. Se conducen como hombres en un mundo sin hombres. La mujer sola siempre parece un tanto insólita; no es verdad que los hombres respeten a las mujeres; se respetan unos a otros a través de sus mujeres: esposas, amantes, mantenidas; cuando la protección masculina deja de extenderse sobre ella, la mujer queda desarmada frente a una casta superior que se muestra agresiva, burlona u hostil. Como «perversión erótica», la homosexualidad femenina provoca más bien la sonrisa; sin embargo, en la medida en que implica una forma de vida, suscita desprecio y escándalo. Si hay tanta provocación y afectación en la actitud de las lesbianas es porque no tienen ninguna forma de vivir su situación con naturalidad: la naturalidad supone no tener que reflexionar sobre sí mismo, actuar sin representar, y la conducta ajena obliga a la lesbiana a tomar constantemente conciencia de ella misma. Sólo cuando es ya mayor o goza de gran prestigio social podrá seguir su camino con total indiferencia. Es difícil decretar, por ejemplo, si se viste de forma masculina por gusto o por reacción defensiva. Ciertamente, en muchos casos debe tratarse de una elección espontánea. No hay nada menos natural que vestirse de mujer; sin duda las ropas masculinas 535 son también artificiales, pero más cómodas y sencillas, están pensadas para favorecer la acción y no para entorpecerla; George Sand, Isabelle Eberhardt iban vestidas de hombre; Thyde Monnier en su último libro9 habla de su predilección por el pantalón; cualquier mujer activa preferirá los tacones bajos, las telas resistentes. El sentido de los adornos femeninos es evidente; es una forma de «engalanarse» y engalanarse es ofrecerse; las feministas heterosexuales se mostraron también en ese punto tan intransigentes como las lesbianas: se negaban a convertirse en una mercancía que se exhibe, adoptaron trajes sastre estrictos y sombreros de fieltro; los vestidos recargados, escotados, les parecían un símbolo del orden social que combatían. Ahora han conseguido dominar la realidad y el símbolo tiene para ellas menos importancia. Para la lesbiana lo sigue teniendo en la medida en que tiene todavía reivindicaciones pendientes. También es posible —si existen particularidades físicas que motiven su vocación— que la ropa austera le siente mejor. Hay que añadir que uno de los papeles que desempeña el arreglo físico es saciar la sensualidad prensil de la mujer, pero la lesbiana desprecia el consuelo del terciopelo, de la seda: como Sandor los preferirá en sus amigas, o incluso el cuerpo mismo de su amiga ocupará ese lugar. También por esta razón las lesbianas pueden ser grandes bebedoras, fumar puros, utilizar un lenguaje fuerte, imponerse ejercicios violentos: eróticamente, tienen a su disposición la suavidad femenina; como contraste, prefieren un entorno rudo. De esta forma, puede preferir la compañía de los hombres, pero aquí interviene un nuevo factor: la relación a menudo ambigua que mantiene con ellos. Una mujer muy segura de su virilidad sólo querrá hombres como amigos y compañeros: esta seguridad sólo se encuentra en la que tiene con ellos intereses comunes, la que —en los negocios, en la acción o en el arte— trabaja y triunfa como uno de ellos. Gertrude Stein, cuando recibía a sus amigos, sólo se ocupaba de los hombres y dejaba a Alice Toldas ocuparse de las mujeres10. Sin embargo, la homosexual muy viril tendrá una actitud ambivalente respecto a las mujeres: las desprecia, pero tiene ante ellas un complejo de inferioridad, como mujer y como hombre; tiene mie­ 9 Mol . 10 Una heterosexual que cree — o se quiere convencer de ello— que trasciende por su valor la diferencia de los sexos puede tener la misma actitud, como Mme de Staél. 536 do de que la vean como un fracaso de mujer, un hombre inacabado, lo que la lleva a presentar una superioridad altiva, o a manifestar ante ellas —como la travestida de Stekel— una agresividad sádica. Sin embargo, este caso es bastante raro. Hemos visto que la mayor parte de las lesbianas rechazan al hombre con reticencia: en ellas, como en la mujer frígida, hay repugnancia, despecho, timidez, orgullo; no se sienten realmente sus semejantes; a su resentimiento femenino se suma un complejo de inferioridad ante los hombres; son rivales mejor armados para seducir, para poseer y conservar su presa; detestan su poder sobre las mujeres, detestan la «mancilla» que infligen a la mujer. Se irritan también al verles detentar privilegios sociales y sentirse más fuertes que ellas: es una humillación vergonzosa no poder batirse con un rival, saberle capaz de tumbarte de un puñetazo. Esta hostilidad compleja es una de las razones que lleva a algunas homosexuales a exhibirse; sólo se reúnen entre ellas, forman clubes para manifestar que no necesitan a los hombres ni social ni sexualmente. Es fácil pasar de ahí al fanfarroneo inútil y a todos los alardes de la falta de autenticidad. La lesbiana primero juega a ser un hombre; luego ser lesbiana pasa a ser también un juego; el disfraz, el travestismo se transforma en un uniforme y la mujer, con el pretexto de sustraerse a la opresión masculina, se convierte en esclava de su personaje; no ha querido encerrarse en la situación de mujer, pero queda aprisionada en el de lesbiana. Nada puede darpeor impresión de estrechez de miras y de mutilación que los clanes de mujeres liberadas. Hay que añadir que muchas mujeres sólo se declaran homosexuales por complacencia interesada; en ese caso se esfuerzan más en adoptar un aspecto equívoco, esperando así atraer a los hombres que las prefieren «viciosas». Estas adalides alborotadoras —que son evidentemente las que más llaman la atención— contribuyen a desacreditar lo que la opinión pública considera un vicio y una pose. En realidad, la homosexualidad no es ni una perversión deliberada ni una maldición fatal11. Es una actitud elegida en situación, es decir, a un tiempo motivada y libremente adoptada. Ninguno de los factores que asume el sujeto con esta elección —circunstancias fisiológicas, historia psicológica, circunstancias 11 El pozo de soledad presenta a un personaje femenino marcado por una fatalidad psicofisiològica. Sin embargo, esta novela no tiene demasiado carácter documental, a pesar de la fama que tuvo. 537 sociales— es determinante, aunque todos contribuyen a explicarla. Para la mujer es una forma entre muchas otras de resolver los problemas que plantea su condición en general y su situación erótica en particular. Como todas las conductas humanas, supondrá fingimientos, desequilibrios, fracasos, mentiras, o por el contrario, será fuente de experiencias fecundas, dependiendo de que se viva con mala fe, pereza y falta de autenticidad, o con lucidez, generosidad y libertad. 538 SEGUNDA PARTE Situación Capítulo V La mujer casada El destino que la sociedad propone tradicionalmente a la mujer es el matrimonio. La mayor parte de las mujeres, incluso en la actualidad,"están casadas, lo han estado, se preparan para estarlo o se lamentan por no haberlo logrado. Frustrada, rebelde o incluso indiferente con respecto a esta institución, la soltera se define con respecto al matrimonio. Debemos, pues, continuar este estudio con un análisis del matrimonio. La evolución económica de la condición femenina está cambiando la institución del matrimonio: se convierte en una unión libremente aceptada por dos individualidades autónomas; el compromiso de los cónyuges es personal y recíproco; el adulterio es para las dos partes una denuncia de contrato; el divorcio puede ser obtenido por una u otra parte en las mismas condiciones. La mujer ya no está encerrada en la función reproductora, que ha perdido gran parte de su carácter de servidumbre natural, se presenta como una carga voluntariamente asumida1; se asimila además a un trabajo productor, pues en muchos casos el tiempo de reposo que exige un embarazo debe ser pagado a la madre por el Estado o su empresa. En la URSS, el matrimonio fue durante algunos años un contrato entre dos individuos basado únicamente en la libertad de los esposos; al parecer en la actualidad es un servicio que el Estado les impone a ambos. Depende de la estructura general de la sociedad que en el mundo del mañana 1 Véase vol. I. 541 predomine una u otra tendencia, pero en todo caso, la tutela masculina está en vías de desaparición. No obstante, la época en que vivimos sigue siendo, desde el punto de vista feminista, un periodo de transición. Solamente una parte de las mujeres participa en la producción, e incluso éstas pertenecen a una sociedad en la que sobreviven antiguas estructuras, antiguos valores. El matrimonio moderno sólo se puede entender a la luz del pasado que perpetúa. El matrimonio siempre se presentó de forma radicalmente diferente para el hombre y para la mujer. Los dos sexos son necesarios el uno al otro, pero esta necesidad nunca supuso entre ellos reciprocidad; las mujeres nunca han constituido una casta que establezca con la casta masculina en pie de igualdad intercambios y contratos. Socialmente, el hombre es un individuo autónomo y completo; se considera ante todo un productor y su existencia se justifica por el trabajo que aporta a la colectividad; ya hemos visto2 por qué razones el papel reproductor y doméstico en el que está encerrada la mujer no le ha garantizado una dignidad igual. Es cierto que el varón la necesita; en algunos pueblos primitivos el soltero, incapaz de hacer frente solo a su subsistencia, puede ser una especie de paria; en las comunidades agrícolas es indispensable una colaboradora para el campesino; para la mayoría de los hombres, es mejor descargarse de algunas tareas sobre una compañera; el individuo desea una vida sexual estable, desea una posteridad y la sociedad exige de él que contribuya a perpetuarla. Sin embargo, el hombre no dmge una llamada a la mujer misma, sino a la sociedad de los hombres que permite a cada uno de sus miembros realizarse como esposo y padre; integrada como esclava o vasalla en los grupos familiares dominados por padres y hermanos, la mujer siempre ha sido entregada en matrimonio a determinados varones por otros varones. Primitivamente, el clan, la gens paterna dispone de ella prácticamente como de una cosa: forma parte de las prestaciones que intercambian dos grupos; su condición no ha sido profundamente modificada cuando el matrimonio ha revestido a lo largo de su evolución3 una forma contractual; dotada o propietaria de una parte de la herencia, la mujer aparece como una persona civil, pero la dote o la herencia la so­ 2 Ibídem . 3 Esta evolución ha tenido un carácter discontinuo. Se ha repetido en Egipto, en Roma, en la civilización moderna. Véase vol. I, segunda parte, «Historia». 542 meten también a su familia; durante mucho tiempo, los contratos fueron firmados entre el suegro y el yerno, no entre la mujer y el marido; sólo la viuda goza de una autonomía económica4. La libertad de elección de la joven siempre ha sido muy limitada; el celibato —salvo en los casos excepcionales en los que reviste un carácter sagrado— la condena al rango de parásito y de paria; el matrimonio es su única forma de subsistencia y la única justificación social de su existencia. Se le impone doblemente: debe dar hijos a la comunidad, aunque son raros los casos en los que —como en Esparta y en cierta forma bajo el régimen nazi— el Estado se hace cargo directamente de ella y sólo le pide que sea una madre. Incluso las civilizaciones que ignoran el papel generador del padre exigen que esté bajo la protección de un marido; también tiene como función satisfacer las necesidades sexuales de un varón y hacerse cargo de su hogar. La carga que le impone la sociedad se considera como un servicio prestado al esposo, por lo que éste debe a su esposa regalos o una renta vitalicia y se compromete a mantenerla; la comunidad compensa a través de él, la comunidad compensa a la mujer que le entrega. Los derechos que adquiere la esposa al cumplir con sus deberes se traducen en obligaciones a las que está sometido el varón. No puede romper a su gusto el vínculo conyugal; el repudio y el divorcio sólo se obtienen por decisión de los poderes públicos y algunas veces el marido debe aportar una compensación monetaria (su uso es a veces abusivo, como en el Egipto de Bojoris y actualmente en los EE.UU., en forma de «alimony»). La poligamia siempre se toleró de forma más o menos abierta: el hombre puede meter en su cama esclavas, palíalas, concubinas, amantes, prostitutas, pero debe respetar algunos privilegios de su mujer legítima. Si esta última ha sido maltratada o pequdicada, tiene derecho —más o menos concretamente garantizado— a volver con su familia, a obtener por su parte reparación o divorcio. El matrimonio es, pues, para ambos cónyuges una carga y un beneficio, pero no existe simetría en sus situaciones; para las muchachas, el matrimonio es la única forma de verse integradas en la sociedad y si «quedan para vestir santos» se convierten en desechos sociales. Por esta razón las madres siempre tratan de colocarlas tan desesperadamente. En el siglo pasado, en la burguesía, apenas sí se las 4 Por eso la viudajoven tiene un carácter tan singular en la literatura erótica. 543 consultaba. Se ofrecían a los posibles pretendientes durante «entrevistas» arregladas de antemano. Zola describe esta costumbre en Pot-Bouille. «Perdido, perdido», dice M m e Josserand derrumbándose en la silla. «Ah», dice sencillam ente M . Josserand. «Pero no lo entiende — vuelve a la carga M m e Josserand con una voz aguda— , le digo que hem os tirado por la ventana otro matrimonio, ¡y es el cuarto que fracasa!» «¿H as oído?» — insiste M m e Josserand lanzándose sobre su hija— . «¿Cóm o has podido dejar escapar otro matrimonio?» Berthe comprendió que era su tum o. «N o lo sé, m amá», murmuró. «U n subjefe de despacho» — continuaba su madre— ; «m enos de treinta años, un m agnífico porvenir. Todos los m eses el dinero rinde, es algo sólido, es lo único que vale... ¿Has vuelto a hacer una tontería com o con los otros?» «N o, mamá, te aseguro que no.» «¿Cuando bailabais pasasteis al saloncito?» Berthe se turbó: «Sí, mamá... Y además, com o estábam os solos, m e pidió cosas feas, m e besó, agarrándome así. Entonces m e dio m iedo y le empujé contra un m ueble.» Su madre la interrumpió furiosa de nuevo: «¡Em pujado contra un m ueble! ¡Ah, desgraciada, contra un m ueble!» «Pero m amá, m e sujetaba.» «¿Y qué pasa? Te sujetaba... ¡Vaya negocio! ¿Para qué mandar a estas mentecatas al internado? ¿Qué os enseñan allí?... ¡Por un beso detrás de una puerta! ¿Es algo que haya que contar a los padres? ¡Y empujando a la gente contra un m ueble, para estropear una boda!» Tom ó un aire doctoral y continuó: «Se acabó, he desesperado de ti, hija m ía, eres estúpida... Ya que no tienes fortuna entenderás que tienes que atrapar a los hom bres por otros m edios. Hay que ser amable, poner ojos tiernos, olvidar la mano, permitir niñerías sin que lo parezca; en fin, pescar un marido... Y lo que m e irrita es que cuando quiere no está tan m al» — continuó M m e Josserand— . «Vam os a ver, sécate los ojos, mírame com o si fuera un señor que te está cortejando. Mira, dejas caer el abanico, para que el señor al devolvértelo te roce los dedos... Y no seas tiesa, la cintura flexible. A los hombres no les gustan las tablas. Sobre todo, si van dem asiado lejos, no seas necia. U n hombre que va dem asiado lejos está inflamado, querida.» D ieron las dos en el reloj del salón; en la excitación de la velada prolongada, en su deseo furioso de un m atrim onio in­ 544 mediato, la madre no se daba cuenta de que hablaba en voz alta, dando vueltas sin cesar a su hija com o si fuera una m uñeca de cartón. Ésta, blanda, sin voluntad, se abandonaba, pero se sentía destrozada, el m iedo y la vergüenza le atenazaban la gar­ ganta... Lajoven aparece aquí como absolutamente pasiva; sus padres la casan, la entregan en matrimonio. Los muchachos se casan, toman esposa. Buscan en el matrimonio una expansión, una confirmación de su existencia, pero no el derecho mismo de existir; es una carga que asumen libremente. Pueden así cuestionarse sobre sus ventajas y sus inconvenientes como hacen los satíricos griegos y los de la Edad Media. Para ellos sólo es una forma de vida, no un destino. Pueden optar por la soledad del celibato: algunos se casan tarde o no se casan. La mujer, al casarse, recibe en feudo una parcela del mundo; existen garantías legales que la defienden de los caprichos del hombre, pero se convierte en vasalla suya. Económicamente, él es el jefe de la comunidad, y por lo tanto, la representa a los ojos de la sociedad. Ella toma su nombre, queda asociada a su culto, integrada en su clase, en su medio; pertenece a su familia, se convierte en su «otra mitad». Le sigue allá donde le llame su trabajo: en general el domicilio conyugal se fija allá donde él ejerza su profesión; más o menos brutalmente, ella rompe con su pasado, queda anexionada al universo de su esposo; le da su persona, le debe su virginidad y una fidelidad rigurosa. Pierde una parte de los derechos que el código reconoce a la soltera. La legislación romana colocaba a la mujer en las manos del marido locofiliae; a comienzos del siglo xrx, Bonald declaraba que la mujer es a su esposo lo que el hijo a la madre; hasta la ley de 1942, el código francés le exigía obediencia a su marido; la ley y las costumbres siguen confiriendo a este último una gran autoridad, que se deriva de su situación misma en el seno de la sociedad conyugal. Es el productor, el que trasciende los intereses de la familia hacia los de la sociedad y le abre un futuro cooperando en la edificación del futuro colectivo; él es quien encama la trascendencia. La mujer está abocada a mantener la especie y a ocuparse del hogar, es decir, a la inmanencia5. En realidad, toda existencia humana es 5 Cfr. vol. I. Encontramos esta tesis en San Pablo, los Padres de la Iglesia, Rousseau, Proudhon, Auguste Comte, D. H. Lawrenee, etc. 545 trascendencia e inmanencia al mismo tiempo; para superarse, exige mantenerse, para lanzarse hacia el futuro tiene que integrar el pasado y mientras se comunica con el otro, debe confirmarse en ella misma. Estos dos momentos están implicados en todo movimiento vital: al hombre, el matrimonio le permite precisamente esta afortunada síntesis; en su profesión, en su vida política, conoce el cambio, el progreso, experimenta su dispersión a través del tiempo y del universo; cuando está cansado de este vagabundeo, funda un hogar y se asienta, se ancla en el mundo; por la noche, se recoge en la casa, donde la mujer vela por sus muebles y sus hijos, por el pasado que va almacenando. Sin embargo, ella no tiene más misión que mantener y alimentar la vida en su pura e idéntica generalidad; perpetúa la especie inmutable, garantiza un ritmo uniforme a los días y la permanencia del hogar cuyas puertas mantiene cerradas; no tiene ningún control directo sobre el futuro ni sobre el universo; sólo se supera hacia la sociedad a través de su esposo. Actualmente, el matrimonio conserva para la gran mayoría esta imagen tradicional. En primer lugar, se le impone mucho más imperiosamente a la muchacha que al joven. Hay importantes capas sociales en las que no tiene ninguna otra perspectiva; entre los agricultores, la soltera es una paria; se queda de criada de sus padres, de su cuñado; no se le permite emigrar a la ciudad; el matrimonio, al someterla a un hombre, la convierte en ama de casa. En algunos medios burgueses, la joven sigue siendo incapaz de ganarse la vida; sólo puede vegetar como un parásito en el hogar paterno o aceptar en un hogar extraño una posición subalterna. Incluso cuando está más emancipada, el privilegio económico de los varones la lleva a preferir el matrimonio a una profesión: buscará un marido cuya situación sea superior a la suya, que le permitirá «llegar» más deprisa, más lejos de lo que ella sería capaz. Se acepta, como antes, que el acto amoroso es, por parte de la mujer, un servicio que presta al hombre; él toma su placer y debe ofrecer una compensación a cambio. El cuerpo de la mujer es un objeto que se compra; para ella representa un capital que está autorizada a explotar. A veces le aporta una dote a su esposo; a menudo se compromete a realizar determinadas labores domésticas: llevar la casa, criar a los hijos. En todo caso, tiene derecho a dejarse mantener e incluso la moral tradicional la empuja a ello! Es natural que se sienta tentada por esta facilidad, sobre todo porque las profesiones femeninas en general son ingratas y mal pagadas; 546 el matrimonio es una carrera más ventajosa que muchas otras. Las costumbres siguen haciendo difícil la liberación sexual de la mujer soltera; en Francia, el adulterio de la esposa hasta nuestros días ha sido delito, mientras que ninguna ley impedía a la mujer el amor libre; no obstante, si deseaba un amante, primero se tenía que casar. Muchas jóvenes burguesas, educadas con severidad, se siguen casando en la actualidad para «ser libres». Gran número de norteamericanas han conquistado su libertad sexual, pero sus experiencias se asemejan a las de los jóvenes primitivos descritos por Malinowsky, que disfrutan en la «casa de los solteros» de placeres sin consecuencia; se espera de ellos que se casen y sólo entonces tienen consideración de adultos. Una mujer sola, en los Estados Unidos más que en Francia, es un ser socialmente incompleto, aunque se gane la vida; necesita una alianza en el dedo para conquistar la dignidad integral de una persona y la plenitud de sus derechos. En particular, la maternidad sólo se respeta en la mujer casada; la madre soltera sigue siendo objeto de escándalo y el niño es para ella un obstáculo importante. Por todas estas razones, muchas adolescentes del Viejo y del Nuevo Mundo, preguntadas por sus proyectos de futuro, contestan ahora como lo hicieron antes: «Me quiero casar.» Sin embargo, ningún joven considera el matrimonio como su proyecto fundamental. El éxito económico le dará su dignidad de adulto: el matrimonio puede formar parte de ella —sobre todo para el campesino—, pero también es posible excluirlo. Las condiciones de la vida moderna —menos estable, más insegura que antes— hacen que las cargas del matrimonio sean especialmente pesadas para el joven; los beneficios han disminuido, por el contrario, puesto que puede cubrir fácilmente sus necesidades y en general tiene satisfacciones sexuales a su alcance. Sin duda, el matrimonio supone comodidades materiales («Se come mejor en casa que en el restaurante»), comodidades eróticas («Así tenemos el burdel en casa»), libera al individuo de su soledad, lo fija en el espacio y el tiempo dándole un hogar, unos hijos; es una realización definitiva en su existencia. En cualquier caso, el conjunto de las demandas masculinas es inferior a las ofertas femeninas. El padre, más que entregar a su hija, se la quita de encima; lajoven que busca marido no responde a una llamada masculina, la provoca. Los matrimonios arreglados no han desaparecido; toda una burguesía bien pensante los sigue perpetuando. Alrededor de la tumba de Napoleón, en la Ópera, en el baile, en la playa, en el té, 547 la aspirante recién salida de la peluquería, vestida con un traje nuevo, exhibe tímidamente sus encantos físicos y su conversación modesta; sus padres la empujan: «Ya me has costado bastante en entrevistas, decídete. La próxima vez le toca a tu hermana.» La desgraciada candidata sabe que sus oportunidades disminuyen a medida que se va haciendo mayor; los pretendientes no son numerosos: no tiene mucha más libertad de elección que la joven beduina que cambian por un rebaño de ovejas. Como dice Colette6: «Una joven sin fortuna y sin oficio que está a cargo de sus hermanos sólo puede callarse, aceptar su suerte y dar gracias a Dios.» De forma menos cruda, la vida mundana permite a los jóvenes conocerse bajo el ojo vigilante de las madres. Algo más liberadas, las muchachas multiplican las salidas, frecuentan las facultades, eligen una profesión que les da la ocasión de conocer hombres. Claire Leplae realizó una encuesta entre 1945 y 1947 en la burguesía belga sobre el problema de la elección matrimonial7. La autora procede mediante entrevistas; citaré algunas de las preguntas que planteó y de las respuestas que obtuvo. R: ¿ L o s m a trim o n io s co n certa d o s son fre c u e n te s? R.: Ya no existen m atrimonios concertados (51% ). Los m atrim onios concertados son m uy raros, com o m ucho un 1% (16% ). D el 1 al 3% de los m atrimonios son concertados (28% ). D el 5 al 10% de los matrimonios son concertados (5%). Las personas interesadas señalan que los m atrim onios concertados, num erosos antes de 1945, han desaparecido prácticamente. N o obstante, «el interés, la falta de relaciones, la tim idez o la edad, el deseo de realizar una buena unión son los m otivos de algunos matrimonios concertados». Estos matrim onios suelen com binarlos los sacerdotes, pero a veces también la m uchacha se casa por correspondencia. «A veces preparan ellas m ism as su retrato por escrito, que se transcribe a una hoja especial, con un número. Esta hoja se envía a todas las personas descritas en ella. Puede incluir doscientas candidatas al m atrim onio y un número similar de candidatos. Ellos también hacen su retrato. Todos pueden elegir librem ente un corresponsal al que escriben a través de la institución.» 6 La casa de Claudine [La Maison de Claudine]. 7 Cfr. Claire Leplae, Les Fiançailles. 548 P.: ¿En qué circunstancias consiguen comprometerse los jó venes en estos últimos años? R.: Las reuniones sociales (48%). Los estudios, las obras en común (22%). Las reuniones íntimas, los viajes (30%). Todo el mundo está de acuerdo en que «los matrimonios entre amigos de la infancia sonmuy raros. El amornace de im­ proviso». P.: ¿ Tiene un papel importante el dinero en la elección delfu turo cónyuge? R.: El 30% de los matrimonios se hacen por dinero (48%). El 50% de los matrimonios se hacen por dinero (35%). El 70% de los matrimonios se hacen por dinero (17%). P.: ¿Los padres están ávidos p o r casar a sus hijas? R.: Los padres están ávidos por casar a sus hijas (58%). Los padres están deseosos de casar a sus hijas (24%). Los padres desean que sus hijas se queden en sus casas (18%). P.: ¿Las muchachas están ávidas p o r casarse? R.: Las muchachas están ávidas por casarse (36%). Las muchachas desean casarse (38%). Las muchachas prefieren no casarse a casarse mal (26%). «Lasjóvenes salen también a cazarjóvenes, Las chicas se casan con el primero que llega para encontrar una situación. Todas esperan casarse y se esfuerzan en lograrlo. Es una humillación para una muchacha que nadie vaya detrás de ella: para evitarlo se casan a veces con el primero que llega. Las muchachas se casan por casarse. Las muchachas tienen prisa por casarse porque el matrimonio les ofrece mayor libertad.» Sobre este punto están de acuerdo casi todos los testimonios. P.: En la búsqueda de un partido, ¿las chicas son más activas que los mismos chicos? R.: Las chicas declaran sus sentimientos a los chicos y les piden que se casen con ellas (4 3 %). Las chicas son más activas que los chicos en la búsqueda del matrimonio (43%). Las chicas son más discretas (14%). También en este caso encontramos práctica unanimidad: las chicas suelentomar la iniciativa del matrimonio. «Lasjóvenes se dan cuenta de que no tienen con qué salir adelante en la vida; al no saber cómo podrían trabajar para encontrar un me- 549 dio de vida, buscan en el matrimonio una tabla de salvación. L as jóven es se declaran, se lanzan a la cabeza de los jóvenes. ¡Son terroríficas! La m uchacha hace todo lo posible por casarse... la m ujer es la que busca al hombre, etc.» No existe ningún documento semejante sobre Francia, pero la situación de la burguesía es similar en ambos países, por lo que podríamos llegar a conclusiones similares; los matrimonios «concertados» siempre fueron más numerosos en Francia que en cualquier otro país, y el famoso «Club de las cintas verdes», cuyos miembros se reúnen en veladas destinadas a facilitar la relación entre ambos sexos sigue prosperando; los anuncios matrimoniales ocupan largas columnas en muchos periódicos. En Francia, como en Estados Unidos, las madres, las hermanas mayores, la prensa femenina enseñan con cinismo a las jóvenes el arte de «atrapan) un marido, como el papel atrapamoscas es capaz de cazar insectos; se trata de una «pesca», de una «caza» que requiere mucha destreza: no hay que apuntar demasiado alto ni demasiado bajo, no hay que ser fantasiosa, sino realista; hay que combinar coquetería y modestia; no hay que pedir demasiado ni demasiado poco... Los jóvenes desconfían de las mujeres que «se quieren casar». Un joven belga declara8: «No hay nada más desagradable para un hombre que sentirse perseguido, darse cuenta de que una mujer se abalanza sobre él.» Tratan de prever sus trampas. La posibilidad de elección de la muchacha suele ser muy limitada; sólo sería realmente libre si también tuviera libertad para no casarse. En general, en su decisión hay cálculo, despecho, resignación, y no entusiasmo, «Si el joven que le pide relaciones es más o menos adecuado (medio, salud, carrera), lo acepta sin amor. Incluso lo acepta aunque haya algúnpero y conserva la cabeza fría.» No obstante, al mismo tiempo que lo desea, la muchacha también teme el matrimonio. Representa un beneficio más considerable para ella que para el hombre, razón por la que lo desea más ávidamente, pero le exige también mayores sacrificios; en particular, implica una ruptura mucho más profunda con el pasado. Hemos visto que muchas adolescentes se sentían angustiadas ante la idea de abandonar el hogar paterno; cuando se acerca el momento, la angustia sé intensifica. Entonces nacen muchas neuroIbidem . 550 sis; también las podemos encontrar entre los jóvenes, asustados por las nuevas responsabilidades que asumen, pero se dan más entre las chicas por las razones que ya hemos visto y que toman en esta crisis todo su peso. Sólo citaré un ejemplo tomado de Stekel. Tuvo que tratar a una joven de buena familia que presentaba varios síntomas neuróticos. En el m om ento en que Stekel la conoce, sufre vóm itos, tom a m orfina todas las noches, tiene crisis de ira, se niega a lavarse, com e en la cama, se queda encerrada en su habitación. Está prometida y afirma que ama ardientemente a su novio. C onfiesa a Stekel que se ha entregado a él... M ás tarde, dice que no sintió ningún placer, que incluso guarda de sus b esos un recuerdo repugnante, lo que le provoca los vóm itos. Se descubre que en realidad se entregó para castigar a su madre, porque no se consideraba bastante amada por ella; siendo niña, espiaba a sus padres por la noche porque terna m iedo de que le dieran un hermano; adoraba a su madre. «Y ahora, tenía que casarse, abandonar la casa paterna, abandonar la habitación de sus padres. Era im posible.» Engorda, se rasca y estropea sus m anos, se atonta, se enferma, trata de ofender a su novio com o puede. El m édico la cura, pero ella suplica a su madre que renuncia a la idea de la boda: «Quería quedarse en casa, siem pre, para seguir siendo niña.» Su madre insistía en que se casara. U na semana antes de la boda, la encontraron en la cam a, m uerta: se había matado de un disparo. En otros casos, lajoven se obstina en una larga enfermedad; se desespera porque su estado no le permite casarse con el hombre al que «adora»; en realidad, se enferma para no tenerse que casar y no recupera su equilibrio hasta que rompe su compromiso. A veces, el miedo al matrimonio viene de que la joven ha tenido anteriormente experiencias eróticas que la han marcado; en particular, puede temer que se descubra la perdida de su virginidad. Frecuentemente, ardientes sentimientos hacia su padre, su madre, una hermana, o el apego al hogar paterno en general, hacen que le resulte insoportable la idea de someterse a un varón extranjero. Muchas de las que se deciden a ello porque hay que casarse, porque se ejerce presión sobre ellas, porque saben que es la única salida razonable, porque quieren una existencia normal de esposas y madres, no dejan de guardar en su corazón secretas y obstinadas resistencias que hacen difíciles los comienzos de su vida conyugal, que pueden incluso impedir que logren algún día un equilibrio feliz. 551 Generalmente, los matrimonios no se deciden por amor. «El esposo nunca es, por así decirlo, más que un sucedáneo del hombre amado, y no el propio hombre amado», dijo Freud. Esta disociación no tiene nada de accidental. Está implicada en la naturaleza misma de la institución. Se trata de trascender hacia el interés colectivo la unión económica y sexual del hombre y de la mujer, no de asegurar su felicidad individual. En los regímenes patriarcales podía darse el caso —se sigue dando en la actualidad entre algunos musulmanesde que los novios elegidos por la autoridad de los padres ni siquiera se hubieran visto antes de la boda. No se concebía la posibilidad de fundamentar la empresa de una vida, considerada en sus aspectos sociales, en un capricho sentimental o erótico. En este sensato acuerdo —dice Montaigne—, los apetitos no son tan imprudentes; son sombríos y más mortecinos. El amor odia que se le tome por lo que no es y se insinúa blandamente en los acuerdos que se establecen y mantienen por otras razones, como es el matrimonio: la alianza, los posibles, influyen por razón tanto o más que las gracias y la belleza. No nos casamos para nosotros, se diga lo que se diga; nos casamos sobre todo por laposteridad, por la familia (Libro ni, cap. V). El hombre, al ser el que «toma» mujer —y sobre todo cuando la oferta femenina es abundante— tiene más posibilidades de elegir, pero ya que el acto sexual se considera un servicio impuesto a la mujer en el que se basan las ventajas que se le conceden, es lógico que se prescinda de sus preferencias individuales. El matrimonio está destinado a defenderla de la libertad del hombre, pero como no hay amor ni individualidad fuera de la libertad, para asegurarse de por vida la protección de un varón debe renunciar al amor de un individuo singular. He escuchado a una madre de familia piadosa enseñar a sus hijas que «el amor es un sentimiento grosero reservado a los hombres, que las mujeres como es debido no conocen». Era, en una forma más ingenua, la misma doctrina que expresa Hegel en la Fenomenología del espíritu (t. II): Las relaciones de madre y de esposa son singulares, en parte como algo natural que corresponde al placer, en parte como algo negativo que contempla únicamente su propia desaparición; precisamente por eso también en parte esta singularidad es algo contingente que siempre puede sustituirse por otra singularidad. En el foco del reinado erótico, no se trata de este marido, sino de un marido en general, de hijos 552 en general. Las relaciones de la m ujer no se fundamentan en la sensibilidad, sino en lo universal. La diferencia entre la vida ética de la m ujer y la del hom bre consiste precisam ente en que la mujer en su distinción por la singularidad y en su placer es inm ediatam ente universal y ajena a la singularidad del deseo. Por el contrario, en el hom bre estos dos aspectos se separan uno del otro, y porque el hom bre posee com o ciudadano la fuerza consciente de sí y la universalidad, adquiere así el derecho al deseo y preserva al m ism o tiem po su libertad respecto a este deseo. A sí p ues, si en esta relación de la mujer interviene la singularidad, su carácter ético no es puro; sin em bargo, m ientras este carácter ético sea tal, la singularidad es indiferente y la m ujer se ve privada del reconocim iento de sí com o tal en el otro. Es decir, que la mujer no tiene que basar en su singularidad las relaciones con un esposo de su elección, sino justificar en su generalidad el ejercicio de sus funciones femeninas; sólo debe conocer el placer en una forma específica y no individualizada; se derivan dos consecuencias esenciales para su destino erótico: en primer lugar, no tiene derecho a ninguna actividad sexual fuera del matrimonio; para ambos esposos, al convertirse el comercio camal en una institución, deseo y placer se superan hacia el interés social; sin embargo, como el hombre se trasciende hacia lo universal como trabajador y ciudadano, puede disfrutar antes del matrimonio y al margen de la vida conyugal de placeres contingentes; en todo caso, su salvación la encuentra por otras vías; sin embargo, en un mundo en el que la mujer se define básicamente como una hembra, tiene que quedar íntegramente justificada como tal. Por otra parte, hemos visto que la unión de lo general y de lo singular es biológicamente diferente en el macho y en la hembra: al realizar su tarea específica de esposo y de reproductor, el primero encuentra con seguridad su placer9; por el contrario, en la mujer se suele dar una disociación entre la función genital y el placer físico. De esta forma, al pretender dar a su vida erótica una dignidad ética, el matrimonio en realidad se propone privarlo de ella. 9 Por supuesto, el adagio «Un agujero es siempre un agujero» es groseramente humorístico: el hombre busca algo más que el torpe placer. No obstante, la prosperidad de algunas casas de citas basta para probar que el hombre puede encontrar satisfacción con la primera mujer que encuentre. 553 Esta frustración sexual de la mujer ha sido deliberadamente aceptada por los hombres; hemos visto que se basaban en un naturalismo optimista para resignarse sin problemas a sus sufrimientos: es su destino; la maldición bíblica confirma esta opinión tan cómoda. Los dolores del embarazo —el enorme precio que se inflige a la mujer a cambio de un placer breve y equívoco— son incluso motivo de bromas constantes. «Cinco minutos de placer, nueve meses de dolor... Entra más fácilmente de lo que sale.» Este contraste suele parecerles divertido. En esta filosofía hay un componente sádico: muchos hombres se alegran de la miseria femenina y se resisten a la idea de que se la quiera aliviar10. Es comprensible que los varones no tengan ningún escrúpulo en negar a sus compañeras el placer sexual; les parece incluso ventajoso negarle, junto con la autonomía del placer, las tentaciones del deseo11. Es lo que expresa, con un cinismo encantador, Montaigne: E s una especie de incesto utilizar para este parentesco venerable y sagrado los esfuerzos y extravagancias de la licencia am orosa; dice Aristóteles que «hay que tocar a la m ujer propia 10 Algunos sostienen, por ejemplo, que el dolor del parto es necesario para la aparición del instinto materno: se da el caso de ciervas que paren bajo los efectos de un anestésico y que se desinteresan por sus crías. Los hechos alegados son de lo más vago; en cualquier caso, la mujer no es ninguna cierva. La verdad es que algunos varones se escandalizan de que se aligeren las cargas de la feminidad. 11 Incluso en nuestros días, la aspiración de la mujer al placer suscita fuertes iras; sobre este punto existe un documento asombroso: se trata del opúsculo del doctor Grémillon: L a V b ité sur Vorgasm e vénérien de la fem m e. El prefacio nos enseña que el autor, héroe de la primera guerra mundial, que salvó la vida a cincuenta y cuatro prisioneros alemanes, es un hombre de la más elevada moral. Atacando violentamente la obra de Stekel La m ujerfríg id a , declara entre otras cosas: «L a m ujer normal, la buena ponedora, no tiene orgasm o venéreo. Son numerosas las madres (y son las mejores) que nunca han sentido el espasmo mirífico... Las zonas erógenas frecuentemente latentes, no son naturales, sino artificiales. Hay quien se enorgullece de su descubrimiento, pero son estigmas de la decadencia... Si le decimos todo esto al hombre de vida alegre, no lo tendrá en cuenta. Quiere que su compañera de depravación tenga un orgasmo venéreo y lo tendrá. Si no existe, lo inventaremos. La mujer moderna quiere que la hagan vibrar. Nosotros le contestamos: ¡Señora, no tenemos tiempo y además la higiene nos lo desaconseja!... El creador de zonas erógenas trabaja contra su interés: crea mujeres insaciables. La vampiresa puede agotar sin cansarse a innumerables maridos...; con las “zonas” aparece una mujer nueva de nueva mentalidad, algunas veces una mujer terrible que puede llegar al crimen... No habría más neurosis ni psicosis si estuviéramos convencidos de que el acto amoroso es tan indiferente como comer, orinar, defecar, dormir...» 554 con prudencia y severidad, no vaya a ser que al acariciarla con demasiada lascivia el placer la saque de los goznes de la razón...» N o hay m atrim onios que se estropeen antes ni con m ás problemas que los que siguen el cam ino de la belleza y de los deseos amorosos: hacen falta bases m ás sólidas y m ás constantes, y caminar al acecho; esta brillante alegría no sirve para nada... U n buen m atrim onio, donde los haya, rechaza la com pañía y condición del amor (L. III, cap. V ). Dice también (LI, cap. XXX): Los placeres m ism os que tienen junto con sus m ujeres son reprobables si no se observa la moderación; es posible caer en la licencia y en desbordamientos com o si se tratase de un asunto ilegítim o. Estos fervores desvergonzados que nos traen los primeros calores no sólo son indecentes, sino dañinos para nuestras mujeres. Que al m enos aprendan la im pudicia de otra forma. Ya están bastante despiertas por nuestra necesidad... E l matrimonio es cosa devota y religiosa, razón por la cual el p lacer que nos procure debe ser un placer recatado, serio y con un toque de severidad; debe ser un placer prudente y concienzudo. Si el marido despierta la sensualidad femenina, la despierta en su generalidad, pues no ha sido elegido singularmente; predispone a su esposa a buscar el placer en otros brazos; acariciar de, masiado bien a una mujer, dice también Montaigne, es «cagar en el cesto y ponérselo sobre la cabeza». No obstante, reconoce de buena fe que la prudencia masculina coloca a la mujer en una situación muy ingrata. Las mujeres no se equivocan cuando rechazan las reglas de vida que se introducen en el mundo; sobre todo porque los h om bres las hicieron sin ellas. Es natural que haya intrigas y pendencias entre ellas y nosotros. N osotros las tratamos de forma d esconsiderada, pues aún sabiendo que son sin comparación m ás capaces y ardientes que nosotros para los efectos del amor... las obligamos a la continencia, bajo las penas m ás severas y extremas... Queremos que estén sanas, vigorosas, rozagantes, b ien alimentadas, y además castas, es decir, frías y calientes; porque el matrimonio que presuntamente debería impedirles arder les aporta poco refrigerio, vistas nuestras costumbres. Proudhon tiene menos escrúpulos: evitar el amor en el matrimonio es para él acorde con la «justicia»: 555 El amor debe estar inmerso en la justicia... toda conversación amorosa, incluso entre prom etidos, incluso entre esposos, es inconveniente, destructiva del respeto dom éstico, del amor al trabajo y de la práctica del deber social... (una vez cum plidos los fines del amor)... debem os apartarlo com o el pastor, que tras cuajar la leche retira el suero... No obstante, durante el siglo xix, las concepciones de la burguesía se modificaron un tanto; se esforzaba ardientemente por defender y mantener el matrimonio; por otra parte, los progresos del individualismo impedían que se pudieran acallar simplemente las reivindicaciones femeninas; Saint-Simon, Fourier, George Sand y todos los románticos habían proclamado con toda violencia el derecho al amor. Se planteó el problema de integrar en el matrimonio los sentimientos individuales que hasta entonces se habían excluido tranquilamente. Entonces se inventó la equívoca noción de «amor conyugal», fruto milagroso del matrimonio de conveniencia tradicional. Balzac expresa con toda su inconsecuencia las ideas de la burguesía conservadora. Reconoce que en principio matrimonio y amor no tienen nada que ver, pero se resiste a asimilar una institución respetable a un mero contrato en el que la mujer tiene la consideración de cosa; desemboca así en las incoherencias desconcertantes de la Fisiología del matrimonio [Physiologie du mariage] , donde leemos: El matrimonio puede considerarse política, civil y moralm ente com o una ley, com o un contrato, com o una institución... El matrimonio debe ser objeto del respeto general. La sociedad sólo puede tener en cuenta estas nobles cuestiones que para ella dominan la cuestión conyugal. La mayor parte de los hombres sólo piensan, con su matrim onio, en la reproducción, la propiedad, el hijo; sin embargo, ni la reproducción ni la propiedad ni el hijo constituyen la felicidad. El crescite et multiplicamini no im plica el amor. Pedir a una m uchacha que hem os visto catorce veces en quince días amor por la ley, el rey y la justicia es un absurdo digno de la mayor parte de los predestinados. Es tan claro como la teoría hegeliana. Sin embargo, Balzac continúa sin ninguna transición: El amor es la unión de la necesidad y del sentim iento, la. felicidad en el matrimonio nace de un entendim iento perfecto 556 entre las almas de los esposos. El resultado es que para ser feliz un hombre está obligado a respetar unas reglas de honor y delicadeza. Tras haberse beneficiado de la ley social que consagra la necesidad, debe obedecer a las leyes secretas de la naturaleza que hacen nacer los sentim ientos. Si su felicidad está en ser amado, tiene que amar sinceramente; nada resiste a una pasión verdadera. Sin embargo, ser apasionado es desear siem pre. ¿Es posible desear siempre a la mujer propia? — S í. A continuación, Balzac expone la ciencia del matrimonio. Es fácil darse cuenta de que el marido no busca ser amado, sino no ser engañado; no dudará en infligir a la mujer un régimen debilitante, en negarle toda cultura, en embrutecerla con el único fin de proteger su honor. ¿Seguimos hablando de amor? Si queremos encontrar un sentido a estas ideas nebulosas y deshilvanadas, al parecer, el hombre tiene derecho a elegir una mujer con la que satisfacer sus necesidades en su generalidad, generalidad que es garantía de fidelidad; posteriormente, tiene que despertar el amor de su mujer utilizando determinadas recetas. Pero ¿está realmente enamorado si se casa por su propiedad, por su posteridad? Y si no lo está, ¿cómo hará para que supasión sea lo bastante irresistible para provocar una pasión recíproca? ¿Ignora realmente Balzac que un amor no compartido, en lugar de seducir inevitablemente importuna y asquea? Vemos claramente toda su mala fe en Memorias de dosjóvenes recién casadas [Mémoires de deuxjem es mariées], novela epistolar de tesis. Louise de Chaulieu pretende basar el matrimonio en el amor; con el exceso de su pasión mata a su primer esposo; luego muere de la excitación celosa que siente por el segundo. Renée de L’Estorade sacrifica sus sentimientos a su razón, pero las alegrías de la maternidad la recompensan lo suficiente y construye una felicidad estable. Primero hay que preguntarse qué maldición —o quizá un decreto del mismo autor— prohíbe a la enamorada Louise la maternidad que desea: el amor nunca impidió la concepción; y pensamos además que para aceptar alegremente la asiduidad de su esposo Renée tuvo que apelar a la «hipocresía» que Stendhal odiaba en las «mujeres honradas». Balzac describe la noche de bodas en estos términos: El animal que llam am os marido, según tu expresión, ha desaparecido, escribe R enée a su amiga. H e visto, en una dulce velada, a un amante cuyas palabras m e llegaban al alma y en 557 cuyo brazo m e apoyaba con un placer inefable... la curiosidad se alzó en m i corazón... Tienes que saber que no m e ha faltado nada de lo que exige el amor m ás delicado, ni la im previsión que es, por así decirlo, el honor de estos m om entos: las gracias m isteriosas que nuestra im aginación les pide, el im pulso que excusa, el consentim iento arrancado, los placeres ideales entrevistos durante tanto tiem po y que nos subyugan el alm a antes de que nos dejem os llevar por la realidad, todas las seduccion es estaban presentes con sus formas fascinantes. Este hermoso milagro no debió repetirse a menudo, pues unas cartas más adelante encontramos a Renée en lágrimas: «Antes era un ser y ahora soy una cosa»: y se consuela de sus noches de «amor conyugal» leyendo a Bonald. Quisiéramos no obstante saber por qué receta el marido se ha transformado, en el momento más difícil de la iniciación femenina, en un ser tan fascinante: las que nos da Balzac en la Fisiología del matrimonio son bastante someras: «nunca hay que empezar el matrimonio por una violación» o imprecisas: «Captar hábilmente los matices del placer, desarrollarlos, darles un nuevo estilo, una expresión original constituye la genialidad de un marido.» Añade además que «entre dos seres que no se aman, esta genialidad es el libertinaje». Y precisamente Renée no ama a Louis; tal y como nos lo pinta, ¿de dónde le viene esta «genialidad»? En realidad, Balzac elude cínicamente el problema. Ignora que no hay sentimientos neutrales y que la ausencia de amor, la obligación, el aburrimiento no engendran tanto la tierna amistad sino el rencor, la impaciencia, la hostilidad. Es más sincero en El lirio del valle [Les Lys dans la vallée] y el destino de la infeliz Mme de Mortsauf aparece como mucho menos edificante. Reconciliar el matrimonio con el amor es una hazaña tal, que se requiere por lo menos la intervención divina para lograrlo; es la solución por la que opta Kierkegaard a través de complicados rodeos. Se complace en denunciar la paradoja del matrimonio: iQ ué extraña invención es el matrimonio! Y lo que lo hace m ás extraño todavía es que pasa por ser algo espontáneo. Y sin em bargo, ningún paso es tan decisivo... U n acto tan decisivo, habría que realizarlo espontáneam ente12. 12 In vin o veritas. 558 La dificultad es la siguiente: el amor y la inclinación am orosa son totalm ente espontáneos, pero el matrimonio es una decisión; no obstante, la inclinación amorosa debe despertarse con el m atrim onio o con la decisión; querer casarse supone que lo m ás espontáneo que existe debe ser al m ism o tiem po la d ecisión m ás libre, y que lo que a causa de la espontaneidad es tan inexplicable que se debe atribuir a una divinidad, al m ism o tiem po debe tener lugar en virtud de una reflexión y de una reflexión tan agotadora que va seguida de una decisión. A dem ás, una de las cosas no debe seguir a la otra; la decisión no debe llegar por detrás, de puntillas, todo debe tener lugar sim ultáneam ente, las dos cosas deben estar reunidas en el m om ento del desenlace13. Es decir, que amar no es desposar y que es muy difícil entender cómo el amor puede convertirse en deber. Sin embargo, la paradoja no asusta a Kierkegaard: todo su ensayo sobre el matrimonio trata de resolver este misterio. Es cierto, acepta que: «La reflexión es el ángel exterminador de la espontaneidad... Si fuera cierto que la reflexión debe coronar la inclinación amorosa, no habría m atrim onios.» Sin embargo, «la decisión es una nueva espontaneidad obtenida a través de la reflexión, vivida de forma puramente ideal, espontaneidad que corresponde precisam ente a la de la inclinación amorosa. La decisión es una concepción religiosa de la vida construida sobre bases éticas y debe, por así decirlo, abrir cam ino a la inclinación am orosa y protegerla de cualquier daño exterior o interior». Por esta razón, «jun esposo, un verdadero esposo es un m ilagro en sí!... ¡Poder retener el placer del amor mientras que la existencia concentra toda la fuerza de la seriedad sobre él y sobre la bien am ada!». En cuanto a la mujer, la razón no es lo suyo, no tiene «reflexión»; además, «pasa de la inmediatez del amor a la inmediatez de lo religioso». Traducido en lenguaje comprensible, esta doctrina significa que un hombre que ama se resuelve al matrimonio por un acto de fe en Dios que debe garantizarle la concordancia del sentimiento y del compromiso; y que una mujer cuando ama desea casarse. Conocí a una anciana católica que más ingenuamente creía en el «flechazo sacramental»; afirmaba que en el mo- 13 «Sobre el matrimonio», en Etapas en el camino de la vida. 559 mentó en que los esposos pronuncian al pie del altar el «sí» definitivo, sienten arder su corazón. Kierkegaard admite que antes debe haber una «inclinación», pero no deja de ser un milagro que pueda durar toda una existencia. No obstante, en Francia, novelistas y dramaturgos de fin de siglo, menos confiados en la virtud del sacramento, tratan de garantizar por procedimientos más humanos la felicidad conyugal; con más osadía que Balzac, se plantean la posibilidad de integrar el erotismo en el amor legítimo. Porto Riche afirma, m A m o u reu se, la incompatibilidad del amor sexual y de la vida doméstica: el marido, harto de los ardores de su mujer, busca la paz con una amante más templada. Sin embargo, por instigación de Paul Hervieu, incluye en el código que «el amor» es un deber entre los esposos. Marcel Prévost preconiza a los jóvenes maridos que traten a sus mujeres como a una amante y evoca en términos discretamente libidinosos los placeres conyugales. Bemstein se convierte en el dramaturgo del amor legítimo: ante la mujer amoral, mentirosa, sensual, ladrona, malvada, el marido aparece como un ser sensato, generoso; adivinamos también en él un amante fuerte y experto. Por reacción contra las novelas de adulterio aparecen gran número de apologías novelescas del matrimonio. Incluso Colette cede a esta oleada moralizante cuando en L a ingenua libertin a [LLngénue libertine/, después de haber descrito las cínicas experiencias de una joven casada torpemente desflorada, decide hacerle conocer la voluptuosidad en brazos de su marido. También Martin Maurice, en un libro que hizo bastante ruido, devuelve a la joven, tras una breve incursión en la cama de un hábil amante, a los brazos de su esposo, que puede disfrutar de su experiencia. Por otras razones, de forma diferente, los norteamericanos, que son a un tiempo respetuosos de la institución conyugal e individualistas, multiplican los esfuerzos de integración de la sexualidad en el matrimonio. Cada año se publica una multitud de obras de iniciación a la vida conyugal destinadas a enseñar a los esposos a adaptarse el uno al otro, y especialmente a enseñar al hombre a crear una feliz armonía con su mujer. Los psicoanalistas, los médicos, hacen las veces de «consejeros conyugales»; se acepta que la mujer también tiene derecho al placer y que el hombre debe conocer las técnicas que se lo puedan procurar. Hemos visto más arriba que el éxito sexual no es una mera cuestión técnica. El joven puede aprenderse de memoria veinte manuales como L o que todo m arido debe saber, E l secreto de la fe lic id a d 560 conyugal, El amor sin miedo; no por ello sabrá conquistar el amor de su nueva esposa, pues ella reacciona ante el conjunto de la situación psicológica. Y el matrimonio tradicional está lejos de crear las condiciones más favorables para el despertar y el florecimiento del erotismo femenino. Antes, en las comunidades de derecho materno, no se exigía virginidad a la nueva esposa; incluso, por razones místicas, era desflorada regularmente antes de su noche de bodas. En algunas regiones rurales francesas, se siguen observando restos de estas antiguas licencias; no se exige a las jovencitas castidad prenupcial y las chicas que han «faltado», o incluso las madres solteras, encuentran a veces esposo con más facilidad que otras. Por otra parte, en los medios que aceptan la emancipación de la mujer, se reconoce a las muchachas la misma libertad sexual que a los chicos. No obstante, la ética paternalista exige imperiosamente que la novia llegue virgen a su esposo; es necesario estar seguro de que no lleva en su seno un germen extraño; el marido quiere la propiedad íntegra y exclusiva de esta carne que hace'suya14; la virginidad reviste un valor moral, religioso y místico y este valor se le sigue reconociendo en general en nuestros días. En Francia, hay regiones en las que los amigos del novio se quedan tras la puerta de la cámara nupcial riendo y cantando hasta que el esposo venga a exponer triunfalmente ante sus ojos la sábana manchada de sangre; o bien los padres la exhiben a la mañana siguiente ante el vecindario15. En formas menos brutales, la costumbre de la «noche de bodas» sigue estando muy extendida. No es casual que haya suscitado toda una literatura «picante»: la separación de lo social y de lo animal genera necesariamente la obscenidad. Una moral humanista exige que toda experiencia vital tenga un sentido humano, que esté habitada por una libertad; en una vida erótica auténticamente moral existe una libre asunción del deseo y del placer, o al menos lucha patética para reconquistar la libertad en el seno de la sexualidad. Sin embargo, esto sólo es posible si se da un reconocimiento singular del otro, en el amor o en el deseo. Cuando la sexualidad ya no tiene que ser sal­ 14 Véase vol. I, tercera parte, «Los mitos». 15 «Actualmente, en algunas regiones de Estados Unidos, los inmigrantes de primera generación siguen enviando la ropa ensangrentada a la familia que se queda en Europa, como prueba de la consumación del matrimonio», dice el informe Kinsey. 561 vada por el individuo, cuando Dios o la sociedad pretenden justificarla, la relación no pasa de ser una relación bestial. Se entiende así fácilmente que las matronas bien pensantes hablen con asco de las aventuras de la carne: las han reducido al rango de funciones escatológicas. Por esta razón también se escuchan durante el banquete nupcial tantas risas chuscas. Se da una paradoja obscena en la superposición de una ceremonia pomposa sobre una función animal de una realidad brutal. El matrimonio expone su significado universal y abstracto: un hombre y una mujer se unen de acuerdo con unos ritos simbólicos a los ojos de todos, pero en el secreto del lecho se hacen frente dos individuos concretos y singulares y todas las miradas se apartan de sus relaciones. Colette, que asistió a la edad de trece años a una boda campesina, se sintió horriblemente desazonada cuando una amiga la llevó a ver la cámara nupcial: La habitación de los recién casados... Bajo las cortinas encam adas, la cama, estrecha y alta, la cam a rellena de plum as, henchida de almohadas de plum ón de oca, la cam a a la que conduce la jom ada humeante de sudor, de incienso, de aliento anim al, de vapor de salsa... Dentro de un rato, los recién casados vendrán aquí. N o lo había pensado. Se hundirán en esta plum a profunda... Entre ellos habrá esa lucha oscura sobre la que el candor osado de m i madre y la vida de los anim ales m e han enseñado demasiado y dem asiado poco. ¿Y después? Teng o m iedo de esta habitación y de esta cam a en la que no había pen sad o16. En su desamparo infantil, la niña percibe el contraste entre el aparato de la fiesta familiar y el misterio animal de la gran cama cerrada. El aspecto cómico y escabroso del matrimonio no aparece en las civilizaciones que no individualizan a la mujer: Oriente, Grecia, Roma; allí la función animal resulta tan general como los ritos sociales; sin embargo, en nuestros días, en Occidente, hombres y mujeres se perciben como individuos y los invitados a la boda se burlan porque este hombre y esta mujer van a consumar en una experiencia totalmente singular el acto que se oculta bajo los ritos, los discursos y las flores. Efectivamente, también hay un contraste macabro entre la pompa de los grandes entierros y la podredumbre de la tumba, pero el muerto no se despierta cuando 16 La casa de Claudine. 562 lo entierran, mientras que la recién casada siente una terrible sorpresa cuando descubre la singularidad y la contingencia de la experiencia real a la que la conducían la faja tricolor del alcalde y el órgano de la iglesia. No sólo en los vodeviles vemos muchachas que vuelven llorando a casa de su madre en la noche de bodas; los libros de psiquiatría están llenos de relatos de este tenor; me han contado directamente varios casos: se trataba de jovencitas demasiado bien criadas que no habían recibido ninguna educación sexual y que sufrieron un choque con el brusco descubrimiento del erotismo. En el siglo pasado, Mme Adam se imaginaba que era su deber casarse con un hombre que la había besado en la boca, porque creía que era la forma completa de la unión sexual. Más recientemente, Stekel relata a propósito de una recién casada: «Cuando, durante la luna de miel, su marido la desfloró, le tomó por loco y no se atrevió a decir una palabra de miedo a enfrentarse con un alienado17.» Habla incluso de una joven tan inocente como para casarse con una invertida y vivir durante mucho tiempo con su falso marido, sin imaginarse que no se trataba de un hombre. Si en la noche de bodas, al volver a casa, obliga a su mujer a pasar la noche dentro de un pozo, se quedará anonadada. Podrá sentir una vaga inquietud... Vaya, se dirá, así que esto es el matrimonio. Por eso sus prácticas eran tan secretas. M e he dejado atrapar. Com o se siente vejada, no dirá nada. Por eso podrá sum ergirla m uchas veces y durante m ucho tiem po sin causar ningún escándalo entre el vecindario. Este fragmento de un poema de Miehaux18, titulado Noche de bodas, da una idea bastante exacta de la situación. Ahora muchas jóvenes están mejor informadas, pero su consentimiento sigue siendo abstracto, y su desfloración conserva el carácter de violación. «Con seguridad se cometen más violaciones dentro del matrimonio que fuera», dice Havelock Ellis. En su obra Monatsschriftfiir Geburtshilfe, 1889, t. IX, Neugebauer reúne más de ciento cincuenta casos de heridas infligidas a las mujeres por el pene durante el coito; las causas eran la brutalidad, la embriaguez, 17 Los estados nerviosos de angustia [Nervöse Angstzustande und ihre Be­ handlung]. 18 Cfr. La noche se agita [La Nuit remue]. 563 una mala postura, una desproporción entre los órganos. En Inglaterra, relata Havelock Ellis, una dama preguntó a seis mujeres casadas de clase media, inteligentes, su reacción durante la noche de bodas: para todas el coito había sido un choque; dos de ellas lo ignoraban todo; las otras creían saberlo, pero quedaron también psicológicamente afectadas. Adler también insiste en la importancia psíquica del acto de la desfloración. Este primer m om ento en que el hombre adquiere todos sus derechos decide a menudo sobre toda una vida. El marido sin experiencia y sobrexcitado puede sembrar el germ en de la insensibilidad femenina y, con su torpeza y su brutalidad constantes, transformarla en anestesia permanente. Hemos visto en el capítulo anterior muchos ejemplos de iniciaciones desafortunadas. Aquí tenemos otro caso, relatado por Stekel: La señora H. N ., educada m uy púdicamente, temblaba ante la idea de su noche de bodas. Su marido la desvistió casi con violencia, sin permitirle acostarse. Se arrancó la ropa y pidió que le mirara desnudo y admirase su pene. Ella se escondió la cara entre las manos. Entonces él exclamó: «¿Por qué no te has quedado en tu casa, estúpida?» A continuación, la tumbó sobre la cama y la desfloró brutalmente. Naturalmente, ella se quedó frígida para siempre. Hemos visto todas las resistencias que debe vencer la virgen para cumplir con su destino sexual: su iniciación exige todo un «trabajo» fisiológico y psíquico. Es estúpido y bárbaro quererlo resumir en una noche; es absurdo transformar en un deber la operación tan difícil del primer coito. La mujer se aterroriza mucho más al ver que la extraña operación a la que está sometida es sagrada, que la sociedad, la religión, la familia, los amigos, la entregan solemnemente al esposo como a un amo; además, el acto parece comprometer todo su futuro, pues el matrimonio tiene un carácter definitivo. Entonces siente realmente la revelación de lo absoluto: este hombre a quien se entrega para siempre encama a sus ojos a todos los Hombres; además, se revela ante ella con una imagen desconocida, que tiene una importancia terrible, pues será el compañero de toda su vida. No obstante, el hombre también está angustiado por la consigna que pesa sobre él; tiene sus pro­ 564 pias dificultades, sus propios complejos que le hacen tímido y torpe, o por el contrario brutal; hay muchos hombres que se muestran impotentes en la noche de bodas a causa de la solemnidad misma del matrimonio. Janet escribe en Les Obsessions et la psychasténie: ¿Quién no ha oído hablar de recién casados avergonzados de su suerte que no pueden consumar el acto conyugal y que se ven por ello perseguidos por una obsesión de vergüenza y desesperación? Asistimos el año pasado a una escena tragicómica muy curiosa, cuando un suegro enfurecido arrastró hasta la Salpêtrière a suyerno humilde y resignado: el suegro exigíaun certificado médico que lepermitierapedir el divorcio. Elpobre muchacho explicaba que en otras ocasiones había estado a la altura, pero que desde su matrimonio un sentimiento de turbación y de vergüenza lo había hecho imposible. Demasiado ardor asusta a la virgen, demasiado respeto la humilla; las mujeres odian para siempre al hombre que obtiene egoístamente su placer a cambio de su sufrimiento, pero sentirán resentimiento eterno hacia el que parece desdeñarlas19, y frecuentemente hacia el que no intenta desflorarlas en la primera noche o es incapaz de hacerlo. Helene Deutsch señala20que algunos esposos, tímidos o torpes, piden al médico que desflore a su mujer con una operación quirúrgica con la excusa de que está mal conformada; se trata en general de un motivo poco plausible. Las mujeres, dice, guardan para siempre resentimiento y desprecio hacia un marido que ha sido incapaz de penetrarlas normalmente. Una de las observaciones de Freud21 muestra que la impotencia del marido puede generar un trauma en la mujer: Una enferma tenía la costumbre de correr de una habitación a otra en cuyo centro había una mesa. Arreglaba el mantel de una forma determinada, llamaba a la criada que debía acercarse a la mesa y la despedía... Cuando intentó explicar esta obsesión, recordó que el mantel tenía una mancha enorme y que lo colocaba de modo que la mancha saltara a la vista de la criada... Todo erauna reproducción de lanoche de bodas, en 19 Véanse las observaciones de Stekel citadas en el capítulo anterior. 20 La psicología de la mujer. 21 Damos el resumen de Stekel en La mujerfrígida. 565 la que el marido no se había m ostrado viril. A cudió m il veces de su habitación a la de ella para intentarlo de nuevo. Com o le daba vergüenza pensar en la criada que haría las cam as, arrojó tinta sobre la sábana para hacerle creer que era sangre. La «noche de bodas» transforma la experiencia erótica en una prueba que angustia a ambos por miedo a no poderla superar, pues están demasiado inmersos en sus propios problemas para tener la oportunidad de pensar generosamente en el otro; le da una solemnidad que la hace temible; no es extraño que condene para siempre a la mujer a la frigidez. El difícil problema que se le plantea al esposo es el siguiente: si «acaricia demasiado lascivamente a su mujer», ella puede sentirse escandalizada y ultrajada; al parecer, este temor paraliza entre otras cosas a los maridos estadounidenses, sobre todo en las parejas que han recibido educación universitaria, observa el informe Kinsey, porque las mujeres, más conscientes de ellas mismas, están más profundamente inhibidas. No obstante, si la «respeta», no logra despertar su sensualidad. Este dilema se crea por la ambigüedad de la actitud femenina: la joven busca y rechaza el placer al mismo tiempo; exige una discreción que luego le pesa. A menos que tengan una suerte excepcional, el marido aparecerá necesariamente como libertino o como torpe. No es extraño que los «deberes conyugales» sean a menudo para la mujer un deber repugnante. La sum isión a un amo que le desagrada es para ella un sup licio, dice Diderot22. H e visto a una mujer honrada temblar de horror al acercarse a su esposo; la he visto m eterse en el baño y no creerse nunca suficientem ente lim pia de la m ancilla del deber. Esta repugnancia nos resulta prácticam ente d esconocida. N uestro órgano es m ás indulgente. M uchas m ujeres m orirán sin haber sentido los éxtasis del placer. Esta sensación que podríam os considerar com o una epilepsia pasajera n o es corriente en ellas y a nosotros nunca nos falla cuando la llam am os. La felicidad suprema se les escapa entre los brazos del hom bre al que adoran. N osotros la encontram os junto a una m ujer com placiente que nos disgusta. M enos dueñas de sus sentidos que nosotros, la recom pensa es m enos pronta y m en os segura para ellas. Su espera se v e cien veces desenga­ ñada. 22 S u r les fem m es. 566 Efectivamente, muchas mujeres se convierten en madres y en abuelas sin haber conocido jamás el placer, ni siquiera la excitación; tratan de evitar «la mancilla del deber» con certificados médicos o con otros pretextos. El informe Kinsey indica que en los Estados Unidos muchas esposas «declaran que consideran elevada su frecuencia coital y que desearían que su marido no buscara relaciones tan frecuentes. Muy pocas mujeres desean coitos más frecuentes». Hemos visto, no obstante, que las posibilidades eróticas de las mujeres eran casi indefinidas. Esta contradicción manifiesta claramente que el matrimonio, al pretender regular el erotismo femenino, lo asesina. En Thérèse Desqueyroux, Mauriac describe las reacciones de una joven «razonablemente casada» frente al matrimonio, en general, y a los deberes conyugales, en particular: Quizá en el matrimonio no buscaba tanto un dominio, una posesión, como un refugio. Lo que la había empujado a él ¿podría ser pánico? Niña práctica, doméstica, tenía prisa por ocupar su lugar definitivo; quería seguridad frente a un peligro ignorado. Nunca pareció más razonable que en la época de su noviazgo: se incrustaba en un bloque familiar, «se colocaba», entraba enun orden. Se salvaba. El día sofocante de laboda, en la pequeña iglesia de Saint-Clair, donde el charloteo de las señoras tapaba el armonio sin aliento y donde los olores se imponían al incienso, ese día Thérèse se sintióperdida. Había entrado sonámbula en la jaula y, ante el enorme estruendo de la puerta al cerrarse, la miserable niña se despertaba. No había cambiado nada, pero tema la sensación de no poder ya perderse sola. En lo más denso de una familia, sería un rescoldo, como un fuego solapado que alienta bajo las ramas... ... En la noche de esta boda con algo de campesina y de burguesa, los grupos en los que resplandecían los vestidos de las mujeres obligaron al coche de los novios a reducir la velocidad entre aclamaciones... Thérèse, pensando en la noche que vino después, murmura: «Fue horrible», luego se rehace: «Bueno, no... no tan horrible.» ¿Sufrió mucho durante ese viaje a los lagos italianos? No, se adaptaba: no traicionarse... Thérèse supo plegar su cuerpo a estos subterfugios y encontraba en ellos un amargoplacer. Ante este mundo desconocido de sensaciones en el que un hombre la forzaba apenetrar, su imaginación le ayudaba a pensar que también hubiera habido para ella quizá una felicidad posible, pero ¿qué felicidad? Como ante un paisaje anegado bajo la lluvia nos imaginamos lo que 567 hubiera sido bajo el sol, así Thérèse descubría el placer. Bernard, ese m uchacho de mirada ausente..., ¡qué fácilm ente se dejaba engañar! Estaba encerrado en su placer com o los gorri. nos encantadores que tanto divierte mirar tras de la reja cuando resoplan de felicidad ante el comedero: «El com edero era yo», piensa Thérèse... ¿Dónde había aprendido a clasificar todo lo relativo a la carne, a distinguir las caricias del hombre honrado y las del sátiro? Jamás una duda... ... ¡Pobre Bernard, tan bueno com o cualquiera! Sin embargo, el deseo transforma al ser que se nos acerca en un m onstruo que no se le parece. «M e hacía la muerta com o si este loco, este epiléptico, al menor gesto m e hubiera podido estran­ gular.» Éste es un testimonio más crudo. Se trata de una confesión recogida por Stekel y de la que cito el pasaje relativo a la vida conyugal. Se trata de una mujer de veintiocho años, educada en un medio refinado y cultivado. Era una novia feliz; por fin tenía la sensación de estar protegida; de repente era alguien que llam aba la atención. M e m im aban, m i novio m e admiraba, todo era nuevo para m í... L os b esos (m i novio nunca había intentado otras caricias) m e habían inflam ado hasta el punto que ya no podía esperar al día de la boda... La m añana de la boda m e encontraba tan excitada que m i cam isa se quedó inm ediatam ente em papada de sudor. Era sólo de pensar que por fin conocería lo d esconocido que tanto había deseado. Tenía la idea infantil de que el hom bre debía orinar en la vagina de la mujer... En nuestra habitación, ya tuve una pequeña decepción cuando m i m arido m e preguntó si m e dejaba sola. Se lo pedí, porque sentía realm ente vergüenza ante él. La escena en la que m e desnudaba había tenido un papel importante en m i im aginación. V olvió m uy turbado cuando m e m etí en la cam a. M ás tarde, m e confesó que m i aspecto le había intimidado: era la encam ación de la juventud radiante y llena de espera. A penas desvestido, apagó la luz. Tras besarme un poco, trató enseguida de tom arm e. Yo tenía m ucho m iedo y le pedí que m e dejara tranquila. D eseaba estar m uy lejos de él. Estaba horrorizada por ese intento sin caricias previas. Lo encontraba brutal y se lo reproché a m enudo m ás adelante: no era brutalidad, sino una gran torpeza y falta de sensibilidad. Todos sus intentos fueron vanos durante esa noche. Em pecé a sentirm e m uy desgraciada, m e avergonzaba de m i estupidez, m e creía en falta y 568 defectuosa... Finalmente, me contenté con sus besos. Diez días después, logró desflorarme por fin, el coito sólo duró unos segundos y, salvo un dolor ligero, no sentí nada. ¡Fue una gran decepción! Después, sentía algo de alegría durante el coito, pero había sido muy difícil lograrlo y a mi marido le seguía costando mucho alcanzar su objetivo... En Praga, en el pisito de mi cuñado, me imaginaba sus sensaciones al saber que había dormido en su cama. Allí tuve mi primer orgasmo, que me hizo muy feliz. Mi marido hizo el amor conmigo todos los días durante las primeras semanas. Seguía llegando al orgasmo, pero no me quedaba satisfecha porque era muy corto y me excitaba hasta quedarme al borde del llanto... Tras dos partos, el coito se hizo cada vez menos satisfactorio. No solía llegar al orgasmo, mi marido siempre lo alcanzaba antes que yo; ansiosamente, seguía cada sesión (¿Cuánto tiempo va a seguir así?). Si se quedaba satisfecho dejándome a medias, le odiaba. A veces me imaginaba a mi primo durante el coito o al médico que me había atendido durante el parto. Mi marido trató de excitarme con el dedo... Me excité mucho, pero al mismo tiempo me parecía vergonzoso y anormal, y no sentía ningún placer... Durante el tiempo que duró nuestro matrimonio nunca acarició un solo lugar de mi cuerpo. Un día, me dijo que no se atrevía a hacer nada conmigo... Nunca me vio desnuda, porque nos dejábamos puesto el camisón, sólo practicaba el coito de noche. Esta mujer, que en realidad era muy sensual, luego llegó a ser muy feliz en brazos de un amante. El noviazgo está precisamente destinado a crear gradaciones en la iniciación de la muchacha, pero a menudo las costumbres imponen a los novios una castidad extrema. En el caso de que la virgen «conozca» a su marido durante este periodo, su situación no difiere demasiado de la de lajoven esposa; sólo cede porque su compromiso ya le parece tan definitivo como un matrimonio y el primer coito sigue siendo para ella una odisea; una vez que se entrega —aunque no se quede encinta, lo que acabaría de atarla— es raro que retire su palabra. Las dificultades de las primeras experiencias se pueden superar con facilidad si el amor o el deseo arrancan a los dos miembros de la pareja un consentimiento total; el amor físico toma su fuerza y su dignidad de la alegría que dan y toman los amantes con la conciencia recíproca de su libertad; entonces ninguna de sus prácticas es infame, porque no es un padecimiento para nin- 569 gimo de los dos, sino algo generosamente deseado. Sin embargo, el principio del matrimonio es obsceno porque transforma en derechos y deberes un intercambio que debe basarse en un impulso espontáneo; da a los cuerpos, al empujarlos a captarse en su generalidad, un carácter instrumental, es decir, degradante; el marido suele quedarse envarado ante la idea de que cumple con un deber, y la mujer tiene vergüenza de sentirse en manos de alguien que ejerce sobre ella un derecho. Por supuesto, al comienzo de la vida conyugal, las relaciones se pueden individualizar; el aprendizaje sexual se realiza a veces por lentas gradaciones; desde la primera noche es posible descubrir entre esposos una feliz atracción física. El matrimonio facilita el abandono de la mujer al suprimir la noción de pecado que sigue tan unida a la carne; una cohabitación regular y frecuente genera una intimidad camal que es favorable a la maduración sexual: se encuentran durante los primeros años del matrimonio algunas esposas plenamente satisfechas. Es sugestivo que sientan por su marido un agradecimiento que las lleva a perdonar más adelante todos los perjuicios que les pueda causar. «Las mujeres que no pueden liberarse de un matrimonio desgraciado siempre se han sentido satisfechas con su marido», dice Stekel. En cualquier caso, la muchacha corre un riesgo enorme al comprometerse a acostarse toda su vida y de forma exclusiva con un hombre al que no conoce sexualmente, cuando su destino erótico depende básicamente de la personalidad de su compañero: es la paradoja que Léon Blum denunciaba con razón en su obra sobre el matrimonio. Pretender que una unión basada en las conveniencias tenga muchas posibilidades de engendrar amor es una hipocresía; exigir que dos esposos unidos por intereses prácticos, sociales y morales, se dispensen placer a lo largo de toda su vida es un puro absurdo. No obstante, los partidarios del matrimonio de conveniencia tienen muy fácil demostrar que el matrimonio por amor no tiene demasiadas posibilidades de garantizar la felicidad de los esposos. En primer lugar, el amor ideal, que es el que suele conocer lajovencita, no siempre predispone al amor sexual; sus adoraciones platónicas, sus fantasías, sus pasiones en las que proyecta obsesiones infantiles o juveniles no están destinadas a superar la prueba de la vida cotidiana ni a perpetuarse durante mucho tiempo. Aunque exista entre ella y su novio una atracción erótica sincera y violenta, no es una base sólida para edificar la empresa de una vida. 570 El placer físico ocupa en el desierto ilimitado del am or un lugar ardiente y m uy pequeño, tan encendido que al principio es lo único que se ve, escribe Colette23. Alrededor de este foco inconstante, está lo desconocido, el peligro. Cuando nos hayam os despertado de un corto abrazo, o incluso de una larga n oche, tendremos que em pezar a vivir uno cerca del otro, uno para el otro. Además, incluso en caso de que exista el amor camal antes del matrimonio o se despierte al comienzo del mismo, es muy raro que dure muchos años. La fidelidad es evidentemente necesaria para el amor sexual, porque el deseo de dos amantes apasionados incluye su singularidad; no quieren que lo cuestionen experiencias ajenas, quieren ser insustituibles el uno para el otro, pero esta fidelidad sólo tiene sentido en la medida en que sea espontánea; y espontáneamente, la magia del erotismo se disipa bastante deprisa. El prodigio consiste en que ofrece en el instante, a cada amante, en su presencia camal, un ser cuya existencia es una trascendencia indefinida: sin duda, laposesión de este ser es imposible, pero al menos se llega a él de una forma privilegiada y desgarradora. Cuando los individuos ya no desean unirse, porque entre ellos hay hostilidad, repugnancia, indiferencia, la atracción erótica desaparece; muere casi con la misma seguridad cuando hay estima y amistad; porque dos seres humanos que se unen en el movimiento mismo de su trascendencia, a través del mundo y de sus empresas comunes, ya no tienen necesidad de unirse camalmente; incluso, ya que esta unión ha perdido su significado, se resisten a ello. La palabra de incesto que pronuncia Montaigne es profunda. El erotismo es un movimiento hacia el Otro, ése es su carácter esencial; pero en el seno de la pareja, los esposos se convierten el uno para el otro en el Mismo; ya no es posible ningún intercambio entre ellos, ningún don ni ninguna conquista. Aunque sigan siendo amantes, es una experiencia vergonzante; sienten que el acto sexual ya no es una experiencia intersubjetiva, en la que cada uno se supera, sino una especie de masturbación en común. La urbanidad conyugal oculta el hecho de que se consideran el uno al otro como un utensilio necesario para saciar sus necesidades, pero resulta muy evidente cuando esta urbanidad desaparece, por ejemplo en las observaciones del doc­ 23 La vagabunda. 571 tor Lagache en su obra Nature etforme de lajalousie; la mujer mira el miembro viril como una provisión de placer que le pertenece; la guarda con tanta avaricia como las conservas que encierra en sus alacenas: si el hombre se lo entrega a la vecina, no quedará nada para ella; examina con desconfianza sus calzoncillos para verificar que no ha desperdiciado la preciosa semilla. Jouhandeau señala en Chroniques maritales esta «censura cotidiana que ejerce la mujer legítima que espía tu camisa y tu sueño para sorprender en ellos el signo de la ignominia». El hombre, por su parte, satisface con ella sus deseos sin pedirle su opinión. Esta satisfacción brutal de las necesidades no es suficiente para saciar la sexualidad humana. Por esta razón, en estas relaciones que se consideran como las más legítimas existe a menudo un regusto vicioso. Es frecuente que la mujer se ayude con fantasías eróticas. Stekel habla de una mujer de veinticinco años que «puede experimentar un orgasmo ligero con su marido imaginándose que un hombre fuerte y mayor la toma sin pedirle su opinión y de forma que no se puede defender». Se imagina que la viola, que la pega, que su marido no es él, sino otro. Él acaricia el mismo sueño: en el cuerpo de su mujer posee los muslos de una bailarina que vio en un music-hall, los senos de una vedette de la que guarda una foto, un recuerdo, una imagen; o también imagina a su mujer deseada, poseída, violada, que es otra forma de devolverle la alteridad perdida. «El matrimonio —dice Stekel— crea transposiciones grotescas e inversiones, actores refinados, comedias de dos personajes que amenazan con destruir todos los límites entre la apariencia y la realidad.» Al final, se acaban declarando vicios definidos. El marido se hace voyeur: necesita ver a su mujer o saber que se acuesta con un amante para recobrar algo de la magia; o la hostiga sádicamente para provocar en ella un rechazo, para que su conciencia y su libertad le pertenezcan por fin y pueda poseer a un ser humano. A la inversa, aparecen conductas masoquistas en la mujer, que trata de buscar en el hombre al amo, al tirano que no es; conocí a una señora educada en un convento y muy piadosa, autoritaria y dominante durante el día, que por la noche imploraba apasionadamente a su marido que la azotara, y él cumplía horrorizado. El vicio mismo toma en el matrimonio un aspecto organizado y frío, un aspecto serio que lo convierte en la peor de las soluciones. La verdad es que el amor físico no puede tratarse como un fin absoluto, ni como un simple medio; no puede justificar una exis­ 572 tencia, pero tampoco puede recibir unajustificación exterior. Y es que debería tener en una vida humana un papel episódico y autónomo. Y ante todo debería ser libre. De todas formas, no es el amor lo que el optimismo burgués le promete a la recién casada: el ideal que revolotea ante sus ojos es el de la felicidad, es decir, un equilibrio tranquilo en el seno de la inmanencia y la repetición. En algunas épocas de prosperidad y de seguridad, este ideal fue el de toda la burguesía, básicamente la terrateniente; buscaban, no la conquista del futuro y del mundo, sino la conservación apacible del pasado, el statu quo. Una mediocridad dorada sin ambiciones ni pasión, días que no llevan a ninguna parte y que vuelven a empezar de forma indefinida, una vida que se desliza dulcemente hacia la muerte sin buscar explicaciones, es lo que preconiza, por ejemplo, el autor del Sonnet du bonheur; esta falsa sabiduría blandamente inspirada en Epicuro y Zenón ahora está desacreditada: conservar y repetir el mundo tal y como es ya no parece deseable ni posible. La vocación del varón es la acción; tiene que producir, combatir, crear, avanzar, superarse hacia la totalidad del universo y la infinitud del futuro; sin embargo, el matrimonio tradicional no invita a la mujer a trascenderse con él; la confina en la inmanencia. Ella no puede proponerse nada más que edificar una vida equilibrada en la que el presente, al prolongar el pasado, escape a las amenazas del futuro, es decir, precisamente edificar una felicidad. A falta de amor, experimentará por su marido un sentimiento tierno y respetuoso, que recibe el nombre de amor conyugal; entre los muros del hogar que tendrá que administrar, encerrará el mundo; perpetuará la especie humana a través del futuro. No obstante, ningún existente renuncia jamás a su trascendencia, aunque se obstine en negarla. El burgués de antaño pensaba que al conservar el orden establecido, al afirmar sus virtudes con su prosperidad, servía a Dios, a su país, a un régimen, a una civilización: ser feliz era cumplir con su deber de hombre. Para la mujer, la vida armoniosa del hogar tiene que superarse también hacia amos fines: el hombre servirá de intermediario entre la individualidad de la mujer y el universo, él dará un valor humano a su facticidad contingente. Buscando en la esposa fuerza para emprender, actuar, luchar, él es quien la justifica: ella sólo tiene que poner en sus manos su existencia y él le dará un sentido. Para ella, supone una humilde renuncia, pero tiene su recompensa en que guiada, protegida por la fuerza masculina, escapa al abandono original; se convertirá en necesaria. Reina 573 en su colmena, descansando apaciblemente en sí misma en el corazón de su reino, pero arrastrada por la mediación del hombre a través del universo y del tiempo sin límites, esposa, madre, ama de casa, la mujer encuentra en el matrimonio la fuerza de vivir y el sentido de su vida. Tenemos que ver cómo este ideal se traduce en la realidad. El ideal de felicidad siempre se materializó en la casa, choza o palacio; encama la permanencia y la separación. Entre sus muros la familia se convierte en una célula aislada y afirma su identidad más allá del paso de las generaciones; el pasado que se conserva en los muebles y los retratos de los antepasados anticipa un futuro sin riesgos; en eljardín, las estaciones inscriben en las verduras comestibles su ciclo reconfortante; cada año, la misma primavera vestida con las mismas flores promete la vuelta del verano inmutable, del otoño con sus frutos idénticos a los de todos los otoños: ni el tiempo ni el espacio se escapan hacia el infinito, van girando discretamente. En toda civilización basada en la propiedad inmobiliaria, existe una abundante literatura que canta la poesía y las virtudes de la casa; la novela de Henry Bordeaux titulada precisamente La Maison, resume todos los valores burgueses: fidelidad al pasado, paciencia, ahorro, previsión, amor a la familia, al suelo natal, etc.; es frecuente que los defensores de la casa sean mujeres, ya que su tarea es garantizar la felicidad del grupo familiar; su cometido, como en los tiempos en que la domina reinaba en el atrio, es ser «amas de casa». Ahora la casa ha perdido parte de su esplendor patriarcal; para la mayoría de los hombres es sólo un hábitat que ya no está aplastado por la memoria de las generaciones difuntas, que no aprisionan los siglos venideros. Sin embargo, la mujer se sigue esforzando por dar a su «interior» el sentido y el valor que tenía la verdadera casa. En Cannery Road, Steinbeck describe a una vagabunda que se obstina en adornar con alfombras y cortinas el viejo cilindro abandonado en el que vive con su marido; en vano dirá él que la ausencia de ventanas hace inútiles las cortinas. Se trata de una preocupación específicamente femenina. Un hombre normal considera los objetos que le rodean como instrumentos; los utiliza para los fines a los que están destinados; su «orden» — en el que la mujer sólo verá muchas veces un desorden— es tener al alcance de la mano el tabaco, los papeles, las herramientas. Los artistas entre otros, a los que les es dado recrear el mundo a través de una materia —escultores y pintores— no se 574 preocupan en absoluto del marco en el que viven. Rilke escribe a propósito de Rodin: La primera vez que visité a Rodin, comprendí que su casa no era nada para él, salvo una pobre necesidad: un refugio contra el frío, un techo para dormir. Lo dejaba indiferente y no tenía la m enor incidencia sobre su soledad o su recogim iento. Su hogar lo encontraba en su interior: sombra, refugio y paz. Se había convertido en su propio cielo, su bosque, su ancho río que nada puede detener. Para encontrar un hogar en su interior, primero hay que haberse realizado en obras o en actos. El hombre no se interesa demasiado por su interior porque accede a todo el universo y porque puede afirmarse en proyectos. Sin embargo, la mujer está encerrada en la comunidad conyugal: tiene que transformar en reino esta prisión. Su actitud ante el hogar está gobernada por esta misma dialéctica que suele definir su condición: toma al convertirse en presa, se libera al abdicar; al renunciar al mundo, quiere conquistar un mundo. Se le hace difícil cerrar a sus espaldas las puertas del hogar; cuando era unajovencita, tenía toda la tierra como patria; los bosques le pertenecían. Ahora está confinada en un espacio estrecho; la Naturaleza se reduce a las dimensiones de una maceta de geranios; unos muros ocultan el horizonte. Un personaje de V Woolf murmura24: Ya no distingo el invierno del verano por el estado de la hierba o del brezo de las landas, sino por el vapor o el hielo que se forman en los cristales. Yo que antes caminaba por los hayedos admirando el color azul que tom a la plum a del arrendajo cuando cae, yo que m e cruzaba en m i cam ino con el vagabundo y el pastor... voy de habitación en habitación con un plum ero en la mano. Se empeñará en negar esta limitación. Encierra entre sus paredes en imágenes más o menos costosas la fauna y la flora terrestres, los países exóticos, las épocas pasadas; encierra a su marido que resume para ella la colectividad humana, y el hijo que le entrega en forma portátil todo el futuro. El hogar se convierte en el 24 Lasólas. 575 centro del mundo e incluso en su única verdad; como observa acertadamente Bachelard, es una especie de «contraumverso o un universo contrario»; refugio, retiro, gruta, vientre, albergue contra las amenazas del exterior, convierte en irreal la confusa exterioridad. Sobre todo por la noche, con las contraventanas cerradas, la mujer se siente reina; la luz que se extiende a mediodía hacia el sol universal la molesta; por la noche ya no se siente desposeída, porque niega todo lo que no posee; ve brillar bajo la pantalla una luz que le pertenece y que ilumina exclusivamente su morada: no existe nada más. Un texto de V Woolf nos muestra la realidad que se concentra en la casa, mientras se desmorona el espacio exterior. La noche quedaba contenida por los cristales que, en lugar de dar una im agen exacta del m undo exterior, lo alabeaban de una forma extraña, hasta el punto que el orden, el punto fijo, la tierra firm e parecían haberse instalado en el interior de la casa; por el contrario, fuera no había m ás que un reflejo en el que las cosas, ganadas por la fluidez, temblaban y desaparecían. Gracias a los terciopelos, las sedas, las porcelanas con los que se rodea, la mujer podrá saciar en parte esta sensualidad prensil que no suele satisfacer su vida erótica; encontrará en este decorado una expresión de su personalidad; ella lo ha elegido, fabricado, ha localizado los muebles y objetos, los ha colocado de acuerdo con una estética en la que la búsqueda de la simetría suele ocupar un lugar importante; le devuelven su imagen singular al tiempo que dan testimonio social de su nivel de vida. Su hogar es para ella la parcela de tierra que le corresponde, la expresión de su valor social y de su verdad más íntima. Porque no hace nada, se busca afanosamente en lo que tiene. Mediante el trabajo doméstico, la mujer hace realidad la apropiación de su «nido»; por esta razón, aunque tenga quien la «ayude», quiere ocuparse personalmente de las cosas; al menos vigilando, controlando, criticando, se esfuerza por hacer suyos los resultados obtenidos por sus criados. De la administración de su hogar nace sujustificación social; su tarea es también velar por la alimentación, la ropa, en general por el mantenimiento de la sociedad familiar. Así se realiza ella también como una actividad. Se trata no obstante, y ya lo vamos a ver, de una actividad que no la arranca de su inmanencia y que no le permite una afirmación singular de ella misma. 576 Se ha puesto por las nubes la poesía del trabajo doméstico. Es cierto que enfrenta a la mujer con la materia, y que realiza con los objetos una intimidad que es desvelamiento del ser y que por lo tanto la enriquece. En A la recherche de Marie, Madeleine Bourdouxhe describe el placer que encuentra su heroína en extender sobre el fogón la pasta limpiadora: siente en la yema de sus dedos la libertad y el poder cuya imagen brillante le devuelve el metal bien restregado. Cuando sube del sótano, le gusta sentir el peso de los cubos llenos que aumenta en cada descansillo. Siem pre sintió amor por los materiales sencillos que tienen un olor propio, una rugosidad o un perfil. Por eso los sabe manipular. M arie tiene m anos que sin una sola duda, sin un m ovim iento en falso, se sumergen en el fogón apagado, en los cubos de agua jabonosa, limpian y engrasan el hierro, extienden la cera, recogen con un solo gran gesto circular las m ondas que cubren una mesa. Es un entendim iento perfecto, una camaradería entre sus palmas y los objetos que toca. Muchas escritoras han hablado con amor de la ropa recién planchada, del brillo azulado del agua jabonosa, de las sábanas blancas, del cobre deslumbrante. Cuando el ama de casa limpia y pule los muebles, «sueños de impregnación soportan la dulce paciencia de la mano que da a la madera la belleza de la cera», dice Bachelard. Una vez terminada la tarea, el ama de casa conoce los placeres de la contemplación. Para que se revelen las cualidades preciosas: el pulido de una mesa, el brillo de un candelabro, la blancura helada y almidonada de la ropa, tiene que ejercerse antes una acción negativa: hay que expulsar todos los malos principios. Se trata, escribe Bachelard, de una ensoñación esencial a la que se abandona el ama de casa: es el sueño de la limpieza activa, es decir, de la limpieza conquistada contra la suciedad. La describe así25: Parece que la im aginación de la lucha por la lim pieza n ecesite una provocación. Esta im aginación debe excitarse con una cólera maligna. Con qué sonrisa perversa cubre con pasta de limpiar el cobre del grifo. L o carga con la basura de un trí­ 25 La Terre et les rêveries du repos. 577 poli extendido sobre un trapo sucio y grasiento. Amargura y hostilidad se acumulan en el corazón del trabajador. ¿Por qué trabajos tan vulgares? Pero llega el instante del trapo seco, y entonces aparece la maldad alegre, la maldad vigorosa y parlanchína: ígrifo, serás un espejo; caldero, serás un sol! Por fin, cuando el cobre brilla y ríe con la grosería de un buen muchacho, llega la paz. El ama de casa contempla sus victorias ruti­ lantes. Ponge evocó la lucha, en el corazón de la tina de hacer la colada, entre la inmundicia y la pureza26: Quien no haya vivido un invierno al menos en la familiaridad de una lavadora de vapor, lo ignora todo deun cierto orden de cualidades y de emociones muy conmovedoras. Hay que haberla levantado —a duras penas— llena con su carga de telas inmundas, de una sola vez desde el suelo para colocarla en el fogón, donde hay que arrastrarlo de una forma determinada, de modo que se asiente exactamente sobre el redondel de la lumbre. Hay que haber atizado las pavesas, hasta despertarlas progresivamente; haber tentado a menudo sus paredes tibias o ardientes; luego hay que haber escuchado el profundo murmullo interior y varias veces, apartir de ese momento, haber levantado la tapaderaparaverificar la tensión de los chorros y la regularidad del movimiento. Luego, todavía ardiendo, hay que haberla levantado de nuevo para dejarlo en el suelo... La tina de lavarestáhecha de modo que, llena con un amasijo de tejidos innobles, la emoción interior, la ardiente indignación que siente, canalizada hacia la parte superior de su ser, cae en forma de lluvia sobre este amasijo de tejidos innobles que la conmueve —y de forma casi perpetua— hasta que llega la purificación. La ropa, cuando la recibe la tina, ya ha sido toscamente limpiada... De todas formas, experimenta una idea o un sentimiento de suciedad difusa de las cosas en su interior, y a fuerza de emoción, de burbujeo y de esfuerzo consigue triunfar, limpiar los tejidos, demodo que, aclarados bajo una catástrofe de agua fresca, aparecerán con una blancura total. Y el milagro se produce: 26 Cff. Liasse, «La Lessiveuse». 578 M il banderas blancas se despliegan de pronto — prueba, no de una capitulación, sino de una victoria— y quizá no sean únicam ente el signo de la lim pieza corporal de los habitantes del lugar... Estas dialécticas pueden dar al trabajo doméstico el atractivo de un juego: la niña se entretiene a menudo en dar brillo a la plata, en refregar los picaportes. Sin embargo, para que la mujer encuentre en él satisfacciones positivas, tiene que consagrar sus cuidados a un hogar del que esté orgullosa; si no, nunca conocerá el placer de la contemplación, el único que puede recompensar sus esfuerzos. Un periodista norteamericano27que vivió varios meses entre los «blancos pobres» del sur de los Estados Unidos, describió el patético destino de una de estas mujeres abrumadas por la labor que se afanan en vano por hacer habitable un tugurio. Vivía con su marido y siete hijos en una barraca de madera de muros cubiertos de hollín, plagada de chinches; había tratado de «dejar bonita su casa»; en la habitación principal, la chimenea, cubierta con un enlucido azulado, una mesa y unos cuadros colgados de la pared evocaban una especie de altar. Y el tugurio seguía siendo tugurio y Mrs. G. decía, con los ojos llenos de lágrimas: «¡Ah! ¡Detesto tanto esta casa! ¡Me parece que no hay nada en el mundo que se pueda hacer para dejarla bonita!» Legiones de mujeres han recibido así como herencia un cansancio eternamente reiterado durante un combate que no puede terminar con una victoria. Incluso en los casos más privilegiados, esta victoria nunca es definitiva. Hay pocas tareas que se asemejen más que las del ama de casa al suplicio de Sísifo; día tras día, tiene que lavar los platos, quitar el polvo, zurcir la ropa que mañana estará sucia, polvorienta, rota. El ama de casa se desgasta corriendo sin moverse de su sitio; no hace nada; simplemente perpetúa el presente; no tiene la impresión de conquistar un Bien positivo, sino de luchar indefinidamente contra el Mal. Es una lucha que recomienza todos los días. Es conocida la historia del lacayo que se negaba con melancolía a limpiar las botas de su señor. «¿Para qué? —decía—. Mañana habrá que empezar de nuevo.» Muchas jovencitas poco resignadas comparten este desánimo. Recuerdo la disertación de una alumna de dieciséis años que empezaba más o menos con estas palabras: «Hoy es día de limpieza general. Escucho el ruido de 27 Cfr. Agee, Let us Now Praise Famous Men. 579 la aspiradora que mamá pasea por el salón. Quisiera salir corriendo. Juro que cuando sea mayor, en mi casa no habrá ningún día de limpieza general.» La niña ve el futuro como una ascensión indefinida hacia una cumbre desconocida. Un día, en la cocina en la que la madre lava los platos, la niña comprende que desde hace años, todas las tardes, a la misma hora, las manos se han sumergido en el agua grasienta, han secado la loza con el trapo rugoso. Hasta su muerte, estarán sometidas a estos ritos. Comer, dormir, limpiar... Los años ya no escalan el cielo, se extienden idénticos y grises como una capa horizontal; cada día imita al anterior; es un presente eterno, inútil y sin esperanza. En el cuento titulado Elpolvo1*, Colette Audry describe sutilmente la triste vanidad de una actividad que lucha encarnizadamente contra el tiempo: Al día siguiente, al pasar la escoba de crin bajo el sofá, sacó algo que primero le pareció un trozo viejo de algodón o un manojo deplumas. Sólo eraunabola depolvo, como se forman sobre los armarios altos que olvidamos limpiar o tras los muebles, entre lapared y lamadera. Se quedó pensativa ante la curiosa sustancia. Sólo llevabanviviendo en estas habitaciones ocho o diez semanas, y a pesar de la vigilancia de Juliette, una bola de polvo ya había tenido tiempo de formarse, de crecer, acechando en la sombra como esos animales grises que le daban miedo cuando era pequeña. Una fina ceniza de polvo proclama la negligencia, un principio de abandono, es el depósito impalpable del aire que respiramos, de las ropas flotantes, del viento que entrapor las ventanas abiertas, pero este copoya representa un segundo estado del polvo, el polvo triunfante, un engrosamiento que toma forma y el depósito se convierte en desecho. Era casi bonito de ver, transparente y ligero como los copos de los cardos, pero más apagado. ... El polvo había ganado en velocidad a toda la potencia aspirante del mundo. Se había apoderado del mundo y el aspirador sólo eraun objeto testimonial destinado amostrartodo el trabajo, la materia y el ingenio que la especie humana es capaz de desperdiciar para luchar contra la suciedad irresistible. Era el desecho convertido en instrumento. ... Su vida en común tenía la culpa de todo, sus comiditas que producían desperdicios, elpolvo de los dos que se mezclaba portodas partes... Cadapareja segrega estas pequeñas basuras que hay que destruirpara dejar sitio a las nuevas... Qué vida28 28 Onjoue perdant 580 pasam os, para poder salir con una cam isa fresca que llame la atención de los viandantes, para que un ingeniero que es tu marido pueda presentarse correctamente ante la existencia. Las fórmulas acudían una y otra vez a la cabeza de Marguerite: mantener en buen estado el parqué... para limpiar el cobre, utilizar... estaba encargada de mantener en buen estado a dos seres cualesquiera hasta el fin de sus días. Lavar, planchar, barrer, localizar las pelusas que se ocultan bajo la noche de los armarios, al detener la muerte, negar también la vida. Porque con un mismo impulso el tiempo crea y destruye; el ama de casa sólo percibe su aspecto negador. Su actitud es la del maniqueo. Lo propio del maniqueísmo no es sólo reconocer dos principios, uno bueno y otro malo, sino afirmar que el bien se alcanza mediante la abolición del mal, y no con un movimiento positivo; en este sentido, el cristianismo no es nada maniqueo a pesar de la existencia del demonio, porque consagrarse a Dios es la mejor forma de combatir al demonio, y no ocuparse de él para vencerle. Toda doctrina de la trascendencia y de la libertad subordina la derrota del mal al camino hacia el bien. Sin embargo, la mujer no está llamada a construir un mundo mejor; la casa, la habitación, la ropa sucia, el parquet son cosas congeladas: sólo puede expulsar indefinidamente los principios negativos que se deslizan en ellas; se enfrenta con el polvo, las manchas, el lodo, la mugre; combate el pecado, lucha con Satán. Es un triste destino, en lugar de volcarse hacia fines positivos, tener que rechazar sin tregua a un enemigo; a menudo el ama de casa lo vive llena de rabia. Bachelard pronuncia a su respecto la palabra «maldad»; también la encontramos en la pluma de los psicoanalistas. Para ellos, la manía de la limpieza es una forma de sadomasoquismo; lo propio de las manías y de los vicios es forzar a la libertad para que quiera lo que no quiere; porque detesta tener como destino la negatividad, la suciedad, el mal, el ama de casa maniaca se ensaña furiosa con el polvo, reivindicando una suerte que la subleva. A través de los residuos que deja tras de sí toda expansión vital, ataca a la vida misma. Cuando un ser vivo entra en sus dominios, sus ojos brillan con un fuego malévolo. «Sécate los pies; no desordenes, no toques.» Quisiera impedir a su entorno que respirase: el menor aliento es una amenaza. Todo acontecimiento implica la amenaza de un trabajo ingrato: una caída del niño representa un siete para zurcir. Al ver únicamente en la vida una promesa 581 de descomposición, exigencia de un esfuerzo indefinido, pierde toda la alegría de vivir; se le endurecen los ojos, adopta un rostro preocupado, serio, siempre alerta; se defiende con la prudencia y la avaricia. Cierra las ventanas, porque con el sol se podrían introducir también insectos, gérmenes y polvo; además, el sol se come los colores; los sillones antiguos están cubiertos con fluidas y cargados de naftalina: la luz los podría agostar. Ni siquiera encuentra placer en exhibir estos tesoros ante sus visitantes: la admiración mancha. Esta desconfianza se transforma en acritud y suscita hostilidad hacia todo lo que vive. Se ha hablado con frecuencia de las burguesas de provincias que se ponen guantes blancos para asegurarse de que en los muebles no quedan restos de polvo invisible. Las hermanas Papin ejecutaron hace unos años a mujeres de este estilo; su odio por la suciedad no se diferenciaba de su odio por sus criadas, el mundo y ellas mismas. Hay pocas mujeres que elijan desde su juventud un vicio tan aburrido. Las que aman generosamente la vida se han librado de él. Colette nos dice de Sido: Era ágil y atareada, pero no un ama de casa aplicada; lim pia, clara, delicada, pero lejos del tipo m aniaco y solitario que cuenta las servilletas, los terrones de azúcar y las botellas llenas. Con la franela en la m ano, vigilando a la criada que secaba m eticulosam ente los cristales, riéndose con el vecino, se le escapaban gritos nerviosos, llam adas im pacientes a la libertad: «Cuando seco con cuidado y m eticulosidad m is tazas de porcelana de China — decía— , m e siento envejecer.» Llegaba, lealm ente, hasta el final de su tarea. Entonces bajaba los dos escalon es del umbral y entraba en el jardín. Inmediatamente desaparecían su excitación taciturna y su resentimiento. En este nerviosismo, en este resentimiento se complacen las mujeres frígidas o frustradas, las solteronas, las esposas desencantadas, las condenadas por un marido autoritario a una existencia solitaria y vacía. Conocí, por ejemplo, a una anciana que cada mañana se levantaba a las cinco para inspeccionar sus armarios y empezar a ordenar; parece que a los veinte años era alegre y coqueta; encerrada en una casa aislada, con un marido que la tenía abandonada y un único hijo, se puso a ordenar como otras se dan a la bebida. En Elise de Chroniques maritales29, la manía de lim­ 29 Jouhandeau, Chroniques maritales. 582 piar viene del deseo desmedido de reinar sobre un universo, de una exuberancia vital y de una voluntad de dominio que, a falta de objeto, trabaja en vacío; es también un desafío contra el tiempo, el universo, la vida, los hombres, todo lo que existe. D esde las nueve, después de cenar, lava. Son las doce. M e había dormido un rato, pero su ánimo, com o si insultara a m i descanso haciéndolo pasar por pereza, m e ofende. Elise: Para limpiar, no hay que tener m iedo de ensuciarse las m anos. Y la casa pronto estará tan limpia que nadie se atreverá a v ivir en ella. Habrá cam as para descansar, pero para descansar junto a ellas, sobre el parquet. Los cojines son dem asiado rozagantes. D a m iedo de arrugarlos o estropearlos apoyando la cabeza o los pies, y siempre que piso una alfombra una m ano m e sigue armada con un aparato o un trapo que borra m is huellas. Por la noche: — Ya está. ¿A qué se dedica desde que se levanta hasta que se duerm e? A desplazar cada objeto y cada m ueble, a tocar en todas sus dim ensiones los parquets, los m uros y los techos de su casa. D e m om ento, lo que triunfa en ella es el am a de casa. Cuando ha quitado el p olvo del interior de los armarios, quita el polvo de los geranios de las ventanas. Su madre: E lise siem pre está tan ocupada que no se da cuenta de que existe. Efectivamente, la limpieza permite a la mujer una huida indefinida lejos de ella misma. Chardonne lo dice acertadamente: Es una tarea m eticulosa y desordenada, sin freno ni lím ites. En la casa, una mujer segura de gustar pronto alcanza un punto de desgaste, un estado de distracción y de vacío m ental que la suprime... Esta huida, este sadomasoquismo en el que se empecina la mujer contra los objetos y contra ella misma, tiene a menudo un carácter precisamente sexual. «La limpieza, que exige una gimnasia corporal, es el burdel accesible a la mujer», dice Violette Leduc30. Es sugestivo que la mama de la limpieza tome una im­ 30 L ’Affamée. 583 portancia suprema en Holanda, donde las mujeres son frías, y en las civilizaciones puritanas que enfrentan los placeres de la carne a un ideal de orden y de pureza. Si el Sur mediterráneo vive en una alegre suciedad, no es sólo porque falte agua: el amor a la carne y su animalidad lleva a tolerar el olor humano, la mugre e incluso los parásitos. La preparación de las comidas es un trabajo más positivo y a menudo más alegre que el de la limpieza. En primer lugar implica el momento de la compra, que para muchas amas de casa es el mejor momento del día. La soledad del hogar pesa mucho a la mujer, sobre todo porque las tareas rutinarias no absorben sus pensamientos. Es feliz cuando, en las ciudades meridionales, puede coser, lavar, pelar patatas sentada en el umbral de la puerta charlando; ir a buscar agua al río es una gran aventura para las musulmanas semienclaustradas: conocí una aldea de Cabilia en la que las mujeres destrozaron la fuente que un administrador había instalado en la plaza; bajar todas juntas por la mañana al wadi que corría al pie de la colina era su única distracción. Al salir a comprar, las mujeres se comunican en las colas, en las tiendas, en las esquinas, con lo que afirman los «valores domésticos» en los que cada una encuentra el sentido de su importancia; se sienten miembros de una comunidad que —por un instante— se enfrenta a la sociedad de los hombres como lo esencial frente a lo inesencial. Sobre todo, comprar es un profundo placer: es un descubrimiento, casi una invención. Gide observa en su diario que los musulmanes, que no conocen el juego, lo han sustituido por el descubrimiento de tesoros ocultos; es la poesía y la aventura de las civilizaciones mercantiles. El ama de casa ignora la gratuidad del juego, pero un repollo bien prieto, un queso en su punto son tesoros que el comerciante oculta malvadamente y que hay que arrancarle; entre vendedor y compradora se establecen relaciones de lucha y de astucia: para ella, el reto es procurarse la mejor mercancía al menor precio; la enorme importancia que adquiere el ahorro más insignificante no se puede explicar solamente por el deseo de equilibrar un presupuesto difícil: se trata de ganar una partida. Mientras inspecciona con desconfianza los mostradores, el ama de casa es reina; el mundo está a sus pies, con sus riquezas y sus trampas para que ella obtenga su botín. Disfruta de un triunfo fugaz cuando vacía sobre la mesa la cesta de la compra. En la alacena, guarda las conservas, los alimentos no perecederos que la protegen del futuro; contempla con satis- 584 facción la desnudez de las verduras y de las carnes que someterá a su poder. El gas y la electricidad han matado la magia del fuego, pero en el campo muchas mujeres siguen conociendo el placer de obtener del fuego inerte una llama viva. Una vez encendido el fuego, la mujer se transforma en bruja. Con un simple movimiento de la mano —cuando bate los huevos, amasa la pasta— o por la magia del fuego, opera la transmutación de las sustancias; la materia se convierte en alimento. Colette, de nuevo, describe el encanto de estas alquimias: Todo es m isterio, m agia, sortilegio, todo lo que acontece entre el m om ento de poner al fuego la olla, el escalfador, la marmita y su contenido, y el m om ento lleno de dulce ansiedad, de voluptuosa esperanza, en la que se destapa sobre la m esa la fuente humeante... Pinta con placer las metamorfosis que se operan en el secreto de las cenizas calientes. La ceniza de leña cocina sabrosamente lo que se pone en sus m anos. La manzana, la pera alojadas en un nido de cenizas cadentes salen arrugadas, ahumadas pero blandas bajo la piel, com o el vientre de un topo, y por m uy bien que se haga la m anzana sobre el fogón de la cocina, está lejos de la confitura encerrada bajo su traje original, congestionada de sabor y que ha exudado — si se saben hacer las cosas bien— una sola lágrim a de m iel... U n caldero de tres patas, bien empinado, contenía una ceniza tamizada que nunca conoció el fuego. Lleno de patatas que convivían sin tocarse, encaramado sobre sus patas n egras sobre la m ism a brasa, el caldero nos entregaba tubérculos blancos com o la nieve, ardientes, escam osos. Las escritoras han cantado especialmente la poesía de las confituras: es una empresa de envergadura combinar, en pucheros de cobre, el azúcar sólido y puro con la blanda pulpa de la ñuta; espumosa, viscosa, ardiente, la sustancia que se elabora es peligrosa: es una lava en ebullición que el ama de casa doma y vierte orgullosamente en los tarros. Cuando los viste de pergamino e inscribe la fecha de su victoria, está triunfando sobre el tiempo mismo: ha atrapado el transcurrir en la trampa del azúcar, ha guardado la vida en tarros. La cocina hace más que penetrar y re­ 585 velar la intimidad de las sustancias. Las modela de nuevo, las recrea. En el trabajo con la masa experimenta su poder. «La mano, como también la mirada, tiene sus ensueños y su poesía», dice Bachelard31. Y habla de la «flexibilidad de la plenitud, de la flexibilidad que llena la mano, que se refleja sin fin de la materia a la mano y de la mano a la materia». La mano de la cocinera que amasa es una «mano feliz» y la cocción dota a la masa de nuevos valores. «La cocción se convierte así en un gran devenir material, un devenir que va de la palidez al dorado, de la pasta a la corteza»: la mujer puede encontrar una satisfacción singular en el éxito de un pastel, de un hojaldre, porque no es algo al alcance de cualquiera: hay que tener un don. «No hay nada más complicado que las artes de la pasta —escribe Michelet—. Nada que se regule menos, que se aprenda menos. Hay que nacer para ello. Todo es don de la madre.» En este terreno es comprensible que la niña se divierta con pasión imitando a sus mayores: con tiza, hierba, juega a fabricar sucedáneos; es más feliz cuando puedejugar con un pequeño homo de verdad, o cuando su madre la deja entrar en la cocina y le permite amasar la pasta de la tarta con sus manos, o cortar el caramelo ardiente. Aquí pasa como con las demás tareas domésticas: la repetición pronto agota estos placeres. Entre los indios que se alimentan principalmente de tortas, las mujeres pasan la mitad del día amasando, cociendo, calentando, amasando de nuevo tortas idénticas bajo cada techo, idénticas a través de los siglos: no son sensibles a la magia del homo. No se puede transformar cada día la compra en una búsqueda del tesoro o extasiarse ante el brillo de un grifo. Son sobre todo los escritores, hombres y mujeres, los que exaltan líricamente estos triunfos, porque no se ocupan de estas tareas o lo hacen raras veces. Al ser cotidiano, este trabajo pasa a ser monótono y maquinal; está plagado de esperas: hay que esperar que el agua hierva, que el asado esté a punto, que la ropa esté seca; aunque se organicen las diferentes tareas, quedan largos momentos de pasividad y de vacío; la mayor parte de las veces resultan aburridas; sólo son un interludio no esencial entre la vida presente y la vida de mañana. Si el individuo que las ejecuta es también productor, creador, se integran en su existencia con tanta naturalidad como las funciones orgánicas; por esta razón, el traba­ 31 Bachelard, La tierra y los ensueños de la voluntad [La Terre et les rêveries de la volonté]. 586 jo doméstico parece mucho menos triste cuando está a cargo de hombres; para ellos sólo representa un momento contingente y negativo del que pronto se evaden. Lo que hace ingrata la suerte de la mujer esclava es la división del trabajo que la condena toda entera a lo general y a lo inesencial; el hábitat, el alimento, son útiles para la vida, pero no le confieren sentido: los objetivos inmediatos del ama de casa sólo son medios, no fines verdaderos y en ellos sólo se reflejan proyectos anónimos. Es comprensible que para entregarse a su tarea de buen talante trate de comprometer su singularidad y de dotar de un valor absoluto a los resultados obtenidos; tiene sus ritos, sus supersticiones, se aferra a su forma de poner la mesa, de arreglar el salón, de zurcir un siete, de cocinar un plato; se convence de que en su lugar nadie podría hacer tan bien un asado o sacar brillo; si el marido o la hija quieren ayudarla o tratan de prescindir de ella, les arranca de las manos la aguja, la escoba. «No eres capaz ni de coser un botón.» Dororthy Parker32 describe con una ironía compasiva la desazón de una joven convencida de que debía aportar al arreglo de su hogar una nota personal, sin saber cómo hacerlo. Mrs. E m est W eldon erraba por el estudio bien ordenado, dándole pequeños toques fem eninos. N o era especialm ente experta en el arte de dar toques. La idea era bonita y atractiva. Antes de casarse, se había im aginado que se paseaba suavemente a través de su nueva vivienda, desplazando aquí una rosa, enderezando una flor y transformando así una casa en un «hom e». Incluso ahora, tras siete años de m atrim onio, le gustaba im aginarse entregada a esta graciosa ocupación. Sin em bargo, aunque ensayaba concienzudam ente cada noche, en cuanto se encendían las lámparas de pantallas rosas, se preguntaba con algo de desamparo cóm o hacer para llevar a cabo los pequeños m ilagros que marcan en un hogar toda la diferencia del m undo... Dar un toque fem enino era el com etido de la esposa. Y Mrs. W eldon no era m ujer que huyera de sus responsabilidades. Con aires de incertidum bre casi penosos, p uso la m ano sobre la chim enea, levantó un pequeño jarrón japonés y se quedó de pie, con el jarrón en la m ano, inspeccionando la habitación con una mirada desesperada... Luego retrocedió y consideró sus innovaciones. Era increíble el p oco cam bio que habían traído a la habitación. 32 Cfr. Too bad. 587 En esta búsqueda de la originalidad o de una perfección singular, la mujer desperdicia mucho tiempo y esfuerzo; es lo que da a su trabajo el carácter de «tarea meticulosa y desordenada, sin freno ni límites» que señala Chardonne y que hace tan difícil apreciar la carga que representan realmente las tareas domésticas. Según una encuesta reciente (publicada en 1947 por el diario Combat con la firma de C. Hébert), las mujeres casadas consagran aproximadamente tres horas cuarenta y cinco minutos al trabajo doméstico (limpieza, compra, etc.) por día laborable, y ocho horas los días de descanso, es decir, treinta horas a la semana, lo que corresponde a las tres cuartas partes del tiempo de trabajo semanal de una obrera o una empleada; es muchísimo si a esta tarea hay que superponer una profesión; es poco si la mujer no tiene nada más que hacer (sobre todo, porque además la obrera y la empleada pierden tiempo en desplazamientos que aquí no tienen equivalente). El cuidado de los hijos, si son numerosos, aumenta considerablemente las fatigas de la mujer: una madre de familia pobre desgasta sus fuerzas a lo largo de jomadas desordenadas. Por el contrario, las burguesas que cuentan con ayuda están casi ociosas; y el precio de este ocio es el aburrimiento. Porque se aburren, muchas complican y multiplican indefinidamente sus deberes, de forma que se vuelven más fatigosos que un trabajo cualificado. Una amiga que había vivido algunas crisis de depresión nerviosa me decía que cuando estaba en buena salud llevaba la casa casi sin pensarlo y le quedaba tiempo para ocupaciones mucho más exigentes; cuando una neurastenia le impedía consagrarse a otros trabajos, se dejaba devorar por las tareas domésticas y le costaba mucho, aunque les dedicara todo el día, ocuparse de todo. Lo más triste es que este trabajo ni siquiera desemboca en una creación duradera. La mujer tiene la tentación —más cuanto más atención le presta— de considerar su obra como un fin en sí. Al contemplar el pastel que acaba de sacar del homo, suspira: ¡es realmente una lástima comérselo! Es realmente una lástima que el marido y los hijos arrastren los pies llenos de barro sobre el parqué encerado. Cuando las cosas se ensucian o se destruyen, trata de sustraerlas a todo uso; unas conservan las confituras hasta que se llenan de moho; otras cierran el salón con llave. Pero no se puede detener el tiempo; las provisiones atraen a las ratas; los gusanos las invaden. Las mantas, las cortinas, las ropas, se las come la polilla: el mundo no es un sueño de piedra, está formado por una 588 turbia sustancia amenazada por la descomposición; la materia comestible es tan equívoca como los monstruos de carne de Dalí; parecía inerte, orgánica, pero las larvas ocultas la han transformado en cadáver. El ama de casa que se aliena en las cosas depende como las cosas del mundo entero: la ropa se oscurece, el asado se quema, la loza se rompe; son desastres absolutos, porque cuando se pierden las cosas, se pierden irreparablemente. Es imposible obtener a través de ellas permanencia y seguridad. Las guerras con los pillajes y las bombas amenazan los armarios, la casa. El producto del trabajo doméstico debe, pues, consumirse; se exige a la mujer una renuncia constante, pues sus operaciones siempre terminan con la destrucción. Para que lo acepte sin pesar, al menos estos pequeños holocaustos tienen que encender en algún sitio una alegría, un placer. Sin embargo, como el trabajo doméstico se agota en mantener un statu quo, el marido al volver a casa observa el desorden y el descuido, pero le parece que el orden y la limpieza son evidentes. Le despierta un interés más positivo el plato bien preparado. El momento en que triunfa la cocinera es el de colocar sobre la mesa una buena comida: el marido y los hijos lo reciben con calidez, no sólo con palabras, sino consumiéndolo alegremente. La alquimia culinaria continúa, el alimento se convierte en quilo y sangre. El mantenimiento de un cuerpo tiene un interés más concreto, más vital que el de un parquet; es evidente que el esfuerzo de la cocinera se supera hacia el futuro. No obstante, si es menos vano descansar en una libertad extranjera que alienarse en las cosas, no es menos peligroso. El trabajo de la cocinera sólo encuentra su verdad en la boca de sus comensales; necesita su aprobación; exige que aprecien sus platos, que repitan: se irrita si no tienen más hambre, hasta el punto de que no se sabe si las patatas fritas están destinadas al marido o el marido a las patatas fritas. Encontramos este equívoco en el conjunto de la actitud del ama de casa: se ocupa de la casa para su marido, pero también exige que él consagre todo el dinero que gana a comprar muebles o un frigorífico. Quiere hacerle feliz, pero sólo aprueba aquellas de sus actividades que entran dentro del marco de la felicidad que ella ha construido. Hubo épocas en las que estas pretensiones solían encontrar satisfacción: cuando la felicidad era también el ideal del hombre, cuando estaba unido ante todo a su casa, a su familia, y cuando los propios hijos optaban por definirse en función de los padres, 589 sus tradiciones, su pasado. Entonces la que remaba sobre el hogar, la que presidía la mesa era considerada como soberana; sigue desempeñando este papel glorioso entre algunos terratenientes, entre campesinos ricos que perpetúan esporádicamente la civilización patriarcal. Sin embargo, en su conjunto, el matrimonio es un vestigio de costumbres difuntas y el papel de la esposa es mucho más ingrato que antes porque sigue teniendo los mismos deberes, pero ya no le confiere los mismos derechos; realiza las mismas tareas sin obtener de su ejecución recompensa ni honor. El hombre actualmente se casa para anclarse en la inmanencia, pero no para encerrarse en ella; quiere un hogar, pero con libertad para evadirse; se arraiga, pero a menudo sigue siendo en su corazón un vagabundo; no desprecia la felicidad, pero no la considera un fin en sí; la repetición le aburre; busca la novedad, el riesgo, las resistencias que hay que vencer, camaraderías, amistades que lo arranquen de la soledad a dos. Los hijos, más que el marido, desean superar los límites del hogar: su vida está en otra parte, delante de ellos; el niño siempre desea lo que no es. La mujer trata de constituir un universo de permanencia y de continuidad: marido e hijos quieren superar la situación que crea y que para ellos sólo es una circunstancia. Por esta razón, si se resiste a admitir la precariedad de las actividades a las que consagra toda su vida, debe imponer por la fuerza sus servicios: de madre y de ama de casa pasa a ser madrastra y arpía. El trabajo que ejecuta la mujer en el interior del hogar no le confiere una autonomía; no es directamente útil a la sociedad, no tiene salida al futuro, no produce nada. Sólo tiene sentido y dignidad si se integra en existencias que se superan hacia la sociedad en la producción o en la acción: lejos de liberar a la matrona, la hace dependiente del marido y de los hijos; a través de ellos se justifica: sólo es en sus vidas una mediación no esencial. Aunque el código haga desaparecer de sus deberes la «obediencia», no cambia nada en su situación, que no descansa en la voluntad de los esposos, sino en la estructura misma de la comunidad conyugal. No se le permite a la mujer hacer una obra positiva ni, por consiguiente, darse a conocer como una persona realizada. Por mucho que la respeten, está subordinada, es secundaria, parásita. La dura maldición que pesa sobre ella es que el sentido mismo de su existencia no está "entre sus manos. Por esta razón, los triunfos y los fracasos de la vida conyugal tienen para ella mucha más gravedad que para el hombre: él es un ciudadano, un productor antes 590 de ser un marido; ella es ante todo, y a menudo exclusivamente, una esposa; su trabajo no la aparta de esta condición; su valor depende en realidad de ella. Enamorada, generosamente abnegada, ejecutará sus tareas con alegría; le parecerán insípidas cargas si las realiza con resentimiento. Nunca tendrán en su destino más que un papel no esencial; en los avatares de la vida conyugal no le servirán de ayuda. Tenemos que ver, pues, cómo se vive concretamente esta condición esencialmente definida por el «servicio» doméstico y en la que la mujer sólo encuentra su dignidad si acepta su vasallaje. Una crisis hace pasar a la muchacha de la infancia a la adolescencia; una crisis más aguda la precipita en su vida adulta. A los trastornos que suele provocar en la mujer una iniciación sexual un tanto brusca, se superponen las angustias inherentes a todo «tránsito» de una condición a otra. Verse lanzada com o por un horrible rayo a la realidad y el conocim iento; por el m atrim onio, sorprender el amor y la vergüenza en contradicción; tener que sentir en un solo objeto el arrebato, el sacrificio, el deber, la piedad, el m iedo, a causa de la cercanía inesperada de D ios y la bestia... se crea así una m araña que no puede tener equivalente, escribe N ietzsche. La agitación de la tradicional «luna de miel» estaba destinada en parte a ocultar esta desazón; lanzada durante unas semanas fuera del mundo cotidiano, con todos los vínculos con la sociedad provisionalmente rotos, la mujer ya no se sitúa en el espacio, en el tiempo, en la realidad33. Pero tarde o temprano tiene que volver a ella; no sin preocupación la encontramos en su nuevo hogar. Sus vínculos con la casa paterna son mucho más estrechos que los del marido. Apartarse de su familia es un destete definitivo: entonces conoce toda la angustia del abandono y el vértigo de la libertad. La ruptura es según los casos más o menos dolorosa; si ya ha roto los lazos que la unían a su padre, a sus hermanos, sobre todo a su madre, los deja sin drama; si, todavía dominada por ellos, puede permanecer en la práctica bajo su protección, el cambio de su condición será menos brusco; habitualmente, aunque deseara evadirse de la casa paterna, se siente desconcertada cuando se ve se­ 33 La literatura de fin de siglo sitúa frecuentemente la desfloración en un coche-cama, lo que es una forma de situarla en «ningún sitio». 591 parada de la pequeña sociedad en la que estaba integrada, apartada de su pasado, de su universo infantil de principios seguros, de valores garantizados. Sólo una vida erótica ardiente y plena podría sumergirla de nuevo en la paz de la inmanencia; pero en general está más trastornada que satisfecha; la iniciación sexual, más o menos lograda, no hace sino aumentar su turbación. Encontramos en ella tras la boda muchas de las reacciones que sintió ante su primera menstruación; experimenta a menudo asco ante esta suprema revelación de su feminidad, y horror ante la idea de que esta experiencia se va a repetir. Conoce también la amarga decepción del futuro; cuando le viene la regla, la muchacha se da cuenta con tristeza de que no es una adulta; tras la desfloración, lajoven ya es adulta, ha llegado a la última etapa: ¿y ahora? Esta decepción inquieta se debe tanto al matrimonio propiamente dicho como a la desfloración: una mujer que ya haya «conocido» a su novio o que haya «conocido» a otros hombres, pero para quien el matrimonio representa la plena entrada en la vida adulta tendrá a menudo la misma reacción. Vivir el comienzo de una empresa es excitante, pero nada es más deprimente que descubrir un destino sobre el que ya no se tiene control. Sobre este fondo definitivo, inmutable, la libertad emerge con la gratuidad más intolerable. Antes, la muchacha, protegida por la actividad de los padres, hacía uso de su libertad con rebeldía y esperanza; la utilizaba para rechazar y superar una condición en la que al mismo tiempo encontraba seguridad: se trascendía hacia el matrimonio mismo, en el seno del calor familiar; ahora está casada, ante ella ya no hay ningún futuro diferente. Las puertas del hogar se han cerrado a sus espaldas: será todo lo que tenga en la tierra. Sabe exactamente cuáles tareas le están reservadas: las mismas que realizaba su madre. Día tras día, se repetirán los mismos ritos. Cuando era una muchacha, tenía las manos vacías, pero lo tenía todo en esperanzas, en sueños. Ahora ha adquirido una parcela del mundo y piensa angustiada: sólo es esto, para siempre. Para siempre este marido, esta casa. Ya no tiene nada que esperar, nada importante que desear. Además, tiene miedo de sus nuevas responsabilidades. Aunque el marido tenga más edad, más responsabilidad, el hecho de que tenga con ella relaciones sexuales le quita parte de su prestigio: no puede sustituir a un padre y mucho menos a una madre, no la puede liberar de su libertad. En la'soledad del nuevo hogar, unida a un hombre que le resulta más o menos extraño, habiendo dejado de ser niña para convertirse en 592 esposa, condenada a convertirse en madre a su vez, se siente aterida; definitivamente separada del seno materno, perdida en medio del mundo al que no la llama ningún objetivo, abandonada en un presente helado, descubre el aburrimiento y la insipidez de la pura facticidad. Este desamparo se expresa con mucha fuerza en el diario de la joven condesa Tolstoi; ha concedido su mano con entusiasmo al gran escritor al que admiraba; tras los abrazos fogosos en el balcón de madera de Yasnaia Poliana, se encuentra asqueada del amor camal, lejos de los suyos, aislada de su pasado, junto a un hombre al que ha estado prometida ocho días, que tiene diecisiete años más que ella, un pasado y unos intereses que le son totalmente ajenos; todo le parece vacío, helado; su vida sólo es un sueño. Hay que citar el relato que hace del comienzo de su matrimonio y las páginas de su diario en los primeros años. El 23 de septiembre de 1862, Sofía se casa y por la noche deja a su familia. Un sentimiento penoso, doloroso, me atenazaba la garganta y me ahogaba. Sentí entonces que había llegado el momento de dejar para siempre a mi familia y a todos los que amaba profundamente y con los que siempre había vivido... Empezaron los adioses, fueron terribles... Llegaron los últimos minutos. Había dejado intencionadamentepara el final la despedida a mi madre... Cuando me arranqué de sus brazos y sin volverme atrás fui a ocupar mi lugar en el coche, lanzó un grito desgarradorque no hepodido olvidaren todami vida. La lluvia de otoño no dejaba de caer... Acurrucada en mi rincón, abrumada por la fatiga y la pena, di libre curso a mis lágrimas. LeónNikolaievich parecía muy extrañado, incluso descontento... Cuando salimos de la ciudad tuve en las tinieblas una sensación de miedo... La oscuridad me oprimía. No nos dijimos casi nada hasta la primera estación, Biriulev, si no me equivoco. Recuerdo que León Nikolaievich estaba muy tierno y se ocupaba mucho de mí. En Biriulevnos dieron las habitaciones llamadas del zar, grandes y con muebles tapizados de reps rojo que no teman nada de acogedor. Nos trajeron el samovar. Hecha un ovillo en un rincón del diván, guardaba silencio como una condenada. «¡Bueno! —me dijo León Nikolaievich—, si hicieras los honores.» Obedecí y serví el té. Estaba confusa y no me podía liberar deun temor. No me atrevía a tutear a León Nikolaievichy evitaballamarlepor sunombre. Durantemucho tiempo le hablé de usted. 593 Veinticuatro horas después llegan a Yasnaia Poliana. El 8 de octubre, Sofía reanuda su diario. Se siente angustiada. Le pesa que su marido tenga un pasado. D esde que m e acuerdo, siempre soñé con un ser com pleto, fresc o ,puro, al que podría amar... M e resulta difícil renunciar a estos sueños de niña. Cuando m e besa, pienso que no soy la prim era a la que abraza así. A la mañana siguiente, escribe: M e ahogo. Esta noche he tenido pesadillas y, aunque no p ien so en ello constantemente, no dejo de sentirme angustiada. M am á se m e ha aparecido en sueños y m e da m ucha lástima. E s com o si durmiera sin poder despertarme... Hay algo que m e p esa. M e parece constantemente que m e voy a morir. Es extrañ o, ahora que tengo un marido. L e oigo dormir y tengo m iedo y o sola. N o m e deja penetrar en su fuero intem o y eso m e aflige. Todas estas relaciones cam ales son repugnantes. 11 de octubre: ¡Terrible! ¡Horriblemente triste! M e replieg o cada vez m ás sobre m í misma. M i marido está enferm o, de m al hum or y no m e ama. Ya m e lo esperaba, pero no pensaba que fuera tan horrible. ¿Quién se preocupa por m i felicidad? N ad ie sospecha que esta felicidad no la sé crear ni para él ni para m í. En m is horas de tristeza, a veces m e pregunto: ¿para qué vivir cuando las cosas van tal m al para m í y para los dem ás? Es extraño, pero esta idea m e obsesiona. Cada día está m ás fiío, mientras que yo, por el contrario, le amo cada vez m ás... E voco el recuerdo de los m íos. ¡Qué ligera era entonces la vida! Sin embargo, ahora... ¡Oh D ios mío! ¡Tengo el alma desgarrada! N adie m e ama... Querida mamá, querida Tania, ¡qué buenas eran! ¿Por qué las dejé? ¡Es triste, es horroroso! Sin embargo, L iovochka es excelente... Antes, pom a ardor en vivir, en trabajar, en ocuparm e de la casa. Ahora se acabó: podría quedarme en silen cio días enteros cruzada de brazos y lam entándome por m is años pasados. Hubiera querido trabajar, pero no puedo... Tocar el piano m e gusta, pero aquí es m uy incóm odo... L iovoch k a m e había propuesto que m e quedara hoy en casa m ientras él iba a N ikolskoie. Hubiera debido aceptar para evitarle m i presencia, pero no he tenido fuerzas... ¡Pobre! B usca por todas partes distracciones y pretextos para evitarme. ¿Por qué esto y en la tierra? 13 de noviem bre de 1863: C onfieso que no m e sé ocupar. L iovochka es feliz porque tiene inteligencia y talento, mientras 594 que yo no tengo una cosa ni la otra. N o es difícil encontrar algo que hacer, el trabajo no falta, pero hay que tomarle gusto a esas pequeñas tareas, entrenarse para amarlas: ocuparse del corral, tocar el piano, leer m uchas tonterías y m uy pocas cosas interesantes, salar pepinos... M e he dormido de nuevo tan profundam ente que ni nuestro viaje a M oscú ni la espera de un hijo m e procuran la m enor em oción, la m ás m ínim a alegría, nada. ¿Quién m e dirá cóm o despertarme, reanimarme? Esta soledad m e abruma. N o estoy acostumbrada. En casa había tanta anim ación, y aquí en su ausencia todo es gris. Él está acostum brado a la soledad. N o encuentra placer com o yo en sus am igos íntim os, sino en sus actividades... ha crecido sin fam ilia. 23 de noviem bre: Es verdad que estoy inactiva, pero no por naturaleza. Sim plem ente, n o sé qué trabajo em prender. A veces, m e entran unas ganas locas de escapar de su influencia... ¿Por qué su influencia es una carga?... H ago lo que puedo, pero n o voy a ser com o él. Sólo perderé m i personalidad. Ya no soy la m ism a, lo que m e hace la vida m ás difícil todavía. 1 de abril: Tengo el gran defecto de no encontrar recursos en m i interior... Liova está absorto en su trabajo y en la adm inistración de la finca, mientras que yo no tengo ninguna preocupación. N o estoy dotada para nada. Quisiera tener m ás cosas que hacer, pero un trabajo de verdad. A ntes, con estos herm osos días de primavera, tem a necesidad, deseos de algo. ¡Sabe D ios con qué soñaba! Ahora no tengo necesidad de nada, no siento m ás que esta vaga y estúpida aspiración hacia no sé el qué, porque com o lo he encontrado todo, ya no tengo nada que ocultar. A veces m e aburro. 20 de abril: Liova se aleja de m í cada vez m ás. El aspecto físico del am or es m uy importante para él, mientras que para m í en absoluto. Vemos que lajoven sufre, en estos seis primeros meses, por su separación de los suyos, su soledad, el aspecto definitivo que ha tomado su destino; detesta las relaciones físicas con su marido y se aburre. Este aburrimiento es lo que siente hasta llorar la madre de Colette34 tras un primer matrimonio que le habían impuesto sus hermanos: A bandonó la cálida casa belga, la cocina en el sótano que olía a gas, a pan caliente y a café; abandonó el piano, el violín, el gran Salvator R osa legado por su padre, el bote del tabaco y 34 La casa de Claudine. 595 las finas pipas de barro de larga boquilla... L os libros abiertos y los periódicos arrugados para entrar, recién casada, en la casa con escalinata rodeada por el duro invierno de los países forestales. Encontró un inesperado salón blanco y oro, en la planta baja, pero un primer piso apenas enlucido, abandonado com o un desván... los dormitorios helados no hablaban de amor ni de dulces sueños... Sido, que buscaba am igos, una sociabilidad inocente y alegre, sólo encontró en su propia casa servidores, granjeros cautelosos... Floreció la casa grande, hizo blanquear la oscura cocina, vigiló ella m ism a platos flam encos, am asó pasteles de pasas y esperó su primer hijo. El Salvaje la sonreía entre dos paseos y se volvía a marchar... Agotadas las recetas golosas, la paciencia y la cera de m uebles, Sido, adelgazada por el aislamiento, lloró... Marcel Prévost describe en Lettres à Françoise mariée la desazón de la muchacha al volver de la luna de miel. Pensó en el piso materno con sus m uebles N apoleón DI y M ac Mahon, sus peluches con espejos, sus armarios de ciruelo negro, todo lo que consideraba tan anticuado, tan ridículo... Todo se aparece un instante en su m em oria com o un asilo real, com o un verdadero nido en el que la protege una ternura desinteresada, al abrigo de todas las inclem encias y de todos los p eligros. Este piso, con su olor a alfombras nuevas, sus ventanas desnudas, el desorden de los asientos, todo su aire de im provisación y de viaje constante, no, no es un nido. Sólo es el espacio para un nido que hay que construir... Se sentirá de repente horriblemente triste, triste com o si la hubieran abandonado en un desierto. A partir de esta desazón nacen frecuentemente en la joven largas melancolías y diferentes psicosis. En particular, siente en forma de distintas obsesiones psicasténicas el vértigo de su libertad vacía; por ejemplo, desarrolla fantasías de prostitución que hemos encontrado ya en la adolescente. Pierre Janet35cita el caso de una recién casada que no podía soportar el quedarse sola en su casa porque le entraban deseos de asomarse a la ventana y llamar la atención de los viandantes. Otras se vuelven abúlicas ante un universo que «no parece de verdad», que sólo está poblado por fantasmas y decorados de cartón piedra. Algunas se esfuerzan 35 Las Obsessions et lapsychasténie. 596 por negar su condición de adultas, se obstinan en negarla toda su vida. Por ejemplo, una enferma36 que Janet designa con las iniciales de Qi. Qi, mujer de treinta y seis años, está obsesionada por la idea de que es una niña pequeña de diez a doce años; sobre todo, cuando está sola, se deja llevar saltando, riendo, bailando, se suelta el pelo, lo deja flotando sobre sus hombros, lo corta, al m enos en parte. Quisiera poder abandonarse completamente a este sueño de ser una niña: «Es una lástima que no pueda jugar delante de todo el mundo al escondite, hacer travesuras... Quisiera que m e encontraran guapa, tengo m iedo de ser feísima, quiero que m e quieran, que hablen conm igo, que m e mimen, que m e digan todo el rato que m e aman com o se ama a los niños pequeños... A los niños se los quiere por traviesos, por su corazón de oro, por su amabilidad, y ¿qué se les pide a cambio? que amen, nada más. Eso es lo bueno, pero no se lo puedo decir a m i marido, no m e entendería. Quisiera tanto ser pequeña, tener un padre o una madre que m e sentaran en sus rodillas, m e acariciaran el pelo... Pero no, soy una señora, una madre de familia; tengo que llevar m i casa, ser seria, reflexionar sola, ;qué vida! Para el hombre también, el matrimonio es a menudo una crisis: la prueba es que muchas psicosis masculinas nacen durante el noviazgo o durante los primeros tiempos de la vida conyugal. Menos apegado a su familia que sus hermanas, el joven pertenece a alguna cofradía: gran escuela, universidad, taller de aprendizaje, equipo, banda, que le protege del abandono; la deja para empezar su verdadera vida de adulto; teme la soledad que se acerca y a menudo se casa para conjurarla. Se engaña con esta ilusión alimentada colectivamente que representa la pareja como una «sociedad conyugal». Salvo en el breve incendio de una pasión amorosa, dos individuos no pueden crear un mundo que los proteja a ambos contra el mundo: es lo que sienten los dos tras la noche de bodas. La mujer pronto familiar, sometida, no oculta al hombre su libertad; es una carga, no unajustificación; no lo libera del peso de sus responsabilidades, las agrava. La diferencia de sexos implica a menudo diferencias de edad, de educación, de situación que no permiten ningún entendimiento real: aunque familiares, los esposos son también extraños el uno para el otro. Antes podía haber entre ellos 36Ibid. 597 un verdadero abismo: la muchacha, educada en estado de ignorancia, de inocencia, no tenía ningún «pasado», mientras que su novio había «vivido»; a él le correspondía iniciarla en la realidad de la existencia. Algunos varones se sienten halagados por este delicado papel; si son más lúcidos, miden con inquietud la distancia que los separa de su futura compañera. Edith Wharton describe en su novela La edad de la inocencia los escrúpulos de un joven norteamericano de 1870 frente a la mujer que le está destinada. C on una especie de terror respetuoso, contempla la frente pura, los ojos serios, la boca inocente y alegre de la joven criatura que le iba a entregar su alma. Este producto tem ible del sistem a social del que formaba parte y en el que creía — la m uchacha, al ignorarlo todo, lo espera todo— se le aparecía ahora com o una extranjera... ¿Qué sabían realmente uno del otro, ya que su deber era, com o hombre galante, ocultar su pasado a su novia y el de su novia era no tenerlo?... La muchacha, centro de este sistem a de engaños excelentem ente elaborado, resultaba ser por su franqueza y su osadía m ism a un enigm a m ás indescifrable todavía. Era franca, pobrecita, porque no tema nada que ocultar; confiada, porque no se imaginaba que se tendría que proteger; sin más preparación, debía hundirse en una noche en lo que se llamaban «las realidades de la vida»... Tras recorrer por centésim a vez esta alma sucinta, volvió desanim ado al pensam iento de que esta pureza ficticia, tan hábilmente fabricada por la conspiración de las madres, las tías, las abuelas, hasta las m ás remotas antepasadas puritanas, sólo existía para satisfacer sus gustos personales, para que pudiera ejercer sobre ella su derecho de señor y quebrarla com o una im agen de nieve. Ahora el foso es menos profundo, porque la muchacha es un ser menos ficticio; está mejor informada, mejor armada para la vida. Sin embargo, a menudo es mucho más joven que su marido. Es un punto cuya importancia no se ha destacado lo suficiente; se suelen considerar diferencias de sexo las consecuencias de una madurez desigual; en muchos casos, la mujer es una niña, pero no porque sea mujer, sino porque es muy joven. La seriedad de su marido y de los amigos de éste la abruman. Sofía Tolstoi escribía un año después de su boda: E s viejo, está demasiado absorto y yo m e siento ahora tan joven, y m e gustaría tanto hacer locuras... En lugar de acostarm e, hubiera querido hacer piruetas, pero ¿con quién? 598 M e envuelve una atm ósfera de vejez, todo lo que m e rodea es viejo. M e esfuerzo por reprimir cada im pulso de ju ventud, pues m e parece fuera de lugar en este am biente tan razonable. El marido, por su parte, ve en su mujer a un «bebé»; para él no es la compañera que esperaba y se lo hace notar; ella se siente humillada. Sin duda, al salir de la casa paterna, desea encontrar un guía, pero también quiere que la vean como una «persona mayor»; desea seguir siendo niña, quiere convertirse en una mujer; el esposo, más mayor, nunca puede tratarla de forma que se sienta totalmente satisfecha. Aunque la diferencia de edad sea insignificante, no dejan de estar educados de forma diferente. Ella emerge de un universo femenino, en el que se le ha inculcado una sabiduría femenina, respeto por los valores femeninos, mientras que él está cargado de los principios de la ética masculina. A menudo les resulta muy difícil entenderse y los conflictos no tardan en aparecer. Como el matrimonio normalmente subordina la mujer al marido, el problema de las relaciones conyugales se le plantea a ella de forma mucho más aguda. La paradoja del matrimonio es que tiene al mismo tiempo una función erótica y una función social: esta ambivalencia se refleja en la imagen que tiene el marido para la mujerjoven. Es un semidiós dotado de prestigio viril y destinado a sustituir al padre: protector, proveedor, tutor, guía; a su sombra debe desarrollarse la vida de la esposa; él posee los valores, es garante de la verdad, es la justificación ética de la pareja. Es también un varón con el que hay que compartir una experiencia a menudo vergonzosa, barroca, odiosa o turbadora, en todo caso contingente; invita a la mujer a revolcarse con él en la bestialidad, mientras la dirige con paso firme hacia el ideal. U na noche en París, donde se detuvieron en el cam ino de vuelta, Bernard salió aparatosam ente del music-hall cuyo espectáculo le había chocado: « jY pensar que los extranjeros ven estas cosas! ¡Qué vergüenza! Y pensar que nos juzgan por esto...» Thérèse admiraba que este hom bre púdico fuera el m ism o que le haría sufrir en m en os de una hora sus pacientes ocurrencias de la oscuridad37. 37 Cfr. Mauriac, Thérèse Desqueyroux. 599 Entre el mentor y el fauno son posibles muchas formas híbridas. A veces el hombre es a un tiempo padre y amante, el acto sexual se convierte en una orgía sagrada y la esposa es una enamorada que encuentra en los brazos del esposo la salvación definitiva a cambio de un abandono total. Este amor pasión en el seno de la vida conyugal es muy raro. A veces también la mujer ama platónicamente a su marido, pero se niega a abandonarse en los brazos de un hombre demasiado respetado. Es el caso que relata Stekel: «La señora D. S., viuda de un gran artista, tiene ahora cuarenta años. Aunque adoraba a su marido, con él fue completamente frígida.» También puede conocer con él un placer que sufre como una degradación común y que mata en ella estima y respeto. Por otra parte, un fracaso erótico convierte para siempre al marido en un animal: odiado en su carne, despreciado en su espíritu; a la inversa, hemos visto que el desprecio, la antipatía, el resentimiento condenan a la mujer a la frigidez. Lo que suele suceder es que el marido siga siendo tras la experiencia sexual un superior respetado, cuyas debilidades animales se perdonan; parece que fue el caso, entre otros, de Adèle Hugo. O bien es un compañero agradable sin prestigio. K. Mansfield describe una de las formas que puede tomar esta ambivalencia en su relato Preludio: Le amaba realmente. Lo quería, admiraba y respetaba enormemente. jOh! Más que a nadie en el mundo. Lo conocía a fondo. Era la franqueza, la respetabilidad personificadas, y a pesar de toda su experiencia práctica seguía siendo sencillo, absolutamente ingenuo, contento con poco, molesto por poca cosa. ¡Si al menos no se abalanzara así sobre ella, ladrando tan fuerte, mirándola con ojos tan ávidos, tan enamorados! Era demasiado fuerte para ella. Desde su infancia, detestaba las cosas que se abalanzaban sobre ella. Había momentos en los que resultaba terrorífico, realmente terrorífico, estuvo a punto de gritar con todas sus fuerzas: ¡Me vas a matar! Y entonces tenía ganas de decir cosas fuertes, cosas detestables... Sí, sí, era verdad; con todo su amor, su respeto y su admiración por Stanley, lo detestaba. Nunca lo había sentido con tanta claridad: todos estos sentimientos hacia él eran claros, definidos, tan reales unos como otros. Y ese otro, ese odio, tan real como todo lo demás. Hubiera podido hacer paquetitos con ellos y dárselos a Stanley. Tenía ganas de entregarle el último como sorpresa y se imaginaba sus ojos cuando lo abriera. 600 La mujer no siempre se confiesa sus sentimientos con tanta sinceridad. Amar a su esposo, ser feliz es un deber consigo misma y con la sociedad; es lo que su familia espera de ella; o si los padres se han mostrado hostiles ante el matrimonio, es una forma de demostrarles su equivocación. En general, empieza viviendo su situación conyugal sin autenticidad alguna; se persuade de que siente por su marido un gran amor; esta pasión adopta una forma maniaca, posesiva, celosa, sobre todo en la medida en que sexualmente está menos satisfecha; para consolarse por su decepción que al principio no se atreve a confesarse, necesita de forma insaciable la presencia del marido. Stekel cita numerosos ejemplos de esta atracción enfermiza. Una mujer había sido frígida durante los primeros años de su matrimonio a causa de fijaciones infantiles. Entonces se desarrolló en ella un amor hipertrófico com o se suele encontrar en las mujeres que no quieren reconocer que su marido les resulta indiferente. Sólo vivía y pensaba por su marido. N o tenía voluntad. Él debía preparar por la mañana su programa del día, decirle lo que debía comprar, etc. Ella lo ejecutaba concienzudamente. Si no le decía nada, se quedaba en su habitación sin hacer nada, echándolo de menos. N o podía dejar que fuera a ningún sitio sin acompañarlo. N o podía quedarse sola y le gustaba ir con él de la mano... Era desgraciada y lloraba durante horas, temblaba por su marido, y si no tenía m otivos para temblar, los inventaba. M i segundo caso es el de una m ujer encerrada en su habitación com o en una cárcel por m iedo a salir sola. La encontraba sujetando las m anos de su m arido, suplicándole que siem pre estuviera cerca de ella... Casada desde hacía siete años, nunca pudo tener relaciones con su marido. El caso de Sofía Tolstoi es similar; se deduce claramente de los pasajes que he citado y de la continuación del diario que recién casada se dio cuenta de que no amaba a su marido. Las relaciones camales que tenía con él le daban asco; le reprochaba su pasado, le encontraba viejo y aburrido, sólo sentía hostilidad por sus ideas; por otra parte, al parecer, ávido y brutal en la cama, no se ocupaba de ella y la trataba con dureza. A los gritos de desesperación, a las confesiones de aburrimiento, de tristeza, de indiferencia, se unen en Sofía proclamaciones de amor apasionado: quiere estar siempre cerca del esposo bien amado; cuando está lejos, se siente torturada por los celos. Escribe: 601 11/1/1863: M is celos son una enferm edad innata. Quizá ven ga de que al amarlo, y amarlo a él solo, sólo puedo ser feliz con él, por él. 15/1/1863: Quisiera que sólo soñase conm igo y pensara só lo en m í, y m e amara sólo a m í... Apenas digo:^ m e gusta tam bién esto, aquello, inmediatamente m e echo atrás y siento que no m e gusta nada salvo Liovochka. Sin embargo, debería am ar alguna otra cosa, com o él ama su trabajo... Tengo tanta angustia sin él. Siento crecer de día en día la necesidad de no separarme de él. . . 17/X /1863: Soy incapaz de entenderlo bien; por eso lo esp ío tan celosam ente... , 31/V H /1868: ¡Es divertido releer el diano! ¡Cuantas contradicciones! ¡Como si fuera una mujer desgraciada! ¿Hay parejas m ás unidas, m ás felices que nosotros? M i amor no deja d e crecer. Le sigo amando con el m ism o amor inquieto, apasionado, celoso, poético. Su tranquilidad y su segundad m e irritan a v e c e s. 16/IX/1876: B usco ávidamente las paginas de su diano en las que habla de amor y cuando las encuentro m e devoran los celos. O dio a Liovochka por haberse marchado. N o duermo, n o com o casi nada. M e trago las lágrimas o lloro a escondidas. T odos los días tengo un poco de fiebre y tiritonas por la noche... ¿Será un castigo por haber amado tanto? A través de todas estas páginas leemos un esfuerzo vano por compensar con la exaltación moral o «poética» la ausencia de un verdadero amor; las exigencias, la ansiedad, los celos, manifiestan el vacío de su corazón. Muchos celos enfermizos se desarrollan en estas condiciones. Los celos representan de forma indirecta una insatisfacción que la mujer objetiva inventando una rival; al no experimentar nunca con su marido un sentimiento de plenitud, racionaliza su decepción imaginando que el la engaña. . . , n . Con mucha frecuencia, por moralidad, hipocresía, orgullo, timidez, la mujer se obstina en su mentira. «A menudo, una aversión por el esposo querido no se advierte a lo largo de toda la vida: se le da el nombre de melancolía o cualquier otro parecido», dice Chardonne38. Aunque no se nombre, la hostilidad no deja de existir. Se expresa con más o menos violencia en el es­ 38 Cfr.Eve. 602 fuerzo de la mujer para rechazar el dominio de su esposo. Tras la luna de miel y el periodo de desazón que suele venir después, trata de reconquistar su autonomía. No es una empresa fácil. Como el marido suele ser mayor que ella, o en todo caso posee un prestigio viril, como es el «cabeza de familia» según la ley, posee una superioridad moral y social; es muy frecuente que también tenga —al menos en apariencia— una superioridad intelectual. Sobre la mujer tiene la ventaja de la cultura, o al menos de una formación profesional; desde la adolescencia se interesa por las cosas del mundo: son sus cosas; sabe algo de derecho, está al corriente de la política, pertenece a un partido, a un sindicato, a asociaciones; trabajador, ciudadano, su pensamiento está reflejado en la acción; conoce la prueba de la realidad, con la que no es posible hacer trampas: el hombre medio posee la técnica del razonamiento, se inclina por los hechos y la experiencia, tiene un cierto sentido crítico; es lo que les falta a muchas jóvenes; aunque hayan leído, asistido a conferencias, tanteado las artes decorativas, sus conocimientos amontonados más o menos al azar no constituyen una cultura; si no saben razonar bien, no es por vicio cerebral; es porque la práctica no les ha obligado a ello; para ellas, el pensamiento es más un juego que un instrumento; aunque sean inteligentes, sensibles, sinceras, no saben, por falta de técnica intelectual, demostrar sus opiniones y sacar consecuencias. Por eso un marido — aunque sea mucho más mediocre— podrá dominarlas fácilmente; sabrá probar que tiene razón, aunque esté equivocado. Entre las manos masculinas, la lógica es a menudo violencia. Chardonne ha descrito en L’Epithalame esta forma solapada de opresión. Mayor, más cultivado, más instruido que Berthe, Albert se aprovecha de esta superioridad para negar todo valor a las opiniones de su mujer cuando no las comparte; le demuestra incansablemente que tiene razón; ella por su parte se obstina y se niega a conceder contenido alguno a los razonamientos de su marido, se empecina en sus ideas, eso es todo. Así se agrava entre ellos un grave malentendido. Él no trata de comprender sentimientos, reacciones que no puede justificar, pero que tienen en ella raíces profundas; ella no entiende lo que puede haber de vital en la lógica pedante con la que le abruma su marido. Él llega a irritarse por una ignorancia que ella nunca le ocultó y le plantea desafiante preguntas de astronomía; él se siente halagado por dirigir sus lecturas, por encontrar en ella un público fácil de dominar. En una lucha en la que su insu­ 603 ficiencia intelectual la condena a ser vencida sin remedio, la joven no tiene más recurso que el silencio, o las lágrimas, o la vio­ lencia: Con el cerebro ensordecido, com o abrumado por los golpes, Berthe no podía pensar cuando escuchaba esa v oz entrecortada y estridente, y Albert seguía envolviéndola en un zum bido im perioso para aturdiría, herirla en la desazón de su espíritu hum illado... Estaba vencida, desam parada ante las asperezas de una argum entación inconcebible, y para liberarse de este poder injusto, gritó: {Déjam e tranquila! Estas palabras le parecían dem asiado débiles; m iró un frasco de cristal sobre la cóm oda y de repente lanzó la cajita hacia A l­ bert... La mujer trata a veces de luchar, pero en general acepta de grado o por fuerza, como la Nora de Casa de muñecas , que el hombre piense en su lugar; él será la conciencia del grupo. Por timidez, por torpeza, por pereza, deja en manos del hombre el trabajo de foijar las opiniones comunes sobre todos los temas generales y abstractos. Una mujer inteligente, cultivada, independiente, pero que había admirado durante quince años a un marido que consideraba superior me decía con qué desazón, tras su muerte, se vio obligada a decidir ella misma sobre sus convicciones y su conducta: sigue tratando de adivinar lo que hubiera pensado y resuelto él en cada circunstancia. El marido se suele sentir a gusto en el papel de mentor y dejefe3940.Al caer la noche, si ha vivido du­ 39 «Cuando estaba en casa de papá, él me indicaba todas sus formas de ver las cosas, y yo tenía las mismas; si tenía otras, me las callaba, porque no le habría gustado... De las manos de papá pasé a las tuyas... Tú lo dispomas todo a tu gusto y yo tuve los mismos gustos que tú, o hice como si los tuviera, no se muy bien, me parece que las dos cosas al mismo tiempo, unas veces una y otras veces otra. Tú y papá me habéis hecho mucho daño. Es culpa vuestra si no he servido para nada.» , 40 Helmer le dice a Nora: «¿Crees que te quiero menos porque no sabes actuar por tu cuenta? No, no, sólo tienes que apoyarte en mí, yo te aconsejare y te dirigiré. No sería un hombre si esta incapacidad femenina no te hiciera doblemente seductora a mis ojos. Descansa bien y quédate tranquila, tengo alas grandes para protegerte... Para un hombre existe una dulzura y una satisfacción inefables en la plena conciencia de haber perdonado a su mujer... Ella se convierte, por así decirlo, en su mujer y su hija. Es lo que serás ahora para mi, pequeño ser perdido y desconcertado. No te preocupes de nada, Nora; sólo ábreme tu corazón y seré a un tiempo tu voluntad y tu conciencia.» 604 rante el día las dificultades de las relaciones con sus iguales, de la sumisión a sus superiores, le gusta sentirse un superior absoluto y dispensar verdades incuestionables41. Relata los acontecimientos del día, se da la razón contra sus adversarios, feliz de encontrar en su esposa un doble que le confirma en sí mismo; comenta el periódico y las noticias políticas, suele leérselo en voz alta a su mujer para que su relación misma con la cultura no sea autónoma. Para extender su autoridad, exagera cuanto puede la incapacidad femenina; ella acepta más o menos dócilmente este papel subordinado. Es sabido el placer maravillado con el que las mujeres, aunque lamenten sinceramente la ausencia de su marido, descubren en ellas mismas cuando están solas posibilidades insospechadas; llevan sus asuntos, crían a los niños, deciden, administran sin ayuda. Sufren cuando la vuelta del marido las condena de nuevo a la incompetencia. El matrimonio fomenta en el hombre un caprichoso imperialismo: la tentación de dominar es la más universal, la más irresistible que existe; dejar al niño en manos de su madre, dejar a la mujer en manos del marido es cultivar la tiranía en la tierra; a menudo, el esposo no tiene suficiente con ser aprobado, admirado, con aconsejar, guiar; manda, juega al soberano; todos los resentimientos acumulados desde la infancia, a lo largo de su vida, amasados día a día entre los otros hombres cuya existencia le perturba y le hiere, se los quita de encima en casa, al asestar a la mujer su autoridad; finge violencia, poder, intransigencia; deja caer las órdenes con voz severa; a veces grita, golpea la mesa. Esta actuación forma parte de la realidad cotidiana de la mujer. Él está tan convencido de sus derechos que la menor autonomía preservada por la mujer se le aparece como una rebelión; quisiera impedirle que respire sin él. Ella se rebela. Aunque al principio haya reconocido el prestigio viril, su fascinación se disipa enseguida: el niño se da cuenta un día de que su padre sólo es un individuo contingente; la esposa pronto descubre que frente a ella no está la alta 41 Cfr. Lawrence, Fantasia o f Unconscious: «Tiene que luchar por que su mujer vea en usted un verdadero hombre, un verdadero pionero. Nadie es hombre si su mujer no ve en él a un pionero... Y tiene que luchar duramente para que la mujer someta sus fines a los de usted... Entonces, ¡qué vida tan maravillosa! Qué delicia volver por la noche a ella y encontrarla esperando ansiosa... Qué dulzura llegar a casa y sentarse a su lado... Qué rico y pleno se siente con todo el trabajo del día a las espaldas por el camino de vuelta... Sentimos una gratitud insondable por la mujer que nos ama, que cree en nuestra tarea. 605 figura del Señor, del Jefe, del Soberano, sino un hombre; no ve ninguna razón para someterse; sólo representa a sus ojos un deber injusto e ingrato. A veces, se somete con regodeo masoquista: adopta el papel de víctima y su resignación sólo es un largo reproche silencioso; pero a menudo también entra en lucha abierta contra su amo y se esfuerza por someterlo a su vez. El hombre es ingenuo cuando se imagina que someteia íacilmente a su mujer a sus voluntades y que la «formará)) a su gusto. «La mujer es lo que hace con ella su marido)), dice Balzac, pero dice lo contrario unas páginas más adelante. En el terreno de la abstracción y de la lógica, la mujer se suele resignar a aceptar la autoridad masculina, pero cuando se trata de ideas, de costumbres que le importan realmente, le hace frente con tenacidad solapada. La influencia de la infancia y de la juventud es mucho mas profunda en ella que en el hombre, porque está más encerrada en su historia individual. No se suele deshacer nunca de lo que adquiere durante estos periodos. El marido impondrá a su mujer una opinión política, pero no modificará sus convicciones religiosas, no podrá acabar con sus supersticiones. Es lo que observa Jean Barois, que se imaginaba tener una influencia real sobre la pequeña devota estúpida que asoció a su vida. Dice abrumado. «De un cerebro de niña macerado a la sombra de una ciudad de provincias es imposible desarraigar todas las afirmaciones de la estupidez ignorante.)) La mujer conserva a pesar de las opiniones adquiridas, a pesar de los principios que repite como un loro, su propia visión del mundo. Esta resistencia la puede mcapacitar para comprender a un marido más inteligente que ella, o puede por el contrario elevarla por encima de la seriedad masculina, como ocurre con los personajes femeninos de Stendhal o de ibsen. A veces, se aferra deliberadamente, por hostilidad hacia el hombre —que la ha decepcionado sexualmente, o por el contrario que la domina y hace que se quiera vengar— a valores que no son los suyos; se apoya en la autoridad de una madre, de un padre, de un hermano o de una personalidad masculina que le parece «superior)), de un confesor, de una hermana, para acabar con él. O sin oponerle nada positivo, se dedica a contradecirlo sistemáticamente, a atacarlo, a herirlo; se esfuerza por mculcarle un complejo de inferioridad. Por supuesto, si tiene la capacidad necesaria, le gustará deslumbrar a su marido, imponerle sus pensamientos, sus opiniones, sus directrices; se hará con toda la autoridad moral. En los casos en que le sea imposible cuestionar la 606 supremacía espiritual del marido, tratará de tomar la revancha en el plano sexual. O le rechazará, como Mme Michelet, de quien Halévy nos dice que: Deseaba dominarlo todo; en la cama, ya que había que pasar por ahí, y en la m esa de trabajo. Lo que buscaba era la m esa y M ichelet se la prohibió, mientras ella prohibía la cama. Durante m uchos m eses, el matrimonio fue casto. Finalm ente, M ichelet tuvo la cama y Athenais Mialaret pronto tuvo la mesa; había nacido mujer de letras y era el lugar que le corres­ pondía... O bien se queda tiesa entre sus brazos y le inflige la afrenta de su frigidez; o se muestra caprichosa, coqueta, le impone una actitud de suplicante; coquetea, le pone celoso, le engaña. De una forma o de otra trata de humillarlo en su virilidad. Si la prudencia le impide ir hasta el final, al menos encierra orgullosamente en su corazón el secreto de su altiva frialdad; a veces se sincera en un diario, o mejor con sus amigas: muchas mujeres casadas se entretienen confesándose los «trucos» que utilizan para fingir un placer que pretenden no sentir; se burlan ferozmente de la ingenuidad vanidosa de sus engañados maridos; estas confidencias podrían ser también una farsa: entre la frigidez y la voluntad de frigidez no hay una frontera muy definida. En todo caso, se consideran insensibles y así dan rienda suelta a su resentimiento. Hay mujeres —las que se asimilan a la «mantis religiosa»— que quieren triunfar de noche como de día: son frías en sus relaciones, despreciativas en las conversaciones, tiránicas en su conducta. Así es como —según el testimonio de Mabel Dodge— se comportaba Frieda con Lawrence. Al no poder negar su superioridad intelectual, pretendía imponerle su propia visión del mundo, en el que sólo contaban los valores sexuales. Terna que ver la vida a través de ella, y el papel de ella era verla desde el punto de vista del sexo. Ella se situaba desde este punto de vista para aceptar o condenar la vida. Un día ella le declaró a Mabel Dodge: Tiene que recibirlo todo de m í. Cuando no estoy, no siente nada; nada, y de m í recibe sus libros, siguió con ostentación. N adie lo sabe. H e escrito páginas enteras de sus libros por él. 607 No obstante, ella precisa de forma ansiosay constante demostrar la necesidad que tiene de ella; exige que se ocupe de ella sm tregua: si no lo hace espontáneamente, lo acorrala. Frieda se aplicaba concienzudam ente a no aceptar jam ás que sus relaciones con Lawrence se desarrollaran dentro de la tranquilidad que se suele dar entre las personas casadas. Cuando sentía que se adormecía en la rutina, le lanzaba una bomba. Hacía de m odo que nunca la olvidara. Esta necesidad de una atención perpetua... se había convertido, cuando los vi, en el arma que se utiliza contra un enem igo. Frieda sabía pincharlo en los lugares sensibles... Si durante el día no le había prestado atención, por la noche llegaba ai insulto. La vida conyugal se había convertido entre ellos en una serie de escenas repetidas hasta el infinito en las que nadie quena ceder, dando a las menores discusiones el aspecto titánico de un d u elo entre el H om bre y la M ujer. D e una form a m u y diferente, encontram os tam bién en E lise, que n o s describe Jouhandeau42, una voluntad obstinada de d om in io que la lleva a rebajar todo lo p osib le a su m arido. Elise: Desde el principio, a mi alrededor, lo rebajo todo. Luego m e quedo tranquila. Ya sólo m e tengo que enfrentar con m onos o con seres grotescos. Cuando se despierta, Elise m e llama: — M i adefesio. Es una política. M e quiere humillar. Con qué franca alegría quiere hacerme renunciar a todas las ilusiones que m e hago sobre m í m ism o, una tras otra. Nunca ha perdido la ocasión de decirme que soy esto, que soy aquello, de llamarme miserable delante de m is am igos alucinados o de nuestros criados desconcertados. A sí que he acabado creyéndola... Para despreciarme, no se le escapa ninguna oportunidad de hacerme sentir que m i obra le interesa m enos que el bienestar que nos podría aportar. . , Ella ha secado la frente de m is pensamientos, desanimándome pacientemente, lentamente, pertinentemente, humillándom e de forma metódica, haciéndome renunciar a m i pesar. 42 Chroniques maritales y Nouvelles Chroniques maritales. 608 brizna a brizna, con una lógica precisa, imperturbable, implacable, a m i orgullo. — En realidad, ganas m enos que un obrero, m e lanzó un día delante del acuchillador... ... Quiere rebajarme para parecer superior, o al menos igual, y que este desdén la mantenga ante m í a su altura... Sólo m e estim a en la m edida en que le sirvo de estribo o de mer­ cancía. Frieda y Elise, para afirmarse a su vez ante el varón como el sujeto esencial, utilizan una táctica que los hombres han denunciado con frecuencia: se esfuerzan por negarles la trascendencia. Los hombres suelen suponer que la mujer alimenta respecto a ellos sueños de castración; en realidad su actitud es ambigua: desea más humillar el sexo masculino que suprimirlo. Lo más exacto es decir que desea mutilar en el hombre sus proyectos, su futuro. Triunfa cuando el marido o el hijo están enfermos, cansados, reducidos a su presencia de carne. Entonces ya no aparecen, en la casa sobre la que ella reina, como un objeto entre otros; los trata con una competencia de ama de casa; los venda como quien pega un plato roto, los limpia como quien refriega un jarrón; nada se escapa a sus manos angelicales, amigas de las mondas y del agua de fregar. Lawrence decía a Mabel Dodge hablando de Frieda: «No puede saber lo que es sentir sobre uno la mano de esta mujer al estar enfermo. La mano pesada, alemana, de la carne.» Conscientemente, la mujer impone esta mano con todo su peso para hacer sentir al hombre que él también es sólo un ser de carne. No es posible llevar más lejos esta actitud de Elise, de quien Jouhandeau relata: M e acuerdo por ejem plo del piojo Chang Tsen al principio de nuestro matrimonio... Conocí realmente la intimidad con una mujer gracias a él, el día que Elise m e tom ó desnudo en sus rodillas para esquilarme com o a un cordero, iluminando m i m enor repliegue con una vela que paseaba alrededor de mi cuerpo. Oh, su lenta inspección de m is axilas, de m i pecho, de m i om bligo, de la piel de m is testículos, tensos entre sus dedos com o un tambor, sus prolongadas inspecciones entre m is muslos, entre m is pies y el paso de la cuchilla de afeitar alrededor del agujero de m i culo: la caída por fin en la cesta de un puñado de pelos m bios en los que se escondía el piojo y que quemó, librándome de golpe, al tiempo que m e liberaba de él y de sus refugios, a una desnudez nueva y al desierto del aislamiento. 609 A la mujer le gusta que el hombre sea, no un cuerpo en el que se expresa una subjetividad, sino una carne pasiva. Contra la existencia, afirma la vida, contra los valores espirituales, los valores camales; le gusta adoptar ante las empresas viriles la actitud humorística de Pascal; piensa también que «todos los problemas de los hombres vienen de una sola cosa, que es no saber estarse quietos en una habitación»; los encerraría de buena gana en el hogar; toda actividad que no sea provechosa para la vida familiar provoca su hostilidad; la mujer de Bemard Palissy se indigna de que queme los muebles para inventar un nuevo barniz del que el mundo ha podido prescindir hasta ahora; Mme Racine interesa a su marido por las grosellas del jardín y se niega a leer sus tragedias. Jouhandeau se muestra a menudo exasperado en las Chroniques maritales porque Elise se obstina en considerar su trabajo literario únicamente como una fuente de beneficio material. Le digo: mi último cuento se publica esta mañana. Sin querer ser cínica, simplemente porque en realidad es lo único que le importa, responde: ¡Al menos este mes tendremos trescientos francos más! Los conflictos a veces se exacerban hasta provocar una ruptura. En general, la mujer, aunque rechaza el dominio de su esposo, quiere «quedárselo». Lucha contra él con el fin de defender su autonomía y combate contra el resto del mundo para conservar la «situación» que la aboca a la dependencia. Este doblejuego es difícil de mantener, lo que explica en parte el estado de inquietud y de nerviosismo en el que muchas mujeres pasan su vida. Stekel nos da un ejemplo muy significativo. La señora Z. T., que nunca gozó, está casada con un hombre muy cultivado, pero no puede soportar su superioridad y empieza a querer igualarlo estudiando su especialidad. Como es demasiado difícil, abandona sus estudios en cuanto se prometen formalmente. El hombre es muy conocido y tiene numerosas alumnas que van detrás de él. Ella se propone no caer en este cultoridículo. En susrelaciones, ellaíue insensible desde el principioy lo siguió siendo. Sólo llegaba al orgasmo mediante el onanismo cuando su marido se retiraba satisfecho y luego se lo contaba. Rechazaba sus intentos de excitarla con caricias... Pronto empezó a ridiculizar y a rebajar el trabajo de su marido. No lograba «entender a esas pavas que corrían tras 610 él, ella que conocía de primera mano la vida privada del gran hombre». En sus disputas cotidianas, aparecían expresiones como: «A m í no m e impresionas con tus tonterías» o: «Crees que puedes hacer conm igo lo que quieras porque eres un chupatintas.» El marido se ocupaba cada vez más de sus alumnas, se rodeaba de jóvenes. Ella siguió así durante años hasta que su marido se enamoró de otra mujer. Ella siempre había soportado sus pequeñas infidelidades, incluso se hacía amiga de las «pobres tontas» abandonadas... Pero entonces cambió de actitud y se abandonó sin orgasmo al primer jovenzuelo que apareció. Confesó a su marido que le había engañado y él lo aceptó sin problemas. Podrían separarse tranquilamente... Ella le negó el divorcio. Hubo una gran explicación y una reconciliación... Ella se abandonó llorando y tuvo su primer orgasmo in­ tenso... Vemos que en la lucha contra su marido nunca se había planteado abandonarlo. «Atrapar a un marido» es todo un arte; «retenerlo» es un oficio. Hace falta mucha mano izquierda. A una mujer desagradable, su hermana más prudente le decía: «Ten cuidado, a fuerza de hacerle escenas a Marcel vas a perder tu situación.» Lo que está en juego no puede ser más serio: la seguridad material y moral, un hogar propio, la dignidad de esposa, un sucedáneo más o menos logrado del amor, de la felicidad. La mujer pronto aprende que su atractivo erótico no es sino su arma más débil; se debilita con el hábito; hay desgraciadamente otras mujeres deseables en el mundo; sin embargo, se esfuerza para hacerse seductora, para gustar; a menudo está dividida entre el orgullo que la inclina hacia la frigidez y la idea de que con su ardor sensual halagará y retendrá a su marido. También cuenta con la fuerza de la costumbre, con el encanto que tiene una casa agradable, una buena mesa, su ternura por los hijos; se preocupa por su «consideración social», con su forma de recibir, de vestirse y de tener ascendiente sobre él con sus consejos, su influencia; cuando puede se hace indispensable, bien para su éxito social, bien en su trabajo. Sobre todo, hay una tradición que enseña a las esposas el arte de «saber retener a un hombre»; hay que descubrir y alimentar sus debilidades, dosificar hábilmente el halago y el desdén, la docilidad y la resistencia, la vigilancia y la indulgencia. Esta última mezcla es especialmente delicada. No hay que dejar al marido ni mucha ni poca libertad. Demasiado complaciente, la mujer ve cómo su marido se le esca­ 611 pa; el dinero, el ardor amoroso que utiliza con otras mujeres se lo quita a ella; corre el riesgo de que una amante tenga suficiente poder para exigir un divorcio o al menos para ocupar el primer lugar en su vida. No obstante, si le prohíbe cualquier aventura, si lo harta con su vigilancia, sus escenas, sus exigencias, puede indisponerlo gravemente contra ella. Se trata de saber «hacer concesiones» con conocimiento; si el marido da algunos zarpazos al contrato, se pueden cerrar los ojos, pero en otros momentos habrá que abrirlos de par en par; en particular, la mujer casada desconfía de las muchachas, que estarían encantadas, piensa, de robarle su «posición». Para arrancar a su marido de una rival inquietante, se lo lleva de viaje, trata de distraerlo; si es necesario —siguiendo el modelo de Mme de Pompadour— suscita una rival menos peligrosa; si nada funciona, puede recurrir a las crisis de llanto, los ataques de nervios, los intentos de suicidio, etcétera. Sin embargo, demasiadas escenas y recriminaciones apartarán al marido del hogar; la mujer se volverá insoportable en el momento en que más urgente es la necesidad de seducir; si quiere ganar la partida, tendrá que dosificar hábilmente las lágrimas conmovedoras y las heroicas sonrisas, chantaje y coquetería. Ocultar, hacer trampas, odiar y temer en silencio, apostar por la vanidad y las debilidades de un hombre, aprender a evitar sus trampas, ajugar con él, a manipularlo es una ciencia muy triste. La gran excusa de la mujer es que se le impone comprometer todo su ser en el matrimonio: no tiene oficio, no tiene capacidad, ni relaciones personales, incluso su nombre ya no le pertenece; no es más que la «otra mitad» de su marido. Si le abandona, en muchos casos no encontrará ninguna ayuda, ni fuera ni dentro de ella. Es fácil tirar la primera piedra a Sofía Tolstoi como hacen A. de Monzie y Montherlant, pero si hubiera rechazado la hipocresía de la vida conyugal, ¿dónde habría ido? ¿Qué destino le esperaba? Parece haber sido una mujer muy desagradable, pero ¿se le puede pedir que ame a su tirano y bendiga su esclavitud? Para que entre los esposos haya lealtad y amistad, la condición indispensable es que ambos sean libres uno respecto al otro y concretamente iguales. Mientras el hombre posea en exclusiva la autonomía económica y tenga —por la ley y las costumbres— los privilegios que confiere la virilidad, es natural que aparezca con tanta frecuencia como un tirano, lo que incita a la mujer a la rebeldía y al engaño. Nadie pretende negar las tragedias y las mezquindades conyugales, pero los conflictos entre los esposos vienen de la mala 612 voluntad de los individuos, no de la institución. Tolstoi, entre otros, describió en el epílogo de Guerray Paz la pareja ideal: la de Pedro y Natacha. Ella era una muchacha coqueta y romántica; cuando se casa, asombra a todo el mundo porque renuncia a arreglarse, al mundo, a cualquier distracción para consagrarse exclusivamente a su marido y a sus hijos. Se convierte en el tipo mismo de la matrona. Ya no tenía la llama de vida siempre ardiente que era su encanto de otros tiempos. Ahora, a m enudo sólo se veía de ella el rostro y el cuerpo, no se veía su alma, sólo se veía la hembra fuerte, bella y fecunda. Exige a Pedro un amor tan exclusivo como el que ella le consagra. Está celosa de él; él renuncia a todas las salidas, a sus amigos, para consagrarse también totalmente a su familia. N o se atrevía ni a cenar en los clubes, ni a emprender un largo viaje, salvo para asuntos entre los que su mujer incluía sus trabajos en ciencias a los que, sin entender nada, atribuía enorme importancia. Pedro estaba «bajo la zapatilla de su mujer», pero a cambio: Natacha en la intimidad se había convertido en la esclava de su marido. Llevaba toda la casa guiada por supuestas órdenes del marido, es decir, por los deseos de Pedro que Natacha se esforzaba en adivinar. Cuando Pedro se marcha lejos de ella, Natacha a su vuelta lo recibe con impaciencia, porque ha sufrido en su ausencia, pero entre los esposos reina una maravillosa armonía; se entienden casi sin palabras. Entre sus hijos, la casa, el marido amado y respetado, ella disfruta de una felicidad casi perfecta. Este cuadro idílico merece un estudio más de cerca. Natacha y Pedro están unidos, dice Tolstoi, como el alma al cuerpo, pero cuando un alma deja el cuerpo la muerte es una sola; ¿Qué ocurriría si Pedro dejara de amar a Natacha? Lawrence también rechaza la hipótesis de la inconstancia masculina: Don Ramón siempre amará a la pequeña india Teresa que le ha entregado su alma. Sin embargo, uno de los defensores más ardientes del amor único, absoluto, ardiente, André Bréton, no tiene más remedio 613 que admitir que al menos en las circunstancias actuales este amor puede equivocarse de objeto: error o inconstancia, para la mujer el abandono es el mismo. Pedro, robusto y sensual, se verá camalmente atraído por otras mujeres; Natacha está celosa: pronto sus relaciones se agriarán; o él la deja, lo que arminará la vida de ella, o la soporta con resentimiento, lo que estropeará la de él, o vivirán de equilibrios y concesiones, lo que les hará desgraciados a los dos. Se puede objetar que Natacha tiene al menos a sus hijos, pero los hijos sólo son fuente de alegría en el seno de una forma equilibrada, en la que participa necesariamente el marido; para la esposa abandonada, celosa, se convierten en una carga ingrata. Tolstoi admira la abnegación ciega de Natacha ante las ideas de Pedro, pero otro hombre, Lawrence, que exige también de la mujer una abnegación ciega, se burla de Pedro y de Natacha. Un hombre puede por lo tanto, en opinión de otros hombres, ser un ídolo de pies de barro y no un verdadero dios; al rendirle culto se pierde la vida en lugar de salvarla; ¿cómo saberlo? Las pretensiones masculinas se cuestionan, la autoridad ya no sirve, la mujer tiene que juzgar y criticar, no puede limitarse a ser un dócil eco. Por otra parte, es envilecerla imponerle principios, valores a los que no se suma por ningún movimiento libre; puede compartir el pensamiento del esposo, pero sólo puede hacerlo a través de un juicio autónomo; lo que le resulta ajeno, no es cosa suya aceptarlo ni rechazarlo; no puede tomar de otro sus propias razones de existir. La condena más radical del mito Pedro-Natacha nos la da la pareja León-Sofía. Sofía siente repulsión por su marido, lo encuentra «fastidioso»; él la engaña con todas las campesinas de los alrededores; ella está celosa y se aburre; vive en la excitación nerviosa sus múltiples embarazos y sus hijos no llenan el vacío de su corazón ni el de sus días; para ella el hogar es un desierto árido, para él un infierno. Y la historia acaba con una anciana histérica acostándose semidesnuda en la noche húmeda del bosque, con un anciano acosado que se da a la fuga, renegando por fin de la «unión» de toda una vida. El caso de Tolstoi es excepcional; hay muchísimas parejas que «funcionan bien», es decir, en las que los esposos llegan a un compromiso; viven uno junto al otro sin vejarse demasiado, sin mentirse demasiado. Sin embargo, hay una maldición a la que casi nunca escapan: el aburrimiento. Si el marido logra 614 convertir a su mujer en un eco de sí o si cada cual se atrinchera en su universo, al cabo de unos meses o de unos años ya no tienen nada que comunicarse: la pareja es una comunidad cuyos miembros han perdido su autonomía sin librarse de su soledad; están estáticamente asimilados el uno al otro en lugar de apoyarse mutuamente con una relación dinámica y viva; por esta razón, en el plano espiritual como en el plano erótico, no pueden dar nada ni intercambiar nada. En una de sus mejores obras, Too bad, Dorothy Parker resume la triste novela de muchas vidas conyugales; es de noche y el señor Welton vuelve a casa: La señora Welton abre la puerta a su llamada. — ¡Vaya!, dice alegremente. Se sonríen con aire animado. — H elio, dice él. ¿No has salido? Se besan ligeramente. Con un amable interés, ella lo m ira colgar su abrigo, su sombrero, sacar los periódicos del bolsillo y darle uno. — ¡Has traído periódicos!, dice tomándolo. — ¿Qué tal? ¿Qué has hecho en todo el día?, pregunta. Ella esperaba la pregunta, se había imaginado antes de su vuelta cóm o le contaría los pequeños incidentes de la jom ada... Pero ahora le parecía una larga historia insípida. — Oh, nada, dice con una risita alegre. ¿Has tenido un buen día? — Bueno, empieza... Pero su interés se desvanece antes de empezar a hablar... Por otra parte ella estaba ocupada arrancando un hilo de lana de los flecos de un cojín. — N o estuvo mal, dice él. ... Ella sabía bastante bien hablar a las otras personas... Ernest era también bastante charlatán en sociedad... Trató de acordarse de lo que hablaban antes de casarse, durante su n oviazgo. Nunca habían tenido demasiadas cosas que decirse, pero ella no se había preocupado... Estaban los besos y las cosas que te ocupan la cabeza. Pero no se puede contar con los besos y con todo lo demás para pasar las veladas siete años m ás tarde. Podría pensarse que en siete años se acostumbra uno, que se da cuenta de que así es y se resigna. Pero no. Acaba atacando los nervios. N o es uno de esos silencios confortables, am istosos que a veces caen entre las personas. Da la im presión de que hay que hacer algo, que no estamos haciendo nuestro deber. Com o un ama de casa cuando su velada no funciona... Er- 615 nest se pondría a leer laboriosamente y hacia la mitad del periódico empezaría a bostezar. En el interior de la señora Welton pasaba algo cuando hacía eso. Ella le murmuraría que tenía que hablar con D elia y se precipitaría a la cocina. Ella se quedaría allí un buen rato, mirando vagamente los tarros, verificando las listas de la colada, y cuando volviera, él estaría aseándose para irse a la cama. En un año, pasaban trescientas veladas así. Siete veces trescientas son más de dos mil. A veces se dice que este silencio es sigpo de una intimidad más profunda que todas las palabras, y nadie podría negar que la vida conyugal crea una intimidad: así es en todas las relaciones de familia, que no dejan de incubar odios, celos, rencores. Jouhandeau marca claramente la diferencia entre esta intimidad y una verdadera fraternidad humana cuando escribe: Elise es mi mujer, y sin duda ninguno de m is am igos, ninguno de los miembros de m i familia, ninguno de m is allegados m e resulta más íntimo que ella, pero por muy cerca de m í que esté el lugar que se ha creado, que le he creado en mi universo más privado, por m uy arraigada que esté en el tejido inextricable de m i carne y de m i alma (y es todo el misterio y todo el drama de nuestra unión indisoluble), el desconocido que pasa en ese momento por el paseo y que apenas veo desde m i ventana, sea quien sea, humanamente m e resulta m enos ajeno que ella. Dice más adelante: N os damos cuenta de que som os víctimas de un veneno, pero nos hem os acostumbrado. ¿Cómo renunciar a él sin tener que renunciar a uno m ismo? Y también: Cuando pienso en ella, m e doy cuenta de que el amor conyugal no tiene nada que ver ni con la simpatía, ni con la sensualidad, ni con la pasión, ni con la amistad, ni con el amor. Adecuado sólo para él, irreductible a cualquiera de estos diferentes sentimientos, tiene su naturaleza propia, su esencia particular y su modalidad única, en función de la pareja que esté reuniendo. 616 Los defensores del amor conyugal43 alegan frecuentemente que no es un amor, lo que le da necesariamente un carácter maravilloso. La burguesía ha inventado en estos últimos años un estilo épico: la rutina se asemeja a una aventura, la fidelidad a una locura sublime, el aburrimiento se convierte en sabiduría y los odios familiares son la forma más profunda del amor. En realidad, que dos individuos se detesten sin poder no obstante prescindir uno de otro no es de todas las relaciones humanas la más verdadera, la más conmovedora, sino la más penosa. El ideal sería por el contrario que dos seres humanos, ambos autosuficientes, se encadenaran el uno al otro únicamente por el libre consentimiento de su amor. Tolstoi admira que el vínculo de Natacha con Pedro sea algo «indefinible, pero firme, sólido, como era la unión de su propia alma con su cuerpo». Si aceptamos la hipótesis dualista, el cuerpo sólo representa para el alma una pura facticidad de esta forma, en la unión conyugal, cada cual tiene por el otro la pesadez inevitable de la circunstancia contingente; habría que asumir y amar al otro como presencia absurda y no elegida, condición necesaria y materia misma de la existencia. Entre estas dos palabras se establece una confrisión voluntaria, de la que nace la falacia: lo que se asume, no se ama. Asumimos nuestro cuerpo, su pasado, su situación presente, pero el amor es movimiento hacia el otro, hacia una existencia separada de la propia, un fin, un futuro; la forma de asumir una carga, una tiranía, no es amarla, sino rebelarse contra ella. Una relación humana no tiene valor cuando se vive en la inmediatez; las relaciones de los hijos con sus padres, por ejemplo, sólo adquieren precio cuando se reflexionan desde una conciencia; no es motivo de admiración que las relaciones conyugales caigan en la inmediatez y que los cónyuges dejen atrapada en ellas su libertad. Esta mezcla compleja de afecto, de resentimiento, de odio, de consigna, de resignación, de pereza, de hipocresía llamada amor conyugal sólo puede aspirar al respeto porque sirve de justificación. Y con la amistad pasa como con el amor físico: para que sea auténtica tiene que ser ante todo libre. 43 Puede haber amor en el interior de un matrimonio, pero entonces no hablamos de «amor conyugal»; cuando pronunciamos estas palabras es que el amor está ausente; de la misma forma, cuando se dice de un hombre que es «muy comunista» se indica así que no es un comunista; un «gran hombre honrado» es un hombre que no pertenece a la simple categoría de los hombres honrados, etc. 617 Libertad no significa capricho: un sentimiento es un compromiso que supera el instante; sólo incumbe al individuo confrontar su voluntad general y sus conductas singulares, para mantener su decisión o por el contrario para romperla; el sentimiento es libre cuando no depende de ninguna consigna extranjera, cuando se vive en una sinceridad sin miedo. La consigna del «amor conyugal» invita por el contrario a todas las represiones y a todas las mentiras. Ante todo, impide que los esposos se conozcan realmente. La intimidad cotidiana no crea ni comprensión ni simpatía. El marido respeta demasiado a su mujer para interesarse por los avatares de su vida psicológica: sería reconocerle una autonomía secreta que podría resultar molesta, peligrosa. ¿Siente realmente placer en la cama? ¿Ama de verdad a su marido? ¿Le hace realmente feliz obedecerle? Él prefiere no cuestionarse; estas preguntas le parecen hasta chocantes. Él se ha casado con una «mujer honrada»; por esencia es virtuosa, abnegada, fiel, pura, feliz, piensa lo que hay que pensar. Un enfermo, después de dar las gracias a sus amigos, sus allegados, sus enfermeras, dice a su joven esposa que no ha dejado un instante su cabecera: «A ti no te doy las gracias, sólo has hecho tu deber.» No considera un mérito ninguna de sus cualidades: están avaladas por la sociedad, están implicadas en la institución misma del matrimonio; no se da cuenta de que su mujer no sale de un libro de Bonald, que es un individuo de came y hueso; da por hecha su fidelidad a las consignas que se impone; que tenga tentaciones que vencer, que quizá caiga, que en todo caso su paciencia, su castidad, su decencia sean difíciles conquistas es algo que ni se le pasa por la cabeza; ignora más radicalmente todavía sus sueños, sus fantasías, sus nostalgias, el clima afectivo en el que transcurren sus días. Así Chardonne nos muestra en Eve a un marido que durante años lleva un diario de su vida conyugal: habla de su mujer con matices delicados, pero sólo de su mujer tal y como la ve, tal y como es para él, sin devolverle en ningún caso su dimensión de individuo libre: queda fiilminado cuando de repente se entera de que no le ama, de que le deja. Se ha hablado a menudo de la desilusión del hombre ingenuo y leal ante la perfidia femenina; los maridos de Bernstein descubren escandalizados que la compañera de su vida es ladrona, malvada, adúltera; encajan el golpe con coraje viril, pero el autor no consigue por ello hacerlos aparecer como generosos y fuertes: nos parecen sobre todo cernícalos desprovistos de sensibilidad y de buena voluntad; el hombre reprocha a las mujeres su 618 falsedad, pero hace falta demasiada seguridad para dejarse engañar con tanta constancia. La mujer está abocada a la inmoralidad porque la moral consiste para ella en encamar una entidad inhumana: la mujer fuerte, la madre admirable, la mujer honrada, etc. Cuando piensa, cuando sueña, cuando duerme, cuando desea, cuando respira sin consignas traiciona el ideal masculino. Por esta razón tantas mujeres se abandonan para «ser ellas mismas» sólo en ausencia de su marido. A la inversa, la mujer no conoce a su marido; cree percibir su verdadero rostro porque lo capta en la contingencia cotidiana, pero el hombre es ante todo lo que hace en el mundo entre otros hombres. Negarse a comprender el movimiento de su trascendencia es desnaturalizarlo. «Te casas con un poeta —dice Elise— , y cuando eres su mujer, lo primero que ves es que se olvida de tirar de la cadena44.» No deja por ello de ser un poeta y la mujer que no se interesa por sus obras lo conoce menos que un lejano lector. No es siempre culpa de la mujer que esta complicidad le esté negada: no puede ponerse al corriente de los asuntos de su marido, no tiene la experiencia, la cultura necesarias para «seguirle»; fracasa cuando trata de unirse a él a través de proyectos más esenciales para él que la monótona repetición de las jomadas. En algunos casos privilegiados, la mujer puede conseguir convertirse para su marido en una verdadera compañera: discute sus proyectos, le da consejos, participa en sus trabajos, pero se engaña si cree realizar por ello una obra personal: él es la única libertad actuante y responsable. Tiene que amarle para encontrar alegría en su servicio; si no sólo sentirá despecho porque le arrebatarán el producto de sus esfuerzos. Los hombres —fieles a la consigna de Balzac de tratar a la mujer como esclava, sin dejar de convencerla de que es una reina— exageran cuanto pueden la importancia de la influencia ejercida por las mujeres; en el fondo, saben bien que mienten. Georgette Le Blanc cayó en este engaño cuando exigió a Maeterlinck que pusiera sus dos nombres en el libro que, creía ella, habían escritojuntos; en el prefacio que escribió a los recuerdos de la cantante, Grasset le explica sin miramientos que los hombres están dispuestos a considerar a la mujer que comparte su vida como una socia, una inspiradora, pero que su trabajo sólo les pertenece a ellos; tiene razón. En toda acción, en toda obra, lo que cuenta es el momento de elegir y decidirse. La mujer suele funcionar como la bola de cristal que con­ 44 Cfr. Jouhandeau, Chroniques maritales. 619 sultán las adivinas: cualquier otra podría valer. La prueba es que el hombre acoge con la misma confianza a otra consejera, otra colaboradora. Sofía Tolstoi copiaba los manuscritos de su marido, los pasaba a limpio. Luego se ocupó una de sus hijas y ella se dio cuenta de que ni siquiera su celo la había hecho indispensable. Sólo un trabajo autónomo puede aportar a la mujer una verdadera autonomía45. La vida conyugal adopta según los casos imágenes diferentes, pero para muchas mujeres la jomada se desarrolla más o menos de la misma forma. Por la mañana, el marido deja apresuradamente a la esposa; ella escucha con placer cerrarse la puerta tras él; le gusta encontrarse libre, sin consignas, soberana en su casa. Los niños se marchan después al colegio; se quedará sola todo el día; el bebé que se agita en la cuna ojuega en el corral no es una compañía. Pasa un tiempo más o menos largo arreglándose, haciendo la casa; si tiene criada le da instrucciones, remolonea por la cocina charlando. Si no, se va al mercado, intercambia algunas frases sobre el coste de la vida con sus vecinas o con los tenderos. Si el marido y los hijos vuelven a casa a comer, no disfruta demasiado de su presencia; tiene demasiadas cosas que hacer: preparar la comida, poner la mesa, quitarla; en general no vienen a comer. De todas formas le espera una larga tarde vacía. Lleva a los hijos más pequeños al parque y hace punto o cose mientras los vigila; también, sentada en su casa cerca de la ventana, zurce; sus manos trabajan, pero su cabeza no está ocupada; rumia sus preocupaciones, esbozaproyectos, sueña, se aburre. Ninguna de sus ocupaciones es autosuficiente; su pensamiento vuela hacia el marido, los hijos que se pondrán las camisas, que comerán la comida que les prepare; sólo vive por ellos, y ellos no se lo reconocen. Su aburrimiento se transforma poco a poco en impaciencia, empieza a esperar ansiosamente su vuelta. Los niños vuelven del colegio, les da un beso, les pregunta, pero tienen que hacer los deberes, tienen ganas de divertirse, se escapan, no son una distracción. Además, han tenido malas notas, han perdido la bufanda, hacen ruido, desorden, se pelean: siempre hay que regañarlos. Su presencia fati­ 45 También se da a veces entre hombre y mujer una verdadera colaboración, en la que los dos son igualmente autónomos: como en la pareja Joliot-Curie, por ejemplo. Entonces la mujer es tan competente como su marido y abandona el papel de esposa: la relación deja de ser de tipo conyugal. También hay mujeres que utilizan al hombre para alcanzar fines personales; se salen de la condición de mujer casada. 620 ga a la madre en lugar de calmarla. Espera cada vez más imperiosamente a su marido. ¿Qué estará haciendo? ¿Por qué no ha vuelto ya? Ha trabajado, ha visto el mundo, ha charlado con la gente, no ha pensado en ella; se pone a rumiar nerviosa que ha sido muy tonta sacrificándole su juventud; él no se lo sabe agradecer. El marido que vuelve a casa donde su mujer está encerrada se siente vagamente culpable; en los primeros años de matrimonio le llevaba como ofrenda un ramo de flores, un detalle, pero este rito pronto pierde todo su sentido; ahora llega con las manos vacías, y no tiene demasiada prisa, pues ya se imagina el recibimiento cotidiano. Efectivamente, la mujer se suele vengar con una escena del aburrimiento, de la espera de lajomada; así se anticipa a la decepción de una presencia que no colmará las esperanzas de la espera. Aunque se calle sus quejas, el marido también está decepcionado. No se ha divertido en la oficina, está cansado, tiene un deseo contradictorio de excitación y de descanso. El rostro demasiado familiar de la mujer no le arranca a sus pensamientos; siente que quisiera hacerle compartir sus preocupaciones, que ella espera también de él distracción y descanso: su presencia le pesa sin colmarle, no encuentra una verdadera relajación con ella. Tampoco los hijos aportan diversión ni paz; la cena y la velada transcurren entre un vago mal humor, leyendo, escuchando la radio, charlando blandamente, pero ambos estarán solos bajo la capa de la intimidad. No obstante, la mujer se pregunta con esperanza ansiosa—o con aprensión no menos ansiosa— si esta noche — jpor fin!, ¡otra vez!— pasará algo. Se duerme decepcionada, irritada o aliviada. A la mañana siguiente escuchará el portazo con alivio. La suerte de las mujeres es más dura cuando son más pobres y están más sobrecargadas de trabajo; se ilumina cuando tienen ocio y distracciones, pero el esquema: aburrimiento, espera, decepción, aparece en muchísimos casos. La mujer puede disfrutar de algunas evasiones46, pero en la práctica no todas le están permitidas. En particular en provincias, las cadenas del matrimonio son pesadas, la mujer tiene que encontrar la forma de asumir una situación a la que no puede escapar. Hemos visto que algunas se llenan de importancia y se convierten en matronas tiránicas o en arpías. Otras se recrean en su papel de víctimas, se convierten en esclavas dolientes de su marido, de sus hijos, encontrando un placer masoquista en ello. Otras 46 Cír. cap. VE 621 perpetúan las conductas narcisistas que hemos descrito a propósito de la adolescente: se resienten por no realizarse en ninguna empresa, por no hacer nada, por no ser nada; indefinidas, se sienten ilimitadas y creen que se conocen mal; se rinden un culto melancólico; se refugian en los sueños, los fingimientos, las enfermedades, las manías, las escenas; crean dramas a su alrededor o se encierran en un mundo imaginario; la «sonriente madame Beudet» que pintó Amiel es de este tipo. Encerrada en la monotonía de una vida provinciana, junto a un marido que es un cernícalo, sin ocasión para actuar ni para amar, está corroída por el sentimiento del vacío y de la inutilidad de su vida; trata de encontrar una compensación en las fantasías románticas, en las flores con las que se rodea, en su arreglo personal, su personaje; su marido estorba también estos juegos. Acaba intentando matarlo. Las conductas simbólicas en las que se evade la mujer pueden acarrear perversiones, sus obsesiones pueden llegar al crimen. Hay crímenes conyugales que están dictados, no tanto por el interés como por el odio en estado puro. Por ejemplo, Mauriac nos muestra a Thérèse Desqueyroux tratando de envenenar a su marido como antes hizo Mme Lafarge. Hace poco se ha absuelto a una mujer de cuarenta años que había soportado durante veinte a un marido odioso y que un día, fríamente, con la ayuda de su hijo mayor, lo había estrangulado. Para ella no había otro medio de librarse de una situación intolerable. A una mujer que pretende vivir su situación con lucidez, con autenticidad, no le queda más salida muchas veces que un orgullo estoico. Porque depende de todo y de todos, sólo puede conocer una libertad interior, es decir, abstracta; rechaza los principios y los valores reconocidos,juzga, cuestiona, por lo que se escapa de la esclavitud conyugal; pero su reserva altiva, su adhesión a la fórmula «soporta y abstente» sólo son una actitud negativa. Encorsetada en la renuncia, el cinismo, carece de uso positivo de sus fuerzas; mientras sea ardiente, vital, se arreglará para utilizarlas: ayuda a los de-' más, consuela, protege, da, multiplica sus ocupaciones, pero se resiente por no encontrar ninguna tarea que realmente la necesite, por no consagrar su actividad a ningún fin. A menudo, minada por la soledad y la esterilidad, acaba negándose, destruyéndose. Un ejemplo significativo de este destino es el de Mme Charrière. En el libro cautivador que le está dedicado47, Geoffrey Scott la pinta con «ras­ 47 The Portrait ofZelide. 622 gos de fuego, frente de hielo». Sin embargo, no es la razón lo que apagó en ella esta llama, de la que Hermenches decía que «hubiera caldeado un corazón de lapón»: el matrimonio destruyó lentamente a la deslumbrante Belle de Zuylen; convirtió su resignación en razón; hubiera necesitado heroísmo o genio para inventarse otra salida. Que sus elevadas e infrecuentes cualidades no hayan bastado para salvarla es una de las condenas más terminantes de la institución conyugal que podemos encontrar en la historia. Brillante, cultivada, inteligente, ardiente, Mlle de Tuyle asombraba a Europa, pero asustaba a los pretendientes. Rechazó más de doce, pero otros, quizá más aceptables, se echaron atrás. El único hombre que la interesaba, Hermenches, no podía convertirse en su marido: mantuvo con él una correspondencia de doce años, pero esta amistad, sus estudios, acabaron no siendo suficientes; «Virgen y mártir» es un pleonasmo, decía. Las exigencias de la vida de Zuylen le resultaban insoportables; quería ser mujer, ser libre; a los treinta años se casó con el señor Charriére; apreciaba «la honestidad del corazón» que encontraba en él, «su espíritu justiciero» y decidió convertirlo en «el marido más tiernamente amado del mundo»; más tarde, Benjamín Constant contará que «lo había atormentado mucho para imprimirle un movimiento igual al suyo»; no consiguió vencer su flema metódica; encerrada en Colombier entre este marido honrado y mortecino, un suegro senil, dos cuñadas sin encanto, Mme de Charriére empezó a aburrirse; la sociedad provincial de Neufchátel le disgustaba por su estrechez de miras; mataba los días lavando la ropa de la casa y jugando por la noche a las cartas. Un joven atravesó brevemente su vida y la dejó más sola que antes. «Tomando por musa el aburrimiento» escribió cuatro novelas sobre las costumbres de Neufchátel, y el círculo de sus amigos se cerró más todavía. En una de sus obras pintaba la larga infelicidad de un matrimonio entre una mujer vital y sensible, un hombre bueno pero frío y pesado: la vida conyugal se le aparecía como una serie de malentendidos, de decepciones, de pequeños rencores. Era evidente que ella también era desgraciada; se puso enferma, se recuperó, volvió a la larga soledad acompañada que era su vida. «Es evidente que la rutina de la vida de Colombier y la dulzura negativa y sumisa de su marido excavaban un vacío perpetuo que no podía colmar ninguna actividad», escribió su biógrafo. Entonces aparece Benjamín Constant, que la ocupó apasionadamente durante ocho años. Cuando, demasiado orgullosa para disputárselo a Mme de Staél, 623 renuncia a él, su orgullo se endurece. Le había escrito un día: «Vivir en Colombier me resultaba odioso, y nunca volvía allí sin desesperación. No he querido volver a salir de allí y he conseguido que sea soportable.» Se encerró y no salió de su jardín durante quince años; así aplicaba el precepto estoico: tratar de vencer su corazón y no la fortuna. Prisionera, sólo podía encontrar la libertad eligiendo su prisión. «Aceptaba la presencia del señor de Charriére junto a ella, como aceptaba los Alpes», dice Scott. Pero era demasiado lúcida para no entender que esta resignación no era después de todo más que un engaño; se volvió tan cerrada, tan dura, se la adivinaba tan desesperada que daba miedo. Había abierto su casa a los emigrados que afluían a Neufchátel, los protegía, los socorría, los dirigía; escribía obras elegantes y desencantadas que Hüber, filósofo alemán en la miseria, traducía; prodigaba sus consejos a un círculo de mujeres y explicaba Locke a su favorita, Henriette; le gustaba ser la providencia para los campesinos de los alrededores; al evitar cada vez más a la sociedad de Neufchátel, iba restringiendo orgullosamente su vida; «ya sólo se esforzaba por crear rutina y soportarla. Hasta sus gestos de infinita bondad tenían algo de terrorífico, pues la sangre fría que los dictaba era heladora... Para los que la rodeaban parecía una sombra que pasapor una habitación vacía»48.En raras ocasiones—una visita, por ejemplo— la llama de la vida se despertaba. Pero «los años pasaban de forma árida. El matrimonio Charriére envejecía junto, separado por todo un mundo, y más de un visitante, lanzando un suspiro de alivio al salir de la casa, tenía la impresión de escapar de una tumba cerrada... El reloj seguía avanzando, el señor Charriére, abajo, trabajaba en sus matemáticas; del granero subía el sonido rítmico de los mayales... La vida seguía aunque los mayales la hubieran vaciado de su grano... Una vida de pequeñas cosas desesperadamente reducidas a tapar las menores grietas de la jomada: así acabó esta Zelide que detestaba la pequeñez». Se podría decir que la vida del señor de Charriére no fue más divertida que la de su mujer, pero al menos la había elegido; al parecer era la adecuada para su mediocridad. Imaginemos un hombre dotado de las cualidades excepcionales de Belle de Zuylen: es evidente que no se hubiera consumido en la árida soledad de Colombier. Se hubiera creado un lugar en el mundo, en el que hubiera actuado, luchado, vivido. ¡Cuántas mujeres devoradas por el 48 G. Scott. 624 matrimonio han quedado, en expresión de Stendhal, «perdidas para la humanidad»! Se ha dicho que el matrimonio disminuye al hombre. En muchos casos es verdad, pero casi siempre aniquila a la mujer. El mismo Marcel Prévost, defensor del matrimonio, lo admite. Cientos de veces, al encontrarme tras unos m eses o unos años con una mujer que conocí de soltera, m e quedaba impresionado por la trivialidad de su carácter, por la insignificancia de su vida. Son casi las mismas palabras que encontramos en la pluma de Sofía Tolstoi seis meses después de su boda. M i existencia tan trivial: es la muerte. Sin embargo, él tiene una vida plena, una vida interior, talento e inmortalidad (23/X Ü /l 863). Unos meses antes deja escapar otra queja: ¿Cómo puede contentarse una mujer con quedarse sentada todo el día, con la aguja en la m ano, tocando el piano, sola, absolutamente sola, si piensa que su marido no la ama y la ha reducido a la esclavitud para siempre? (9 de mayo de 1863). Once años más tarde escribe estas palabras que siguen suscribiendo muchas mujeres (22/X/l 875): Hoy, mañana, los m eses, los años, siempre es la mism a cosa. M e despierto por la mañana y ni siquiera tengo valor para levantarme de la cama. ¿Quién m e ayudará a estremecerme? ¿Qué m e espera? Sí, lo sé, el vendrá el cocinero, y luego le tocará a Niannia. Luego m e sentaré en silencio y tomaré m i bordado y luego tomaré la lección y haré repetir gamas. Cuando llegue la noche, volveré a m i bordado, mientras que la tía y Pedro hacen sus solitarios interminables... La queja de Mme Proudhon tiene exactamente el mismo tenor. «Tú tienes tus ideas —decía a su marido—. Y yo, cuando estás trabajando, cuando los niños están en clase, no tengo nada.» A menudo, en los primeros años, la mujer sé hace ilusiones, trata de admirar incondicionalmente a su marido, de amarlo sin reservas, de sentirse indispensable para él y los niños; luego se 625 descubren sus verdaderos sentimientos; se da cuenta de que su marido podría prescindir de ella, de que sus hijos hacen todo lo posible por apartarse: siempre son más o menos ingratos. El hogar ya no la protege de su libertad vacia; se encuentra solitaria, abandonada, un sujeto; y no sabe qué hacer con ella misma. Afectos, hábitos, pueden ser una gran ayuda, no una salvación. Todas las escritoras sinceras han mencionado esta melancolía que habita el corazón de las «mujeres de treinta años»; es un rasgo común de los personajes de Katherine Mansfield, de Dorothy Parker, de Virginia Woolf. Cécile Sauvage, que cantó tan alegremente al comienzo de su vida el matrimonio y la maternidad, expresa más adelante una delicada tristeza. Es notable que, si comparamos el número de suicidios femeninos realizados por solteras y por casadas, encontramos que estas últimas están firmemente protegidas contra el hastío de la vida entre los veinte y los treinta años (sobre todo de veinticinco a treinta), pero no en los años siguientes. «En cuanto al matrimonio —escribe Elalbwachs49—,protege a las mujeres provincianas como a las de París, sobre todo hasta los treinta años, pero cada vez menos en los años siguientes.» El drama del matrimonio no es que no garantiza a la mujer la felicidad que le promete —la felicidad no tiene garantías , sino que la mutila, condenándola a la repetición y a la rutina. Los veinte primeros años de la vida femenina son de una riqueza extraordinaria; la mujer pasa por las experiencias de la menstruación, de la sexualidad, del matrimonio, de la maternidad; descubre el mundo y su destino. A los veinte años, señora de su casa, atada para siempre a un hombre, con un hijo en los brazos, su vida ha terminado para siempre. Las verdaderas acciones, el verdadero trabajo son cosa del hombre; ella sólo tiene ocupaciones, a menudo agotadoras, pero que nunca la llenan realmente. Se alaba su renuncia, su abnegación, pero muchas veces le parece totalmente vano «ocuparse de dos seres cualesquiera hasta el final de sus vidas». ^ Es muy bonito renunciar, pero hay que saber en aras de qué o de quién. Lo peor es que su misma abnegación aparece como importuna; se convierte a los ojos del marido en una tiranía a la que trata de sustraerse; y no obstante, él es quien la impone a la mujer como su suprema, su única justificación; al casarse con ella, la obliga a que se le entregue toda entera; no reconoce la obligación 49 L es Canses du suicide, págs. 195-239. La observación citada se aplica a Francia y a Suiza, pero no a Hungría ni a Oldenburgo. 626 recíproca, que es aceptar este don. La frase de Sofía Tolstoi: «Vivo por él, para él, exijo para mí la misma cosa», es ciertamente indignante, pero Tolstoi exigía efectivamente que viviera sólo para él y por él, actitud que sólo puede justificar la reciprocidad. La falsedad de un marido condena a la mujer a una infelicidad de la que luego él se queja como su víctima. De la misma forma que la quiere al mismo tiempo fría y caliente, exige que se entregue totalmente, pero sin pesarle; le pide que sirva de anclaje en la tierra pero que le deje libre, que garantice la repetición monótona de las jomadas y que no le aburra, que siempre esté presente pero nunca sea inoportuna; quiere tenerla toda para él pero no pertenecerle; vivir en pareja y estar solo. Así pues, desde el momento en que se casa con ella, ya la está engañando. Ella sepasa la vida midiendo la envergadura de esta traición. Lo que dice D. H. Lawrence a propósito del amor sexual en general se puede aplicar aquí: la unión de dos seres humanos está condenada al fracaso si es un esfuerzo para completarse el uno al otro, lo que supone una mutilación de entrada; el matrimonio debería ser la puesta en común de dos existencias autónomas, no una retirada, una anexión, una fuga, un remedio. Es lo que entiende Nora50 cuando decide que antes de poder ser esposa y madre tiene que ser persona. La pareja no debería considerarse como una comunidad, una célula cerrada; el individuo debería estar integrado en una sociedad en cuyo seno pudiera desarrollarse sin ayuda; entonces podría creer en la pura generosidad de los lazos con otro individuo igualmente adaptado a la sociedad, lazos que estarían basados en el conocimiento de dos libertades. Esta pareja equilibrada no es una utopía; existe, a veces dentro del marco mismo del matrimonio, generalmente fuera; algunas parejas están unidas por un gran amor sexual que las deja libres en cuanto a sus amistades y ocupaciones; otras están unidas por una amistad que no limita su libertad sexual; más raramente, en algunas son a un tiempo amantes y amigos, pero sin buscar el uno en el otro su razón exclusiva de vivir. Son posibles muchísimos matices en las relaciones de un hombre y de una mujer: en la camaradería, el placer, la confianza, la ternura, la complicidad, el amor, pueden ser el uno para el otro la fuente más fecunda de alegría, de riqueza, de fuerza, que se le puede ofrecer a un ser humano. Los individuos no son responsables del fracaso del matrimo­ 50 Ibsen, Casa de muñecas. 627 nio; al contrario de lo que piensan Bonald, Comte, Tolstoi, es la propia institución la que está pervertida desde sus cimientos. Declarar que un hombre y una mujer que ni siquiera se han elegido deben bastarse de todas las formas a la vez durante toda su vida es una monstruosidad que genera necesariamente hipocresía, mentiras, hostilidad, infelicidad. La forma tradicional del matrimonio está cambiando, pero sigue siendo una opresión que los dos esposos viven de formas diferentes. Si sólo consideramos los derechos abstractos de que gozan, ahora son prácticamente iguales; se eligen más libremente que antes, pueden separarse con facilidad, sobre todo en los Estados Unidos, donde el divorcio es cosa corriente; entre los esposos hay menos diferencias de edad y de cultura que antes; el marido reconoce más fácilmente a su mujer la autonomía que ella reivindica; a veces comparten en pie de igualdad las tareas domésticas; sus distracciones son comunes; camping, bicicleta, natación, etc. Ella no se pasa los días esperando la vuelta del esposo: hace deporte, pertenece a asociaciones, a clubes, tiene ocupaciones en el exterior, a veces tiene una profesión que le procura algo de dinero. Muchas parejas jóvenes dan la impresión de total igualdad, pero mientras que el hombre tenga la responsabilidad económica de la pareja sólo será una ilusión. Él fija el domicilio conyugal de acuerdo con las exigencias de su trabajo; ella le signe, de provincias a París, de París a provincias, a las colonias, al extranjero; el nivel de vida se establece de acuerdo con sus ganancias; el ritmo de los días, de las semanas, del año se ajusta a sus ocupaciones; las relaciones y amistades suelen depender de su profesión. Al estar más positivamente integrado en la sociedad que su esposa, se hace cargo de la dirección de la pareja en los ámbitos intelectuales, políticos, morales. El divorcio sólo es para la mujer una posibilidad abstracta si no tiene medios para ganarse la vida: si en Estados Unidos el «alimony» es para el hombre una pesada carga, en Francia, la suerte de la mujer, de la madre abandonada con una pensión ridicula es un escándalo. Sin embargo, la desigualdad profunda viene de que el hombre se realiza concretamente en el trabajo y en la acción, mientras que para la esposa, como tal, la libertad sólo tiene una imagen negativa: la situación de las jóvenes norteamericanas recuerda en cierta forma la de las romanas emancipadas de la decadencia. Hemos visto que estas últimas podían elegir entre dos tipos de conductas: las unas perpetuaban la forma de vida y las virtudes de sus abuelas; las otras pasaban el 628 tiempo en vana agitación; también muchísimas norteamericanas siguen siendo «mujeres de su casa» de acuerdo con el modelo tradicional; las otras, en su mayor parte, no hacen sino malgastar sus fuerzas y su tiempo. En Francia, aunque el marido tenga toda la buena voluntad del mundo, en cuanto la mujer se hace madre las cargas del hogar no la abruman menos que antes. Es un tópico declarar que en las familias modernas, sobre todo en los Estados Unidos, la mujer ha reducido al hombre a la esclavitud. No es ninguna novedad. Desde los griegos, los hombres se han quejado de la tiranía de Jantipa; lo que es cierto es que la mujer interviene en terrenos que antes le estaban vedados; por ejemplo, conozco mujeres de estudiantes que se afanan frenéticamente para lograr el aprobado de sus hombres; regulan su horario, su régimen, vigilan su trabajo, les evitan todas las distracciones; sólo les falta encerrarlos con llave; es cierto también que el hombre está más desarmado que antes ante este despotismo; reconoce a la mujer derechos abstractos y reconoce que sólo puede hacerlos concretos a través de él: a sus expensas compensará la impotencia, la esterilidad a la que está condenada la mujer; para que se haga realidad en su unión una aparente igualdad, él tiene que dar más porque tiene más. Y precisamente, si ella recibe, toma, exige, es porque es la mas pobre. La dialéctica del amo y el esclavo encuentra aquí su aplicación más concreta: al oprimir pasa a ser oprimido. Los hombres están encadenados por su misma soberanía; porque son los únicos que ganan dinero, la esposa les exige cheques, porque son los únicos que ejercen una profesión, les impone el éxito, porque son los únicos que encaman la trascendencia, ella se la quiere robar haciendo suyos sus proyectos, sus éxitos. Y a la inversa, la tiranía ejercida por la mujer no hace sino manifestar su dependencia: sabe que el éxito de la pareja, su futuro, su felicidad, su justificación, descansan en manos ajenas; si trata de someterlo duramente a su voluntad es porque está alienada en él. Convierte en arma su debilidad, pero el hecho es que es débil. La esclavitud conyugal es más cotidiana y más irritante para el marido, pero es más profunda para la mujer; la mujer que retiene a su marido a su lado durante horas porque se aburre es una molestia y una carga, pero a fin de cuentas, él puede prescindir de ella mucho más fácilmente que ella de él; si la deja, ella tendrá su vida arruinada. La gran diferencia es que en la mujer la dependencia está interiorizada; ella es esclava, incluso cuando se conduce con aparente libertad; mientras que el hombre es esen­ 629 cialmente autónomo y está encadenado desde el exterior. Si tiene la impresión de ser la víctima, es porque las cargas que soporta son más evidentes: la mujer se alimenta de él como un parásito, pero un parásito no es un amo triunfante. En realidad, de la misma forma que biológicamente los machos y las hembras nunca son víctimas unos de otros sino todos juntos de la especie, los esposos también sufrenjuntos la opresión de una institución que no han creado. Si se dice que los hombres oprimen a las mujeres, el marido se indigna: el oprimido es él; pero el hecho es que el código masculino, la sociedad elaborada por los varones y en interés de ellos han definido la condición femenina de tal forma que la han convertido en fuente de tormentos para ambos sexos. La situación debería modificarse en interés de ambos, impidiendo que el matrimonio sea para la mujer una «carrera». Los hombres que se declaran antifeministas con el pretexto de que «las mujeres ya son suficientemente molestas» razonan sin demasiada lógica; precisamente porque el matrimonio las convierte en «mantis religiosas», en «sanguijuelas», en «veneno», hay que transformar el matrimonio, y, por consiguiente, la condición femenina en general. La mujer es una carga tan fuerte para el hombre porque se le impide que descanse en sus propias fuerzas; el hombre se liberará cuando la libere, es decir, cuando le dé algo para hacer en este mundo. Hay mujeres que ya tratan de conquistar esta libertad positiva, pero son pocas las que perseveran mucho tiempo en sus estudios o en su profesión. En general, saben que los intereses de su trabajo serán sacrificados a la carrera de su marido; sólo aportarán al hogar un salario complementario; sólo se comprometen tímidamente en una empresa que no las arranca de la servidumbre conyugal. Incluso las que tienen una profesión seria no obtienen los mismos beneficios sociales que el hombre: las mujeres de los abogados, por ejemplo, tienen derecho a una pensión al quedarse viudas; se ha negado a las abogadas que puedan dejar simétricamente una pensión a sus maridos en caso de fallecimiento. Es decir, no se considera que la mujer que trabaja mantiene el hogar en igualdad de condiciones con el hombre. Hay mujeres que encuentran en su profesión una verdadera independencia, pero para muchas más el trabajo fuera de casa sólo representa un cansancio más dentro del marco del matrimonio. Además, en general, el nacimiento de un hijo las obliga a atrincherarse en su papel de matronas; actualmente es muy difícil conciliar trabajo y maternidad. 630 tlVarE„s Precisamente el hijo el que, según la tradición, debe garandar a la mujer una autonomía concreta que la dispense de abonleto 0tr° fm' Sl COmo esPosa no es 1111individuo comcacó n Pnrfl t Ser T ° madr,e: el hlJ° es su alegría y sujustifiíon. Por el se realiza completamente desde el punto de vista sexual y social; por el la institución del matrimonio toma sentido t o S o P"eS> etapl S"prMa del 631 Capítulo VI La madre Por la maternidad la mujer realiza íntegramente su destino fisiológico; es su vocación «natural», ya que todo su organismo está orientado hacia la perpetuación de la especie. Ya hemos dicho también que la sociedad humana nunca queda librada a la naturaleza. En particular, desde hace un siglo, la fondón reproductora no está exclusivamente controlada por el azar biológico; está controlada por voluntades1. Algunos países han adoptado oficialmente métodos precisos de control de la natalidad; en las naciones sometidas a la influencia del catolicismo se realizan clandestinamente: o bien el hombre practica el coitus interruptus, o bien la mujer tras el acto amoroso expulsa de su cuerpo los espermatozoides. Entre amantes o esposos suele ser fuente de conflictos y de resentimiento: el hombre se irrita por tener que vigilar su placer; la mujer detesta los lavados; él culpa a la mujer de su vientre demasiado fecundo; ella teme las semillas de vida que se pueden depositar en ella. Para ambos es una consternación cuando, a pesar de las precauciones, se queda embarazada. Es un caso frecuente en países en los que los métodos anticonceptivos son rudimentarios. Entonces la antifisis toma una forma especialmente grave: se trata del aborto. Prohibido hasta en los países que permiten el control de la natalidad, hay muchas menos ocasiones de llegar a él. Sin embargo, en Francia es una operación a la que mu- 1 Cfr. vol. I, segunda parte, «Historia», cap. V, donde presentamos una panorámica de la cuestión del control de natalidad y el aborto. 633 chas mujeres se ven obligadas y que planea sobre la vida amorosa de la mayor parte de ellas. Hay pocos temas con los que la sociedad burguesa despliegue mayor hipocresía: el aborto es un crimen repugnante al que es indecente aludir. Si un escritor describe las alegrías y pesares de una parturienta, es perfecto; si habla de un aborto es acusado de refocilarse en la basura o de describir la humanidad bajo una luz abyecta. Ahora bien, en Francia cada año hay tantos abortos como nacimientos. Es un fenómeno tan extendido que hay que considerarlo como uno de los riesgos que implica normalmente la condición femenina. La ley se obstina sin embargo en convertirlo en un delito: exige que esta operación delicada se ejecute clandestinamente. No hay nada más absurdo que los argumentos que invoca la legislación sobre el aborto. Se pretende que se trata de una operación peligrosa. Sin embargo, los médicos honrados reconocen con el doctor Magnus Hirschfeld que: «El aborto realizado por la mano de un verdadero médico especialista en una clínica y con las medidas preventivas necesarias no supone los graves peligros cuya existencia afirma la ley penal.» Por el contrario, bajo su forma actual sí hace correr a la mujer graves riesgos. La falta de competencia de las aborteras, las condiciones en las que trabajan, provocan muchos accidentes, a menudo mortales. La maternidad forzosa tiene como consecuencia traer al mundo niños enclenques, que sus padres son incapaces de alimentar, que se convertirán en víctimas de la Asistencia Pública o niños maltratados. Hay que destacar además que la sociedad que tanto se afana en defender los derechos del embrión se desinteresa de los niños en cuanto nacen; se persigue a las mujeres que abortan en lugar de dedicarse a reformar esta escandalosa institución denominada Asistencia Pública: se deja en libertad a los responsables que entregan a los pupilos a torturadores, se cierran los ojos ante la horrible tiranía que ejercen en las «casas de educación» o en domicilios privados los verdugos de niños; no se quiere aceptar que el feto pertenece a la madre que lo lleva, pero se acepta sin embargo que el niño sea una cosa de sus padres; en la misma semana acabamos de ver a un cirujano suicidarse porque le acusaban de maniobras abortivas y a un padre que había pegado a su hijo hasta matarlo condenado a tres meses de prisión con suspensión de la condena. Recientemente, un padre ha dejado morir a su hijo de garrotillo por falta de atención; una madre se ha negado a llamar a un médico para 634 su hija en nombre de su abandono sin condiciones en manos de la voluntad divina; en el cementerio, los niños le arrojaron piedras; como algunos periodistas se indignaron, un cortejo de personas honradas protestó que los hijos pertenecían a los padres y que todo control ajeno sería inaceptable. Ahora existen «un millón de niños en peligro», dice el periódico Ce soir; y France Soir publica que: «Se adelanta la cifra de quinientos mil niños en peligro físico o moral.» En África del Norte, la mujer árabe no tiene posibilidades de abortar: de cada diez hijos que engendra, mueren siete u ocho y nadie se preocupa, porque las penosas y absurdas maternidades han acabado con los sentimientos maternales. Si la moral lo aprueba, ¿qué podemos pensar de una moral como ésta? Hay que añadir que los hombres más respetuosos de la vida embrionaria son también los que más se apresuran cuando se trata de condenar a los adultos a una muerte militar. Las razones prácticas invocadas contra el aborto legal carecen de peso; en cuanto a las razones morales, se reducen al viejo argumento católico: el feto tiene un alma y se le cierra el paraíso al suprimir el bautismo. Es significativo que la Iglesia autorice, si se da el caso, la muerte de hombres hechos y derechos: en las guerras o cuando se trata de condenados a muerte, pero reserva para el feto un humanitarismo intransigente. No le redime el bautismo, pero en tiempo de guerras santas contra los infieles, tampoco se los redimía y se fomentaba encarecidamente la masacre. Las víctimas de la Inquisición no estaban todas en estado de gracia, como tampoco ahora el criminal guillotinado y los soldados muertos en el campo de batalla. En todos los casos, la Iglesia se abandona a la gracia divina; admite que el hombre sólo es un instrumento en sus manos y que su salvación está en las manos de Dios. ¿Por qué no se acepta que Dios pueda acoger el alma embrionaria en el cielo? Si un concibo lo permitiera, no protestaría, como tampoco protestaba cuando se masacraban indios alegremente. En realidad, tropezamos aquí con una antigua tradición obcecada que nada tiene que ver con la moral. También tenemos que contar con el sadismo masculino del que ya he tenido ocasión de hablar. El libro que el doctor Roy dedicó en 1943 a Pétain es un clarísimo ejemplo: es un monumento de mala fe. Insiste paternalmente en los peligros del aborto, pero nada le parece más higiénico que una cesárea. Quiere que el aborto se considere un crimen y no un delito y desea que se prohíba, incluso en su forma te­ 635 rapéutica, es decir, cuando el embarazo pone en peligro la vida o la salud de la madre: es inmoral elegir entre una y otra vida, declara, y basándose en este argumento, aconseja sacrificar a la madre. Declara que el feto no pertenece a la madre, es un ser autónomo. No obstante, cuando estos mismos médicos «bien pensantes» exaltan la maternidad, afirman que el feto forma parte del cuerpo materno, que no es un parásito que se alimenta a sus expensas. Vemos la fiierza que puede tener el antifeminismo por la saña que ponen algunos hombres en rechazar todo lo que podría liberar a la mujer. Por otra parte, la ley que condena a la muerte, a la esterilidad, a la enfermedad a muchísimas mujeres, es totalmente impotente para hacer que aumente la natalidad. Un punto sobre el que se ponen de acuerdo los partidarios y los enemigos del aborto legal es el fracaso radical de la represión. Según los profesores Doléris, Balthazard, Lacassagne, en Francia hubo alrededor de quinientos mil abortos al año alrededor de 1933; una estadística (citada por el doctor Roy) realizada en 1938 estimaba su número en un millón. En 1941, el doctor Aubertin, de Burdeos, dudaba entre ochocientos mil y un millón. Esta última cifra es la que más parece acercarse a la verdad. En un artículo de Combat de marzo de 1948, el doctor Desplas escribe: El aborto ha entrado en las costum bres... La represión ha fracasado prácticam ente... En el departamento de Sena, en 1943,1.300 investigaciones supusieron 750 inculpaciones, con 360 mujeres detenidas, 513 condenas de m enos de un año a m ás de cinco años, lo que con respecto a los 15.000 abortos presuntamente realizados en el departamento, es poco. En el territorio se cuentan 10.000 acciones legales. Añade: El aborto llamado criminal es tan familiar a todas las clases sociales com o las políticas anticonceptivas aceptadas por nuestra hipócrita sociedad. Los dos tercios de las mujeres que abortan son mujeres casadas... Podemos considerar aproximadamente que en Francia hay tantos abortos com o nacim ientos. Como la operación se practica en condiciones a menudo desastrosas, muchos abortos terminan con la muerte de la mujer. 636 D os cadáveres de mujeres sometidas a un aborto llegan cada semana al instituto m édico legal de París; muchos abortos provocan enfermedades definitivas. Se ha dicho a menudo que el aborto era un «crimen de clase» y es bastante cierto. Las prácticas anticonceptivas están mucho más extendidas en la burguesía; la existencia del cuarto de baño hace más fácil su aplicación que entre los obreros o los campesinos privados de agua corriente; las muchachas de la burguesía son más prudentes que las demás; en las familias, el hijo representa una carga menos pesada; la pobreza, la crisis de la vivienda, la necesidad para la mujer de trabajar fuera de la casa son algunas de las causas más frecuentes del aborto. Al parecer, las parejas deciden limitar los nacimientos después de dos maternidades; por lo tanto, la odiosa mujer que aborta es también la madre magnífica que acuna en sus brazos dos angelitos rubios: la misma mujer. En un documento publicado en Temps modemes en octubre de 1945, con el nombre de «Sala común», Genevieve Sarreau describe una sala de hospital en la que tuvo la ocasión de pasar un tiempo y en la que muchas de las enfermas acababan de sufrir un legrado: de las dieciocho, quince era como consecuencia de un aborto, de los que cinco habían sido provocados. La número nueve era la mujer de un cargador de abastos; había tenido en dos matrimonios diez hijos vivos, de los que sólo le quedaban tres y había tenido siete abortos, cinco provocados; solía utilizar la técnica de la «percha», que explicaba amablemente, y también unos comprimidos cuyo nombre dio a sus compañeras. La número dieciséis, de dieciséis años, casada, había tenido aventuras y sufría salpingitis por causa de un aborto. La número siete, de treinta y cinco años, explicaba: «Hace veinte años que estoy casada; nunca lo amé y durante veinte años me he portado bien. Hace tres meses tuve un enamorado. Una sola vez, en un cuarto de hotel. Me quedé embarazada... Tenía que hacerlo, ¿no? Lo hice. Nadie sabe nada, ni mi marido, ni... él. Ahora ya está. No lo volveré a hacer. Se sufre demasiado... No me refiero al legrado... No, no, es otra cosa: es... mire, el amor propio.» La número catorce había tenido cinco hijos en cinco años; a los cuarenta años parecía una anciana. En todas había una resignación llena de desesperanza: «La mujer ha nacido para sufrir», decían tristemente. 637 La gravedad de esta prueba varía mucho según las circunstancias. La mujer burguesa casada o cómodamente mantenida, apoyada por un hombre, con dinero y relaciones, tiene muchas ventajas; en primer lugar, obtiene mucho más fácilmente que otra permiso para un aborto «terapéutico»; si hace falta, tiene medios para pagarse un viaje a Suiza, donde el aborto se tolera libremente; en las condiciones actuales de la ginecología se trata de una operación benigna cuando la realiza un especialista con todas las garantías de higiene y, si hace falta, los recursos de la anestesia; a falta de complicidad oficial, encuentra ayuda oficiosa que también es segura: conoce las mejores direcciones, tiene suficiente dinero para pagarse una atención cuidadosa y sin esperar a tener un embarazo muy avanzado; recibirá un trato atento; algunas de estas privilegiadas pretenden que este pequeño accidente es bueno para la salud y para el cutis. A cambio, haypocos abandonos más penosos que el de la jovencita sola, sin dinero, que se ve obligada a un «crimen» para borrar una «falta» que su entorno no le perdonaría: cada año en Francia se encuentran en ese caso trescientas mil empleadas, secretarias, estudiantes, obreras, campesinas; la maternidad ilegítima sigue siendo una tara tan horrorosa, que muchas prefieren el suicidio o el infanticidio a la condición de madre soltera: no hay castigo que pueda impedirles «deshacerse del niño». Un caso habitual que se da en millares de ejemplares es el que nos relata la confesión recogida por el doctor Liepmann2. Se trata de una berlinesa, hija natural de un zapatero y de una criada. Conocí al hijo de un vecino diez años mayor que yo... Las caricias eran tan nuevas para m í que, bueno, m e dejé. D e todas formas, no había nada de amor entre nosotros. Siguió iniciándom e, haciéndom e leer libros sobre la mujer y acabé entregándole m i virginidad. Cuando dos m eses después acepté un cargo de profesora en la escuela infantil de Speuze, estaba embarazada. Durante dos m eses más no tuve en absoluto el periodo. M i seductor m e escribía que tenía que ocuparme de resolver el problem a bebiendo petróleo y com iendo jabón negro. N o sería capaz de pintar todos los tormentos por los que pasé... Tuve que llegar yo sola al final de tanta miseria. El m iedo a tener un hijo m e obligó a hacer la cosa espantosa. Entonces aprendí a odiar al hombre. 2 Juventud y sexualidad. 638 El pastor de la escuela se entera por una carta perdida, la sermonea y ella se separa deljoven; la tratan de oveja descarriada. Es com o si hubiera vivido dieciocho m eses de correccional. Luego se convierte en niñera en casa de un profesor y se queda allí cuatro años. En aquella época tuve relaciones con un magistrado. Estaba feliz de tener un hombre de verdad a quien amar. Con m i amor, se lo di todo. Nuestras relaciones tuvieron com o consecuencia que a los veinticuatro años traje al mundo un herm oso niño. Ahora tiene diez años. N o he vuelto a ver al padre desde hace nueve años y m edio... Com o m e parecía insuficiente la suma de dos m il quinientos marcos y además se negaba a dar su nombre al niño, renegaba de su paternidad, todo acabó entre nosotros. Ahora, ningún hombre m e inspira deseo. A menudo el propio seductor convence a la mujer para que se deshaga del niño. O bien ya la ha abandonado cuando se queda embarazada, o ella quiere esconderle generosamente su desgracia, o no encuentra en él ninguna ayuda. A veces, le cuesta mucho hacerlo; bien porque no se decide inmediatamente a suprimirlo, bien porque no conoce ninguna dirección, o porque no tiene dinero disponible y ha perdido el tiempo probando drogas ineficaces; ya está en el tercero, el cuarto, el quinto mes de embarazo cuando^se dispone a abortar; en ese caso, el aborto será infinitamente más peligroso, más doloroso, más comprometedor que en las primeras semanas. La mujer lo sabe; trata de librarse de él llena de angustia y desesperación. En el campo, no se conoce el uso de la sonda: la campesina que ha «faltado» se deja caer desde lo alto del pajar, se tira por la escalera y a menudo queda herida sin resultado; también a veces se encuentra en los setos, las cunetas, las fosas sépticas, un pequeño cadáver estrangulado. En la ciudad las mujeres se ayudan entre ellas, pero no siempre es fácil ponerle la mano encima a una abortera, y menos todavía reunir la suma necesaria; la mujer embarazada pide ayuda a una amiga o se opera ella misma; estas cirujanas ocasionales no suelen ser muy competentes; a veces se perforan con la percha o con la aguja de hacer punto; un médico me contó que una cocinera ignorante quería inyectarse vinagre en el útero, se lo inyectó en la vejiga, lo que le provocó enormes sufrimientos. Brutalmente provocado y mal cui- 639 dado, el aborto, a menudo más penoso que un parto normal, se acompaña con trastornos nerviosos que pueden llegar al borde de la crisis epiléptica, provoca a veces graves enfermedades internas y puede acabar en una hemorragia mortal. Colette contó en Gribiche la dura agonía de una bailarina de music-hall, abandonada en las manos ignorantes de su madre; un remedio habitual, decía, era beber una solución de jabón concentrado y luego correr durante un cuarto de hora: con estos tratamientos es muy fácil suprimir el problema matando a la madre. Me han hablado de una mecanógrafa que se quedó cuatro días en su habitación, bañada en su sangre sin comer ni beber, porque no se atrevía a pedir ayuda. Es difícil imaginar abandono más atroz que el de la amenaza de muerte mezclada con el crimen y la vergüenza. La prueba es menos dura en el caso de mujeres pobres pero casadas, que actúan de acuerdo con su marido y sin verse atormentadas por escrúpulos inútiles; una asistente social me decía que en los poblados se dan consejos unas a otras, se prestan instrumentos y se ayudan tan simplemente como si se tratara de quitarse un callo. Sin embargo, persisten los grandes sufrimientos físicos; en los hospitales están obligados a atender a una mujer cuyo aborto ha empezado, pero se la castiga sádicamente negándole calmantes durante los dolores y durante la operación final del legrado. Como vemos, por ejemplo, en los testimonios recogidos por G. Sarreau, estas persecuciones ni siquiera indignan a las mujeres demasiado acostumbradas a sufrir, pero que sí son sensibles a las humillaciones que tienen que soportar. El hecho de que la operación sufrida sea clandestina y criminal multiplica los peligros y le da un carácter abyecto y angustioso. Dolor, enfermedad, muerte, se convierten en castigo: es sabida la escasa distancia que separa el sufrimiento de la tortura, el accidente del castigo; a través de los riesgos que asume, la mujer se considera culpable, y esta interpretación del dolor y de la falta es especialmente penosa. Este aspecto moral del drama se vive, según las circunstancias, con mayor o menor intensidad. Las mujeres muy «liberadas» gracias a su fortuna, su situación social, el medio libre al que pertenecen; las más pobres o miserables que han aprendido a desdeñar la moral burguesa, no se plantean ninguna pregunta: se trata de un momento más o menos desagradable que hay que pasar y eso es todo. Sin embargo, hay muchas mujeres intimidadas por una moral que conserva a sus ojos su prestigio, aunque no puedan adecuar a ella su conducta; respetan interiormente la ley que in- 640 fringen y sufren al cometer un delito; sufren más todavía al tener que buscar cómplices. Primero viven la humillación de mendigar: mendigan una dirección, atención del médico, de la comadrona; a veces se encuentran con una altiva reprimenda; o se exponen a una connivencia degradante. Invitar deliberadamente a otro a cometer un delito es una situación que la mayor parte de los hombres ignoran y que la mujer vive entre el miedo y la vergüenza. A menudo rechaza en su corazón la misma intervención que está exigiendo. Está dividida en su interior. Es posible que su deseo espontáneo sea quedarse con el hijo al que impide nacer; aunque no desee positivamente la maternidad, vive con malestar la ambigüedad del acto que realiza. Porque si no es verdad que el aborto sea un asesinato, tampoco se puede asimilar a una simple práctica anticonceptiva; ha tenido lugar un acontecimiento que es un comienzo absoluto y se detiene su desarrollo. Algunas mujeres se quedarán obsesionadas por la memoria de ese hijo que no ha sido. Helene Deutsch3 cita el caso de una mujer casada, psicológicamente normal, que al haber perdido dos veces a causa de su condición física dos fetos de tres meses les hizo levantar dos pequeñas tumbas que trató con gran piedad, incluso tras el nacimiento de numerosos hijos. Con mayor razón, si el aborto ha sido provocado, la mujer tendrá además la sensación de haber cometido un pecado. Resucita el remordimiento que provoca en la infancia el deseo celoso de muerte del hermano pequeño recién nacido, y la mujer se siente culpable de haber matado realmente a un niño. Melancolías patológicas pueden expresar este sentimiento de culpabilidad. Junto a las mujeres que piensan que han atentado contra una vida ajena, muchas se consideran mutiladas de una parte de ellas mismas; de ahí nace un resentimiento contra el hombre que ha aceptado o solicitado esta mutilación. También H. Deutsch cita el caso de una muchacha, muy enamorada de su amante, que insistió ella misma en hacer desaparecer un niño que hubiera sido un obstáculo para su felicidad; al salir del hospital se negó a volver a ver al hombre al que amaba. Si una ruptura tan definitiva es infrecuente, es común que la mujer se vuelva frígida, bien con todos los hombres, bien con el que la dejó embarazada. Los hombres tienen tendencia a tomarse el aborto a la ligera; lo ven como uno de los numerosos accidentes a los que la malignidad déla naturaleza condena a las mujeres; no se dan cuenta de 3 La psicología de la mujer. 641 los valores que están enjuego. La mujer reniega de los valores de la feminidad, que son sus valores, en el mismo momento en que la ética masculina se cuestiona de la forma más radical. Todo su futuro moral queda convulsionado. Efectivamente, se le repite a la mujer desde su infancia que ha nacido para engendrar y le cantan los esplendores de la maternidad; los inconvenientes de su condición —reglas, enfermedades, etc.—, el hastío de las tareas domésticas, todo estájustificado por el maravilloso privilegio que posee de traer hijos al mundo. Y ahora el hombre, para preservar su libertad, para no hipotecar su futuro, en interés de su profesión, pide a la mujer que renuncie a su triunfo como hembra. El hijo ya no es un tesoro que no tiene precio; engendrar ya no es una función sagrada: esta proliferación pasa a ser contingente, inoportuna, una tara más de la feminidad. La condena mensual de la menstruación aparece en comparación como una bendición: se espera ansiosamente la vuelta de este fluido rojo que había llenado de horror a la adolescente; la habían consolado prometiéndole las alegrías de la maternidad. Aunque acepte el aborto, aunque lo desee, la mujer lo vive como un sacrificio de su feminidad: acaba viendo definitivamente en su sexo una maldición, una especie de enfermedad, un peligro. Llegando al límite de esta claudicación, algunas mujeres se vuelven homosexuales tras el trauma de un aborto. Cuando el hombre, para mejor desarrollar su destino de hombre, pide a la mujer que sacrifique sus posibilidades camales, está denunciando la hipocresía del código moral masculino. Los hombres prohíben universalmente el aborto, pero lo aceptan de forma singular como una solución cómoda; ellos pueden contradecirse con un cinismo irreflexivo, pero la mujer vive estas contradicciones en su carne herida; suele ser demasiado tímida para rebelarse deliberadamente contra la mala fe masculina; aunque se considere víctima de una injusticia que la considera criminal a su pesar, se siente mancillada, humillada; ella encama en sí en una imagen concreta e inmediata, la falta del hombre; él comete la falta, pero se libra al pasársela a ella; él dice simplemente unas palabras, con tono suplicante, amenazador, razonable, furioso; pronto las olvidará; ella tiene que traducir estas palabras al dolor y la sangre. A veces no dice nada, se va, pero su silencio y su huida son un mentís mucho más evidente a todo el código moral establecido por los varones. No hay que extrañarse de lo que se considera la «inmoralidad» de las mujeres, tema favorito de los misóginos; ¿cómo no van a sentir las mujeres una desconfianza íntima ante 642 estos principios arrogantes que de los que los hombres alardean públicamente aunque los denuncien en secreto? Aprenden a no creer en lo que dicen los hombres cuando exaltan a la mujer, ni cuando exaltan al hombre: lo único seguro es ese vientre saqueado y sangrante, esos jirones de vida roja, esa ausencia del hijo. Con el primer aborto, la mujer empieza a «comprender». Para muchas, el mundo nunca volverá a ser el mismo. Y sin embargo, a falta de difusión de los métodos anticonceptivos, el aborto es hoy en día en Francia el único camino que tiene la mujer si no quiere traer al mundo a hijos condenados a morir de miseria. Stekel4lo dice con mucha razón: «La prohibición del aborto es una ley inmoral, ya que debe ser violada obligatoriamente, todos los días, a todas horas.» * El control de natalidad y el aborto legal permitirían a la mujer asumir libremente sus maternidades. En realidad, lo que determina la fecundidad femenina es en parte una voluntad deliberada, en parte el azar. Mientras la inseminación artificial no se convierta en práctica habitual, la mujer podrá desear la maternidad sin obtenerla, bien porque no tiene trato con los hombres, o porque su marido es estéril, o porque ella está mal conformada. A cambio, se ve obligada a menudo a engendrar contra su voluntad. Embarazo y maternidad se viven de forma muy diferente en función de que se lleven con rebeldía, resignación, satisfacción, entusiasmo. No hay que olvidar que las decisiones y los sentimientos que manifiesta la joven madre no siempre corresponden a sus deseos profundos. Una madre soltera puede verse materialmente abrumada por la carga que se le impone repentinamente, puede afligirse abiertamente, y sin embargo, encontrar en el hijo la satisfacción de los sueños que acariciaba en secreto; a la inversa, una recién casada que vive su embarazo con alegría y orgullo puede temerlo en silencio, detestarlo a través de obsesiones y fantasías, de recuerdos infantiles que ni siquiera se atreve a reconocer. Es una de las razones que hacen tan secretas a las mujeres. Su silencio viene en parte de que se complacen en rodear de misterio una experiencia que es su patrimonio exclusivo: también se sienten desconcertadas por las contradicciones y los conflictos que se de­ 4 La mujerfrígida. 643 sarrollan en su interior. «Las preocupaciones del embarazo son un sueño que se olvida de forma tan total como los dolores del parto5», dice una mujer. En realidad, lo que trata de sepultar en el olvido son las complejas verdades que aparecen ante sus ojos. Hemos visto que en la infancia y la adolescencia la mujer atraviesa con respecto a la maternidad diferentes fases. De pequeña, es un milagro y un juego: encuentra en la muñeca, en el niño que está por nacer, un objeto que puede poseer y dominar. De adolescente, le parece, por el contrario, una amenaza contra la integridad de su preciosa persona. O bien la rechaza obstinadamente, como el personaje de Colette Audry6, que nos confiesa: Odiaba a cada niño que jugaba en la arena, por haber salido de una mujer... Odiaba también a las personas mayores por tener dominio sobre esos niños, purgarlos, azotarlos, vestirlos, envilecerlos de todas las formas posibles: las mujeres con sus cuerpos blandos y siempre a punto de retoñar nuevos pequeños, los hombres que miraban toda esa pulpa de mujeres y de niños de su propiedad con aire satisfecho e independiente. M i cuerpo era sólo m ío, sólo lo quería moreno, incrustado de sal marina, arañado por las aulagas. Tenía que permanecer duro y sellado. O la teme mientras la desea, lo que lleva a fantasías de embarazos y a todo tipo de angustias. Hay muchachas que se complacen en ejercer la autoridad que confiere la maternidad, pero que no están dispuestas a asumir plenamente sus responsabilidades. Es el caso de esta Lydia citada por H. Deutsch que, a la edad de dieciséis años, siendo criada en casa de unos extranjeros, se ocupaba de los niños a su cargo con la abnegación más extraordinaria: era una prolongación de los sueños infantiles en los que formaba pareja con su madre para criar un niño; bruscamente, se puso a abandonar sus tareas, a mostrarse indiferente hacia los ni-, ños, a salir, a coquetear; había terminado la época de los juegos y empezaba a preocuparse de su verdadera vida, en la que los deseos de maternidad ocupaban poco lugar. Algunas mujeres tienen durante toda su existencia deseo de dominar a un hijo, pero les horroriza el trabajo biológico del parto: se hacen comadronas, enfermeras, institutrices; son tías abnegadas, pero se niegan a en­ 5 N. Hale. 6 On jou e perdant, «L’Enfante. 644 gendrar. Algunas otras, sin rechazar con repugnancia la maternidad, están demasiado absortas en su vida amorosa o en su carrera para dejarle un lugar en su existencia. Otras tienen miedo de la carga que representaría un hijo para ellas o para sus maridos. A menudo, la mujer busca deliberadamente su esterilidad, evitando las relaciones sexuales o con prácticas de control de natalidad, pero hay casos en los que no se confiesa su temor al hijo y aparece un proceso psíquico de defensa que impide la concepción; se dan en ellas trastornos funcionales aparentes en una revisión médica, pero de origen nervioso. El doctor Arthus7cita entre otros un ejemplo significativo: La señora H. había sido m uy mal preparada por su madre para la vida de mujer: siempre le había predicho las peores catástrofes si se quedaba embarazada... Cuando la señora H. se casó se creyó embarazada al m es siguiente; reconoció su error; otra vez, al cabo de tres m eses, nuevo error. A l cabo de un año, consultó a un ginecólogo que rechazó en ella o en su marido la posibilidad de una causa cualquiera de infecundidad. Tres años después visitó a otro que le dijo: «Se quedará embarazada cuando hable m enos de ello...» A los cinco años de matrimonio, la señora H. y su marido habían aceptado que no tendrían hijos. El niño llegó al cabo de seis años. La aceptación o el rechazo de la concepción están influenciadas por los mismos factores que el embarazo en general. Durante este último se reavivan los sueños infantiles del sujeto y sus angustias de adolescente. Se vive de forma muy diferente en función de las relaciones que la mujer mantenga con su madre, con su marido, con ella misma. Al convertirse en madre a su vez, la mujer ocupa por así decirlo el lugar de la que la engendró: para ella es la emancipación total. Si lo desea sinceramente, se alegrará del embarazo y querrá llevarlo a término sin ayuda; si sigue dominada y acepta estarlo, se pondrá en manos de su madre: el recién nacido le parecerá un hermano en lugar de su propio fruto; si quiere liberarse pero no puede, temerá que el niño, en lugar de salvarla la vuelva a poner bajo el yugo: esta angustia puede provocar un aborto; H. Deutsch cita el caso de una mujer que tenía que acompañar a su marido a un viaje y dejar al niño con su madre, pero dio a luz un niño muer­ 7 L eM ariage. 645 to; le chocó no llorarlo demasiado, porque lo había deseado realmente, pero le hubiera horrorizado entregárselo a su madre, que la hubiera dominado a través de él. Hemos visto que el sentimiento de culpabilidad hacia la madre es frecuente en la adolescente; si sigue vivo, la mujer se imagina que pesa una maldición sobre su progenitura o sobre ella misma: cree que el niño la matará al venir al mundo o morirá al nacer. Esta angustia, tan frecuente entre las mujeres jóvenes, de no poder llevar el embarazo hasta el final, suele estar provocada por el remordimiento. Vemos en el ejemplo que relata H. Deutsch la importancia nefasta que puede tener la relación con la madre: La señora Smith, benjamina de una familia numerosa en la que sólo había un chico, había sido recibida con despecho por su madre, que quería un hijo; no lo sintió demasiado gracias al afecto de su padre y de una hermana mayor. Cuando se casó y esperó un hijo, aunque lo deseaba ardientemente, el odio que había sentido por su madre le hizo odiosa la idea de ser madre ella misma; dio a luz a los ocho m eses un niño muerto. Embarazada por segunda vez, tenía m iedo de un nuevo accidente; felizm ente, una de sus amigas íntimas se quedó embarazada al m ism o tiempo que ella; tenía una madre m uy afectuosa que protegió a las dos mujeres durante sus embarazos. Sin embargo, su amiga había concebido un m es antes que la señora Smith, que estaba horrorizada ante la idea de terminar sola su embarazo; ante la sorpresa de todo el mundo, la amiga siguió encinta un m es m ás después de salir de cuentas8 y las dos m ujeres dieron a luz el m ism o día. Las amigas decidieron concebir el m ism o día su siguiente hijo y la señora Smith com enzó sin preocupaciones su nuevo embarazo. Sin embargo, su amiga al tercer m es se fue de la ciudad; el día que lo supo, la señora Smith abortó. N o pudo tener más hijos; el recuerdo de su madre pesaba demasiado sobre ella. Una relación no menos importante es la que tiene la mujer con el padre de su hijo. Una mujer ya madura, independiente, puede desear un hijo que sólo sea suyo; he conocido una cuyos ojos se encendían ante la vista de un hombre bien dotado, no por deseo sensual, sino porque calibraba su capacidad de semental; estas amazonas maternales saludan con entusiasmo el milagro de 8 H. Deutsch afirma haber verificado que el niño nació realmente diez meses después de su concepción. 646 la inseminación artificial. Si el padre del hijo comparte con ella su vida, le niega todo derecho sobre su progenitura, trata —como la madre de Paul en Hijos y amantes— de formar con su hijo una pareja cerrada. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, la mujer necesita un apoyo masculino para aceptar sus nuevas responsabilidades: sólo se consagrará felizmente a su recién nacido si un hombre se dedica a ella. Esta necesidad es más urgente cuanto más tímida e infantil sea ella. H. Deutsch cuenta la historia de una mujer que se casó a los quince años con un muchacho de dieciséis que la había dejado embarazada. De niña, siempre le habían gustado los bebés y había ayudado a su madre a cuidar a sus hermanos. Cuando a su vez ella fue madre de dos hijos, le dio un ataque de pánico. Exigía que su marido se quedara todo el tiempo a su lado; él tuvo que aceptar un trabajo que le permitiera pasar mucho tiempo en casa. Ella vivía en ansiedad constante, exagerando las peleas de los niños y la importancia de los menores incidentes. Muchas madres jóvenes piden así ayuda a sus maridos y a veces los expulsan del hogar abrumándolos con sus preocupaciones. H. Deutsch cita otros casos curiosos, como éste: Una mujer casada se creyó embarazada y se sintió enormemente fehz; separada de su marido por un viaje, tuvo una aventuramuybreve, que aceptó precisamenteporque, colmada por su maternidad, nada más le parecía realmente importante; al volver con sumarido, se dio cuenta de que enrealidad se había equivocado sobre la fecha de la concepción, que había tenido lugar durante el viaje. Cuando nació el niño, se preguntó x bruscamente si era de su marido o de su amante ocasional; se sintió incapaz de sentirnada hacia el hijo deseado: angustiada, infeliz, recurrió a un psiquiatra y no se interesó por el bebé hasta que se decidió a considerar a su marido como padre. La mujer que siente afecto por su marido modelará frecuentemente sus sentimientos sobre los de él: acogerá embarazo y maternidad con buen o mal humor en función de que él se sienta orgulloso o importunado. A veces se busca el hijo para consolidar una relación, un matrimonio, y la madre está unido a él en función del éxito o del fracaso de sus planes. Si siente hostilidad por el marido, la situación es también diferente: puede dedicarse afanosamente al niño, negándole al padre su posesión, o por el contrario mirar con odio al retoño del hombre al que detesta. La 647 señora H. N., cuya noche de bodas hemos transcrito en el relato de Stekel, se quedó enseguida embarazada y detestó toda su vida a la niña concebida en el horror de esa brutal iniciación. Vemos también en el diario de Sofía Tolstoi que la ambivalencia de sus sentimientos hacia su marido se refleja en su primer embarazo. Escribe: Este estado m e resulta insoportable, física y moralmente. Físicamente, estoy constantemente enferma y moralmente siento un hastío, un vacío, una angustia terribles. Y para Liova he dejado de existir... N o le puedo dar ninguna alegría, pues estoy encinta. El único placer que encuentra en su estado es de tipo masoquista: sin duda el fracaso de sus relaciones amorosas le ha dado una necesidad infantil de autocastigo. Desde ayer m e encuentro m uy mal. Tengo m iedo de abortar. Este dolor en el vientre m e produce hasta placer. Es com o cuando era pequeña y m e daba cuenta de que había hecho una tontería, mamá me perdonaba, pero yo no. M e pellizcaba o m e pinchaba con fuerza la mano hasta que el dolor se hacía insoportable. Sin embargo, lo soportaba y m e procuraba un inmenso placer... Cuando... el niño esté aquí, eso volverá a empezar, jes asqueroso! Todo m e parece fastidioso. Las horas suenan con tanta tristeza... Todo es mortecino. ¡Ah, si Liova...! Pero el embarazo es sobre todo un drama que se desarrolla en la mujer entre ella misma y ella misma; lo vive a un tiempo como un enriquecimiento y una mutilación; el feto es una parte de su cuerpo y es un parásito que la explota; lo posee y es poseída por él; resume todo el futuro y, al llevarlo, se siente inmensa como el mundo, pero esta misma riqueza la aniquila, tiene la impresión de no ser ya nada. Una existencia nueva se va a manifestar y ajustificar su propia existencia, ella está orgullosa, pero se siente también eljuguete de fuerzas oscuras, zarandeada, violentada. Lo que tiene de singular la mujer embarazada es que, en el momento mismo en que su cuerpo se trasciende, lo vive como inmanente: se repliega sobre sí en las náuseas y el malestar; deja de existir para él en exclusiva y se vuelve más voliuninoso de lo que nunca ha sido. La trascendencia del artesano, del hombre de acción, está habitada por una subjetividad, pero en la futura madre la oposición en- 648 tre sujeto y objeto queda abolida y forma con ese hijo que la hincha una pareja equívoca que queda sumergida por la vida; atrapada en las redes de la naturaleza, es planta y animal, una reserva de coloides, una incubadora, un huevo; asusta a los niños de cuerpo egoísta y provoca risa en los jóvenes porque es un ser humano, conciencia y libertad que se ha convertido en instrumento pasivo de la vida. La vida no suele ser más que una condición de la existencia; en la gestación aparece como creadora, pero es una creación extraña que se realiza en la contingencia y en la facticidad. Hay mujeres para las que las alegrías del embarazo y la lactancia son tan fuertes que las quieren repetir indefinidamente; en cuanto destetan al bebé se sienten frustradas. Estas mujeres son «ponedoras», más que madres, buscan ávidamente la posibilidad de alienar su libertad en beneficio de su carne; su existencia les parece tranquilamente justificada por la pasiva fertilidad de su cuerpo. Si la carne es pura inercia, no puede encamar, ni siquiera en forma degradada, la trascendencia; es pereza y aburrimiento, pero cuando brota se convierte en cepa, fuente, flor, se supera, es movimiento hacia el futuro, al mismo tiempo que presencia densa. La separación que sufrió la mujer en el momento de su destete ha quedado compensada; está sumergida de nuevo en la corriente de la vida, reintegrada al todo, eslabón en la cadena sin fin de las generaciones, carne que existe por y para otra carne. La fusión que busca en los brazos del hombre y que se le niega en el momento mismo en que la obtiene, la madre la realiza cuando siente a su hijo en su vientre pesado o lo estrecha contra sus senos hinchados. Yano es un objeto sometido a un sujeto; tampoco es un sujeto angustiado por su libertad, es esta realidad equívoca: la vida. Su cuerpo le pertenece por fin, ya que es del hijo que le pertenece. La sociedad le reconoce su posesión y la reviste además de un carácter sagrado. El seno, que antes era un objeto erótico, se puede exhibir, es una fuente de vida: los cuadros piadosos nos muestran a la Virgen María descubriendo su pecho y suplicando a su Hijo que perdone a la humanidad. Alienada en su cuerpo y en su dignidad social, la madre tiene la ilusión reconfortante de sentirse un ser en sí, un valor completo. Pero sólo es una ilusión. Porque realmente ella no hace el hijo, el hijo se hace en ella; su carne engendra únicamente carne, es incapaz de fundar una existencia, que tendrá que fundarse ella mis-; ma; las creaciones que emanan de la libertad plantean el objeto como valor y lo revisten de una necesidad: en el seno materno, el 649 niño no estájustificado, sólo es una proliferación gratuita, un hecho bruto cuya contingencia es simétrica de la de la muerte. La madre puede tener sus razones para querer un hijo, pero no es capaz de dar a este otro ser que mañana será sus propias razones de ser; lo engendra en la generalidad de su cuerpo, no en la singularidad de su existencia. Es lo que comprende el personaje de Colette Audry cuando dice: Nunca pensé que pudiera dar un sentido a m i vida... Su ser , había germinado en mí y tuve que sacarlo adelante, pasara lo que pasara, hasta el final, sin poder acelerar las cosas aunque m e hubiera tenido que morir. Luego estaba ahí, nacido de mí; se parecía a la obra que hubiera podido hacer en mi vida... pero no lo era9. En cierto sentido, el misterio de la encamación se repite en cada mujer; todo hijo que nace es un dios que se hace hombre: no se podría realizar como conciencia y libertad si no viniera al mundo; la madre se presta a este misterio, pero no lo controla; la suprema verdad de este ser que se confonna en su vientre le escapa. Este equívoco se traduce en dos fantasías contradictorias: toda madre tiene la idea de que suhijo será un héroe; expresa así su admiración ante la idea de engendrar una conciencia y una libertad; también teme dar a luz un ser deforme, un monstruo, porque conoce la horrorosa contingencia de la carne, y este embrión que la habita es solamente carne. Hay casos en los que se impone uno de los dos mitos, pero en general la mujer oscila entre uno y otro. Es también sensible a otro equívoco. Atrapada en el gran ciclo de la especie, afirma la vida contra el tiempo y la muerte: así queda abocada a la inmortalidad; pero también vive en su carne la realidad de la frase de Hegel: «El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres.» El niño, dice también, es para los padres «el ser para sí de su amor que cae fuera de ellos», y a la inversa, obtendrá su ser para sí «en la separación de la fuente, una separación en la que la fuente se seca». Esta superación de sí es también para la mujer una premonición de su muerte. Manifiesta esta verdad en el miedo que siente cuando imagina el parto: teme perder su propia vida. El significado del embarazo es tan ambiguo, que resulta natural que la actitud de la mujer sea ambivalente; además, se modifica en las diferentes etapas de la evolución del feto. Hay que destacar ante 9 Cfr. Onjoue perdant, «L’Enfant». 650 todo que al comienzo del proceso, el niño no está presente; sólo tiene una existencia imaginaria; la madre puede soñar con este pequeño individuo que nacerá en unos meses, afanarse preparando la cuna, la canastilla: sólo capta de forma concreta los turbios fenómenos orgánicos que se desarrollan en su interior. Algunos sacerdotes de la Vida y de la Fecundidad pretenden místicamente que la mujer reconoce en la calidad de su placer que el hombre acaba de hacerla madre: es uno de los mitos con los que hay que acabar. Nunca tiene una intuición decisiva del acontecimiento: lo induce a partir de signos inciertos. Le desaparece la regla, se hincha, sus senos se vuelven pesados y le duelen, siente vértigos, náuseas; a veces simplemente se cree enferma y un médico le dice lo que pasa. Entonces sabe que su cuerpo ha recibido un destino que le trasciende; día tras día, un pólipo nacido de su carne y ajeno a su carne engordará en ella; es presa de la especie que le impone sus misteriosas leyes y generalmente esta alienación le da miedo: su terror se traduce en vómitos. Estos vómitos están en parte provocados por las modificaciones de las secreciones gástricas que se producen, pero si esta reacción, desconocida en las hembras de los demás mamíferos, es tan importante, es por motivos psíquicos; manifiesta el carácter agudo que reviste en la hembra el conflicto entre la especie y el individuo10.Aunque la mujer desee profundamente el hijo, su cuerpo se rebela cuando tiene que engendrar. En Los estados nerviosos de angustia [Nervöse Angstzustande und ihre Behandlung], Stekel afirma que los vómitos de la mujer encinta siempre expresan un cierto rechazo del hijo, y si lo acoge con hostilidad —por razones a menudo inconfesadas— los trastornos estomacales se exageran. «El psicoanálisis nos ha enseñado que la exageración psíquica de los síntomas del vómito sólo aparecen en el caso de que la expulsión oral traduzca emociones de hostilidad ante el embarazo o el feto», dice H. Deutsch. Añade que: «A menudo, el contenido psíquico del vómito del embarazo es exactamente el mismo que en los vómitos histéricos de las adolescentes debidos a una fantasía de embarazo11.» En ambos casos, se reaviva la antigua idea de 10 Cfr. vol. I, primera parte, cap. I. 11 Me han citadojustamente el caso de un hombre que durante los primeros meses del embarazo de su mujer — a la que sin embargo no amaba demasiado— presentó exactamente los mismos síntomas de náuseas, vértigo y vómitos que se suelen encontrar en las mujeres embarazadas. Traducían evidentemente de una forma histérica conflictos conscientes. 651 fecundación por la boca que encontramos en los niños. Para las mujeres infantiles en particular, el embarazo se asimila, como en otros tiempos, a una enfermedad del aparato digestivo. H. Deutsch cita una enferma que estudiaba con ansiedad sus vómitos para ver si no aparecían fragmentos de embrión; no obstante, reconocía que la obsesión era absurda. La bulimia, la falta de apetito, las arcadas marcan la misma oscilación entre el deseo de conservar y el de destruir el embrión. Conocí a una mujer que sufría de vómitos intensos y de estreñimiento rebelde; ellamisma me dijo que tenía la impresión de rechazar el feto y de esforzarse por retenerlo al mismo tiempo, lo que correspondía exactamente a sus deseos confesados. El doctor Arthus12cita el ejemplo siguiente, que resumo: La señora T. presenta trastornos graves del embarazo con vóm itos incontrolables... La situación es tan preocupante que se plantea la posibilidad de practicar una interrupción del em barazo... La mujer está desconsolada... El breve análisis que se le puede practicar revela que la señora T. ha realizado una identificación inconsciente con una de sus amigas del intemado que tuvo un papel importante en su vida afectiva y falleció de resultas de su primer embarazo. En cuanto se pudo revelar esta causa, los síntomas mejoran; tras unos quince días, los vóm itos se siguen produciendo ocasionalmente, pero ya no presentan peligro alguno. Estreñimiento, diarreas, trabajo de expulsión siempre manifiestan la misma mezcla de deseo y de angustia; el resultado es a veces un aborto: casi todos los abortos espontáneos tienen un origen psíquico. Estos trastornos se acentúan en la medida en que la mujer les da más importancia y «se escucha» más. En particular, los famosos «antojos» de las mujeres embarazadas son obsesiones de origen infantil en las que se recrea: siempre se refieren a alimentos, por la vieja idea de fecundación alimentaria; la mujer siente un malestar en su cuerpo y traduce esta sensación, como suele suceder, en psicastenias, este sentimiento de extrañeza ante un deseo con el que a veces queda fascinada. Por otra parte, existe toda una «cultura» de estos antojos por la tradición, como hubo una cultura de la histeria; la mujer espera tener antojos, los acecha, se los inventa. Me han citado la historia de una madre solte­ 12 LeMariage. 652 ra que tuvo un antojo tan frenético de espinacas que corrió a comprarlas al mercado y que temblaba de impaciencia mirándolas cocer: expresaba así la angustia de su soledad; sabiendo que sólo podía contar con ella misma, se apresuraba a satisfacer sus deseos con apresuramiento febril. La duquesa de Abrantes describió de forma muy divertida en sus memorias un caso en el que el antojo es imperiosamente sugerido por el entorno de la mujer. Se queja de haber estado rodeada durante su embarazo por demasiada so­ licitud. Estas atenciones, estas deferencias aumentan el malestar, el mareo, las dolencias nerviosas y los mil y un sufrimientos que casi siempre acompañan los primeros embarazos. Lo he vivido... Fue mi madre la que empezó un día en que estaba cenando en su casa... «jAh, Dios mío! —me dijo de repente soltando el tenedor y mirándome con ojos consternados—. jAh, Dios mío! No me he acordado de preguntarte cuál era tu antojo.» «Pero si no tengo» —le contesté. «No tienes antojos»—dijo mi madre—.«¡No tienes antojos! ¡Eso no se ha visto nunca! Te equivocas. Lo que pasa es que no prestas atención. Hablaré con tu suegra.» Ymis dosmadres sepusieron aconsultar entre ellas. Y Junot, con el terror de que le hiciera un hijo con hocico dejabalí... me preguntaba cada mañana: Laure, ¿de quétienes antojo? Mi suegra que volvió de Versalles se sumó al coro de preguntas... lo que había visto en personas desfiguradas por antojos no satisfechos no se podía nombrar... Acabé asustándome yo misma... Busqué en mi cabeza lo que más me gustaba y no se me ocurriónada. Finalmente, un díamepuse apensarmientras comía un caramelo de piña que la piña debía ser una cosa excelente... Unavez queme convencí de queternaantojo depiña, primero sentí un deseo muy fuerte; luego aumentó cuando Corcelet declaró que... no era la temporada. ¡Oh! entonces conocí un sufrimiento lleno derabia que te deja enestado demorir si no lo satisfaces. (Junot, tras muchísimas gestiones, acabó recibiendo una piña de la señoraBonaparte. La duquesa deAbrantes la acogió con alegría y se pasó la noche oliéndola y tocándola, pues el médico le había ordenado que sólo la comiera por la mañana. Cuandopor fin Junot se la sirvió): Rechacé elplato lejos demí. «Pues... no sélo quemepasa, pero no puedo comer piña.» Me volvía a colocar el maldito platobajo lanariz, lo queprovocóuna aserciónpositiva: nopo­ 653 día com er pifia. N o sólo hubo que llevársela, sino también que abrir las ventanas, perfumar m i habitación para eliminar hasta el menor vestigio de un olor que en m enos de un segundo se m e había hecho odioso. Lo más singular es que nunca más pude comer pifia sin forzarme... Las mujeres de las que se ocupan demasiado, o que se ocupan demasiado de ellas mismas, presentan más fenómenos mórbidos. Las que viven con más facilidad la prueba del embarazo son las matronas totalmente consagradas a su función de ponedoras o las mujeres viriles, que no se sienten fascinadas por las aventuras de su cuerpo y ponen empeño en superarlas tranquilamente: Mme de Staél llevaba un embarazo con tanta facilidad como una conversación. Cuando el embarazo avanza, la relación entre ía madre y el feto cambia. Este se ha instalado sólidamente en el vientre materno, los dos organismos se han adaptado uno al otro y entre ellos se dan intercambios biológicos que permiten a la mujer recuperar su equilibrio. Ya no se siente poseída por la especie: ella posee el fruto de sus entrañas. Los primeros meses era una mujer cualquiera, rebajada por el trabajo secreto que se realizaba en su interior; más adelante es evidentemente una madre y sus indisposiciones son la otra cara de su gloria. La impotencia que sufría se convierte al acentuarse en una justificación. Muchas mujeres encuentran en su embarazo una paz maravillosa: se sientenjustificadas; siempre habían tenido deseos de observarse, de espiar su cuerpo; no se atrevían, por sentido de sus deberes sociales, a recrearse demasiado en él: ahora tienen derecho a hacerlo; todo lo que hagan por su propio bienestar lo hacen también por el niño. No se les pide más trabajo ni más esfuerzo; ya no tienen que preocuparse por el resto del mundo; los sueños de futuro que acarician dan un sentido al momento presente; sólo tienen que dejarse vivir: están de vacaciones. La razón de su existencia está ahí, en su vientre, y les da una impresión de perfecta plenitud. «Es como una estufa en invierno, siempre encendida, que está para ti sola, totalmente sometida a tu voluntad. Es también una ducha fresca que cae sin cesar durante el verano. Está ahí», dice una mujer citada por Helene Deutsch. Colmada, la mujer también conoce la satisfacción de sentirse «interesante», lo que ha sido desde la adolescencia su deseo más profundo; como esposa, sufría por su dependencia del hombre; ahora ya no es objeto sexual, sirvienta, 654 sino la encamación de la especie, promesa de vida, de eternidad; su entorno la respeta; hasta sus caprichos son sagrados: es lo que la empuja, ya lo hemos visto, a inventarse «antojos». «El embarazo permite a la mujer racionalizar actos que parecerían absurdos en otra situación», dice Helene Deutsch. Justificada por la presencia en su seno de otro, por fin goza plenamente de ser ella misma. Colette ha descrito m L ’É toile Vesper esta fase de su embarazo: Insidiosamente, sin prisa, la beatitud de las mujeres plenas m e invadía. Ya no m e afectaba ningún malestar, ninguna desgracia. Euforia, ronroneo, ¿qué nombre científico o familiar dar a esta preservación? Tiene que haberme colmado realm ente, pues no la olvido... N os cansam os de callar lo que nunca se dice, en este caso el estado de orgullo, de m agnificencia trivial que disfrutaba preparando m i ñuto... Cada noche decía un poco adiós a uno de los buenos m om entos de mi vida. Sabía que lo echaría de m enos. Pero la alegría, el ronroneo, la euforia lo sumergían todo, y en m í reinaban la dulce bestialidad, la indolencia con las que m e cargaban m i mayor peso y las llam adas sordas de la criatura que estaba formando. Sexto, séptimo mes... Primeras fresas, primeras rosas. ¿Puedo llamar a m i embarazo otra cosa que una larga fiesta? Olvidam os los horrores del final, no olvidamos una larga fiesta única: yo no he olvidado nada. Recuerdo sobre todo que el sueño, a horas caprichosas, se apoderaba de m í y m e sentía atrapada, com o en mi infancia, por la necesidad de dormir en el suelo, sobre la hierba, sobre la tierra recalentada. U nico antojo, sano antojo. Hacia el final parecía una rata arrastrando un huevo robado. Incóm oda conm igo m ism a, a veces estaba demasiado cansada para acostarme... Bajo el peso, bajo la fatiga, m i larga fiesta todavía no había terminado. M e llevaban entre nubes de privilegios y de cuidados... Este embarazo feliz Colette nos dice que uno de sus amigos lo llamó «embarazo de hombre». Efectivamente, aparece como el tipo de mujeres que soportan valientemente su estado porque no se absorben en él. Ella proseguía al mismo tiempo su trabajo de escritora. «El niño me avisó que llegaba y le puse el capuchón a la estilográfica.» Otras mujeres se sienten más pesadas; rumian indefinidamente su importancia nueva. A nada que las empujen, asumen por su cuenta los mitos masculinos: oponen a la lucidez de la mente la noche fecunda de la Vida, a la conciencia clara los misterios de la 655 interioridad, a la libertad fértil el peso de ese vientre que está ahí en su enorme faeticidad; la futura madre se siente humus y gleba, fuente, raíz; cuando se adormece, su sueño es el del caos en el que fermentan los mundos. Algunas, más olvidadas de sí, se maravillan sobre todo por el tesoro de vida que crece en ellas. Esta alegría es la que expresa Cécile Sauvage a lo largo de sus poemas L’Arne en bourgeon: M e perteneces, como la aurora al llano A tu alrededor, mi vida es una cálida lana en la que tus miembros frioleros crecen en secreto. Y más adelante: Oh, tú que mimo con temor entre algodones pequeña alma que brota atada a m i flor Con un fragmento de mi corazón construyo tu corazón Oh, m i fruto algodonoso, pequeña boca húmeda. Y en una carta a su marido: Es curioso, m e parece que asisto a la formación de un planeta ínfim o y que estoy amasando su globo frágil. Nunca he estado tan cerca de la vida. Nunca he sentido tan claramente que soy hermana de la tierra con las vegetaciones y las savias. M is pies caminan sobre la tierra com o sobre un animal vivo. Pienso en el día lleno de flautas, de abejas despiertas, de rocío, porque ahora se encabrita y se agita en mí. Si supieras qué frescor de primavera y qué juventud pone en m i corazón esta alma en brotación. Y decir que es el alma infantil de Pierrot y que elabora en la noche de m i ser dos grandes ojos de infinito, parecidos a los suyos. Sin embargo, las mujeres que son profundamente coquetas, que se perciben esencialmente como objeto erótico, que se aman en la belleza de su cuerpo, sufren al verse deformadas, feas, incapaces de despertar deseo. El embarazo no les parece en absoluto una fiesta o un enriquecimiento, sino una disminución de su yo. Leemos, por ejemplo, en Mi vida de Isadora Duncan: El niño ya hacía sentir su presencia... M i herm oso cuerpo de mármol se distendía, se quebraba, se deformaba... Ca­ 656 m inando a la orilla del mar, sentía a veces un exceso de fuerza y de vigor y m e decía a veces que esta pequeña criatura sería m ía, sólo mía; pero otros días... tenía la im presión de ser un pobre animal atrapado en un cepo... Pasando de la esperanza a la desesperación, pensaba a m enudo en las peregrinaciones de m i juventud, en m is carreras errantes, en m is descubrim ientos del arte, y todo ello no era sino un prólogo antiguo, perdido en la bruma que desem bocaba en la espera de un hijo, obra maestra al alcance de cualquier cam pesina... Em pezaba a ser presa de todo tipo de terrores. Vanamente m e decía que todas las m ujeres tienen hijos. Era algo natural y, sin em bargo, tenía m iedo. ¿M iedo de qué? D esde luego, no de la m uerte ni del sufrim iento, tenía un m iedo desconocido a lo que ignoraba. M i herm oso cuerpo se deformaba cada vez m ás ante m is ojos atónitos. ¿Dónde estaban m is graciosas form as juveniles de náyade? ¿Dónde estaba m i am bición, m i renombre? A m enudo, a pesar de m í m ism a, m e sentía m iserable y vencida. La lucha con la vida, esta gigante, era desigual; pero entonces pensaba en el niño que iba a nacer y toda m i tristeza se desvanecía. Horas crueles de espera en la noche. ¡Qué cara pagam os la gloria de ser m adres!... En la última etapa del embarazo comienza la separación entre la madre y el hijo. Las mujeres viven de manera diferente su primer movimiento, esta patada a las puertas del mundo, contra la pared del vientre que lo encierra apartado del mundo. Algunas acogen maravilladas esta señal que anuncia la presencia de una vida autónoma; otras se ven con repugnancia como el receptáculo de un individuo extraño. De nuevo, la unión del feto y del cuerpo materno se complica: la matriz desciende, la mujer tiene una sensación de presión, de tensión, dificultades respiratorias. Esta vez no está poseída por la especie indistinta, sino por ese hijo que va a nacer; hasta entonces sólo era una imagen, una esperanza; ahora está pesadamente presente. Su realidad crea nuevos problemas. Todo tránsito es angustioso: el parto aparece como especialmente terrorífico. Cuando la mujer se acerca al término, todos sus terrores infantiles se reactivan; si por un sentimiento de culpa se cree maldita por su madre, se convence de que va a morir o de que el niño morirá. Tolstoi pintó en Guerra y Paz con los rasgos de Lise una de esas mujeres infantiles que ven en el parto una condena a muerte: efectivamente muere. 657 El parto tendrá, según los casos, un carácter muy diferente: la madre desea guardar en su vientre ese tesoro de carne que es un fragmento precioso de su yo y al mismo tiempo quiere librarse de una molestia; quiere tener por fin su sueño entre las manos, pero tiene miedo de las nuevas responsabilidades que creará esta materialización. Predominará uno u otro deseo, pero en general se siente dividida. Muchas veces no se enfrenta con la angustiosa prueba demasiado resuelta: aunque quiere demostrarse, y demostrar a su entorno —su madre, su marido— , que es capaz de superarla sin ayuda, al mismo tiempo culpa al mundo, a la vida, a sus allegados, por los sufrimientos que tiene que vivir y adopta como protesta una conducta pasiva. Las mujeres independientes —matronas o mujeres viriles— tienen a gala adoptar un papel activo en los momentos anteriores al parto y durante el mismo parto; las muy infantiles se abandonan pasivamente en manos de la comadrona, de su madre; algunas ponen su orgullo en no gritar; otras no aceptan ningún consejo. En general, podemos decir que en esta crisis expresan su actitud profunda ante el mundo, en general, y ante su maternidad, en particular: son estoicas, resignadas, reivindicativas, imperiosas, rebeldes, inertes, tensas... Estas disposiciones psicológicas tienen una enorme influencia sobre la duración y la dificultad del parto (que depende también, por supuesto, de factores puramente orgánicos). Lo más significativo es que normalmente la mujer —como algunas hembras de animales domésticos— necesita ayuda para cumplir con la función a la que la destina la naturaleza; hay campesinas de costumbres rudas y madres solteras avergonzadas que paren solas, pero su soledad suele suponer la muerte o enfermedades incurables para el hijo o la madre. En el momento mismo en que la mujer está culminando la realización de su destino femenino, sigue siendo dependiente, lo que prueba también que en la especie humana la naturaleza nunca se diferencia del artificio. Naturalmente, el conflicto entre el interés del individuo femenino y el de la especie es tan agudo que supone a veces la muerte de la madre o del hijo. Las intervenciones humanas de la medicina, de la cirugía, han disminuido considerablemente —casi han eliminado— los accidentes que antes eran tan frecuentes. Los métodos de anestesia están desmintiendo la afirmación bíblica «parirás con dolor»; utilizados habitualmente en Estados Unidos, empiezan a extenderse en Francia; en mar­ 658 zo de 1949 un decreto acaba de hacerlos obligatorios en Ingla­ terra13. ¿Cuáles son exactamente los dolores que se evitan a la mujer? Es difícil saberlo. El hecho es que el parto dura a veces más de veinticuatro horas y a veces termina en dos o tres horas, lo que impide generalizar. Para algunas mujeres, se trata de un martirio. Es el caso de Isadora Duncan: había vivido su embarazo con angustia y sin duda las resistencias físicas agravaron más todavía los dolores del parto; escribe: Se puede decir lo que se quiera de la Inquisición española, ninguna mujer que haya tenido un hijo la podría temer. Era un juego en comparación. Sin tregua, sin pausa, sin piedad, un genio invisible y cruel m e tenía atrapada entre sus garras, m e desgarraba los huesos y los nervios. Se dice que estos sufrimientos se olvidan enseguida. Todo lo que puedo contestar es que m e basta con cerrar los ojos para escuchar de nuevo m is gritos y m is lamentos. Algunas mujeres consideran por el contrario que se trata de una prueba relativamente fácil de soportar. Un pequeño número encuentra en el parto un placer sensual. Soy un ser tan sexual que el m ism o parto es para m í un acto sexual, dice una m ujer14. Tenía una bellísim a partera. M e bañaba y m e ponía inyecciones. Era suficiente par dejarm e en un estado de elevada excitación con estrem ecim ientos nerviosos. 13 Ya he dicho que algunos antifeministas se indignaban en nombre de la naturaleza y de la Biblia por que se quisieran suprimir los sufrimientos del parto, por pretender que se trata de una de las fuentes del «instinto materno». H. Deutsch parece tentada por esta opinión: cuando la madre no ha sentido el trabajo del parto, no reconoce profundamente al hijo como suyo en el momento en que se lo presentan, dice; no obstante, reconoce que el mismo sentimiento de vacío y de extrañeza aparece también en mujeres que han sufrido en el parto. Sostiene a lo largo de todo su libro que el amor materno es un sentimiento, una actitud consciente, no un instinto: que no está necesariamente relacionado con el embarazo; piensa que una mujer puede amar matemalmente a un hijo adoptado, al que tuvo el marido de un primer matrimonio, etc. Esta contradicción se debe evidentemente a que condena a la mujer al masoquismo y su tesis le exige conceder elevado valor a los sufrimientos femeninos. 14 El sujeto cuya confesión, recogida por Stekel, resumimos aquí. 659 Algunas dicen haber vivido durante el parto una impresión de poder creador; realmente han realizado un trabajo voluntario y productivo; muchas, por el contrario, se sienten pasivas, un instrumento doliente, torturado. Las primeras relaciones de la madre con el recien nacido también son variables. Algunas mujeres se resienten del vacío que ahora sienten en su cuerpo: les parece que les han robado un tesoro. Soy la colmena sin palabras cuyo enjambre se ha marchado por el aire Ya no tengo que traer comida con m i sangre para ese cuerpo endeble M i ser es la casa cerrada de la que acaban de sacar a un muerto. escribe Cécile Sauvage. Y también: Ya no eres totalmente mío. Tu cabeza refleja ya otros cielos. Y también: Ha nacido, he perdido a m i joven bien amado Ahora ha nacido, estoy sola, siento cóm o en m í se espanta el vacío de m i sangre... Al mismo tiempo, sin embargo, en todas las madres jóvenes se da una curiosidad maravillada. Es un milagro extraño observar, sostener a un ser vivo formado dentro de sí, salido del propio cuerpo. ¿Cuál ha sido la participación real de la madre en este acontecimiento extraordinario que arroja sobre la tierra una nueva existencia? Ella lo ignora. No existiría sin ella y, sin embargo, se le escapa. Supone una tristeza asombrada el verlo fuera, separado de su cuerpo. Y casi siempre una decepción. La mujer quisiera sentirlo suyo con tanta segundad como su propia mano, pero todo lo que él siente está encerrado en él, es opaco impenetrable, separado; no lo reconoce, ya que no lo conoce; ha vivido el embarazo sin él: no tiene ningún pasado en común con el pequeño extranjero. Ella esperaba que le resultara inmediatamente familiar, pero no, es un recién llegado y ella está estupefacta de la indiferencia con la que lo acoge. Durante las fantasías del embara­ 660 zo era una imagen, era infinito y la madrejugaba en pensamiento a su maternidad futura: ahora se encuentra con un pequeño individuo acabado y está ahí de verdad, contingente, frágil, exigente. La alegría de que esté presente, tan real, se mezcla con el pesar de que sólo sea eso. Gon la lactancia muchas mujeres recuperan una íntima relación animal con su hijo que va más allá de la separación; es un cansancio mayor que el del embarazo, pero permite a la nodriza perpetuar el estado de «vacaciones», de paz, de plenitud que saboreaba la mujer embarazada. Cuando el bebé mamaba, dice a propósito de uno de sus personajes Colette Audry15, no había absolutamente nada más quehacer, y hubierapodido durarhoras; ni siquierapensaba en lo que vendría después. Sólo había que esperar que se apartara del seno como una enorme abeja. Hay mujeres que no pueden alimentar al bebé y la indiferencia asombrada de las primeras horas se prolonga mientras no recuperan con el hijo unos vínculos concretos. Fue el caso, por ejemplo, de Colette, a quien no le fue posible amamantar a su hija y que describe con su habitual sinceridad sus primeros sentimientos maternales16: La continuación es la contemplación de unapersonanueva que ha entrado en la casa sin llegar desde fuera... ¿Ponía suficiente amor en mi contemplación? No me atrevo a afirmarlo. Desde luego, tenía la costumbre —la sigo teniendo— de quedarme fascinada. La ejercitaba con el conjunto de prodigios que es un recién nacido: sus uñas, iguales en transparencia a la cáscara abombada de la quisquilla, laplanta de los pies, que ha llegado a nosotros sin pisar la tierra. El ligero plumaje de sus pestañas, caídas sobre la mejilla, interpuestas entre los paisajes terrestres y el sueño azulado del ojo. El pequeño sexo, almendra apenas incisa, bivalva, cerrado exactamente, labio a labio. Pero la minuciosa admiración que consagraba a mi hija, no la llamaba, no la sentía como amor. Acechaba... no encontraba, en espectáculos que mi vida había esperado durante tanto tiempo, la vigilancia y la emula- 15 Onjoue perdant 16 Colette, L ’Étoile Vesper. 661 ción de las madres deslumbradas. ¿Cuándo m e llegaría el signo que m anifiesta una segunda fractura, m ás difícil? Tuve que aceptar que una suma de avisos, de furtivos despertares . celosos, de prem oniciones falsas, o incluso ciertas, el orgullo de disponer de una vida de la que era hum ilde acreedora, la conciencia un tanto pérfida de dar a otro una lección de m odestia, m e transformaran por fin en una madre ordinaria. Y no m e serené hasta que el lenguaje inteligible floreció sobre unos labios encantadores, cuando el conocim iento, la m alicia e incluso la ternura convirtieron un bebé estándar en una niña, y esa niña en m i hija. También hay muchas madres que se asustan de sus nuevas responsabilidades. Durante el embarazo, sólo teman que abandonarse a su carne; no se les pedía ninguna iniciativa. Ahora frente a ellas se encuentra una persona que tiene derechos sobre ellas. Algunas mujeres acarician alegremente a su hijo mientras están en el hospital, todavía alegres e inconscientes, pero empiezan a mirarlo como una carga en cuanto vuelven a casa. Ni siquiera la lactancia les trae alegría, todo lo contrario, temen estropearse el pecho; viven con rencor sus senos agrietados, sus glándulas doloridas; la boca del niño las hiere: les parece que aspira sus fuerzas, su vida, su felicidad. Les inflige una dura servidumbre y ya no forma parte de ellas: aparece como un tirano; ellas miran con hostilidad a este pequeño individuo extranjero que amenaza su carne, su libertad, todo su yo. Muchos otros factores intervienen. Las relaciones de la mujer con su madre conservan toda su importancia. H. Deutsch cita el caso de una mujer joven cuya leche se secaba cada vez que la visitaba su madre; a menudo pide ayuda, pero está celosa de los cuidados que otra persona da a su bebé y le da tristeza mirarlo. Las relaciones con el padre del niño, los sentimientos de él también tienen mucha influencia. Todo un conjunto de razones económicas, sentimentales, define al hijo como una carga, una cadena o una liberación, una joya, una seguridad. Hay casos en los que la hostilidad se convierte en odio declarado que se traduce en una gran negligencia o en malos tratos. En general, la madre, consciente de sus deberes, lo combate; siente un remordimiento que generará angustias en las que se prolongan las aprensiones del embarazo. Todos los psicoanalistas admiten que las madres que viven con la obsesión de causar daño a sus hijos, las que imaginan horribles accidentes, sienten hacia ellos una hostilidad 662 que se esfuerzan por reprimir. En todo caso, lo más significativo, y lo que diferencia esta relación de cualquier otra relación humana, es que en los primeros tiempos el niño no interviene: sus sonrisas, sus balbuceos no tienen más sentido que el que les dé la madre; de ella depende, no de él, que le parezca encantador, único o aburrido, trivial, odioso. Por esta razón, las mujeres frías, insatisfechas, melancólicas, que esperan del hijo una compañía, un calor, una excitación que las arranque a ellas mismas, siempre se quedan profundamente decepcionadas. Como el «tránsito» de la pubertad, de la iniciación sexual, del matrimonio, el de la maternidad genera una decepción sombría en los sujetos que esperan que un acontecimiento exterior pueda renovar y justificar su vida. Es la sensación que encontramos en Sofía Tolstoi. Escribe: Estos nueve m eses han sido los más terribles de m i vida. En cuanto al décim o, m ás vale no hablar. En vano se esfuerza por expresar en su diario una alegría convencional: lo que llama la atención es su tristeza y su miedo a las responsabilidades. Ya está. H e parido, he tenido m i lote de sufrimiento, m e he levantado y poco a poco vuelvo a la vida con un m iedo y una inquietud constantes sobre el niño y m ás aún sobre m i marido. A lgo se ha roto en mí. A lgo m e dice que sufriré constantemente, creo que es el temor de no cumplir con m is deberes hacia mi fam ilia. H e dejado de ser natural porque tengo m iedo de este vulgar amor de una hembra por sus pequeños y tengo m iedo de amar exageradamente a m i marido. M e afirm an que es una virtud amar al marido y a los hijos. Esta idea m e consuela a veces... Qué poderoso es el sentimiento maternal y qué natural m e parece ser madre. Es el hijo de Liova y por eso le amo. Sabemos que precisamente manifiesta tanto amor por su marido porque no le ama: esta antipatía revierte en el hijo concebido durante relaciones que la asqueaban. K. Mansfield describe las dudas de una joven madre que quiere a su marido, pero que siente repulsión ante sus caricias. Siente hacia sus hijos ternura y al mismo tiempo una impresión de vacío que interpreta melancólicamente como una completa in- 663 diferencia. Linda, descansando en eljardínjunto a su recién nacido, piensa en su marido, Stanley17. Ahora estaba casada con él; incluso le amaba. N o al Stanley que todo el mundo conocía, no al Stanley cotidiano, sino a un Stanley tímido, sensible, inocente, que se arrodillaba cada noche para decir sus oraciones. Y la desgracia era... que veía a su Stanley tan pocas veces. Había chispazos, instantes de calma, pero el resto del tiempo tenía la im presión de vivir en una casa siempre a punto de quemarse, en un barco que naufragaba cada día. Y siempre Stanley estaba en el corazón del peligro. Ella pasaba el tiempo salvándole, cuidándole, calm ándole y escuchando su historia. El tiem po que le quedaba lo pasaba llena de m iedo de tener hijos... Es m uy bonito decir que tener hijos es la suerte de todas las mujeres. N o es verdad. Ella, por ejemplo, podría probar que es falso. Estaba quebrada, débil, descorazonada por sus embarazos. Y lo m ás duro de soportar era que no amaba a sus hijos. N o vale la pena fingir... N o, es com o si un viento frío la hubiera helado en cada uno de esos terribles viajes; no le quedaba m ás calor para dar. En cuanto al niño, bueno, gracias al cielo pertenecía a su madre, a Beryl, a quien quisiera. Apenas lo había tenido en brazos. Le resultaba tan indiferente, cuando descansaba a sus pies. Bajó la vista... Había algo tan extraño, tan inesperado en su sonrisa que Linda sonrió a su vez. Inmediatamente se rehízo y dijo fríamente al niño: «N o m e gustan los bebés. ¿No te gustan los bebés?» N o podía creerlo. «¿No m e quieres?» Agitaba estúpidamente los brazos hacia su madre. Linda se dejó caer en la hierba. «¿Por qué sigues sonriendo?», dijo severamente. «Si supieras lo que pensaba, no te reirías...» Linda estaba tan extrañada de la confianza de esta pequeña criatura. Ah, no, sé sincera. N o era eso lo que sentía. Era algo completamente diferente, algo tan nuevo, tan... Las lágrimas bailaron en sus ojos; murmuró dulcemente al niño: «Hola, m i pequeñín tan especial...» Todos estos ejemplos bastan para mostrar que no existe el «instinto» maternal: la palabra no se aplica en modo alguno a la especie humana. La actitud de la madre está definida por el conjunto de su situación y por la forma en que la asume. Como acabamos de ver, es muy variable. 17 En la bahía. 664 En cualquier caso, si las circunstancias no son positivamente desfavorables, la madre encontrará un enriquecimiento en el niño. Era com o una respuesta de la realidad de su propia existencia... gracias a él abarcaba todas las cosas, y ella m ism a para empezar, escribe Colette Audry a propósito de unajoven madre. A otra le presta estas palabras: Pesaba sobre m is brazos, sobre m i pecho com o lo más p esado que hay, hasta el lím ite de m is fuerzas. M e hundía en la tierra en el silencio de la noche. D e golpe, m e había arrojado el peso del mundo sobre los hombros. Por eso lo había deseado. Sola, era demasiado ligera. Si algunas mujeres son «ponedoras» en lugar de madres y se desinteresan del niño en cuanto lo destetan, pensando inmediatamente en un nuevo embarazo, otras, por el contrario, consideran que la separación misma les entrega un hijo: ya no es un trozo indiferenciado de su yo, sino una parcela del mundo; ya no habita sordamente su cuerpo, se puede ver, tocar; tras la melancolía de la liberación, Cécile Sauvage expresa la alegría de la maternidad po­ sesiva: Aquí estás, m i pequeño amante En la gran cama de tu m amá puedo abrazarte, sujetarte, sopesar tu herm oso futuro; Buenos días, m i pequeña estatua de sangre, de alegría, de carne desnuda, m i pequeño doble, m i em oción... Se ha dicho muchas veces que la mujer encuentra felizmente en el hijo el equivalente del pene; es totalmente inexacto. En realidad, el hombre adulto ha dejado de ver en su pene un juguete maravilloso: el valor que conserva su órgano es el de los objetos deseables cuya posesión le proporciona: de la misma forma, la mujer adulta envidia al varón la presa que se apropia, no el instrumento de la apropiación; el hijo sacia este erotismo agresivo que el abrazo masculino no puede colmar: es lo que la amante entrega al varón, y que éste no es para ella; por supuesto, no hay equi­ 665 valencia exacta, toda relación es original, pero la madre encuentra en el hijo —como el amante en la amada— una plenitud camal, no en la rendición, sino en un dominio; ella encuentra en él lo que el hombre busca en la mujer: una alteridad que sea al mismo tiempo naturaleza y conciencia, y que sea su presa, su doble. Encama toda la naturaleza. El personaje de C. Audry nos dice que encontraba en su hijo La piel que era para m is dedos, que había mantenido la promesa de todos los gatitos, de todas las flores... Su carne tiene esa suavidad, esa elasticidad tibia que, siendo niña, la mujer deseaba a través de la carne materna y, más adelante, en todo el mundo. Es planta, animal, en sus ojos están las lluvias y los ríos, el azul del cielo y del mar, sus uñas son el coral, sus cabellos una vegetación sedosa, es una muñeca de carne y hueso, un pájaro, un gatito; mi flor, mi perla, mi pollito, mi cordero... la madre murmura casi las palabras del amante y como él utiliza ávidamente el adjetivo posesivo: utiliza los mismos métodos de apropiación: caricias, besos; estrecha al niño contra su cuerpo, lo envuelve en el calor de sus brazos, de su lecho. A veces, estas relaciones tienen un carácter netamente sexual. Por ejemplo, en la confesión recogida por Stekel, que ya hemos citado, leemos: Amamantaba a mi hijo, pero sin alegría, porque no crecía y los dos perdíamos peso. Eso representaba algo sexual para m í y tenía una sensación de vergüenza al darle de mamar. Tenía la sensación adorable de sentir el pequeño cuerpo cálido que se estrechaba contra el mío; m e estremecía cuando sus m anitas m e tocaban... Todo m i amor se separaba de m i yo para ir hacia m i hijo... El niño estaba demasiado tiempo conm igo. Cuando m e veía en la cama, y tenía entonces dos años, se arrastraba hacia ella, tratando de colocarse sobre mí. Acariciaba m is senos con sus manitas y quería bajar con el dedo, lo que m e procuraba tanto placer, que m e costaba m ucho echarle. M uchas veces tuve que luchar con la tentación de jugar con su pene... La maternidad tiene un nuevo aspecto cuando el niño crece; al principio, sólo es un «bebé estándar», sólo existe en su generalidad; poco a poco se individualiza. Las mujeres muy dominantes 666 o muy camales se enfrían entonces; en ese momento, por el contrario, otras —como Colette— empiezan a interesarse por él. La relación de la madre con el hijo se hace cada vez más compleja: es un doble y a veces ella tiene la tentación de alienarse totalmente en él, pero es un sujeto autónomo, es decir, rebelde; es cálidamente real en este momento, pero en el fondo del futuro es un adolescente, un adulto imaginario; es una riqueza, un tesoro; también es una carga, un tirano. La alegría que la madre puede encontrar en él es una alegría de generosidad; tiene que encontrar placer en servir, en dar, en crear felicidad, como la madre que pinta C. Audry: Había pues una infancia feliz, com o en los libros, pero que era a la infancia de los libros com o las rosas de verdad a las rosas de las taijetas postales. Y esta felicidad suya salía de m í com o la leche con la que le había alimentado. Como la enamorada, la madre está encantada de sentirse necesaria; estájustificada por las exigencias a las que responde; sin embargo, la dificultad y la grandeza del amor materno es que no implica reciprocidad; la mujer no tiene frente a sí a un hombre, un héroe, un semidiós, sino una pequeña conciencia balbuciente, ahogada en un cuerpo frágil y contingente; el niño no tiene valor alguno, no puede conferir ninguno; frente a él, la mujer está sola; no espera ninguna recompensa a cambio de sus dones, tiene que justificarlos con su propia libertad. Esta generosidad merece las alabanzas que los hombres le dedican incansablemente, pero la estafa empieza cuando la religión de la Maternidad proclama que toda madre es ejemplar. Porque la abnegación materna puede vivirse con una total autenticidad, pero en realidad no suele ser así. En general, la maternidad es una extraña componenda entre el narcisismo, el altruismo, el sueño, la sinceridad, la mala fe, la abnegación, el cinismo. El gran peligro que nuestras costumbres hacen correr al niño es que la madre a quien lo confían atado de pies y manos casi siempre es una mujer insatisfecha: sexualmente es frígida o ansiosa; socialmente se siente inferior al hombre; no tiene control sobre el mundo ni sobre el futuro; tratará de compensar a través del hijo todas estas frustraciones; cuando se entiende hasta qué punto la situación actual de la mujer hace difícil su pleno desarrollo, cuántos deseos, rebeliones, pretensiones, reivindicaciones la ha­ 667 bitan sordamente, da miedo que se dejen en sus manos niños indefensos. Como cuando mimaba y torturaba a sus muñecas, sus conductas son simbólicas, pero estos símbolos son para el niño una dura realidad. Una madre que azota a su hijo no sólo le está pegando a él, en cierto sentido ni siquiera le pega; se venga de un hombre, del mundo, o de ella misma, pero quien recibe los golpes es el niño. Mouloudji expresa muy bien en E nrico este penoso malentendido: Enrico comprende perfectamente que no es a él a quien su madre pega tan locamente; cuando se despierta de su delirio, solloza de remordimiento y de ternura; él no le guarda rencor, pero no deja de estar desfigurado por los golpes. También la madre descrita en L A sphyxie de Violette Leduc, al enfurecerse con la hija se venga del seductor que la ha abandonado, de la vida que la ha humillado y vencido. Siempre se ha conocido este aspecto cruel de la maternidad, pero con un pudor hipócrita se ha desactivado la idea de «mala madre» inventando el tipo de la madrastra: la segunda esposa atormenta al hijo de una «buena madre» difunta. En realidad, Mme Fichini es una madre, exacta contrapartida de la edificante Mme de Fleurville que nos describe la condesa de Segur. Desde Pelo de zanahoria [P oil de carotte] de Jules Renard, se han multiplicado las actas de acusación: Enrico, L ’Asphyxie, La H aine m aternelle de S. de Tervagnes, Una víbora en el pu ñ o [Vipère au p o in g ] de Hervé Bazin. Si los tipos dibujados en estas novelas son un tanto excepcionales, es porque la mayoría de las mujeres reprimen por moralidad y decencia sus impulsos espontáneos, pero no dejan de manifestarse mediante chispazos a través de escenas, bofetadas, insultos, castigos, etc. Junto a las madres francamente sádicas, hay muchas que son sobre todo caprichosas; lo que les gusta es dominar; cuando el bebé es pequeño, es unjuguete; si es niño, se divierten sin escrúpulos con su sexo; si es una niña la convierten en una muñeca; más tarde, quieren que un pequeño esclavo las obedezca ciegamente: vanidosas, exhiben al niño como a un mono sabio; celosas y exclusivas, lo aíslan del resto del mundo. A menudo, la mujer no renuncia a una recompensa por los cuidados que dedica al niño: modela a través de él a un ser imaginario que la reconocerá con gratitud como madre admirable, y en quien ella se reconocerá. Cuando Cornelia al mostrar a sus hijos dice con orgullo: «Éstas son mis joyas» da el ejemplo más nefasto a la posteridad: demasiadas madres viven con la esperanza de repetir algún día ese gesto orgulloso; y no dudan en sacrificar para ello al pequeño individuo de carne y hueso 668 cuya existencia contingente, indecisa, no las satisface. Le imponen que se parezca al marido, o que no se le parezca, o que reencarne a un padre, una madre, un antepasado venerado; imitan un modelo prestigioso: una socialista alemana admiraba profundamente a Lily Braun, cuenta H. Deutsch; la famosa agitadora terna un hijo genial que murió joven; su imitadora se obstinó en tratar a su hijo como futuro genio y el resultado es que se convirtió en un bandido. Esta tiranía inadaptada, peijudicial para el niño, siempre es fuente de decepciones para la madre. H. Deutsch cita otro ejemplo significativo, el de una italiana cuya historia siguió durante varios años: La señora Mazetti teníamuchos hijos y se quejaba sin cesar de dificultades con unos o con otros; pedía ayuda, pero era difícil ayudarla porque se consideraba superior a todo el mundo, sobre todo a su marido y a sus hijos; se conducía con mucha ponderación y altivez fuera de su familia, pero con ella, por el contrario, estaba muy excitada y hacía escenas violentas. Procedía de un medio pobre e inculto y siempre había querido «elevarse»; iba a la escuela nocturna y quizá habría podido satisfacer sus ambiciones si no se hubiera casado a los dieciséis años con un hombre que la atraía sexualmente y que la dejó embarazada. Siguió intentando salir de su medio con clases, etc. El marido era un buen obrero cualificado que reaccionó ante la actitud agresiva y superior de su mujer haciéndose alcohólico; quizá para vengarse, la dejó embarazada muchísimas veces. Separada de su marido, después de un tiempo en el que se resignó a su condición, empezó a tratar a sus hijos de la misma manera que al padre; cuando eran pequeños, estaba satisfecha: estudiaban, tenían buenas notas, etc. Cuando Luisa, la mayor, cumplió los dieciséis años, tuvo miedo de que repitiera su propia experiencia: se volvió tan severa y dura que Luisa, efectivamente, como venganza, tuvo un hijo ilegítimo. Los niños en general seponían de parte de supadre contra su madre, que los hartaba con sus elevadas exigencias morales; no podía relacionarse tiernamente con más de un hijo al mismo tiempo, en el que ponía todas sus esperanzas; luego cambiaba de favorito, sin razón, lo que dejaba a todos celosos y furiosos. Las hijas empezaron a salir con hombres una tras otra, a atrapar la sífilis y a traer a la casa hijos ilegítimos; los muchachos se hicieron ladrones. Lo que la madre no quería comprender es que sus exigencias ideales les habían llevado por ese camino. 669 Esta obstinación educadora y el sadismo caprichoso del que he hablado suelen ir unidos; la madre da como pretexto a sus iras que quiere «formar» al niño; a la inversa, el fracaso de su empresa exacerba su hostilidad. Otra actitud bastante frecuente, que no resulta menos nefasta para el niño, es la abnegación masoquista; algunas madres, para compensar el vacío de su corazón y castigarse por una hostilidad que no se quieren confesar, se convierten en esclavas de su progenitura; cultivan indefinidamente una ansiedad mórbida, no soportan que el niño se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a toda vida personal, lo que les permite hacerse las víctimas; estos sacrificios les sirven para negar al niño toda independencia; esta renuncia suele llevar aparejada una voluntad tiránica de dominio; la mater doloroso, convierte sus sufrimientos en arma que utiliza sádicamente; sus escenas de resignación generan en el niño sentimientos de culpa que a menudo arrastrará toda su vida: son todavía más nocivas que las escenas agresivas. Zarandeado, desconcertado, el niño no encuentra ninguna actitud de defensa: con los golpes o las lágrimas, siempre le denuncian como criminal. La gran excusa de la madre es que el hijo está muy lejos de traerle la feliz realización que le prometieron desde su infancia: le culpa a él del engaño de que ha sido víctima y que denuncia inocentemente. Podía disponer de sus muñecas a placer; cuando ayudaba a una hermana o a una amiga a cuidar de su bebé, era sin responsabilidades. Ahora, la sociedad, su marido, su madre, su propio orgullo le piden cuentas de esta pequeña vida extranjera, como si íuera obra suya: el marido en particular se irrita con los defectos del niño como con una cena quemada o una torpeza de la mujer; sus exigencias abstractas tienen gran peso sobre la relación de la madre con el hijo; una mujer independiente —gracias a su soledad, su indiferencia o su autoridad en el hogar— estará mucho más serena que las sometidas a voluntades de dominio, a las que deben obedecer como sea haciendo obedecer al niño. La gran dificultad es encerrar dentro de los límites previstos una existencia misteriosa como la de los animales, turbulenta y desordenada como las fuerzas naturales, humana sin embargo; no es posible adiestrar en silencio al niño como se adiestra a un perro, ni convencerle con palabras de adulto: él juega con este equívoco respondiendo a las palabras con la animalidad de sus sollozos, de sus convulsiones, y a las limitaciones con la insolencia del lenguaje. El problema que se plantea es apasionante y, cuando tiene oportu- 670 nielad, la madre disfruta en su papel de educadora: tranquilamente instalada en un parque, el niño es todavía una justificación como cuando lo alojaba en su vientre; muchas veces, como sigue siendo más o menos infantil, disfruta haciendo tonterías con él, resucitando los juegos, las palabras, las preocupaciones, las alegrías de tiempos ya lejanos. Cuando lava, cocina, amamanta a otro hijo, va a la compra, recibe visitas y sobre todo cuando se ocupa de su marido, el niño sólo es una presencia inoportuna, abrumadora; no tiene tiempo de «formarlo»; antes tiene que impedir que haga desastres; rompe, desgarra, ensucia, es un peligro constante para los objetos y para él mismo; se agita, grita, habla, hace ruido, vive a su aire; esta vida perturba la de sus padres. Los intereses de ambos no coinciden: de ahí viene el problema. Los padres, que tienen que cargar con él, le infligen sacrificios cuyas razones no comprende; le sacrifican en aras de su tranquilidad y también de su propio futuro. Es natural que se rebele. No comprende las explicaciones que trata de darle su madre: ella no puede penetrar en la conciencia de su hijo; sus sueños, sus fobias, sus obsesiones, sus deseos forman un mundo opaco: la madre sólo puede regular desde fuera, a tientas, a un ser que vive estas leyes abstractas como una violencia absurda. Cuando el niño crece, la incomprensión persiste: entra en un mundo de intereses, de valores de los que la madre ha quedado excluida; frecuentemente la desprecia. El varón en particular, orgulloso de sus prerrogativas masculinas, se burla de las órdenes de una mujer: ella le exige que haga los deberes, pero no es capaz de resolver los problemas que se le presentan, traducir un texto latino; no lo puede «seguir». La madre a veces se excita hasta las lágrimas en esta tarea ingrata cuya dificultad el marido apenas advierte: gobernar a un ser con el que no se comunica y que, sin embargo, es un ser humano; inmiscuirse en una libertad ajena que sólo se define y se afirma en la rebelión contra ella. ^La situación es diferente para una niña; aunque el chico sea más «difícil», la madre en general lo lleva mejor. A causa del prestigio con el que la mujer reviste a los hombres, y también de los privilegios concretos que éstos poseen, muchas mujeres quieren tener hijos. «¡Es maravilloso traer al mundo a un hombre!», dicen; hemos visto que sueñan con engendrar a un «héroe», y el héroe es evidentemente de sexo masculino’ El hijo será un jefe, un conductor de hombres, un soldado, un creador; impondrá su voluntad sobre la faz de la tierra y su madre participará de su in­ 671 mortalidad; las casas que ella no construyó, los países que no ha explorado, los libros que no ha leído, él se los dará. A través de él poseerá el mundo: pero con la condición de que posea a su hijo. De ahí nacen las paradojas de su actitud. Freud considera que la relación de la madre y el hijo varón es la menos ambivalente, pero en realidad, en la maternidad como en el matrimonio y el amor, la mujer tiene una actitud equívoca ante la trascendencia masculina; si su vida conyugal o amorosa le crea hostilidad hacia los hombres, será para ella una satisfacción dominar a un varón reducido a tamaño infantil; tratará con una familiaridad irónica el sexo de pretensiones arrogantes: a veces asustará al niño diciendo que se lo quitarán si no es bueno, Aunque, más humilde y pacífica, respete en su hijo al héroe que vendrá, con el fin de que sea realmente suyo se esfuerza por reducirlo a su realidad inmanente; de la misma forma que trata a su marido como a un niño, trata al hijo como a un bebé. Es demasiado racional, demasiado sencillo creer que desea castrar a su hijo; su sueño es más contradictorio: quiere que sea infinito y que quepa en su puño, que domine el mundo entero arrodillado ante ella. Le estimula para que se muestre cómodo, goloso, generoso, tímido, sedentario, le aparta del deporte, la camaradería, hace que desconfíe de sí, porque quiere tenerlo para ella, pero se decepciona si no se convierte al mismo tiempo en un aventurero, un campeón, un genio del que se pueda enorgullecer. Que su influencia es nefasta en muchos casos —como ha afirmado Montherlant, como ha ilustrado Mauriac en Genitrix— es algo fuera de toda duda. Felizmente para el hijo, puede escapar con bastante facilidad de este dominio: las costumbres, la sociedad le empujan a hacerlo. Y la propia madre se resigna: sabe que la lucha con el hombre es desigual. Se consuela jugando a las mater dolorosa o rumiando el orgullo de haber engendrado a uno de sus vencedores. La niña está en manos de la madre de forma más completa, por lo que las pretensiones de esta última son mayores. Sus relaciones tienen un carácter mucho más dramático. En una hija, la madre no saluda a un miembro de la casta elegida: busca su doble. Proyecta en ella toda la ambigüedad de su relación consigo misma; y cuando se afirma la alteridad de este alter ego, se siente traicionada. Entre la madre y la hija, los conflictos que hemos mencionado adoptan una forma más aguda. Hay mujeres que se sienten bastante satisfechas de su vida y desean reencarnarse en una hija, o al menos la pueden recibir sin 672 decepción; querrán dar a su hija las oportunidades que han tenido, le procurarán una juventud feliz. Colette ha trazado el retrato de una de estas madres equilibradas y generosas; Sido ama a su hija en libertad; la colma sin exigirle nunca nada, porque su felicidad nace de su propio corazón. Es posible que al consagrarse a ese doble en el que se reconoce y se supera, la madre acabe alienándose totalmente en ella; renuncia a su yo, su única preocupación es la felicidad de su hija. Puede mostrarse incluso egoísta y dura con el resto del mundo; el peligro que la amenaza es volverse importuna para la que adora, como Mme de Sevigné lo fue para Mme de Grignan; la hija tratará con mal humor de librarse de una abnegación tiránica; con frecuencia no lo consigue del todo, sigue siendo toda su vida infantil, tímida ante sus responsabilidades, porque la han protegido demasiado. Sobre todo, se trata de una forma masoquista de maternidad que puede tener un peso demasiado fuerte sobre la hija. Algunas mujeres viven su feminidad como una maldición absoluta: desean o reciben a una hija con el placer amargo de reflejarse en otra víctima; al mismo tiempo, se sienten culpables de haberla traído al mundo: sus remordimientos, la lástima que sienten a través de su hija por ellas mismas se traducen en ansiedades infinitas; no dejan dar a la niña ni un paso, duermen en la misma cama que ella durante quince o veinte años: la niña queda aniquilada por el luego de esta pasión inquieta. La mayoría de las mujeres reivindican y detestan al mismo tiempo su condición femenina; la viven llenas de resentimiento. La repugnancia que sienten por su sexo podría incitarlas a dar a sus hijas una educación viril; pero no suelen ser tan generosas. Irritada por haber engendrado a una mujer, la madre la acoge con esta maldición equívoca: «Serás mujer.» Espera rescatar su inferioridad convirtiendo a aquella que ve como su doble en una criatura superior; tiende también a infligirle la tara que sufre ella misma. A veces trata de imponerle exactamente su propio destino: «Lo que ha sido bueno para mí, lo será también para ti; así me han educado, compartirás mi suerte.» A veces, por el contrario, le impide violentamente que se le parezca: quiere que su experiencia tenga sentido, es una forma de tomar la revancha. La mujer de vida galante mete a su hija en un convento, la ignorante hace que se instruya. En L’Asphyxie, la madre que ve en su hija la consecuencia detestada de un pecado de juventud, le dice con furor: 673 Trata de entenderlo. Si te pasara algo parecido, renegaría de ti. Yo no sabía nada. ¡El pecado! ¡El pecado no quiere decir nada! Si te llama un hombre, no acudas. Sigue tu cam ino. . N o mires atrás. ¿M e oyes? Ya estás avisada, no te puede pasar a ti, y si te pasara, no tendría ninguna piedad, te dejaría en el arroyo. Hemos visto que la señora Mazetti, a fuerza de querer evitar a su hija el error que había cometido ella, la empuja a él. Stekel cuenta un caso complejo de «odio materno» hacia una hija: Conocí a una madre que desde su nacimiento no podía soportar a su cuarta hija, una criaturita encantadora y buena... La acusaba de haber heredado todos los defectos de su marido... La niña había nacido en un m om ento en que otro hombre la cortejaba, un poeta del que había estado apasionadamente enamorada; esperaba que — com o en Las afinidades electivas de Goethe— la niña tendría los rasgos del hombre amado. Pero desde su nacimiento se parecía a su padre. Adem ás, la madre veía en esta hija su propio reflejo: el entusiasmo, la dulzura, la devoción, la sensualidad. Hubiera querido ser fuerte, inflexible, dura, casta, enérgica. En la niña se detestaba m ucho m ás de lo que detestaba a su marido. Cuando la niña crece, aparecen los verdaderos conflictos; ya hemos visto que desea afirmar su autonomía contra su madre: a los ojos de la madre, es un rasgo de ingratitud odiosa; se obstina en dominar esta voluntad que se le escapa; no acepta que su doble se convierta en otra. El placer que encuentra el hombre en las mujeres, el de sentirse un ser absolutamente superior, la mujer sólo lo vive con sus hijos, y sobre todo con sus hijas; se siente frustrada si tiene que renunciar a sus privilegios, a su autoridad. Madre apasionada o madre hostil, la independencia de la hija acaba con sus esperanzas. Está doblemente celosa: del mundo que le arrebata a su hija, de su hija, que al conquistar una parte del mundo, se la roba a ella. Estos celos se dirigen primero a las relaciones de la hija con su padre; a veces, la madre la utiliza para atar al marido al hogar; en caso de fracaso, siente despecho, pero si su maniobra tiene éxito, es fácil que se reavive en forma inversa su complejo infantil: se irrita con su hija, como antes se irritó con su propia madre; pone mala cara, se considera abandonada e incomprendida. Una francesa, casada con un extranjero que amaba mucho a sus hijas, dijo un día llena de ira: «¡Estoy harta de vivir con metecos!» 674 A menudo, la mayor, favorita del padre, es la más sometida a la persecución materna. La madre la abruma con tareas ingratas, exige de ella una seriedad por encima de su edad: ya que es una rival, la tratará como a una adulta; le enseñará también que «la vida no es un cuento de hadas, no es de color de rosa, no se puede hacer lo que se quiera, no hemos venido al mundo a divertirnos...». Con frecuencia, la madre abofetea a la hija por cualquier cosa, simplemente «para que aprenda»; quiere demostrarle principalmente que sigue mandando ella, porque lo que más la molesta es que no tiene ninguna superioridad real que oponer a una niña de once o doce años: ya puede realizar perfectamente las tareas domésticas, es una «mujercita»; tiene una vivacidad, una curiosidad^ una lucidez que la hacen superior en muchos aspectos a las mujeres adultas. La madre quiere reinar sin rivales en su universo femenino; quiere ser única, insustituible; y de repente, su joven ayudante la reduce a la pura generalidad de su función. Riñe duramente a su hija si tras dos días de ausencia encuentra la casa desordenada, pero se la come la rabia si resulta que la vida familiar ha continuado perfectamente sin ella. No acepta que su hija se convierta realmente en doble, en sustituto de ella misma. No obstante, le resulta mucho más intolerable que se afirme francamente como otra. Detesta sistemáticamente a las amigas que busca su hija como ayuda contra la opresión familiar, que «le calientan la cabeza»; las critica, prohíbe a su hija que las vea con demasiada frecuencia o incluso, con el pretexto de su «mala influencia», le prohíbe radicalmente verlas. Toda influencia que no sea la suya es mala; siente una animosidad particular hacia las mujeres de su edad —profesoras, madres de amigas— hacia las que la niña dirige su afecto; declara que se trata de sentimientos absurdos o malsanos. A veces basta para sacarla de sus casillas la alegría, la inconsciencia de los juegos y las risas de la niña; es más fácil que se las perdone a un hijo; ellos gozan del privilegio masculino, es natural, ella ha renunciado desde hace tiempo a una competición imposible. ¿Por qué otra mujer iba a gozar de ventajas que a ella se le niegan? Presa en las redes de la seriedad, envidia todas las ocupaciones y las diversiones que arrancan a la niña del aburrimiento del hogar: esta evasión cuestiona los valores por los que se ha sacrificado. Cuanto más crece, más se corroe de resentimiento el corazón materno; cada año acerca a la madre a su declive; de año en año, el cuerpo juvenil se afirma, se desarrolla; este futuro que se abre ante su hija le parece a la madre que se lo roba; de ahí 675 viene la irritación de algunas mujeres cuando sus hijas tienen sus primeras reglas: les produce resentimiento ver a sus hijas consagradas como mujeres. A esta recién llegada, se le abren posibilidades todavía indefinidas, al contrario de la repetición y la rutina que tuvieron sus mayores; la madre envidia y detesta estas oportunidades; al no poder hacerlas suyas, trata de rebajarlas, de suprimirlas; mantiene a la hija en casa, la vigila, la tiraniza, la lleva hecha un adefesio, le niega cualquier diversión, le dan ataques furiosos de ira si la adolescente se maquilla, si «sale»; todo su rencor hacia la vida, lo vuelve contra esta joven vida que se lanza hacia un futuro nuevo; trata de humillar a la muchacha, pone en ridículo sus iniciativas, la trata mal. Muchas veces se declara entre ellas una lucha abierta y normalmente gana la más joven, porque el tiempo trabaja en su favor; pero su victoria tiene el sabor de la falta, porque la actitud de su madre provoca en ella rebeldía y remordimiento; la mera presencia de la madre la convierte en culpable; ya hemos visto que este sentimiento puede hipotecar gravemente su futuro. La madre acaba aceptando la derrota de grado o por fuerza; cuando su hija llega a adulta, se restablece entre ellas una amistad más o menos tormentosa. Sin embargo, una vivirá para siempre decepcionada, frustrada; la otra se creerá perseguida por una maldición. Volveremos a ver las relaciones que mantienen las madres mayores con sus hijos adultos, pero evidentemente, durante los primeros veinte años ocupan un lugar especial en la vida de su madre. En la descripción que acabamos de hacer se pone claramente de relieve la peligrosa falsedad de dos prejuicios habitualmente aceptados. El primero es que la maternidad es suficiente para colmar a una mujer: no es así. Hay muchas madres desgraciadas, amargadas, insatisfechas. El ejemplo de Sofía Tolstoi, que parió más de doce veces, es significativo; no deja de repetir a lo largo de su diario que todo le parece inútil y vacío en el mundo y en ella misma. Los hijos le procuran una especie de paz masoquista. «Con los hijos, ya no tengo la sensación de ser joven. Estoy tranquila y feliz.» Renunciar a su juventud, a su belleza, a su vida personal, le aporta algo de paz; se siente vieja, justificada. «La sensación de serles indispensable me produce gran felicidad.» Son un arma que le permite rechazar la superioridad de su marido. «Mis únicos recursos, mis únicas armas para restablecer la igualdad entre nosotros, son los hijos, la energía, la alegría, la salud...» Y no son suficientes para dar un sentido a una existencia 676 corroída por el aburrimiento. El 25 de enero de 1905, tras un momento de exaltación, escribe: Yo también lo quiero y lo puedo todo18. Y cuando pasa esta sensación, com pm ebo que no quiero y no puedo nada, nada que no sea cuidar bebés, comer, beber, dormir, amar a mi marido y a m is hijos, lo que en definitiva debería ser la felicidad, pero m e deja triste y, com o ayer, m e da ganas de llorar. Y once años más tarde: M e consagro enérgicamente con un ardiente deseo de hacer las cosas bien a la educación de los hijos. ¡Dios mío! ¡Qué impaciente soy, qué irascible, cóm o grito!... ¡Qué triste es la lucha eterna con los niños! La relación de la madre con sus hijos se define en el seno de la forma global que es su vida; depende de sus relaciones con su marido, con su pasado, con sus ocupaciones, con ella misma; es un error tan nefasto como absurdo pretender ver en el hijo una panacea universal. H. Deutsch llega a la misma conclusión en la obra que he citado varias veces y en la que estudia a través de su experiencia de psiquiatra los fenómenos de la maternidad. Da a esta función un lugar muy elevado; piensa que con ella la mujer se realiza totalmente, pero con la condición de que esté libremente asumida y sinceramente deseada; la mujer tiene que estar en una situación psicológica, moral y material que le permita soportar su carga; si no las consecuencias serán desastrosas. En particular, es criminal aconsejar un hijo como remedio para las melancólicas o las neuróticas; es hacer desgraciados al hijo y a la madre. Sólo la mujer equilibrada, sana, consciente de sus responsabilidades, es capaz de ser una «buena madre». He dicho que la maldición que pesa sobre el matrimonio es que con demasiada frecuencia los individuos se unen desde sus debilidades, y no desde sus fortalezas, que ambos piden al otro en lugar de quererle dar. El engaño es todavía más frustrante si se trata de alcanzar gracias al hijo una plenitud, un calor, un valor que no hemos sabido crear nosotros mismos; sólo aporta alegrías a la mujer capaz de desear desinteresadamente la felicidad del otro, la que sin limitarse a su persona trata de superar su propia existen­ 18 La cursiva es de S. Tolstoi. 677 cia. El hijo es lina empresa que constituye un destino válido, pero no más que cualquier otra, y no constituye unajustificación en sí; tiene que desearse por ella misma, no en busca de hipotéticos beneficios. Stekel dice acertadamente: Los hijos no son un sucedáneo del amor; no sustituyen una vida rota; no son un material destinado a llenar el vacío de nuestras vidas; son una responsabilidad y un pesado deber; son los frutos más generosos del amor libre. N o son ni juguete de los padres, ni realización de su necesidad de vivir, ni sucedáneos de sus am biciones insatisfechas. Los hijos son una obligación de criar seres felices. Esta obligación no tiene nada de natural: la naturaleza no podría dictar una conducta moral, que implica un compromiso. Engendrar es asumir un compromiso; si la madre luego lo olvida, comete una falta contra una existencia humana, contra una libertad; pero es algo que nadie puede imponer La relación de los padres con los hijos, como la relación entre esposos, debería ser libremente deseada. Ni siquiera es cierto que el hijo sea para la mujer la mejor forma de realizarse; se suele decir de una mujer que es coqueta, enamoradiza, o lesbiana, o ambiciosa «al no haber tenido hijos»; su vida sexual, los valores que persigue parecen ser sucedáneos del hijo. En realidad, la indeterminación es anterior: se puede decir también que una mujer desea un hijo por falta de amor, falta de ocupación, por no poder saciar sus tendencias homosexuales. Bajo este seudonaturalismo se oculta una moral social y artificial. Que el hijo sea el fin supremo de la mujer es una afirmación que no tiene más valor que el de un eslogan publicitario. El segundo prejuicio que se deduce inmediatamente del primero es que el hijo encuentra una felicidad segura entre los brazos matemos. No puede haber madres «desnaturalizadas», porque el amor materno no tiene nada de natural, pero precisamente por eso existen las malas madres. Una de las grandes verdades que ha proclamado el psicoanálisis es el peligro que constituyen para el niño los padres «normales». Los complejos, las obsesiones, las neurosis que sufren los adultos tienen su raíz en su pasado familiar; los padres que tienen sus propios conflictos, sus disputas, sus dramas, son para el niño la compañía menos deseable. Profundamente marcados por la vida del hogar paterno, abordan 678 su propia procreación a través de complejos y de frustraciones, perpetuando hasta el infinito esta cadena de miserias. En particular, el sadomasoquismo materno crea en la hija un sentimiento de culpa que se traducirá en conductas sadomasoquistas con sus hijos, como una rueda sin fin. Existe una mala fe extravagante que pretende conciliar el desprecio que se siente por las mujeres y el respeto con el que se rodea a las madres. Es una paradoja criminal negar a la mujer toda actividad pública, cerrarle las carreras masculinas, proclamar su incapacidad a los cuatro vientos y confiarle la empresa más delicada, la más grave que pueda existir: la formación de un ser humano. A muchas mujeres, por las costumbres, la tradición, se les niega la educación, la cultura, las responsabilidades, las actividades que son un privilegio de los hombres, pero sin embargo se les ponen sin ningún escrúpulos hijos entre los brazos, como antes se las consolaba de su inferioridad respecto a los chicos con una muñeca; se les impide vivir, y como compensación tienen permiso para jugar con muñecos de carne y hueso. La mujer tendría que ser totalmente feliz, o bien ser una santa, para resistirse a la tentación de abusar de sus derechos. Montesquieu tenía quizá razón cuando decía que sería mejor confiar a las mujeres el gobierno del Estado que el de una familia; en cuanto se le da la ocasión, la mujer es tan razonable, tan eficaz como un hombre: en el pensamiento abstracto, en la acción concertada supera con mucha facilidad su sexo; le resulta mucho más difícil, actualmente, librarse de su pasado de mujer, encontrar un equilibrio afectivo que en su situación nada favorece. El hombre también es mucho más equilibrado y racional en su trabajo que en el hogar; calcula con una precisión matemática, pero se vuelve ilógico, mentiroso, caprichoso cerca de la mujer, con la que «se deja llevar», como también ella «se deja llevar» con el niño. Este abandono es más peligroso, porque ella se puede defender mejor de su marido de lo que el niño se puede defender de ella. Sería evidentemente deseable, en bien del niño, que su madre fuera una persona completa y no mutilada, una mujer que encontrara en su trabajo, en su relación con la sociedad, una autorrealización, que no trataría de alcanzar tiránicamente a través de él; sería también deseable que estuviera infinitamente menos abandonado a sus padres de lo que lo está ahora, que sus estudios, sus distracciones se desarrollaran junto con otros niños, bajo el control de adultos que sólo tuvieran con él relaciones impersonales y puras. 679 Incluso en los casos en los que el niño aparece como una riqueza en el seno de una vida feliz, o cuando menos equilibrada, no puede limitar el horizonte de su madre. No la arranca a su inmanencia; ella construye su carne, lo alimenta, lo cuida, pero sólo puede crear una situación de hecho que corresponde a la sola libertad del niño superar; cuando la mujer apuesta por su futuro, se trasciende por poderes a través del universo y del tiempo, es decir, una vez más se abandona a la dependencia. No sólo la ingratitud, sino también el fracaso de su hijo serán la negación de todas sus esperanzas: como en el matrimonio y el amor, pone en manos ajenas lajustificación de su vida, cuando la única conducta auténtica es asumirla libremente. Hemos visto que la inferioridad de la mujer venía originariamente de que se limitaba a repetir la vida, mientras que el hombre inventaba razones de vivir, a sus ojos más esenciales que la pura facticidad de la existencia; encerrar a la mujer en la maternidad sería perpetuar esta situación. Ahora ella exige participar en el movimiento por el que la humanidad trata incesantemente de justificarse superándose; sólo puede aceptar dar la vida si la vida tiene un sentido; no puede ser madre si no trata de desempeñar un papel en la vida económica, política, social. No es lo mismo engendrar carne de cañón, esclavos, víctimas u hombres libres. En una sociedad adecuadamente organizada, que se hiciera cargo en gran medida del niño, en la que se cuidara y ayudara a la madre, la maternidad no sería totalmente irreconciliable con el trabajo femenino. Todo lo contrario: la mujer que trabaja —agricultora, química o escritora— tiene embarazos más fáciles porque no se queda fascinada con su propia persona; la mujer que tiene una vida personal más rica dará más cosas al niño y le pedirá menos; la que adquiere con esfuerzo, con lucha, conocimiento de los verdaderos valores humanos, será la mejor educadora. Si a la mujer, actualmente, le cuesta un esfuerzo conciliar una profesión, que la retiene durante horas fuera del hogar y que devora todas sus fuerzas, con el interés de sus hijos, es porque, por una parte, el trabajo femenino sigue siendo en muchos casos una esclavitud; por otra parte, no se ha hecho ningún esfuerzo para ocuparse del cuidado, la vigilancia, la educación de los hijos fuera del hogar. Se trata de una carencia social, pero es un sofismajustificarla pretendiendo que una ley inscrita en el cielo o en las entrañas de la tierra exige que la madre y el hijo se pertenezcan exclusivamente el uno al otro; esta pertenencia mutua sólo es en realidad una doble y nefasta opresión. 680 Es una falacia pretender que la mujer se convierte por la maternidad en la igual concreta del hombre. Los psicoanalistas se han esforzado muchísimo en demostrar que el hijo le aportaba un equivalente del pene, pero por muy envidiable que sea este atributo, nadie pretende que su mera posesión puedajustificar una existencia, ni que sea en sí un fin supremo. También se ha hablado mucho de los derechos sagrados de la mujer, pero como madres no van a conquistar el derecho al voto; se sigue despreciando a las madres solteras; sólo en el matrimonio se glorifica a la mujer, es decir, mientras está subordinada a su marido. Mientras este último siga siendo el jefe económico de la familia, aunque ella se ocupe más de los hijos, dependerán mucho más de él que de ella. Por esta razón, ya lo hemos visto, la relación de la madre con los hijos está estrechamente condicionada por la que mantiene con su esposo. De esta forma, las relaciones conyugales, la vida doméstica, la maternidad, forman un conjunto en el que todos los momentos están relacionados; si está tiernamente unida a su marido, la mujer puede llevar alegremente las cargas del hogar; si es feliz con sus hijos, será indulgente con su marido. Sin embargo, esta armonía no es fácil de realizar, porque las diferentes funciones que le corresponden a la mujer no combinan bien entre ellas. La prensa femenina enseña profesamente al ama de casa el arte de conservar su atractivo sexual mientras lava los platos, de seguir elegante durante el embarazo, de conciliar coquetería, maternidad y ahorro, pero la que se obligue a seguir con precisión estos consejos pronto quedará descompuesta y desfigurada por las preocupaciones; es complicado seguir siendo deseable con las manos agrietadas y el cuerpo deformado por las maternidades; por esta razón, una mujer enamorada siente a veces rencor por sus hijos que arruinan su seducción y la privan de las caricias de su marido; si es profundamente madre, está celosa del hombre que reivindica también los hijos como suyos. Por otra parte, el ideal doméstico, ya lo hemos visto, va contra el movimiento de la vida, el hijo es enemigo de los suelos encerados. El amor materno se pierde a menudo en reprimendas y cóleras dictadas por el deseo de llevar la casa como es debido. No es extraño que la mujer que se debate entre estas contradicciones pase sus días entre el nerviosismo y la acritud; siempre hace agua por algún lado y sus ganancias son precarias, no se inscriben en ningún progreso seguro. No se puede salvar a través de su trabajo, porque le ocupa, pero no es una 681 justificación: descansa en libertades ajenas. La mujer encerrada en el hogar no puede fundamentar su existencia; no tiene medios para afirmarse en su singularidad, y por consiguiente esta singularidad no se le reconoce. Entre los árabes, los indios, en muchas poblaciones rurales, la mujer sólo es una hembra doméstica que se aprecia en función del trabajo que realiza y que se sustituye sin problemas cuando desaparece. En la civilización moderna, está más o menos individualizada a los ojos de su marido, pero a menos que renuncie totalmente a su yo, que se sumeija como Natacha en una abnegación apasionada y tiránica hacia su familia, vivirá mal el estar reducida a su pura generalidad. Es el ama de casa, la esposa, la madre única e indiferenciada; Natacha se complace en esta aniquilación soberana y, rechazando toda confrontación, niega a los otros. La mujer occidental moderna desea, por el contrario, que los otros se fijen en ella como esta ama de casa, esta esposa, esta madre, esta mujer. Es la satisfacción que buscará en su vida social. 682 Capítulo VH La vida de sociedad La familia no es una comunidad cerrada sobre sí misma: más allá de su separación establece una comunicación con otras células sociales; el hogar no es sólo un «interior» en el que se confina la pareja; es también la expresión de su nivel de vida, de su fortuna, de sus gustos: debe ser exhibido ante los ojos de los demás. Principalmente, es la mujer la que organiza esta vida mundana. El hombre está unido a la sociedad, como productor y ciudadano, por los vínculos de una solidaridad orgánica basada en la división del trabajo; la pareja es una persona social definida por la familia, la clase, el medio, la raza a la que pertenece, unida por unos vínculos de solidaridad mecánica con los grupos que están situados socialmente de forma análoga; la mujer es quien la puede encamar con mayorpureza: las relaciones profesionales del marido no siempre coinciden con la afirmación de su valor social; sin embargo, la mujer, al no exigírsele ningún trabajo, puede dedicarse a visitar a sus pares; además, tiene tiempo para ocuparse en estas «visitas» y estas «recepciones», relaciones prácticamente inútiles que, por supuesto, sólo tienen importancia en las categorías aplicadas en mantener su rango en una jerarquía social, es decir, que se consideran superiores a otras. Encuentra un especial placer en exhibir su casa, su imagen misma, que el marido y los hijos no ven porque la tienen demasiado cerca. Su deber mundano, que es «representan), se eonfimdirá con el placer que encuentra en mostrarse. Primero tiene que representarse a ella misma; en la casa, dedicada a sus ocupaciones, lleva ropa encima; para salir, para reci- 683 bir, se «viste». El arreglo tiene un doble carácter: está destinado a manifestar la dignidad social de la mujer (su nivel de vida, su fortuna, el medio al que pertenece), pero al mismo tiempo manifiesta el narcisismo femenino: es un uniforme y un adorno; a través de él, la mujer que sufre por no hacer nada, cree expresar su ser. Ocuparse de su belleza, vestirse, es como un trabajo que le permite apropiarse de su persona como se apropia de su hogar con el trabajo doméstico; su yo parece entonces elegido y recreado por ella misma. Las costumbres la incitan a alienarse así en su imagen. La ropa del hombre, como su cuerpo, debe expresar su trascendencia y no atraer las miradas1; para él, ni la elegancia ni la belleza consisten en convertirse en objeto; tampoco considera normalmente su apariencia como un reflejo de su ser. Por el contrario, la sociedad misma pide a la mujer que se convierta en objeto erótico. El objetivo de las modas a las que está sometida no es revelarla como un individuo autónomo, sino apartarla de su trascendencia para ofrecerla como presa a los deseos masculinos: no se trata de facilitar sus proyectos, sino de obstaculizarlos. La falda es menos cómoda que el pantalón, con zapatos de tacón muy alto es más difícil caminar; los vestidos y los zapatos menos prácticos, los sombreros y las medias más frágiles son los más elegantes; la ropa puede disfrazar el cuerpo, deformarlo o moldearlo, en cualquier caso lo libra a las miradas. Por esta razón, arreglarse es unjuego fascinante para las niñas que se desean contemplar; más adelante, su autonomía infantil se rebela contra el estorbo de las muselinas claras y los zapatos de charol; en la edad ingrata está dividida entre el deseo de exhibirse y su contrario; cuando ha aceptado su vocación de objeto sexual, le encanta adornarse. Con el adorno, ya lo hemos dicho2, la mujer se asimila a la naturaleza, prestándole además la necesidad de artificio; se convierte para el hombre en flor y gema, y también lo es para ella misma. Antes de darle las ondulaciones del agua, la suave calidez de las pieles, se las apropia. Más íntimamente que sus recuerdos, sus al­ 1 Véase yol. I. Hay una excepción en los pederastas, que precisamente se perciben como objetos sexuales; también en los «dandies», que habría que estudiar aparte. Actualmente, por ejemplo, el «zoot suitism» de los negros americanos, que se visten con ropa muy clara de corte llamativo, se explica por razones muy complejas. 2 Véase vol.I. 684 fombras, sus cojines, sus flores, posee sus plumas, perlas, brocados, sedas, que mezcla con su carne; su aspecto acariciador, su tierno contacto, compensan la dureza del universo erótico que le ha tocado vivir: cuanto más insatisfecha está su sensualidad, más precio les da. Si muchas lesbianas se visten virilmente, no es sólo por imitación de los hombres y desafío a la sociedad: no necesitan las caricias del terciopelo y del raso porque poseen en un cuerpo femenino sus cualidades pasivas3. La mujer abocada a las duras relaciones con los hombres —aunque encuentre placer en ellas, y mucho más si no lo encuentra— no puede hacerse con más presa camal que su propio cuerpo: lo perfuma para transformarlo en flor y el brillo de los diamantes que luce en su cuello no se distingue del de su piel; con el fin de poseerlas, se identifica con todas las riquezas del mundo. No sólo desea los tesoros sensuales, sino a veces también los valores sentimentales, ideales. Una joya es un recuerdo, otra un símbolo. Hay mujeres que se convierten en ramillete, en pajarera; otras son museos, otras jeroglíficos. Georgette Leblanc nos dice en sus memorias, cuando evoca sus años de juventud: Siempre estaba vestida com o un cuadro. M e paseaba de Van Eyck, de alegoría de Rubens o de Virgen de M em ling. M e veo todavía, cruzando una calle de Bruselas un día de invierno con un vestido de terciopelo amatista, realzado con galones antiguos plateados tom ados de alguna casulla. Arrastrando una larga cola, que m e habría parecido despreciable atender, barría concienzudam ente las aceras. M i toca de piel amarilla enmarcaba m is cabellos rubios, pero lo m ás insólito era el diamante colocado en el centro de m i frente. ¿Por qué? Sim plem ente porque m e gustaba y así creía vivir al margen de todos los convencionalism os. Cuanto m ás se reían a m i paso, más invenciones burlescas era capaz de encontrar. M e habría dado vergüenza transformar algo en m i aspecto porque se burlaran de m í. M e hubiera parecido una rendición degradante... En m i casa era también diferente. Los ángeles de G ozzoli, de Fra A ngélico, los B u m e Jones y los Watts eran m is m odelos. Siempre estaba vestida de azul y aurora; m is vestidos am plios se desplegaban en colas m últiples a m i alre­ dedor. 3 Sandor, cuyo caso relata Kraft-Ebing, adoraba a las mujeres bien vestidas, pero ella no se «vestía». 685 En los manicomios encontramos los ejemplos más hermosos de esta apropiación mágica del universo. La mujer que no controla su amor por los objetos preciosos y los símbolos olvida su propia imagen y puede llegar a vestirse de forma extravagante. Las niñas más pequeñas ven en la ropa sobre todo un disfraz que las transforma en hadas, reinas o flores; se creen bellas cuando están cargadas de guirnaldas y lazos porque se identifican con esos oropeles maravillosos; enamorada del color de una tela, la muchacha ingenua no observa el tono mortecino que refleja en su cara; encontramos también este mal gusto generoso en los adultos artistas o intelectuales más fascinados por el mundo exterior que conscientes de su propia imagen: enamoradas de tejidos pasados, de joyas antiguas, están encantadas de evocar la China o la Edad Media y sólo echan al espejo un vistazo rápido o propicio. Son también llamativos los curiosos atavíos con los que se complacen las mujeres mayores: diademas, puntillas, vestidos llamativos, collares barrocos, concentran desgraciadamente la atención en sus rasgos devastados por los años. Es porque, al haber renunciado a seducir, el arreglo se ha convertido para ellas en un juego gratuito como en su infancia. Una mujer elegante, por el contrario, puede buscar en su aspecto placeres sensuales o estéticos, pero tiene que conciliarios con la armonía de su imagen: el color de su vestido realzará el color de su tez, el corte destacará o rectificará su silueta; lo que le complace es su propia imagen arreglada, y no los objetos que la adornan. El arreglo no es sólo un adomo; ya hemos dicho que expresa la situación social de la mujer. Sólo la prostituta, cuya función es exclusivamente la de objeto erótico, debe manifestarse en este único aspecto; como antiguamente su cabello color azafrán y las flores salpicadas por su vestido, ahora los tacones altos, los rasos ajustados, el maquillaje violento, los perfumes densos anuncian su profesión. Cualquier otra mujer que se arregle así será acusada de «vestirse como una cualquiera». Sus virtudes eróticas están integradas en la vida social y sólo deben aparecer en esta forma suavizada. Hay que destacar no obstante que la decencia no consiste en vestirse con un pudor riguroso. Una mujer que despierte con demasiada claridad el deseo masculino no es muy recomendable, pero tampoco lo es la que parece repudiarlo: se piensa que se quiere masculinizar, es una lesbiana; o singularizarse, es una excéntrica; o rechaza su papel de objeto, desafía a la sociedad, es una anarquista. Si no quiere llamar la atención, tiene que eonser- 686 var su feminidad. La relación entre el exhibicionismo y el pudor depende de las costumbres; la «mujer honrada» debe ocultar unas veces el pecho y otras el tobillo; unas veces lajovencita tiene derecho a destacar sus encantos para atraer a los pretendientes, mientras que la mujer casada renuncia a gustar: tal es la costumbre en muchas civilizaciones rurales; otras veces se impone a las jovencitas el traje vaporoso, de colores pastel y corte discreto, mientras que sus mayores tienen derecho a vestidos ceñidos, tejidos cargados, colores ricos, cortes provocadores; en un cuerpo de dieciséis años el negro llama la atención porque en esa edad la regla es no usarlo4. Por supuesto, hay que plegarse a estas leyes, pero en todo caso, incluso en los medios más austeros, siempre se destaca el carácter sexual de la mujer: la mujer de un pastor protestante se ondula el pelo, se maquilla ligeramente, sigue la moda con discreción, marcando con su preocupación por su aspecto físico que acepta su papel de hembra. Esta integración del erotismo en la vida social es especialmente evidente en el «traje de noche». Para representar que hay una fiesta, es decir, lujo y despilfarro, deben ser vestidos costosos y frágiles; tienen que ser lo más incómodos posible; las faldas son largas y tan anchas o tan estrechas que impiden caminar; bajo las joyas, los volantes, las lentejuelas, las flores, las plumas, los postizos, la mujer se transforma en muñeca de carne; esta carne también se exhibe; como gratuitamente se abren las flores, la mujer despliega sus hombros, su espalda, su pecho; salvo en las orgías, el hombre no debe indicar que la desea: sólo tiene derecho a las miradas y al contacto de la danza, pero puede sentirse fascinado por ser el rey de un mundo que encierra tesoros tan tiernos. De hombre a hombre, la fiesta adopta la imagen de un potlatch; cada uno ofrece como regalo a todos los demás la visión de este cuerpo que le pertenece. En traje de noche, la mujer está disfrazada de mujer para placer de todos los hombres y orgullo de su propietario. Este significado social de la apariencia permite a la mujer expresar con su forma de vestir su actitud ante la sociedad; sometida al orden establecido, se dota de una personalidad discreta y de buen tono; son posibles muchos matices: será frágil, infantil, mis­ 4 En una película, estúpida por otra parte, situada en jel siglo pasado, Bette Davis escandalizaba llevando al baile un vestido rojo, cuando lo que se usaba era el blanco hasta el momento de la boda. Su acto se consideraba como una rebelión contra el orden establecido. 687 teriosa, cándida, austera, alegre, comedida, algo atrevida, discreta; como prefiera. Por el contrario, puede afirmar con su originalidad su rechazo de los convencionalismos. Es significativo que en muchas novelas la mujer «liberada» se singularice por un aspecto audaz que destaca su carácter de objeto sexual, es decir, su dependencia: por ejemplo, en La edad de la inocencia, de Edith Wharton, la joven divorciada de pasado tormentoso, de corazón audaz, se presenta al principio como exageradamente escotada; el estremecimiento de escándalo que suscita le devuelve el reflejo tangible de su desprecio por el conformismo. Así pues, la jovencita querrá vestirse de mujer, la mujer mayor vestirse de niña, la cortesana de mujer mundana y esta última de vampiresa. Aunque cada una se vista de acuerdo con su condición, el juego siempre está presente. El artificio, como el arte, se sitúa en un nivel imaginario. La faja, el sujetador, los tintes, los maquillajes no son los únicos elementos que disfrazan el cuerpo y el rostro; incluso la mujer menos sofisticada, cuando está «vestida» no se ofrece a la percepción; es como el cuadro, la estatua, como el actor en el escenario, un analogon a través del cual se sugiere un sujeto ausente que es su personaje, pero que no es ella. Esta confusión con un objeto irreal, necesario, perfecto como un personaje de novela, como un retrato o un busto, es lo que la halaga; se esfuerza por alienarse en él y aparecer ante ella misma petrificada, justificada. Así es como a través de los Escritos íntimos de Marie Bashkirtseffla vemos de página en página multiplicar incansablemente su imagen. No nos ahorra ninguno de sus vestidos: cada vez que se arregla, se cree otra persona y se adora de nuevo. He cogido un chal grande de mamá, he hecho un agujero para la cabeza y he cosido los dos costados. Este chal que cae enpliegues clásicos me da un aire oriental, bíblico, extraño. Voy a «Laferriére» y en tres horas Caroline me hace un vestido en el que parezco envuelta en una nube. Es una pieza de crep inglés que cae en pliegues sobre mi cuerpo, haciéndome parecer delgada, elegante, larga. Envueltaenunvestido de lana cálidadepliegues armoniosos, una imagen de Lefebvre, que sabe dibujar tan bien estos cuerpos flexibles yjóvenes en sus púdicos chapeados. La expresión se repite día tras día: «Estaba encantadora de negro... De gris estaba encantadora... Iba de blanco, encanta­ dora.» 688 Mme de Noailles, que también daba mucha importancia a su aspecto, evoca con tristeza en sus memorias el drama de un traje fallido. M e gustaba la vivacidad de los colores, su contraste audaz, un vestido m e parecía un paisaje, un trato con el destino, una promesa de aventuras. En el m omento de ponerme el vestido ejecutado por manos dubitativas, sufría a medida que se m e revelaban todos sus defectos. Si el aspecto tiene para muchas mujeres una importancia considerable, es porque le libra ilusoriamente el mundo y su propio yo. Una novela alemana, Das Kunstseidne Mädchen5, relata la pasión de una jovencita pobre por un abrigo de petigrís; ama sensualmente su calidez acariciadora, su ternura tupida; bajo las pieles preciosas, se ama a ella misma, transfigurada; posee por fin la belleza del mundo que nunca había acariciado y el destino radiante que nunca había sido el suyo. He visto un abrigo espléndido colgado de una percha, una piel tan blanda, tan suave, tan tierna, tan gris, tan tímida: m e daban ganas de abrazarlo de tanto com o lo amaba. Tenía un aire de consuelo y de Todos los Santos y de seguridad com pleta, com o un cielo. Era petigrís de verdad. Silenciosam ente, m e quité el impermeable y m e puse el petigrís. Esta piel era com o un diamante para mi piel, que lo amaba, y lo que se ama no se devuelve cuando se ha conseguido. En el interior, un forro de crep marroquén, pura seda, bordado a mano. El abrigo m e envolvía y hablaba más que yo al corazón de Hubert... Estoy tan elegante con este abrigo. Es com o un hombre poco corriente que m e hiciera preciosa a través de su amor por mí. Este abrigo m e quiere y yo lo quiero: nos tenemos. Ya que la mujer es un objeto, es comprensible que la forma en que se viste y se adorne modifique su valor intrínseco. No es pura futilidad que dé tanta importancia a las medias de seda, los guantes, un sombrero: mantener su rango es una obligación imperativa. En Estados Unidos, una parte enorme del presupuesto de la trabajadora está consagrado a los cuidados de belleza y a la ropa; en Francia, esta carga es menos pesada; no obstante, la mujer 5 I. Keim. 689 goza de más respeto cuando tiene más «representación»; cuanta más necesidad tenga de encontrar un trabajo, más útil le resultará tener un aspecto acomodado: la elegancia es un arma, una enseña, una forma de respeto, una carta de recomendación. Es una servidumbre; los valores que confiere se pagan, y tan caros que a veces un inspector sorprende en unos grandes almacenes a una mujer elegante o a una actriz robando perfumes, medias de seda, ropa interior. Para vestirse, muchas mujeres se prostituyen o «buscan una ayuda»; la apariencia manda en sus necesidades económicas. Ir bien vestida también exige tiempo y atención; es una tarea que a veces es fuente de alegrías positivas: en este terreno también se descubren «tesoros ocultos», hay regateo, astucia, apaños, inventiva; si es hábil, la mujer puede llegar a ser creadora. Los días de ventas especiales —sobre todo las rebajas— son aventuras frenéticas. Un vestido nuevo es ya una fiesta. El maquillaje, el peinado, son sucedáneos de obras de arte. Hoy más que antes6, la mujer vive la alegría de modelar su cuerpo con deportes, gimnasia, baños, masajes, regímenes; toma decisiones sobre su peso, su línea, el color de su piel; la estética moderna le permite integrar en su belleza cualidades activas: tiene derecho a músculos trabajados, rechaza activamente la invasión de la grasa; en la cultura física se afirma como sujeto; para ella se trata de una especie de liberación con respecto a la carne contingente, pero esta liberación se convierte fácilmente en dependencia. La estrella de Hollywood triunfa sobre la naturaleza, pero se convierte en objeto pasivo entre las manos del productor. Junto a estas victorias en las que la mujer puede disfrutar tranquila, la coquetería implica —como las tareas domésticas— una lucha contra el tiempo; porque su cuerpo es también un objeto minado por la cronología. Colette Audry ha descrito este combate, simétrico del que el ama de casa libra en su hogar contra el polvo7. Ya no era la carne compacta de lajuventud; a lo largo de sus brazos y de sus muslos, el dibujo de los músculos se acentuaba bajo una capa de grasa y de piel algo flácida. Preocupa^6 A l parecer, según encuestas recientes, en Francia los gimnasios femeninos están prácticamente desiertos; las francesas se dedicaron a la cultura física sobre todo entre 1920 y 1940. Las dificultades domésticas son en este momento un peso demasiado grande para ellas. 7 On jo u e p erd a n t 690 da, volvió a m odificar su horario: el día comenzaría con m edia hora de gimnasia y por la noche, antes de irse a la cama terminaría con un cuarto de hora de masaje. Se puso a consultar m anuales de medicina, revistas de m odas, a vigilar su cintura. Se preparó zum os de frutas, se purgó de vez en cuando y lavó los platos con guantes de goma. Sus dos preocupaciones acabaron por convertirse en una sola: rejuvenecer tanto su cuerpo, arreglar tan bien su casa, que un día llegaría a un periodo más o m enos calmo, a una especie de punto muerto... el mundo quedaría com o detenido, suspendido al margen del envejecim iento y de los residuos... En la piscina daba clases para mejorar su estilo y las revistas de belleza no la dejaban respirar con sus recetas indefinidamente renovadas. Ginger Rogers nos confiesa: «Cada mañana m e cepillo el pelo cien veces, tardo exactamente dos minutos y m edio y tengo cabellos de seda...» Cómo afinar los tobillos: todos los días póngase de puntillas treinta veces seguidas sin poner los talones en el suelo, es un ejercicio que sólo necesita un minuto; ¿qué es un minuto en un día? Otras veces, era el baño de aceite para las uñas, la pasta de lim ón para las manos, las fresas aplastadas para el cutis. La rutina convierte en pesadas faenas los cuidados de belleza, el mantenimiento del guardarropa. El horror de la degradación que arrastra toda vida en devenir suscita en algunas mujeres frías o frustradas horror por la vida misma: tratan de conservarse como otros conservan los muebles o las mermeladas; esta obstinación negativa las hace enemigas de su propia existencia y hostiles hacia los demás: las buenas comidas deforman la línea, el vino estropea el cutis, sonreír demasiado provoca arrugas, el sol marchita la piel, el descanso abotarga, el trabajo desgasta, el amor produce ojeras, los besos encienden las mejillas, las caricias deforman los senos, el amor agosta la carne, la maternidad afea la cara y el cuerpo; muchas madres jóvenes rechazan con ira a sus hijos fascinados por su traje de baile. «No me toques, tienes las manos sudadas, me vas a manchan); la coqueta responde con los mismos desaires a las atenciones del marido o del amante. Como se cubren los muebles con fundas, ella quisiera sustraerse a los hombres, al mundo, al tiempo. Y todas estas precauciones no impiden la aparición de las primeras canas, de las patas de gallo. Desde su juventud, la mujer sabe que es un destino inevitable. A pesar de toda su prudencia, es víctima de accidentes: una gota de vino cae sobre su vestido, un cigarro lo quema; entonces desaparece la criatura de lujo y gala que se pavoneaba sonriendo por el salón: 691 adopta el rostro serio y duro del ama de casa; se descubre de repente que su apariencia no era un ramillete, un fuego artificial, un esplendor gratuito y perecedero destinado a iluminar generosamente un instante: es una riqueza, un capital, una inversión; ha costado sacrificios, su pérdida es un desastre irreparable. Manchas, sietes, vestidos mal cortados, permanentes fracasadas, son catástrofes bastante más graves que un asado quemado o unjarrón roto, porque la coqueta no sólo se ha alienado en las cosas, ha querido ser cosa y, sin protección alguna, se siente en peligro en el mundo. Las relaciones que mantiene con costureras y modistas, sus impaciencias, sus exigencias manifiestan su seriedad y su inseguridad. El vestido adecuado crea en ella un personaje de ensueño, pero con un vestido ajado, poco logrado, se siente fracasada. Del vestido, dependían mi humor, mi aspecto y la expresión de mi rostro, todo..., escribe Marie Bashkirtseff. Más aún: o hay que pasearse desnuda, o hay que ir vestida de acuerdo con el físico, los gustos, el carácter. Cuando no estoy en estas condiciones, me siento torpe, vulgar, y por consiguiente humillada. ¿Qué ha sido del humor y la agudeza? Están puestos en los trapos y nos sentimos idiotas, aburridas, no sabemos dónde metemos. Muchas mujeres prefieren renunciar a una fiesta a ir mal vestidas, aunque nadie se vaya a fijar en ellas. No obstante, aunque algunas mujeres afirman: «Yo sólo me visto para mí», hemos visto que incluso en el narcisismo está implicada la mirada ajena. Sólo en los manicomios las locas conservan obstinadamente una fe total en miradas ausentes; normalmente, exigen testigos. Quisiera gustar, que digan que estoy hermosa y que Liova lo vea y lo escuche... ¿De qué serviría estarbella? Mi encantadorpequeño Petia ama a suvieja «niania» como habría amado auna bellezay Liovchka sehabría acostumbrado al rostro más horrendo... Tengo ganas de rizarme el pelo. Nadie lo sabrá, pero no dejará de serun encanto. ¿Qué necesidadtengo de que me vean? Las cintas y lazos me dan placer, quisiera un nuevo cinturón de cuero, y ahora que lo escribo, tengo ganas de llorar..., escribe Sofía Tolstoi, tras diez años dematrimonio. El marido cumple muy mal con su papel. También aquí las exigencias son dobles. Si su mujer es demasiado atractiva, se 692 pone celoso; no obstante, todo marido es más o menos como el rey Candaulos: quiere que su mujer le haga quedar bien y sea elegante, bonita, o al menos que esté adecuada; si no le dirá malhumorado las palabras del padre Ubú: «¡Hoy estás muy fea! ¿Es porque tenemos visita?» En el matrimonio, ya lo hemos visto, los valores eróticos y sociales no se conciban demasiado bien; este antagonismo se refleja aquí. La mujer que destaca su atractivo sexual pierde los papeles a los ojos de su marido; no le gustan las audacias que le seducirían en una extraña y este disgusto mata todo el deseo en él; si la mujer se viste decentemente, la aprueba, pero fríamente: no la encuentra atractiva y se lo reprocha vagamente. Por esta razón, no suele mirarla con sus ojos: la inspecciona con ojos ajenos. «¿Qué dirán de ella?» La situación está falseada, porque atribuye a los demás su perspectiva de marido. No hay nada más irritante para una mujer que verle apreciar en otras vestidos o aires que critica en ella. Es algo espontáneo, está demasiado cerca de ella para verla; para él, presenta un rostro inmutable; no se fija ni en su aspecto, ni en sus cambios de peinado. Incluso un marido amoroso o un amante prendado suelen ser indiferentes al aspecto de la mujer. Si la aman ardientemente en su desnudez, los adornos más atractivos sólo la estarán disfrazando; la querrán mal vestida, cansada, y también fascinante. Si ya no la aman, los trajes que mejor le sienten no supondrán ninguna promesa. La apariencia puede ser un instrumento de conquista, pero no un arma defensiva; su arte es crear espejismos, ofrece a las miradas un objeto imaginario: en las relaciones carnales, en el trato diario, el espejismo se disipa; los sentimientos conyugales, como el amor físico, se sitúan en el terreno de la realidad. La mujer no se viste para el hombre amado. Dorothy Parker, en uno de sus relatos8, describe a una mujer que espera con impaciencia a su marido que viene de permiso y decide ponerse guapa para recibirle. Compró un vestido nuevo; negro: a él le gustaban los vestidos negros; sencillo, le gustaban los vestidos sencillos; y tan caro, que no quería ni pensar en su precio... — ... ¿Te gusta m i vestido? — Oh, sí, dijo. Siempre m e ha gustado este vestido. Fue com o si se transformara en un trozo de madera. The Lovely Eave. 693 — Este vestido, dijo, articulando con claridad insultante, es nuevo. Nunca m e lo había puesto. En el caso de que te interese, lo he comprado precisamente para la ocasión. — Disculpa, querida, dijo. ¡Oh! por supuesto, ahora veo que no se parece en nada al otro; es magnífico; siempre me gustas de negro. — En m omentos com o éste, casi deseo tener otra razón para vestir de negro. Se ha dicho con mucha frecuencia que la mujer se vestía para excitar los celos de las otras mujeres. Estos celos son efectivamente una marca clamorosa de éxito, pero no son el único objetivo. A través de la opinión envidiosa o admirativa, la mujer busca una afirmación absoluta de su belleza, de su elegancia, de su buen gusto: de ella misma. Se viste para mostrarse; cuando se muestra, obra para ser. Se somete así a una dolorosa dependencia; la abnegación del ama de casa es útil, aunque no se reconozca; el esfuerzo de la coqueta es vano si no se inscribe en ninguna conciencia. Busca la valoración definitiva de ella misma; esta pretensión de absoluto hace su búsqueda tan agotadora: una sola voz de crítica y el sombrero no será bonito; un cumplido la halaga, pero una censura la arruina; como el absoluto sólo se manifiesta por una serie indefinida de apariciones, nunca habrá ganado totalmente la partida; por esta razón la coqueta es tan susceptible; por esta razón también algunas mujeres bonitas y aduladas pueden estar tristemente convencidas de que no son bellas ni elegantes, de que les falta precisamente la aprobación suprema de unjuez que no conocen: buscan un en-sí que es irrealizable. Son raras las coquetas soberbias que encaman en ellas mismas las leyes de la elegancia, que nadie puede pillar en falta porque son ellas quienes definen por decreto el éxito y el fracaso; éstas, mientras dure su reinado, pueden considerarse un éxito ejemplar. La desgracia es que este éxito no sirve para nada ni para nadie. El cuidado de la apariencia implica también salidas y recepciones, incluso es su fin primero. La mujer pasea de salón en salón su traje nuevo e invita a otras mujeres a verla reinar en su hogar. En algunos casos especialmente solemnes, el marido la acompaña en sus «visitas», pero en general ella cumple con sus «deberes mundanos» mientras él trabaja. Se ha descrito mil veces el aburrimiento implacable que reina en estas reuniones. Viene de que las mujeres reunidas por sus «obligaciones sociales» no tienen nada que comunicarse. Ningún interés en común une a la mu­ 694 jer del abogado y la del médico, como tampoco a la del doctor Dupont con la del doctor Durand. Es de mal tono en una conversación general hablar de las dificultades con los niños y de los problemas domésticos. Los temas se reducen, pues, al tiempo, a la última novela de moda, algunas ideas generales oídas a los maridos. La costumbre del «día en que recibe la señora» tiende a desaparecer cada vez más, pero en sus diferentes formas la carga de las «visitas» sobrevive en Francia. Las estadounidenses suelen sustituir esta conversación por el bridge, lo que sólo es una ventaja para las mujeres amantes de este juego. No obstante, la vida mundana tiene formas más atractivas que esta ociosa ejecución de un deber de cortesía. Recibir no es sólo atender a unas personas en la vivienda particular, es transformarla en un castillo encantado; la manifestación mundana es fiesta y potlatch al mismo tiempo. El ama de casa expone sus tesoros: plata, ropa blanca, cristalería; llena la casa de flores: efímeras, inútiles, las flores encaman la gratuidad de las fiestas que son lujo y despilfarro; abiertas en sus jarrones, condenadas a una muerte rápida, son fiiegos artificiales, incienso y mirra, libación, sacrificio. La mesa se carga con manjares refinados, vinos preciosos. Al saciar las necesidades de los comensales, se trata de inventar dones gratuitos que se adelanten a sus deseos; la comida se transforma en una misteriosa ceremonia. V Woolfdestaca este carácter en este pasaje de La señora Dalloway: Entonces empezópor las puertas batientes el cortejo silencioso y encantador de camareras con cofia y delantal, no criadas de circunstancia, sino sacerdotisas de un misterio, de la gran falacia oficiadapor las amas de casa de Mayfair de la una y media a las dos. A un gesto de la mano, el movimiento de la calle se detiene y en su lugar se alza esta ilusión engañosa: primero, unos alimentos que se dan a cambio de nada, luego la mesa cubierta de cristales yplata, de cestas y fruteros cargados con fruta roja; un velo de crema oscura oculta el rodaballo; en las ollas nadanlos pollos entrozos, el fuego quema, coloreado, ceremonioso; y con el vino y el café —que se dan a cambio de nada— se alzan alegres visiones ante los ojos soñadores, los ojos que meditan dulcemente, para los que la vida resulta musical, misteriosa... La mujer que preside estos misterios está orgullosa de sentirse creadora de un momento perfecto, dispensadora de la felicidad, 695 de la alegría. Gracias a ella los comensales están reunidos, gracias a ella ha tenido lugar un acontecimiento, es fuente gratuita de alegría, de armonía. Es precisamente lo que siente la señora Dalloway. Supongamos que Peter le diga: ¡Bueno, bueno! ¿Cuál es la razón de estas veladas? Todo lo que puede responder es esto (y qué se le va a hacer si nadie lo entiende): Son una ofrenda... Tenemos a una persona que vive en South Kennington, otra que vive en Bayswater, y a una tercera, digamos que en M ayfair. Ella tiene constantemente presente su existencia; y se dice: ¡Qué lástima! ¡Qué pena! ¿No los podremos reunir? Y los reúne. Es una ofrendares combinar, es crear, pero ¿para quién? Una ofrenda por la alegría de ofrecer quizá. En todo caso, es su presente. N o tiene nada más... Otra persona, cualquiera, hubiera podido estar ahí, hacerlo igual de bien. Sin embargo, era realmente admirable, pensaba. Había hecho que todo eso fuera. Si en este homenaje a los demás encontramos generosidad pura, la fiesta es realmente una fiesta. Pero la rutina social enseguida se ocupa de transformar elpotlatch en institución, el don en obligación, y pone a la fiesta el corsé del rito. Mientras saborea su cena, la invitada piensa que tendrá que devolverla: a veces se queja elehaber sido recibida demasiado bien. «Los X. nos han querido impresionar», dice a su marido agriamente. Me han contado, por ejemplo, que durante la última guerra los tés se habían convertido en una pequeña ciudad de Portugal en el más costoso de lospotlatchs: en cada reunión, el ama de casa debía servir una variedad y una cantidad de pasteles mayor que en la reunión anterior; esta carga se hizo tan pesada, que un día las mujeres decidieron de común acuerdo no ofrecer nada con el té. La fiesta en estas circunstancias pierde su carácter generoso y magnífico; es una espantosa tarea como las demás; los accesorios que expresad la festividad sólo son fuente de problemas: hay que vigilar la cristalería, el mantel, vigilar el champán y los canapés; una taza rota, la seda de un sillón quemada, es un desastre; mañana habrá que limpiar, guardar, ordenar: la mujer teme esta sobrecarga de trabajo. Vive esta dependencia múltiple que define el destino del ama de casa: depende del soufflé, del asado, del carnicero, de la cocinera, de la asistenta; depende del marido que frunce el ceño en cuanto 696 algo no le parece bien; depende de los invitados que observan los muebles, los vinos y deciden si la velada ha sido un éxito o no. Sólo las mujeres generosas y seguras de sí pasarán por esta prueba con serenidad. Un triunfo puede darles una enorme satisfacción, pero muchas se parecen en este punto a la señora Dalloway, de la que V Woolf nos dice: «Aunque le encantaban estos triunfos... con el relumbrón y la excitación que dan, sentía también su vacío y su falsedad.» La mujer sólo puede disfrutar realmente si no le da demasiada importancia; en caso contrario, conocerá los tormentos de la vanidad que nunca queda satisfecha. Por otra parte, hay pocas mujeres con suficiente fortuna para encontrar en los placeres mundanos un objetivo en su vida. Las que se consagran enteramente a ellos en general, no sólo tratan de rendirse culto, sino de superar esta vida mundana hacia fines determinados: los verdaderos «salones» tienen un carácter literario o político. Se esfuerzan de esta forma por adquirir ascendencia sobre los hombres y desempeñar un papel personal. Se evaden de la condición de mujer casada. En general, la mujer no se siente colmada por los placeres, los triunfos efímeros que se le dispensan en pocas ocasiones, y que en general representan para ella un cansancio tanto como una distracción. La vida mundana exige que «represente» y que se exhiba, pero no crea una verdadera comunicación entre ella y los demás. No la arranca a su soledad. «Es doloroso pensar —escribe Michelet— que la mujer, ser relativo que sólo puede vivir en pareja, esté en general más sola que el hombre. Él encuentra compañía por todas partes, se crea nuevas relaciones. Ella no es nada sin la familia. Y la familia la abruma, pues carga con todo su peso.» Efectivamente, la mujer encerrada, aislada, no conoce las alegrías de la camaradería que implica la persecución en común de determinados fines; su trabajo no le ocupa la mente, su formación no le da afán ni hábito de independencia y, sin embargo, pasa los días sola; hemos visto que es uno de los pesares de los que se quejaba Sofía Tolstoi. Su matrimonio la aleja con frecuencia del hogar paterno, de sus amigos de juventud. Colette describe en Mes apprentissages el desarraigo de una recién casada que se traslada desde provincias a París; sólo encuentra una ayuda en la larga correspondencia que mantiene con su madre; pero las cartas no pueden sustituir a una presenciay no puede confesar a Sido sus decepciones. A menudo no hay intimidad real entre la mujer y su familia: ni su madre ni sus hermanas son sus amigas. Ahora, por la crisis de la vivienda, muchas 697 recién casadas se tienen que quedar a vivir con su familia o su familia política, pero estas presencias impuestas no pueden constituir para ella una verdadera compañía. Las amistades femeninas que consigue conservar o crear serán preciosas para la mujer; tienen un carácter muy diferente de las relaciones que mantienen los hombres; éstos se comunican entre ellos como individuos a través de sus ideas, sus proyectos personales; las mujeres, encerradas en la generalidad de su destino de mujeres, están unidas por una especie de complicidad inmanente. Lo que buscan ante todo en estas amistades es la afirmación del universo que les es común. No discuten sobre opiniones: intercambian confidencias y recetas; se unen para crear una especie de contrauniverso cuyos valores predominen sobre los valores masculinos; unidas, encuentran fuerza para sacudirse sus cadenas; niegan el dominio sexual del hombre confesándose unas a otras su frigidez, burlándose cínicamente de los apetitos de su hombre, o de su torpeza; cuestionan también con ironía la superioridad moral e intelectual de su marido y de los hombres en general. Confrontan sus experiencias: embarazos, partos, enfermedades de los niños, enfermedades personales, tareas domésticas, se convierten en acontecimientos esenciales de la historia humana. Su trabajo no es una técnica, pero al transmitirse recetas de cocina, trucos domésticos, le dan la dignidad de una ciencia secreta basada en tradiciones orales. A veces examinan juntas problemas morales. Los consultorios de la prensa femenina son una buena muestra de estos intercambios; no es posible imaginar este tipo de cartas firmadas por hombres; ellos están en el mundo que es su mundo; sin embargo, las mujeres tienen que definir, medir, explorar su propio territorio; intercambian sobre todo consejos de belleza, recetas de cocina y de punto, se piden consejo; a través de su conversación y su exhibicionismo, a veces se transparentan angustias reales. La mujer sabe que el código masculino no es el suyo, que ni siquiera el hombre espera que lo respete, ya que la empuja al aborto, al adulterio, a faltas, traiciones, mentiras que condena oficialmente; ella pide por lo tanto a las otras mujeres que la ayuden a definir una «ley del medio», un código moral propiamente femenino. No es sólo por mala voluntad si las mujeres comentan y critican tanto tiempo las conductas de sus amigas: para juzgarlas y para actuar ellas mismas necesitan mucha más inventiva moral que los hombres. 698 Lo que da valor a estas relaciones es la veracidad que implican. Ante el hombre, la mujer siempre está representando; miente cuando finge aceptarse como alteridad inesencial, miente cuando le presenta a través de fingimientos, ropa, palabras para la ocasión, un personaje imaginario; esta actuación exige una tensión constante; cerca de su marido, cerca de su amante, las mujeres siempre piensan más o menos: «no soy yo misma»; el mundo masculino es duro, tiene aristas cortantes, las voces son demasiado fuertes, las luces demasiado crudas, los contactos duros. Con otras mujeres, la mujer está en la trastienda; prepara sus armas, no combate; decide su vestimenta, inventa un maquillaje, prepara sus trucos: se arrastra en bata y zapatillas entre bastidores antes de salir a escena; le gusta esta atmósfera tibia, suave, distendida. Colette describe así los momentos que pasa con su amiga Marco: Confidencias breves, diversión de reclusas, horas que se parecen a las de un obrador, o a la indolencia de una convale­ ciente9... Le gusta desempeñar el papel de consejera de una mujer más mayor: En las cálidas tardes, bajo lapersiana del balcón, Marco se ocupaba de laropa. Cosíamal, pero cuidadosamente yyo tenía la vanidad de darle consejos... «No hay que ponerle vivos azul cielo a las camisas, el rosa es más bonito en la ropa interior, cerca de la piel.» No tardaba en darle otros sobre su polvo de arroz, el color de su barra de labios, un trazo duro con el lápiz que rodeaba la hermosa línea de supárpado. «¿Te parece? ¿Te parece?», decía. Mijoven autoridadno cedía. Tomabaelpeine, abría una pequeña brecha graciosa en su flequillo esponjoso, me mostraba experta en encenderle la mirada, en iluminar una aurora sobre sus pómulos, cerca de las sienes. Un poco más adelante, nos muestra a Marco preparándose ansiosamente para enfrentarse con unjoven al que quisiera conquistar: ... Quería secarse los ojos húmedos, yo se lo impedí. —Déjame a mí. * Con mis dos pulgares, le levanté hacia la frente los párpa- 9 LeKépi. 699 dos superiores para que las dos lágrimas a punto de caer se em bebieran y el rimmel de las pestañas no se deshiciera con su contacto. — ¡Ya! Espera, no he terminado. Retoqué todos sus rasgos. Su boca temblaba un poco. Se dejó hacer con paciencia, suspirando com o si la estuviera curando. Para terminar, cargué la borla de su bolso con un polvo más rosado. Ninguna de las dos decía nada. — Pase lo que pase, no llores. N o te dejes dominar por las lágrimas a ningún precio. ... Ella pasó la mano entre su flequillo y su frente. — Hubiera tenido que comprar el sábado pasado el vestido negro que vi... Dim e, ¿me puedes prestar unas medias m uy finas? Ahora ya no tengo tiempo. — Claro que sí. — Gracias. ¿No te parece que una flor puede aclarar el vestido? N o, nada de flor. ¿Es verdad que el perfume de lirio ha pasado de moda? M e parece que te tendría que preguntar tantas cosas, tantas cosas... En otro de sus libros, Le Toutounier, Colette evoca esta otra cara de la vida de las mujeres. Tres hermanas desgraciadas o preocupadas por sus amores se reúnen cada noche alrededor del viejo sofá de su infancia; allí se relajan, rumiando las preocupaciones del día, preparando las batallas del día siguiente, disfrutando de los placeres fugitivos de un descanso cuidadoso, de un buen sueño, de un baño caliente, de una crisis de llanto; no se hablan mucho, pero cada una crea para las demás una especie de nido; y todo lo que ocurre entre ellas es real. Para algunas mujeres, esta intimidad frivola y cálida es más preciosa que la pomposidad seria de las relaciones con los hombres. La narcisista, como en su adolescencia, encuentra en otra mujer su mejor doble; en sus ojos atentos y competentes podrá admirar su vestido bien cortado, su decoración refinada. Más allá del matrimonio, la amiga del alma es un testigo ejemplar: así puede seguir apareciendo como un objeto deseable, deseado. Ya hemos dicho que en casi todas las muchachas existen tendencias homosexuales latentes, que no borran las torpes caricias del marido; de ahí viene la dulzura sensual que la mujer conoce con sus semejantes y que no tiene equivalente entre los hombres normales. Entre las dos amigas, la relación sensual se puede sublimar como sentimentalismo exaltado, o traducirse en caricias difusas o precisas. Sus relaciones pueden ser también un juego que distrae su 700 tiempo libre —es el caso de las mujeres de un harén, cuya preocupación principal es matar el tiempo— o pueden tener una importancia primordial. No obstante, es raro que la complicidad femenina llegue a ser una verdadera amistad; las mujeres se sienten más espontáneamente solidarias que los hombres, pero en el seno de esta solidaridad no se superan a sí mismas yendo las unas hacia las otras: todas juntas se vuelven hacia el mundo masculino, cuyos valores desean acaparar para sí cada una de ellas. Las relaciones no se construyen desde su singularidad, se viven en la inmediatez de la generalidad, y así se introduce en ellas un elemento de hostilidad. Natacha10, que estimaba a las mujeres de su familia porque podía exhibir ante sus ojos los pañales de sus bebés, sentía también celos de ellas: en cada una se podía encamar a los ojos de Pedro la mujer. La amistad entre las mujeres viene de que se identifican unas con otras, pero por esta misma razón también se cuestionan mutuamente. Un ama de casa tiene con su criada relaciones mucho más íntimas que las que un hombre —a menos que sea pederasta— podría tener con su lacayo o con su chófer; ellas intercambian confidencias, llegan a sentirse cómplices, pero también hay entre ellas una rivalidad hostil, porque la señora, cuando se descarga de la ejecución del trabajo, quiere quedarse con la responsabilidad y con el mérito; quiere ser insustituible, indispensable. «Cuando no estoy, todo va manga por hombro.» Intenta pillar en falta a su criada; si ésta realiza demasiado bien sus tareas, la otra no puede conocer el orgullo de sentirse única. De la misma forma, se irrita sistemáticamente con institutrices, gobernantas, nodrizas, niñeras que se ocupan de su progenitura, con las parientes y amigas que la ayudan en sus tareas; el pretexto es que no respetan «su voluntad», que no hacen las cosas «como ella quiere»; la verdad es que no tiene voluntad ni quiere las cosas de ninguna manera especial; lo que la irrita es precisamente que otros realicen sus funciones exactamente de la misma forma en que lo hubiera hecho ella. Es una de las fuentes principales de todas las discusiones familiares y domésticas que envenenan la vida cotidiana: cada mujer exige duramente ser la soberana, sobre todo si no tiene ningún medio de que se le reconozcan méritos singulares. Especialmente en el terreno de la coquetería y del.amor, cada una 10 Cfr. Tolstoi, Guerra y paz. 701 ve en la otra una enemiga; ya he señalado esta rivalidad en las jovencitas, pero con frecuencia dura toda la vida. Hemos visto que el ideal de la mujer elegante, mundana, es que le den un valor absoluto; sufre por no sentir nunca una aureola alrededor de su cabeza y le resulta odioso ver el halo más tenue alrededor de otra frente; toda la aprobación que otra recibe, se la roba; ¿cómo va a ser absoluto lo que no es único? Una enamorada sincera se contenta con verse glorificada en un corazón, no envidia a sus amigas sus éxitos superficiales, pero se siente en peligro en su amor mismo. El tema de la mujer engañada por su mejor amiga no es sólo un manido argumento literario; cuanto más amigas son dos mujeres, más peligrosa resulta su dualidad. Se invita a la confidente a ver las cosas con los ojos de la enamorada, a sentir con su corazón, con su carne; se siente atraída por el amante, fascinada por el hombre que seduce a su amiga; se cree lo bastante protegida por su lealtad para dejarse llevar por los sentimientos; también se siente irritada por no desempeñar más que un papel inesencial: está dispuesta a ceder, a entregarse. Muchas mujeres prudentes, cuando aman, evitan a las «amigas íntimas». Esta ambivalencia no permite a las mujeres descansar en sus sentimientos recíprocos. La sombra del hombre siempre es un gran peso sobre ellas. Incluso cuando no hablan de él, se le puede aplicar el verso de Saint-John Perse: Y el sol no se nombra, pero su poder está entre nosotros. Juntas, se vengan de él, le tienden trampas, le maldicen, le insultan, pero le esperan. Mientras se aburren en el gineceo, están sumergidas en la contingencia, la insipidez y el aburrimiento; estos limbos retienen algo del calor del seno materno, pero son limbos. La mujer se queda en ellos con gusto, con la condición de poder salir pronto. Sólo encuentra placer en los vapores del cuarto de baño cuando imagina el salón iluminado en el que pronto va a entrar. Las mujeres son compañeras de cautiverio para las otras mujeres, se ayudan a soportar su prisión, incluso a preparar una evasión, pero el liberador vendrá del mundo masculino. Para la gran mayoría de las mujeres, este mundo conserva su fascinación después del matrimonio; sólo el marido pierde prestigio; la mujer descubre que la pura esencia del hombre se ha degradado en él; pero el hombre no deja de ser por ello la ver­ 702 dad del universo, la suprema autoridad, la maravilla, la aventura, el amo, la mirada, la presa, el placer, la salvación; sigue encamando la trascendencia, es la respuesta a todas las preguntas. Y la esposa más leal nunca acepta del todo renunciar a él para encerrarse en aburrido conciliábulo con un individuo contingente. Su infancia le ha dejado la necesidad imperiosa de una guía; cuando el marido fracasa en esta misión, se vuelve hacia otro hombre. A veces el padre, un hermano, un tío, un pariente, un viejo amigo conservan su prestigio: se apoyará en él. Hay dos categorías de hombres que su profesión destina a convertirse en confidentes y mentores: los sacerdotes y los médicos. Los primeros tienen la gran ventaja de que no hay que pagarles las consultas; el confesionario los libra sin defensa a la charla de las devotas; escapan cuando pueden de las «ratas de sacristía», de las beatas, pero su deber es dirigir a sus fieles por el camino de la moral, deber más urgente a medida que las mujeres adquieren importancia social y política y que la Iglesia se esfuerza por convertirlas en su instrumento. El «director espiritual» dicta a su penitente sus opiniones políticas, gobierna su voto; muchos maridos se sienten irritados al verle inmiscuirse en su vida conyugal: a él le corresponde definir las prácticas que, en el secreto de la alcoba, serán lícitas o ilícitas; se preocupa por la educación de los hijos, aconseja a la mujer en lo tocante a las conductas que debe observar con su marido; la que siempre consideró al hombre un dios se arrodilla encantada a los pies del varón que es el sustituto de Dios en la tierra. El médico tiene mejores defensas, porque reclama unos emolumentos; puede cerrar también la puerta a sus clientes más indiscretas; pero es presa de obsesiones más precisas, más tenaces; las tres cuartas partes de los hombres que persiguen las erotómanas son médicos; desnudar su cuerpo ante un hombre representa para muchas mujeres un gran placer exhibicionista. Conozco a algunas mujeres, dice Stekel, que encuentran toda su satisfacción en el examen de un médico que les resulte simpático. Especialmente entre las solteronas, se da un gran número de enfermas que visitan al médico para ser examinadas «muy atentamente» por pérdidas sin importancia o por un malestar cualquiera. Otras sufren fobia al cáncer o a las infecciones (por los retretes) y estas fobias les dan un pretexto para hacerse examinar. 703 Cita por ejemplo los dos casos siguientes: Una solterona, B. V, de cuarenta y tres años, rica, visita a un m édico una vez al mes, después de sus reglas, exigiendo un examen muy atento porque cree que hay algo que no funciona. Cambia de m édico a cada m es y siempre representa la m ism a escena. El m édico le pide que se desvista y que se tienda en una m esa o un diván. Ella se niega diciendo que es demasiado pudorosa y que no puede hacer una cosa así, que es contra natura. El médico la fuerza o la convence dulcemente, ella se desnuda por fin, diciendo que es virgen y que no la haga daño. El le promete un tacto rectal. A menudo se produce el orgasmo durante el examen del m édico y se repite, más fuerte, durante el tacto rectal. Siempre se presenta con nombre falso y paga inmediatamente... Confiesa que tiene la esperanza de que la v iole un médico. La señora L. M ., de treinta y ocho años, casada, m e dice que es com pletam ente insensible con su marido. V iene para hacerse analizar. Después de dos sesiones, m e con fiesa que tiene un amante, pero que no consigue llegar con él al orgasm o. Sólo puede alcanzarlo haciéndose examinar por un ginecólogo (¡su padre era ginecólogo!) Cada dos o tres sesiones sentía el im pulso de ir al m édico y pedir un reconocim iento. D e vez en cuando pide un tratamiento y son sus épocas más felices. La última vez, un ginecólogo le había practicado masajes durante m ucho tiem po a causa de un supuesto desprendimiento de matriz. Cada masaje había provocado varios orgasmos. Explica su pasión por estos exám enes por el primer tacto, que le provocó el primer orgasm o de su vida... La mujer se imagina fácilmente que el hombre ante el que se exhibe ha quedado impresionado por su encanto físico o por la belleza de su alma y se convence, en los casos más patológicos, de que el sacerdote o el médico están enamorados de ella. Aunque sea una mujer normal, tiene la impresión de un lazo sutil entre ella y él; se impone una obediencia escrupulosa, en la que encuentra a menudo una seguridad que la ayuda a aceptar su vida. No obstante, hay mujeres que no se contentan con reforzar su existencia con una autoridad moral; tienen también necesidad en su existencia de exaltación romántica. Si no quieren engañar a su 704 esposo ni dejarlo, recurren al mismo procedimiento que lajovencita asustada por los varones de carne y hueso: se abandonan a pasiones imaginarias. Stekel nos da varios ejemplos11: Una mujer casada, m uy decente, de la mejor sociedad, se queja de estados nerviosos y depresiones. Una noche en la Opera se da cuenta de que está locamente enamorada del tenor. Se siente profundamente agitada escuchándole. Se convierte en admiradora ferviente del cantante. N o se pierde ninguna representación, compra su foto, sueña con él, le manda un ramo de rosas con una dedicatoria: «D e una desconocida agradecida.» Se decide incluso a escribirle una carta (firmada también «una desconocida»). Pero perm anece a distancia. Se le presenta la ocasión de conocer al tenor. Sabe inmediatamente que no acudirá. N o quiere conocerlo de cerca. N o necesita su presencia. Está encantada de amar con entusiasmo y de seguir siendo una esposa fiel. Una señora se abandonaba al culto de Kainz, actor de Viena m uy famoso. Había instalado en su casa una habitación de Kainz con innumerables retratos del gran artista. En un rincón se encontraba la biblioteca de Kainz. Todo lo que había podido coleccionar: libros, folletos o periódicos que hablaran de su héroe, lo conservaba cuidadosamente, así com o una colección de programas de teatro, estrenos o fiestas de Kainz. El tabernáculo era una foto dedicada del gran artista. Cuando su ídolo m urió, la mujer llevó luto por él durante un año y emprendió largos viajes para escuchar conferencias sobre Kainz. El culto a Kainz había cauterizado su erotismo y su sensualidad. No podemos olvidar las lágrimas que provocó la muerte de Rodolfo Valentino. Las mujeres casadas y las solteras rinden culto a los actores de cine. A veces evocan su imagen cuando se libran a placeres solitarios o cuando buscan una fantasía durante los deberes conyugales; también pueden resucitar en la imagen de un abuelo, hermano, profesor, etc., algún recuerdo infantil. En el entorno de la mujer encontramos también hombres de carne y hueso; sexualmente satisfecha o frígida y frustrada —salvo en el caso muy raro de un amor completo, absoluto, exclusivo— concede enorme precio a su opinión. La mirada demasiado cotidiana de su marido ya no consigue animar su ima­ 11 Stekel, La mujerfrígida. 705 gen; necesita que ojos todavía llenos de misterio la descubran a sus propios ojos como un misterio; necesita una conciencia soberana frente a ella que recoja sus confidencias, despierte las fotografías empalidecidas, haga renacer el hoyuelo en la comisura de la boca, el paipadeo que sólo le pertenece a ella; sólo es deseable, amable, si la desean, si la aman. Si acepta más o menos su matrimonio, lo que busca en otros hombres son sobre todo satisfacciones para su vanidad: los invita a participar en el culto que se rinde; seduce, gusta, sueña encantada con amores prohibidos, piensa: si yo quisiera...; prefiere fascinar a numerosos adoradores a vincularse a uno de forma duradera; más ardiente, menos orgullosa que la jovencita, su coquetería pide a los varones que la confirmen en su conciencia de su valor y su poder; la más osada es la más arraigada en su hogar que, si ha logrado conquistar a un hombre, juega sin grandes esperanzas y sin grandes riesgos. Tras un periodo de fidelidad más o menos largo, la mujer a veces ya no se limita a estos coqueteos. Muchas veces se decide a engañar a su marido por resentimiento. Adler pretende que la infidelidad de la mujer es siempre una venganza; eso es ir demasiado lejos, pero el hecho es que muchas veces no cede tanto a la seducción de su amante como al deseo de desafiar a su esposo: «No es el único hombre en el mundo; puedo gustar a otros; no soy su esclava, se cree muy listo y se deja engañar.» Puede que el marido engañado tenga a los ojos de su mujer una importancia primordial; como la jovencita a veces toma un amante para rebelarse contra su madre, para quejarse de sus padres, desobedecer, afirmarse, una mujer que está unida a su esposo también en el rencor puede buscar en el amante un confidente, un testigo que contemple su personaje de víctima, un cómplice que la ayude a rebajar a su marido; le habla sin cesar de él con el pretexto de librarlo a su desprecio, y si el amante no desempeña bien su papel, se aparta de él con despecho para volverse hacia su marido, o para buscar un nuevo consuelo. Con mucha frecuencia, lo que la arroja en brazos de un amante no es tanto el resentimiento como la decepción; en el matrimonio no encuentra amor; le cuesta resignarse a no conocer nunca el placer, la alegría cuya espera ha iluminado su juventud. El matrimonio, al dejar a las mujeres sin satisfacción erótica, al negarles la libertad y la singularidad de sus sentimientos, las lleva, mediante una dialéctica necesaria e irónica, al adulterio. 706 Las entrenamos desde la infancia en las empresas del amor — dice M ontaigne— ; su gracia, sus atavíos, su ciencia, su palabra, toda su instrucción va en busca el m ism o fin. Sus gobernantas no les imprimen m ás que el rostro del amor, aunque sólo sea representándoselo constantemente para apartarlas de él... Y añade un poco más adelante: Es una locura tratar de domeñar en las mujeres un deseo que les resulta tan ardiente y tan natural. Y Engels declara: Con la m onogam ia aparecen de forma permanente dos figuras sociales características: el amante de la mujer y el cornudo... Junto a la m onogam ia y al hetairismo, el adulterio se convierte en una institución social inevitable, proscrita, rigurosamente castigada pero im posible de suprimir. Si las relaciones conyugales excitan la curiosidad de la mujer sin saciar sus sentidos, como la «ingenua libertina» de Colette, trata de perfeccionar su educación en camas ajenas. Si su marido consigue despertar su sexualidad, como no siente por él un afecto singular, querrá probar con otros los placeres que ha descu­ bierto. Los moralistas se han indignado de la preferencia que se concede al amante. Ya he señalado los esfuerzos de la literatura burguesa para rehabilitar la imagen del marido, pero es absurdo defenderlo mostrando que con frecuencia a los ojos de la sociedad—es decir, de los demás hombres— tiene más valor que su rival: lo más importante aqui es lo que representa para la mujer. Hay dos rasgos esenciales que le hacen odioso. En primer lugar, él asume el papel ingrato del iniciador; las exigencias contradictorias de la virgen que se sueña violentada y respetada simultáneamente lo condenan a un fracaso casi inevitable; como resultado, será frígida para siempre entre sus brazos; con el amante no conoce ni los horrores de la desfloración ni las primeras humillaciones del pudor vencido; se ahorra el trauma de la sorpresa: sabe mas o menos lo que le espera; más sincera, menos susceptible, menos ingenua que en su noche de bodas, ya no confunde el amor ideal con el apetito físico, el sentimiento y el deseo: cuando toma 707 un amante, lo que quiere es un amante. Esta lucidez es un aspecto de su libertad de elección. Porque ésa es la otra tara que pesa sobre el marido: en general le ha sido impuesto, no lo ha elegido. O bien lo acepta por resignación, o lo hace obligada por su familia; en todo caso, aunque se case con él por amor, lo convierte en su amo; sus relaciones se transforman en un deber y con mucha frecuencia se le aparece como un tirano. Sin duda, la elección del amante está limitada por las circunstancias, pero en esta relación hay una dimensión de libertad; casarse es una obligación, tomar un amante es un lujo; cede precisamente porque va tras ella: está segura, si no de su amor, al menos de su deseo; no actúa para obedecer a ninguna ley. También disfruta del privilegio de no desgastar su seducción y su prestigio en el roce de la vida cotidiana: siempre está a distancia, sigue siendo «otro». La mujer tiene en sus encuentros la sensación de salir de ella misma, de acceder a riquezas nuevas: se siente otra. Es lo que muchas mujeres buscan ante todo en una relación: estar ocupadas, asombradas, arrancadas a ellas mismas por el otro. Una ruptura deja en ellas un sentimiento desesperado de vacío. Janet12 cita varios casos de estas melancolías que nos muestran la imagen invertida de lo que la mujer buscaba y encontraba en el amante: Una mujer de treinta y nueve años, desesperada tras el abandono deunliteratoque durante cinco años lahabía asociado a sus trabajos, escribe a Janet: «Temaunavidatanricay era tan tiránico que sólo podía ocuparme de él y no podía pensar en otra cosa.» Otra, de treinta y un años, había enfermado por causa de una ruptura con un amante al que adoraba. «Quisiera ser un tintero de su escritorio para verle, oírle», escribe. Y explica: «Sola, me aburro, mi marido no hace trabajar mi cabeza suficientemente, no sabe nada, no me enseña nada, no me asombra..., sólo tiene sentido común y corriente, me aburre.» Del amante, por el contrario, escribía: «Es un hombre asombroso, nunca le he visto un minuto de turbación, de emoción, de alegría, de abandono, siempre dueño de sí, burlón, siempre con una frialdad que daba ganas de morir de pena. Y además, una cara dura, una sangre fría, una finura, una vivacidad en su inteligencia, que me hacíanperder la cabeza...» 12 Cfr. Les Obsessions et la psychasténie. 708 Hay mujeres que sólo viven este sentimiento de plenitud y de excitación feliz en los primeros momentos de una relación; si el amante no les da placer inmediatamente —lo que suele suceder la primera vez, pues ambos están intimidados y no están adaptados el uno al otro— sienten resentimiento y despecho hacia él; estas «Mesalinas» multiplican las experiencias y pasan de un amante a otro. A veces, la mujer a la que ha abierto los ojos un fracaso conyugal se siente atraída esta vez precisamente por el hombre que le conviene y se crea entre ellos una relación duradera. A menudo le gusta porque es radicalmente opuesto a su esposo. El contraste que ofrecía Sainte-Beuve con Hugo es lo que sedujo sin duda a Adèle. Stekel cita el caso siguiente: La señora P. H. está casada desde hace ocho años con un miembro de un club de atletismo. Se dirige a una consulta ginecológica por una ligera salpingitis y se queja de que su marido no la deja tranquila... sólo siente dolor. El hombre es rudo y brutal. Acaba tomando una amante y se siente feliz. Quiere divorciarse y en el gabinete del abogado conoce a un secretario que es el extremo opuesto de su marido. Es delgado, frágil, endeble, pero m uy amable y dulce. Se hacen íntimos; el hombre busca su amor, le escribe cartas tiernas y tiene multitud de pequeños detalles con ella. Descubren intereses espirituales comunes... El primer beso hace desaparecer su anestesia... La potencia relativamente pequeña de este hombre provoca los orgasm os m ás intensos en la mujer... Tras el divorcio se casaron y vivieron m uy felices... A veces la llevaba al orgasmo sólo con besos y caricias. ¡Era la m ism a mujer a la que el marido, enormemente potente, acusaba de frigidez! No todas las relaciones extramatrimoniales terminan como un cuento de hadas, A veces, como la muchacha sueña con un libertador que la arranque del hogar paterno, la mujer espera que el amante la libere del yugo conyugal: es un tema recurrente, el del enamorado ardiente que se enfría y huye cuando su amante empieza a hablar de matrimonio; a menudo, ella se siente herida por sus resistencias y sus relaciones se ven afectadas por el resentimiento y la hostilidad. Si la relación se estabiliza, acaba adoptando un carácter familiar, conyugal: encontramos en ella el aburrimiento, los celos, la prudencia, la astucia, todos los vicios del matrimonio. Y la mujer se pone a soñar con otro hombre que la arranque de esta rutina. 709 El adulterio tiene por otra parte un carácter muy diferente en función de las costumbres y las circunstancias. La infidelidad conyugal aparece todavía en nuestra civilización, donde perviven las tradiciones patriarcales, como algo mucho más grave para la mujer que para el hombre: ¡Inicua estimación de los vicios! dice Montaigne. Tratam os y consideramos los vicios, no según su naturaleza, sino por nuestro interés, por lo que toman tantas formas desiguales. La dureza de nuestras leyes hace la aplicación de las mujeres a este vicio m ás dura y viciosa de lo que supone su condición y la conduce a consecuencias peores de lo que es su causa. Hemos visto las razones originales de esta severidad: el adulterio de la mujer podría, al introducir en la familia al hijo de un extraño, atentar contra los herederos legítimos; el marido es el amo, la esposa su propiedad. Los cambios sociales, la práctica del control de natalidad han quitado mucha fuerza a estos motivos, pero la voluntad de mantener a la mujer en estado de dependencia permanente perpetúa los interdictos que la siguen rodeando. A menudo los interioriza; cierra los ojos ante los desvarios conyugales sin que su religión, su moralidad, su «virtud» le permitan reciprocidad alguna. El control ejercido por su entorno —en particular en las ciudades pequeñas del viejo y del nuevo mundo— es mucho más severo que el que pesa sobre su marido: él sale más, viaja, se toleran con más indulgencia sus aventuras; ella se arriesga a perder su reputación y su situación de mujer casada. Se han descrito a menudo las argucias que utiliza la mujer para eludir esta vigilancia: conozco una pequeña ciudad portuguesa, de una severidad antigua, enJa que las jóvenes sólo salen acompañadas por su suegra o su cuñada; sin embargo, el peluquero alquila habitaciones situadas sobre su local; entre una permanente y un peinado, los amantes se ven apresuradamente. En las grandes ciudades, la mujer tiene menos carceleros, pero los «cinco a siete» que se practicaban en otros tiempos no permitían tampoco a los sentimientos ilegítimos desarrollarse felizmente. Apresurado, clandestino, el adulterio no crea relaciones humanas y libres; las mentiras que implica acaban con toda la dignidad de las relaciones conyugales. En muchos medios, las mujeres han conquistado parcialmente su libertad sexual, pero para ellas sigue siendo un problema difícil conciliar su vida conyugal con satisfacciones eróticas. El matrimonio generalmente no implica el amor físico, por lo que pare- 710 cena razonable disociarlos francamente. Se admite que el hombre pueda ser un marido excelente y sin embargo infiel: sus caprichos sexuales no le impiden desarrollar de acuerdo con su mujer la empresa de una vida en común; esta amistad seria más pura, menos ambivalente, si no representara una cadena. Se podría admitir una situación similar para la mujer; ella desea a menudo compartir la vida con su marido, crear con él un hogar para sus hijos y, sin embargo, conocer otras relaciones. Lo que hace degradante el adulterio es la mezcla de prudencia e hipocresía; un pacto de libertad y de sinceridad podría abolir una de las taras del matrimonio. No obstante, hay que reconocer que en este momento la fórmula irritante que inspira a la Francillon de Dumas hijo: «Para la mujer no es lo mismo» no deja de ser real. La diferencia no tiene nada de natural Se dice que la mujer tiene menos necesidad que el hombre de actividad sexual, pero no es un hecho probado. Las mujeres reprimidas son esposas hoscas, madres sádicas, arpías maniáticas, criaturas desgraciadas y peligrosas; en todo caso, aunque sus deseos fueran menos fuertes, no es una razón para encontrar superfluo que los satisfaga. La diferencia viene del conjunto de la situación erótica del hombre y de la mujer, tal y como las definen la tradición y la sociedad actual. Se sigue pensando que, para la mujer, el acto amoroso es un servicio que presta al hombre, que aparece así como su amo; hemos visto que siempre se puede tomar a una inferior, pero que ella se degrada si se entrega a un hombre que no es su igual; en todo caso, su consentimiento tiene el carácter de una rendición, de una caída. Una mujer acepta con frecuencia de buen grado que su marido tenga otras mujeres: incluso se siente halagada; al parecer, Adèle Hugo no se lamentó cuando su fogoso esposo dirigió sus ardores hacia otros lechos; incluso algunas, como la Pompadour, aceptan convertirse en intermediarias13. Por el contrario, la mujer en sus relaciones físicas se transforma en objeto, en presa; el marido considera que se ha impregnado de un mana extranjero, que ha dejado de ser suya, que se la han robado. El hecho es que en la cama, la mujer a menudo se siente, se desea dominada, y por lo tanto lo está; el hecho es también que a causa del prestigio viril tiene tendencia a aprobar, a imitar al varón que, al haberla poseído, encama a sus ojos al hombre en su integridad. El marido se irrita, no sin razón, al es­ 13 Hablo aquí del matrimonio. En el amor veremos que la actitud de la pareja es la inversa. 711 cuchar en una boca familiar el eco de un pensamiento extraño: es como si lo hubieran poseído, lo hubieran violado a él. Si Mme de Charriére rompió con el joven Benjamin Constant —que entre dos mujeres viriles desempeñaba el papel femenino— es porque no soportaba sentirlo marcado por la influencia detestada de Mme de Staël. Mientras la mujer sea esclava y reflejo del hombre a quien se «entrega», deberá reconocer que sus infidelidades la apartan más radicalmente de su marido que las infidelidades recí­ procas. Si conserva su integridad, puede temer que el marido se vea comprometido en la conciencia del amante. Si una mujer se imagina enseguida que al acostarse con un hombre —aunque sólo sea una vez, deprisa, sobre el sofá— adquiere una superioridad sobre la esposa legítima, con más razón, un hombre que cree poseer a su amante considera que está engañando al marido. Por esta razón, en La Tendresse de Bataille, enBelle de nuit14, de Kessel, la mujer elige cuidadosamente amantes de baja condición: busca con ellos una satisfacción sensual, pero no quiere que tengan poder sobre un marido respetado. EnLa condición humana,Malraux nos muestra una pareja en la que el hombre y la mujer han hecho un pacto de libertad recíproca: no obstante, cuando May cuenta a Kyo que se ha acostado con un compañero, él sufre pensando que este hombre se imagina que la «posee»; ha optado por respetar su independencia, porque sabe muy bien que nunca seposee a nadie, pero la delectación del otro le hiere y le humilla a través de May. La sociedad confunde mujer libre y mujer fácil; el amante mismo no reconoce de buen grado la libertad que disfruta; prefiere creer que su amante ha cedido, se ha dejado arrastrar, que ha sido conquistada, seducida. Una mujer orguüosa puede asumir personalmente la vanidad de su compañero, pero leresultará odioso que un marido estimado soporte su arrogancia. Es muy difícil para una mujer actuar en pie de igualdad con el hombre, mientras esta igualdad no esté umversalmente reconocida y concretamente realizada. De todas formas, adulterio, amistades, vida mundana, sólo son diversiones en la vida conyugal; pueden ayudar a soportar sus limitaciones, pero no las rompen. Sólo son falsas evasiones que no permiten en modo alguno a la mujer hacerse cargo de forma auténtica de su destino. 14 Se refiere probablemente a Belle deJour, del mismo autor. (N. déla T.) 712 C a p í t u l o Vili Prostitutas y hetairas El matrimonio, ya lo hemos visto1, tiene como correlato inmediato la prostitución. «El hetairismo —dice Morgan— sigue a la humanidad hasta su civilización como una oscura sombra que cubre la familia.» Por prudencia, el hombre condena a su esposa a la castidad, pero él no se queda satisfecho con el régimen que le impone. Los reyes de Persia — cuenta M ontaigne, que no desaprueba su sabiduría— llamaban a sus mujeres para que los acompañaran en sus festines; pero cuando el vino los calentaba convenientemente e iban a dar rienda suelta al deseo, las devolvían a sus aposentos para que no tuvieran que participar de sus apetitos inmoderados y llamaban en su lugar a mujeres con las que no tuvieran obligación de respeto. Las alcantarillas son necesarias para mantener la salubridad de los palacios, decían los Padres de la Iglesia. Y Mandeville, en una obra que hizo mucho ruido, dijo: «Es evidente que existe una necesidad de sacrificar a una parte de las mujeres para conservar a la otra y para prevenir una suciedad de una naturaleza más repugnante.» Uno de los argumentos de los esclavistas norteamericanos a favor de la esclavitud era que los blancos del Sur, al quedar liberados de las tareas serviles, podían mantener entre ellos 1 Véase vol. I, segunda parte. 713 relaciones más democráticas, más refinadas; de la misma forma, la existencia de una casta de «mujeres perdidas» permite tratar a la «mujer honrada» con el respeto más caballeresco. La prostituta es un chivo expiatorio; el hombre se libera con ella de sus bajos instintos para renegar de ella a continuación. No importa que un estatuto especial la coloque bajo una vigilancia policial o que trabaje en la clandestinidad: siempre será tratada como una paria. Desde el punto de vista económico, su situación es simétrica de la de la mujer casada. «Entre las que se venden por la prostitución y las que se venden por el matrimonio, la única diferencia consiste en el precio y la duración del contrato», dice Marro2. Para ambas el acto sexual es un servicio; la segunda está enganchada de por vida con un solo hombre; la primera tiene varios clientes que pagan a destajo. Una está protegida por un hombre contra todos los demás, la otra se defiende gracias a todos de la tiranía exclusiva de cada uno. En todo caso, los beneficios que obtienen al entregar su cuerpo quedan limitados por la competencia; el marido sabe que hubiera podido hacerse con otra esposa: el cumplimiento de los «deberes conyugales» no es una gracia, es la ejecución de un contrato. En la prostitución, el deseo masculino, al no ser singular sino específico, puede saciarse con cualquier cuerpo. Esposas o hetairas sólo consiguen explotar al hombre si adquieren sobre él un ascendiente singular. La gran diferencia entre ellas es que la mujer legítima, oprimida como mujer casada, goza de respeto como persona humana; este respeto empieza a minar seriamente la opresión. Sin embargo, la prostituta no tiene los derechos de una persona, en ella se resumen al mismo tiempo todas las imágenes de la esclavitud femenina. Es ingenuo preguntarse por los motivos que empujan a la mujer a la prostitución; ya no se cree actualmente en la teoría de Lombroso que asimilaba a las prostitutas y los criminales, y veía degenerados en unos y otras; es posible, como afirman las estadísticas, que en general el nivel mental de las prostitutas esté algo por debajo de la media y que algunas sean francamente imbéciles; las mujeres cuyas facultades mentales flaquean suelen elegir una profesión que no requiera de ellas especialización alguna. Sin embargo, la mayor parte son normales, algunas muy inteligentes. Sobre ellas no pesa ninguna fatalidad hereditaria, ninguna tara fisiológica. En realidad, en un mundo en el que hacen es­ 2 LaPuberté. 714 tragos la miseria y el paro, cuando se abre una profesión, siempre habrá gente que la ejerza: mientras existan la policía y la prostitución habrá policías y prostitutas. Además, como media, estas profesiones son más rentables que muchas otras. Es muy hipócrita extrañarse de la oferta que suscita la demanda masculina: se trata de un proceso económico rudimentario y universal. «De todas las causas de la prostitución —escribía en 1857 ParentDuchâtelet en el transcurso de su investigación— ninguna es más activa que la falta de trabajo y la miseria que es la consecuencia inevitable de los salarios insuficientes.» Los moralistas bien pensantes responden burlones que los relatos lastimosos de las prostitutas son novelones para uso de clientes ingenuos. Efectivamente, en muchos casos la prostituta se hubiera podido ganar la vida por otros medios, pero si el que ha elegido no le parece el peor, eso no prueba que tenga el vicio en la sangre; más bien se condena una sociedad en la que a tantas mujeres esta profesión no les parece de las más desagradables. Nos preguntamos: ¿por qué la ha elegido? La pregunta es más bien: ¿por qué no la iba a elegir? Se ha observado, entre otras cosas, que muchas «chicas» se reclutan entre las criadas; es lo que ha establecido para todos los países Parent-Duchâtelet, lo que Lily Braun observaba en Alemania y Ryckére en Bélgica. Aproximadamente el 50% de las prostitutas fueron antes criadas. Basta dar un vistazo a los cuartos destinados al servicio para explicar este hecho. Explotada, sometida, tratada como objeto más que como persona, la criada para todo, la doncella no espera del futuro ninguna mejoría en su suerte; a veces, tiene que soportar los caprichos del señor de la casa; de la esclavitud doméstica, de los amores serviles o ancillares se desliza hacia otra esclavitud que no puede ser más degradante, y que ella sueña más feliz. Además, las mujeres del servicio suelen ser desarraigadas: se estima que el 80% de las prostitutas de París vienen de provincias o del campo. La proximidad de su familia, la inquietud por su reputación impedirían a la mujer entrar en un oficio generalmente mal visto, pero perdida en la gran ciudad, sin estar integrada en la sociedad, la idea abstracta de «moralidad» no sirve en absoluto de barrera. Mientras la burguesía rodea el acto sexual —y sobre todo la virginidad— de temibles tabúes, en muchos medios campesinos y obreros se trata de una cuestión indiferente. Muchas encuestas están de acuerdo en este punto: muchas jóvenes que se dejan desflorar por el primero que llega luego encuentran natural entregarse a cualquiera. En una encues­ 715 ta realizada con cien prostitutas, el doctor Bizard reveló los hechos siguientes: una había sido desflorada a los once años, dos a los doce, dos a los trece, seis a los catorce, siete a los quince, veintiuna a los dieciséis, diecinueve a los diecisiete, diecisiete a los dieciocho, seis a los diecinueve; las demás, después de los veintiún años. Tenemos, pues, un 5% que habían sido violadas antes de la formación. Más de la mitad reconocía haberse entregado por amor; las otras habían aceptado por ignorancia. El primer seductor suele serjoven. En general, es un compañero de taller, un colega de la oficina, un amigo de la infancia; luego vienen los militares, los contramaestres, los criados, los estudiantes; la lista del doctor Bizard incluía además dos abogados, un arquitecto, un médico, un farmacéutico. Es bastante raro que, como dice la leyenda, el propio patrón desempeñe este papel de iniciador, pero en muchos casos es su hijo o su sobrino, o uno de sus amigos. Commenge, en su estudio, también señala cuarenta y cinco muchachas de doce a diecisiete años que habían sido desfloradas por desconocidos que no habían vuelto a ver; lo habían aceptado con indiferencia, sin sentir placer. El doctor Bizard reveló entre otros los casos siguientes: G., de Burdeos, volviendo al convento, a los dieciocho años, se deja arrastrar por curiosidad, sin maldad por su parte, a una caravana en la que la desflora un feriante desconocido. Una niña de trece años se entrega sin pensar a un señor que ve por la calle, que no conoce y que no volverá a ver. M. nos relata textualmente que ha sido desflorada a la edad de diecisiete años por un joven que no conocía, y que se dejó hacer por pura ignorancia. R. fue desflorada a los diecisiete años y m edio por un joven que no había visto nunca y que encontró por casualidad en la consulta de un médico del barrio, que había ido a buscar para su hermana enferma, que la llevó en coche para que llegara antes y que en realidad, después de obtener de ella lo que buscaba, la abandonó en plena calle. B. fue desflorada a los quince años y m edio «sin pensar en lo que hacía», dice textualmente nuestra cliente, por un joven al que no volvió a ver; nueve m eses más tarde dio a luz un hijo sano. S. fue desflorada a los catorce años por un joven que la atrajo a su casa con la excusa de presentarle a su hermana. El joven en realidad no tenía hermana, pero tenía la sífilis y contagió a la niña. 716 R. fue desflorada a los dieciocho años en una antigua trinchera del frente por un primo casado con el que visitaba los campos de batalla, que la dejó embarazada y la obligó a dejar a su familia. C. fue desflorada a los diecisiete años en la playa, una noche de verano por un joven que acababa de conocer en el hotel y a cien metros de sus dos m am ás que charlaban de frivolidades. Contagiada de blenorragia. L. fue desflorada a los trece años por su tío mientras escuchaban la radio. Su tía, que prefería acostarse temprano, descansaba tranquilamente en la habitación de al lado. Estas muchachas que cedieron pasivamente no dejaron de sufrir, podemos estar seguros de ello, el trauma de su desfloración; quisiéramos saber qué influencia psicológica tuvo esta experiencia brutal sobre su futuro, pero no hay muchas prostitutas psicoanalizadas, son un poco torpes para describirse y se esconden detrás de clichés. En algunas, la facilidad para entregarse al primero que llega se explica por la existencia de fantasías de prostitución que ya hemos comentado: por rencor familiar, por horror a su sexualidad naciente, por deseo de jugar a las personas mayores, muchachas muyjóvenes imitan a las prostitutas; se maquillan violentamente, salen con chicos, se muestran coquetas y provocadoras; aunque siguen siendo infantiles, asexuadas, frías, creen que puedenjugar con fuego impunemente; un día, un hombre las toma al pie de la letra y se deslizan de los sueños a los hechos. «Cuando se ha abierto una puerta a patadas, es difícil mantenerla cerrada», decía una joven prostituta de catorce años3. No obstante, es raro que una muchacha se decida a hacer la calle inmediatamente después de su desfloración. En algunos casos, sigue vinculada a su primer amante y viviendo con él; emprende una profesión «honrada»; cuando el amante la abandona, otro la consuela; ya que no pertenece a un solo hombre, considera que se puede entregar a todos; a veces es el amante —el primero, el segundo— el que sugiere esta forma de ganarse la vida. También hay muchas muchachas prostituidas por sus padres: en algunas familias —como la famosa familia norteamericana de los Juke— todas las mujeres se dedican a ese oficio. Entre las jóvenes vagabundas existen también muchas niñas abandonadas por su familia 3 Citado por Marro, La Puberté. 717 que empiezan ejerciendo la mendicidad y acaban en la calle. En 1857, Parent-Duchâtelet decía que, de 5.000 prostitutas, 1.441 habían sido influidas por la pobreza, 1.425 habían sido seducidas y abandonadas, 1.255 abandonadas sin recursos por sus padres. Las encuestas modernas sugieren más o menos las mismas conclusiones. La enfermedad empuja en muchos casos a la prostitución a la mujer que es incapaz de realizar un trabajo de verdad, o que ha perdido su hogar; destruye el equilibrio precario del presupuesto y obliga a la mujer a inventarse apresuradamente nuevos recursos. Lo mismo ocurre con el nacimiento de un hijo. Más de la mitad de las mujeres de Saint-Lazare han tenido al menos un hijo; muchas han criado de tres a seis; el doctor Bizard señala una que había traído al mundo catorce, de los que ocho seguían con vida cuando la conoció. Comenta que pocas abandonan a sus hijos y muchas veces las madres solteras se dedican a la prostitución para alimentarlos. Cita este caso entre otros: Desflorada en provincias, a la edad de diecinueve años, por unjefe de sesenta años cuando seguía viviendo con su familia, se vio obligada, al quedar embarazada, a marcharse de casa y dio a luzuna niña sana que crió de forma muy correcta. Tras el parto vino aParís, se colocó como ama de críay empezó a salir a la edad de veintinueve años. Se prostituye desde hace treinta y tres años. Al cabo de sus fuerzas y de su valor, ahora pide ser hospitalizada en Saint-Lazare. Es sabido que la prostitución también se recrudece durante las guerras y las crisis que las siguen. La autora de Vie duneprostituée, publicada en parte en Temps modernes4, relata así sus inicios: Me casé alos dieciséis años conunhombre trece años mayor que yo. Lo hice para salir de casa de mis padres. Mi marido sólo pensaba en dejarme en estado. «Así te quedarás en casa, no saldrás», decía. No quería que me maquillara, no quería llevarme al cine. Tenía que soportar a mi suegra, que venía a casa todos los días y siempre daba la razón al asqueroso de su hijo. Mi primer hijo fue un niño, Jacques; catorce meses más tarde, tuve otro, Pierre... Como me aburría mucho, me 4 Publicó clandestinamente este relato con el seudónimo de Marie Thérèse; la llamaré con este nombre. 718 puse a estudiar enfermería, que m e gustaba mucho... Entré en un hospital en las afueras de París, con las mujeres. Una enfermera que era una cría m e enseñó cosas que no sabía. Acostarm e con m i marido era más bien un suplicio. Estuve seis m eses con los hombres, sin salir con ninguno. U n día, un legionario, bastante sinvergüenza pero m uy guapo, entró en m i habitación privada... M e dio a entender que podría cambiar de vida, que m e iría con él a París, que no trabajaría más... Sabía dorarme la píldora... M e decidí a marcharme con él... Durante un m es fui realmente feliz... U n día trajo una mujer bien vestida, chic, diciendo: «Mira, ésta se gana bien la vida.» A l principio, no funcionó. Incluso encontré un puesto de enfermera en una clínica del barrio para que viera que no quería hacer la calle, pero n o podía resistirme m ucho tiempo. M e decía: «N o m e quieres. Las que quieren a su hombre trabajan para él.» Yo lloraba. En la clínica estaba m uy triste. Finalmente, dejé que m e llevara a la peluquería... ¡Empecé a hacer la carrera! Julot venía detrás de m í para ver si m e las arreglaba bien y para avisarme en caso de que la bofia fuera por mí... Esta historia, en algunos de sus aspectos, se ajusta a la clásica de la muchacha que entra en la profesión por un proxeneta. Este último papel a veces lo realiza el marido. También puede estar en manos de una mujer. L. Faivre hizo una encuesta en 1931 sobre 510jóvenes prostitutas5; encontró que 284 vivían solas, 132 con un amigo, 94 con una amiga con la que mantenían generalmente relaciones homosexuales. Cita (con sus faltas de ortografía) los extractos de cartas siguientes: Suzanne, diecisiete años: «Hacía la calle sobre todo con prostitutas. Una que m e tuvo con ella m ucho tiempo era m uy celosa, por lo que m e marché de esa calle...» Andrée, quince años y medio: «M e fui de casa para vivir con una amiga que conocí en un baile y enseguida m e di cuenta de que m e amaba com o un hombre, estuve con ella cuatro m eses, y luego...» Jeanne, catorce años: «M i papaíto se llamaba X . M urió com o consecuencia de la guerra en el hospital, en 1922. M i madre se volvió a casar. Yo iba al colegio para sacar el certificado y cuando lo tuve m e puse a aprender a coser...; com o ganaba m uy poco, empezaron las peleas con m i padrastro... M e 5 Les Jemes prostituées vagabondes enprison. 719 colocó de criada con la señora... en la calle... Estaba sola desde hacía diez días con su hija que tendría unos veinticinco años; sentí un gran cambio en ella. U n día, com o si hiera un hombre, m e confesó su gran amor. Dudé un poco, pero por m iedo a que m e despidieran acabé cediendo; entonces entendí algunas cosas... Estuve trabajando y cuando me encontré sin trabajo tuve que ir al Bosque [de Bolonia] donde m e prostituía con mujeres. Conocí a una señora m uy generosa, etc.» Con mucha frecuencia, la mujer sólo se plantea la prostitución como un medio provisional de aumentar sus recursos. Se ha descrito con frecuencia la forma en que se encuentra enseguida encadenada. Si bien los casos de «trata de blancas», en los que entra en el engranaje por violencia, falsas promesas, engaños, etc., son relativamente raros, lo más frecuente es que deba seguir en la calle contra su voluntad. El capital necesario para empezar se lo presta un chulo o una alcahueta, que adquiere derechos sobre ella, se queda con la mayor parte de sus beneficios, sin que consiga librarse de su control. «Marie Thérèse» tuvo que luchar muchísimo antes de lograrlo. Por fin entendí que M o t sólo quería m i dinero y pensé que lejos de él podría ahorrar un poco... Primero en casa era tímida, no m e atrevía a acercarme a los clientes y a decirles «¿subes?». La mujer de un amigo de M o t m e vigilaba de cerca y contaba los Chentes que m e hacía... Y un día, M o t m e escribe que le tengo que dar el dinero cada noche a la patraña, «así no te roban...». Cuando m e quise comprar un vestido, la jefa m e dice que M o t le había prohibido que m e diera dinero... decidí largarme lo antes posible de ese burdel. Cuando la patraña se dio cuenta de que m e quería marchar, no m e puso el tampón6 antes del reconocimiento com o las otras veces y m e detuvieron y m e mandaron al hospital... Tuve que volver allí para ganar el dinero de mi viaje... pero sólo m e quedé cuatro semanas... Trabajé unos días en el bulevar Barbés com o antes, pero odiaba demasiado a M o t para quedarme en París: nos peleábamos, m e pegaba, un día casi m e tiró por la ventana... M e apañé con un intermediario para que m e colocara en provincias. Cuando m e di cuenta de que el intermediario conocía a M ot, no fui a 6 «Un tampón para adormecer los gonococos que daban a las mujeres antes del reconocimiento médico, de modo que el doctor sólo encontraba a una mujer enferma cuando la patrona se quería librar de ella.» 720 la cita com o habíamos acordado. D os pupilas del intermediario m e encontraron después en la calle Belhom m e y me zurraron la badana... A l día siguiente hice la maleta y m e marché yo sola a la isla de T. A l cabo de tres semanas estaba harta del burdel y escribí al doctor cuando vino a la revisión para que m e sacara... M o t m e vio en el bulevar M agenta y m e sacudió... D esde aquella somanta m e quedó la cara marcada. Estaba harta de M ot, así que firm é un contrato para marcharme a Alemania... La literatura ha popularizado la figura del chulo. Tiene un papel de protector en la vida de la chica. Le adelanta dinero para comprarse ropa y luego la defiende de la competencia de las otras mujeres, de la policía —a veces él es policía—, de los clientes, que estarían encantados de consumir sin pagar, o que podrían dar rienda suelta a su sadismo. En Madrid, hace unos años, una juventud dorada y fascista se entretema en arrojar prostitutas al río en las noches de invierno; en Francia, alegres estudiantes se llevaban a las mujeres al campo para abandonarlas por la noche totalmente desnudas; para poder cobrar, evitar los malos tratos, la prostituta necesita un hombre. También le sirve de apoyo moral: «Sola se trabaja peor, se pone menos empeño, te dejas estar», dicen algunas. En muchos casos, está enamorada de él; realiza ese trabajo o lojustifica por amor; en su medio existe una enorme superioridad del hombre sobre la mujer: esta distancia favorece el amor religión, lo que explica la abnegación apasionada de algunas prostitutas. En la violencia de su hombre ven una prueba de su virilidad y se someten por lo tanto con mayor docilidad. Conocen con él los celos, los tormentos, pero también las alegrías de la enamorada. No obstante, a veces sólo sienten por él hostilidad y rencor: si siguen bajo su mando es por miedo, porque están atrapadas, como acabamos de ver en el caso de Marie Thérèse. En esos casos, muchas veces se consuelan con un «capricho» elegido entre sus clientes. Todas las mujeres, además de su chulo, tenían sus caprichos, y yo también, escribe Marie Thérèse. Era un marinero m uy buen m ozo. A pesar de que era bueno en la cama, no podía atarme a él, pero sentíam os mucha amistad entre nosotros. A menudo, subía sin hacer nada, sólo para hablar, y m e decía que debería salir de ahí, que ése no era m i sitio. 721 Se consuelan también con mujeres. Muchas prostitutas son homosexuales. Hemos visto que en el origen de su carrera estaba muchas veces una aventura homosexual y muchas seguían viviendo con una amiga. Según Anna Rueling, en Alemania aproximadamente el 20% de las prostitutas son homosexuales. Faivre señala que en la cárcel las presas jóvenes intercambian cartas pornográficas, llenas de pasión, que firman «unidas para toda la vida». Estas cartas son similares a las que se escriben las colegialas de corazón «ardiente»; éstas son menos lanzadas, más tímidas, aquéllas van hasta el fondo de sus sentimientos, tanto en sus palabras como en sus actos. Vemos en la vida de Marie Thérèse —que fue iniciada al amor por una mujer— el importante papel que desempeña la «amiga» frente al cliente despreciado, al chulo autoritario: M o t trajo a ana chica, ana pobre criada qae ni siquiera tenía zapatos para ponerse. Le compramos todo en un ropavejero y se vino conm igo a trabajar. Era m uy simpática, y com o además le gustaban las mujeres, nos entendíamos bien. M e recordaba todo lo que había aprendido con la enfermera. N os reíamos mucho y en lugar de trabajar nos íbamos al cine. Estaba contenta de que estuviera con nosotros. Vemos que la amiga tiene más o menos el mismo papel que la amiga del alma para la mujer honrada confinada entre mujeres: es porque es una compañera de elección, con ella las relaciones son libres, gratuitas, pueden ser deseadas; cansada de los hombres, asqueada de ellos o con ganas de diversión, la prostituta buscará descanso y placer muchas veces en los brazos de otra mujer. En todo caso, la complicidad de la que he hablado y que une inmediatamente a las mujeres tiene en este caso mucha más fuerza que en ninguno. Porque sus relaciones con la mitad de la humanidad son de naturaleza comercial, porque el conjunto de la sociedad las trata como parias, las prostitutas tienen entre ellas una estrecha solidaridad; a veces son rivales, tienen celos, se insultan, se pegan, pero tienen una necesidad profunda unas de otras para constituir un «contrauniverso» en el que recobrar su dignidad humana; la compañera es la confidente y el mejor testigo; ella admira el vestido, el peinado, que son medios destinados para seducir al hombre, pero que aparecen como fines en sí en las miradas envidiosas o admirativas de las demás mujeres. En cuanto a las relaciones de la prostituta con sus clientes, las opiniones son muy divergentes y los casos, sin duda, también. Se 722 ha destacado a menudo que reserva para el amante elegido de su corazón el beso en la boca, expresión de ternura libre, y también que no establece ninguna comparación entre las relaciones amorosas y las relaciones profesionales. Los testimonios de los hombres son dudosos porque su vanidad los incita a dejarse engañar por el placer fingido. Hay que decir que las circunstancias son muy diferentes si se trata de un trabajo «a destajo», que se suele acompañar con un cansancio físico demoledor, de una «dormida», o de relaciones constantes con un cliente familiar. Marie Thérèse soba ejercer su oficio con indiferencia, pero evoca con placer algunas noches; tuvo sus «caprichos» y dice que todas sus compañeras los teman; a veces la mujer se niega a cobrar a un cliente que le ha gustado y algunas veces, si tiene problemas, le ofrece ayuda. Sin embargo, en general, la mujer trabaja «en frío». Algunas sólo sienten por el conjunto de su clientela una indiferencia salpicada con algo de desprecio. «¡Pero qué sandios son los hombres! ¡Cómo pueden las mujeres meterles en la cabeza lo que quieren!», escribe Marie Thérèse. Muchas sienten un resentimiento asqueado ante los hombres; además, están hastiadas de sus vicios. Los clientes pueden ir al burdel a satisfacer vicios que no se atreven a confesarle a su mujer o a su amante, o bien el hecho de estar en un burdel les despierta el deseo de inventarse vicios, pero muchos exigen «fantasías» a las mujeres. Marie Thérèse se quejaba en particular de que los franceses tenían una imaginación insaciable. Las enfermas atendidas por el doctor Bizard le confesaban que «todos los hombres son más o menos viciosos». Una amiga mía charló durante mucho tiempo en el hospital Beaujon con una joven prostituta, muy inteligente, que había empezado de criada y vivía con un chulo al que adoraba. «Todos los hombres son viciosos —decía—, salvo el mío. Por eso le amo. Si alguna vez le descubro un vicio, le dejo. La primera vez, el cliente no siempre se atreve, parece normal, pero cuando vuelve, empieza a pedir cosas... Me dice que su marido no tiene vicios: mire, todos tienen.» A causa de estos vicios los detestaba. Otra amiga mía, en 1943, en Fresnes, había llegado a intimar con una prostituta. Ésta sostenía que el 90% de sus clientes tenían vicios y el 50% aproximadamente eran pederastas vergonzantes. Los que mostraban demasiada imaginación le daban miedo. Un oficial alemán le había pedido que se paseara desnuda por la habitación con flores en los brazos, mientras él imitaba el vuelo de un pájaro; a pesar de su cortesía y su generosidad, salía corriendo cada i 723 vez que lo veía. A Marie Thérèse le horrorizaban las «fantasías», aunque las tarifas fueran mucho más elevadas que para el coito simple, y a menudo exigieran menos esfuerzo de la mujer. Estas tres mujeres eran especialmente inteligentes y sensibles. Sin duda se daban cuenta de que, en cuanto la rutina del oficio no las protegía, en cuanto el hombre dejaba de ser un cliente en general y se individualizaba, eran presa de una conciencia, de una libertad caprichosa: ya no se trataba de una simple cuestión comercial. Algunas prostitutas, no obstante, se especializan en la «fantasía» porque es más rentable. En su hostilidad hacia el cliente existe a menudo un resentimiento de clase. Helene Deutsch relata prolijamente la historia de Anna, una bonita prostituta rubia, infantil, generalmente muy dulce, pero que tenía crisis de excitación furiosa contra algunos hombres. Pertenecía a una familia obrera; su padre bebía, su madre estaba enferma: esta pareja desgraciada hizo que le horrorizara la vida de familia y nunca aceptó casarse, aunque a lo largo de su carrera se lo propusieron a menudo. Losjóvenes del barrio la metieron en la calle; le gustaba su oficio, pero cuando la enviaron al hospital con tuberculosis, desarrolló una aversión tenaz hacia los médicos; los hombres «respetables» le resultaban odiosos; no soportaba la cortesía, la amabilidad de su médico. «¿Acaso no sabemos que estos hombres dejan caer fácilmente su máscara de amabilidad, de dignidad, de autocontrol, y que luego se conducen como animales?», decía. Aparte de este detalle, mentalmente estaba totalmente equilibrada. Mintió al decir que había dado un hijo a criar, pero en general no mentía. Murió de tuberculosis. A otra joven prostituta, Julia, que desde la edad de quince años se entregaba a todos los muchachos que veía, sólo le gustaban los hombres pobres y débiles; con ellos era dulce y gentil; los otros los consideraba «animales salvajes merecedores del peor trato». (Tenía un complejo muy pronunciado que manifestaba una vocación materna insatisfecha: le daban ataques de finia cuando se pronunciaban ante ella las palabras madre, hijo o palabras similares.) La mayor parte de las prostitutas están moralmente adaptadas a su condición; eso no quiere decir que sean hereditariamente o congénitamente inmorales, sino que se sienten, con razón, integradas en una sociedad que les exige sus servicios. Saben bien que los discursos edificantes del policía que la obliga a pasar el reconocimiento son pura charla y los sentimientos elevados de sus clientes fuera del burdel no les causan demasiada 724 impresión. Marie Thérèse explica a la panadera en cuya casa vive en Berlín: Yo quiero a todo el mundo. Pero cuando se trata de dinero, señora... Sí, porque aunque te acuestes con un hombre gratis, es decir, por nada, dirá lo m ism o de una: ésta es una puta, y si te tiene que pagar, seguirá pensando que eres una puta, pero más lista; cuando le pide dinero a un hombre, puede estar segura que le dirá inmediatamente después: «¡Oh!, no sabía que era tu trabajo» o «¿Tienes un hombre?» A sí es la cosa. Pagada o no, para m í es lo m ism o. «¡Ah! sí, contesta. Tiene razón.» Porque, le digo: puede hacer cola media hora para conseguir un cupón para unos zapatos. Yo, en esa m edia hora, m e hago un cliente. Tengo los zapatos, y a la hora de pagar, si m e lo sé montar, conseguiré que además m e pague. Ya ve que tengo razón. Lo que hace difícil la existencia de las prostitutas no es su situación moral y psicológica. Es su situación material, que en la mayor parte de los casos es deplorable. Explotadas por el proxeneta, la dueña del prostíbulo, viven llenas de inseguridad y las tres cuartas partes de ellas no tienen dinero. Al cabo de cinco años de oficio, aproximadamente el 75% tienen sífilis, dice el doctor Bizard, que las ha atendido por legiones; por ejemplo, las menores sin experiencia se contagian con una facilidad aterradora; cerca del 25% deben ser operadas por complicaciones blenorrágicas. Una de cada veinte tiene tuberculosis, el 60% se hacen alcohólicas o drogadictas; el 40% mueren antes de los cuarenta años. Hay que añadir que, a pesar de las precauciones, de vez en cuando se quedan embarazadas y abortan casi siempre en malas condiciones. La baja prostitución es un oficio durísimo en el que la mujer oprimida sexual y económicamente, sometida a la voluntad de la policía, a una humillante vigilancia médica, a los caprichos de los clientes, presa de los microbios y la enfermedad de la miseria, está realmente rebajada al rango de cosa7. De la baja prostitución a la gran hetaira hay muchísima distancia. La diferencia esencial es que la primera comercia con su 7 Evidentemente, con medidas negativas e hipócritas no se conseguirá modificar la situación. Para que la prostitución desaparezca, deberían darse dos condiciones: que todas las mujeres pudieran contar con un trabajo decente y que las costumbres no pusieran ningún obstáculo a la libertad del amor. Sólo suprimiendo las necesidades a las que responde se podrá suprimir la prostitución. 725 pura generalidad, de modo que la competencia la mantiene en un nivel de vida miserable, mientras que la segunda se esfuerza por lograr un reconocimiento en su singularidad: si lo consigue, puede aspirar a destinos elevados. La belleza, el encanto o el atractivo sexual son necesarios, pero no suficientes: la mujer tiene que verse distinguida por la opinión. Su valor se suele desvelar a través de un deseo masculino, pero sólo estará «lanzada» cuando el hombre haya proclamado su precio a los ojos del mundo. El siglo pasado, la casa, los vehículos, las perlas, daban testimonio del ascendiente que tomaba una «fulana» sobre su protector, que la elevaba al rango de «mantenida»; su mérito se afirmaba mientras los hombres se siguieran arruinando por ella. Los cambios sociales y económicos acabaron con las Blanche d’Antigny. Ya no existe una sociedad de este tipo en la que pueda afirmarse una reputación. La ambiciosa tratará de hacerse un renombre por otros medios. La última encamación de la hetaira es la «vedette». Flanqueada por un amigo —rigurosamente exigido por Hollywood— o por un amigo serio, no deja de ser la heredera de Friné, de Imperia, de Casque d’Or. Pone la Mujer a disposición de los sueños de los hombres, que le dan a cambio fortuna y gloria. Siempre hubo entre la prostitución y el arte una vaga relación, basada en el hecho de que se suele asociar equívocamente belleza y placer de los sentidos; en realidad, no es la Belleza lo que engendra el deseo, pero la teoría platónica del amor aportajustificaciones hipócritas para la lubricidad. Friné enseñando los pechos ofrece al areópago la contemplación de una idea pura. La exhibición de un cuerpo sin velos se convierte en un espectáculo artístico; los espectáculos burlescos norteamericanos convierten el hecho de desvestirse en un drama. «El desnudo es casto», afirman los señores mayores que, con el nombre de «desnudos artísticos», coleccionan fotos obscenas. En el burdel, el momento de elegir ya es una exhibición; cuando se complica, se convierte en «cuadros vivos», «poses artísticas» que se ofrecen a los clientes. La prostituta que desea adquirir un valor singular no se limita a mostrar pasivamente su carne; se esfuerza por adquirir talentos particulares. Las «flautistas» griegas fascinaban a los hombres con su música y sus bailes. Las «uled-nail» que ejecutan la danza del vientre, las españolas que bañan y cantan en el barrio chino8simplemente se ofrecen de una forma refinada al entendido. Nana sube a las taEn español en el original [N. de la T.]. 726 bias para encontrar «protectores». Algunos music-halls, como antes los cafés cantantes, son simples buréeles. Todos los oficios en los que la mujer se exhibe pueden utilizarse con fines galantes. Efectivamente, hay coristas, gogós, bailarinas desnudas, animadoras, modelos, cantantes, actrices que no permiten que su vida erótica se imponga a suprofesión; a medida que ésta va suponiendo más técnica, más inventiva, más puede tomarse como un fin en sí, pero es corriente que una mujer que se exhibe en público para ganarse la vida tenga la tentación de reconvertir sus encantos a un comercio más íntimo. A la inversa, la cortesana desea una profesión que le sirva de coartada. Son pocas las que, como la Lea de Colette, responderían a un amigo que la llama «Querida artista»: «¿Artista? Realmente, mis amantes son muy indiscretos.» Hemos dicho que su reputación es lo que le da un valor en el mercado; en el escenario o en la pantalla es posible hacerse con «un nombre» que se convierte en un fondo de comercio. Cenicienta no siempre sueña con el Príncipe Azul: marido o amante, teme que se transforme en tirano; prefiere soñar con su propia imagen sonriendo en las fachadas de los grandes cines. En general, logrará sus fines gracias a la «protección» masculina; los hombres —marido, amante, pretendiente— confirmarán su triunfo haciéndola participar de su fortuna o su renombre. Esta necesidad de gustar a los individuos, a la multitud, es lo que asimila la «vedette» a la hetaira. En la sociedad desempeñan un papel análogo: utilizaré el término hetaira para designar a todas las mujeres que negocian, no sólo con su cuerpo, sino con su persona, como un capital que se puede explotar. Su actitud es muy diferente de la de un creador que al trascenderse en una obra supera las circunstancias y apela en los demás a una libertad a la que abre el futuro; la hetaira no desvela el mundo, no abre a la trascendencia humana ningún camino9: por el contrario, trata de captarla en su beneficio; al ofrecerse a la aprobación de sus admiradores, no reniega de esa feminidad pasiva que la destina al hombre: la dota de un poder mágico que le permite atrapar a los hombres en la trampa de su presencia y alimentarse de ellos; los engulle con ella en la inmanencia. 9 A veces, es también una artista y al tratar de gustar inventa y crea. En ese caso puede acumular las dos funciones, o superar el estadio de la galantería y clasificarse en la categoría de mujeres actrices, cantantes, bailarinas, etc., de las que hablaremos más adelante. 727 Por este camino, la mujer logra adquirir una cierta independencia. Al prestarse a varios hombres, no pertenece definitivamente a ninguno; el dinero que acumula, el nombre que «lanza» como quien lanza un producto, le garantizan una autonomía económica. Las mujeres más libres de la Antigüedad griega no eran ni las matronas ni las prostitutas de baja estofa, sino las hetairas. Las cortesanas del Renacimiento, las geishas japonesas disfrutan de una libertad infinitamente mayor que sus contemporáneas. En Francia, la mujer que se nos aparece como más virilmente independiente podría ser Ninon de Léñelos. Paradójicamente, estas mujeres que explotan hasta el límite su feminidad se crean una situación casi equivalente a la de un hombre; a partir de este sexo que las entrega como objetos en manos de los varones, vuelven a ser sujetos. No sólo se ganan la vida como los hombres, viven en una compañía casi exclusivamente masculina; libres de costumbres y de expresión, pueden elevarse —como Ninon de Léñelos— hasta la mayor libertad de espíritu. Las más distinguidas suelen estar rodeadas de artistas y de escritores que se aburren con las «mujeres honradas». En la hetaira, los mitos masculinos encuentran su encamación más seductora: es más que ninguna otra carne y conciencia, ídolo, inspiradora, musa; pintores y escultores la desearán como modelo; alimentará los sueños de los poetas; en ella el intelectual explorará los tesoros de la «intuición femenina»; es fácil que sea más inteligente que la matrona, porque su hipocresía es menos afectada. Las que están mejor dotadas no se contentarán con este papel de Egeria; sentirán la necesidad de manifestar de forma autónoma el valor que les confiere la opinión ajena; querrán convertir sus virtudes pasivas en actividades. Cuando emergen en el mundo como sujetos soberanos, escriben versos, prosa, pintan, componen música. Por ejemplo, Imperia se hizo célebre entre las cortesanas italianas. También es posible que, utilizando al hombre como instrumento, ejerzan a través de él funciones viriles: las «grandes favoritas» a través de sus poderosos amantes participaron en el gobierno del mundo10. Esta liberación puede traducirse también en el plano erótico. En algunos casos encuentra una compensación frente al comple­ 10 De la misma forma que hay mujeres que utilizan el matrimonio para sus propios fines, otras utilizan a sus amantes como medios de alcanzar un objetivo político, económico, etc. Superan la situación de hetaira, como las otras la de matrona. 728 jo de inferioridad femenino en el dinero o los servicios que arranca al hombre; el dinero tiene un papel purificador; es la abolición de la lucha de sexos. Si muchas mujeres que no son profesionales exigen de sus amantes cheques y regalos, no es sólo por avaricia: hacer pagar al hombre —y también pagarle, como veremos más adelante—, es transformarlo en instrumento. De esta forma, la mujer evita serlo ella; quizá él cree «poseerla», pero esta posesión sexual es ilusoria; ella es quien loposee on el terreno mucho más sólido de la economía. Su amor propio queda satisfecho. Puede abandonarse en brazos de su amante, pero no cede ante una voluntad ajena; el placer no le puede ser «infligido», aparece más bien como un beneficio adicional; no es «tomada», puesto que la pagan. La cortesana tiene la reputación de ser frígida. Le resulta útil saber gobernar su corazón y su vientre: si es sentimental o sensual, se arriesga a sufrir el ascendiente de un hombre que la explotará o la acaparará y la hará daño. Entre las relaciones que acepta hay muchas —sobre todo al principio de su carrera— que la humillan; su rebelión contra la arrogancia masculina se manifiesta en su frigidez. Las hetairas como las matronas se transmiten frecuentemente los «trucos» que permiten trabajar «en frío». Este desprecio, esta repugnancia ante el hombre muestra a las claras que en el juego del explotador-explotado ellas no tienen la seguridad de ganar. Efectivamente, en la inmensa mayoría de los casos, no se pueden librar de su dependencia. Ningún hombre es su dueño definitivo, pero tienen una necesidadmuy urgente del hombre. La cortesana pierde todos sus medios de existencia si deja de ser deseada; la debutante sabe que todo su futuro está en sus manos; incluso la estrella, privada de apoyo masculino, ve empalidecer su prestigio: abandonada por Orson Welles, Rita Hayworth deambula por toda Europa con aires de huérfana lamentable hasta que conoce a Ali Jan. La más hermosa nunca está segura del futuro, porque sus armas son mágicas y la magia es caprichosa; está atada a su protector —marido o amante— casi tan estrechamente como una esposa «honrada» a su esposo. No sólo le debe el servicio sexual; además, debe sufrir su presencia, su conversación, sus amigos y sobre todo las exigencias de su vanidad. Al pagar a su amante regular zapatos de tacón y falda de raso, el protector hace una inversión que le resultará rentable; el industrial, el productor que regala perlas y pieles a su amiga afirma a través de ella fortuna y su poder: no importa 729 que la mujer sea un medio para ganar dinero o un pretexto para gastarlo, la servidumbre es la misma. Los dones que recibe son cadenas. Y la ropa, las joyas que lleva, ¿le pertenecen realmente? El hombre a veces exige su devolución tras la ruptura, como hizo con elegancia Sacha Guitry. Para «conservan) a su protector sin renunciar a sus placeres, la mujer utiliza las argucias, maniobras, mentiras, la hipocresía que deshonran la vida conyugal; aunque sólo finja servilismo, el juego en sí es servil. Si es bella y famosa, puede elegir otro señor cuando el que tiene le resulta odioso. Pero la belleza es una preocupación, es un tesoro frágil; la hetaira depende estrechamente de su cuerpo, que el tiempo degrada despiadadamente; la lucha contra el envejecimiento tiene para ella el aspecto más dramático. Si está dotada de gran prestigio, podrá sobrevivir a la ruina de su rostro y de sus formas, pero el cuidado de este renombre, que es su bien más seguro, la somete a la más dura de las tiranías: la de la opinión. Es conocida la esclavitud de las estrellas de Hollywood. Su cuerpo ya no les pertenece; el productor decide el color de su cabello, su peso, su línea, su tipo; para modificar la curva de una mejilla, les arrancan los dientes. Regímenes, gimnasia, pruebas, maquillaje son una dura tarea diaria. En el apartado de la «Personal appearance» están previstas las salidas, las aventuras; la vida privada sólo es un momento de la vida pública. En Francia, el reglamento no está escrito, pero una mujer prudente y hábil sabe lo que su «publicidad» exige de ella. La estrella que se niega a aceptar estas exigencias conocerá una decadencia brutal o lenta, pero inevitable. La prostituta que sólo entrega su cuerpo quizá sea menos esclava que la mujer que convierte gustar en un oficio. Una mujer que ha «triunfado», que tiene en sus manos una verdadera profesión, cuyo talento se reconoce —actriz, cantante, bailarina— escapa a la condición de hetaira; puede conocer una verdadera independencia; pero la mayor parte pasan toda su vida en peligro; necesitan recomenzar incesantemente la seducción del público y de los hombres. Con mucha frecuencia, la mujer mantenida interioriza su dependencia; sometida a la opinión, reconoce sus valores; admira el «mundo elegante» y adopta sus costumbres; quiere que la consideren en función de las normas burguesas. Parásita de la rica burguesía, se suma a sus ideas; es una mujer «bien pensante»; antes muchas veces mandaba sus hijas al convento y al envejecer iba a misa y se convertía con grandes aspavientos. Está con los conservadores. Está demasiado orgullosa de haber conseguido un lugar 730 en el mundo para desear que cambie. El combate que libra para «llegar» no la predispone a sentimientos de fraternidad y de solidaridad humana; ha pagado sus éxitos con demasiadas concesiones de esclava para desear sinceramente la libertad universal. Zola destaca este rasgo en Nana: En materia de libros y de dramas, Nana tenía opiniones m uy claras: quería obras tiernas y nobles, cosas que la hicieran soñar y ensancharan su alma... Se enfureció con los republicanos. ¿Qué querían, estos guarros que nunca se lavaban? ¿Acaso no éramos felices? ¿Es que el emperador no lo había hecho todo por el pueblo? ¡Vaya basura, el pueblo! Lo conocía y p odía hablar de él: N o, mire, su república sería una gran desgracia para todo el mundo. ¡Ah! que D ios nos conserve al em perador todo el tiempo posible. Durante las guerras, nadie despliega un patriotismo tan agresivo como las grandes fulanas; por la nobleza de los sentimientos que representan, esperan elevarse al rango de las duquesas. Tópicos, clichés, prejuicios, emociones convencionales, son el fondo de sus conversaciones públicas y a menudo en el secreto de su corazón han perdido toda sinceridad. Entre la mentira y la hipérbole, el lenguaje se destruye. Toda la vida de la hetaira es una falsedad: sus palabras, sus gestos están destinados, no a expresar sus pensamientos, sino a producir un efecto. Representa para su protector la farsa del amor; a veces incluso la representa para ella. Ante la opinión, se hace la decente y prestigiosa: acaba creyéndose un dechado de virtudes y un ídolo sagrado. Una mala fe obcecada gobierna su vida interior y permite a sus mentiras concertadas adquirir la naturalidad de la verdad. A veces, en su vida se dan movimientos espontáneos: no ignora totalmente el amor; tiene «caprichos», «excentricidades», a veces incluso se enamora realmente. Sin embargo, la que se deje llevar demasiado por los caprichos, los sentimientos, los placeres, perderá enseguida su «situación». Generalmente, pone en sus fantasías la prudencia de la esposa adúltera; se esconde de su protector y de la gente; no puede dar mucho de ella misma a sus amantes elegidos; sólo son una distracción, una tregua. Además, en general está demasiado obsesionada por su éxito para olvidarse en un amor verdadero. En cuanto a las demás mujeres, es muy frecuente que la hetaira las ame sensualmente; enemiga de los hombres que le imponen su poder, encontrará en los brazos de una amiga un descanso placen­ 731 tero y una revancha: como Nana con su querida Satín. De la misma forma que desea tener un papel activo en el mundo con el fin de utilizar positivamente su libertad, se complace también en poseer a otros seres: jovencitos a los que querrá «ayudar» o mujeres que mantendrá muchas veces, para las que será en todo caso un personaje viril. Sea o no homosexual, mantendrá con las mujeres en general las relaciones complejas que ya he descrito: las necesita como jueces y testigos, como confidentes y cómplices, para crear el «contrauniverso» que necesita toda mujer oprimida por el hombre. Sin embargo, la rivalidad femenina alcanza aquí su paroxismo. La prostituta que comercia con su generalidad tiene competidoras; pero si hay suficiente trabajo para todas, a través de sus mismas peleas se sienten solidarias. La hetaira que trata de «ser diferente» es apriori hostil ante la que busca como ella un lugar privilegiado. En este caso se hacen realidad todos los tópicos conocidos sobre las jugarretas femeninas. La mayor desgracia de la hetaira es que no sólo su independencia es el envés falso de mil dependencias; además, su libertad misma es negativa. Una actriz como Rachel, una bailarina como Isadora Duncan, aunque los hombres las ayuden, tienen una profesión exigente que las justifica; alcanzan en un trabajo deseado, amado, una libertad concreta. Sin embargo, para la inmensa mayoría de las mujeres, el arte, la profesión sólo son un medio; no emprenden verdaderos proyectos. El cine, en particular, que somete la estrella al director, no le permite la inventiva, los progresos de una actividad creadora. Otros explotan lo que ella es; no crea objetos nuevos. Además, no es frecuente convertirse en estrella. En la «galantería» propiamente dicha, no se abre ningún camino a la trascendencia. El aburrimiento acompaña el confinamiento de la mujer en la inmanencia. Zola presenta este rasgo en Nana. Sin embargo, en su lujo, en m edio de esta corte, Nana se aburría hasta reventar. Terna hombres para todos los minutos de la noche y dinero hasta en los cajones de su cómoda, pero ya no le bastaba; sentía una especie de vacío, un boquete que la hacía bostezar. Su vida se arrastraba desocupada, trayendo las m ism as horas monótonas... Esta certidumbre de que alguien la alimentaría la dejaba tumbada durante todo el día, sin un esfuerzo, dormida en el fondo de este temor y esta sum isión de convento, com o encerrada en su oficio. Mataba el tiempo en placeres estúpidos, simplemente esperando al hombre. 732 La literatura norteamericana ha descrito cien veces este aburrimiento opaco que invade Hollywood y angustia a los viajeros en cuanto llegan allí: los actores y los extras se aburren tanto como las mujeres cuya condición comparten. Incluso en Francia, las salidas oficiales tienen el carácter de obligación fastidiosa. El protector que reina sobre la vida de la estrella es un hombre mayor que tiene como amigos hombres mayores: sus preocupaciones son ajenas a la mujer, sus conversaciones la aburren; hay un foso mucho más profundo que en el matrimonio burgués entre la debutante de veinte años y el banquero de cuarenta y cinco que pasan días y noches uno junto a otro. El moloch al que la hetaira sacrifica placer, amor, libertad, es su carrera. El ideal de la matrona es una felicidad estática que envuelve sus relaciones con su marido y sus hijos. La «carrera» se extiende a lo largo del tiempo, pero no deja de ser un objeto inmanente que se resume en un nombre. El nombre se hincha en los carteles y en las bocas a medida que, en la escala social, va subiendo escalones cada vez más altos. Según su temperamento, la mujer administra su empresa con prudencia o con audacia. Unas disfrutan de las satisfacciones de un ama de casa, doblando la ropa en el armario, otras de la embriaguez de la aventura. Unas veces, la mujer se limita a mantener constantemente en equilibrio una situación siempre amenazada, que a veces se desmorona; otras construyen sin fin, como una torre de Babel que busca en vano el cielo, su renombre. Algunas que mezclan la galantería con otras actividades aparecen como verdaderas aventureras: son espías, como Mata Hari, o agentes secretos; en general, no tienen la iniciativa de sus proyectos, son más bien instrumentos en manos masculinas. En su conjunto, la actitud de la hetaira tiene analogías con la del aventurero: como éste, está a medio camino entre la seriedad y la aventura propiamente dicha; busca valores prefabricados: dinero y gloria, pero para ella el hecho de conquistarlos tiene tanto valor como su posesión; finalmente, el valor supremo a sus ojos es el éxito subjetivo. También justifica este individualismo con un nihilismo más o menos sistemático, pero vivido con más convicción en la medida en que resulta hostil a los hombres, y ve enemigas en las otras mujeres. Si es lo bastante inteligente para sentir la necesidad de una justificación moral, invocará un nietzscheísmo mas o menos bien asimilado; afirmará el derecho del ser de elite sobre la vulgaridad. Su persona se le aparece como un tesoro cuya 733 simple existencia es don: de modo que, consagrándose a ella misma pretenderá servir a la sociedad. El destino de la mujer consagrada al hombre está marcado por el amor: la que explota al varón descansa en el culto que se rinde. Si da tanto precio a su gloria, no es sólo por interés económico: busca la apoteosis de su narcisismo. 734 Capítulo IX De la madurez a la vejez La historia de la mujer —dado que todavía está encerrada en sus funciones de hembra— depende mucho más que la del hombre de su destino fisiológico; la curva de este destino es más accidentada, más discontinua que la curva masculina. Cada periodo de la vida femenina es quieto y monótono, pero los tránsitos de una fase a otra son de una peligrosa brutalidad; se evidencian con crisis mucho más decisivas que en el varón: pubertad, iniciación sexual, menopausia. Mientras que el hombre envejece de forma constante, la mujer se ve bruscamente despojada de su feminidad; todavía joven, pierde el atractivo erótico y la fecundidad, que le procuraban, a los ojos de la sociedad y a los suyos propios, lajustificación de su existencia y sus oportunidades de felicidad: ahora le queda por vivir, privada de todo futuro, más o menos la mitad de su vida de adulta. La «edad peligrosa» se caracteriza por determinados trastornos orgánicos1, pero lo que les da su importancia es el valor simbólico que tienen. La crisis se vive de forma mucho menos aguda en las mujeres que no lo han apostado todo a su feminidad; las que trabajan duramente —en su hogar o fuera de él— acogen con alivio la desaparición de la servidumbre menstrual; la campesina, la mujer del obrero, constantemente amenazadas con nuevos embarazos, se sienten felices cuando por fin se libran de este riesgo. En esta coyuntura, como en muchas otras, los malestares no vie- 1 Cfr. vol. I, cap. I. 735 nen tanto del propio cuerpo como de la conciencia angustiada que se tiene de él. El drama moral se abre en general antes de que los fenómenos fisiológicos se hayan declarado y no termina hasta mucho tiempo después de su liquidación. Mucho antes de la mutilación definitiva, la mujer está obsesionada por el horror del envejecimiento. El hombre maduro participa en empresas más importantes que las del amor; sus ardores eróticos son menos vivos que en sujuventud; ya que no se le piden las cualidades pasivas de un objeto, la alteración de su rostro y de su cuerpo no anulan sus posibilidades de seducción. Por el contrario, la mujer suele alcanzar su pleno desarrollo erótico hacia los treinta y cinco años, una vez superadas por fin sus inhibiciones: entonces es cuando sus deseos son más violentos y desea con más fuerza saciarlos; ha puesto mucho más que el hombre en los valores sexuales que posee; para retener a su marido, asegurarse su protección, en la mayor parte de los oficios que ejerce, necesita gustar; sólo se le permite tener poder sobre el mundo a través del hombre: ¿qué será de ella cuando ya no tenga poder sobre él? Es lo que se pregunta ansiosamente cuando asiste impotente a la degradación del objeto de carne con el que se confunde; no deja de luchar, pero tintes, peeling, cirugía estética, sólo podrán prolongar sujuventud agonizante. Sólo le queda hacer trampas con el espejo. Cuando se pone en marcha el proceso fatal, irreversible, que destruirá en ella todo el edificio construido durante la pubertad, se siente tocada por la fatalidad misma de la muerte. Podríamos creer que la mujer que más ardientemente se ha embriagado con sujuventud, su belleza, es la que conoce el peor desasosiego; no, la narcisista está demasiado ocupada con su persona para no haber previsto la cita inevitable y preparado posiciones de repliegue; sufrirá, claro, con su mutilación, pero al menos no la pillará por sorpresa y se adaptará bastante deprisa. La mujer abandonada, abnegada, sacrificada, se sentirá mucho más trastornada con la repentina revelación: «Sólo tenía una vida para vivir; esto es lo que me ha quedado, ¡así es!» Ante el asombro de los que la rodean, se produce en ella un cambio radical: desalojada de sus trincheras, desvinculada de sus proyectos, se encuentra bruscamente, sin ayuda, frente a ella misma. Una vez superado el hito con el que ha tropezado de repente, le parece que ya sólo le queda sobrevivir; su cuerpo ya no tiene promesas; los sueños, los deseos que no haya realizado quedarán para siempre incumplidos; 736 desde esta nueva perspectiva, se vuelve hacia el pasado; ha llegado el momento de trazar una línea, de sacar cuentas; hace un balance. Se asusta de las estrechas limitaciones que le ha infligido la vida. Frente a esta historia breve y decepcionante que ha sido la suya, vuelve a las conductas de la adolescente en el umbral de un futuro todavía inaccesible: rechaza su finitud; opone a la pobreza de su existencia la riqueza nebulosa de su personalidad. Como mujer, ha sufrido más o menos pasivamente su destino y ahora le parece que le han robado sus oportunidades, que la han engañado, que se ha deslizado de lajuventud a la madurez sin tener conciencia de ello. Descubre que su marido, su ambiente, sus ocupaciones no eran dignas de ella; se siente incomprendida. Se aísla de un entorno al que se considera superior; se encierra con el secreto que lleva en su corazón, que es la misteriosa clave de su desgraciada suerte; trata de analizar las posibilidades que no ha agotado todavía. Se pone a escribir un diario íntimo; si encuentra confidentes comprensivos, se desahoga en conversaciones indefinidas; y rumia a lo largo de todo el día, de toda la noche, sus penas, sus resentimientos. Como la muchacha sueña en lo que será su futuro, evoca lo que habríapodido ser su pasado; rememora las ocasiones que ha dejado escapar y construye hermosas novelas retrospectivas. H. Deutsch cita el caso de una mujer que había roto muy joven un matrimonio desgraciado y que luego había pasado largos años serenos con un segundo esposo: a los cuarenta y cinco años se puso a echar de menos dolorosamente a su primer marido y a hundirse en la melancolía. Las preocupaciones de la infancia y de la pubertad se reavivan, la mujer rumia incesantemente la historia de sus años jóvenes y sus sentimientos adormecidos por sus padres, hermanos, amigos de la infancia, se exaltan de nuevo. A veces, se abandona a una melancolía soñadora y pasiva. En general, trata en un impulso de salvar su existencia fallida. Esta personalidad que acaba de descubrir en ellapor contraste con la mezquindad de su destino, la enarbola, la exhibe, alaba sus méritos, reclama imperiosamente que le hagan justicia. Madurada por la experiencia, piensa que es capaz de mostrar por fin lo que vale: quisiera recuperar el tiempo perdido. Ante todo, en un esfuerzo patético, trata de detener el tiempo. Una mujer maternal afirma que todavía puede tener hijos: trata con pasión de crear la vida de nuevo. Uña mujer sensual se esfuerza por conquistar un nuevo amante. La coqueta está más ávida por gustar que nunca. Todas declaran que jamás se habían sentido tan jóvenes. Quieren 737 convencer a los demás de que el paso del tiempo no las ha afectado realmente; se ponen a «vestirse de jovencitas», adoptan gestos infantiles. La mujer que envejece sabe bien que está dejando de ser un objeto erótico, no sólo porque su carne ya no ofrece al hombre riquezas frescas; además, su pasado, su experiencia, la convierten, lo quiera o no, en una persona; ha luchado, amado, deseado, sufrido, gozado: esta autonomía intimida; trata de negarla; exagera su feminidad, se engalana, se perfuma, es toda encanto, gracia, pura inmanencia, admira con ingenuidad y entonaciones infantiles al interlocutor masculino, evoca voluble sus recuerdos de niña; en lugar de hablar, goijea, agita las manos, ríe a carcajadas. Representa esta farsa con una cierta sinceridad. El interés nuevo que tiene por su persona, su deseo de salir de las antiguas rutinas y de empezar de nuevo le dan la impresión de volver a empezar. En realidad no se trata de un verdadero principio; no descubre en el mundo objetivos hacia los que se pueda proyectar en un movimiento libre y eficaz. Su agitación adopta una forma excéntrica, incoherente y vana, porque sólo está destinada a compensar simbólicamente los errores y los fracasos pasados. Entre otras cosas, la mujer se esfuerza por hacer realidad antes de que sea demasiado tarde todos sus deseos de infancia y juventud: unas vuelven al piano, otras se dedican a la escultura, a escribir, a viajar, aprenden a esquiar, o idiomas extranjeros. Todo lo que hasta entonces se había negado, decide hacerlo antes de que sea demasiado tarde. Confiesa su repugnancia por un esposo que antes toleraba y se vuelve frígida en sus brazos; o si no, se abandona a ardores que reprimía; abruma al esposo con sus exigencias; vuelve a la práctica de la masturbación abandonada desde la infancia. Las tendencias homosexuales —que existen de forma larvada en casi todas las mujeres— se declaran. A menudo, el sujeto las dirige hacia su hija, pero a veces nacen sentimientos insólitos hacia una amiga. En su obra Sex, Life and Faith, Rom Landau relata la historia siguiente, que le contó la interesada: La señora X. se acercaba a la cincuentena; casada desde hacía veinticincoaños, madre detreshijos adultos, conunaposición prominente en las organizaciones sociales y caritativas de su ciudad, conoció en Londres a una mujer más joven que ella que se consagraba como ella a las obras sociales. Se hicieron amigas y la señorita Y. le propuso que se quedara en su 738 casa en su próxim o viaje. La señora X. aceptó y la segunda noche de su estancia se encontró de pronto besando apasionadamente a su anfitriona; más adelante confesó en varias ocasiones no haber tenido la menor idea de la forma en que las cosas habían pasado; pasó la noche con su amiga y volvió a su casa aterrorizada. Hasta entonces lo ignoraba todo de la hom osexualidad, ni siquiera sabía que «semejante cosa» pudiera existir. Pensaba en la señorita Y. con pasión y por primera vez en su vida encontró las caricias y el beso cotidiano de su marido poco agradables. Decidió volver a ver a su amiga para «poner las cosas en claro» y su pasión siguió creciendo; estas relaciones la llenaban de un placer que no había conocido hasta entonces. Sin embargo, estaba atormentada por la idea de haber cometido un pecado y se dirigió a un m édico para saber si había una «explicación científica» de su estado y si se podía justificar por algún argumento moral. En este caso, el sujeto cede a un impulso espontáneo y se siente por ello profundamente desconcertado. A menudo, la mujer busca deliberadamente la forma de vivir las historias que no ha conocido y que pronto no podrá conocer. Se aleja de su hogar, primero porque le parece indigno de ella y desea la soledad, y segundo porque va en busca de aventuras. Si las encuentra, se dedica a ellas ávidamente. Como en esta historia que relata Stekel: La señora B. Z. tenía cuarenta años, tres hijos y veinte años de vida conyugal a sus espaldas cuando em pezó a pensar que era una incomprendida, que su vida era un fracaso; se entregó a diferentes actividades nuevas, entre otras excursiones a la montaña para esquiar; allí conoció a un hombre de treinta años y se convirtió en su amante; poco después este hombre se enamoró de la hija de la señora B. Z. Ella aceptó casarlos para que su amante siempre estuviera cerca de ella; entre madre e hija había un amor homosexual no confesado, pero m uy fuerte, lo que explica en parte esta decisión. N o obstante, la situación pronto fue intolerable, pues el amante abandonaba a veces el lecho de la madre durante la noche para reunirse con la hija. La señora B. Z. trató de suicidarse. Entonces — tenía cuarenta y seis años— em pezó a tratarse con Stekel. Se decidió a una ruptura y su hija también renunció a su proyecto de matrimonio. La señora B. Z. volvió a ser una esposa ejemplar y se hundió en la devoción. La mujer sobre la que pesa una tradición de decencia y de honestidad no siempre pasa a los hechos, pero sus sueños se pueblan 739 de fantasías eróticas que alimenta también estando despierta; manifiesta una ternura exaltada y sensual por sus hijos; alimenta sobre su hijo obsesiones incestuosas; cae secretamente enamorada de unjoven tras otro; como la adolescente, la obsesionan las ideas de violación; conoce también el vértigo de la prostitución; también en ella la ambivalencia de sus deseos y sus temores genera una ansiedad que a veces provoca neurosis: escandaliza entonces a sus allegados con conductas extrañas que en realidad sólo traducen su vida imaginaria. La frontera entre lo imaginario y la realidad es todavía más imprecisa en este periodo agitado que en la pubertad. Uno de los rasgos más acusados de la mujer que envejece es una sensación de despersonalización que le hace perder todos sus puntos de referencia objetivos. Las personas que en plena salud han visto la muerte muy de cerca dicen que se vive una curiosa sensación de desdoblamiento; al sentirse conciencia, actividad, libertad, el objeto pasivo juguete de la fatalidad aparece necesariamente como otro: no soyyo quien ha sido atropellado por un coche; no soyyo esta anciana cuyo reflejo me devuelve el espejo. La mujer que «nunca se sintió tan joven» y que nunca se ha visto tan mayor no consigue conciliar estos dos aspectos de ella misma; el tiempo pasa, el transcurrir la va minando sólo en sueños. Así la realidad se aleja y se empequeñece, hasta el punto de que ya no se diferencia claramente de la ilusión. La mujer se fía de sus evidencias interiores más que de este extraño mundo en el que el tiempo avanza para atrás, en el que su doble ya no se le parece, en el que los acontecimientos la han traicionado. Así queda a merced de los éxtasis, las iluminaciones, los delirios. Y ya que el amor es más que nunca su preocupación esencial, es normal que se abandone a la ilusión de que es amada. Nueve de cada diez erotómanas son mujeres, y casi todas tienen de cuarenta a cincuenta años. No obstante, no todo el mundo puede cruzar osadamente el muro de la realidad. Excluidas, incluso en sueños, de todo amor humano, muchas mujeres buscan socorro en Dios; en el momento de la menopausia, la coqueta, la enamorada, la disipada, se hace devota; las vagas ideas de destino, de secreto, de personalidad incomprendida que acaricia la mujer al borde de su otoño encuentran en la religión una unidad racional. La devota considera su vida fracasada como una prueba que le envía el Señor; su alma busca en la desgracia méritos excepcionales que le permiten ser especialmente distinguida con la gracia divina; creerá que el cie­ 740 lo le envía visiones o incluso —como la señora Krüdener— que le ha dado una misión imperiosa. Al haber perdido más o menos el sentido de la realidad, durante esta crisis la mujer es accesible a todas las sugestiones: un director espiritual está bien situado para adquirir un poderoso ascendiente sobre su alma. También acogerá con entusiasmo autoridades más equívocas; es una presa fácil para las sectas religiosas, los espiritistas, los profetas, los sanadores, para todos los charlatanes. Es que no sólo ha perdido todo el sentido crítico al perder el contacto con el mundo real, también está ávida de una verdad definitiva: necesita el remedio, la fórmula, la clave que bruscamente la salvará al salvar el universo. Desprecia más que nunca una lógica que evidentemente no se puede aplicar a su caso singular; sólo le parecen convincentes los argumentos que le están especialmente destinados: las revelaciones, inspiraciones, mensajes, signos, incluso milagros se ponen a florecer a su alrededor. Sus descubrimientos la arrastran a veces por los caminos de la acción: se lanza a los negocios, empresas, aventuras, cuya idea le inspira algún consejero o las voces que oye. A veces, se limita a consagrarse como poseedora de la verdad y la sabiduría absolutas. Activa o contemplativa, su actitud se acompaña con exaltaciones febriles. La crisis de la menopausia corta bruscamente en dos la vida femenina; esta discontinuidad es lo que da a la mujer la ilusión de una «nueva vida»; es un tiempo diferente que se abre ante ella: lo aborda con un fervor de conversa; se ha convertido al amor, a la vida de Dios, al arte, a la humanidad: en estas entidades, se pierde y se magnifica. Ha muerto y ha resucitado, dirige sobre la tierra una mirada que ha penetrado en los secretos del más allá y cree alzarse hacia cimas que nadie holló. No obstante, la tierra no cambia; las cumbres siguen fuera de su alcance; los mensajes recibidos —aunque sean de una evidencia avasalladora— se dejan descifrar mal; las luces interiores se apagan; queda ante el espejo una mujer que ha envejecido un día más desde la víspera. A los momentos de fervor suceden las horas negras de la depresión. El organismo marca el ritmo, pues la disminución de las secreciones hormonales queda compensada por una hiperactividad de la hipófisis; pero sobre todo esta alternancia está regida por la situación psicológica. Porque la agitación, las ilusiones, el fervor sólo son una defensa contra la fatalidad de lo que ha sido. De nuevo la angustia se apodera de aquella cuya vida está consumada sin que llegue por ello la muerte. En lu­ 741 gar de luchar contra la desesperación, opta por intoxicarse con ella. Colecciona agravios, lamentos, recriminaciones; imagina en sus vecinos, sus allegados negras maquinaciones; si tiene una hermana ó una amiga de su edad asociada a su vida, pueden construir juntas manías persecutorias. Sobre todo, se pone a desarrollar hacia su marido unos celos enfermizos: está celosa de sus amigos, de sus hermanas, de su profesión; con o sin razón, acusa a alguna rival de ser la responsable de todos sus males. Entre los cincuenta y los cincuenta y cinco años se dan los casos de celos patológicos más numerosos. Las dificultades de la menopausia se prolongarán —a veces hasta la muerte— en la mujer que no se decide a envejecer; si no tiene más recursos que la explotación de sus encantos, luchará encarnizadamente por conservarlos; luchará también con rabia si sus deseos sexuales siguen despiertos. Es un caso frecuente. Preguntaban a la princesa Mettemich a qué edad una mujer deja de verse atormentada por la carne: «No lo sé —dijo—, sólo tengo sesenta y cinco años.» El matrimonio, que según Montaigne sólo ofrece a la mujer «un ligero refrigerio», se convierte en un remedio cada vez más insuficiente a medida que se va haciendo mayor; con frecuencia paga en la madurez las resistencias, la frialdad de su juventud; cuando empieza por fin a conocer las fiebres del deseo, el marido se ha resignado desde hace tiempo a su indiferencia: la ha asumido. Desprovista de sus encantos por el hábito y el tiempo, la esposa ya no tiene posibilidades de reavivar la llama conyugal. Despechada, decidida a «vivir su vida», tendrá menos escrúpulos que antes —si es que los ha tenido alguna vez— para tener amantes; pero primero tienen que dejarse atrapar: comienza la caza del hombre. Despliega mil argucias; fingiendo ofrecerse, se impone; convierte en trampas la educación, la amistad, la gratitud. Si se inclina por losjovencitos, no es sólo porque le guste la carne fresca: sólo de ellos puede esperar esa ternura desinteresada que el adolescente a veces siente por una amante maternal; ella misma se ha vuelto agresiva, dominante; la docilidad de Chéri colma a Léa tanto como su belleza; Mme de Staél, pasada la cuarentena, elegía pajes que aplastaba con su prestigio; además, un hombre tímido, novato, es más fácil de capturar. Cuando seducción y trampas resultan realmente ineficaces, le queda a la obstinada un recurso: pagar. La historia de las «navajitas» popular en la Edad Media ilustra el destino de estas ogresas insaciables: una mujer joven, como agradecimiento a sus favores, pedía a cada 742 uno de sus amantes una navajita que guardaba en un armario; llegó un día en que el armario estuvo lleno, pero en ese momento los amantes empezaron a reclamarle por cada noche de amor una navajita; pronto el armario estuvo vacío; todas las navajitas habían sido devueltas, y hubo que comprar más. Algunas mujeres miran las cosas con cinismo: ya ha pasado su hora, es el momento de «devolver las navajitas». El dinero puede tener para ellas un significado opuesto al que tiene para la cortesana, pero igualmente purificador: transforma al varón en instrumento y permite a la mujer la libertad erótica que antes le negaba sujoven orgullo. Más romántica que lúcida, la amante-bienhechora trata a menudo de comprar un simulacro de ternura, de admiración, de respeto; se convence incluso de que da por el placer de dar, sin que nadie le pida nada: también en este caso un joven es el mejor amante posible, pues es posible hacer alarde con él de generosidad maternal; además, tiene algo de ese «misterio» que el hombre pide también a la mujer a la que «ayuda», porque así la crudeza de la transacción se disfraza de enigma. Es raro que la «mala fe» le sea clemente mucho tiempo; la lucha de sexos se transforma en un duelo entre explotador y explotado en el que la mujer se arriesga decepcionada, escarnecida, a sufrir crueles derrotas. Prudente, se resignará a «deponer las armas» sin esperar demasiado, aunque no se hayan apagado en ella todos los fuegos. Desde el día en que la mujer acepta envejecer, su situación cambia. Hasta entonces era una mujer todavía joven, luchando afanosa contra un mal que misteriosamente la afeaba y deformaba; ahora se convierte en un ser diferente, asexuado pero completo; una mujer mayor. Se puede considerar entonces que la crisis de la menopausia está liquidada. No hay que deducir por ello que ahora le será fácil vivir. Cuando ha renunciado a luchar contra la fatalidad del tiempo, se abre otro combate: tiene que conservar un lugar en el mundo. En su otoño, en su invierno, la mujer se libera de sus cadenas; se apoya en su edad para evitar las tareas que le pesan; conoce demasiado a su marido para dejarse intimidar por él, evita sus asiduidades, se acomoda junto a él —con amistad, indiferencia u hostilidad— una vida para ella; si él envejece más deprisa, se hace cargo de la dirección de la pareja. Puede permitirse también desafiar a la moda, a la opinión; se libra de las obligaciones mundanas, los regímenes y los tratamientos de belleza: como Léa que Cheri encuentra liberada de las modistas, de las corseteras, de las 743 peluqueras y felizmente instalada en su glotonería. En cuanto a sus hijos, son lo bastante mayores para prescindir de ella, se casan, se van del hogar. Descargada de sus deberes, descubre por fin su libertad. Desgraciadamente, en la historia de cada mujer se repite el hecho que hemos comprobado a lo largo de la historia de la mujer: descubre esta libertad en el momento en que no le sirve para nada. Esta repetición no es casual: la sociedad patriarcal ha dado a todas las funciones femeninas la imagen de una servidumbre; la mujer sólo escapa a la esclavitud cuando pierde toda su eficacia. Hacia los cincuenta años está en plena posesión de sus fuerzas, se siente rica en experiencias; a esta edad el hombre accede a las situaciones más elevadas, a los puestos más importantes, y ella se tiene que retirar. Sólo le han enseñado una abnegación que ahora nadie necesita. Inútil, injustificada, contempla los largos años sin promesas que le quedan por vivir y murmura: «¡Nadie me necesita!» No se resigna inmediatamente. A veces se aferra con desesperación a su esposo. Lo abruma con atenciones más imperiosamente que nunca, pero la rutina de su vida conyugal está demasiado bien fijada; o sabe desde hace tiempo que su marido no la necesita, o ya no le parece suficientemente precioso para justificarla. Ocuparse de mantener su vida en común es una tarea tan contingente como velar solitariamente por ella misma. Se vuelve esperanzada hacia sus hijos: para ellos, la suerte no está echada todavía; el mundo, el futuro está abierto; quisiera precipitarse tras ellos. La mujer que ha tenido la suerte de engendrar a una edad avanzada es una privilegiada: es una madre joven en el momento en que otras se convierten en abuelas. En general, entre los cuarenta y los cincuenta años, la madre ve cómo sus pequeños se transforman en adultos. En el instante en que se le escapan, ella se esfuerza apasionadamente por sobrevivir a través de ellos. Su actitud es diferente en función de que busque su salvación en un hijo o en una hija; en el primero suele poner sus esperanzas más ávidas. Llega hasta ella desde el fondo de su pasado el hombre cuya aparición maravillosa buscaba en el horizonte; desde los primeros balbuceos del recién nacido, ha esperado este día en que le entregaría todos los tesoros con los que el padre no la ha sabido colmar. Mientras tanto, ha repartido purgas y bofetadas, pero las ha olvidado; el que ha llevado en su vientre era ya uno de los semidioses que gobiernan el mundo y el destino de las mujeres: ahora va a reconocerla en la gloria de su maternidad. La va a de- 744 fender de la supremacía del esposo, va a vengarla de los amantes que ha tenido y de los que no ha tenido, será su liberador, su salvador. Encuentra ante él las conductas de seducción y de cortejo de la jovencita que espera al Príncipe Azul; cuando se pasea junto a él, elegante, todavía encantadora, piensa que parece su «hermana mayon>; está encantada si —siguiendo el modelo de las películas americanas— se burla amablemente de ella, risueño y respetuoso: con orgullosa humildad reconoce la superioridadviril de aquel que ha llevado en sus flancos. ¿En qué medida se pueden calificar estos sentimientos de incestuosos? Está claro que cuando se imagina encantada colgada del brazo de su hijo, la expresión «hermana mayor» traduce púdicamente sus fantasías equívocas; cuando duerme, cuando no se controla, sus fantasías la llevan a veces muy lejos; pero ya hemos dicho que sueños y fantasías están muy lejos de expresar siempre el deseo oculto de un acto real: a menudo se bastan a sí mismas, son la realización completa de un deseo que sólo necesita ser saciado de forma imaginaria. Cuando la madre juega de una forma más o menos velada a ver en su hijo a un amante, sólo se trata de un juego. El erotismo propiamente dicho en general ocupa poco lugar en esta pareja. Eso sí, se trata de una pareja; desde el fondo de su feminidad, la madre saluda en su hijo al hombre soberano; se pone en sus manos con tanto fervor como la enamorada, y a cambio de este don espera ser elevada a la diestra del dios. Para alcanzar esta asunción, la enamorada apela a la libertad del amante: ella asume generosamente un riesgo; el precio son sus exigencias ansiosas. La madre estima que ha ganado derechos sagrados por el mero hecho de haber engendrado; no espera que su hijo se reconozca en ella para verlo como su criatura, su bien; es menos exigente que la amante porque su mala fe es más tranquila: al haber conformado una carne, hace suya una existencia, se apropia de sus actos, sus obras, sus méritos. Al exaltar su fruto, lo que eleva hasta las nubes es su propia persona. Vivirpor poderes es siempre una situaciónprecaria. Las cosas pueden no salir como se esperaba. Puede pasar que el hijo sea un inútil, un canalla, un fracasado, un fruto seco, un ingrato. La madre tiene sus propias ideas sobre el héroe que debe encamar. No son muy frecuentes las que respetan auténticamente en el hijo a la persona humana, las que reconocen su libertad hasta en sus fracasos, las que asumén con él los riesgos que implica todo compromiso. Es más corriente encontrar émulas de aquella espartana tan alabada que condenaba alegremente a su retoño a la gloria o a la 745 muerte; lo que el hijo tiene que hacer sobre la tierra es justificar la existencia de su madre asumiendo en beneficio de ambos los valores que ella respeta. La madre exige que los proyectos del hijo dios se. ajusten a su propio ideal y que su éxito esté garantizado. Toda mujer quiere engendrar un héroe, un genio, pero todas las madres de héroes, de genios empezaron clamando que les rompían el corazón. El hombre conquista a menudo contra la madre los trofeos con los que ella soñaba, y que ni siquiera reconoce cuando los arroja a sus pies. Aunque apruebe en principio las empresas de su hijo, está desgarrada por una contradicción similar a la que tortura a la enamorada. Parajustificar su vida —y la de su madre— el hijo tiene que superarla hacia unos fines; para alcanzarlos tiene que jugarse la salud, correr riesgos, pero cuestiona el valor del don que su madre le ha hecho cuando coloca determinados objetivos por encima del puro hecho de vivir. Ella se escandaliza; sólo reina soberanamente sobre el hombre si esta carne que ha engendrado es para ella el bien supremo: él no tiene derecho a destruir esta obra que ha nacido del sufrimiento. «Te vas a cansar, te pondrás enfermo, te pasará algo», le machaca insistentemente. No obstante, ella sabe bien que vivir no es suficiente; si no incluso procrear sería superfluo; ella es la primera en irritarse si su retoño es perezoso, flojo. Vive en una tensión constante. Cuando se va a la guerra, quiere que vuelva vivo, pero condecorado. En su carrera, quiere que triunfe, pero tiene miedo de que se agote. Haga lo que haga, siempre asistirá impotente y llena de preocupación al desarrollo de una historia que es la suya, pero que no controla: tiene miedo de que se equivoque de ruta, de que no triunfe, de que triunfe pero se ponga enfermo. Aunque tenga confianza en él, la diferencia de edad y de sexo no permite que se establezca entre su hijo y ella una verdadera complicidad; ella no está al corriente de sus trabajos, no se le pide ninguna colaboración. Por esta razón, aunque admire a su hijo con el orgullo más desmesurado, la mujer sigue estando insatisfecha. Como cree haber engendrado no sólo una carne, sino una existencia absolutamente necesaria, se siente retrospectivamente justificada, pero los derechos no son una ocupación: para llenar sus días necesita perpetuar su acción benéfica; desea sentirse indispensablepara sudios; la falacia de la abnegación queda denunciada en este caso de la forma más brutal: la esposa la despojará de sus funciones. Se ha descrito con frecuencia la hostilidad que sientehacia esta extraña que le «quita» a su hijo. La madre eleva la facticidad contingente del parto a la altura de 746 un misterio divino: se niega a admitir que una decisiónhumana pueda tenermáspeso. A sus ojos, los valores son así, proceden de la naturaleza, del pasado; ignora el precio de un libre compromiso. Sn hijo le debe lavida; ¿qué le debe a estamujer que ayerni siquiera conocía? Por algún maleficio le ha convencido de la existencia de un vínculo que, hasta ahora, no existía; es una intrigante, interesada, peligrosa. La madre espera con impaciencia que se descubra la impostura; estimulada por el antiguo mito de la buena madre de manos consoladoras que venda las heridas causadas por lamala mujer, acecha en el rostro de su hijo las huellas de la infelicidad: las descubre aunque él lo niegue; entonces le compadece, auque él no se queje de nada; espía a su nuera, la critica, hace frente a todas sus innovaciones con el pasado, la costumbre, que condenan la presencia misma de la intrusa. Cada una entiende a su manera la felicidad del bien amado; la mujer quiere ver en él un hombre a través del cual dominará elmundo; lamadre, para conservarlo, intenta devolverlo a la infancia; a los proyectos de la mujer másjoven, que espera que su marido se haga rico o importante, ella opone las leyes de su esencia inmutable; es frágil, no tiene que trabajar demasiado. El conflicto entre el pasado y el futuro se intensifica cuando la recién llegada se queda embarazada a su vez. «El nacimiento de los hijos es la muerte de lospadres»; ahora es cuando esta verdad adquiere toda su fuerza cruel: la madre que esperaba sobrevivirse en el hijo comprende que él la condena a muerte. Ella ha dado la vida: la vida continuará sin ella, ya no es la Madre: sólo es un eslabón; cae del cielo de los ídolos intemporales; ya sólo es un individuo acabado, caduco. Entonces, en los casos patológicos, su odio se exacerba hasta provocar una neurosis o la empuja al crimen; cuando conoció el estado de su nuera, Mme Lefebvre, después de haberla detestado durante mucho tiempo, se decide a asesinarla2. 2 En agosto de 1925, una burguesa de la región Norte, Mme Lefebvre, de sesenta años de edad, que vivía con su marido y sus hijos, mató a su nuera embarazada de seis meses durante un viaje en coche, mientras conducía su hijo. Condenada a muerte e indultada, acabó su vida en la cárcel sin manifestar remordimiento alguno; pensaba que Dios la aprobaba cuando mató a su nuera «como se arrancan las malas hierbas, como se mata a un animal salvaje». La única pmeba que daba de este caráctersalvaje era que la mujerle había dicho un día: «Ahora estoy aquí y tendrá que contar conmigo.» Cuando sospechó el embarazo de su nuera compró un revólver, dijo que para defenderse dé los ladrones. Tras la menopausia se había aferrado desesperadamente a su maternidad; durante doce años había tenido molestias que expresaban simbólicamente un embarazo imaginario. 747 Normalmente, la abuela supera su hostilidad; a veces se obstina en ver en el recién nacido únicamente un hijo de su hijo y lo ama despóticamente, pero en general, la madre joven y la madre de ella lo reivindican también; entonces, celosa, la abuela alimenta por el recién nacido uno de esos afectos ambiguos en los que la enemistad se oculta bajo el disfraz de la ansiedad. La actitud de la madre ante su hija mayor es muy ambivalente: en su hijo, busca un dios; en su hija encuentra un doble. El «doble» es un personaje ambiguo: asesina a aquel de quien emana, como vemos en los cuentos de Poe, en El cuadro de Dorian Gray, en la historia que relata Marcel Schwob. La hija, al hacerse mujer, condena a su madre a muerte; y no obstante le permite sobrevivirse. Las conductas de la madre son muy diferentes en función de que vea en el desarrollo de su hija una promesa de ruina o de resurrección. Muchas madres se endurecen en la hostilidad; no aceptan verse suplantadas por la ingrata que les debe la vida; se ha hablado con frecuencia de los celos de la coqueta ante la fresca adolescente que pone en evidencia sus artificios: la que haya detestado en toda mujer a una rival odiará a la rival incluso en su hija; la aleja o la encierra, o se ingenia para negarle sus oportunidades. La que ponía su gloria en ser, de forma ejemplar y única, la Esposa, la Madre, también se resiste obstinadamente a dejarse destronar; sigue afirmando que su hija sólo es una niña; considera sus empresas como unjuego pueril; es demasiado joven para casarse, demasiado frágil para procrear; si se obstina en querer un esposo, un hogar, unos hijos, sólo serán simulacros; incansable, la madre critica, se burla, o profetiza desgracias. Si se lo permiten, condena a su hija a una eterna infancia; si no trata de arruinar esta vida de adulta que la otra pretende reivindicar. Hemos visto que a menudo lo consigue: muchas mujeres jóvenes se vuelven estériles, abortan, se muestran incapaces de amamantar y de criar a sus hijos, de llevar su casa a causa de esta influencia maléfica. Su vida conyugal resulta imposible. Infelices, aisladas, encontrarán un refugio en los brazos soberanos de su madre. Si se le resisten, un conflicto perpetuo las enfrentará a ambas; la madre frustrada refleja muchas veces sobre su yerno la irritación que le provoca la insolente independencia de su hija. La madre que se identifica apasionadamente con su hija no es menos tiránica; lo que quiere es, provista de su madura experiencia, reanudar su juventud: así salvará su pasado al tiempo que se 748 libra de él; elegirá un yerno de acuerdo con aquel marido soñado que no tuvo; coqueta, tierna, se imagina con frecuencia que en alguna región de su corazón se casa con ella; a través de su hija, saciará sus viejos deseos de riqueza, de éxito, de gloria; se han descrito con frecuencia esas mujeres que «empujan» impetuosamente a su hija por los caminos de la vida galante, del cine o del teatro; con el pretexto de vigilarlas, se apoderan de su vida: me han hablado de algunas que llegan a meter a los admiradores en la cama de la muchacha. Es raro que ella soporte indefinidamente esta tutela; el día en que encuentre un marido o un protector serio, se rebelará. La suegra que había empezado adorando a su yerno, se vuelve hostil; se lamenta de la ingratitud humana, se hace la víctima; se vuelve a su vez una madre enemiga. Presintiendo estas decepciones, muchas mujeres se atrincheran en la indiferencia cuando ven crecer a sus hijos, pero entonces no encuentran en ellos demasiada alegría. La madre necesita una rara mezcla de generosidad y distanciamiento para encontrar en la vida de sus hijos un enriquecimiento sin convertirse en tirana ni transformarlos en verdugos. Los sentimientos de la abuela ante sus nietos prolongan los que tiene por su hija; a menudo les traslada su hostilidad. No es sólo por miedo a la opinión si tantas mujeres obligan a su hija seducida a abortar, a abandonar al niño, a suprimirlo; están encantadas de impedirle la maternidad; se obstinan en disfrutar de este privilegio en exclusiva. Incluso a la madre legítima le aconsejarán muchas veces que se deshaga del niño, que no lo amamante, que lo aleje. Ellas mismas negarán con su indiferencia esta pequeña existencia impúdica; o no dejarán de reñir al niño, castigarle, maltratarle incluso. Por el contrario, la madre que se identifica con su hija a menudo acoge a sus hijos con más avidez que la mujer joven: esta última se siente desconcertada por la llegada del pequeño desconocido; la abuela lo reconoce: retrocede veinte años en el tiempo, vuelve a ser lajoven madre, recupera todas las alegrías de la posesión y del dominio que desde hace tiempo no le dan sus hijos, todos los deseos de maternidad a los que había renunciado con la menopausia quedan milagrosamente colmados; ella es la verdadera madre, ella se ocupa autoritaria del bebé, y si se lo permiten se consagrará a él con pasión. Desgraciadamente para ella, la madre pretende reafirmar sus derechos: la abuela sólo está autorizada a un papel de ayudante que antes sus hijas mayores desempeñaron con ella; ella se siente destronada y, además, hay que 749 contar con la madre de su yerno, de la que se siente naturalmente celosa. El despecho pervierte a menudo el amor espontáneo que sentía en un principio por el niño. La ansiedad que se suele observar en las abuelas es el reflejo de la ambivalencia de sus sentimientos: adoran al bebé en la medida en que les pertenece, pero sienten hostilidad ante el pequeño extraño que es también para ellas y sienten vergüenza por esta hostilidad. No obstante, aunque renuncie a poseerlos en su totalidad, la abuela conserva por sus nietos un cálido afecto, puede tener en su vida un papel privilegiado de divinidad tutelar: al no reconocerse ni derechos ni responsabilidades, los ama con generosidad pura; no acaricia a través de ellos sueños narcisistas, no les pide nada, no los sacrifica a un futuro en el que ella no estará presente; lo que adora son esos pequeños seres de carne y hueso que están ahora ahí, en su contingencia y su gratuidad; no es una educadora, no encama a lajusticia abstracta, la ley. Esta situación podrá ser fuente de conflictos con los padres. A veces la mujer no tiene descendencia o no se interesa por su posteridad; a falta de vínculos naturales con hijos o nietos, intenta a veces crear artificialmente homólogos. Ofrece a los jóvenes una ternura maternal; platónicamente o no, no es sólo por hipocresía si declara amar a su joven protegido «como un hijo»: los sentimientos de una madre también son amorosos. Es verdad que las émulas de Mme de Warens se complacen en colmar, ayudar, formar a un hombre con generosidad: desean ser fuente, condición necesaria, fundamento de una existencia que las supera; se hacen madres y se buscan en su amante más con esta imagen que con la de amante. Con mucha frecuencia, la mujer maternal adopta hijas: también en este caso sus relaciones revisten formas más o menos sexuales; platónica o camalmente, lo que busca en sus protegidas es su doble milagrosamente rejuvenecido. La actriz, la bailarina, la cantante se convierten en pedagogas; forman alumnas; la intelectual —como Mme de Charriére en la soledad de Colombier— adoctrina a sus discípulas; la devota reúne a su alrededor algunas hijas espirituales; la mujer galante se rodea de «pupilas». Si aportan a su proselitismo un celo tan ardiente, nunca es por puro interés: tratan apasionadamente de reencarnarse. Su generosidad tiránica genera más o menos los mismos conflictos que entre las madres y las hijas unidas por vínculos de sangre. Es posible también adoptar nietos; las tías abuelas, las madrinas, a veces desempeñan un papel similar al de las abuelas. En todo caso, 750 es raro que la mujer encuentre en su posteridad —natural o de elección— una justificación para su vida que declina: fracasa al intentar hacer suya la empresa de una de estas jóvenes existencias. O bien se obstina en su esfuerzo por asimilarla, consumiéndose en luchas o dramas que la dejan decepcionada, quebrada; o bien se resigna a una participación modesta. Es el caso más habitual. La madre envejecida, la abuela, reprimen sus deseos de dominio, ocultan sus rencores; se contentan con lo que sus hijos les quieren buenamente dar. Entonces no encuentran en ellos demasiada ayuda. Están disponibles ante el desierto del futuro, son presa de la soledad, de la pesadumbre, del aburrimiento. Llegamos aquí a la tragedia lamentable de la mujer mayor: se sabe inútil; a lo largo de toda su vida, la mujer burguesa ha tenido que resolver a menudo un problema irrisorio: ¿cómo matar el tiempo? Sin embargo, una vez educados los hijos, una vez que el marido ha triunfado, o por lo menos está instalado, los días nunca acaban de morir. Las «labores femeninas» se han inventado para disimular esta horrible ociosidad; las manos bordan, tejen, se mueven; no se trata de un verdadero trabajo, pues el objeto producido no es el objetivo que se persigue; no tiene ninguna importancia, y a menudo el problema está en saber qué hacer con él: hay que librarse regalándoselo a una amiga, a una organización caritativa, o amontonándolos sobre los veladores y las chimeneas; tampoco es unjuego que descubre en su gratuidad la alegría pura de existir; y es apenas una justificación, pues la mente sigue ociosa: es el entretenimiento absurdo como lo describe Pascal; con la aguja o el ganchillo, la mujer teje tristemente la nada misma de sus días. La acuarela, la música, la lectura, tienen más o menos el mismo papel; la mujer desocupada no trata de ampliar con estas actividades su asidero sobre el mundo, sino simplemente matar el aburrimiento; una actividad que no abre el futuro recae en la vanidad de la inmanencia; la ociosa comienza un libro, lo deja, abre el piano, lo cierra, vuelve a su bordado, bosteza y acaba descolgando el teléfono. Y casi siempre acaba buscando ayuda en la vida social: sale, hace visitas, consagra —como la señora Dalloway— enorme importancia a sus recepciones; asiste a todas las bodas, a todos los entierros; al no tener existencia propia, se alimenta de las presencias ajenas; de coqueta, se convierte en comadre: observa, comenta, compensa su inacción prodigando a su alrededor críticas y consejos. Pone su experiencia al servicio de todos los que no se la piden. Si tiene medios para ello, abre un 751 salón: así espera apoderarse de las empresas y de los éxitos ajenos; es conocido el despotismo de Mme du Deffand, de Mme Verdurin, gobernando a sus súbditos. Ser un centro de atracción, una encrucijada, una inspiradora, crear un «ambiente» es ya un simulacro de acción. Hay otras formas más directas de intervenir en el curso del mundo; en Francia existen las «obras sociales» y algunas «asociaciones», pero en Estados Unidos las mujeres se reúnen en clubes donde juegan al bridge, conceden premios literarios, meditan sobre las mejoras sociales. Lo que caracteriza en ambos continentes la mayor parte de estas organizaciones es que son en sí su propia razón de ser: los fines que pretenden perseguir son meros pretextos. Las cosas transcurren exactamente como en el apólogo de Kafka3: nadie se preocupa por construir la torre de Babel; alrededor de su emplazamiento ideal se construye una amplia aglomeración que consume todas sus fuerzas en administrarse, en crecer, en regular sus disensiones intestinas. Así las damas de beneficencia se pasan la mayor parte del tiempo organizando su organización: eligen una sede, debaten sus estatutos, se pelean entre ellas y rivalizan en prestigio con otras asociaciones; hay que evitar que les roben sus pobres, sus enfermos, sus heridos, sus huérfanos; antes los dejarán morir que cedérselos a la competencia. Están muy lejos de desear un régimen que suprima las injusticias y abusos haciendo inútil su abnegación; bendicen las guerras, las hambrunas que las transforman en bienhechoras de la humanidad. Está claro que a sus ojos los pasamontañas, los paquetes, no están destinados a los soldados, a los hambrientos: son estos últimos los expresamente destinados a recibir prendas de punto y paquetes. A pesar de todo, algunos de estos grupos logran resultados positivos. En Estados Unidos, la influencia de las «Moms» veneradas es enorme; se explica por el tiempo libre que les deja una existencia parasitaria: precisamente por esto es nefasta. «Sin saber nada de medicina, arte, ciencia, religión, derecho, salud, higiene —dice Philipp Wyllie4hablando de la «mom» norteamericana—, no suele interesarse demasiado por lo que hace como miembro de una de estas incontables organizaciones: le basta con hacer algo.» Su esfuerzo no está integrado en un plan coherente y constructivo, no persigue unos fines objetivos; simplemente tien­ 3 El escudo de la ciudad. 4 Generation of Vipers. 752 de a manifestar imperiosamente sus gustos, sus prejuicios, o a servir sus intereses. En el ámbito cultural, por ejemplo, desempeñan un papel considerable: ellas son las que consumen más libros, pero leen como quien hace un solitario; la literatura toma su sentido y su dignidad cuando se dirige a individuos comprometidos con proyectos, cuando los ayuda a superarse hacia horizontes más amplios; tiene que integrarse en el movimiento de la trascendencia humana; tal y como rebaja la mujer los libros y obras de arte al devorarlos en su inmanencia, el cuadro se convierte en cachivache, la música en cantilena, la novela en una fantasía tan vana como una tetera de ganchillo. Las norteamericanas son responsables del envilecimiento de los bestsellers, que no sólo pretenden gustar, sino además gustar a ociosas en busca de evasión. En cuanto al conjunto de sus actividades, Philipp Wyllie las define así: Aterrorizan a los políticos hasta empujarlos a un servilism o llorón y amedrentan a los pastores; aburren a los presidentes de banco y abruman a los directores de escuela. «M om» multiplica las organizaciones cuyo objetivo real es reducir a sus ahegados a un respaldo abyecto de sus designios egoístasexpulsa de la ciuda4 y del Estado si es posible, a las jóvenes prostitutas... se las arregla para que las líneas de autobús pasen por donde le resulte cóm odo a ella, y no a los trabajadores... prepara ferias y fiestas de caridad prodigiosas y entrega su producto al portero para que compre cerveza que cure la resaca de los miembros del comité a la mañana siguiente... Los clubes ofrecen a «M om » ocasiones incalculables de meter la nariz en los asuntos ajenos. Hay mucha verdad en esta sátira agresiva. Al no ser especialistas ni en política, ni en economía, ni en ninguna disciplina técnica, las ancianas no tienen ninguna aprehensión concreta de la sociedad; ignoran los problemas que plantea la acción; son incapaces de elaborar ningún programa constructivo. Su moral es abstracta y formal, como los imperativos de Kant; pronuncian interdictos en lugar de tratar de descubrir los caminos del progreso: no tratan de crear positivamente situaciones nuevas: se enfrentan con lo que ya es con el fin de eliminar el mal; es lo que explica que siempre se coaliguen contra algo: contra el alcohol, la prostitución, la pornografía; no comprenden que un esfuerzo puramente negativo está condenado al fracaso, como ha demostrado en Esta­ 753 dos Unidos el fracaso de la prohibición y en Francia la ley que ha hecho votar Marthe Richard. Mientras la mujer siga siendo un parásito, no podrá participar eficazmente en la elaboración de un mundo mejor. A pesar de todo, algunas mujeres se comprometen totalmente en alguna empresa y son realmente activas; en ese caso no sólo buscan una ocupación, buscan unos fines; productoras autónomas, se evaden de la categoría parasitaria que consideramos aquí; sin embargo, esta conversión es infrecuente. La mayoría de las mujeres en sus actividades privadas o públicas no buscan la obtención de un resultado, sino una forma de ocuparse; y toda ocupación es vana cuando sólo es un pasatiempo. Muchas se resienten por ello; tienen a sus espaldas una vida hecha, conocen la misma desazón que un adolescente cuya vida todavía no se ha abierto; nada las llama, alrededor de unos y otras está el desierto; ante la acción, murmuran: ¿para qué? Sin embargo, el adolescente se ve arrastrado lo quiera o no por una existencia de hombre que le desvela responsabilidades, fines, valores; se ve precipitado al mundo, toma partido, se compromete. La mujer mayor, si le sugieren que parta de cero hacia el futuro, contesta tristemente: «Es demasiado tarde.» No es que ahora el tiempo le esté contado; las mujeres se jubilan muy pronto, pero le falta impulso, confianza, esperanza, rabia que le permitirían descubrir a su alrededor fines nuevos. Se refugia en la rutina que siempre ha sido su destino; convierte la repetición en un sistema, se abandona a manías domésticas; se hunde cada vez más en la devoción; se atrinchera en el estoicismo como Mme de Charriére. Se vuelve seca, indiferente, egoísta. Al final de su vida, cuando ha renunciado a la lucha, cuando la cercanía de la muerte la libra de la angustia del futuro, la anciana encuentra frecuentemente la serenidad. Su marido en general era mayor que ella, y asiste a su decadencia con silencioso placer: es su revancha; si él muere antes, soporta alegremente el luto; se ha observado con frecuencia que los hombres se sienten mucho más abrumados por la viudez tardía: obtienen mayores beneficios que la mujer del matrimonio, sobre todo en su vejez; es cuando su universo se concentra en los límites del hogar; los días presentes ya no se extienden hacia el futuro; ella se ocupa de mantener el ritmo monótono que reina sobre ellos; cuando pierde sus funciones públicas, el hombre se vuelve totalmente inútil; la mujer conserva al menos la dirección de la casa; es necesaria para su mari­ 754 do, mientras que él es simplemente inoportuno. Se sienten orgullosas de su independencia; se ponen por fin a ver el mundo con sus propios ojos; se dan cuenta de que toda su vida han sido engañadas y embaucadas; lúcidas, desconfiadas, alcanzan a menudo un sabroso cinismo. En particular, la mujer que ha «vivido» tiene un conocimiento de los hombres que no comparte ningún hombre, porque ha visto, no su imagen pública, sino el individuo contingente al que cada uno de ellos se abandona en ausencia de sus semejantes; también conoce a las mujeres que sólo se muestran en su espontaneidad ante otras mujeres; conoce la trasera del decorado. Pero si su experiencia le permite denunciar falsedades y mentiras, no es suficiente para descubrirle la verdad. Divertida o amarga, la sabiduría de la anciana sigue siendo negativa: es cuestionamiento, acusación, rechazo, es estéril. En su pensamiento como en sus actos, la forma más elevada de libertad que puede conocer la mujer parásito es el desafío estoico o la ironía escéptica. En ninguna edad de su vida consigue ser a un tiempo eficaz e independiente. 755 Ca p ít u l o X Situación y carácter de la mujer Ahora podemos comprender por qué, en los alegatos que se alzan contra la mujer, desde los griegos hasta nuestros días, encontramos tantos rasgos comunes; su condición ha seguido siendo la misma a través de cambios superficiales, y es la que define lo que llamamos el «carácter» de la mujer: «se recrea en la inmanencia», tiene espíritu contradictorio, es prudente y mezquina, no tiene sentido de la verdad, ni de la exactitud, le falta moralidad, su bajeza es materialista, es mentirosa, fingidora, interesada... En todas estas afirmaciones hay algo de verdad. Sólo que las conductas que se denuncian no se las dictan a la mujer sus hormonas, ni están inscritas en las circunvalaciones de su cerebro: su propia situación las pone de relieve. Desde esta perspectiva vamos a tratar de presentar una imagen sintética de esta última, lo que nos obligará a algunas repeticiones, pero nos permitirá captar en el conjunto de sus condicionamientos económicos, sociales, históricos, «el eterno femenino». Se suele enfrentar el «mundo femenino» con el universo masculino, pero hay que destacar una vez más que las mujeres nunca constituyeron una sociedad autónoma y cerrada; están integradas en la sociedad gobernada por los varones en la que ocupan un lugar subordinado; están unidas únicamente en la medida en que son semejantes por solidaridad mecánica: no existe entre ellas esta solidaridad orgánica en la que se basa toda comunidad unificada; siempre han tratado —en tiempos de los misterios de Eleusis como ahora en los clubes, los salones, los obradores— de unir­ 757 se para afirmar un «contrauniverso», pero lo plantean desde el seno del universo masculino. Ahí nace la paradoja de su situación: pertenecen al mismo tiempo al universo masculino y a una esfera en la que se cuestiona este mundo: encerradas en esta última pero invadidas por aquél, no pueden instalarse en ningún lugar con tranquilidad. Su docilidad siempre lleva aparejada una resistencia, una resistencia a aceptar y en ello su actitud se acerca a la de la joven; pero es más difícil de sostener porque la mujer adulta no sólo tiene que soñar su vida a través de símbolos, sino vivirla. La misma mujer reconoce que el universo en su conjunto es masculino; los hombres lo han conformado, regido, y lo siguen dominando; en cuanto a ella, no se considera responsable; se supone que es inferior, dependiente; no ha aprendido las lecciones de la violencia, nunca ha emergido como sujeto frente a otros miembros de la sociedad; encerrada en su carne, en su hogar, se considera pasiva frente a estos dioses con rostro humano que definen fines y valores. En este sentido hay algo de verdad en la aseveración que la condena a ser «una eterna menor»; se ha dicho también de los obreros, de los esclavos negros, de los indígenas colonizados que eran «niños grandes», hasta que empezaron a dar miedo; eso quería decir que debían aceptar sin discusión las verdades y las leyes propuestas por otros hombres. El destino de la mujer es la obediencia y el respeto. No tiene ningún poder, ni siquiera en pensamiento, sobre la realidad que la domina. A sus ojos es una presencia opaca. Efectivamente, no ha hecho el aprendizaje de las técnicas que le permitirían dominar la materia; y en cualquier caso, no se enfrenta con la materia, sino con la vida, que no se deja dominar con herramientas: sólo es posible sufrir sus leyes secretas. El mundo no se le aparece a la mujer como un «conjunto de utensilios», intermediario entre su voluntad y sus fines, como lo define Heidegger: por el contrario, es una resistencia tenaz, indomable; está dominado por la fatalidad y atravesado por misteriosos caprichos. Este misterio de una fresa de sangre que en el vientre de la madre se transforma en ser humano, no puede convertirlo en ecuación ninguna matemática, ninguna máquina lo puede acelerar o retrasar; vive la resistencia de la duración que los aparatos más ingeniosos no son capaces de dividir o de multiplicar; la vive en su carne sometida al ritmo de la luna y que los años maduran y después marchitan. Día tras día, la cocina le enseña también paciencia y pasividad; es una alquimia; hay que obedecer 758 al fuego, al agua, «esperar a que se derrita el azúcar», a que la masa suba y también a que se seque la ropa, a que las frutas maduren. Las tareas domésticas se asemejan a una actividad técnica, pero son demasiado rudimentarias, demasiado monótonas para convencer a la mujer de las leyes de la causalidad mecánica. Por otra parte, incluso en este terreno, las cosas tienen sus caprichos; hay tejidos que se deforman al lavarlos y otros que no, manchas que desaparecen o vuelven a salir, objetos que se rompen solos, polvo que germina como las plantas. La mentalidad de la mujer perpetúa la de las civilizaciones agrícolas que adoran las virtudes mágicas de la tierra: cree en la magia. Su erotismo pasivo le descubre el deseo, no como voluntad y agresión, sino como atracción similar a la que hace oscilar el péndulo del brujo; si la mera presencia de su carne hincha y yergue el sexo masculino, ¿por qué un agua oculta no hará temblar la vara de avellano? Se siente rodeada de ondas, de radiaciones, de fluidos; cree en la telepatía, la astrología, la radiestesia, la cubeta de Mesmer, la teosofía, las mesas parlanchínas, las videntes, los sanadores; introduce en la religión las supersticiones primitivas: cirios, exvotos, etc.; encama en los santos los antiguos espíritus de la naturaleza: uno protege a los viajeros, otro a las parturientas, aquél encuentra los objetos perdidos; por supuesto, no la asombra ningún prodigio. Su actitud será la del conjuro y la oración; para obtener un resultado determinado, cumplirá con unos ritos garantizados. Es fácil comprender por qué es rutinaria; el tiempo no tiene para ella la dimensión de una novedad, no es un impulso creador; porque está condenada a la repetición, sólo ve en el futuro un duplicado del pasado; para quien conoce la palabra y la fórmula, el tiempo se alía a las potencias de la fecundidad, que obedece a su vez al ritmo de los meses, de las estaciones; el ciclo de cada embarazo, de cada floración reproduce en forma idéntica el que le precedió: en este movimiento circular, el mero devenir del tiempo es una lenta degradación: mina los muebles y la ropa como estropea el rostro; las potencias fértiles quedan destruidas poco a poco por la fuga de los años. La mujer tampoco puede confiar en esta fuerza que se ensaña en destruir. No sólo ignora lo que es una verdadera acción, capaz de cambiar la faz del mundo, sino que está perdida en el medio del mundo como en el corazón de una inmensa y confusa nebulosa. No sabe utilizar demasiado la lógica masculina. Stendhal destacaba que la maneja con tanta habilidad como el hombre si la necesidad 759 la empuja a ello, pero es un instrumento que nunca tiene ocasión de utilizar. Un silogismo no sirve para ligar una mayonesa, ni para calmar los llantos de un niño; los razonamientos masculinos no son adecuados a la realidad que constituye su experiencia. En el reino de los hombres, ya que no hace nada, ya que su pensamiento no cuaja en ningún proyecto, no se diferencia de la fantasía; no tiene sentido de la verdad por falta de eficacia; en realidad sólo se enfrenta con las imágenes y las palabras; por esta razón acoge sin problemas las afirmaciones más contradictorias; no se preocupa demasiado de resolver los misterios de un mundo que de todas formas está friera de su alcance; se contenta con conocimientos de lo más impreciso: confunde las ideas, las opiniones, los lugares, las personas, los acontecimientos; en su cabeza hay una extraña confusión. Después de todo, no le sirve para nada ver claro: le han enseñado a aceptar la autoridad masculina; renuncia por lo tanto a criticar, a examinar, ajuzgar personalmente. Se pone en manos de la casta superior. Por esta razón, el mundo masculino se le aparece como una realidad trascendente, un absoluto. «Los hombres hacen los dioses —dice Frazer—; las mujeres los adoran.» Ellos no pueden arrodillarse con total convicción ante los ídolos que han forjado, pero cuando las mujeres encuentran en su camino estas grandes estatuas, no imaginan que las haya creado mano alguna y se prosternan dócilmente1. En particular, les gusta que el Orden, el Derecho, se encamen en un jefe. En todo Olimpo hay un dios soberano; la prestigiosa esencia viril debe concentrarse en un arquetipo del que padre, marido, amantes, sólo son pálidos reflejos. Es un poco ridículo decir que el culto que rinden a este gran tótem es sexual; lo más real es que frente a él satisfacen plenamente el sueño infantil de abandono y de prostemación. En Francia, los generales Boulanger, Pétain, De Gaulle2 siempre tuvieron con ellos a 1 Cfr. J. P. Sartre, Las manos sucias: «Hoederer: Son torpes, entiendes, reciben las ideas preparadas, y creen en ellas como en el buen Dios. Nosotros hacemos las ideas y conocemos todos los trucos; por eso nunca estamos totalmente seguros de tener razón.» 2 «Cuando pasaba el general, el público estaba compuesto sobre todo por mujeres y niños.» (Les Joumaux, a propósito de la gira de septiembre de 1948 en Saboya.) «Los hombres aplaudieron el discurso del general, pero las mujeres llamaban la atención por su entusiasmo. Incluso algunas expresaban literalmente el éxtasis, destacando casi cada palabra y aplaudiendo y gritando con tanto fervor que su rostro se ponía de un rojo amapola.» (Aux écoutes, 11 de abril de 1947.) 760 las mujeres; también podemos recordar los fervores literarios con los que las mujeres periodistas de L’Humanité hablaban de Tito y su hermoso uniforme. El general, el dictador —mirada aguileña, firme mentón—, es el padre celeste que exige el universo de la seriedad, garantía absoluta de todos los valores. De su ineficacia y su ignorancia nace el respeto que las mujeres conceden a los héroes y a las leyes del mundo masculino; lo reconocen, no por un juicio, sino por un acto de fe: la fuerza fanática de la fe nace del hecho de que no es una sabiduría: es ciega, apasionada, obstinada, estúpida; lo que plantea, lo plantea incondicionalmente, contra la razón, contra la historia, contra todos los obstáculos. Esta reverencia obcecada según las circunstancias puede adoptar dos imágenes: la mujer puede consagrarse apasionadamente al contenido de la ley o a su mera forma vacía. Si forma parte de la elite privilegiada que se beneficia del orden social establecido, querrá que sea inconmovible y se destacará por su intransigencia. El hombre sabe que puede reconstruir otras instituciones, otra ética, otra ley; al percibirse como una trascendencia, considera también que la historia es un devenir; el más conservador sabe que una cierta evolución es inevitable y que debe adaptar su acción y su pensamiento; la mujer, al no participar en la historia, no comprende sus necesidades; desconfía del futuro y desea detener el tiempo. Si caen los ídolos que le ofrecen su padre, sus hermanos, su marido, no encuentra ninguna forma de repoblar el cielo; se obstina, pues, en defenderlos. Durante la guerra de Secesión, ningún sudista era más apasionadamente esclavista que las mujeres; en Inglaterra durante la guerra de los Bóers, en Francia contra la Comuna, ellas fueron las más rabiosas; tratan de compensar con la intensidad de los sentimientos que despliegan su falta de acción; en caso de victoria, se arrojan como hienas sobre el enemigo caído; en caso de derrota rechazan duramente cualquier conciliación; como sus ideas sólo son actitudes, les resulta indiferente defender las causas más atrasadas: pueden ser legitimistas en 1914, zaristas en 1949. A veces el hombre las empuja sonriendo, le gusta ver reflejadas en forma fanática opiniones que expresa con más mesura; aunque a veces le molesta ver el aspecto estúpido y obcecado que toman sus propias ideas. Sólo en las civilizaciones y las clases fuertemente integradas la mujer se presenta como irreductible. Generalmente, como su fe es ciega, respeta la ley simplemente porque es la ley; si la ley cambia, conserva su prestigio; a los ojos de las mujeres, la fuerza 761 crea el derecho, pues los derechos que reconocen a los hombres proceden de su fuerza; por esta razón, cuando una sociedad se descompone, son las primeras en lanzarse a los pies de los vencedores. En general, aceptan lo que es. Uno de los rasgos que las caracterizan es la resignación. Cuando se desenterraron las estatuas de cenizas de Pompeya, se observó que los hombres estaban congelados en un movimiento de resistencia, desafiando al cielo o tratando de huir, mientras que las mujeres agachadas, replegadas sobre ellas mismas, volvían el rostro hacia el suelo. Saben que son impotentes contra las cosas: los volcanes, los policías, los patrones, los hombres. «Las mujeres están hechas para sufrir», dicen ellas mismas. «Es la vida, no se puede hacer nada.» De esta resignación nace la paciencia que a menudo se admira en ellas. Soportan mucho mejor que el hombre el sufrimiento físico; son capaces de un valor estoico cuando las circunstancias lo exigen: a falta de la audacia agresiva del varón, muchas mujeres se distinguen por la tranquila tenacidad de su resistencia pasiva; hacen frente a las crisis, la miseria, la desgracia, con más energía que sus maridos; respetuosas del tiempo que no puede vencer ningún apresuramiento, no miden el suyo; cuando aplican a alguna empresa su obstinación tranquila, a veces obtienen triunfos deslumbrantes. «Lo que mujer quiere...», dice el proverbio. En una mujer generosa, la resignación se viste de indulgencia: lo admite todo, no condena a nadie porque considera que ni las personas ni las cosas pueden ser diferentes de lo que son. Una orgullosa puede convertirla en virtud altiva, como Mme de Charriére, rígida en su estoicismo. También genera una prudencia estéril; las mujeres siempre tratan de conservar, de arreglar, de apañar, en lugar de destruir y reconstruir desde cero; prefieren los acuerdos y las transacciones a las revoluciones. En el siglo x e x constituyen uno de los obstáculos más grandes a los esfuerzos de emancipación obrera. ¡Por una Flora Tristán, una Louise Michel, cuántas amas de casa perdidas en su timidez suplicaban a sus maridos que no asumieran ningún riesgo! No sólo tenían miedo de las huelgas, del paro, de la miseria; incluso temían que la rebelión fuera una falta. Es comprensible que, tratándose de sufrir, prefirieran la rutina a la aventura: es más fácil hacerse con una felicidad limitada en casa que en las carreteras. Su suerte se confunde con la de las cosas perecederas; lo perderían todo al perderlas. Sólo un sujeto libre, que se afirme más allá del tiempo, puede hacer frente a todas las desgracias; este recurso supremo está prohibido para la 762 mujer. Principalmente porque nunca ha vivido los poderes de la libertad, no cree en una liberación: el mundo le parece regido por un oscuro destino contra el que es presuntuoso alzarse. Estos caminos peligrosos que quieren obligarle a seguir, ni siquiera los ha hollado: es normal que no se lance a ellos con entusiasmo3. Cuando se le abra el futuro, dejará de aferrarse al pasado. Cuando se llama concretamente a las mujeres a la acción, cuando se reconocen en los objetivos que se les proponen, son tan osadas y valerosas como los hombres4. Muchos de los defectos que les reprochan: mediocridad, pequeñez, timidez, mezquindad, pereza, frivolidad, servilismo, expresan simplemente que su horizonte está cerrado. La mujer, dicen, es sensual y se regodea en la inmanencia, pero es porque la han encerrado en ella. La esclava presa en el harén no siente ninguna pasión mórbida por la confitura de pétalos de rosa o los baños perfumados: en algo tiene que matar el tiempo; siempre que la mujer se ahogue en un sombrío gineceo —burdel u hogar burgués—, se refugiará también en la comodidad y el bienestar; además, si persigue el placer con tanta avidez, es porque se lo niegan; sexualmente insatisfecha, destinada a la aspereza masculina, «condenada a la fealdad del hombre», se consuela con salsas cremosas, vinos dulces, terciopelos, caricias del agua, del sol, de una amiga, de un joven amante. Si se le aparece al hombre como un ser tan «físico», es porque su condición la lleva a dar una enorme importancia a su animalidad. La carne no grita en ella con más fuerza que en el varón, pero ella espía sus más mínimos murmullos y los amplifica; el placer, como el desgarro del sufrimiento, es el triunfo fulminante de la inmediatez; por la violencia del instante, se niegan el futuro y el universo: fuera de la llama camal, lo 3 Cfr. Gide, Journal «Creusa o la mujer de Lot: una se retrasa, la otra mira hacia atrás, lo que es una forma de retrasarse. No hay mayor grito de pasión que éste: Y Fedra hubiera bajado con vos al Laberinto, para salvarse o perderse con vos Pero la pasión la ciega, tras algunos pasos, en realidad, se habría sentado, o hubiera querido volverse atrás — o hubiera pedido que la llevasen.» 4 Efectivamente, la actitud de las mujeres del proletariado ha cambiado profundamente desde hace un siglo; en particular, durante las últimas huelgas en las minas del Norte han dado pmebas de tanta pasión y energía como los hombres, manifestaciones y luchando junto a ellos. 763 que hay no es nada; durante esta breve apoteosis ya no está mutilada, ni frustrada. Una vez más, sólo concede tanto precio a estos triunfos de la inmanencia porque éste es su único destino. Su frivolidad tiene la misma causa que su «materialismo sórdido»; da importancia a las pequeñas cosas porque no puede tener acceso a las grandes; por otra parte, las cosas fútiles que llenan su vida suelen ser de lo más serio; le debe a su aspecto y a su belleza su encanto y sus oportunidades. Se muestra a menudo perezosa e indolente, pero las ocupaciones que le proponen son tan vanas como el mero pasar del tiempo; si es charlatana, si escribe demasiado, es para calmar su ociosidad: sustituye los actos imposibles por palabras. El hecho es que cuando una mujer está comprometida con una empresa digna de un ser humano, sabe mostrarse tan activa, eficaz, silenciosa, tan ascética como un hombre. Se la acusa de servilismo; siempre está dispuesta, dicen, a tumbarse a los pies de su amo, a besar la mano que la golpea; es cierto que muchas veces carece de verdadero orgullo; los consejos que los consultorios sentimentales dan a las esposas engañadas, a las amantes abandonadas están inspirados por un espíritu de abyecta sumisión; la mujer se agota en escenas arrogantes y acaba recogiendo las migajas que tiene a bien arrojarle su hombre. ¿Qué puede hacer sin el apoyo masculino una mujer para quien el hombre es a la vez la única razón y la única forma de vivir? Está obligada a encajar todas las humillaciones; el esclavo no puede tener sentido de la «dignidad humana», ya tiene bastante con salir adelante. Finalmente, si es prosaica, exageradamente casera, burdamente utilitaria, es porque se le impone que consagre su existencia a preparar alimentos y limpiar deyecciones: no es suficiente para adquirir un sentido de la grandeza. Debe garantizar la monótona repetición de la vida en su contingencia y su facticidad: es natural que ella misma repita, recomience sin inventar jamás, que le parezca que el tiempo gira en redondo sin ir a ninguna parte; se ocupa sin hacer nada: se aliena por lo tanto en lo que tiene; esta dependencia de las cosas, consecuencia de la que tiene respecto a los hombres, explica su prudente economía, su avaricia. Su vida no está dirigida hacia unos fines: se absorbe produciendo o manteniendo cosas que sólo son medios: comida, ropa, hábitat, son intermediarios no esenciales entre la vida animal y la libre existencia; el único valor que puede darse al medio inesencial es la utilidad; el ama de casa vive en un mundo de utilidad y nunca se vanagloria de nada que no sea ser útil para los suyos. Ningún existente puede conformar­ 764 se con un papel inesencial: necesita medios y fines —como observamos, por ejemplo, en los políticos— y el valor del medio se convierte a sus ojos en valor absoluto. Así reina la utilidad en el cielo del ama de casa, más alta que la verdad, la belleza, la libertad; desde esta perspectiva, que es la suya, ve el universo entero; por esta razón adopta la moral aristotélica del término medio, de la mediocridad. ¿Cómo vamos a encontrar en ella audacia, ardor, magnanimidad, grandeza? Estas cualidades sólo aparecen en caso de que una libertad se lance a través de un futuro abierto, que emeqa más allá de todo lo dado. Encierran a la mujer en una cocina o un tocador y se asombran de que su horizonte esté limitado; le cortan las alas y deploran que no sepa volar. Si se le abre el futuro, ya no estará obligada a instalarse en el presente. La misma inconsecuencia encontramos cuando, tras encerrarla dentro de los límites de su yo o de su hogar, se le reprocha su narcisismo, su egoísmo con todo lo que trae aparejado: vanidad, susceptibilidad, maldad, etc.; se le quita toda posibilidad de comunicación concreta con los demás; no vive en su experiencia la llamada ni los beneficios de la solidaridad, ya que está totalmente consagrada a su familia, separada; no es posible esperar de ella que se supere hacia el interés general. Se atrinchera obstinadamente en el único terreno que le resulta familiar, en el que puede controlar las cosas y en cuyo seno recupera una precaria soberanía. No obstante, por mucho que cierre las puertas, que condene las ventanas, la mujer no encuentra en su hogar seguridad absoluta; el universo masculino que respeta desde lejos sin atreverse a aventurarse en él lo ha invadido; y precisamente porque es incapaz de percibirlo a través de técnicas, de una lógica segura, de conocimientos articulados, se siente como el niño y el primitivo rodeada de misterios peligrosos. Proyecta sobre él su concepción mágica de la realidad: el curso de las cosas le parece inexorable y no obstante puede pasar cualquier cosa; le cuesta diferenciar lo posible de lo imposible y está dispuesta a creer a cualquiera; acepta y propala todos los rumores, desata pánicos; incluso en los periodos de calma, vive preocupada; por la noche, en su duermevela, el yacente inerte se asusta de los rostros de pesadilla que reviste la realidad: de la misma forma, para la mujer condenada a la pasividad el futuro opaco está habitado por los fantasmas de la guerra, de la revolución, del hambre, de la miseria; como no puede actuar, se preocupa. El marido, el hijo, cuando se lanzan a una 765 empresa, cuando se dejan arrastrar por un acontecimiento, asumen unos riesgos: sus proyectos, las consignas a las que obedecen les trazan en la oscuridad un camino seguro; sin embargo, la mujer se debate en la noche confusa: como no hace nada, se «hace» mala sangre; en su imaginación todos los posibles tienen la misma realidad: el tren puede descarrilar, la operación puede salir mal, el negocio puede fracasar; lo que trata vanamente de conjurar en sus vanas inquietudes taciturnas es el espectro de su propia impotencia. La preocupación traduce su desconfianza ante el mundo dado: si le parece cargado de amenazas, a punto de hundirse en oscuras catástrofes, es porque no se siente feliz en él. En general, no se resigna a resignarse; sabe bien que lo que sufre, lo sufre a su pesar: es mujer sin haber sido consultada; no se atreve a rebelarse; se somete a la fuerza: su actitud es una recriminación constante. Todos aquellos que reciben las confidencias de las mujeres, médicos, sacerdotes, asistentes sociales, saben que su estilo más habitual es la queja; entre amigas, cada una se lamenta de sus propios males y todas juntas de la injusticia de la suerte, del mundo y de los hombres en general. Un individuo libre asume sus propios fracasos, se hace cargo de ellos; pero a la mujer todo le viene de los demás: los demás son responsables de su desgracia. Su desesperación furiosa rechaza todos los remedios; ofrecer soluciones a una mujer empeñada en lamentarse no sirve de nada: ninguna le parece aceptable. Quiere vivir su situación precisamente como la vive: en una cólera impotente. Si le proponen un cambio, alza los brazos al cielo: «¡Sólo me faltaba esto!» Sabe que su malestar es más profundo que los pretextos que da, que no basta cualquier cosa para librarle de él; la toma con el mundo entero porque ha sido edificado sin ella y contra ella; desde la adolescencia, desde la infancia protesta contra su condición; le han prometido compensaciones, le han asegurado que si renunciaba a sus oportunidades en favor de los hombres se las devolverían centuplicadas, y se considera estafada; acusa a todo el universo masculino; el resentimiento es la otra cara de la dependencia: quien lo da todo, nunca recibe bastante a cambio. No obstante, necesita también respetar el universo masculino; se sentiría en peligro, sin techo sobre su cabeza, si lo cuestionara en su totalidad; por lo tanto, adopta la actitud maniquea que le sugiere su experiencia doméstica. El individuo que actúa se reconoce como responsable al igual que los demás del bien y del mal, sabe que le 766 toca definir unos fines y hacerlos triunfar; en la acción vive la ambigüedad de todas las soluciones; justicia e injusticia, ganancias y pérdidas están mezcladas de forma indisoluble. Un ser pasivo se coloca fuera de juego y se niega a cuestionar, ni siquiera en pensamiento, los problemas éticos: el bien debe ser realizado, y si no es así, hay una falta y hay que castigar a los culpables. Como el niño, la mujer se representa el bien y el mal como simples estampas de Epinal; el maniqueísmo la reconforta suprimiendo la angustia de elegir; decidir entre un mal y un mal menor, entre un beneficio presente y un beneficio futuro mayor, tener que definir lo que es derrota y lo que es victoria, es asumir riesgos terribles; para el maniqueo, el grano se diferencia muy fácilmente de la paja; el polvo se condena solo y la limpieza es la ausencia perfecta de suciedad; limpiar es expulsar los residuos y el lodo. De esta forma, la mujer piensa que todo «es culpa» de los judíos, o de los masones, o de los bolcheviques, o del gobierno; siempre está contra alguien o algo; entre los antidreyfusistas, las mujeres se ensañaron mucho más que los hombres; no saben dónde reside el principio del mal, pero lo que esperan de un «buen gobierno» es que lo expulse, como se expulsa el polvo de la casa. Para las gaullistas fervientes, De Gaulle aparece como el rey de los barrenderos; con los plumeros y los trapos en la mano, se lo imaginan sacando brillo y restregando para lograr una Francia «limpia». Estas esperanzas siempre se sitúan en un futuro incierto; mientras tanto, el mal sigue minando el bien; como no tiene a manojudíos, bolcheviques, masones, la mujer busca un responsable contra el que se pueda indignar concretamente: el marido es una víctima perfecta. En él se encama el universo masculino, a través de él la sociedad masculina se ha apoderado de la mujer y la ha estafado; él soporta el peso del mundo y si las cosas salen mal, es culpa suya. Cuando vuelve por la noche, su mujer se queja de los niños, de los proveedores, de la casa, del coste de la vida, del reúma, del tiempo que hace: quiere que se sienta culpable. A veces tiene quejas concretas contra él, pero es culpable ante todo de ser un hombre; él puede tener también sus enfermedades, sus preocupaciones, pero «no es lo mismo»; él disfruta de un privilegio que ella vive constantemente como una injusticia. Es curioso que la hostilidad que siente hacia el marido, el amante, la una a ellos en lugar de alejarla; un hombre que se pone a detestar a su mujer o a su amante trata de huir de ella, pero ella quiere te­ 767 ner a mano al hombre odiado para vengarse. Optar por las recriminaciones no es librarse de sus males, sino regodearse en ellos; su consuelo mayor es hacerse la mártir. La vida, los hombres la han vencido; ella convertirá esta derrota en victoria. Por esta razón, como en su infancia, se abandona tan alegremente al frenesí de las lágrimas y las escenas. Porque su vida se alza sobre un fondo de rebeldía impotente, la mujer tiene tanta facilidad para llorar; sin duda tiene menor control fisiológico que el hombre de su sistema nervioso y simpático, pero su educación le ha enseñado a dejarse llevar: las consignas tienen aquí un papel muy importante, ya que Diderot, Benjamín Constant vertían mares de lágrimas, pero los hombres dejaron de llorar cuando la costumbre se lo prohibió. Sobre todo, la mujer está siempre dispuesta a adoptar una conducta de fracaso ante el mundo, porque nunca lo ha asumido francamente. El hombre acepta el mundo; ni siquiera la desgracia cambiará su actitud, le hará frente, no se «dejará abatir»; sin embargo, basta una contrariedad para descubrir de nuevo a la mujer la hostilidad del universo y la injusticia de su suerte; entonces se precipita a su refugio más seguro: ella misma; esta huella tibia sobre sus mejillas, esta quemazón en sus ojos es la presencia sensible de su alma dolorida; dulces para la piel, apenas saladas en la lengua, las lágrimas son también una caricia tierna y amarga; el rostro arde bajo un torrente de agua clemente; las lágrimas son queja y consuelo, fiebre y frescor calmante. También son la justificación suprema; bruscas como la tormenta, escapándose de forma entrecortada, ciclón, chubasco, aguacero, transforman a la mujer en fuente quejosa, en cielo atormentado; sus ojos ya no ven, una niebla los vela; ya no son ni siquiera una mirada, se disuelven en lluvia; ciega, la mujer vuelve a la pasividad de las cosas naturales. La vemos vencida: se hunde en su derrota; se viene abajo, se ahoga, escapa del hombre que la contempla, impotente como ante una catarata. Él considera desleal este procedimiento, pero ella piensa que la lucha es desleal desde un principio, porque no se le ha dado ninguna arma eficaz. Recurre una vez más a un conjuro mágico. El hecho de que sus sollozos saquen al hombre de quicio, le da una razón más para entregarse a ellos. Si las lágrimas no bastan para expresar su rebeldía, montará escenas cuya violencia incoherente desconcertará al hombre muchísimo más. En algunos medios, el esposo golpea a veces a su mujer con golpes verdaderos; en otros, precisamente porque es el 768 más fuerte y su puño es un instrumento eficaz, se resiste a todaviolencia. Sin embargo, la mujer como el niño se entrega a desenfrenos simbólicos: puede arrojarse sobre el hombre, arañarlo, pero sólo son gestos. Sobre todo, representa en su cuerpo a través de las crisis nerviosas las negativas que no puede hacer realidad concretamente. Estas manifestaciones convulsivas no dependen solamente de razones fisiológicas; la convulsión es una interiorización de una energía que arrojada hacia el mundo no es capaz de apoderarse de ningún objeto; es un gasto en vacío de todas las potencias de la negación suscitadas por la situación. La madre no suele tener ataques de nervios delante de sus hijos pequeños, porque podría pegarles, castigarles; sólo se abandona a la desesperación furiosa ante sus hijos mayores, su marido, su amante. Las escenas histéricas de Sofía Tolstoi son significativas; cometía la equivocación de no tratar de entender a su marido y a través de su diario no parece ni generosa, ni sensible, ni sincera; está lejos de aparecemos como una imagen atractiva; pero que se haya equivocado no cambia nada en el horror de su situación: toda su vida tuvo que sufrir, a través de recriminaciones constantes, los deberes conyugales, las maternidades, la soledad, la forma de vida que le imponía su marido: cuando las nuevas decisiones de Tolstoi intensificaron el conflicto, se encontró desarmada ante la voluntad enemiga que rechazaba con toda su voluntad impotente; se entregó a farsas negativas —falsos suicidios, falsas fugas, falsas enfermedades, etc.— odiosas para su entorno, agotadoras para ella misma: no le quedaban muchas más salidas, ya que no tenía ninguna razón positiva para hacer callar sus sentimientos de rebeldía, y ningún medio eficaz para expre­ sarlos. A la mujer que ha llegado al límite del rechazo le queda otra posibilidad: el suicidio. Sin embargo, al parecer recurre a él menos que el hombre. Las estadísticas en este campo son muy ambiguas .*si tenemos en cuenta los suicidios efectivos, atenían contra su vida muchos más hombres que mujeres, pero los intentos de suicidio son mucho más frecuentes en ellas. Puede ser porque acuden con más frecuencia a las escenas: representan mucho más que el hombre el suicidio, pero lo desean mucho menos. También es en parte porque rechazan los medios brutales: casi nunca utilizan armas blancas ni armas de fuego. Es frecuente que se ahoguen, como Ofelia, manifestando la afinidad de la mujer con el 5 Véase Halbwachs, Les causes du suicide. 769 agua pasiva y cargada de noche, donde parece que la vida se puede disolver pasivamente. En su conjunto, se observa aquí la ambigüedad que ya he señalado: la mujer no trata de apartarse sinceramente de lo que detesta. Finge la ruptura, pero acaba permaneciendo cerca del hombre que la hace sufrir; finge quitarse la vida que la importuna, pero es relativamentepoco frecuente que se mate. No se inclina por las soluciones definitivas: protesta contra el hombre, contra la vida, contra su condición, pero no se evade de ellos. Hay muchas conductas femeninas que deben interpretarse como protestas. Hemos visto que con frecuencia la mujer engaña a su marido por desafío y no por placer; puede ser atolondrada y despilfarradora precisamente porque el hombre es metódico y ahorrativo. Los misóginos que acusan a la mujer de llegar siempre tarde, piensan que no tiene «sentido de la exactitud». En realidad, ya hemos visto con cuánta docilidad se ajusta a las exigencias del tiempo. Sus retrasos son deliberados. Algunas coquetas piensan que así incentivan el deseo del hombre y dan más precio a su presencia; sobre todo, la mujer, al infligir al hombre unos momentos de espera, protesta contra la larga espera que es su propia vida. En cierta forma, toda su existencia es una espera, ya que está encerrada en los limbos de la inmanencia, de la contingencia y su justificación siempre está en manos ajenas: espera el homenaje, la aprobación de los hombres, espera el amor, espera la gratitud y los elogios del marido, del amante; espera de ellos sus razones de existir, su valor y su mismo ser. Espera de ellos su subsistencia: aunque posea un talonario de cheques o reciba cada semana o cada mes las sumas que le asigna su marido, tiene que esperar a que él cobre, o a que obtenga un aumento de sueldo para pagar en la tienda o comprarse un vestido nuevo. Espera su presencia: su dependencia económica la pone a su disposición; sólo es un elemento de la vida masculina, mientras que el hombre es su vida entera; el marido tiene sus ocupaciones fuera del hogar, la mujer sufre su ausencia a lo largo de todo el día; el amante —aunque sienta gran pasión— decide sus separaciones y sus encuentros de acuerdo con sus obligaciones. En la cama, espera el deseo masculino, espera —a veces ansiosamente— su propio placer. Todo lo que puede hacer es llegar tarde a la cita fijada por el amante, no estar preparada a la hora que ha fijado el marido; así afirma la importancia de sus propias ocupaciones, reivindica su independencia, vuelve a ser por un momento el sujeto esencial cuya voluntad sufre pasivamente el otro. Sólo son tímidas revan­ 770 chas; por mucho que se obstine en dejar a los hombres plantados, nunca compensará las horas infinitas que pasa acechando, esperando, sometiéndose a los deseos del varón. En general, aunque reconozca más o menos la supremacía de los hombres, aunque acepte su autoridad, aunque adore sus ídolos, cuestionará su reinado centímetro a centímetro; de ahí viene el famoso «espíritu de contradicción» que se le reprocha amenudo; al no poseer un territorio autónomo, no puede oponer verdades, valores positivos, a los que afirman los varones; sólo los puede negar. Su negación es más o menos sistemática en función de la forma en que alternen en ella el respeto y el rencor. El hecho es que conocetodos los fallos del sistema masculino y le falta tiempo para denunciarlos. Las mujeres no tienen poder sobre el mundo de los hombres porque su experiencia no les enseña a manejar la lógica y la técnica; a la inversa, el poder de los instrumentos masculinos desaparece en las fronteras del territorio femenino. Hay toda una región de la experiencia humana que el varón decide conscientemente ignorar porque fracasa al querer concebirla; se trata de una experiencia que la mujer vive. El ingeniero, por muy preciso que sea cuando realiza sus planos, se comporta en su casa como un demiurgo: basta una palabra para que le sirvan de comer, le almidonen las camisas, se haga el silencio; procrear es un acto tan rápido como un toque de la vara de Moisés; estos milagros no le asombran. La noción de milagro difiere de la idea de magia: afirma en el seno de un mundo racionalmente determinado la discontinuidad radical de un acontecimiento sin causa contra el que se estrella contra cualquier pensamiento; sin embargo, los fenómenos mágicos están unificados por fuerzas secretas cuyo devenir continuo puede seguir una conciencia dócil aunque no las comprenda. El recién nacido es milagroso para el padre demiurgo, mágico para la madre que lo ha sentido madurar en su vientre. La experiencia del hombre es inteligible, pero está salpicada de vacíos; la de la mujer, dentro de sus límites propios, es oscura pero densa. Esta opacidad la hace más pesada; frente a sus relaciones con ella, el varón le parece ligero: tiene la ligereza de los dictadores, de los generales, los jueces, los burócratas, los códigos y los principios abstractos. Es lo que quería decir, sin duda, el ama de casa que murmuraba un día levantando los hombros: «¡Los hombres no piensan!» También dicen: «Los hombres no entienden nada, no conocen la vida.» Al mito de la mantis religiosa, oponen el símbolo del zángano frívolo e inoportuno. 771 Es comprensible que, desde esta perspectiva, la mujer rechace la lógica masculina. No sólo se estrella contra su experiencia; también sabe que en las manos de los hombres, la razón se convierte en una forma solapada de violencia; sus afirmaciones perentorias están destinadas a embaucarla. La quiere encerrar en un dilema: o estás de acuerdo o no lo estás; y en nombre de todo el sistema de principios imperantes, debe estar de acuerdo. Si rechaza su adhesión, está rechazando todo el sistema; no puede permitirse semejante campanada; no tiene medios para reconstruir una sociedad diferente; aunque no acepte ésta. A mitad de camino entre la rebeldía y la esclavitud, se resigna a regañadientes a la autoridad masculina. Sin violencia no sería posible hacerle aceptar las consecuencias de su vaga sumisión. El varón persigue la quimera de una compañera libremente esclava: quiere que al someterse a él se someta a la evidencia de un teorema; pero ella sabe que él mismo ha elegido los postulados a los que se aferran sus sólidas deducciones; mientras no se atreva a cuestionarlos, podrá taparle la boca; no obstante, no la convencerá porque ella adivina su arbitrariedad. Por eso la acusa irritado de obcecación, de falta de lógica; ella se niega a pasar por el aro porque sabe que los dados están cargados. La mujer no piensa positivamente que la verdad sea diferente de lo que pretenden los hombres: más bien admite que la verdad no es. Lo que la hace desconfiar del principio de identidad no es sólo el devenir de la vida, como tampoco los fenómenos mágicos que la rodean anulan la noción de causalidad. Si percibe la ambigüedad de todos los principios, de todos los valores, de todo lo que existe, es en el corazón del mundo masculino, en ella, como perteneciente a este mundo. Sabe que la moral masculina es, en lo que a ella respecta, una falacia monumental. El hombre enarbola pomposamente su código de virtud y de honor, pero por detrás la invita a desobedecer: incluso cuenta con esta misma desobediencia; sin ella, toda esta hermosa fachada tras la que el hombre se protege se vendría abajo. El hombre acepta sin problemas la idea hegeliana según la cual el ciudadano adquiere su dignidad ética trascendiéndose hacia lo universal: como individuo singular, tiene derecho al deseo, al placer. Sus relaciones con la mujer se sitúan, pues, en una región contingente en la que la moral ya no se aplica, en la que las conductas son indiferentes. Con los otros hombres mantiene relaciones en las que hay valores comprometidos; es una libertad que 772 se enfrenta con otras libertades de acuerdo con leyes que todos reconocen umversalmente; pero ante la mujer —y para eso la ha inventado— deja de asumir su existencia, se abandona al espejismo del en-sí, se sitúa en un plano no auténtico; se muestra tiránico, sádico, violento o pueril, masoquista, quejoso; trata de dar satisfacción a sus obsesiones, sus manías; se relaja, se «abandona» en nombre de unos derechos que ha conquistado en la vida pública. Su mujer se extraña a menudo —como Thérèse Desqueyroux— por el contraste entre el elevado tono de sus opiniones, sus conductas públicas, y sus «pacientes ocurrencias de la oscuridad». Preconiza la repoblación, pero tiene la habilidad de no engendrar más hijos de los que le conviene. Exalta a las esposas castas y fieles, pero invita al adulterio a la mujer del vecino. Hemos visto con qué hipocresía los hombres decretan que el aborto es criminal, cuando cada año en Francia ponen a un millón de mujeres en situación de abortar; con mucha frecuencia, el marido o el amante le imponen esta solución; a menudo también suponen tácitamente que en caso de necesidad será la que se adopte. Cuentan manifiestamente con que la mujer acepte delinquir: su «inmoralidad» es necesaria para la armonía de la sociedad moral respetada por los hombres. El ejemplo más flagrante de esta duplicidad es la actitud del varón ante la prostitución: su demanda es lo que crea la oferta; ya he comentado el escepticismo asqueado con que las prostitutas consideran a los señores respetables que son el azote del vicio en general, pero muestran mucha indulgencia con sus manías personales; en cualquier caso, se considera perversas y disolutas a las mujeres que viven de sus cuerpos y no a los varones que hacen uso de ellos. Una anécdota ilustra esta mentalidad: a finales del siglo pasado, la policía descubrió en un burdel a dos niñas de doce y trece años; hubo un proceso en el que declararon; hablaron de sus clientes que eran señores importantes; una de ellas abrió la boca para dar un nombre. El fiscal la detuvo con precipitación: ¡No ensucie el nombre de un hombre honrado! Un señor condecorado con la Legión de Honor sigue siendo un hombre honrado cuando desflora a una niña; tiene sus debilidades, pero ¿quién no? Sin embargo, la niña que no tiene acceso a la región ética de lo universal —que no es un magistrado, ni un general, ni un gran francés, sólo una niña— sejuega su valor moral en la región contingente de la sexualidad: es una perversa, una libertina, una viciosa, que sólo vale para el correccional. El hombre puede en muchos casos, sin ensuciar su imagen, perpetrar en 773 complicidad con la mujer actos que para ella son una mancilla. Ella no entiende demasiado estas sutilezas; lo que comprende es que el hombre no actúa de acuerdo con los principios que proclama; no quiere lo que dice querer, así que ella no le da lo que finge darle. Será una esposa casta y fiel y satisfará en secreto sus deseos; será una madre admirable, pero practicará cuidadosamente el control de natalidad y abortará en caso de necesidad. El hombre lo desaprueba oficialmente, son las reglas deljuego, pero clandestinamente agradece a algunas su «liberalidad» y a otras su esterilidad. La mujer es como los agentes secretos, que nadie evita que fusilen si los atrapan y que reciben todos los parabienes si tienen éxito; le toca endosar toda la inmoralidad de los varones; no sólo la prostituta, todas las mujeres sirven de alcantarilla al palacio luminoso y saneado en el que habitan las personas honradas. Luego, cuando les hablan de dignidad, de honor, de lealtad, de todas las elevadas virtudes viriles, no hay que extrañarse de que no se dejen tomar el pelo. Se burlan en particular cuando los varones virtuosos les reprochan que sean interesadas, farsantes, mentirosas6: saben bien que no tienen otra salida. El hombre también se interesa por el dinero, por el éxito, pero tiene medios para conquistarlos con su trabajo; se le asigna a la mujer un papel de parásito y todo parásito es necesariamente un explotador; necesita al varón para adquirir una dignidad humana, para comer, gozar, procrear; con el sexo logra sus favores; ya que está encerrada en esta función, es toda ella un instrumento de explotación. En cuanto a las mentiras, salvo en caso de la prostitución, el comercio entre ella y su protector no es demasiado limpio. El hombre mismo le exige que finja: quiere que sea Otra, pero todo existente, por mucho que reniegue de sí, sigue siendo sujeto; él quiere que sea objeto, y ella se hace objeto; en el momento en que obra para ser, ejerce una actividad libre; es su traición original: la más dócil, la más pasiva no deja de ser conciencia; a veces basta que el varón se dé cuenta de que al entregarse a él lo ve y lo juzga para que se sienta engañado; ella sólo debe ser una cosa que se ofrece, una presa. Además, exige que esta cosa se entregue libremente: en la cama le pide que sienta placer; en el hogar tiene que reconocer 6 «Todas, con esos aires delicados de mosquitas muertas acumulados por un pasado de esclavitud, sin más arma para salvarse y ganarse la vida que ese aspecto seductor, como quien no quiere la cosa, del que espera que llegue su hora.» Jules Laforgue. 774 sinceramente su superioridad y sus méritos; en el instante en que obedece debe fingir además independencia, mientras que en otros momentos, endosa activamente el papel de la pasividad. Miente para retener al hombre que le garantiza su pan cotidiano: escenas y lágrimas, transportes amorosos, ataques de nervios; y miente también para escapar a la tiranía que acepta por interés. El hombre la empuja a una farsa provechosa para su imperialismo y su vanidad y ella le contesta con sus poderes de disimulo; su revancha es doblemente deliciosa: al engañarle, sacia deseos singulares y disfruta del placer de mofarse de él. La esposa, la cortesana mienten fingiendo un placer que no sienten; luego se burlan con un amante, con amigas de la ingenua vanidad del pobre iluso: «No sólo no son capaces de satisfacemos; además, quieren que nos quedemos roncas gritando de placen), dicen con resentimiento. Estas conversaciones se parecen a las de los criados que en la cocina hablan mal de sus señores. La mujer tiene los mismos defectos porque es víctima de la misma opresión paternalista; tiene el mismo cinismo porque ve al hombre de abajo arriba, como el criado ve a sus señores. Está claro que en ninguno de sus rasgos se manifiesta una esencia o una voluntad originaria pervertidas: simplemente reflejan una situación. «Habrá falsedad allá donde exista un régimen coercitivo», dice Fourier. «La prohibición y el contrabando son inseparables, en el amor como en el comercio.» Y los hombres son tan conscientes de que los defectos de la mujer son manifestación de su condición que, deseosos de mantener lajerarquía de sexos, estimulan en su compañera los mismos rasgos que les permiten despreciarla. Sin duda, el marido, el amante se irritan con las taras de la mujer singular con la que viven; no obstante, al alabar los encantos de la feminidad en general, la consideran inseparable de sus taras. Si la mujer no es pérfida, fútil, débil, indolente, pierde su seducción. En Casa de muñecas, Helmer explica lojusto, fuerte, comprensivo, indulgente que se siente el hombre cuando perdona a la débil mujer en sus faltas pueriles. Por ejemplo, los maridos de Bemstein se enternecen —con la complicidad del autor— ante la mujer ladrona, malvada, adúltera; cuando se inclinan sobre ella con indulgencia dan la medida de su sabiduría viril. Los racistas norteamericanos, los colonos franceses, también desean que los negros se muestren ladronzuelos, perezosos, mentirosos: así demuestran su indignidad; el derecho está del lado de los opresores; si la mujer se obstina en ser honrada, leal, la ven como una cabeza loca. Los defectos de la mujer se 775 exageran más, porque ella no trata de combatirlos, sino que alardea de ellos. Al rechazar los principios lógicos, los imperativos morales, escéptica ante las leyes de la naturaleza, la mujer no tiene sentido de lo universal; el mundo se le aparece como un conjunto confuso de casos singulares; por esta razón cree con más facilidad los chismes de una vecina que una exposición científica; sin duda respeta el libro impreso, pero este respeto se desliza sobre las páginas escritas sin que le alcance su contenido; por el contrario, la anécdota relatada por un desconocido en una cola o en un salón adquiere enseguida una autoridad aplastante; en su mundo, todo es magia; fuera, todo es misterio; no conoce el criterio de la verosimilitud; su convicción depende exclusivamente de la experiencia inmediata, su propia experiencia o la de otro, siempre que se afirme con fuerza suficiente. En cuanto a ella, como al estar aislada en su hogar no se confronta activamente con las demás mujeres, se considera espontáneamente como un caso singular; siempre espera que el destino y los hombres hagan una excepción en su favor; más que en los razonamientos válidos para todos, cree en las inspiraciones que la transportan; admite fácilmente que se las envía Dios o cualquier espíritu oscuro del mundo; de algunas desgracias, algunos accidentes, piensa con tranquilidad: «Eso no me puede pasar a mí»; a la inversa, se imagina que «conmigo harán una excepción»: es especialista en privilegios; el tendero le hará un descuento, el policía la dejará pasar sin problemas; la enseñaron a sobrestimar el valor de su sonrisa y olvidaron decirle que todas las mujeres sonreían. No es que se considere más extraordinaria que suvecina, es que no se compara; por la misma razón, es raro que la experiencia le haga cambiar de opinión: asume un fracaso tras otro, pero no los totaliza. Por esta razón, las mujeres no consiguen construir sólidamente un «contrauniverso» desde el que puedan desafiar a los varones; esporádicamente despotrican contra los hombres en general, se cuentan historias de cama y de partos, intercambian horóscopos y tratamientos de belleza. Sin embargo, les falta convicción para construir realmente este «mundo del resentimiento» que ansia su rencor; su actitud ante los hombres es demasiado ambivalente. Efectivamente, es un niño, un cuerpo contingente y vulnerable, es un ingenuo, un zángano inoportuno, un tirano mezquino, un egoísta, un vanidoso; es también el héroe liberador, la divinidad dispensadora de valores. Su deseo es un apetito grosero, sus 776 abrazos un deber degradante, aunque la fogosidad, la potencia viril también aparecen como una energía demiùrgica. Cuando una mujer dice en éxtasis: «¡Es un hombre!» evoca a un tiempo el vigor sexual y la eficacia social del varón que admira: en uno y otra se expresa la misma soberanía creadora; no imagina que sea un gran artista, un gran hombre de negocios, un general, un líder si no es un amante potente: sus éxitos sociales siempre tuvieron atractivo sexual; a la inversa, está dispuesta a reconocer genialidad al varón que la somete. Lo que hace en realidad es asumir un mito masculino. El falo, para Lawrence y para tantos otros, es una energía vital y la trascendencia humana al mismo tiempo. La mujer puede ver en los placeres de la cama una comunicación con el espíritu del mundo. Al consagrar al hombre un culto místico, se pierde y se recupera en su gloria. La contradicción salta fácilmente a la vista gracias a la pluralidad de individuos que participan de la virilidad. Algunos —aquellos cuya contingencia experimenta en la vida cotidiana— son la encamación de la miseria humana; en otros se exalta la grandeza del hombre. Sin embargo, la mujer llega a aceptar que estas dos imágenes se confundan en una sola. «Si llego a ser famosa —escribía una muchacha enamorada de un hombre que consideraba superior—, R. se casará seguro conmigo, pues halagaré su vanidad; se paseará de mi brazo sacando pecho.» Y sin embargo, lo admiraba locamente. El mismo individuo puede ser, a los ojos de la mujer, avaro, mezquino, vanidoso, irrisorio, un dios: después de todo, hasta los dioses tienen sus debilidades. Con un individuo amado en su libertad, en su humanidad, se tiene una severidad exigente que es la cruz de la auténtica estima; sin embargo, una mujer arrodillada ante su hombre puede alardear de «saberlo manejar», de «manipularlo», halaga complaciente «sus rarezas», sin que pierda por ello su prestigio: es la prueba de que no siente amistad por su persona singular, tal y como se realiza en actos reales; se prosterna ciegamente ante la esencia general en la que participa el ídolo: la virilidad es un aura sagrada, un valor dado, inmutable, que se afirma a pesar de las pequeñeces del individuo que la lleva; éste no cuenta, todo lo contrario, la mujer celosa de su privilegio se complace en tener sobre él una superioridad malévola. La ambigüedad de los sentimientos de la mujer por el hombre aparece en su actitud general con ella misma y el mundo; el territorio en el que está encerrada está invadido por el universo masculino, pero está cargado con unas potencias oscuras de las que el 777 hombre también esjuguete; cuando ella se asocia a estas virtudes mágicas puede conquistar a su vez el poder. La sociedad somete a la Naturaleza, pero la Naturaleza la domina; el Espíritu se afirma más allá de la Vida; pero se apaga si la vida no lo sostiene. La mujer se aprovecha de este equívoco para conceder más crédito a unjardín que a una ciudad, a una enfermedad que a una idea, a un parto que a una revolución; se esfuerza por restablecer este remado de la tierra, de la Madre soñado por Baschoffen con el fin de volver a ser lo esencial frente a lo inesencial. Como ella también es un existente que habita una trascendencia, sólo puede dar valor a esta región en la que está confinada si la transfigura: le presta, pues, una dimensión trascendente. El hombre vive en un universo coherente que es una realidad pensada. La mujer se enfrenta con una realidad mágica que no se deja pensar; se evade de ella mediante pensamientos privados de su contenido real. En lugar de asumir su existencia, contempla en el cielo la Idea pura de su destino; en lugar de actuar, alza en el imaginario su estatua; en lugar de razonar, sueña. De ahí viene que, siendo tan «física», sea también artificial, que siendo tan terrestre, se haga tan etérea. Su vida pasa mientras friega cacerolas, pero es una novela maravillosa; vasalla del hombre, se cree su ídolo; humillada en su carne, exalta el Amor. Porque está condenada a conocer solamente la facticidad contingente de la vida, se hace sacerdotisa del Ideal. Esta ambivalencia se marca en la forma en que la mujer percibe su cuerpo. Es un fardo: devorado por la especie, sangrando cada mes, proliferando pasivamente, no es para ella el instrumento puro de su poder sobre el mundo, sino una presencia opaca; no tiene segundad de procurarle placer y crea dolores que lo desgarran; encierra amenazas: se siente en peligro en sus «interiores». Es un cuerpo «histérico», a causa de la conexión íntima entre las secreciones endocrinas y los sistemas nerviosos y simpáticos que controlan músculos y visceras; este cuerpo expresa reacciones que la mujer se niega a asumir: en los sollozos, las convulsiones, los vómitos, se le escapa, la traiciona; es su verdad más íntima, pero es una verdad vergonzosa que mantiene oculta. Y no obstante, es también su doble maravilloso: lo contempla arrobada en el espejo; es promesa de felicidad, obra de arte, estatua viviente; lo modela, lo adorna, lo exhibe. Cuando se sonríe en el espejo, olvida su contingencia camal; en el amor físico, en la maternidad, su imagen se aniquila. Y a menudo, soñando con ella misma, se asombra de ser al mismo tiempo esta heroína y esta carne. 778 La Naturaleza le ofrece simétricamente un doble rostro: alimenta el puchero e incita a las efusiones místicas. Al convertirse en ama de casa, una madre, la mujer renuncia a sus escapadas libres por los bosques y praderas, pues prefiere el cuidado tranquilo del jardín y el huerto, domestica las flores y las dispone en jarrones; no obstante, se sigue exaltando ante los claros de luna y las puestas de sol. En la fauna y la flora terrestres, ve ante todo alimento y ornato; no obstante, por ellas circula una savia que es generosidad y magia. La Vida no es sólo inmanencia y repetición: también tiene una cara deslumbrante de luz; en los prados en flor se revela como Belleza. Acompasada con la naturaleza por la fertilidad de su vientre, la mujer se siente también barrida por el aliento que la anima y que es espíritu. Y, en la medida en que permanece insatisfecha, en que se siente como la muchacha, no realizada, ilimitada, su alma también se precipitará por los caminos ilimitados, hacia horizontes sin fronteras. Sometida al marido, a los hijos, al hogar, vive la embriaguez de quedarse sola, soberana en los flancos de la colina; ya no es esposa, madre, ama de casa, sino ser humano; contempla el mundo pasivo y recuerda que es toda una conciencia, una libertad irreductible. Ante el misterio del agua, el impulso de las cumbres, la supremacía del varón queda abolida; cuando camina entre los brezales, cuando hunde su mano en el torrente, no vive para otro, sino para sí. La mujer que ha mantenido su independencia a través de todas las servidumbres amará ardientemente en la Naturaleza su propia libertad. Las otras sólo encontrarán en ella un pretexto para arrebatos distinguidos; y dudarán al llegar el crepúsculo entre el temor a resfriarse y un arrebato espiritual. Esta doble pertenencia al mundo camal y a un mundo «poético» define la metafísica, la sabiduría, que reivindica más o menos explícitamente la mujer. Se esfuerza por confundir vida y trascendencia; es decir, rechaza el cartesianismo y todas las doctrinas que se le asemejan; se encuentra a gusto en un naturalismo similar al de los estoicos o los neoplatónicos del siglo xvi. No es extraño que las mujeres, con Margarita de Navarra a la cabeza, se hayan consagrado a una filosofía tan material y tan espiritual al m ism o tiempo. Socialmente maniquea, la mujer tiene una necesidad profunda de sér ontològicamente optimista: las morales de la acción no le convienen, pues le está prohibido actuar; sufre la situación dada, por lo que esta situación debe ser el Bien; sin embargo, un Bien que se reconoce como el de Spinoza, por la razón, 779 o como el de Leibniz, por un cálculo, no puede conmoverla. Exige un bien que sea una Armonía vital y en cuyo seno esté inmersa por el mero hecho de vivir. La noción de armonía es una de las claves del universo femenino: implica la perfección en la inmovilidad, lajustificación inmediata de cada elemento apartir del todo y su participación pasiva en la totalidad. En un mundo armonioso, la mujer alcanza así lo que el hombre buscará en la acción: da dentelladas al mundo, sufre sus exigencias, coopera en el triunfo del Bien. Los momentos que las mujeres consideran como revelaciones son aquellos en los que descubren su concordancia con una realidad que descansa en paz consigo misma: son los momentos de felicidad luminosa que V Woolf —en La señora Dalloway, en Alfaro—, que K. Mansfield a lo largo de toda su obra, conceden a sus personajes femeninos como recompensa suprema. La alegría que es un impulso de libertad está reservada al hombre; la que conoce la mujer es una impresión de plenitud sonriente7. Es fácil de entender que la simple ataraxia pueda tener a sus ojos un valor tan alto, ya que vive normalmente en la tensión del rechazo, de la recriminación, de la reivindicación; no es posible reprocharle que disfrute de una hermosa tarde o de la dulzura de un anochecer, pero es falso buscar en ello la definición verdadera del alma oculta del mundo. El Bien no es; el mundo no es armonía, y ningún individuo ocupa en él un lugar necesario. Existe una justificación, una compensación suprema que la sociedad siempre ha querido dispensar a la mujer: la religión. Hace falta una religión para las mujeres como hace falta una para el pueblo, exactamente por las mismas razones: cuando se condena a un sexo, una clase, a la inmanencia, es necesario ofrecerle el espejismo de una trascendencia. Al hombre le conviene especialmente endosar a un Dios las leyes que fabrica: sobre todo, ya que 7 Entre una multitud de textos citaré estas líneas de Mabel Dodge en las que el paso a una visión global del mundo no es explícita, pero se sugiere claramente: «Era un tranquilo día de otoño todo oro y púrpura. Frieda y yo clasificábamos las fintas sentadas en el suelo, con las manzanas rojas amontonadas a nuestro alrededor. Habíamos firmado una tregua momentánea. El sol y la tierra fecunda nos calentaban y nos perfumaban y las manzanas eran signos vividos de plenitud, de paz y de abundancia. La tierra desbordaba de una savia que corría también por nuestras venas, y nos sentíamos alegres, indomables y cargadas de riquezas como vergeles. Por un instante, estábamos unidas en este sentimiento que a veces tienen las mujeres de ser perfectas, de bastarse totalmente a sí mismas, que venía de nuestra salud rica y feliz.» 780 ejerce sobre la mujer una autoridad soberana, es bueno que esta autoridad le sea conferida por el ser supremo. Entre losjudíos, los musulmanes, los cristianos, entre otros, el hombre es el amo por derecho divino: el temor de Dios ahogará en el oprimido toda veleidad rebelde. Podemos contar con su credulidad. La mujer adopta ante el universo masculino una actitud de respeto y de fe: Dios en su cielo se le aparece apenas menos lejano que un ministro y el misterio del Génesis puede asemejarse al de las centrales eléctricas. Y sobre todo, si se precipita tan fácilmente en la religión, es porque llena una necesidad profunda. En la civilización moderna, que reserva —incluso para la mujer— un lugar para la libertad, no es tanto un instrumento de limitación como un instrumento de engaño. No se le pide tanto a la mujer que acepte en nombre de Dios su inferioridad como que se crea, gracias a él, la igual del varón soberano; se suprime la tentación misma de rebelión pretendiendo superar la injusticia. La mujer ya no está privada de su trascendencia, ya que destinará su inmanencia a Dios; sólo en el cielo se miden los méritos de las almas y no de acuerdo con sus realizaciones terrestres; como dice Dostoievski, aquí abajo no tenemos más que ocupaciones: limpiar los zapatos o construir un puente, es la misma vanidad; más allá de las discriminaciones sociales, se restablece la igualdad de sexos. Por esta razón, la niña y la adolescente se lanzan a la devoción con un fervor infinitamente mayor que sus hermanos: la mirada de Dios que trasciende su trascendencia humilla al chico: será para siempre un niño bajo esta tutela poderosa, es una castración más radical que la que le amenaza con la existencia de su padre. Mientras tanto, la «eterna niña» encuentra su salvación en esta mirada que la transforma en hermana de los ángeles, que anula el privilegio del pene. Una fe sincera ayuda mucho a la niña a evitar complejos de inferioridad: no es ni macho ni hembra, sino una criatura de Dios. Por esta razón encontramos en muchas grandes santas una firmeza tan viril: Santa Brígida, Santa Catalina de Siena pretendían con arrogancia regentar el mundo; no reconocían ninguna autoridad masculina: Catalina era muy autoritaria con sus directores; Juana de Arco, Santa Teresa seguían su camino con una intrepidez que ningún hombre ha superado. La Iglesia vela por que Dios nunca permita a las mujeres sustraerse a la tutela de los varones; ha puesto exclusivamente en manos masculinas estas armas temibles: negación de la absolución, excomunión; empecinada en sus visiones, Juana de Arco fue quemada. No obstante, aunque somej 781 tida por la voluntad de Dios mismo a la ley de los hombres, la mujer encuentra en Él un sólido recurso contra ellos. La lógica masculina se cuestiona con los misterios; el orgullo de los varones se convierte en pecado, su agitación no sólo es absurda, sino culpable: ¿por qué querer transformar este mundo que Dios mismo ha creado? La pasividad a la que está condenada la mujer la santifica. Al desgranar su rosario junto al fuego, se sabe más cerca del cielo que su marido que asiste a reuniones políticas. No necesita hacer nada para salvar su alma, basta con que viva sin desobedecer. La síntesis de la vida y del espíritu se ha consumado: la madre no sólo engendra una carne, le da a Dios un alma: es una obra más alta que descubrir los secretos fútiles del átomo. Con la complicidad del padre celeste, la mujer puede reivindicar altamente contra el hombre la gloria de su feminidad. No sólo Dios devuelve su dignidad al sexo masculino en general; cada mujer encontrará en la celeste ausencia un apoyo singular; como persona humana, no tiene demasiado peso; pero cuando actúa en nombre de una inspiración divina, sus voluntades pasan a ser sagradas. Mme Guyon dice que aprendió gracias a la enfermedad de una religiosa «lo que era mandar por el Verbo y obedecer por el mismo Verbo»; así la devota disfraza de humilde obediencia su autoridad; cuando educa a sus hijos, dirige un convento, se ocupa de obras sociales, sólo es una dócil herramienta en manos sobrenaturales; no es posible desobedecerla sin ofender a Dios mismo. Los hombres tampoco desdeñan esta ayuda, pero no sirve de mucho cuando se enfrentan con sus semejantes que también la pueden reivindicar: el conflicto se equilibra para acabar en un plano humano. La mujer invoca la voluntad divina para justificar absolutamente su autoridad a los ojos de aquellos que le están normalmente subordinados, para justificarla a sus propios ojos. Si esta cooperación le resulta útil es porque está ocupada sobre todo en sus relaciones consigo misma —incluso cuando estas relaciones interesan al otro: sólo en estos debates tan interiores el silencio supremo puede tener fuerza de ley. En realidad, la mujer utiliza el pretexto de la religión para satisfacer sus deseos. Frígida, masoquista, sádica, se santifica cuando renuncia a la carne, haciéndose la víctima, ahogando a su alrededor todo impulso vital; al mutilarse, al aniquilarse, se gana un puesto en la jerarquía de los elegidos; cuando martiriza a su marido e hijos, privándolos de toda felicidad terrestre, les prepara una lugar de excepción en el paraíso; Margarita de Cortona, 782 «para castigarse de haber pecado», nos dicen sus piadosos biógrafos, maltrataba al hijo de su falta; sólo le daba a comer después de haber alimentado a todos los mendigos de paso; el odio al hijo no deseado, ya lo hemos visto, es frecuente: es una ganga poder entregarse a él con odio virtuoso. Por su lado, una mujer cuya moral sea poco rigurosa, se entiende cómodamente con Dios: la seguridad de que mañana la absolución la purificará del pecado ayuda frecuentemente a la mujer piadosa a vencer sus escrúpulos. Puede elegir el ascetismo o la sensualidad, el orgullo o la humildad, pero la preocupación que tiene por su salvación la empuja a entregarse a este placer que prefiere entre todos: ocuparse de ella misma; escucha los movimientos de su corazón, espía los estremecimientos de su carne, justificada por la presencia en ella de la gracia, como la mujer encinta por la de su fruto. No sólo se examina con tierna vigilancia, sino que se explica a un director espiritual; antiguamente, incluso podía gozar la embriaguez de las confesiones públicas. Nos cuentan que Margarita de Cortona, para castigarse de un impulso vanidoso, se subió a la terraza de su casa y se puso a lanzar gritos como si estuviera dando a luz: «¡Levantaos, habitantes de Cortona, levantaos con velas y faroles para escuchar a la pecadora!» Enumeraba todos sus pecados, clamando su miseria a las estrellas. Con esta ruidosa humildad, satisfacía esta necesidad de exhibicionismo de la que nos dan tantos ejemplos las mujeres narcisistas. La religión le permite a la mujer ser complaciente consigo misma; le proporciona la guía, el padre, el amante, la divinidad tutelar de la que tiene una necesidad nostálgica; alimenta sus fantasías; ocupa sus horas vacías. Sobre todo confirma el orden del mundo, justifica la resignación con la esperanza de un futuro mejor en un cielo asexuado. Por esta razón las mujeres son un arma tan importante en manos de la Iglesia; por esta razón la Iglesia es hostil a toda medida que pueda facilitar su emancipación. Hace falta una religión para las mujeres; hacen falta mujeres, mujeres «de verdad» para perpetuar la religión. Vemos que el conjunto del «carácter» de la mujer, sus convicciones, sus valores, su sabiduría, su moral, sus gustos, sus conductas, se explican por su situación. El hecho de que se le niegue su trascendencia le impide normalmente el acceso a las actitudes humanas más elevadas: heroísmo, rebeldía, distanciamiento, inventiva, creación; y no es que sean demasiado comunes entre los varones. Hay muchos hombres que están, como la mujer, confi­ 783 nados en el ámbito de lo intermediario, del medio inesencial; el obrero se evade mediante la acción política que expresa una voluntad revolucionaria; pero los hombres de las clases que precisamente se llaman «medias» se asientan en ellas deliberadamente: abocados como la mujer a la repetición de las tareas cotidianas, alienados en valores prefabricados, respetuosos de la opinión, sin buscar en la tierra más que una vaga comodidad, el empleado, el comerciante, el burócrata no tienen superioridad alguna sobre sus compañeras; al cocinar, hacer la colada, llevar su casa, educar a sus hijos, manifiestan más iniciativa e independencia que el hombre sometido a unas consignas; él debe obedecer todo el día a unos superiores, llevar un cuello postizo y afirmar su rango social; ella puede pasarse el día en bata en su casa, cantar, reír con las vecinas; actúa a su aire, asume pequeños riesgos, trata de alcanzar con eficacia algunos resultados. Vive mucho menos que su marido en el convencionalismo y la apariencia. El universo burocrático que Kafka —entre otras cosas— describe, este universo de ceremonias, de gestos absurdos, de conductas sin objetivo, es básicamente masculino; ella da más dentelladas a la realidad; cuando el hombre ha puesto unos números en fila o transformado en monedas unas latas de sardinas, no se ha afirmado sobre nada abstracto; el niño ahíto en su cuna, la ropa blanca, el asado, son bienes mucho más tangibles; no obstante, precisamente porque en la prosecución concreta de estos objetivos la mujer experimenta su contingencia —y consecuentemente su propia contingencia— y a veces no se aliena en ellos: sigue disponible. Las empresas del hombre son a un tiempo proyectos y fugas: se deja devorar por su carrera, por su personaje; le gusta ser importante, serio; al cuestionar la lógica y la moral masculinas, la mujer no cae en estas trampas; es lo que a Stendhal tanto le gustaba en ella; no elude con el orgullo la ambigüedad de su condición; no se oculta tras la máscara de la dignidad humana; descubre con más sinceridad sus pensamientos indisciplinados, sus emociones, sus reacciones espontáneas. Por esta razón, su conversación es mucho menos aburrida que la de su marido, siempre que hable en su nombre y no como la leal émula de su señor; el hombre emite ideas llamadas generales, es decir, palabras, fórmulas que encontramos en las columnas de su periódico o en obras especializadas; ofrece una experiencia limitada, pero concreta. La famosa «sensibilidad femenina» tiene algo de mito y de farsa, pero el hecho es que la mujer está más atenta que el hombre a sí misma y al mundo. Sexual- 784 mente, vive en un clima masculino que es áspero: tiene como compensación su amor a las «cosas bellas», lo que puede producir afectación, pero también delicadeza; porque su territorio está limitado, los objetos que alcanza le parecen preciosos; como no los encierra en conceptos ni en proyectos desvela sus riquezas; su deseo de evasión se manifiesta en su amor por las cosas festivas: le fascina la gratuidad de un ramo de flores, de un pastel, de una mesa bien puesta, se complace en transformar el vacío de su ocio en una generosa ofrenda; le gustan las risas, las canciones, las galas, las chucherías, por lo que está dispuesta a acoger todo lo que palpite a su alrededor: el espectáculo de la calle, el del cielo; una invitación, una salida le abren horizontes nuevos; el hombre no siempre acepta participar en estos placeres; cuando entra en la casa, las alegres voces se callan, las mujeres de la familia adoptan el aire aburrido y decente que espera de ellas. Del seno de la soledad y la separación, la mujer extrae el sentido de la singularidad de su vida; tiene una experiencia más íntima que el hombre del pasado, la muerte, el paso del tiempo; se interesa por las aventuras de su corazón, de su carne, de su espíritu porque sabe que es lo único que tiene en este mundo; también, porque es pasiva, sufre la realidad que la sumerge de una forma más apasionada, más patética que al individuo absorbido por una ambición o un oficio; tiene el gusto y el placer de abandonarse a sus emociones, de estudiar sus sensaciones y de darles un sentido. Cuando su imaginación no se pierde en vanas fantasías, se convierte en simpatía: trata de comprender al otro en su singularidad y recrearlo en ella; con su marido, su amante, es capaz de una verdadera identificación: hace suyos sus proyectos, sus preocupaciones, de una forma que él no podría imitar. Concede su atención ansiosa al mundo entero; se le aparece como un enigma y cada ser, cada objeto puede ser una respuesta; lo interroga ávidamente. Cuando envejece, su espera frustrada se transforma en ironía y en un cinismo a menudo sabroso; no acepta los engaños masculinos, ve el envés contingente, absurdo, gratuito del edificio imponente construido por los varones. Su dependencia le impide tomar distancia, pero a veces encuentra en la abnegación que se le impone una verdadera generosidad; se olvida de sí en favor del marido, del amante, del hijo, deja de pensar en ella misma y toda entera se hace ofrenda, don. Al estar mal adaptada a la sociedad de los hombres, a menudo está obligada a inventar sus conductas; no puede contentarse demasiado con recetas, clichés; si tiene buena voluntad, en ella 785 hay una inquietud que se asemeja más a la autenticidad que la seguridad imponente de su esposo. Sólo tendrá estos privilegios sobre el varón con la condición de que rechace las falacias que él le propone. En las clases superiores, las mujeres se hacen ardientemente cómplices de sus señores, porque tienen empeño en disfrutar de los beneficios que les proporcionan. Hemos visto que las grandes burguesas, las aristócratas siempre han defendido sus intereses de clase con más obstinación incluso que sus esposos; no dudan en sacrificarles radicalmente su autonomía de ser humano; matan en ellas todo pensamiento, todo juicio crítico, todo impulso espontáneo; repiten como loros opiniones preestablecidas, se confunden con el ideal que les impone el código masculino; en su corazón, en su rostro incluso, toda la sinceridad está muerta. El ama de casa encuentra una independencia en su trabajo, en el cuidado de sus hijos: le dan una experiencia limitada, pero concreta: la que tiene «servicio» deja de aprehender concretamente el mundo; vive en el sueño y la abstracción, en el vacío. No conoce el alcance de las ideas que manifiesta; las palabras que emite han perdido en su boca todo sentido; el financiero, el industrial, a veces también el general, aceptan cansancio, preocupaciones, asumen riesgos; compran sus privilegios en una transacción injusta, pero al menos pagan con sus personas; sus esposas, a cambio de todo lo que reciben no dan nada, no hacen nada, y creen con una fe tanto más firme en sus derechos imprescriptibles. Su vana arrogancia, su incapacidad radical, su ignorancia cerril las convierten en los seres más inútiles, más nulos que haya producido jamás la especie humana. Es por lo tanto tan absurdo hablar de «la mujer» en general como del «hombre» eterno. Vemos que todas las comparaciones en las que se trata de decidir si la mujer es superior, inferior o igual al hombre son ociosas: sus situaciones son profundamente diferentes. Si confrontamos estas situaciones mismas, es evidente que la del hombre es infinitamente preferible, es decir, que tiene muchas más posibilidades concretas de proyectar en el mundo su libertad; el resultado es necesariamente que las realizaciones masculinas predominan con mucho sobre las de las mujeres: a éstas les está prácticamente prohibido hacer nada. No obstante, confrontar el uso que en sus límites hombres y mujeres hacen de su libertad es a priori un ejercicio desprovisto de sentido, ya que precisamente la utilizan libremente. En formas diferentes, las trampas de la mala fe, las falacias de la seriedad, pueden afectar 786 tanto a unos como a otras; la libertad es total en cada cual. Simplemente, dado que en la mujer es abstracta y vacía, sólo se puede asumir auténticamente en la rebeldía: es el único camino que se abre a los que no tienen la posibilidad de construir nada; tienen que vencer los límites de su situación y tratar de abrirse los caminos del futuro; la resignación sólo es una capitulación y una huida; para la mujer no hay más salida que trabajar por su liberación. Esta liberación sólo puede ser colectiva, y exige ante todo que se culmine la evolución económica de la condición femenina. No obstante, ha habido, y sigue habiendo, muchas mujeres que persiguen solitariamente su realización individual. Tratan dejustificar su existencia en el seno de su inmanencia, es decir, de realizar la trascendencia en la inmanencia. Este esfuerzo definitivo —a veces ridículo, a menudo patético— de la mujer prisionera para transformar su cárcel en un cielo de gloria, su servidumbre en libertad soberana, lo encontramos en la narcisista, en la enamorada, en la mística. 787 TERCERA PARTE Justificaciones Capítulo X I La narcisista Se ha dicho a veces que el narcisismo era la actitud fundamental de todas las mujeres1; sin embargo, al ampliar abusivamente esta noción, se la anula como La Rochefoucauld anuló la de egoísmo. En realidad, el narcisismo es un proceso de alienación bien definido: el yo se erige en fin absoluto y el sujeto emprende la huida en él. Muchas otras actitudes —auténticas o falsas— aparecen en la mujer: ya hemos estudiado algunas de ellas. Lo que es verdad es que las circunstancias invitan a la mujer más que al hombre a volverse hacia sí y a consagrarse su amor. Todo amor reclama la dualidad de un sujeto y de un objeto. La mujer llega al narcisismo por dos caminos convergentes. Como sujeto se siente frustrada; siendo niña se la priva de ese alter ego que es el pene para el niño. Más tarde, su sexualidad agresiva permanece insatisfecha. Y lo que es más importante, las actividades viriles le están prohibidas. Se ocupa, pero no hace nada; a través de sus funciones de esposa, madre, ama de casa, no se le reconoce su singularidad. La realidad del hombre está en las casas que construye, los bosques que tala, los enfermos que cura; al no poder realizarse a través de proyectos y de fines, la mujer se esforzará por captarse en la inmanencia de su persona. Parodiando la frase de Sieyés, Marie Bashkirtseff escribía: «¿Qué soy? Nada. ¿Qué quisiera ser? Todo.» Porque no son nada, muchas 1 Cfr. Helene Deutsch, La psicología de la mujer. 791 mujeres limitan orgullosamente sus intereses a su yo, que hipertrofian para confundirlo con el Todo. «Soy mi propia heroína», decía también Marie Bashkirtseff. Un hombre que actúa necesariamente se compara. Ineficaz, separada, la mujer no puede ni situarse ni medirse; se da una importancia soberana porque no le es accesible ningún objeto importante. Si puede ofrecerse a sí misma a sus propios deseos, es porque desde su infancia se ha visto como un objeto. Su educación la ha empujado a alienarse en su cuerpo entero, la pubertad le ha revelado este cuerpo como pasivo y deseable; es una cosa hacia la que puede volver sus manos conmovidas por el raso o el terciopelo, que puede mirar con ojos de amante. En el placer solitario, la mujer puede llegar a desdoblarse en un sujeto masculino y un objeto femenino; por ejemplo, Irène, cuyo caso estudió Dalbiez2, se decía: «Me voy a amar» o más apasionadamente: «Me voy a poseer» o en un paroxismo: «Me voy a fecundar.» Marie Bashkirtsefftambién es sujeto y objeto cuando escribe: «Sin embargo, es una lástima que nadie me vea los brazos y el torso, toda esta frescura y toda estajuventud.» En realidad, no es posible ser para sí positivamente otro, y captarse en la luz de la conciencia como objeto. El desdoblamiento sólo existe en sueños. En la niña, este sueño lo materializa la muñeca; se reconoce en ella más concretamente que en su propio cuerpo porque de una a otra hay separación. Esta necesidad de ser dos para establecer en sí un tierno diálogo lo expresa Mme de Noailles, entre otras, en Le Livre de ma vie. M e gustaban las muñecas, prestaba a su inmovilidad la animación de mi propia existencia; no hubiera dormido bajo el calor de una manta si ellas no hubieran estado también envueltas en lana y plumón; soñaba con disfrutar realmente la pura soledad desdoblada... Esta necesidad de quedar intacta, de ser dos veces yo misma, la vivía con avidez en m i primera infancia... |Ah!, cuánto deseé en los instantes trágicos en los que m i dulzura soñadora era el juguete de lágrimas injuriosas tener a mi lado a otra pequeña Anna que pondría sus brazos alrededor 2 La Psychanalyse. En su infancia, a Irène le gustaba orinar como los chicos; se veía a menudo en sueños en forma de ondina, lo que confirma las ideas de Havelock Ellis sobre la relación entre el narcisismo y lo que llama «ondinismo», es decir, un cierto erotismo urinario. 792 de m i cuello, que m e consolaría, m e comprendería... A lo largo de m i vida, la encontré en m i corazón y la retuve con fuerza; m e socorrió, no en la forma del consuelo que había esperado, sino en la del valor. La adolescente deja dormir sus muñecas. Sin embargo, a lo largo de toda su vida la mujer encontrará en la magia del espejo un poderoso aliado en sus esfuerzos para separarse y alcanzarse. Rank ilustró la relación entre el espejo y el doble en los mitos y en los sueños. Sobre todo en el caso de la mujer, el reflejo se deja asimilar al yo. La belleza masculina es indicación de trascendencia, la de la mujer tiene la pasividad de la inmanencia: sólo la segunda está hecha para detener la mirada y puede por lo tanto quedar atrapada en la trampa inmóvil del azogue; el hombre que se siente y se quiere actividad, subjetividad, no se reconoce en su imagen congelada; para él no tiene ningún atractivo, ya que el cuerpo del hombre no se le aparece como objeto de deseo; sin embargo, la mujer, que se sabe, se hace objeto, cree realmente que se ve en el espejo: pasivo y dado, el reflejo es como ella misma una cosa; y como desea la carne femenina, su carne, alimenta con su admiración, con su deseo, las virtudes inertes que percibe. Mme de Noailles, que sabía mucho de esto, nos confiesa: Era m enos vanidosa de los dones del espíritu — tan fuertes en m í que no dudaba de ellos— que de la im agen reflejada por un espejo que consultaba con frecuencia... Sólo el placer físico contenta plenamente al alma. Las palabras de «placer físico» aquí son vagas e impropias. Lo que contenta el alma es que, mientras que los dones del espíritu hay que probarlos, el rostro contemplado está ahi, hoy, como un hecho indudable. Todo el futuro se recoge en esta capa de luz que el marco convierte en universo; fuera de estos estrechos límites, las cosas sólo son un caos desordenado; el mundo se reduce a este fragmento de vidrio en el que resplandece una imagen: la Única. Cada mujer que se ahoga en su reflejo reina sobre el espacio y el tiempo, sola, soberana; tiene todos los derechos sobre los hombres, sobre la fortuna, la gloria, el placer. Marie Bashkirtseff estaba tan embriagada con su belleza que la quería fijar en un mármol imperecedero; así se habría consagrado ella misma a la inmortalidad: 793 Cuando llego m e desvisto, m e quedo desnuda y m e im pacta la belleza de mi cuerpo com o si no la hubiera visto jamás. Habría que hacer m i estatua, pero ¿cómo? Si no m e caso es casi imposible. Es absolutamente necesario, porque m e iré afeando, estropeando... necesito tomar marido, aunque sólo sea para hacer m i estatua. Cecile Sorel, preparándose para una cita amorosa, se describe así: Estoy ante m i espejo. Quisiera ser más hermosa. Lucho con m i m elena de leona. Saltan chispas de m i peine. M i cabeza es un sol en medio de m is cabellos que se alzan com o rayos de oro. También recuerdo a una mujer que vi una mañana en los servicios de un café; llevaba una rosa en la mano y parecía un poco bebida; acercaba sus labios al espejo como para beber su imagen y murmuraba sonriente: «Adorable, me encuentro adorable.» A un tiempo sacerdotisa e ídolo, la narcisista flota aureolada de gloria por el corazón de la eternidad y, al otro lado de las nubes, criaturas arrodilladas la adoran: es Dios que se contempla a sí mismo. «Me amo, soy mi dios», decía Mme Mejerowsky. Llegar a ser Dios es realizar la síntesis imposible del en-sí y del para-sí: los momentos en los que un individuo se imagina que lo ha conseguido son para él momentos privilegiados de júbilo, de exaltación, de plenitud. A los diecinueve años, Roussel sintió un día en un desván alrededor de su cabeza el aura de la gloria: nunca se curó de ello. La jovencita que ha visto en el fondo del espejo la belleza, el deseo, el amor, la felicidad revestidos con sus propios rasgos —animados, cree ella, por su propia conciencia— tratará durante toda su vida de agotar las promesas de esta deslumbrante revelación. «Es a ti a quien amo», confiesa un día Marie Bashkirtseff a su reflejo. Otro día escribe: «Me amo tanto, me hago tan feliz que durante la cena estaba como loca.» Aunque la mujer no tenga una belleza irreprochable, verá aparecer en su rostro las riquezas singulares de su alma y esto será suficiente para su embriaguez. En la novela en la que se retrata con los rasgos de Valérie, Mme Krüdener se describe así: 794 Tiene algo especial que no le he visto a ninguna otra m ujer. Es posible tener la m ism a gracia, mucha m ás belleza y sin embargo estar lejos de ella. Quizá no la admiren, pero tiene algo ideal y encantador que obliga a ocuparse de ella. A l verla tan delicada, tan esbelta, diríase que es un pensamiento... No deberíamos extrañamos de que hasta las desheredadas puedan conocer a veces el éxtasis del espejo; se sienten emocionadas por el mero hecho de ser una cosa de carne, que está ahí; como al hombre, basta para asombrarlas la pura generosidad de una joven carne femenina; y ya que se perciben como sujeto singular, con un poco de mala fe, darán también un encanto singular a sus cualidades específicas; descubrirán en su rostro o en su cuerpo algún rasgo gracioso, raro, interesante; se creerán hermosas por el mero hecho de sentirse mujeres. Por otra parte, el espejo, aunque privilegiado, no es la única herramienta de desdoblamiento. En el diálogo interior, todo el mundo puede tratar de crearse un hermano gemelo. Al estar sola la mayorparte del día, aburriéndose con las tareas domésticas, la mujer tiene la oportunidad de construirse en sueños su propia imagen. Siendojovencita, soñaba con el futuro; ahora, encerrada en un presente indefinido, se relata su historia; la retoca para introducir en ella un orden estético que transforme desde antes de su muerte su vida contingente en un destino. Por ejemplo, es bien sabido que las mujeres sienten mucho apego por sus recuerdos infantiles; la literatura femenina da fe de ello; en general, la infancia sólo ocupa un lugar secundario en las autobiografías masculinas; las mujeres, por el contrario, se suelen limitar al relato de sus primeros años, que son el material preferido de sus novelas, de sus cuentos. Una mujer que cuenta sus cosas a una amiga, a una amante, casi siempre empieza sus historias por estas palabras: «Cuando era pequeña...» Sienten nostalgia por ese periodo. Es porque en aquella época sentían sobre su cabeza la mano benévola e imponente del padre al tiempo que disfrutaban de los placeres de la independencia; protegidas y justificadas por los adultos, eran individuos autónomos ante quienes se abría un futuro libre. Sin embargo, ahora el matrimonio y el amor no las protegen del todo y se han convertido en siervas o en objetos, aprisionadas en el presente. Reinaban sobre el mundo, día tras día lo conquistaban, y ahora están separadas del universo, abocadas a la inmanencia y a la repetición. Se sienten derrotadas. Sin embargo, lo que más les duele es haberse visto devoradas por la generalidad: una esposa, una madre, un ama de casa, una mujer entre 795 millones de mujeres; siendo niñas, cada una vivía su condición de forma singular; ignoraba las analogías existentes entre su aprendizaje del mundo y el de sus compañeras; sus padres, sus profesores, sus amigas, las reconocían en toda su individualidad, se creían incomparables respecto a cualquier otro ser, únicas, dotadas de oportunidades únicas. Ahora se vuelven emocionadas hacia aquellas hermanas pequeñas, echan de menos el ser humano que fueron; tratan de recuperar en el fondo de sí esa niña muerta. Se emocionan cuando oyen hablar de una niña, pero cuando oyen hablar de una niña «muy especial» sienten que resucita la originalidad perdida. No se limita a maravillarse desde lejos ante esta infancia singular, trata de reavivarla en ella. Trata de convencerse de que sus gustos, sus ideas, sus sentimientos han conservado una frescura insólita. Perpleja, interrogando el vacío mientrasjuega con un collar o da vueltas a la sortija, murmura: «Es curioso... yo, es que soy así... Fíjate, el agua me fascina... jOh me encanta el campo!» Cada preferencia parece una excentricidad, cada opinión un desafío al mundo. Dorothy Parker describió del natural este rasgo tan extendido. Así nos presenta a Mrs. Welton: Le gustaba verse como una mujer que sólo podía ser feliz si estabarodeada de flores en sazón... Confesaba ala gente con pequeños impulsos confidenciales cuánto le gustaban las flores. Había casi un tono de excusa en esta pequeña confesión, como si hubiera pedido a sus interlocutores que no consideraran sus gustos demasiado insólitos. Parecía esperar que su interlocutor se cayera de espaldas, lleno de asombro y gritara: «¡Qué barbaridad, dónde vamos a parar!» De vez en cuando confesaba otras predilecciones insignificantes; siempre con algo deperplejidad, como si su delicadezano lepermitieraponer su corazón al desnudo, diciendo cuánto le gustaban el color, el campo, las distracciones, una obra realmente interesante, las telas bonitas, la ropa bien cortada, el sol. Sin embargo, su amor por las flores es el que confesaba más a menudo. Tenía la impresión de que esta afición, más que ninguna otra, la distinguía del común de los mortales. A la mujer le gusta tratar de confirmar estos análisis con sus conductas; elige un color: «Mi color es el verde»; tiene una flor preferida, un perfume, un músico favorito, supersticiones, manías que trata con respeto; y no necesita estar hermosa para expresar 796 su personalidad en su forma de vestir o de decorar la casa. El personaje que exhibe tiene más o menos coherencia y originalidad en función de su inteligencia, su obstinación y la profundidad de su alienación. Algunas se limitan a mezclar al azar algunos rasgos dispersos y confusos; otras crean sistemáticamente una imagen y la representan con constancia; ya hemos dicho que a la mujer le cuesta mucho trabajo diferenciar este juego de la verdad. Alrededor de esta heroína, la vida se organiza como una novela triste o maravillosa, siempre un tanto extraña. A veces es una novela ya escrita. No sé cuántas jovencitas me han confesado reconocerse en la Judy de Dusty Answer; recuerdo una anciana muy fea que tenía la costumbre de decir: «Lea El lirio del valle: es mi historia»; cuando era pequeña, miraba con estupor reverente a este lirio agostado. Otras murmuran vagamente: «Mi vida es una novela.» Sobre su frente brilla una estrella fasta o nefasta. «Estas cosas sólo me pasan a mí», dicen. Les persigue la mala suerte o la vida les sonríe: en cualquier caso tienen un destino. Cecile Sorel escribe, con una ingenuidad que encontramos a lo largo de todas sus memorias: «Así es como entré en el mundo. Mis primeros amigos se llamaban genio y belleza.» Y en Le Livre de ma. vie, que es un fabuloso monumento narcisista, Mme de Noailles es­ cribe: Un día desaparecieron las gobernantas: la suerte ocupó su lugar. Ymaltrató tanto como lahabía colmado alacriaturapoderosay débil, la mantuvo por encima de los naufragios en los que apareció como una Ofeliacombativa, salvando sus flores y conunavoz que se alzatodavía. Le pidió que esperara aque se cumpliera exactamente esta última promesa: los griegos utilizan la muerte. Debemos citar también como ejemplo de literatura narcisista el pasaje siguiente: Aunque de niña era robusta, de miembros delicados pero rozagantes y de mejillas arreboladas, adquirí este carácter físico más débil, más brumoso que me convirtió en una adolescentepatética, apesar de la fuente de vida quepuede brotar de mi desierto, de mi hambre, de mis breves y misteriosas muertes, tan sorprendentemente como de laroca deMoisés. No voy a alabarmi valor, aunque tendría derecho a hacerlo. Lo asimi­ 797 lo a m is fuerzas, a las oportunidades, podría describirlo com o quien dice: tengo los ojos verdes, el cabello negro, la mano pequeña y poderosa... Y también estas líneas: Ahora puedo reconocer que, sostenida por el alma y sus fuerzas de armonía, viví al son de mi voz... A falta de belleza, de esplendor, de felicidad, la mujer elegirá un personaje de víctima; se obstinará en encamar a la «mater dolorosa», la esposa incomprendida, se considerará «la mujer más desgraciada del mundo». Es el caso de la melancólica que describe Stekel3: Cada año, por Navidades, la señora H. W., pálida, vestida de colores oscuros, viene a verm e para quejarse de su suerte. Es una historia triste que relata llorando. Una vida fallida, un matrimonio fracasado. La primera vez que vino, m e sentí em ocionado hasta las lágrimas y dispuesto a llorar con ella... D esde entonces, han pasado dos largos años y sigue viviendo sobre las ruinas de sus esperanzas y llorando por su vida perdida. Sus rasgos acusan los primeros síntomas de declive, lo que le da una razón más para quejarse. «¡En qué m e he convertido, cuando tanto m e admiraban por m i belleza!» M ultiplica sus quejas, subraya su desesperación porque todos sus am igos conocen su desgraciada suerte. Aburre a todo el mundo con sus letanías... para ella es otra ocasión de sentirse desgraciada, sola e incomprendida. Ya no quedaba salida para este laberinto de dolores... esta mujer disfrutaba con este papel trágico. Literalm ente se emborrachaba pensando que era la mujer m ás desgraciada de la tierra. Todos los esfuerzo para hacerla tomar parte en la vida activa fracasaron. Un rasgo común entre la señora Welton, la soberbia Anna de Noailles, la desgraciada enferma de Stekel, la multitud de mujeres marcadas por un destino excepcional, es que se sienten incomprendidas; su entorno no reconoce —o no lo suficiente— su singularidad; ellas explican positivamente esta ignorancia, esta indiferencia ajena con la idea de que encierran en su interior un secreto. El hecho es que muchas han sepultado silenciosamente 3 La mujerfrígida. 798 episodios de infancia yjuventud que habían tenido para ellas gran importancia; saben que su biografía oficial no se corresponde con su verdadera historia. Sobre todo, al no haberse hecho realidad en la vida, la heroína que prefiere la narcisista no pasa de ser imaginaria; su unidad no se la confiere el mundo concreto, se trata de un principio oculto, una especie de «fuerza», de virtud «tan oscura como el flogisto»; la mujer cree en su presencia, pero si quisiera descubrírsela a los demás, lo tendría tan difícil como el psicasténico que se obstina en confesar crímenes impalpables. En los dos casos, el «secreto» se reduce a la convicción vacía de poseer en el fondo de sí una clave que permite descifrar y justificar sentimientos y conductas. Su abulia, su inercia es lo que les da a los psicasténicos esta ilusión; a falta de poderse expresar en la acción cotidiana, la mujer se cree habitada también por un misterio inefable: el famoso mito del misterio femenino la empuja por este camino y encuentra en él su confirmación. Con la riqueza de sus tesoros ignorados, marcada por una estrella fasta o nefasta, la mujer adquiere a sus propios ojos la necesidad de los héroes de tragedia gobernados por un destino. Su vida entera se transfigura en un drama sagrado. Bajo el ropaje elegido con solemnidad se alzan a un tiempo la sacerdotisa ataviada con el atuendo de su cargo y un ídolo engalanado por manos fieles que se ofrece a la adoración de los devotos. Su interior se convierte en el templo en el que se desarrolla su culto. Marie Bashkirtseff concede tanto cuidado al marco en el que se instala como a su vestimenta: Cerca del escritorio, un sillón de estilo antiguo, de m odo que cuando entro sólo tengo que imprimirle un pequeño m ovimiento a este sillón para encontrarme frente a la gente..., cerca del escritorio recargado con los libros al fondo, entre cuadros y plantas, las piernas y los pies a la vista en lugar de verm e cortada en dos com o antes por esta madera negra. Por encim a del diván están colgadas las dos mandolinas y la guitarra. En el centro de este marco tenem os a una joven rubia y blanca de manos pequeñas y finas, recorridas por venas azules. Cuando se pavonea por los salones, cuando se abandona en brazos de un amante, la mujer realiza su misión: es Venus que dispensa al mundo los tesoros de su belleza. No es ella misma, es la Belleza que Cecile Sorel defendía cuando rompió el cristal de la caricatura de Bib; vemos en sus memorias que en todos los ins­ 799 tantes de su vida invitó a los mortales a rendir culto al Arte. También IsadorrDuncan, tal y como se describe en Mi vida: Tras las representaciones, escribe, vestida con m i túnica y con mi cabellera coronada de rosas, ¡era tan bonita! ¿Por qué no permitir que disfruten de estos encantos? ¿Por qué un hombre que trabaja durante todo el día con su cerebro..., no va a verse enlazado por estos brazos espléndidos y no va a encontrar consuelo para sus penas en unas horas de belleza y de olvido? La generosidad de la narcisista le resulta provechosa: mejor que en los espejos puede observar en los ojos admirativos ajenos a su doble aureolada de gloria. A falta de público complaciente, abre su corazón a un confesor, a un médico, a un psicoanalista; consulta quirománticas, videntes. «No es que crea en ello —decia una aprendiz de estrella de cine—, ¡pero me gusta tanto que me hablen de mí!»; cuenta su vida a las amigas; con más avidez que ninguna, busca un testigo en el amante; la enamorada pronto olvida su yo, pero muchas mujeres son incapaces de un verdadero amor, precisamente porque nunca se olvidan de sí. A la intimidad de la alcoba, prefieren un escenario más amplio. Por eso adquiere para ellas tanta importancia la vida mundana: necesitan miradas que las contemplen, oídos que las escuchen; su personaje necesita un público lo más amplio posible. Describiendo una vez más su habitación, Marie Bashkirtseff deja escapar esta confesión: D e esta forma me encuentro sobre el escenario cuando alguien entra y m e ve escribiendo. Y más adelante: Estoy decidida a procurarme una puesta en escena considerable. Voy a construir un hotel m ás herm oso que el de Sarah y talleres más grandes... Por su parte, Mme de Noailles escribe: Siempre m e ha gustado y m e gusta el ágora... Por eso siempre he podido tranquilizar a los am igos que se disculpaban por el número de invitados, temiendo que m e importunaran, con esta confesión sincera: no m e gusta actuar ante una sala vacía. 800 La apariencia, la conversación dan satisfacción en gran parte a este afán femenino de aparentar. Sin embargo, una narcisista ambiciosa desea exhibirse de forma más rara y variada. En particular, cuando convierte su vida en una obra que se ofrece a los aplausos del público, tiene el placer de ponerse en escena definitivamente. Mme de Staël ha relatado ampliamente en Corina [Corinne] cómo fascinó a las muchedumbres italianas recitando poemas acompañada con un arpa. En Coppet, una de sus distracciones preferidas era representar papeles trágicos; disfrazada de Fedra, le gustaba declamar para sus jóvenes amantes, que disfrazaba de Hipólito, confesiones ardientes. Mme Krüdener se especializaba en la danza de los velos que describe así en Valérie: Valerie pidió su velo de muselina azul oscuro, se apartó el cabello de la frente; se puso el velo en la cabeza; bajaba a lo largo de sus sienes y de sus hombros; su frente se dibujó a la manera antigua, sus cabellos desaparecieron, sus párpados descendieron, su sonrisa habitual se fue borrando poco a poco: su cabeza se inclinó, el velo cayó blandamente sobre sus brazos cruzados, sobre el pecho, y esta vestimenta azul, esta imagenpura y dulce parecía haber sido dibujadapor Correggio para expresar la resignación tranquila; y cuando alzó los ojos, cuando sus labios esbozaron una sonrisa fue como si apareciera, tal y como Shakespeare lapintó, la Paciencia sonriendo al Dolorjunto a un monumento. ... Hay que ver a Valerie. Es a un tiempo tímida, noble, profundamente sensible, conmueve, arrastra, emociona, arranca lágrimas y hace palpitar el corazón como palpita cuando está dominado por un gran ascendiente; es porque posee la gracia encantadora que no sepuede transmitir, que la naturaleza revela en secreto a algunos seres superiores. Si las circunstancias se lo permiten, nada dará a la narcisista una satisfacción tan profunda como consagrarse públicamente al teatro: El teatro, dice Georgette Leblanc, me aportaba lo que había buscado en él: un motivo de exaltación. Ahora se me aparece como la caricatura de la acción; algo indispensable para los temperamentos excesivos. La expresión que utiliza es impactante: en lugar de actuar, la mujer inventa sucedáneos de acción; el teatro representa para al- 801 gimas este sustituto privilegiado. La actriz puede perseguir fines muy distintos. Para algunas, actuar es una forma de ganarse la vida, un simple oficio; para otras, es el acceso a una fama que explotará con fines galantes; para algunas otras, el triunfo de su narcisismo; las más grandes —Rachel, la Duse— son artistas auténticas que se trascienden en el papel que crean; la histriónica, por el contrario, no se preocupa de lo que realiza, sino de la gloria que le aportará; trata ante todo de darse valor. Una narcisista obcecada tiene sus límites en el arte como en el amor, porque no se sabe entregar. Este defecto tendrá una repercusión importante en todas sus actividades. Se sentirá tentada por todos los caminos que puedan conducir a la gloria, pero nunca los tomará sin reservas. Pintura, escultura, literatura son disciplinas que exigen un aprendizaje severo y un trabajo solitario; muchas mujeres lo intentan, pero renuncian enseguida si no las mueve un deseo positivo de crear; también muchas de las que perseveran nunca pasan de «jugar» a que trabajan. Marie Bashkirtseff, tan ávida de gloria, pasaba horas ante su caballete, pero se amaba demasiado para amar realmente lapintura. Lo confiesa ella misma tras años de despecho: «Sí, no me tomo el trabajo de pintar, hoy me he observado, hago trampa...» Cuando una mujer triunfa, como Mme de Staél, Mme de Noailles, en la construcción de una obra, es porque no la absorbe exclusivamente el culto que se rinde, pero una de las taras que pesan en la actualidad sobre muchas escritoras es su autocomplacencia que obstaculiza su sinceridad, las limita y las disminuye. Muchas mujeres ganadas por el sentimiento de su superioridad no son capaces de manifestarla a los ojos del mundo; entonces su ambición será utilizar como instrumento a un hombre al que convencerán de sus méritos; no persiguen con proyectos libres valores singulares; quieren asimilar a su yo valores prefabricados; se volverán así hacia los que poseen la influencia y la gloria con la esperanza—al convertirse en musas, inspiradoras, egerias— de identificarse con ellos. Un ejemplo elocuente es el de Mabel Dodge en sus relaciones con Lawrence: Yoquería, dice, deducir suespíritu, obligarloaproducir determinadas cosas... Necesitaba su alma, su voluntad, su imaginación creadoray suvisión luminosa. Para adueñarme de estos instrumentos esenciales, teníaque dominarsusangre... Siempre traté de hacer que los otros hicieran cosas sin intentar siquiera 802 hacer cualquier cosa por m í misma. M e ganaba la sensación de una especie de actividad, de fecundidad por poderes. Era una especie de compensación al sentimiento desolador de no tener nada que hacer. Y más adelante: Quería que Lawrence conquistara por mí, que utilizara mi experiencia, mis observaciones, mi Tao y que todo esto lo formulara en una m agnífica creación artística. De la misma forma, Georgette Leblanc quería ser para Maeterlinck «alimento y llama», pero también quería ver su nombre inscrito en el libro compuesto por el poeta. No se trata aquí de ambiciosas que eligen unos fines personales y utilizan a unos hombres para alcanzarlos —como hicieron la princesa de los Ursinos, Mme de Staél—, sino de mujeres movidas por un deseo totalmente subjetivo de importancia, que no persiguen ningún fin objetivo, que pretenden apropiarse de la transcendencia ajena. Están lejos de conseguirlo en todas las ocasiones, pero son hábiles para ocultar su fracaso y convencerse de que están dotadas de una seducción irresistible. Al saberse amables, deseables, admirables, se sienten seguras de ser amadas, deseadas, admiradas. Toda narcisista es Belisa. Incluso la inocente Brett consagrada a Lawrence se fabrica un pequeño personaje que dota de una seducción llena de seriedad: A lzo los ojos para darme cuenta de que m e mira con m alicia con sus aires de fauno, y una luz provocadora le brilla en los ojos, Pan. Le observo con aire solem ne y digno hasta que la luz se apaga en su rostro. Estas ilusiones pueden generar verdaderos delirios; Clérambault no deja de tener razón al considerar la erotomanía como «una especie de delirio profesional»; sentirse mujer es sentirse objeto deseable, es creerse deseada y amada. Es notable que de diez enfermos aquejados de «ilusión de ser amados», nueve son mujeres. Es evidente que lo que buscan en su amante imaginario es una apoteosis de su narcisismo. Lo quieren dotado de un valor sin condiciones: sacerdote, médico, abogado, hombre superior; y la verdad categórica que sus conductas descubren es que su amante ideal es superior a todas las demás mujeres, que posee virtudes irresistibles y soberanas. 803 La erotomanía puede aparecer en el seno de diferentes psicosis, pero su contenido siempre es el mismo. El sujeto está iluminado y glorificado por el amor de un hombre de gran valor, que se ha visto bruscamente fascinado por sus encantos —aunque ella no esperaba nada de él— y que le manifiesta sus sentimientos de forma tortuosa pero imperiosa; esta relación a veces es irreal y a veces reviste una forma sexual, pero lo que la caracteriza básicamente es que el semidiós poderoso y glorioso ama más de lo que es amado y manifiesta su pasión con conductas extrañas y ambiguas. Entre el gran número de casos que relatan los psiquiatras, aquí resumimos uno, totalmente típico, tomado de Ferdiére4. Se trata de una mujer de cuarenta y ocho años, Mane-Yvonne, que hace la confesión siguiente: Se trata del señor Achille, ex diputado y subsecretario de Estado, miembro del Colegio de Abogados. Le conozco desde el 12demayo de 1920; lavísperatraté deverle en el Palacio de Justicia; había observado de lejos su gran altura, pero no sabía quién era; me daba escalofríos... Sí, entre él y yo existen sentimientos, sentimientos recíprocos: los ojos, las miradas se han cruzado. Desde laprimera vez que lo vi sentí debilidadpor él; él está en el mismo caso... Fue él quien se declaróprimero: fue haciacomienzos de 1922; me recibía en su salón, siempre sola; un día incluso mandó salir a su hijo... Un día... se levantó y vino hacia mí continuando la conversación. Entendí inmediatamente que se trataba de un impulso sentimental... Me diopalabras para que las entendiera. Mediante diferentes gestos amables me dio a entender que nuestros sentimientos recíprocos sehabían encontrado. Otravez, también en su despacho, se acercó amí diciendo: «Esusted, sóloustedy nadiemás queusted, señora, entiéndame bien.» Me quedé tan asombrada que no supe qué responder; simplemente dije: ¡Muchas gracias! Otravezme acompañó desde su despacho hasta la calle; incluso despidió a un señor que le acompañaba, le dio 20 céntimos en la escalera y le dijo: «¡Déjeme, muchacho, ya ve que estoy con la señora!» Esto lo hacía para acompañarme y quedarse a solas conmigo. Siempre me estrechaba las manos con fuerza. En suprimer alegato utilizó muchos circunloquios para darme a entender que estaba soltero. Envió aun cantante al patio para manifestarme su amor... Miraba al pie de mi ventana; podría cantarle su canción... 4 L ’Érotomanie. 804 H izo desfilar ante m i puerta la banda municipal. He sido una tonta. Hubiera debido contestar a todos sus avances. Conseguí enfriarlo... y entonces creyó que lo rechazaba y actuó; mejor hubiera sido hablar abiertamente; se vengó. El señor Achille creía que sentía algo por B. y estaba celoso... M e hizo sufrir mediante un hechizo con m i fotografía; esto es lo que he descubierto este año a fuerza de estudiar libros y diccionarios. Ha trabajado m ucho con esa foto: todo viene de ahí... Este delirio se transforma fácilmente en una manía persecutoria. Podemos encontrar este proceso también en los casos normales. La narcisista no puede permitir que alguien no se interese apasionadamente por ella; si tiene la prueba evidente de que no es adorada, supone inmediatamente que la odian. Todas las críticas las atribuye a los celos, al despecho. Sus fracasos son el resultado de negras maquinaciones, lo que la confirma en la idea de su importancia. Pasa fácilmente a la megalomanía o a la manía persecutoria, que es su imagen invertida: como es el centro de su universo y no conoce más universo que el suyo, es el centro absoluto del mundo. Sin embargo, la comedia narcisista se desarrolla a expensas de la vida real; un personaje imaginario requiere la admiración de un público imaginario; la mujer presa de su yo pierde todo contacto con el mundo concreto, no se preocupa por establecer con los demás ninguna relación real; Mme de Staél no hubiera declamado Fedra de tan buen grado si hubiera presentido las burlas que sus «admiradores» escribían esas noches en sus diarios; sin embargo, la narcisista se niega a admitir que la puedan ver de forma diferente de la que ella muestra: es lo que explica que, tan ocupada en contemplarse, le cueste tanto juzgarse y caiga con tanta facilidad en el ridículo. No escucha, habla y cuando habla representa su papel: M e divierte, escribe Marie Bashkirtseff. N o hablo con él, actúoy com o m e siento ante un buen público, soy excelente en m is entonaciones infantiles y actitudes fantasiosas. Se observa demasiado, pero no ve nada; sólo comprende en los demás lo que reconoce en ella; lo que no puede asimilar a su caso, a su historia, le resulta ajeno. Se complace en multiplicar las experiencias: quiere conocer la embriaguez y los tormentos de la enamorada, las alegrías puras de la maternidad, la amistad, la so­ 805 ledad, las lágrimas, las risas; pero como nunca se puede entregar, sus sentimientos y sus emociones son forzados. Sin duda, Isadora Duncan lloró con lágrimas de verdad la muerte de sus hijos, pero cuando arrojó sus cenizas al mar con un gran gesto teatral sólo era una actriz; produce malestar leer este pasaje de Mi vida donde evoca su pesar: Siento la tibieza de mi propio cuerpo. Bajo los ojos sobre m is piernas desnudas que estiro, sobre la suavidad de m is senos, sobre mis brazos que nunca permanecen inm óviles, sino que flotan sin cesar en dulces ondulaciones, y veo que desde hace doce años estoy cansada, que este pecho encierra un dolor insaciable, que estas manos están manchadas por la tristeza y, cuando estoy sola, estos ojos casi nunca están secos. En el culto al yo, la adolescente puede encontrar valor para abordar el futuro inquietante, pero es una etapa que hay que superar rápidamente, pues si no el futuro se cierra. La enamorada que encierra al amante en la inmanencia de la pareja lo condena con ella a la muerte; la narcisista que se aliena en su doble imaginario se aniquila. Sus recuerdos se congelan, sus conductas se estereotipan, se llena con palabras, repite gestos que poco a poco quedan vacíos de todo contenido. Por eso dan tanta impresión de pobreza los «diarios íntimos» o las «autobiografías femeninas»; tan ocupada en adularse, la mujer que no hace nada no se vuelca en ser nada y adula la nada. Su desgracia es que, a pesar de toda su mala fe, conoce esta nada. No puede haber relación real entre un individuo y su doble porque este doble no existe. La narcisista vive un fracaso radical. No puede percibirse como totalidad, plenitud, y no puede mantener la ilusión de ser en-sí/para-sí. Su soledad, como la de cualquier ser humano, se vive como contingencia y abandono. Por esta razón —a menos de una conversión— está condenada a huirse sin tregua rumbo a la multitud, al ruido, a los demás. Sería un grave error creer que al elegirse como fin supremo escapa a la dependencia: todo lo contrario, se condena a la esclavitud más estrecha; no se apoya en su libertad, se convierte en un objeto que está en peligro en el mundo y en las conciencias ajenas. No sólo su cuerpo y su rostro son una carne vulnerable que el tiempo degrada; además, en la práctica, es una empresa costosa adornar al ídolo, alzarle un pedestal, construirle un templo. Hemos visto que para inscribir sus formas en un mármol inmortal Marie Bashkirt- 806 seffhubiera aceptado casarse por dinero. Las fortunas masculinas pagaron el oro, el incienso y la mirra que Isadora Duncan o Cecile Sorel depositaban a los pies de su trono. Ya que el hombre encama para la mujer el destino, las mujeres miden generalmente su éxito por el número y la calidad de los hombres sometidos a su poder. Sin embargo, aquí entra de nuevo enjuego la reciprocidad; la «mantis religiosa» que trata de convertir al varón en su instrumento, no consigue así liberarse de él, porque para encadenarlo le debe gustar. La mujer norteamericana, que al desear convertirse en ídolo, se convierte en esclava de sus adoradores, se viste, vive, respira por y para el hombre. En realidad, la narcisista es tan dependiente como la hetaira. Si escapa al dominio de un hombre singular es porque acepta la tiranía de la opinión pública. Este vínculo que la ata a los demás no implica una reciprocidad en el intercambio; si tratara de hacerse reconocer por la libertad ajena al tiempo que la reconoce como fin a través de sus actividades, dejaría de ser narcisista. La paradoja de su actitud es que exige que la valore un mundo al que niega todo valor, porque a sus ojos sólo cuenta ella. La opinión ajena es una fuerza inhumana, misteriosa, caprichosa que hay que tratar de captar mágicamente. A pesar de su arrogancia superficial, la narcisista se sabe amenazada; por esta razón está inquieta, susceptible, irritable, siempre al acecho; su vanidad nunca queda satisfecha; cuanto más envejece, más ansiosamente busca elogios y éxito, más confabulaciones sospecha a su alrededor; descarriada, obsesionada, se hunde en la noche de la mala fe y casi siempre acaba edificando a su alrededor un delirio paranoico. A ella se aplica especialmente la frase: «Quien quiera salvar su vida la perderá.» 807 Capítulo XII La enamorada La palabra «amor» no tiene el mismo sentido para uno y otro sexo y se convierte así en fuente de algunos graves malentendidos que los separan. Byron dijo oportunamente que el amor sólo es una ocupación en la vida del hombre, mientras que es la vida misma de la mujer. Es la misma idea que expresa Nietzsche en La gaya ciencia: La palabra misma de amor, dice, significa enrealidad dos cosas distintas para el hombre y para la mujer. Lo que entiende la mujer por amor está bastante claro: no sólo es abnegación, es un don total de cuerpo y alma, sin restricciones, sin ningúnmiramientoparanada. Esta ausencia de condiciones es lo que convierte su amor enunafe, laúnica quetiene. En cuanto al hombre, si ama a una mujer, lo que quiere1de ella es este amor; por consiguiente, estábastante lejos depretenderpara sí el mismo sentimiento que para la mujer; si hubiera hombres que experimentarantambiéneste deseo de abandonototal, desde luego no serían hombres. Algunos hombres han podido ser en algún momento de su existencia amantes apasionados, pero ninguno se puede definir como «un gran enamorado»; en sus más violentos extravíos nunca se abandonan totalmente; aunque caigan de rodillas ante su amante, lo que desean es poseerla, acapararla; siguen siendo en el 1 Las dos cursivas son de Nietzsche. 809 corazón de su vida sujetos soberanos; la mujer amada sólo es un valor entre otros; quieren integrarla en su existencia y no ahogar en ella su existencia entera. Para la mujer, por el contrario, el amor es un abandono total en beneficio de un amo. La mujer tiene que olvidar su propia personalidad cuando ama, escribe Cécile Sauvage. Es una ley de la naturaleza. Una mujer no existe sin un amo. Sin amo, es un ramillete desparra­ mado. En realidad, no se trata de una ley de la naturaleza. Lo que se refleja en la concepción que tienen el hombre y la mujer del amor es la diferencia de su situación. El individuo que es sujeto, que es él mismo, si busca generosamente la trascendencia, se esfiierza por ampliar su dominio del mundo: es ambicioso, actúa. Sin embargo, un ser inesencial no puede descubrir lo absoluto en el corazón de su subjetividad; un ser abocado a la inmanencia no puede realizarse en actos. Encerrada en la esfera de lo relativo, destinada al varón desde su infancia, acostumbrada a ver en él un soberano al que no le está permitido igualar, lo que sueña la mujer que no ha aniquilado su reivindicación de serhumano es superar su ser hacia uno de estos seres superiores, es unirse, fusionarse con el sujeto soberano; para ella no hay más salida que perderse en cuerpo y alma en aquel que se considera lo absoluto, lo esencial. Ya que de todas formas está condenada a la dependencia, en lugar de obedecer a unos tiranos —padres, marido, protector— prefiere servir a un dios; opta por desear tan ardientemente su esclavitud que se le aparecerá como la expresión de su libertad; se esforzará por superar su situación de objeto inesencial asumiéndola radicalmente; a través de su carne, sus sentimientos, sus conductas, exaltará soberanamente al ser amado, lo poseerá como valor y realidad suprema: se aniquilará ante él. El amor se convierte para ella en una religión. Hemos visto que la adolescente empieza queriéndose identificar con los varones; cuando renuncia a ello trata de participar de su virilidad haciéndose amar por uno de ellos; lo que la seduce no es la individualidad de este hombre o de aquél; está enamorada del hombre en general. «¡Hombres que amaré, cómo os espero! —escribe Irene Reweliotty—. Cómo me alegro de conoceros enseguida. Sobre todo Tú, el primero.» Por supuesto, el varón tiene que pertenecer a la misma clase, a la misma raza que ella; el pri­ 810 vilegio del sexo sólo funciona dentro de este marco; para que sea un semidiós, evidentemente tiene que ser primero un ser humano; para la hija de un oficial del ejército colonial, el indígena no es un hombre; si la jovencita se entrega a un «inferior» es porque trata de degradarse, porque no se cree digna del amor. Normalmente, busca un hombre en el que se afirme la superioridad masculina; pronto tendrá que reconocer que muchos individuos del sexo elegido son tristemente contingentes y terrestres, pero parte de un prejuicio a su favor; no tienen que demostrar su valor sino simplemente no desmentirlo demasiado burdamente; esto es lo que explica tantos errores lamentables; la jovencita ingenua queda atrapada en el espejo de la virilidad. Según las circunstancias, el valor masculino se manifestará a sus ojos en la fuerza física, la elegancia, la riqueza, la cultura, la inteligencia, la autoridad, la situación social, un uniforme militar; pero lo que siempre desea es que en el amante se resuma la esencia del hombre. A menudo la familiaridad basta para destruir su prestigio; se desmorona al primer beso, o con el roce diario, o durante la noche de bodas. El amor a distancia no es más que una fantasía, no una experiencia real. Cuando se confirma carnalmente, el deseo de amor se convierte en amor apasionado. A la inversa, el amor puede nacer de las relaciones físicas, pues la mujer sexualmente dominada exalta al hombre que antes le parecía insignificante. Lo que suele suceder es que la mujer no consiga transformar ninguno de los hombres que conoce en un dios. El amor ocupa menos lugar en la vida femenina de lo que se suele pretender. Marido, hijos, hogar, placeres, mundanidades, vanidad, sexualidad, carrera son mucho más importantes. Casi todas las mujeres han soñado con el «gran amor»: han conocido sucedáneos, se han acercado a él; desde imágenes inacabadas, maltratadas, irrisorias, imperfectas, mentirosas, el amor las ha visitado, pero muy pocas le han dedicado realmente su existencia. Las grandes enamoradas suelen ser mujeres que no han gastado su corazón en amoríos juveniles; han empezado aceptando el destino femenino tradicional: marido, casa, hijos; o también han conocido una dura soledad; o han apostado por una empresa que ha fracasado más o menos; cuando atisban una oportunidad de salvar su vida desoladora dedicándosela a un ser de elite, se abandonan desesperadamente a esta esperanza. Mlle Aissé, Juliette Drouet, Mme d’Agoult tenían casi treinta años al comenzar su vida amorosa, Julie de Lespinasse se acercaba a los cuarenta; no encontraban ningún fin en su vida, no esta­ 811 ban en condiciones de emprender nada que les pareciera valedero, para ellas no había más salida que el amor. Aunque la independencia le esté permitida, este camino es el que parece más atractivo a la mayor parte de las mujeres; es angustioso asumir el control de lapropia vida; el adolescente se suele dirigir también a mujeres mayores que él en las que busca una guía, una educadora, una madre; sin embargo, su formación, las costumbres, las consignas que encuentra en su interior le impiden abandonarse definitivamente a la solución fácil de abdicar; estos amores sólo son para él una etapa. El hombre tiene la suerte —en la edad adulta como en la infancia— de que está obligado a emprender caminos más duros, pero más seguros; la desgracia de la mujer es que está rodeada de tentaciones casi irresistibles; todo la incita a seguir la pendiente de la facilidad: en lugar de invitarla a luchar por ella, se le dice que tiene que abandonarse y alcanzará paraísos fascinantes; cuando se da cuenta de que la ha engañado un espejismo, es demasiado tarde; en la aventura ha agotado sus fuerzas. Los psicoanalistas suelen decir que la mujer persigue en su amante la imagen de su padre, pero si deslumbraba a la niña era por hombre, no por padre, y todos los hombres participan de esta magia; la mujer no desea reencarnar un individuo en otro, sino resucitar una situación: la que conoció siendo niña, protegida de los adultos; ha estado profundamente integrada en el hogar familiar, ha disfrutado la paz de una pasividad casi total; el amor le devolverá a su madre tanto como a su padre, le devolverá su infancia; lo que desea es volver a tener un techo sobre su cabeza, unas paredes que le oculten su soledad en el seno del mundo, unas leyes que la defiendan contra su libertad. Este sueño infantil está presente en numerosos amores femeninos; la mujer es feliz cuando su amante la llama «mi niña, mi niña querida»; los hombres saben bien que estas palabras: «pareces una niña» son de las que llegan con más seguridad al corazón de las mujeres: ya hemos visto cómo muchas de ellas viven mal su transformación en adultos; muchas se obstinan en «seguir siendo niñas», en prolongar indefinidamente su infancia en su actitud y en su forma de vestir. Volver a ser niña entre los brazos de un hombre las satisface plenamente. Es el tema de esta canción popular: Me siento tanpequeña entre tus brazos, tan pequeña, oh amor mío... 812 tema que se repite incansablemente en las conversaciones y correspondencias amorosas: «Baby, mi niña», murmura el amante; y la mujer dice de sí misma «tu pequeña». Irene Reweliotty escribe: «¿Cuándo llegará el que me sepa dominar?», y cuando cree haberlo encontrado: «Me gusta sentirte un hombre y superior a mí.» Una psicastènica estudiada por Janet2 ilustra de forma elocuente esta actitud: Hasta donde llegan m is recuerdos, todas las tonterías o todas las buenas acciones que pude cometer vienen de la misma causa: una aspiración a un amor perfecto e ideal en el que pueda entregarme entera, confiar m i ser a otro ser, Dios, hombre o mujer, tan superior a m í que ya no tendré necesidad de pensar en llevar m i vida o en cuidar de mí. Encontrar a alguien que m e ame lo suficiente para ocuparse de m i vida, alguien a quien obedecer ciegam ente con toda confianza, con la seguridad de que m e evitará cualquier caída y m e llevará en línea recta, suavem ente y con m ucho amor hacia la perfección. Cuánto envidio el amor ideal de María M agdalena y Jesús: ser el discípulo ardiente de un maestro adorado y que vale la pena; vivir y m orir por un ídolo, creer en él sin ninguna duda posible, lograr por fin la victoria definitiva del Á ngel sobre la bestia, estar entre sus brazos tan protegida, tan pequeña, tan acurrucada en su protección y tan suya que dejo de existir. Muchos ejemplos nos han mostrado que este sueño de aniquilación es en realidad una ávida voluntad de ser. En todas las religiones, la adoración de Dios se confunde para el devoto con la preocupación por supropia salvación; la mujer, al entregarse totalmente al ídolo piensa que le dará a un tiempo la posesión de ella misma y la del universo que se resume en él. En casi todos los casos, lo que pide a su amante es ante todo la justificación, la exaltación de su ego. Muchas mujeres sólo se abandonan al amor si son amadas a cambio, y el amor que les manifiestan basta a veces para lograr que se enamoren. Lajoven se revela a través de los ojos de un hombre; en los ojos de un hombre la mujer cree encontrarse por fin. Caminar cerca de ti, escribe Cécile Sauvage, hacer avanzar m is pequeñísim os pies que amabas, sentirlos tan m enudos en sus altos zapatos de tirilla de fieltro m e hacía sentir amor por 2 Les Obsessions et lapsychasténie. 813 todo el amor con el que los rodeabas. Los m ínim os m ovim ientos de m is manos en el manguito, de mis brazos, de m i rostro, las inflexiones de m i voz m e llenaban de felicidad. La mujer se siente dotada de un valor seguro y elevado; por fin tiene permiso para quererse a través del amor que inspira. En el amante, se embriaga al encontrar un testigo. Es lo que confiesa La vagabunda de Colette. He cedido, lo confieso, he cedido al permitir a este hom bre que vuelva mañana, ante el deseo de conservar en él, no un enamorado, no un amigo, sino un ávido espectador de m i vida y de mi persona... Hay que envejecer terriblemente, m e dijo un día Margot, para renunciar a la vanidad de vivir ante alguien. En una de sus cartas de Middleton Murry, Katherine Mansfield cuenta que acaba de comprarse un corpiño malva encantador; añade a continuación: «¡Qué lástima que no haya nadie para verlol» No hay peor amargura que sentirse la flor, el perfume, el tesoro que no exige ningún deseo: ¿Qué es una riqueza que no me enriquece y cuyo don no desea nadie? El amor es el revelador que hace aparecer en rasgos positivos y claros la mortecina imagen negativa tan vana como un cliché blanco; gracias a él el rostro de la mujer, las curvas de su cuerpo, sus recuerdos de infancia, sus antiguas lágrimas, sus vestidos, sus costumbres, su universo, todo lo que es, todo lo que le pertenece se escapa a la contingencia y se vuelve necesario: se convierte en un regalo maravilloso al pie del altar de su dios. Antes de que hubiera colocado amablemente sus m anos sobre sus hombros, antes de que sus ojos se hubieran saturado de ella, ella sólo había sido una mujer no m uy bonita en un mundo incoloro y mortecino. Desde el instante en que la besó, ella se encontró de pie en la luz nacarada de la inmortalidad3. Por esta razón, los hombres dotados de un prestigio social y hábiles para halagar la vanidad femenina suscitarán pasiones aunque no tengan ninguna seducción física. Por su situación elevada, encaman la Ley, la Verdad; su conciencia desvela una realidad que no se cuestiona. La mujer a la que alaban se siente transfor­ 3 M. Webb, The House in Dormer Forest. 814 mada en un tesoro sin precio. De ahí venían, por ejemplo, según Isadora Duncan4, los éxitos de D’Annunzio. Cuando D ’Annunzio ama a una mujer, eleva su alma por encim a de la tierra hasta las regiones en las que se m ueve y resplandece Beatriz. Hace participar a cada mujer, una tras otra, de la esencia divina, la lleva tan alto, tan alto que realmente se imagina en el plano de Beatriz... Arroja sobre cada favorita, una tras otra, un velo deslumbrante. Ella se eleva por encim a del resto de los mortales y camina rodeada de una extraña claridad. Y cuando el capricho del poeta toma fin y la abandona por otra, el velo de luz desaparece, la aureola se apaga y la mujer vuelve a transformarse en arcilla corriente... Escuchar alabanzas con esta m agia particular de D ’Annunzio es una alegría comparable a la que pudo vivir Eva cuando escuchó la voz de la serpiente en el Paraíso. D ’Annunzio puede dar a cada mujer la impresión de que es el centro del Universo. Sólo en el amor la mujer puede conciliar armoniosamente su erotismo y su narcisismo; ya hemos visto que entre los dos sistemas hay una oposición que hace muy difícil la adaptación de la mujer a su destino sexual. Convertirse en objeto camal, presa, contradice el culto que se rinde a sí misma: le parece que las relaciones físicas agostan y mancillan su cuerpo o que degradan su alma. Por esta razón, algunas mujeres optan por la frigidez, pensando que así mantienen la integridad de su ego. Otras disocian el placer animal y los sentimientos elevados. Un caso muy característico es el de la señora D. S. relatado por Stekel y que ya cité a propósito del matrimonio. Frígida con un marido respetado, tras su muerte encontró a un joven también artista, gran m úsico, y se convirtió en su amante. Su amor era y es tan absoluto que sólo se siente feliz junto a él. Toda su vida está repleta de Lothar. Sin embargo, aunque le amaba ardientemente, permanecía frígida entre sus brazos. Otro hombre se cruzó por su camino. Era un guardia forestal fornido y brutal que un día a solas la tom ó sim plem en. te sin demasiadas historias. Ella se quedó tan consternada que se dejó hacer, pero en sus brazos vivió el orgasmo m ás violento. «En sus brazos, dice, m e rehago para m uchos m eses. Es com o una em briaguez salvaje, pero seguida de un asco indes- 4 Duncan, Mi vida. 815 criptible en cuanto pienso en Lothar. Detesto a Paul y amo a Lothar. Sin embargo, Paul m e deja satisfecha. En Lothar todo m e atrae, pero me parece que m e transformo en prostituta para gozar ya que como mujer de mundo el placer se m e niega.» Se niega a casarse con Paul, pero se sigue acostando con él; en esos m omentos «se transforma en una mujer diferente y palabras crudas se escapan de su boca, palabras que nunca se atrevería a pronunciar». Stekel añade que «para muchas mujeres, la caída en la animalidad es la condición del orgasmo». Ven en el amor físico un envilecimiento que no se puede conciliar con sentimientos de estima y de afecto. Para otras, por el contrario, este envilecimiento puede compensarse con la estima, la ternura, la admiración del hombre. Sólo aceptan entregarse a un hombre cuando se creen profundamente amadas por él; una mujer necesita mucho cinismo, indiferencia u orgullo para considerar las relaciones físicas como un intercambio de placeres en las que cada parte encuentra un beneficio. El hombre —tanto o más que la mujer— se rebela cuando se le quiere explotar sexualmente5; sin embargo, es ella la que suele tener la impresión de que su compañero la usa como instrumento. Sólo una admiración exaltada puede compensar la humillación de un acto que considera como una derrota. Hemos visto que el acto amoroso exige de ella una alienación profunda; se hunde en la languidez de la pasividad; con los ojos cerrados, anónima, perdida, se siente movida por oleadas, envuelta en la tormenta, sepultada en la noche: noche de la carne, de la matriz, de la tumba; aniquilada, se une al Todo, su yo queda abolido. Sin embargo, cuando el hombre se separa de ella, es arrojada a tierra, sobre una cama, a la luz; vuelve a tener un nombre, un rostro: es una vencida, una presa, un objeto. Entonces es cuando el amor se le hace necesario. Igual que tras el destete el niño busca la mirada reconfortante de sus padres, con los ojos del amante que la contempla la mujer quiere sentirse reintegrada en el Todo del que su carne se ha separado tan dolorosamente. Casi nunca queda totalmente colmada; aunque haya conocido la paz del placer, no queda definitivamente liberada del sortilegio camal; su excitación se transforma en sentimiento. Al dispensarle placer, el hombre la 5 Cff., entre otros, El amante de lady Chatterley. Por boca de Mellors, Lawrence expresa el horror que le inspiran las mujeres que le convierten en un instrumento de placer. 816 ata a sí y no la libera. Sin embargo, él ya no siente deseo por ella: ella no le perdona esta indiferencia de un momento salvo que le consagre un sentimiento intemporal y absoluto. En ese caso se supera la inmanencia del instante; los ardientes recuerdos dejan de ser un lamento para convertirse en tesoro; al apagarse, el placer se transforma en esperanza y promesa; el goce queda justificado; la mujer puede asumir gloriosamente su sexualidad porque la trasciende; el deseo, el placer dejan de ser un estado para convertirse en don; su cuerpo ya no es un objeto, es un cántico, una llama. Entonces puede abandonarse apasionadamente a la magia del erotismo; la noche se transforma en luz; la enamorada puede abrir los ojos, mirar al hombre que ama y cuya mirada la glorifica; a través de él la nada se transforma en plenitud de ser y el ser se transfigura en valor; ya no está hundida en un mar de tinieblas, la llevan sus alas, la transportan hacia el cielo. El abandono se convierte en éxtasis sagrado. Cuando recibe al hombre amado, la mujer queda habitada, visitada como la Virgen por el Espíritu Santo, como el creyente por la hostia; es lo que explica la analogía obscena de los cánticos piadosos y las canciones libertinas: no es que el amor místico haya tenido siempre un carácter sexual, sino que la sexualidad de la enamorada reviste aspectos místicos. «Mi Dios, mi adorado, mi amo...», las mismas palabras se escapan de los labios de la santa arrodillada y de la enamorada tumbada en la cama; una ofrece su carne a los rasgos de Cristo, tiende las manos para recibir los estigmas, busca la llama del Amor divino; la otra es también ofrenda y espera: trazo, dardo, flecha se encaman en el sexo masculino. En ambas encontramos el mismo sueño, el sueño infantil, el sueño místico, el sueño amoroso: al anularse en el seno del otro, existir soberanamente. Se ha pretendido a veces6que este deseo de aniquilación llevaba al masoquismo, pero como he recordado a propósito del erotismo, sólo se puede hablar de masoquismo cuando «trato de fascinarme a mí misma por mi objetividad a través del otro7», es decir, cuando la conciencia del sujeto se vuelve hacia el ego para captarlo en su situación humillada. Ahora bien, la enamorada no es solamente una narcisista alienada en su yo; experimenta también un deseo apasionado de desbordar sus propios límites y de llegar a ser infinita a través del otro que accede a la infinita reali­ 6 Es la tesis, por ejemplo, de H. Deutsch, Lapsicología de la mujer. 7 Cfr. Sartre, El Sery la Nada. 817 dad. Se abandona primero al amor para salvarse, pero la paradoja del amor idólatra es que, con el fin de salvarse, acaba por negarse totalmente. Su sentimiento adopta dimensiones místicas; ya no pide al dios que la admire, que la apruebe; quiere disolverse en él, olvidarse en sus brazos. «Hubiera querido ser una santa del amor —escribe Mme d’Agoult. Envidiaba el martirio en estos momentos de exaltación y de furor ascético.» Lo que vemos en estas palabras es el deseo de una destrucción radical de sí para abolir las fronteras que la separan del bien amado: no se trata de masoquismo sino de sueño de unión extática. Es el mismo sueño que inspira estas palabras de Georgette Leblanc: «En aquella época si me hubieran preguntado lo que más deseaba en el mundo, sin dudar habría dicho: ser para su espíritu alimento y llama.» Para hacer realidad esta unión, lo que desea la mujer ante todo es servir; al responder a las exigencias del amante se sentirá necesaria; se integrará en la existencia de él, participará en su valor, quedarájustificada; incluso los místicos se complacen en creer, en palabras de Angelus Silesius, que Dios necesita al hombre; en caso contrario, el don que hacen de ellos mismos sería vano. Cuanto más multiplica el hombre sus demandas, más colmada se siente la mujer. Aunque la reclusión impuesta por Hugo a Juliette Drouet sea dura para lajoven, sentimos que es feliz al obedecerle: permanecer sentada junto al fuego es hacer algo por la felicidad de su amo. Trata con pasión de serle positivamente útil. Le cocina platos delicados, crea un hogar para él: tu «pequeña casa», decía amablemente; se ocupa del cuidado de su ropa. Quiero que manches, que desgarres toda tu ropa todo lo posible y que yo sola lazurzay la limpie sin ayuda de nadie, le escribe. Para él, lee periódicos, recorta artículos, clasifica cartas y notas, copia manuscritos. Queda desconsolada cuando el poeta encarga una parte de este trabajo a su hija Leopoldine. Encontramos rasgos semejantes en toda mujer enamorada. Se convierte en tirana para ella misma en nombre del amante; quiere que todo lo que es, todo lo que tiene, todos los instantes de su vida le sean consagrados y encuentren así su razón de ser; no quiere poseer nada que no sea por él; lo que la haría desgraciada es que él no le pidiera nada, hasta el punto de que un amante delicado se inventa exigencias. Ante todo busca en el amor una confirmación de lo que 818 era, de su pasado, de su personaje; pero también compromete su futuro. Para justificarlo, se lo destina al que posee todos los valores; así es como se libera de su trascendencia: la subordina a la del otro esencial y se convierte en su sierva y su esclava. Con el fin de encontrarse, de salvarse, empieza perdiéndose en él; y poco a poco se pierde realmente; toda la realidad se vuelve ajena. El amor que se definía en un principio como una apoteosis narcisista se realiza en las alegrías ásperas de una abnegación que suele conducir a una automutilación. En los primeros tiempos de una gran pasión, la mujer se vuelve más bella, más elegante que antes: «Cuando Adèle me peina, miro mi frente porque la amas», escribe Mme d’Agoult. Este rostro, este cuerpo, esta habitación, este yo encuentran para ella una razón de ser, los ama por mediación del hombre amado que la ama. Sin embargo, más adelante, renuncia a toda coquetería; si el amante lo desea, modifica esta imagen que antes le resultaba más preciosa que el amor mismo; se desinteresa de ella; lo que es, lo que tiene, lo convierte en feudo de su soberano; lo que él desdeña, ella lo niega; quisiera consagrarle cada latido de su corazón, cada gota de sangre, la médula de sus huesos; todo esto se traduce en una fantasía de martirio: exagera el don de sí hasta la tortura, hasta la muerte, ser el suelo hollado por el amado, ser simplemente la que responde a su llamada. Todo lo que es inútil para el amado lo aniquila con pasión. Si el regalo que hace de sí es íntegramente aceptado, el masoquismo no aparece: no deja muchas huellas en Juliette Drouet. En el exceso de su adoración se arrodillaba a veces ante el retrato del poeta y le perdía perdón por las faltas que hubiera podido cometer, no se volvía colérica contra ella misma. Sin embargo, el paso del entusiasmo generoso a la rabia masoquista es muy fácil. La amante que se encuentra ante el amante en la situación del niño ante sus padres resucita también el sentimiento de culpabüidad que conoció con ellos; no se decide a rebelarse contra él mientras lo ame; se rebela contra ella. Si lo ama menos de lo que desea, si fracasa al absorberlo, al hacerle feliz, al bastarle, todo su narcisismo se convierte en desprecio, en humillación, en odio de sí que la incita a autoeastigarse. Durante una crisis más o menos larga, a veces durante toda su vida, se convertirá en víctima voluntaria, se ensañará contra este yo que no ha sabido colmar al amante. Entonces su actitud se vuelve propiamente masoquista. Sin embargo, no hay que confundir estos casos en los que la enamorada busca su propio sufrimiento con el fin de vengarse de ella misma con 819 aquellos en los que busca una confirmación de la libertad del hombre y de su poder. Es un tópico —y al parecer una realidad— decir que la prostituta está orgullosa de ser golpeada por su hombre, pero lo que la exalta no es la idea de su persona apaleada y sometida; es la fuerza, la autoridad, la soberanía del varón del que depende; también le gusta verle maltratar a otro varón, le empuja a menudo a competiciones peligrosas: quiere que su amo posea los valores reconocidos en el medio al que ella pertenece. La mujer que se somete con placer a caprichos masculinos admira también en la tiranía que ejerce sobre ella la evidencia de una libertad soberana. No hay que perder de vista que si, por la razón que fuere, el prestigio de la amante se desmorona, los golpes y las exigencias se volverán odiosos; sólo tienen precio cuando manifiestan la dignidad del bien amado. En este caso, es una alegría embriagadora sentirse presa de una libertad ajena: para un existente la aventura más sorprendente es encontrarse fundamentado por la libertad diversa e imperiosa de otro; estamos cansados de vivir siempre en la misma piel; la obediencia ciega es la única posibilidad de cambio radical que puede conocer un ser humano. La mujer se convierte en esclava, reina, flor, cierva, vitral, felpudo, sierva, cortesana, musa, compañera, madre, hermana, hija, de acuerdo con los sueños fugaces, las órdenes imperiosas del amante; ella se presta encantada a estas metamorfosis mientras no reconozca que siempre tuvo en los labios el gusto idéntico de la sumisión. En el amor como en el erotismo, vemos que el masoquismo es uno de los caminos por los que se interna la mujer insatisfecha, decepcionada por el otro y por ella misma, pero no es la pendiente natural de un feliz abandono. El masoquismo perpetúa la presencia del yo en una imagen dolorida, derrotada; el amor busca el olvido de sí en favor del sujeto esencial. El objetivo supremo del amor humano y del amor místico es la identificación con el amado. La medida de los valores, la verdad del mundo están en la conciencia de él; por esta razón no es suficiente con servirle. La mujer trata de ver por sus ojos; lee los libros que lee él; prefiere los cuadros y la música que él prefiere, sólo se interesa por los paisajes que ve con él, por las ideas que le vienen de él; adopta sus amistades, sus enemistades, sus opiniones; cuando se cuestiona, se esfuerza por escuchar la respuesta de él; quiere en sus pulmones el aire que él respira; los frutos, las flores que no recibe de sus manos no tienen olor ni sabor; incluso su espacio odológico queda transformado: el centro del mundo ya 820 no es el lugar en el que ella está, sino aquel en que se encuentra el amado; todos los caminos salen de su casa y conducen a ella. Uti.liza sus palabras, imita sus gestos, asume sus mamas y sus tics. «Soy Heathcliff», dice Catherine en Cumbres borrascosas; es el grito de todas las enamoradas; ella es otra encamación del amado, su reflejo, su doble, ella es él Deja que su propio mundo se hunda en la contingencia: vive en el universo de él. La felicidad suprema de la enamorada es ser reconocida por el hombre amado como una parte de él mismo; cuando él dice «nosotros» ella queda asociada e identificada con él, comparte su prestigio y reina con él sobre el resto del mundo; no deja de repetirse —incluso abusivamente— este «nosotros» tan sabroso. Necesaria para un ser que es la necesidad absoluta, que se proyecta en el mundo hacia fines necesarios y que le devuelve el mundo en forma de necesidad, la enamorada conoce en su abandono la posesión magnífica de lo absoluto. Esta seguridad es lo que le da una felicidad tan elevada; se siente exaltada a la diestra del dios; no importa tener el segundo lugar si tiene su lugar, para siempre, en un universo maravillosamente ordenado. Mientras ame, mientras sea amada y sea necesaria para el amado, se sentirá totalmente justificada: goza de paz y felicidad. Ésta fiie quizá la suerte de Mlle Aissé junto al caballero de Aydie antes de que los escrúpulos de la religión turbaran su alma, o la de Juliette Drouet a la sombra de Hugo. Sin embargo, no es frecuente que esta felicidad gloriosa sea estable. Ningún hombre es Dios. Las relaciones que la mística mantiene con la divina ausencia sólo dependen de su fervor, pero el hombre divinizado que no es Dios sí está presente. De ahí nacerán los tormentos de la enamorada. Su destino más ordinario se resume en las palabras de Julie de Lespinasse: «En todos los instantes de mi vida, amigo mío, le amo, sufro y le espero». Para los hombres el sufrimiento también está relacionado con el amor, pero sus penas no duran tanto, o no son tan devoradoras; Benjamín Constant quiso morir por Juliette Recamier: en un año se había curado. Stendhal recordó durante años a Métilde, pero era un recuerdo que iluminaba su vida en lugar de destruirla. Sin embargo, la mujer, al asumirse como lo inesencial, al aceptar una dependencia total, se crea un infierno; toda enamorada se reconoce en la sirenita de Andersen que, tras cambiar por amor su cola de pescado por unas piernas de mujer, caminaba sobre agujas y carbones ardientes. No es cierto que el hombre amado sea incondii 821 cionalmente necesario y ella no sea necesaria para él; él no está en condiciones de justificar a la que se consagra a su culto, no se deja poseer por ella. Un amor auténtico debería asumir la contingencia del otro, es decir, sus carencias, sus límites y su gratuidad originaria; así no pretendería ser una salvación sino una relación entre seres humanos. El amor idólatra confiere al ser amado un valor absoluto: es laprimera mentira, que resulta evidente a cualquier mirada ajena: «El no se merece tanto amor», se murmura alrededor de la enamorada; la posteridad sonríe con lástima cuando evoca la pálida figura del conde Guibert. Para la mujer es una decepción desgarradora descubrir los fallos, la mediocridad de su ídolo. Colette hace frecuentemente alusión a esta amarga agonía en La vagabunda, m M es apprentissages; la desilusión es más cruel todavía que la del niño que ve caer en pedazos el prestigio paterno, porque la mujer había elegido ella misma a aquel a quien hizo don de todo su ser. Aunque el elegido sea digno del más profundo amor, su verdad es terrestre; arrodillada ante un ser supremo, la mujer no le ama a él; se deja engañar por esa seriedad que se niega a colocar los valores «entre paréntesis», es decir, a reconocer que tienen su origen en la existencia humana; su mala fe alza barreras entre ella y aquel que adora. Lo llena de virtudes, se prosterna, pero no es una amiga para él, ya que no se da cuenta de que él está en peligro en el mundo, que sus proyectos y sus fines son tan frágiles como él mismo; al considerarlo como la fe, la Verdad, ignora su libertad que es duda y angustia. Esta negativa a aplicar al amante una medida humana explica muchas de las paradojas femeninas. La mujer exige del amante un favor; él lo concede y ya le considera generoso, rico, magnífico, real, divino; si lo rechaza, se convierte en avaro, mezquino, cruel; es un ser demoniaco o bestial. Podríamos objetar: si un «sí» sorprende como una extravagancia soberbia, ¿deberíamos extrañamos de un «no»? Si el «no» manifiesta un egoísmo abyecto, ¿por qué admirar tanto el «sí»? Entre lo sobrehumano y lo inhumano, ¿no queda ningún lugar para lo humano? Y es que un dios caído no es un hombre, es una impostura; el amante no tiene más alternativa que probar que es realmente ese dios adulado, o denunciarse como usurpador. Cuando lo deja de adorar, hay que pisotearlo. En nombre de esta gloria con la que ha aureolado la frente del amado, la enamorada no le acepta ninguna debilidad; queda decepcionada e irritada, si no se adapta a esta 822 imagen con la que le ha sustituido; si está cansado, aturdido, si tiene hambre o sed a destiempo, si se equivoca, si se contradice, decreta que está «por debajo de sus posibilidades», y se lo reprocha. De esta forma, le acaba reprochando cualquier iniciativa que ella no aprecie; juzga a su juez y, para que merezca seguir siendo su amo, le niega su libertad. El culto que le rinde a veces se arregla mejor con la ausencia que con la presencia; ya hemos visto que hay mujeres que se consagran a héroes muertos o inaccesibles, con el fin de no tener que enfrentarse nunca con seres de carne y hueso; estos últimos desmienten inevitablemente sus sueños. De ahí vienen las frases desengañadas como: «No hay que creer en el Príncipe Azul. Los hombres sólo son unos desgraciados.» No parecerían enanos si nadie les pidieran que fueran gi­ gantes. Esta es una de las maldiciones que pesan sobre la mujer apasionada: su generosidad se transforma pronto en exigencia. Cuando se aliena en otro ser, también se quiere recuperar: tiene que hacerse con este ser que posee su ser. Se entrega toda entera a él, pero él tiene que estar totalmente disponible para recibir dignamente este don. Ella le dedica todos sus instantes y él tiene que estar presente en cada instante; ella sólo quiere vivir por él, pero quiere vivir; él debe consagrarse a hacerla vivir. A veces te am o tontam ente y en esos m om entos no entiendo que no podría, no sabría y no debería ser para ti un pensam iento absorbente com o tú lo eres para m í, escribe M m e D ’A goult a Liszt. Ella trata de refrenar el deseo espontáneo: serlo todo para él. Encontramos la misma llamada en el lamento de Julie de Lespi- nasse. ¡Dios m ío! jSi supieras lo que son los días, lo que es la vida desprovista del interés y del placer de verte! A m igo m ío, la disipación, la ocupación, el m ovim iento son suficientes para ti; pero para m í m i felicidad eres tu, sólo tú; no quisiera vivir si no tuviera que verte y amarte todos los m om entos de m i vida. La enamorada primero estaba encantada de colmar los deseos de su amante; después —como el bombero legendario que por amor a su profesión enciende fuego por todas partes— se 823 consagra a despertar este deseo con el fin de tenerlo que colmar; si no lo consigue, se siente humillada, inútil hasta el punto de que el amante fingirá ardores que no siente. Al convertirse en esclava, encuentra el medio más seguro de encadenarlo. Ésta es otra nientira del amor que muchos hombres —Lawrence, Montherlant— denunciaron con resentimiento: se toma por don lo que sólo es una tiranía. Benjamin Constant pintó duramente en Adolfo [Adolphe] las cadenas que ata alrededor del hombre la pasión demasiado generosa de una mujer. «No calculaba sus sacrificios porque estaba ocupada haciéndomelos aceptar», dice de Eleonore con crueldad. La aceptación es efectivamente un compromiso que ata al amante sin que tenga ni siquiera el beneficio de aparecer como aquel que da; la mujer le exige que acepte con gratitud los fardos que echa sobre sus hombros. Y su tiranía es insaciable. El hombre enamorado es autoritario, pero cuando obtiene lo que quería, queda satisfecho; sin embargo, no hay límites para la abnegación exigente de la mujer. Un amante que tiene confianza en su querida acepta de buena gana que se ausente, que tenga ocupaciones lejos de él; con la seguridad de que le pertenece, prefiere tener una libertad a una cosa. Por el contrario, la ausencia del amante siempre es una tortura para la mujer: él es la mirada, el juez, en cuanto fija sus ojos en algo que no sea ella queda frustrada; todo lo que él ve se lo roba; lejos de él, ella queda desposeída de ella misma y del mundo; incluso sentado a su lado, leyendo, escribiendo, la abandona, la traiciona. Odia su sueño. Baudelaire se enternece mirando la mujer dormida: «Tus hermosos ojos están cansados, pobre amante.» Proust está encantado mirando dormir a Albertine8; y es porque los celos masculinos son simplemente la voluntad de posesión exclusiva. La bien amada, cuando el sueño le devuelve el candor desarmado de la infancia, no pertenece a nadie: para el hombre esta seguridad es suficiente. Sin embargo, el dios, el amo, no debe abandonarse al descanso de la inmanencia; la mujer contempla con mirada hostil esta trascendencia fulminada; detesta su inercia animal, este cuerpo que ya no existepara ella, sino en sí, abandonado a una contingencia que tiene su equivalente en su propia contingencia. Violette Leduc expresó con fuerza este sentimiento: 8 Que Albertine sea Albert no cambia nada. En este caso la actitud de Proust es la actitud viril. 824 Odio a los durmientes, m e inclino sobre ellos con malas intenciones. Su sum isión m e exaspera. Odio su serenidad inconsciente, su falsa anestesia, su rostro de ciego estudioso, su embriaguez razonable, su aplicación de incapaces... He acechado durante m ucho tiempo la burbuja rosa que saldría de la boca de mi durmiente. Sólo quería de él una burbuja de presencia. N o la tuve... H e visto que sus párpados de noche eran párpados de muerte... M e refugiaba en la alegría de sus párpados cuando este hombre era intratable. El sueño es duro cuando se pone a ello. Arrasa con todo. O dio a m i durmiente que puede crearse con inconsciencia una paz que m e es ajena. Odio su frente de m iel... En el fondo de sí m ism o se afana en su reposo. N o sé en qué está pensando... H abíamos salido disparados. Queríamos m archamos de la tierra utilizando nuestro temperamento. Habíamos despegado, escalado, acechado, esperado, canturreado, desembocado, gem ido, ganado y perdido juntos. Hacíamos novillos seriamente. H abíam os descubierto una nueva especie de nada. Ahora tú duermes, tu desaparición no es honrada... Si m i durmiente se m ueve, m i m ano toca, a su pesar, la semilla. El granero con cincuenta sacos de grano es asfixiante, despótico. Las bolsas íntimas del hombre que duerme caen sobre m i mano... Tengo los pequeños sacos de semilla. Tengo en m is m anos los cam pos que serán labrados, los vergeles que serán cuidados, la fuerza de las aguas que será transformada, las cuatro tablas que serán clavadas, las lonas que serán retiradas. Tengo en m is manos los frutos, las flores, los animales seleccionados. Tengo en m i m ano el bisturí, las tijeras, la sonda, el revolver, los fórceps y ni siquiera m e llena la mano. La semilla del m undo que duerme sólo es el superfluo balanceo de la prolongación del alma... Tú, cuando duermes, te odio9. El dios no se tiene que dormir, para no volverse tierra, carne; no tiene que dejar de estar presente, para que su criatura no se hunda en la nada. Para la mujer, el sueño de un hombre es la avaricia y traición. El amante a veces despierta a su querida; es para abrazarla; ella lo despierta simplemente para que no duerma, para que no se aleje, para que sólo piense en ella, esté ahí, encerrado en la habitación, en la cama, en sus brazos —como Dios en el tabernáculo. Eso es lo que desea la mujer: es una car­ celera. 9 Je hais les dormeurs. Y sin embargo, no acepta realmente que el hombre no sea nada más que su prisionero. Es una de las dolorosas paradojas del amor: cautivo, el dios queda despojado de su divinidad. La mujer salva su trascendencia destinándosela, pero él tiene que llevarla consigo por el mundo entero. Si dos amantes se hunden juntos en el absoluto de la pasión, toda la libertad se degrada en inmanencia; entonces sólo la muerte les puede dar una solución: es uno de los sentidos del mito de Tristán e Isolda. Dos amantes que se destinan exclusivamente el uno al otro ya están muertos: se mueren de aburrimiento. Marcel Arland en Terres étrangères describe esta lenta agonía de un amor que se devora a sí mismo. La mujer conoce este peligro. Salvo en las crisis de frenesí celoso, ella misma exige al hombre que sea proyecto, acción: si no realiza ninguna hazaña deja de ser un héroe. El caballero que sale en busca de nuevas proezas ofende a su dama, pero ella lo despreciará si se queda sentado a sus pies. Es la tortura del amor imposible; la mujer quiere tener al hombre en su totalidad, pero exige de él que supere todo aquello cuya posesión sería posible: la libertad no se tiene; ella quiere encerrar aquí un existente que es, en palabras de Heidegger, «un ser de la lejanía», y sabe bien que esta tentativa está condenada de antemano. «Amigo mío, te amo como hay que amar, con exceso, con locura, arrebato y desesperación», escribe Julie de Lespinasse. El amor idólatra, si es lúcido, sólo puede ser desesperado. Porque la amante que pide al amante que sea héroe, gigante, semidiós, exige no serlo todo para él, cuando para ella la felicidad sólo existe con la condición de contenerlo totalmente en ella. La pasión de la mujer, renuncia total a todo tipo de derechos propios, postula precisamente que el mismo sentimiento, el mismo deseo de renuncia no exista para el otro sexo, dice Nietzsche10, porque si ambos renunciaran a ellos mismos por amor, no sé lo que eso daría, quizás el horror del vacío. Lamujer quiere ser tomada... Exige, pues, que alguien la tome, alguien que no se dé, que no se abandone, sino que quiera enriquecer su yo en el amor... La mujer se entrega, el hombre se crece con ella... Al menos, la mujer podrá encontrar su felicidad en este enriquecimiento que aporta al bien amado; no lo es Todo para él, pero 10 La gaya ciencia. 826 tratará de creerse indispensable; la necesidad no tiene grados. Si «no puede prescindir de ella», ella se considera como el fundamento de su preciosa existencia, y de ahí se deriva su propio precio. Su felicidad está en servirle, pero él tiene que reconocer este servicio con gratitud; el don se convierte en exigencia de acuerdo con la dialéctica habitual de la abnegación11. Y una mujer de espíritu escrupuloso se cuestiona: ¿Realmente me necesita a mí? El hombre la ama, la desea con una ternura y un deseo singulares, pero ¿no sentirá por otra un sentimiento igualmente singular? Muchas enamoradas se dejan engañar; quieren ignorar que en lo general está envuelto lo singular, y el hombre les facilita la ilusión, en primer lugar porque la comparte; en su deseo suele haber un fuego que parece desafiar al tiempo; en el instante en el que desea a esa mujer, la desea con pasión, sólo la quiere a ella, y el instante se convierte en absoluto, pero es un absoluto de un instante. Engañada, la mujer se refugia en lo eterno. Divinizada por el amor del amo, cree haber sido siempre divina y haber estado destinada al dios: ella sola. Sin embargo, el deseo masculino es tan fugaz como imperioso; una vez saciado muere con bastante rapidez, mientras que en general la mujer se convierte en su prisionera precisamente después del amor. Es el tema de toda una literatura fácil y de canciones fáciles. «Pasó un hombre, una chica cantaba... Pasó un hombre, una chica lloraba.» Y si el hombre está atado de forma duradera a una mujer, eso no quiere decir que ella le resulte necesaria. Sin embargo, es lo que ella le exige: su abdicación sólo la salva con la condición de que le devuelva su imperio; no es posible escapar del juego de la reciprocidad. Ella tiene que sufrir o mentirse. En general, primero se aferra a la mentira. Imagina que el amor del hombre es la exacta contrapartida del que siente ella; con mala fe confunde el deseo con amor, la erección con deseo, el amor con religión. Fuerza al hombre a mentir: ¿Me amas? ¿Tanto como ayer? ¿Me amarás siempre? Hábilmente, le plantea las preguntas en el momento en el que faltaría tiempo para dar respuestas matizadas y sinceras, o bien cuando las circunstancias se lo impiden; durante el abrazo amoroso, durante una convalecencia, sollozando o en el andén de una estación le lanza preguntas imperiosas; convierte en trofeos las respuestas que le arranca y, a falta de respuestas, hace hablar los silencios; toda verdadera enamorada es más o menos paranoica. Me acuer­ 11 Es lo que hemos tratado de indicar en Pyrrhiis et Cineas. 827 do de una amiga que ante el silencio prolongado de un amante lejano declaraba: «Si quisiera romper, escribiría para anunciar la ruptura»; luego, después de recibir una carta sin ambigüedades: «Si quisiera romper de verdad, no escribiría.» En general, es muy difícil ante las confidencias recibidas decidir dónde empieza el delirio patológico. Descrita por una enamorada presa del pánico, la conducta del hombre siempre parece extravagante: «Es un neurótico, un sádico, un reprimido, un masoquista, un demonio, un inconsistente, un cobarde o todo al mismo tiempo; desafía las explicaciones psicológicas más sutiles. X. me adora, está celosísimo, querría que saliera a la calle con un antifaz, pero es un ser tan extraño, desconfía tanto del amor, que cuando voy a su casa, me recibe en la puerta y ni siquiera me deja entrar.» O también: «Z. me adoraba, pero era demasiado orgulloso para pedirme que fuera a vivir a Lyon con él. Yo lo hice y me instalé en su casa. Al cabo de ocho días, sin una pelea, me echó de la casa. Desde entonces lo he visto dos veces. La tercera vez que le llamé por teléfono colgó en medio de la conversación. Es un neurótico.» Estas historias misteriosas se aclaran cuando el hombre explica: «No estaba enamorado de ella», o: «Sentía amistad por ella, pero no hubiera podido soportar vivir con ella un mes.» Cuando se empecina demasiado, la mala fe lleva hasta el manicomio; uno de los rasgos constantes de la erotomanía es que las conductas del amante aparecen como enigmáticas y paradójicas, y de esta forma el delirio de la enferma siempre consigue romper las resistencias de la realidad. Una mujer normal acaba siendo vencida por la verdad y por reconocer que ya no la ama. Sin embargo, mientras no se ve abocada a esta confesión, siempre hace un poco de trampa. Incluso en caso de amor recíproco, entre los sentimientos de los amantes existe una diferencia fundamental que ella se esfuerza por ocultar. El hombre tiene que ser capaz dejustificarse sin ella, ya que ella espera serjustificada por él. Si le resulta necesario es porque ella huye de su libertad; pero si él asume la libertad sin la que no sería ni héroe, ni siquiera hombre, nada ni nadie le resultarían necesarios. La dependencia que acepta la mujer viene de su debilidad: ¿cómo puede haber una dependencia recíproca en el que ama en toda su fuerza? Un alma apasionadamente exigente no puede encontrar descanso en el amor, porque persigue fines contradictorios. Desgarrada, atormentada, puede convertirse en una carga para aquel de quien se soñaba esclava; al no sentirse indispensable se hace ino­ 828 portuna, odiosa. Es una tragedia muy comente. Más sensata, menos intransigente, la enamorada se resigna. No lo es todo, no es necesaria: le basta con ser útil; otra ocuparía fácilmente su lugar: ella se contenta con ser la que está ahí. Reconoce su servidumbre sin pedir reciprocidad. Entonces puede disfrutar de una felicidad modesta, pero incluso dentro de estos límites es una felicidad llena de nubes. Más dolorosamente que la esposa, la enamorada espera. Si la esposa es exclusivamente una enamorada, las cargas de la casa, de la maternidad, sus ocupaciones, sus placeres no tienen ningún valor a sus ojos: lo que la arranca de los limbos del aburrimiento es la presencia del esposo. «Cuando no estás ahí, ni siquiera me merece la pena ver la luz; todo lo que me ocurre está como muerto, sólo soy un vestido vacío arrojado sobre una silla», escribe Cécile Sauvage en la primera época de su matrimonio12. Y hemos visto que, muy frecuentemente, el amor pasión nace y se desarrolla fuera del matrimonio. Uno de los ejemplos más notables de una vida totalmente consagrada al amor es el de Juliette Drouet: sólo es una espera indefinida. «Siempre hay que volver al mismo punto de partida, es decir, esperarte eternamente», escribe a Hugo. «Te espero como una ardilla en una jaula», «¡Dios mío! Qué triste es para una naturaleza como la mía esperar de un extremo al otro de su vida», «¡Qué día! Creía que nunca terminaría de lo que te esperaba, y ahora encuentro que ha pasado demasiado deprisa porque no te he visto...», «El día se me ha hecho eterno...», «Te espero porque después de todo prefiero esperar que creer que no vendrás.» Es verdad que Hugo, después de haber obligado a Juliette a romper con su rico protector, el príncipe Demidoff, la había confinado en un pequeño piso y durante doce años le prohibió que saliera sola, para que no se viera con ninguna de sus amistades de otros tiempos. Pero incluso cuando la suerte de la que se consideraba «tu pobre víctima enclaustrada» se suavizó, no por ello dejó de tener más razón de vivir que su amante aunque le viera muy poco. «Te amo, mi Víctor bien amado —escribe en 1841—,pero tengo el corazón triste y lleno de amargura; te veo tan poco, y lo poco que te veo me perteneces tan poco, que todos estos pocos se convierten en un mucho de tristeza que me llena el corazón y el espíritu.» Sueña con conciliar la 12 El caso es diferente si la mujer encuentra su autonomía en el matrimonio; en ese caso, el amor entre ambos esposos puede ser un libre intercambio de dos seres, cada uno de los cuales se basta a sí mismo. 829 independencia y el amor. «Quisiera ser al mismo tiempo independiente y esclava, independiente por un estado que me alimentara y esclava solamente de mi amor.» Sin. embargo, tras fracasar definitivamente en su carrera de actriz, tuvo que resignarse a ser «de un extremo de su vida al otro» solamente una amante. A pesar de sus esfuerzos para servir a su ídolo, las horas estaban demasiado vacías: las diecisiete mil cartas que escribió a Hugo al ritmo de trescientas a cuatrocientas cada año dan testimonio de ello. Entre las visitas del amo sólo podía matar el tiempo. El peor horror, en la condición de la mujer del harén, es que sus días son un desierto de aburrimiento: cuando el varón no utiliza este objeto que le está consagrado, ella no es absolutamente nada. La situación de la enamorada es similar: sólo quiere ser la mujer amada, y nada más tiene precio a sus ojos. Para existir, el amante tiene que estarjunto a ella, ocupado por ella; espera su llegada, su deseo, su despertar; y cuando él la deja, vuelve a esperar. Es la maldición que pesa sobre la protagonista de Back sfreet13, sobre la de Intemperies14, sacerdotisas y víctimas del amor puro. Es el duro castigo infligido a quien no toma su destino en sus propias manos. Esperar puede ser una felicidad. Para quien acecha al bien amado sabiendo que va hacia ella, sabiendo que la ama, la espera es una promesa deslumbrante. Pero una vez pasada la embriaguez confiada del amor que transforma en presencia la ausencia misma, se suman al vacío de la ausencia los tormentos de la inquietud: el hombre puede no volver nunca. Conocí una mujer que en cada encuentro acogía a su amante con asombro. «Pensaba que no vendrías más», decía. Y si él preguntaba por qué: «Podrías no volver; cuando te espero siempre tengo la impresión de que no te volveré a ver.» Sobre todo, puede dejar de amar: puede amar a otra mujer. Porque la violencia con que la mujer trata de ilusionarse diciendo: «Me ama con locura, sólo me puede amar a mí», no excluye la tortura de los celos. Es propio de la mala fe permitir afirmaciones apasionadas y contradictorias. Por ejemplo, el loco que se toma obstinadamente por Napoleón no tiene problemas en reconocer también que trabaja de peluquero. La mujer en general no se pregunta: «¿Me ama realmente?», pero se pregunta una y otra vez: «¿No amará a otra?» No admite que el fervor del amante haya podido apagarse poco a poco, ni que conceda menos pre­ 13 Fanny Hurst, Back Street. 14 R. Lehmann, Intemperies. 830 ció que ella al amor: inmediatamente se inventa rivales. Considera el amor como un sentimiento libre y como un mágico encantamiento; considera que «su» hombre la sigue amando en su libertad y que sin embargo está «encandilado», «atrapado», por una hábil intrigante. El hombre considera a la mujer asimilada a él, en su inmanencia; por eso se hace tanto el loco; le cuesta imaginar que ella sea también una alteridad que se le escapa; los celos en él solo suelen ser una crisis pasajera, como el mismo amor: puede ser una crisis violenta e incluso mortífera, pero es raro que la inquietud haga presa en él de forma duradera. Los celos aparecen en el hombre sobre todo como una distracción: cuando las cosas van mal, cuando le pesa la vida dice que su mujer le engaña15. Por el contrario, la mujer que ama al hombre en su alteridad, en su trascendencia, se siente en peligro a cada instante. No hay gran distancia entre la traición de la ausencia y la infidelidad. Cuando se siente mal amada, se pone celosa; a la vista de sus exigencias se encuentra casi siempre en esta situación; sus reproches, sus acusaciones, sea cual sea el pretexto, se traducen en escenas de celos: así manifiesta la impaciencia y el desánimo de la espera, el amargo sentimiento de su dependencia, su pesar de no tener más que una existencia mutilada. Está en juego todo su destino en cada mirada que el hombre amado dirige a otra mujer, ya que ella ha alienado en él todo su ser. También se irrita si los ojos de su amante se vuelven un instante hacia una extranjera; si él le recuerda que acaba de contemplar detenidamente a un desconocido, ella contesta con convicción: «No es lo mismo.» Tiene razón. Un hombre mirado por una mujer no recibe nada: el don sólo comienza en el momento en que la carne femenina se hace presa. Sin embargo, la mujer deseada se transforma inmediatamente en objeto deseable y deseado; la enamorada desdeñada «vuelve a ser barro común y corriente». Por eso está constantemente al acecho. ¿Qué hace? ¿Qué mira? ¿Con quién habla? Lo que le dio un deseo, puede quitárselo una sonrisa; basta un instante para precipitarla «desde la luz nacarada de la inmortalidad» al crepúsculo cotidiano. Lo ha recibido todo del amor, puede perderlo todo si lo pierde. Imprecisos o definidos, infundados o justificados, los celos son para la mujer una tortura terrorífica porque son un cuestionamiento radical del amor: si la traición es segura, o bien hay 15 Es lo que se deduce, entre otras cosas, de la obra de Lagache: Nature et formes de lajalousie. 831 que renunciar a convertir el amor en una religión o bien hay que renunciar al amor mismo; es un cambio tan radical que se puede entender que la enamorada que duda y se engaña alternativamente se sienta obsesionada por el deseo y el temor de descubrir la mortal verdad. A un tiempo arrogante y ansiosa, la mujer presa constantemente de los celos a veces lo es sin razón: Juliette Drouet conoció los abismos de la sospecha respecto a todas las mujeres que se acercaban a Hugo, pero nunca se le ocurrió temer a Léonie Biard, que fue su amante durante ocho años. Ante la incertidumbre, toda mujer es una rival, un peligro. El amor mata la amistad porque la enamorada se encierra en el universo del hombre amado; los celos exacerban su soledad y hacen así su dependencia aún más estrecha. No obstante, le sirven de recurso contra el aburrimiento: conservar un marido es un trabajo; conservar un amante es una especie de sacerdocio. La mujer que, perdida en una feliz adoración, se había abandonado, vuelve a ocuparse de su aspecto cuando percibe una amenaza. Aseo, cuidados del hogar, relaciones sociales se convierten en momentos de un combate. La lucha es una actividad tonificante; mientras está más o menos segura de vencer, la guerrera encuentra en ella un violento placer. Pero el temor angustiado de la derrota transforma en servidumbre humillante el don generosamente aceptado. El hombre ataca para defenderse. La mujer, la más orgullosa, está obligada a presentarse dulce y pasiva; maniobras, prudencia, astucia, sonrisas, encanto, docilidad son sus mejores armas. Me viene a la mente una joven a cuya puerta llamé un día de improviso; la había dejado dos horas antes mal maquillada, vestida con despreocupación, con ojos tristes; ahora lo esperaba a él; cuando me vio recuperó su cara de todos los días, pero durante un instante tuve tiempo de verla, preparada para él, tensa entre el miedo y la hipocresía, dispuesta a cualquier sufrimiento tras su sonrisa forzada; estaba peinada con cuidado, un maquillaje insólito animaba sus mejillas y sus labios, una blusa de encaje de una blancura deslumbrante la disfrazaba. Ropa de fiesta, armas de combate. Los masajistas, los esteticistas conocen la trágica seriedad que ponen sus dientas en cuidados que parecen fútiles; hay que inventar para el amante nuevas seducciones, hay que convertirse en la mujer que desea ver y poseer. Pero todo esfuerzo es vano, no'podrá resucitar en ella la imagen de la Alteridad que le atrajo en un principio, que le puede atraer en otra. En el amante existe la misma doble e imposible exigencia que en el 832 marido: quiere que su amante sea absolutamente suya y, sin embargo, ajena; quiere que se ajuste exactamente a sus sueños y que sea diferente de todo lo que invente su imaginación, una respuesta a sus expectativas y una sorpresa imprevista. Esta contradicción desgarra a la mujer y la condena al fracaso. Trata de adecuarse a los deseos del amante; muchas mujeres que habían florecido en los primeros momentos de un amor que reforzaba su narcisismo, asustan por su servilismo maniático cuando se sienten menos amadas; obsesionadas, empobrecidas, irritan al amante; al entregarse ciegamente a él, la mujer pierde la dimensión de libertad que la hizo en un principio fascinante. Él buscaba en ella su reflejo, pero si lo encuentra demasiado fiel se aburre. Una de las desgracias de la enamorada es que su amor mismo la desfigura, la aniquila; ya no es más que esa esclava, esa sierva, ese espejo demasiado dócil, ese eco demasiado fiel. Cuando ella se da cuenta, su desazón la deprecia también; en las lágrimas, las reivindicaciones, las escenas acaba de perder todo su atractivo. Un existente es lo que hace; para ser, ella se puso en manos de una conciencia ajena renunciando a todo tipo de acción. «Sólo sé amar», escribe Julie de Lespinasse. Yo, que sólo soy amor: este título de novela16es la divisa de la enamorada; ella sólo es amor, y cuando el amor está privado de su objeto, no es nada. A menudo comprende su error; en ese caso trata de reafirmar su libertad, de recuperar su alteridad; se vuelve coqueta. Deseada por otros hombres, interesa de nuevo al amante aburrido: es el eterno argumento de las novelas de estación; la lejanía a menudo parece devolverle prestigio; Albertine parece sin encanto cuando está presente y es dócil; a distancia vuelve a ser misteriosa y Proust celoso le vuelve a dar su valor. Sin embargo, estas maniobras son dedicadas; si el hombre las advierte le revelan la servidumbre irrisoria de su esclava. Su éxito mismo no deja de tener peligro: porque es suya el amante desdeña a su amada, pero también porque es suya está atado a ella. ¿Será la infidelidad o el afecto lo que acabe con el desdén? Es posible que, despechado, el hombre se aparte de la indiferente: quiere que sea libre, pero quiere que se entregue. Ella conoce este riesgo: su coquetería se ve paralizada por ello. Es casi imposible para una enamorada entrar hábilmente en este juego; tiene demasiado miedo de quedar atrapada en su propia trampa. Y en la medida en que sigue reve- 16 De Dominique Rolin. 833 rendando a su amante, se resiste a engañarlo: ¿Cómo podría seguir siendo un dios a sus propios ojos? Si gana la partida, destruye a su ídolo; si la pierde, se pierde ella misma. No hay salvación. Una enamorada prudente —son dos palabras que no casan demasiado bien— se esfuerza por transformar la pasión del amante en ternura, en amistad, en hábito; o también trata de atarlo con sólidos vínculos: un hijo, un matrimonio; este deseo de casarse es la obsesión de muchas relaciones: está en juego la seguridad; una amante hábil se aprovecha de la generosidad del amor joven para asegurarse el futuro, pero cuando se entrega a estas especulaciones ya no merece el nombre de enamorada. Porque una enamorada sueña locamente con captar para siempre la libertad del amante, pero no con aniquilarlo. Por esta razón, salvo el caso muy raro de que el compromiso libre se perpetúe durante toda una vida, el amor-religión lleva a la catástrofe. Con Mora, Julie de Lespinasse tuvo la suerte de cansarse la primera: se cansó porque había encontrado a Guibert que, sin embargo, se cansó de ella enseguida. El amor de Mme d5Agout y de Liszt murió de esta dialéctica implacable: el fuego, la vitalidad, la ambición que hacía a Liszt tan amable lo abocaban a otros amores. La religiosa portuguesa acabaría inevitablemente abandonada. La llama que hacía tan cautivador a D’Annunzio17 llevaba implícita su infidelidad. Una ruptura puede marcar profundamente a un hombre, pero tiene que desarrollar su vida de hombre. La mujer abandonada ya no es nada, no tiene nada. Si le preguntan: «¿Cómo vivías antes?», ni siquiera se acuerda. Este mundo que era suyo, lo ha dejado caer en cenizas para adoptar una nueva patria de la que ha sido bruscamente expulsada; ha renegado de todos los valores en los que creía, ha roto sus amistades; se encuentra de repente sin techo sobre su cabeza y a su alrededor hay un desierto. ¿Cómo puede empezar una nueva vida si fuera del amante no hay nada? Se refugia en delirios como antes se refugiaba en el claustro; o si es demasiado razonable no le queda más que morir: enseguida, como Julie de Lespinasse, o a fuego lento; la agonía puede durar mucho tiempo. Cuando durante diez años, veinte años, una mujer se ha consagrado a un hombre en cuerpo y alma, cuando él se ha mantenido firmemente en el pedestal al que ella le encaramó, su abandono es una catástrofe ñihninante. «¿Qué puedo hacer?», se preguntaba una mujer de cuarenta años, «¿Qué puedo hacer si Jacques ya no 17 Según Isadora Duncan. 834 me ama?» Se vestía, se peinaba, se maquillaba minuciosamente; pero su rostro endurecido, ya deshecho, no podía suscitarun amor nuevo; ella misma, tras veinte años pasados a la sombra de un hombre, ¿podría amar a otro? Quedan muchos años por vivir cuando se tienen cuarenta años. Me viene a la mente otra mujer que tenía hermosos ojos, rasgos nobles a pesar de una cara abotargada de sufrimiento y que dejaba, casi sin darse cuenta, rodar las lágrimas sobre sus mejillas en público, ciega, sorda. Ahora el dios dice a otra las palabras inventadas para ella; reina destronada, ni siquiera sabe si alguna vez reinó sobre un reino verdadero. Si la mujer sigue siendo joven tiene oportunidad de curarse: un nuevo amor la curará; a veces se entregará a él con un poco más de reserva, comprendiendo que lo que no es único no puede ser absoluto; muy frecuentemente se estrellará contra este amor con más violencia incluso que la primera vez, porque tendrá que compensar su derrota pasada. El fracaso del amor absoluto sólo es una prueba fecunda si la mujer es capaz de recuperar las riendas de su vida; separada de Abelardo, Eloísa no se convirtió en una ruina porque dirigía una abadía donde se construyó una existencia autónoma. Los personajes femeninos de Colette tienen demasiado orgullo y demasiados recursos para dejarse quebrar por una decepción amorosa: Renée Méré se salva por el trabajo. Y «Sido» decía a su hija que no se preocupaba demasiado de su destino sentimental porque sabía que Colette era algo más que una enamorada. Sin embargo, hay pocos crímenes que tengan peor castigo que esta falta generosa: entregarse totalmente a unas manos ajenas. El amor auténtico debería basarse en el reconocimiento recíproco de dos libertades; cada uno de los amantes se viviría como sí mismo y como otro; ninguno renunciaría a su trascendencia, ninguno se mutilaría; ambos desvelaríanjuntos en el mundo unos valores y unos fines. Para uno y otro el amor sería una revelación de sí mismo mediante el don de sí y el enriquecimiento del universo. En su obra Connaissance de soi, George Gusdorf resume exactamente lo que el hombre le pide al amor. El amor nos revela a nosotros m ism os haciéndonos salir de nosotros m ism os. N os afirm am os en contacto de lo que nos es ajeno y complementario. El amor com o forma de conocimiento descubre nuevos cielos y nuevas ^tierras en el paisaje m ism o en el que siempre hem os vivido. Éste es el gran secre­ 835 to: el mundo es otro, yo m ism o soy otro. Y ya no soy el único que lo sé. Mejor aún: alguien m e lo ha enseñado. La mujer desempeña, pues, un papel indispensable y capital en la conciencia que toma el hombre de sí mismo. Por eso es tan importante para el joven el aprendizaje amoroso18; hemos visto como Stendhal, Malraux, se maravillan del milagro que hace que «yo mismo sea otro». Sin embargo, Gusdorf se equivoca al escribir: «Yparalelamente el hombre representa para la mujer un intermediario indispensable entre ella misma y ella misma», porque actualmente su situación no esparalela; el hombre se revela bajo una imagen ajena, pero sigue siendo el mismo y su rostro nuevo queda integrado en el conjunto de su personalidad. Sólo sería así para la mujer si ella también existiera esencialmente como un para-sí; ello implicaría que tuviera una independencia económica, que se proyectara hacia unos fines propios y se superara sin intermediarios hacia la sociedad. Entonces son posibles amores igualitarios, como los que Malraux describe entre Kyo y May. Puede ser incluso que la mujer desempeñe el papel viril y dominante como Mme de Warens frente a Rousseau, Lea frente a Cheri. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, la mujer sólo se conoce como alteridad: su ser «para el otro» se confunde con su mismo ser; el amor no es para ella un intermediario de sí para sí porque no se posee en su existencia subjetiva; permanece atrapada en esta amante que el hombre no sólo ha revelado, sino que ha creado; su salvación depende de esta libertad despótica que la ha fundamentado y que la puede aniquilar en un instante. Pasa su vida temblando ante aquel que tiene su destino entre sus manos sin saberlo del todo, sin quererlo del todo; ella está en peligro en una alteridad, es testigo angustiado e impotente de su propio destino. Tirano a su pesar, verdugo a su pesar, este otro, a pesar de ella y de él, tiene un rostro enemigo: en lugar de la unión buscada, la enamorada conoce la más amarga de las soledades, en lugar de la complicidad, conoce la lucha y a menudo el odio. El amor en la mujer es una tentativa suprema de superar asumiéndola la dependencia a la que está condenada; sin embargo, la dependencia, incluso aceptada, sólo se puede vivir con miedo y servilismo. Los hombres han proclamado a diestro y siniestro que el amor es una realización suprema para la mujer. «Una mujer que ama 18 Véase vol. I. 836 como mujer es mucho más profimdamente mujer», dice Nietzsche. Y Balzac: «En el orden elevado, la vida del hombre es la gloria, la vida de la mujer es el amor. La mujer sólo es igual al hombre si convierte su vida en una perpetua ofrenda, como la del hombre es una perpetua acción.» Tenemos aquí otro cruel engaño, ya que lo que ella ofrece, ellos no se preocupan demasiado por aceptarlo. El hombre no necesita la abnegación sin condiciones que exige, ni el amor idólatra que halaga su vanidad; sólo los acepta con la condición de no tener que cumplir con las exigencias que implican recíprocamente estas actitudes. Exhorta a la mujer a que se entregue, y su don le hastía; ella se encuentra cargada con sus inútiles regalos, cargada con su existencia vana. El día en que sea posible a la mujer amar desde su fuerza, no desde su debilidad, no para huir de sí, sino para encontrarse, no para abandonarse, sino para afirmarse, entonces el amor será para ella como para el hombre fuente de vida y no peligro mortal. Mientras tanto, resume en su imagen más patética la maldición que pesa sobre la mujer encerrada en el universo femenino, la mujer mutilada, incapaz de bastarse a sí misma. Las innumerables mártires del amor han proclamado la injusticia de un destino que les propone como salvación definitiva un infierno estéril. i 837 C a p í t u l o XIII La mística El amor se le ha asignado a la mujer como vocación suprema, y cuando se lo dirige al hombre busca en él a Dios. Si las circunstancias no le permiten el amor humano, si está decepcionada o es exigente, optará por adorar la divinidad en Dios mismo. Efectivamente, ha habido hombres que ardieron también con esta llama, pero no son muchos y su fervor revestía un aspecto intelectual muy depurado. Sin embargo, las mujeres que se abandonan a las delicias de los celestes esponsales son legión, y los viven de forma curiosamente afectiva. La mujer está acostumbrada a vivir de rodillas; normalmente, espera que su salvación caiga del cielo donde reinan los varones; ellos también están envueltos en una nube: a través de los velos de su presencia camal se revela su majestad. El Amado siempre está más o menos ausente; comunica con su adoradora mediante signos ambiguos; ella sólo conoce su corazón mediante un acto de fe; y cuanto más superior se le aparece, más impenetrables resultan sus conductas. Hemos visto que en la erotomanía esta fe se resistía a todas las decepciones. La mujer no necesita ver ni tocar para sentirjunto a ella la Presencia. No importa que se trata de un médico, de un sacerdote o de Dios; conocerá las mismas evidencias incuestionables, aceptará como esclava en su corazón las oleadas de un amor que le viene de arriba. Amor humano, amor divino se confunden, no porque éste sea una sublimación de aquél, sino porque el primero es también un movimiento hacia una trascendencia, hacia lo absoluto. Se trata en todo caso para la enamorada de salvar su 839 existencia contingente uniéndola al Todo encamado en una Persona soberana. Este equívoco es flagrante en muchos casos —patológicos o normales— en los que el amante es divinizado, en los que Dios reviste rasgos humanos. Citaré únicamente el que relata Ferdiéreen su obra sobre la erotomanía. Quien habla es la enferma: En 1923 mantuve correspondencia con un periodista de La Presse; cada día leía sus artículos sobre moral, leía entre líneas; m e parecía que m e respondía a mí, que m e daba consejos; le escribía cartas de amor; le escribía m ucho... En 1924 se m e ocurrió bruscamente: m e parecía que D ios buscaba una mujer y que m e vendría a hablar; tenía la impresión de que m e había dado una misión, que m e había elegido para fundar un templo; m e creía el centro de una aglomeración m uy importante en la que habría mujeres que cuidarían a los doctores... En aquel momento... m e trasladaron al m anicomio de Clermont... había allí jóvenes doctores que querían rehacer el mundo: en mi celda sentía sus besos sobre m is dedos, sentía en m is m anos sus órganos sexuales; una vez, m e dijeron: «No eres sensible, sino sensual; date la vuelta»; m e di la vuelta y los sentí en mí: era m uy agradable... El jefe de servicio, el doctor D., era com o un dios; sentía que pasaba algo cuando se acercaba a m i cama; m e miraba com o diciendo: «Soy todo tuyo.» M e amaba realmente: un día m e miró con insistencia de una forma realmente extraordinaria... Sus ojos verdes se volvieron azules com o el cielo; crecieron intensamente de una forma formidable... Miraba el efecto que producía mientras hablaba a otra enferma y sonreía... M e quedé así, bloqueada, bloqueada con el doctor D... U n clavo no saca a otro clavo, y a pesar de todos m is amantes (tuve quince o dieciséis) no pude apartarme de él; por eso es culpable... Desde hace m ás de doce años, siempre he tenido conversaciones mentales con él... Cuando lo quería olvidar, se m e manifestaba de nuevo... A veces era un tanto burlón... «Ya lo ves, te doy m iedo — decía— , podrás amar a otros, pero volverás a m í siempre...» Le escribía muchas cartas, fijándole citas a las que acudía. El año pasado fui a verle; estaba forzado, no había calidez; m e sentí m uy estúpida y m e marché... M e dicen que se ha casado con otra mujer, pero m e amará siempre... Es m i esposo y sin embargo nunca celebramos el acto, el acto que sería la soldadura... «Abandónalo todo — dice a veces— , conm igo siempre subirás, no serás com o un ser de la tierra.» Ya lo ven: cada vez que busco a D ios, encuentro un hombre; y ahora ya no sé hacia qué religión volverme. 840 Se trata de un caso patológico, pero en muchas devotas encontramos esta confusión inextricable entre el hombre y Dios. Sobre todo es el confesor quien ocupa un lugar equívoco entre el cielo y la tierra. Escucha con oído camal a la penitente que exhibe su alma, pero una luz sobrenatural brilla en la mirada con la que la envuelve; es un hombre divino, es Dios presente bajo la apariencia de un hombre. Mme Guyon describe en estos términos su encuentro con el padre La Combe: «Me pareció que una influencia de gracia venía de él a mí a través de lo más íntimo del alma, y volvía de mí a él de modo que él sentía el mismo efecto.» La intervención religiosa la arrancó de la sequedad que sentía desde hacía años y su alma ardió de nuevo con fervor. Viviójunto a él durante todo su gran período místico. Confiesa: «Era una unidad total, de modo queya nopodía diferenciarlo de Dios.» Sería demasiado fácil decir que estaba enamorada en realidad de un hombre y que fingía amar a Dios: amaba también a este hombre porque a sus ojos era algo más que él mismo. Al igual que la enferma de Ferdiére, lo que trataba de alcanzar de forma indiferenciada era la fuente suprema de los valores. Es lo que persigue toda mística. El intermediario masculino a veces es útil para tomar impulso hacia el desierto del cielo, pero no es indispensable. Al distinguir mal la realidad y la ficción, el acto y la conducta mágica, el objeto y lo imaginario, la mujer está especialmente predispuesta a hacer presente en su cuerpo una ausencia. Lo que tiene menos gracia es identificar cómo se suele hacer a menudo misticismo y erotomanía: la erotómana se siente valorada por el amor de un ser soberano; este último es el que toma la iniciativa de la relación amorosa, ama más apasionadamente de lo que es amado; da a conocer sus sentimientos mediante signos evidentes pero secretos; está celoso y se irrita por la falta de fervor de la elegida: en ese caso no duda en castigarla; casi nunca se manifiesta en una imagen camal y concreta. Todos estos rasgos aparecen en los místicos; en particular, Dios ama por toda la eternidad al alma que abraza con su amor, ha vertido su sangre por ella, le prepara espléndidas apoteosis; todo lo que ella puede hacer es abandonarse sin resistencia a sus fuegos. Ahora se admite que la erotomanía puede tener una imagen platónica o sexual. De la misma forma, el cuerpo participa más o menos en los sentimientos que la mística consagra a Dios. Sus efusiones están calcadas sobre las que conocen los amantes terrestres. Mientras Ángela de Foligno contemplaba una imagen de 841 Cristo con San Francisco entre sus brazos, le dijo: «Así te estrecharé, y mucho más de lo que pueden ver los ojos del cuerpo... Nunca te abandonaré si me amas.» Mme Guyon escribió: «El amor no me dejaba un instante de reposo, le decía: oh, amor mío, es suficiente, dejadme.» «Quiero el amor que atraviesa el alma con estremecimientos inefables, el amor que me deja sin sentido...» «jOh, Dios mío! Si hicierais sentir a las mujeres más sensuales lo que yo siento, pronto abandonarían sus falsos placeres para gozar de un bien tan verdadero.» Es bien conocida la famosa visión de Santa Teresa: ... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro m e parecía tener un poco de luego; éste m e parecía m eter por el corazón algunas veces y que m e llegaba a las entrañas; al sacarlo, m e parecía las llevaba consigo y m e dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Se ha dicho a veces, piadosamente, que la pobreza del lenguaje obliga a la mística a utilizar este vocabulario erótico; sin embargo, ella sólo dispone de un cuerpo, y toma del amor terrestre, no sólo las palabras, sino también las actitudes físicas; tiene para ofrecerse a Dios las mismas conductas que para ofrecerse a un hombre. Eso no disminuye en nada el valor de sus sentimientos. Cuando Angela de Foligno se queda alternativamente «pálida y seca» o «grasa y rubicunda», según los movimientos de su corazón, cuando se pierde en diluvios lacrimosos1, cuando cae de las alturas, no es posible considerar estos fenómenos como puramente «espirituales», pero explicarlos únicamente por su exceso de «emotividad» es como invocar la virtud dormitiva de la adormidera; el cuerpo nunca es la causa de las experiencias subjetivas, ya que es el propio sujeto bajo su imagen objetiva: y este sujeto vive sus actitudes en la unidad de su existencia. Adversarios y admiradores de los místicos piensan que dar un contenido sexual a los éxtasis de Santa Teresa es reducirla al rango de histérica. Sin embargo, lo que disminuye al sujeto histérico no es el hecho de que su cuerpo exprese activamente sus obsesiones, es el hecho de que esté obsesionado, que su libertad esté encandilada y anulada; el dominio que tiene un faquir de su organismo no lo convierte en 1 «Las lágrimas ardían en sus mejillas hasta el punto de que debía aplicarse agua fría», relata uno de sus biógrafos. 842 su esclavo; la mímica corporal puede envolverse en el impulso de una libertad. Los textos de Santa Teresa no se prestan en absoluto a equívoco y justifican la estatua de Bernini que nos muestra a la santa desmayada en los excesos de un placer fulminante; tampoco sería real interpretar sus emociones como una simple «sublimación sexual»; en primer lugar no existe un deseo sexual inconfesado que adopte la figura de un amor divino; la misma enamorada no es presa de un deseo sin objeto que a continuación se fija en un individuo; es la presencia del amante la que suscita en ella una pasión inmediatamente dirigida hacia él; de esta forma, con un solo movimiento, Santa Teresa trata de unirse a Dios y vive esta unión en su cuerpo; no es esclava de sus nervios ni de sus hormonas: más bien hay que admirar en ella la intensidad de una fe que penetra en lo más íntimo de su carne. En realidad, como la misma Santa Teresa comprendió, el valor de una experiencia mística se mide, no por la forma en que se ha vivido subjetivamente, sino por su alcance objetivo. Los fenómenos del éxtasis son aproximadamente los mismos en Santa Teresa o en Santa María de Alacoque, pero el interés de su mensaje es diferente. Santa Teresa plantea de una forma totalmente intelectual el dramático problema de la relación entre el individuo y el Ser trascendente; vive como mujer una experiencia cuyo sentido supera cualquier especificación sexual; debemos clasificarla junto a San Juan de la Cruz. Sin embargo es una brillante excepción. Lo que nos muestran sus hermanas menores es una visión básicamente femenina del mundo y de la salvación; lo que buscan no es una trascendencia, es la redención de su feminidad2. La mujer busca ante todo en el amor divino lo que la enamorada le pide al del hombre: la apoteosis de su narcisismo; para ella es una suerte milagrosa esta atenta mirada soberana, amorosamente fijada sobre ella. En su vida de adolescente, de mujer, Mme Guyon siempre estuvo atormentada por el deseo de ser amada y admirada. Una mística protestante moderna, Mlle Vee escribe: «Nada me hace más desgraciada como ver que nadie se interesa de forma especial y simpática por mí o por lo que pasa en mi interior.» Mme Krüdener se imaginaba que Dios se ocupaba sin cesar de ella, hasta el punto de que, relata Sainte-Beuve, «en sus momentos más decisivos con su amante, gemía: ¡Dios mío, 2 En Catalina de Siena, las preocupaciones teológicas tienen no obstante mucha importancia. Ella es también de un tipo bastante viril. 843 qué feliz soy! [Os pido perdón por este exceso de felicidad!». Es comprensible la embriaguez que invade el corazón de la narcisista cuando todo el cielo se convierte en su espejo; su imagen divinizada es infinita como Dios mismo, nunca se apagará; y al mismo tiempo, siente en su pecho ardiente, palpitante, anegado de amor, su alma creada, rescatada, querida por el adorable Padre; es su doble, es ella misma la abrazada, infinitamente magnificada por la mediación de Dios. Estos textos de Santa Ángela de Foligno son especialmente significativos. Así es como le habla Jesús: M i dulce hija, mi hija, m i amada, m i templo. M i hija, mi amada, ámame porque te amo, m ucho, m ucho m ás de lo que podrás amarme. Toda tu vida: tu forma de comer, de beber, de dormir, toda tu vida m e complace. Haré en ti grandes cosas a los ojos de naciones; por ti seré conocido y en ti m i nombre será alabado por gran número de pueblos. M i hija, m i esposa, qué dulce eres para mí, te amo mucho. Y también: Hija mía, eres para m í m ucho más dulce de lo que puedo ser yo para ti, delicia mía, el corazón de D ios Todopoderoso está ahora sobre tu corazón... El D ios Todopoderoso ha depositado en ti mucho amor, más que en ninguna otra mujer de esta ciudad, te ha convertido en su delicia. Y más adelante: Tengo por ti tanto amor que ya no m e preocupo por tus debilidades y m is ojos ya no las ven. He depositado en ti un gran tesoro. La elegida no puede dejar de responder con pasión a declaraciones tan ardientes y que vienen de tan arriba. Trata de unirse al amante mediante la técnica habitual en la enamorada: mediante la aniquilación. «Sólo tengo una preocupación que es amar, olvidarme, aniquilarme», escribe María de Alacoque. El éxtasis representa corporalmente esta abolición del yo; el sujeto no ve, no siente, olvida su cuerpo, reniega de él. Mediante la violencia de este abandono, mediante la aceptación absoluta de la pasividad se dibuja en negativo la deslumbrante y soberana presencia. El quietismo de Mme Guyon erigía esta pasividad en sistema. En cuanto a ella, pasaba gran parte de su tiempo en una especie de catalepsia; dormía sin dormir. 844 La mayor parte de los místicos no se contentan con abandonarse pasivamente a Dios: se consagran activamente a aniquilarse mediante la destrucción de su carne. El ascetismo también ha sido practicado por los monjes y los religiosos, pero la saña que pone la mujer en degradar su carne adopta caracteres singulares. Hemos visto hasta qué punto la actitud de la mujer respecto a su cuerpo es ambigua: a través de la humillación y del sufrimiento lo transforma en gloria. Entregada a un amante como objeto de placer, se convierte en templo, ídolo; desgarrada por los dolores del parto, engendra héroes. La mística torturará su carne para tener derecho a reivindicarla; al reducirla a una abyección, la exalta como instrumento de su salvación. Así se explican los extraños excesos a los que se entregaron algunas santas. Santa Ángela de Foligno cuenta que bebía con deleite el agua en la que acababa de lavar las manos y los pies de los leprosos: Este brebaje nos inundó con tal suavidad que la alegría nos siguió y nos devolvió a casa. Nunca había bebido con semejante deleite. En m i garganta se quedó un fragmento de piel escam osa de las llagas de los leprosos. En lugar de escupirlo, hice grandes esfuerzos para tragármelo y lo conseguí. M e parecía que acababa de comulgar. Nunca podré expresar el deleite que m e inundaba. Es bien sabido que María Alacoque limpió con su lengua el vómito de una enferma; describe en su autobiografía la felicidad que sintió cuando llenó su boca con los excrementos de un hombre aquejado de diarrea; Jesús la recompensó manteniendo durante tres horas sus labios pegados al Sagrado Corazón. Sobre todo en países de ardiente sensuaüdad como Italia y España, la devoción adopta colores camales: en un pueblo de los Abruzos, las mujeres siguen desgarrando su lengua a lo largo de un vía cmcis lamiendo los guijarros del suelo. En todas estas prácticas se limitan a imitar al Redentor que salvó la carne envileciendo su propia carne: son sensibles a este gran misterio de una forma mucho más concreta que los varones. Dios se suele aparecer a la mujer generalmente en la imagen del esposo; a veces se descubre en su gloria deslumbrante de blancura y de belleza, dominante; la reviste con un traje de novia, la corona, la toma de la mano y le promete la apoteosis celestial. En general es un ser de carne: la alianza que dio Jesús a Santa Catalina, que ella llevaba, invisible, en su dedo, era este «anillo de 845 carne» que le habían retirado en la Circuncisión. Sobre todo, suele ser un cuerpo maltratado y sangrante: la mística se sumerge con fervor en la contemplación del Crucificado; se identifica con la Virgen. Madre que lleva en sus brazos el cadáver de su Hijo, o con Magdalena de pie junto a la cruz regada por la sangre del Bien Amado. Así sacia fantasías sadomasoquistas. En la humillación de Dios, admira la decadencia del Hombre; inerte, pasivo, cubierto de llagas, el crucificado es la imagen invertida de la mártir blanca y roja a merced de las fieras, de los puñales, de los varones, con quien se suele identificar la niña: se llena de turbación cuando ve que el Hombre, el Hombre Dios asume su papel. Es ella quien está en la cruz, esperando el esplendor de la Resurrección. Es ella: lo puede probar; su frente sangra bajo la corona de espinas, sus manos, sus pies, su costado están atravesados por un hierro invisible. De los trescientos veintiún estigmatizados que reconoce la Iglesia católica en la actualidad, sólo hay cuarenta y siete hombres; las demás —Elena de Hungría, Juana de la Cruz, G. de Osten, Osana de Mantua, Clara de Montefalco— son mujeres que como media han superado la edad de la menopausia. La más famosa, Catalina Emmerich, fue marcada prematuramente. A la edad de veinticuatro años, después de desear los sufrimientos de la corona de espinas, vio llegar a ella a un joven deslumbrante que le clavó la corona en la cabeza. A la mañana siguiente, sus sienes y su frente se hincharon, se puso a manar sangre. Cuatro años más tarde, en éxtasis, vio a Cristo con sus llagas de las que salían unos rayos puntiagudos como finos cuchillos que hicieron brotar gotas de sangre de las manos, los pies, el costado de la santa. Sudaba sangre, escupía sangre. Incluso ahora, cada viernes santo, Teresa Neumann vuelve hacia sus visitantes un rostro chorreante de la sangre de Cristo. En los estigmas culmina la misteriosa alquimia que transforma la carne en gloria, ya que son, en forma de dolor sangrante, la presencia misma del amor divino. Es fácil de entender por qué las mujeres tienen tan especial afición a la metamorfosis del flujo rojo en pura llama de oro. Están obsesionadas por la sangre que se escapa del costado del Rey de los Hombres. Santa Catalina de Siena habla de ello en casi todas sus cartas. Ángela de Foligno se abismaba en la contemplación del corazón de Jesús y de la llaga abierta de su costado. Catalina Emmerich se ponía una camisa roja para parecerse a Jesús cuando era como «un lienzo empapado de sangre»; veía todas las cosas «a través de la sangre de Jesús». Ya hemos visto en qué cir­ 846 cunstancias María de Alacoque bebió durante tres horas del Sagrado Corazón de Jesús. Ella es quien propuso a la adoración de los fieles el enorme coágulo rojo con su aureola de dardos flameantes del amor. Es el emblema que resume el gran sueño femenino; de la sangre a la gloria por el amor. Éxtasis, visiones, diálogos escondidos, esta experiencia interior es suficiente para algunas mujeres. Otras tienen la necesidad de comunicar con el mundo a través de actos. El vínculo que va de la acción a la contemplación adopta formas muy diferentes. Hay mujeres de acción, como Santa Catalina, Santa Teresa, Juana de Arco, que saben perfectamente qué fines se proponen y que inventan lúcidamente medios para alcanzarlos: sus revelaciones simplemente dan una imagen objetiva a sus certidumbres; las estimulan a seguir los caminos que se han trazado con precisión. Hay mujeres narcisistas como Mme Guyon, Mme Krüdener, que, al límite del fervor silencioso, se sienten repentinamente «en un estado apostólico3». No son demasiado precisas sobre sus tareas y —al igual que las damas de beneficencia en estado de agitación— se preocupan poco por lo que hacen siempre que hagan algo. Así es como tras haberse exhibido como embajadora, novelista, Mme Krüdener interiorizó la idea que se hacía de sus méritos: si se hizo cargo del destino de Alejandro I no era para hacer triunfar unas ideas determinadas, sino para confirmarse en su papel de inspirada de Dios. Si a menudo basta algo de belleza y de inteligencia para que la mujer se sienta revestida con un carácter sagrado, cuando se sabe la elegida de Dios, con más razón se considera encargada de una misión: predica doctrinas imprecisas, funda sectas, lo que le permite llevar a cabo, a través de los miembros de la colectividad a la que inspira, una embriagadora multiplicación de su personalidad. El fervor místico, como el amor y el narcisismo mismo, pueden integrarse en vidas activas e independientes. Sin embargo, en sí estos esfuerzos de salvación individual solamente pueden desembocar en un fracaso; o la mujer entra en contacto con una realidad inexistente: su doble, o Dios; o bien crea una relación irreal con un ser real; en todo caso no tiene control sobre el mundo; no se evade de su subjetividad; su libertad sigue traicionada; sólo hay una forma de hacerla realidad auténticamente: es proyectarla mediante una acción positiva hacia la sociedad humana. 3 Mme Guyon. 847 CUARTA PARTE Hacia la liberación C a p í t u l o XIV La mujer independiente El código francés ya no considera la obediencia uno de los deberes de la esposa y cada ciudadana se ha convertido en una electora; estas libertades cívicas siempre son abstractas cuando llevan aparejada una autonomía económica; la mujer mantenida —esposa o cortesana— no está liberada del varón porque tenga en sus manos una papeleta; si bien las costumbres le imponen menos limitaciones que antes, estas licencias negativas no han modificado profundamente su situación; sigue encerrada en su condición de vasalla. Si la mujer ha franqueado en gran medida la distancia que la separaba del varón, ha sido gracias al trabajo; el trabajo es lo único que puede garantizarle una libertad concreta. En cuanto deja de ser un parásito, el sistema basado en su dependencia se desmorona; entre ella y el universo ya no es necesario un mediador masculino. La maldición que pesa sobre la mujer vasalla es que no le está permitido hacer nada: entonces se obstina en la persecución imposible del ser a través del narcisismo, el amor, la religión; productora, activa, reconquista su transcendencia; en sus proyectos se afirma concretamente como sujeto; por su relación con el objetivo que persigue, con el dinero y los derechos de los que se apodera, vive su responsabilidad. Muchas mujeres tienen conciencia de estas ventajas, incluso entre las que ejercen los oficios más modestos. Escuché a una asistenta, mientras limpiaba los cristales del vestíbulo de un hotel, que declaraba: «Nunca le he pedido nada a nadie. He llegado sola.» Estaba tan orgullosa de ser autosuficiente como si fuera Rockefeller. No obstante, no ha­ 851 bría que creer que la mera yuxtaposición del derecho a votar y de una profesión sea una liberación perfecta: el trabajo en la actualidad no es libertad. Sólo en el mundo socialista la mujer que acceda al trabajo tendría garantizada la libertad. La mayoría de los trabajadores actualmente están explotados. Por otra parte, la estructura social no ha sido profundamente modificada por la evolución de la condición femenina; este mundo que siempre perteneció a los hombres sigue conservando la imagen que han imprimido en él. No hay que perder de vista estos hechos que hacen tan compleja la cuestión del trabajo femenino. Una señora importante y bien pensante hizo recientemente una encuesta entre las obreras de la fábrica Renault: afirma que preferían quedarse en su casa en lugar de trabajar en la fábrica. Sin duda, acceden a la independencia en el seno de una clase económicamente oprimida; por otra parte, las tareas realizadas en la fábrica no las dispensan de las labores domésticas1. Si les hubieran propuesto elegir entre cuarenta horas de trabajo semanal en la fábrica o en la casa, sin duda las respuestas habrían sido diferentes; quizá hasta aceptarían alegremente las dos tareas si como obreras se integraran en un mundo que fuera el suyo, en cuya elaboración pudieran participar con alegría y orgullo. En este momento, sin mentar ni siquiera a las agricultoras2, la mayoría de las mujeres que trabajan no se evaden del mundo femenino tradicional; no reciben de la sociedad ni de sus maridos la ayuda que les resultaría necesaria para convertirse concretamente en iguales de los hombres. Sólo las que tienen una fe política, militan en un sindicato, confían en el futuro, pueden dar un sentido ético a las ingratas fatigas cotidianas; sin embargo, privadas de descanso, herederas de una tradición de sumisión, es normal que las mujeres apenas empiecen a desarrollar un sentido político y social. Es normal que, al no recibir a cambio de su trabajo los beneficios morales y sociales que tendrían derecho a esperar, sufran sin entusiasmo sus limitaciones. Es comprensible también que la modista, la empleada, la secretaria no quieran renunciar a las ventajas del apoyo masculino. Ya he dicho que la existencia de una casta privilegiada a la que le está permitido sumarse simplemente entregando su cuerpo es para la mujer joven una tentación casi irresistible; está obligada a usar sus encantos 1 Ya he dicho en el tomo I, segunda parte, cap. V, hasta qué punto son gravosas para la mujer que trabaja fuera de su casa. 2 Cuya condición hemos examinado en el tomo I, segunda parte, cap. V. 852 porque sus salarios son mínimos, mientras que el nivel de vida que la sociedad exige de ella es muy elevado; si se contenta con lo que gana, sólo será una paria: mal instalada, mal vestida, se le negarán todas las distracciones e incluso el amor. Las personas virtuosas le recomiendan el ascetismo; en realidad, su régimen alimentario suele ser tan austero como el de una carmelita; simplemente, no todo el mundo puede tomar a Dios como amante: tiene que gustar a los hombres para triunfar en su vida de mujer. Por lo tanto, necesitará ayuda: con eso cuenta cínicamente el empresario que le paga un salario de hambre. A veces, esta ayuda le permitirá mejorar su situación y conquistar una verdadera independencia; a veces, al contrario, abandonará su profesión para hacerse mantener. A menudo hará las dos cosas: se liberará de su amante con el trabajo y se evadirá del trabajo gracias a su amante; pero también conocerá la doble servidumbre de un oficio y de una protección masculina. Para la mujer casada, el salario en general sólo representa una ayuda; en cambio, para la mujer que «acepta regalos», la atención masculina aparecerá como no esencial; sin embargo, ni la una ni la otra compran con su esfuerzo personal una independencia total. No obstante, existe actualmente gran número de privilegiadas que encuentran en su profesión una autonomía económica y social. A ellas nos referimos cuando nos preguntamos sobre las posibilidades de la mujer y sobre su futuro. Por esta razón, aunque todavía no constituyan más que una minoría, es especialmente interesante estudiar de cerca su situación; si los debates feministas y antifeministas se prolongan, es para hablar de su situación. Unos afirman que las mujeres emancipadas de nuestros días no logran en el mundo nada importante y que, por otra parte, les cuesta encontrar un equilibrio interior. Otros exageran los resultados que obtienen y cierran los ojos ante sus dificultades. En realidad, nada permite decir que han equivocado el camino; no obstante, es evidente que no están tranquilamente instaladas en su nueva condición: sólo han recorrido la mitad del camino. La mujer que se libera económicamente del hombre no está por ello en una situación moral, social, psicológica idéntica a él. La forma en que se implica en su profesión y se consagra a ella depende del contexto que constituye la forma global de su vida. Cuando aborda su vida de adulta, no tiene tras ella el mismo pasado que un niño; la sociedad no la considera con los mismos ojos; el universo se le presenta desde una perspectiva diferente. El hecho de ser 853 mujer plantea actualmente a un ser humano autónomo problemas singulares. El privilegio que tiene el hombre y que se advierte desde la infancia es que su vocación de ser humano no va contra su destino de varón. Mediante la asimilación del falo y de la trascendencia, sus éxitos sociales o espirituales le procuran un prestigio viril. No está dividido. Sin embargo, se pide a la mujer que, para realizar su feminidad, se convierta en objeto y en presa, es decir, que renuncie a sus reivindicaciones de sujeto soberano. Este conflicto es lo que caracteriza singularmente la situación de la mujer liberada. Se niega a atrincherarse en su papel de hembra porque no se quiere mutilar, pero sería también una mutilación repudiar su sexo. El hombre es un ser humano sexuado; la mujer sólo será un individuo completo, e igual al varón, si es también un ser humano sexuado. Renunciar a su feminidad es renunciar a una parte de su humanidad. Los misóginos suelen reprochar a las mujeres que «se abandonen»; pero también les dicen: si queréis ser nuestros iguales, dejad de pintaros la cara y las uñas. Este último consejo es absurdo. Precisamente porque la idea de feminidad se define artificialmente desde las costumbres y las modas, se le impone a cada mujer desde fuera; puede evolucionar de forma que sus cánones se acerquen a los que adoptan los varones: en las playas, el pantalón ha pasado a ser una prenda femenina. Esto no cambia nada en el fondo de la cuestión: el individuo no es libre de modificarla libremente. La que no se adapta se devalúa sexualmente y por lo tanto socialmente, ya que la sociedad ha integrado los valores sexuales. Por rechazar los atributos femeninos no se adquieren atributos viriles; ni siquiera una mujer travestida consigue convertirse en un hombre: es una mujer travestida. Hemos visto que la homosexualidad también constituye una especificación: la neutralidad es imposible. No existe ninguna actitud negativa que no implique una contrapartida positiva. La adolescente suele creer que puede simplemente despreciar las convenciones, pero de esta misma forma también se manifiesta; crea una situación nueva que conlleva unas consecuencias que tendrá que asumir. Desde el momento en que se sustrae a un código establecido se convierte en rebelde. Una mujer que se viste de forma extravagante miente cuando afirma con aires de sencillez que lo hace porque le gusta, nada más: sabe perfectamente que es una extravagancia que le guste. A la inversa, la que no desea parecer una excéntrica se adapta a las reglas comunes. A menos que represen­ 854 te una acción positivamente eficaz, el desafío no es una buena solución: se consume más tiempo y fuerza de la que se ahorra. Una mujer que no desea chocar, que no desee devaluarse socialmente, debe vivir como mujer su condición de mujer: en muchos casos incluso su éxito profesional así lo exige. Mientras el conformismo sea natural para el hombre —pues la costumbre se fija en función de sus necesidades de individuo autónomo y activo— la mujer, que también es sujeto, actividad, deberá adaptarse a un mundo que la ha condenado a la pasividad. La servidumbre es mayorporque las mujeres confinadas en la esfera femenina han hipertrofiado su importancia: han convertido el aspecto personal, las tareas domésticas en artes difíciles. El hombre no tiene que preocuparse de su ropa; es cómoda, está adaptada a la vida activa, no tiene que ser muy rebuscada; apenas forma parte de su personalidad; además, nadie se espera que se ocupe de ella personalmente: alguna mujer, voluntaria o pagada, lo hará. La mujer, por el contrario, sabe que cuando la miran no se establece diferencia entre ella y su apariencia: lajuzgan, la respetan, la desean a través de su aspecto personal. Su ropa estaba primitivamente destinada a condenarla a la impotencia y sigue siendo frágil: las medias se hacen carreras, los tacones se desgastan, las blusas y los trajes claros se ensucian, los plisados se deshacen; y sin embargo, tendrá que reparar personalmente la mayor parte de estos accidentes; ningún semejante vendrá de buena gana a ayudarla y ella no querrá cargar más aún su presupuesto con cosas quepuede hacer ella misma: las permanentes, maquillajes, trajes nuevos ya cuestan demasiado caros. Cuando vuelven por la noche, la secretaria, la estudiante, siempre tienen que coger puntos a las medias, lavar blusas, planchar faldas. Una mujer que se gana bien la vida se ahorrará estos trabajos, pero a cambio estará obligada a una elegancia más complicada, perderá tiempo en compras, pruebas, etc. La tradición también impone a la mujer, incluso soltera, una cierta forma de llevar la casa; un funcionario trasladado a una ciudad nueva vivirá preferentemente en un hotel; una mujer tratará de buscarse una casa; deberá mantenerla escrupulosamente, porque en ella no se disculparía una negligencia que parecería natural en un hombre. Además, la opinión de los demás no es lo único que la empuja a consagrar tiempo y esfuerzo a su belleza y a su casa. Desea por satisfacción propia ser una verdadera mujer. Sólo conseguirá aprobarse a través del presente y del pasado si acumula la vida que se ha creado con el destino que su madre, sus juegos de niña 855 y sus fantasías de adolescente le habían preparado. Ha alimentado sueños narcisistas; al orgullo fálico del varón le sigue contraponiendo el culto de su imagen; quiere exhibirse, gustar. Su madre, sus hermanas mayores le han inculcado el amor al nido: un territorio propio ha sido la forma primitiva de sus sueños de independencia; no va a renegar de ellos cuando ha encontrado la libertad por otros caminos. Y en la medida en que todavía no se siente demasiado segura en el universo masculino, necesitará un retiro, símbolo de este refugio interior que estaba acostumbrada a buscar en ella misma. Dócil frente a la tradición femenina, encerará el parqué, cocinará, en lugar de ir, como su colega, a comer a un restaurante. Quiere vivir como un hombre y como una mujer: de esta forma multiplica sus tareas y su cansancio. Si pretende seguir siendo una mujer plena es porque también quiere abordar al otro sexo con un máximo de oportunidades. Los problemas más difíciles se van a plantear en el terreno sexual. Para ser un individuo completo, igual que el hombre, la mujer tiene que tener acceso al mundo masculino como el varón al mundo femenino, tiene que tener acceso al otro; sin embargo, las exigencias del otro no son simétricas en ambos casos. Una vez conquistadas, la fortuna, la celebridad, al aparecer como virtudes inmanentes, pueden aumentar el atractivo sexual de la mujer, pero el hecho de tener una actividad autónoma contradice su feminidad, y ella lo sabe. La mujer independiente —y sobre todo la intelectual que reflexiona sobre su situación— sufrirá como hembra un complejo de inferioridad; no tiene tiempo para consagrar a su belleza cuidados tan atentos como la coqueta, que sólo se preocupa por seducir; por mucho que siga los consejos de los especialistas, en elegancia no dejará de ser una aficionada; el encanto femenino exige que la trascendencia, al degradarse en inmanencia, se limite a ser una sutil palpitación camal; hay que ser una presa espontáneamente disponible: la inteligente sabe que se ofrece, sabe que es una conciencia, un sujeto; no se consigue fácilmente matar la mirada ni cambiar los ojos para transformarlos en un trozo de cielo o de agua; y desde luego, no se puede detener el impulso de un cuerpo que tiende hacia el mundo para transformarlo en una estatua animada de vibraciones sordas. La intelectual lo intentará con más celo porque tiene miedo de fracasar, pero este celo consciente es también una actividad y fallará en su objetivo. Comete los mismos errores que encontramos en la menopausia: trata de negar su cerebralidad como la mujer que envejece trata de negar 856 su edad; se viste de niña, se sobrecarga con flores, lazos, telas chillonas; exagera los gestos infantiles y maravillados. Se hace la alocada, da saltitos, balbucea y finge desenvoltura, atolondramiento, espontaneidad. Pero se parecerá a esos actores que, a falta de la emoción adecuada que relajaría determinados músculos, contraen por un esfuerzo de voluntad los antagonistas, bajan los párpados o las comisuras de la boca en vez de dejarlos caer; así, la mujer de cabeza, para fingir abandono se tensa. Ella se da cuenta, se irrita; por su rostro lleno de ingenuidad pasa repentinamente un resplandor de inteligencia demasiado aguda; los labios prometedores se crispan. Si le cuesta gustar es porque no es como sus hermanitas esclavas una voluntad de gustar pura; el deseo de seducir, por muy vivo que sea, no ha llegado al fondo de sus huesos; cuando se siente torpe, se irrita por su servilismo; quiere tomar la revancha jugando con armas masculinas: habla en lugar de escuchar, despliega pensamientos sutiles, emociones inéditas; contradice a su interlocutor en lugar de aprobar, trata de tomar la delantera sobre él. Mme de Staël mezclaba con bastante habilidad los dos métodos para lograr triunfos fulminantes: no había quien se le resistiera. Sin embargo, la actitud de desafío, tan frecuente por ejemplo entre las norteamericanas, en general irrita a los hombres más que dominarlos; por otra parte, son ellos quienes la provocan con su propia desconfianza; si aceptaran amar a una semejante en lugar de a una esclava—como hacen por otraparte los que carecen de arrogancia y de complejo de inferioridad— las mujeres se obsesionarían mucho menos por su feminidad; ganarían en naturalidad, sencillez y les costaría menos trabajo ser mujeres, ya que después de todo lo son. El hecho es que los hombres empiezan a apostar por la nueva condición de la mujer; al no sentirse tan condenada a priori, la mujer ha ganado mucho en naturalidad: actualmente, la mujer que trabaja ya no abandona su feminidad y no pierde su atractivo sexual. Este éxito —que ya marca un progreso hacia el equilibrio— es sin embargo incompleto; es mucho más difícil para la mujer que para el hombre establecer con el otro sexo las relaciones que desea. Su vida erótica y sentimental tropieza con numerosos obstáculos. En este aspecto, la mujer vasalla no estáprivilegiada en modo alguno: sexual y sentimentalmente, la mayoría de las esposas y de las cortesanas están radicalmente frustradas. Si las dificultades son más evidentes en la mujer independiente, es porque no ha optado por la resignación, sino por la lucha. Todos 857 los problemas vitales encuentran en la muerte una solución silenciosa; una mujer que trata de vivir estará más dividida que la que entierra su voluntad y sus deseos, pero no aceptará que se le ponga esta última como ejemplo. Sólo comparándose al hombre se encontrará en situación de inferioridad. Una mujer que se compromete, que tiene responsabilidades, que conoce la dureza de la lucha contra las resistencias del mundo, necesita —como el varón— no sólo saciar sus deseos físicos, sino conocer la relajación, la diversión que aportan las agradables aventuras sexuales. Sin embargo, hay medios en los que esta libertad no se le reconoce; se arriesga, si la utiliza, a comprometer su reputación, su carrera; como mínimo se exige de ella una hipocresía que se convierte en una carga. Cuanto más consigue imponerse socialmente, más se hará la vista gorda; pero sobre todo en provincias, en la mayor parte de los casos la espiarán severamente. Incluso en las circunstancias más favorables —cuando ya no teme a la opinión pública— su situación no es equivalente a la del hombre. Las diferencias vienen de la tradición y de los problemas que plantea la naturaleza singular del erotismo femenino. El hombre puede conocer fácilmente relaciones sin futuro que basten para saciar su carne y relajarle moralmente. Ha habido mujeres —poco numerosas— que exigieron la apertura de burieles para mujeres; en una novela tituladaLe Numero 17, una mujer propoma la creación de casas en las que las mujeres podrían ir a «aliviarse sexualmente» en una especie de barra americana atendida por hombres3. Al parecer, en San Francisco existió un establecimiento de este tipo; sólo lo frecuentaban las chicas de buriel, muy divertidas de pagar en lugar de hacerse pagar, así que sus proxenetas lo cerraron enseguida. Además de que esta solución es utópica y poco deseable, sin duda tendría poco éxito: hemos visto que la mujer no obtenía un «alivio» de forma tan mecánica como el hombre; la mayor parte considerarían la situación poco propicia a un abandono sexual. En todo caso, el hecho es que este recurso actualmente les está negado. La solución que consiste en buscar por la calle un compañero de una noche o de una hora — suponiendo que una mujer dotada de fuerte temperamento y que haya superado todas sus inhibiciones se lo plantee sin re­ 3 El autor — cuyo nombre he olvidado, olvido que no me parece urgente reparar— explica ampliamente cómo podrían estar entrenados para satisfacer a cualquier cliente, qué tipo de vida habría que imponerles, etc. 858 pugnancia— es mucho más peligrosa para ella que para el varón. El riesgo de enfermedad venérea es mucho más grave para ella porque él es quien debe adoptar las precauciones necesarias para evitar la contaminación; por muy prudente que sea, nunca está totalmente protegida de la amenaza de un hijo. Además, sobre todo en las relaciones entre desconocidos —relaciones que se sitúan en un plano brutal—, la diferencia de fuerza física cuenta mucho. Un hombre no tiene demasiado que temer de una mujer que se lleve a su casa; basta que tenga un poco de cuidado. La mujer que lleva a un hombre a su casa no se encuentra en la misma situación. Me han hablado de dos mujeresjóvenes que, recién llegadas a París y ávidas por «ver mundo», tras una ronda nocturna, invitaron a cenar a dos seductores proxenetas de Montmartre: a la mañana siguiente se encontraron desvalijadas, maltratadas y amenazadas de chantaje. Un caso más significativo es el de una mujer de unos cuarenta años, divorciada, que trabajaba duramente todo el día para dar de comer a tres hijos y parientes ancianos. Todavía bella y atractiva, no tenía en absoluto tiempo de llevar una vida mundana, coquetear, llevar a cabo decentemente ninguna empresa de seducción, lo que por otra parte le hubiera aburrido. No obstante, tenía unos sentidos exigentes; consideraba que tenía derecho como un hombre a saciarlos. Algunas noches, daba una vuelta por la calle y se las arreglaba para ligarse a un hombre. Una noche, tras una hora o dos pasadas entre los arbustos del bosque de Bolonia, su amante no aceptó dejarla marchar: quería su nombre, su dirección, volverla a ver, formar pareja con ella; como ella se negaba, la golpeó violentamente y la dejó maltratada y aterrorizada. En cuanto a buscar un amante, como hace a menudo el hombre con una mujer, manteniéndolo o ayudándolo, sólo es posible para las mujeres ricas. Algunas se encuentran a gusto en una situación de este tipo: al pagar al varón lo convierten en un instrumento, lo que les permite utilizarlo con indolencia desdeñosa. Sin embargo, tienen que tener cierta edad para disociar tan crudamente el erotismo y el sentimiento, porque en la adolescencia femenina la unión entre ambos elementos, ya lo hemos visto, es profunda. Hay muchos hombres que además no aceptarían nunca esta división entre carne y conciencia. La mayoría de las mujeres están mucho menos dispuestas a planteársela. Además, se da así una dificultad a la que son más sensibles que el hombre: el cliente que paga es también un instrumento, su compañero lo utiliza como una forma de ganarse la vida. El orgullo viril oculta al hombre los equívocos 859 del drama erótico: se miente espontáneamente; la mujer, más fácil de humillar, más susceptible, es también más lúcida; sólo conseguirá cerrar los ojos a costa de una mala fe más avezada. Comprar un varón, suponiendo que tenga los medios para ello, en general no le parecerá satisfactorio. Para la mayor parte de las mujeres —como también para los hombres— no se trata únicamente de saciar sus deseos, sino de mantener mientras los sacian su dignidad de seres humanos. Cuando el varón goza de una mujer, cuando la hace gozar, se erige como único sujeto: imperioso y conquistador, donante generoso o las dos cosas al mismo tiempo. Recíprocamente, ella quiere afirmar que somete a su compañero a su placer y que además le colma con sus dones. Cuando se impone al hombre, con los beneficios que le ofrece, contando con su cortesía o despertando con sus maniobras deseo en su generalidad pura, trata de convencerse de que le deja satisfecho. Gracias a esta provechosa convicción, puede utilizarlo sin sentirse humillada, ya que pretende actuar por generosidad. Por ejemplo, en El trigo verde, la «dama de blanco» que busca las caricias de Phil le dice altivamente: «Sólo me gustan los mendigos y los hambrientos.» En realidad, se las arregla hábilmente para que adopte una actitud de suplicante. Entonces, dice Colette, «ella se apresuró hacia el reino estrecho y oscuro en el que su orgullo podría creer que la queja equivale a reconocer el desamparo y donde las pedigüeñas de su clase se alimentan con una ilusión de liberalidad». Mme de Warens es representativa de estas mujeres que eligen amantes jóvenes o desgraciados o de condición inferior para dar a sus apetitos visos de generosidad. También hay algunas intrépidas que buscan varones más robustos y están encantadas de satisfacerlos, cuando sólo han cedido por educación o por terror. A la inversa, si la mujer que atrapa al hombre en su trampa quiere imaginarse que da, la que se entrega quiere afirmar que toma. «Yo soy una mujer que toma», me dijo un día unajoven periodista. En realidad, en estas cosas, salvo en los casos de violación, nadie toma realmente al otro; pero aquí la mujer miente doblemente. Porque el hecho es que el hombre seduce a menudo por su ardor, su agresividad, logra activamente el consentimiento de su compañera. Salvo casos excepcionales —entre otros, Mme de Staël que ya he citado—, no es así con la mujer: lo único que puede hacer es ofrecerse; porque la mayor parte de los varones están muy celosos de su papel; quieren despertar en la mujer una exci­ 860 tación singular, no ser elegidos para saciar unas necesidades de forma general: cuando son elegidos, se sienten explotados4. «Una mujer que no teme a los hombres les da miedo», me decía un joven. A menudo he escuchado declarar a los adultos: «Me horroriza que una mujer tome la iniciativa.» Si la mujer se ofrece con demasiada osadía, el hombre huye: él quiere conquistar. La mujer sólo puede tomar convirtiéndose en presa: tiene que convertirse en una cosa pasiva, una promesa de sumisión. Si lo logra, pensará que este conjuro mágico ha sido voluntario, volverá a ser sujeto. Pero corre el riesgo de quedarse congelada como objeto inútil por el desdén del varón. Por esta razón se siente tan profundamente humillada si él rechaza sus iniciativas. El hombre también a veces se encoleriza cuando considera que hanjugado con él; sin embargo, simplemente ha fracasado en una empresa, nada más. La mujer ha aceptado hacerse carne en la excitación, la espera, la promesa; sólo podía ganar perdiéndose: está perdida. Hay que estar muy ciego o ser excepcionalmente lúcido para sacarpartido de una derrota como ésta. Incluso cuando funciona la seducción, la victoria es equívoca; efectivamente, según la opinión pública el vencedor es el hombre, élposee a la mujer. No se admite que ella pueda, como el hombre, asumir sus deseos: ella es su presa. Se presupone que el varón ha integrado en su individualidad las fuerzas específicas; sin embargo, la mujer es esclava de la especie5. A veces se la representa como pura pasividad: «María, ábrete de piernas»; «el autobús es lo único que no le ha pasado por encima»; disponible, abierta, es un utensilio; cede blandamente al poder del sexo, está fascinada por el varón que la toma como fruta madura. A veces se la ve como una actividad alienada: hay como un diablo rebullendo en su matriz, en el fondo de su vagina acecha una serpiente ávida de atiborrarse de esperma masculino. En todo caso, no se acepta pensar que simplemente es libre. En Francia sobre todo se confunde obstinadamente a la mujer libre con la mujer fácil, pues la idea de facilidad supone una falta de resistencia y de control, una carencia, la negación misma de la libertad. La literatura femenina trata de combatir este prejuicio: por 4 Este sentimiento es la contrapartida del que hemos señalado en la adolescente. Simplemente ella acaba por resignarse a su destino. 5 Hemos visto en el tomo I, primera parte, capítulo I, que en esta opinión hay algo de verdad. Sin embargo, la asimetría no se manifiesta precisamente en el momento del deseo, sino en el de la procreación. En el deseo la mujer y el hombre asumen idénticamente su función natural. 861 ejemplo, en Griselidís, Clara Malraux insiste en que su personaje no cede a un movimiento, sino que realiza un acto que reivindica. En Estados Unidos, se reconoce en la actividad sexual de la mujer una libertad, lo que la favorece mucho. En Francia, el desdén que proclaman por las «mujeres fáciles» esos hombres mismos que se aprovechan de sus favores paraliza a muchas mujeres. Les horrorizan las representaciones que podrían suscitar, las palabras de las que serían pretexto. Aunque la mujer desprecie los rumores anónimos, vive en las relaciones con su compañero dificultades concretas; porque en él se encama la opinión. Es frecuente que el hombre considere la cama como el terreno en el que debe afirmarse su superioridad agresiva. Quiere tomar y no recibir, no intercambiar sino atrapar. Trata de poseer a la mujer más allá de lo que ella se entrega; exige que su consentimiento sea una derrota y las palabras que ella murmura una confesión que le arranca; si ella admite su placer, reconoce su esclavitud. Cuando Claudine desafía a Renaud por su prontitud al someterse a él, él va más lejos: se apresura a violarla cuando ella iba a entregarse; la obliga a tener los ojos abiertos para contemplar el torbellino de su triunfo. En La condición humana, el autoritario Ferral se obstina en encender la lámpara que Valerie quiere apagar. Orgullosa, reivindicativa, la mujer aborda al varón como a un adversario; en esta lucha ella está mucho peor armada que él; para empezar, él tiene la fuerza física y le resulta más fácil imponer su voluntad; también hemos visto que tensión y actividad se armonizan con su erotismo, mientras que la mujer, cuando rechaza la pasividad, destruye el encanto que la lleva al placer; si en sus actitudes y movimientos finge dominio, no consigue gozar: la mayor parte de las mujeres que se sacrifican a su orgullo se vuelven frígidas. Son escasos los amantes que permiten a sus mujeres saciar sus tendencias autoritarias o sádicas; más raras todavía son las mujeres que en esa dociüdad obtienen una plena satisfacción erótica. Hay un camino que parece para la mujer mucho menos espinoso: es el del masoquismo. Cuando durante el día trabaja, lucha, asume responsabilidades y riesgos, es un descanso abandonarse por las noches a sus potentes caprichos. Enamorada o ingenua, la mujer disfruta a menudo aniquilándose en beneficio de una voluntad tiránica. Pero tiene que sentirse realmente dominada. No es fácil para la que vive día tras día entre hombres creer en la supremacía incondicional de los varones. Me citaron el caso de una 862 mujer, no realmente masoquista, sino muy «femenina», es decir, que disfrutaba profundamente con el placer de abandonarse a unos brazos masculinos; desde los diecisiete años tuvo varios maridos y numerosos amantes, que le habían procurado mucho placer; tras llevar a cabo una empresa difícil durante la cual tuvo a hombres bajo su mando, se quejaba de haberse vuelto frígida: un cierto abandono beatífico le resultaba imposible porque estaba acostumbrada a dominar a los varones, porque su prestigio se había desvanecido. Cuando la mujer empieza a dudar de la superioridad de los hombres, sus pretensiones no hacen sino disminuir la estima que podría tener por ellos. En la cama, en los momentos en los que el hombre se afirma más obstinadamente como varón, al fingir virilidad parece como infantil para unos ojos perspicaces: simplemente está conjurando el antiguo complejo de castración, la sombra de su padre o cualquier otra fantasía. Si la mujer se niega a ceder a los caprichos de un amante, no siempre es por orgullo: desea enfrentarse con un adulto que vive un momento real de su vida, no con un niño que le cuenta cualquier cosa. La masoquisía se siente especialmente decepcionada: una resignación maternal, hastiada o indulgente no es la abdicación con la que sueña. O deberá contentarse ella también conjuegos ridículos, fingiendo creerse dominada y sometida, o correrá tras los hombres llamados «superiores» con la esperanza de encontrar un amo, o se volverá frígida. Hemos visto que es posible escapar a las tentaciones del sadismo y del masoquismo cuando los dos compañeros se reconocen mutuamente como semejantes; cuando en el hombre y la mujer hay algo de modestia y un poco de generosidad, las ideas de victoria y de derrota desaparecen: el acto de amor se convierte en un libre intercambio. Paradójicamente, es mucho más difícil para la mujer que para el hombre reconocer como su semejante a un individuo del otro sexo. Precisamente porque la casta de los varones tiene la superioridad, el hombre puede dedicar una afectuosa estima a muchas mujeres singulares: una mujer es fácil de amar; ante todo tiene el privilegio de introducir a su amante en un mundo diferente del suyo y que puede explorarjunto a ella; intriga, divierte, al menos durante un tiempo; y además, como su situación es limitada, subordinada, todas sus cualidades aparecen como conquistas mientras que sus errores son excusables; Stendhal admira a Mme de Renal y a Mme de Chasteller a pesar de sus detestables prejuicios; si una mujer tiene ideas equivocadas, si es poco 863 inteligente, poco clarividente, poco valerosa, el hombre no la considera responsable: piensa que es víctima —a menudo con razón— de su situación; sueña con lo que ella hubiera podido ser o con lo que será quizá: es posible darle un margen, incluso grande, ya que no es nada definido; a causa de esta ausencia el amante se cansará rápidamente; pero de ella procede el misterio, el encanto que le seduce y que le inclina hacia una ternura fácil. Es mucho más difícil sentir amistad por un hombre, porque es sin remedio lo que ha querido ser; hay que amarlo en su presencia y su verdad, no en las promesas o posibilidades inciertas; es responsable de sus conductas, de sus ideas; no tiene excusa. Con él sólo puede haber fraternidad si se aprueban sus actos, sus fines, sus opiniones; Julien puede amar a una legitimista; Lamiel no podría amar a un hombre cuyas ideas desprecie. Aunque esté dispuesta a contemporizar, a la mujer le costará adoptar una actitud indulgente, porque el hombre no le abre un verde paraíso de la infancia, la mujer se lo encuentra en este mundo, que es su mundo común: él sólo aporta su persona. Cerrado sobre sí, definido, decidido, favorece poco los sueños; cuando habla hay que escuchar; se toma en serio: si no interesa, aburre, su presencia pesa. Sólo la gente muyjoven se deja fascinarpor sueños maravillosos, se puede buscar en ellos misterio y promesa, encontrarles excusas, tomarlos a la ligera: es una de las razones para que resulten tan seductores a los ojos de las mujeres maduras. Sin embargo, ellos casi siempre prefieren mujeresjóvenes. La mujer de treinta años queda relegada para los varones adultos. Sin duda, entre ellos encontrará algunos que se ganen su estima y su amistad, pero tendrá suerte si no se vuelven arrogantes por ello. El problema, cuando busca una historia, una aventura en la que pueda implicarse con su corazón y su cuerpo, es encontrar a un hombre que pueda considerar un igual sin que él se considere superior. Me dirán que en general las mujeres no se complican tanto la vida; aprovechan la ocasión sin hacerse demasiadas preguntas y después ya verán qué hacen con su orgullo y su sensualidad. Es verdad. Pero también es verdad que sepultan en el secreto de su corazón muchas decepciones, humillaciones, lamentaciones, resentimientos que no encontramos —como media— de forma equivalente en los hombres. De una aventura más o menos fallida, el hombre obtendrá con seguridad el beneficio del placer; ella podría no obtener ningún beneficio; aunque se sienta indiferente, se presta educadamente a las relaciones físicas cuando llega el 864 momento decisivo: puede resultar que el amante sea impotente y ella se habrá embarcado en una aventura ridicula; si no consigue el orgasmo se sentirá estafada; si queda satisfecha, tratará de retener a su amante. No es totalmente sincera cuando pretende buscar aventuras sin futuro, persiguiendo sólo el placer, porque el placer en lugar de liberarla la ata; una separación, aunque sea amistosa, la hiere. Es mucho más raro escuchar a una mujer hablar amistosamente de un antiguo amante que a un hombre de sus aventuras. La naturaleza de su erotismo, las dificultades de una vida sexual libre empujan a la mujer a la monogamia. En cualquier caso, le resulta mucho más difícil que al hombre conciliar relación o matrimonio con una carrera. El amante o el marido le puede pedir que renuncie a ella; ella dudará, como la vagabunda de Colette que desea ardientemente tener a su lado el calor viril, pero que teme las limitaciones conyugales; si cede, vuelve a convertirse en esclava; si se niega, se condena a una soledad estéril. Actualmente, el hombre suele aceptar que su compañera siga trabajando; las novelas de Colette Yver, que nos muestran a una mujer joven obligada a sacrificar su profesión para mantener la paz del hogar, están un poco anticuadas; la vida en común de dos seres libres es un enriquecimiento para ambos, y en las ocupaciones de su cónyuge cada cual encuentra una garantía de su propia independencia; la mujer autosuficiente libera a su marido de la esclavitud conyugal que era el precio de la suya. Si el hombre tiene una buena voluntad escrupulosa, amantes y esposos logran, en una generosidad sin exigencias, una igualdad perfecta6.A veces es el hombre el que desempeña el papel de servidor abnegado; junto a George Eliot, Lewes creaba la atmósfera propicia que suele crear la esposa alrededor de su marido soberano. Sin embargo, en la mayorparte de los casos, es la mujer la que se hace cargo de la armonía del hogar. Al hombre le parece natural que sea ella la que lleve la.casa, se ocupe sola del cuidado y la educación de los hijos. La propia mujer considera que al casarse asume unas cargas de las que no le dispensa su vida personal; no quiere que su marido se vea privado de las ventajas que hubiera encontrado al asociarse a una «mujer, mujer»: quiere ser elegante, buena ama de casa, madre abnegada como suelen ser las esposas. Es una tarea que pronto resulta abrumadora. La asume por respeto a su com­ 6 Al parecer la vida de Clara y Robert Schumann fue durante un tiempo un éxito de este tipo. 865 pañero y por fidelidad a sí misma: ya hemos visto que no quiere renunciar en modo alguno a su destino de mujer. Para el marido será un doble además de ser ella misma; se hará cargo de sus preocupaciones, participará en sus éxitos al tiempo que se ocupa de ella misma o incluso más. Educada dentro del respeto a la superioridad masculina, puede que siga pensando que le corresponde al hombre ocupar el primer puesto; a veces teme destruir su familia si lo reivindica; dividida entre el deseo de afirmarse y el de anularse, se siente desgarrada, partida en dos. Sin embargo, hay una ventaja que puede obtener la mujer de su inferioridad: ya que de entrada tiene menos oportunidades que el hombre, no se siente apriori culpable ante él; no le corresponde a ella compensar la injusticia social y no se siente empujada a ello. Un hombre de buena voluntad debe tratar bien a las mujeres porque está más favorecido que ellas; se dejará atar por los escrúpulos, la piedad; corre el riesgo de convertirse en presa de mujeres que son «pegajosas», «devoradoras» porque están desarmadas. La mujer que conquista una independencia viril tiene el gran privilegio de tener que tratar sexualmente con individuos que son autónomos y activos y que —generalmente— no tendrán un papel parasitario en su vida, que no la encadenarán con su debilidad y con la exigencia de sus necesidades. Son pocas las mujeres que saben crear con su compañero una relación libre; se foijan ellas mismas unas cadenas que ellos nunca pensaron en infligirles: adoptan frente a ellos una actitud de enamoradas. Durante veinte años de espera, sueños, esperanza, la joven ha acariciado el mito del héroe liberador y salvador: la independencia conquistada en el trabajo no basta para acabar con su deseo de gloriosa abdicación. Hubiera tenido que ser educada exactamente7como un chico para poder superar fácilmente el narcisismo de la adolescencia, pero perpetuará en su vida de adulta este culto al yo al que la inclina toda su juventud; convierte sus éxitos profesionales en méritos con los que enriquece su imagen; necesita que una mirada venida de arriba la revele y consagre su valor. Aunque sea severa con los hombres y los juzgue día a día no dejará de reverenciar al Hombre, y si lo encuentra estará dispuesta a hincarse ante él de rodillas. Hacerse justificar por un dios es más fácil que justificarse 7 Es decir, no sólo de acuerdo con los mismos métodos, sino en el mismo clima, lo que resulta actualmente imposible a pesar de todos los esfuerzos del educador. 866 con el propio esfuerzo; el mundo la empuja a creer en la posibilidad de una salvación venida de arriba: ella opta por creérselo. A veces, renuncia totalmente a su autonomía, sólo es una enamorada; generalmente intenta conciliar las dos cosas; pero el amor idólatra, el amor abdicación es devastador: ocupa todos los pensamientos, todos los instantes, es obsesivo, tiránico. En caso de problemas profesionales, la mujer buscará apasionadamente un refugio en el amor: sus fracasos se traducen en escenas y exigencias en las que el amante paga los platos rotos. Sin embargo, sus penas amorosas no suelen multiplicar su celo profesional: generalmente se irrita contra un tipo de vida que le impide tomar la senda gloriosa del gran amor. Una mujer, que trabajaba hace diez años en una gran revista política dirigida por mujeres, me decía que en las oficinas no se solía hablar de política sino de amor: una se quejaba de que sólo la amaban por su cuerpo, olvidando su gran inteligencia; otra gemía porque sólo apreciaban su mente sin interesarse nunca por su atractivo camal. Incluso en este caso, para que la mujer pudiera estar enamorada como un hombre, es decir, sin cuestionar su mismo ser, en libertad, tendría que considerarse su igual, tendría que serlo concretamente: tendría que comprometerse con la misma decisión en sus empresas, lo que, como veremos, está lejos de ser frecuente. Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad; en Inglaterra, en Estados Unidos, la mujer puede al menos rechazarla si así lo desea gracias a las prácticas del control de natalidad; hemos visto que en Francia frecuentemente se ve obligada a abortos penosos y caros; a menudo se encuentra cargada con un hijo que no desea y que acaba con su vida profesional. Si esta carga es pesada, es porque las costumbres no permiten a la mujer procrear cuando lo desea: la madre soltera escandaliza y, para el hijo, un nacimiento ilegítimo es una tara; es raro que llegue a ser madre sin aceptar las cadenas del matrimonio o sin bajar en la escala social. Si la idea de inseminación artificial interesa a tantas mujeres no es porque deseen evitar las relaciones con los varones, sino porque esperan que la sociedad por fin admitirá la maternidad libre. Hay que añadir que, a falta de guarderías, de jardines de infancia convenientemente organizados, un solo hijo puede paralizar totalmente la actividad de la mujer; sólo puede seguir trabajando si lo abandona en manos de sus padres, de amigos o de criados. Tiene que elegir entre la esterilidad, que vive a menudo como una frustración do- 867 lorosa, y cargas difícilmente compatibles con el ejercicio de una profesión. Por eso la mujer independiente está actualmente dividida entre sus intereses profesionales y las inquietudes de su vocación sexual; le cuesta encontrar un equilibrio; si lo consigue es a cambio de concesiones, sacrificios, acrobacias que exigen de ella una tensión perpetua. Es precisamente ahí, mucho más que en las circunstancias fisiológicas, donde hay que buscar la causa de los nervios, la fragilidad que se suele observar en ella. Es difícil decidir en qué medida la constitución física de la mujer representa un obstáculo en sí. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del obstáculo que crea la menstruación. Las mujeres que se han dado a conocer por trabajos opor acciones parecían darle poca importancia: ¿será quizá porque precisamente debían sus éxitos a la benignidad de sus trastornos mensuales? Podemos preguntamos si, a la inversa, no será que la opción de una vida activa y ambiciosa les confiere este privilegio, porque el interés que la mujer dedica a sus trastornos los agudiza; las deportistas, las mujeres activas sufren menos que las otras porque se ocupan menos de sus sufrimientos. Con seguridad, también existen causas orgánicas y he visto mujeres muy enérgicas pasar cada mes veinticuatro horas en la cama presas de torturas despiadadas; sin embargo, esta circunstancia nunca ha entorpecido sus acciones. Estoy convencida de que la mayor parte de estos malestares y enfermedades que abruman a las mujeres tienen causas psíquicas: es lo que me han dicho por otra parte algunos ginecólogos. A causa de la tensión moral de la que he hablado, a causa de todas las tareas que asumen, de las contradicciones en las que se debaten, las mujeres están sin cesar hostigadas, al límite de sus tuerzas; eso no quiere decir que sus males sean imaginarios: son reales y devoradores como la situación que expresan. Pero la situación no depende del cuerpo, sino a la inversa. Por eso, la salud de la mujer dejará de pejjudicarla en su trabajo cuando la trabajadora tenga en la sociedad el lugar que le corresponde; por el contrario, el trabajo ayudará mucho a su equilibrio físico impidiéndole que se preocupe de él constantemente. Cuando juzgamos las realizaciones profesionales de la mujer y a partir de ahí pretendemos anticipar su futuro, no hay que perder de vista este conjunto de hechos. La mujer emprende una carrera en el seno de una situación tormentosa, sometida a las cargas que suele implicar tradicionalmente la feminidad. Las circunstancias objetivas tampoco le son favorables. Siempre es duro ser un recién llegado que trata de abrirse camino a través de una sociedad hostil o al menos desconfiada. Richard Wright mostró en Black Boy cómo las ambiciones de un joven negro americano se veían bloqueadas de entrada y la lucha que tuvo que desarrollar simplemente para elevarse a un nivel en el que tropezara con los mismos problemas que los blancos; los negros que vinieron de África a Francia también conocen —en ellos como en el exterior— dificultades similares a las que encuentran las mujeres. Para empezar, en el periodo de aprendizaje la mujer ya se encuentra en situación de inferioridad; ya lo he dicho cuando hablaba de la adolescente, pero debemos volver sobre este tema con más precisión. Durante sus estudios, durante los primeros años tan decisivos de su carrera, es raro que la mujer pueda aprovechar francamente sus oportunidades: muchas tendrán que cargar después con un mal comienzo. Efectivamente, entre los dieciocho y los treinta años los conflictos de los que he hablado alcanzarán su intensidad máxima; y es el momento en el que se juega el futuro profesional. Si la mujer vive con su familia o está casada, su entorno no respetará en general sus esfuerzos como se respetan los de un hombre; se le impondrán servicios, tareas, se limitará su libertad; ella además está todavía profundamente marcada por su educación, respetuosa de los valores que afirman sus predecesoras, obsesionada por sus sueños de niña y adolescente; le cuesta conciliar la herencia de su pasado con los intereses de su futuro. A veces rechaza su feminidad, duda entre la castidad, la homosexualidad o una actitud provocadora de virago, se viste mal o se disfraza de hombre: pierde mucho tiempo y fherzas en desafíos, farsas, ataques de ira. Otras veces quiere por el contrario afirmarla: coquetea, sale, tontea, está enamorada, pasa del masoquismo a la agresividad. De todas formas, se cuestiona, se agita, se dispersa. Por el mero hecho de estar embargada por preocupaciones exteriores, no se compromete totalmente con su actividad, por lo que le saca menos provecho y además tiene mayores tentaciones de abandonar. Lo más desmoralizador para una mujer que trata de ser autosuficiente es la existencia de mujeres pertenecientes a las mismas categorías sociales, con la misma situación de partida, las mismas oportunidades que ella, que viven como parásitos; el hombre puede sentir resentimiento ante unos privilegiados, pero es solidario de su clase; eñ su conjunto, los que tienen las mismas oportunidades desde un principio llegan más o menos al mismo nivel de vida; sin embargo, por mediación del hombre hay muje­ 869 res de la misma condición que tienen fortunas muy variadas; la amiga casada o cómodamente mantenida es una tentación para la que debe ocuparse sola de su porvenir; le parece que se condena arbitrariamente a tomar los caminos más difíciles: en cada escollo se pregunta si no sería mejor elegir otro camino. «Cuando pienso que tengo que sacarlo todo de mi cerebro», me decía escandalizada una pequeña estudiante sin fortuna. El hombre obedece a una necesidad imperiosa: la mujer debe reiterar de forma incesante su decisión; avanza, no fijando un objetivo ante ella, sino dejando deambular su mirada a su alrededor; por eso su actitud es tímida e insegura. Sobre todo, porque le parece —como ya he dicho— que a medida que avanza va renunciando a sus otras oportunidades; al convertirse en una intelectual, una mujer de cabeza, disgustará a los hombres en general, o humillará a su marido, su amante, con un éxito demasiado llamativo. No sólo trata de compensarlo mostrándose elegante y frívola, sino que frena su impulso. La esperanza de verse algún día liberada de la preocupación por ella misma, el temor a tener que renunciar a esta esperanza, al asumir esta preocupación, se conjugan para impedir que se entregue sin reservas a sus estudios, a su carrera. Mientras la mujer quiere ser mujer, su condición independiente crea en ella un complejo de inferioridad; a la inversa, su feminidad le hace dudar de sus oportunidades profesionales. Es uno de los puntos más importantes. Hemos visto a muchachas de catorce años declarar en una encuesta: «Los chicos son mejores; les cuesta menos esfuerzo.» La adolescente está convencida de que tiene capacidad limitada. Dado que sus padres y profesores admiten que el nivel de las niñas es inferior al de los niños, ellas también lo admiten sin problema; efectivamente, a pesar de la igualdad de los programas, su cultura en los liceos es mucho menor. Salvo algunas excepciones, el conjunto de una clase femenina, de filosofía por ejemplo, está muy por debajo de una clase de muchachos: muchas no querrán continuar sus estudios, trabajan muy superficialmente y las otras se resienten por la falta de emulación. Mientras los exámenes no son demasiado difíciles, su insuficiencia no se hace notar; pero cuando se enfrenten con oposiciones serias, la estudiante tomará conciencia de sus carencias y las atribuirá, no a la mediocridad de su formación, sino a la injusta maldición que conlleva la feminidad; al resignarse a esta desigualdad, la agrava; se convence de que sus posibilidades de éxito sólo dependen de su paciencia y su aplicación; decide ahorrarse es­ 870 fuerzos, con un resultado deplorable. Sobre todo en estudios y profesiones que requieren inventiva, originalidad, pequeños descubrimientos, la actitud utilitaria es nefasta; las conversaciones, las lecturas fuera del programa, un paseo durante el cual el espíritu divaga libremente puede ser mucho más provechosos para la traducción de un texto griego que la compilación de aburridas reglas sintácticas. Aplastada por el respeto a las autoridades y el peso de la erudición, con la mirada limitada por unas orejeras, la estudiante demasiado concienzuda mata en ella el sentido critico y la inteligencia misma. Su saña metódica genera tensión y aburrimiento: en las clases en las que las alumnas preparan la oposición de Sèvres reina una atmósfera asfixiante que desanima a las individualidades más vitales. Tras crearse una cárcel para ella misma, la candidata sólo piensa en escapar; cuando cierra los libros su mente se va hacia otros temas. No conoce esos momentos fecundos en los que estudio y diversión se confunden, en los que las aventuras de la mente adquieren un calor vital. Abrumada por la ingratitud de sus tareas, se siente cada vez menos apta para desarrollarlas. Recuerdo una estudiante de agregación que decía, en los tiempos en que en filosofía la oposición era común para hombres y mujeres: «Los hombres lo pueden conseguir en uno o dos años; nosotras necesitamos por lo menos cuatro.» Y otra a la que se le indicaba la lectura de una obra sobre Kant, autor del programa: «Es un libro demasiado difícil: es un libro para hombres». Parecía imaginarse que las mujeres aprobarían una oposición descafeinada; al considerarse limitada de entrada, parecía abandonar efectivamente a los hombres todas las oportunidades de éxito. A causa de este derrotismo, la mujer se adapta fácilmente a un éxito mediocre; no se atreve a picar alto. Al abordar su profesión con una formación superficial, pronto pone límites a sus ambiciones. A menudo, el hecho de ganarse la vida le parece un mérito lo suficientemente grande; hubiera podido como otras tantas ponerse en manos de un hombre; para seguir deseando su independencia necesita un esfuerzo del que está orgullosa, pero que la agota. Le parece que ya ha hecho suficiente cuando opta por hacer algo. «Para una mujer no está tan mal», piensa. Una mujer que ejercía una profesión insólita decía: «Si fuera hombre me sentiría obligada a colocarme en primera fila; pero soy la única mujer de Francia en un puesto semejante: es suficiente para mí.» En esta modestia hay prudencia. La mujer tiene miedo de partirse la cara si trata de llegar más lejos. Hay que decir que tiene razón cuando se 871 siente molesta porque piensa que no se confía en ella. En general, la casta superior es hostil a los advenedizos de una casta inferior: los blancos no van a consultar a un médico negro, ni los varones a una mujer; pero los individuos de la casta inferior, imbuidos del sentimiento de inferioridad específica, a menudo llenos de rencor ante aquellos que han vencido a su destino, también prefieren ponerse en manos de los maestros; en particular, la mayor parte de las mujeres llenas de adoración por el hombre lo buscan ávidamente en el médico, el abogado, el jefe, etcétera. Ni a los hombres ni a las mujeres les gusta trabajar a las órdenes de una mujer. Sus superiores, aunque la estimen, siempre sentirán condescendencia por ella; ser mujer es, si no una tara, al menos una singularidad. La mujer debe conquistar incesantemente una confianza que no se le concede de entrada: en principio es sospechosa, tiene que demostrar su valía. Si tiene valor, lo logrará, se afirma. Sin embargo, el valor no es una esencia dada: es la culminación de un desarrollo afortunado. Sentir que pesa sobre una persona un prejuicio desfavorable no suele ayudar a vencerlo. El complejo de inferioridad inicial provoca, casi inevitablemente, una reacción de defensa que consiste en un alarde exagerado de autoridad. La mayor parte de las doctoras, por ejemplo, tienen demasiada o demasiado poca. Si son naturales, no intimidan porque el conjunto de su vida las predispone más a seducir que a mandar; el enfermo que prefiere ser dominado se sentirá decepcionado por los consejos dados con sencillez; consciente del hecho, la doctora adopta una voz grave, un tono cortante; pero entonces no logra la afabilidad que seduce en el médico seguro de sí. El hombre tiene la costumbre de imponerse; sus clientes creen en su competencia; puede dejarse llevar: está segura de impresionar. La mujer no inspira la misma sensación de seguridad; es más afectada, exagera, se pasa de rosca. En los negocios, en la administración, se muestra escrupulosa, puntillosa y fácilmente agresiva. Como en sus estudios, le falta desenvoltura, vuelo, audacia. Para lograrlo se tensa. Su acción es una serie de desafíos y afirmaciones abstractas de ella misma. Es el defecto más grande que provoca la falta de seguridad: el sujeto no puede olvidarse de sí mismo. No persigue generosamente un objetivo, trata de mostrar el valor que le piden. Al lanzarse osadamente en pos de un fin, hay un riesgo de dificultades, pero se suelen alcanzar resultados inesperados; laprudencia condena a la mediocridad. No es frecuente encontrar en la mujer un afán de aventura, de experiencias gratuitas, 872 curiosidad desinteresada, tratará de «hacer carrera» como otros se construyen una felicidad; está dominada, embargada por el universo masculino, no tiene la audacia de saltarle las costuras, no se pierde con pasión en sus proyectos; sigue considerando su vida como una empresa inmanente: no persigue un objetivo; a través del objetivo busca su éxito subjetivo. Se trata de una actitud muy evidente, por ejemplo, entre las norteamericanas; les gusta tener un «job» y probar que son capaces de realizarlo correctamente, pero no se apasionan por el contenido de sus tareas. La mujer también tiene tendencia a dar demasiada importancia a los pequeños fracasos, a los éxitos modestos; se desanima o se llena de vanidad; un éxito esperado se acoge con sencillez, pero se convierte en un triunfo embriagador para quien ha de obtenerlo; es la excusa de las mujeres que se dejan ganar por el pánico o que alardean con ostentación de sus menores éxitos. Miran sin cesar a sus espaldas para medir el camino recorrido, lo que les corta el impulso. De esta forma, podrán realizar carreras apreciables, pero no grandes acciones. Hay que añadir que muchos hombres sólo saben construirse destinos mediocres. Si la mujer —salvo raras excepciones— nos sigue pareciendo a la zaga es solamente con respecto a los mejores entre ellos. Las razones que he dado lo explican suficientemente y no hipotecan nada el futuro. Para hacer grandes cosas, lo que falta esencialmente a la mujer de nuestros días es el olvido de sí. Pero para olvidarse primero hay que tener una seguridad sólida de haberse encontrado. Recién llegada al mundo de los hombres, escasamente apoyada por ellos, la mujer está demasiado ocupada buscándose. Hay una categoría de mujeres a las que no se aplican estas observaciones porque su carrera, en lugar de ir contra la afirmación de su feminidad, la refuerza; son las que tratan de superar con la expresión artística las circunstancias que las definen: actrices, bailarinas, cantantes. Durante tres siglos han sido prácticamente las únicas que tenían en el seno de la sociedad una independencia concreta y siguen ocupando un lugar privilegiado. Antes las actrices eran anatematizadas por la Iglesia, aunque el exceso mismo de severidad siempre les dio gran libertad de costumbres; a menudo rozan los límites de la vida galante y, como las cortesanas, pasan gran parte de su tiempo en compañía de hombres. Sin embargo, al ganarse la vida, al encontrar en su trabajo un sentido a su existencia, se escapan a su yugo. La gran ventaja de que disfrutan es que sus éxitos profesionales contribuyen —como en el caso de 873 los varones— a su valoración sexual; al realizarse como seres humanos se realizan como mujeres: no se ven desgarradas entre aspiraciones contradictorias; todo lo contrario, encuentran en su profesión una justificación de su narcisismo: aspecto personal, cuidados de belleza, encanto forman parte de sus deberes profesionales; es una gran satisfacción para una mujer enamorada de su imagen hacer algo simplemente exhibiendo lo que es; y esta exhibición requiere al mismo tiempo suficiente artificio y estudio como para aparecer, en palabras de Georgette Leblanc, como un sucedáneo de la acción. Una gran actriz picará más alto todavía: superará sus circunstancias por la manera en que se expresa, será realmente una artista, una creadora que da un sentido a su vida dándoselo al mundo al mismo tiempo. Estos raros privilegios ocultan también trampas: en lugar de integrar en su vida artística sus satisfacciones narcisistas y la libertad sexual que se le concede, la actriz a menudo se sumerge en el culto al yo o en la vida galante; ya he hablado de estas «seudoartistas» que sólo buscan en el cine o en el teatro la forma de «hacerse un nombre» que represente un capital para explotar entre brazos masculinos; la comodidad del apoyo viril es muy tentadora comparada con los riesgos de una carrera y con la severidad que implica un verdadero trabajo. El deseo de un destino femenino —un marido, un hogar, unos hijos— y la embriaguez del amor no siempre se concilian fácilmente con la voluntad de llegar a un objetivo. Sobre todo, la admiración que experimenta por su yo limita considerablemente el talento de la actriz; se hace ilusiones sobre el precio de su simple presencia hasta el punto de que un trabajo serio le parece inútil; ante todo trata de poner de relieve su figura, sacrifica a esta bufonada el personaje que interpreta; tampoco ella tiene la generosidad de olvidarse, lo que suprime toda posibilidad de superarse: son escasas las Rachel, las Duse que superan este escollo y convierten su persona en instrumento de su arte en lugar de ver en el arte un servidor de su ego. En su vida privada, no obstante, la mala actriz exagerará todos los defectos narcisistas: se mostrará vanidosa, susceptible, falsa, considerará el mundo entero como un escenario. Actualmente, las artes de expresión no son las únicas al alcance de las mujeres; muchas se ocupan de otras actividades creadoras. La situación de la mujer la predispone para buscar su salvación en la literatura y en el arte. Al vivir al margen del mundo masculino, no lo capta en su imagen universal, sino a través de 874 una visión singular; para ella no es un conjunto de utensilios y conceptos, sino una fuente de sensaciones y emociones; se interesa por las cualidades de las cosas en lo que tienen de gratuito y de secreto; al adoptar una actitud de negación, de rechazo, no se deja devorar por la realidad: se rebela contra ella con palabras; busca a través de la naturaleza la imagen de su alma, se abandona a fantasías, quiere alcanzar su ser: está condenada al fracaso, pues sólo lo podrá recuperar en la región de lo imaginario. Para no dejar que se hunda en la nada una vida interior que no sirve para nada, para afirmarse contra las circunstancias que vive con rebeldía, para crear un mundo diferente de aquel en el que no consigue alcanzarse, necesita expresarse. Es bien sabido que la mujer es charlatana y le gusta escribir; se expansiona en conversaciones, cartas, diarios íntimos. Basta que tenga un poco de ambición y se pondrá a redactar sus memorias, transcribiendo su biografía en forma de novela, exhalando sus sentimientos a modo de poemas. El ocio de que disfruta favorece a menudo estas actividades. Sin embargo, las circunstancias mismas que orientan a la mujer hacia la creación constituyen también obstáculos que muchas veces será incapaz de superar. Cuando se decide a pintar o a escribir simplemente para llenar el vacío de sus días, cuadros y ensayos se considerarán «labores femeninas», no les consagrará ni más tiempo ni más cuidado y ése será más o menos su valor. Es frecuente que al llegar a la menopausia la mujer, para compensar las carencias de su existencia, se lance sobre el pincel o la pluma: es muy tarde; a falta de una formación seria nunca pasará de ser una aficionada. Aunque empiece lo bastante joven, es raro que considere el arte como un trabajo serio; acostumbrada a la ociosidad, sin haber vivido nunca la necesidad austera de una disciplina, no será capaz de un esfuerzo constante y perseverante, no se obligará a adquirir una técnica sólida; le espantan los titubeos ingratos y solitarios del trabajo que no se muestra, que hay que destruir y recomenzar cien veces; y como desde su infancia, cuando la enseñaban a gustar, le enseñaron también a hacer trampas, espera arreglárselas con algunos trucos. Es lo que confiesa Marie Bashkirtseff: «No me tomo el trabajo de pintar. Hoy me estado observando... hago trampas...» Es frecuente que la mujerjuegue a trabajar, pero no trabaja; convencida de las virtudes mágicas de la pasividad, suele confundir aspavientos con actos, gestos simbólicos con conductas eficaces; se disfraza de alumna de bellas artes y se arma con su arsenal de pinceles; plantada ante el caballe­ 875 te, su mirada va de la tela blanca a su espejo, pero el ramo de flores, el frutero con manzanas no va a trasladarse solo al lienzo. Sentada ante su escritorio, rumiando vagas historias, la mujer se hace con una justificación apacible imaginándose que es escritora; pero tendrá que trazar algunos signos sobre la hoja blanca, y tienen que tener algún sentido a los ojos ajenos. Entonces se descubre la trampa. Para gustar, basta con crear espejismos, pero una obra de arte no es un espejismo, es un objeto sólido; para construirlo hay que conocer la profesión. Si Colette se ha convertido en una gran escritora, no es sólo gracias a sus dones o a su temperamento; su pluma le sirvió a menudo para ganarse la vida y ella le exigió el trabajo cuidadoso que un buen artesano exige de su herramienta; de Claudine a El nacer del día [La naissance du jour7, la aficionada se ha convertido en una profesional: el camino recorrido demuestra bien a las claras las ventajas de un aprendizaje severo. Sin embargo, la mayor parte de las mujeres no comprenden los problemas que les plantea su deseo de comunicarse y es lo que explica en gran medida su pereza. Siempre se han considerado como algo dado; creen que sus méritos vienen de una gracia que las habita y no se imaginan que el valor se pueda conquistar; para seducir sólo saben manifestarse: su encanto actúa o no, ellas no tienen ningún control sobre su éxito o su fracaso; suponen que, de forma similar, para expresarse basta que se muestren como son; en lugar de elaborar su obra con un trabajo reflexivo, confían en su espontaneidad; escribir o sonreír es para ellas la misma cosa: lo intentan y el éxito vendrá o no vendrá. Seguras de sí, esperan que el libro o el cuadro también salga bien sin esfuerzo; tímidas, la menor crítica las desanima; ignoran que el error puede abrir el camino del progreso, lo consideran una catástrofe irreparable, como una malformación. Por esta razón a menudo desarrollan una susceptibilidad nefasta para ellas: sólo reconocen sus faltas llenas de irritación y desánimo en lugar de deducir de ellas lecciones fecundas. Desgraciadamente, la espontaneidad no es una conducta tan sencilla como parece: la paradoja del tópico —como explica Paulhan en Lesfleurs de Tarbes— es que se suele confundir con la traducción inmediata de la impresión subjetiva; de modo que en el momento en que la mujer, cuando emite sin tener en cuenta al otro,la imagen que se forma en ella, se cree más singular, pero sólo está reinventando un cliché trivial; si se lo dicen, se asombra, se llena de despecho y tira la pluma, no se da cuenta de que el público lee con sus propios ojos, 876 su pensamiento propio y un epíteto muy fresco puede despertar en su memoria recuerdos ya manidos; es un don precioso saber pescar en el interior de uno mismo para sacar a la superficie del lenguaje impresiones muy vivas; admiramos en Colette una espontaneidad que no aparece en ningún escritor masculino. Sin embargo —aunque sean dos palabras que no parecen combinar muy bien juntas—, se trata de una espontaneidad reflexiva: rechaza algunas de sus aportaciones y acepta otras conscientemente; el aficionado, en lugar de captar las palabras como una relación entre individuos, una llamada al otro, ve en ellas una revelación directa de su sensibilidad; le parece que elegir, tachar, es repudiar una parte de sí; no quiere sacrificar nada, primero porque se complace en lo que es y segundo porque no espera convertirse en otro. Su vanidad estéril viene de que se ama sin quererse construir. Así es como, de la legión de mujeres que tratan de dedicarse a las letras y a las artes, muy pocas perseveran; incluso las que franquean el primer obstáculo suelen estar siempre divididas entre su narcisismo y un complejo de inferioridad. No saber olvidarse es un defecto que pesará sobre ellas mucho más que en cualquier otra carrera; si su objetivo esencial es una afirmación abstracta de sí, la satisfacción formal del éxito, no se abandonarán a la contemplación del mundo: serán incapaces de crearlo de nuevo. Marie Bashkirtseffdecidió pintar porque quería ser famosa; la obsesión de la gloria se interpone entre ella y la realidad; en realidad no le gusta pintar: el arte sólo es un medio; sus sueños ambiciosos y vacíos no le desvelarán el sentido de un color o de un rostro. En lugar de entregarse generosamente a la obra que emprende, la mujer suele considerarla como un simple ornato en su vida; el libro y el cuadro sólo son un intermediario inesencial que le permiten exhibir públicamente esta realidad esencial: su propia persona. Por eso su persona es el principal —a veces el único— tema que le interesa: Vigée-Lebrun no se cansa de trasladar al lienzo su maternidad sonriente. Aunque hable de temas generales, la escritora seguirá hablando de ella: hay veces que no se pueden leer crónicas teatrales sin estar informado de la altura y la corpulencia de su autora, del color de su cabello y de las particularidades de su carácter. Desde luego, el yo no siempre es digno de odio. Pocos libros son más apasionantes que algunas confesiones, pero tienen que ser sinceras y el autor tiene que tener algo que confesar. El narcisismo de la mujer, en lugar de enriquecerla la 877 empobrece; a fuerza de no hacer nada más que contemplarse, se aniquila; el amor mismo que se tiene se convierte en estereotipo: no descubre en sus escritos su auténtica experiencia, sino un ídolo imaginario construido con clichés. No se le puede reprochar que se proyecte en sus novelas como lo hicieron Benjamín Constará, Stendhal, pero lo peor es que frecuentemente ve su historia como una fantasía simplona; la muchacha oculta con grandes dosis de magia la realidad cuya crudeza la asusta: es una lástima que cuando llega a ser adulta siga envolviendo el mundo, sus personajes y ella misma en nieblas poéticas. Cuando bajo este disfraz aparece la realidad, a menudo se logran éxitos encantadores; pero también junto a Dusty Answer o La ninfa constante, ¡cuántas novelas de evasión sosas y lánguidas! Es natural que la mujer trate de escapar de este mundo en el que en general se siente ignorada e incomprendida; lo lamentable es que no se atreva a los vuelos audaces de un Gérard de Nerval, de un Poe. Muchas razones disculpan su timidez. Gustar es su preocupación más importante; muchas veces tiene miedo, por el mero hecho de escribir, de disgustar como mujer: el apelativo de «marisabidilla» aunque ya muy gastado, tiene resonancias desagradables; no tiene el valor de disgustar como escritora. El escritor original, hasta su muerte, siempre es escandaloso; la novedad inquieta e indispone; la mujer está aún asombrada y halagada por verse admitida en el mundo del pensamiento, del arte, que es un mundo masculino: por eso es prudente; no se atreve a molestar, explorar, explotar; le parece que debe hacerse perdonar sus pretensiones literarias con su modestia, su buen gusto; apuesta por los valores seguros del conformismo; en la literatura introduce apenas la nota personal que se espera de ella: recuerda que es mujer con algunas gracias, melindres y preciosismos muy bien elegidos; puede ser excelente redactando «best-sellers»; pero no hay que contar con ella para aventurarse por caminos inéditos. No es que las mujeres en sus conductas, sus sentimientos, carezcan de originalidad; las hay tan singulares que hay que encerrarlas; en su conjunto, muchas de ellas son más barrocas, más excéntricas que los hombres cuyas disciplinas rechazan. Sin embargo, su genio extraño se manifiesta en su vida, su conversación, su correspondencia; si tratan de escribir, se sienten aplastadas por el universo de la cultura porque es un universo masculino: apenas si llegan a balbucear. A la inversa, la mujer que opta por razonar, por expresarse de acuerdo con técnicas masculinas tendrá que 878 anular una singularidad de la que desconfía; como la estudiante, será más aplicada y pedante; imitará el rigor, el vigor viril. Podrá convertirse en una excelente teórica, adquirir un sólido talento; pero se habrá impuesto repudiar todo lo que en ella había de «diferente». Hay mujeres que están locas y hay mujeres con talento, pero ninguna de ellas tiene esta locura en el talento que se llama genio. Ante todo, esta modestia razonable ha definido hasta ahora los límites del talento femenino. Muchas mujeres han evitado —y evitan cada vez más— las trampas del narcisismo y de la falsa fascinación; ninguna ha pisoteado toda prudencia para tratar de emerger más allá del mundo dado. En primer lugar, por supuesto, hay muchas que aceptan la sociedad tal y como es; son por excelencia las defensoras de la burguesía porque representan en esta clase amenazada el elemento más conservador; con adjetivos escogidos, evocan los refinamientos de una civilización llamada de «calidad»; exaltan el ideal burgués de la felicidad y disfrazan con los colores de la poesía los intereses de su clase; orquestan una falacia destinada a convencer a las mujeres de que «sigan siendo mujeres»; casas antiguas, parques y vergeles, abuelas pintorescas, niños traviesos, colada, mermelada, fiestas familiares, aseo, salones, bailes, esposas dolientes pero ejemplares, belleza de la abnegación y del sacrificio, penas y alegrías del amor conyugal, sueños de juventud, resignación madura, las novelistas de Inglaterra, de Francia, de Estados Unidos, de Canadá y de Escandinavia, han explotado estos temas hasta la saciedad; así han ganado gloria y dinero, pero no han enriquecido nuestra visión del mundo. Son mucho más interesantes las insurrectas que acusan a esta sociedad injusta; una literatura reivindicativa puede regenerar obras fuertes y sinceras; George Eliot ha buscado en su rebeldía una visión minuciosa y dramática de la Inglaterra victoriana; no obstante, como observa Virginia Woolf, Jane Austen, las hermanas Bronté, George Eliot, tuvieron que malgastar negativamente mucha energía para liberarse de las limitaciones exteriores y llegaron casi sin aliento a esta fase en la que los escritores masculinos de gran envergadura comienzan su andadura; ya no les queda fuerza suficiente para aprovechar su victoria y romper todas las amarras: por ejemplo, en ellas no encontramos la ironía, la desenvoltura de un Stendhal ni su sinceridad tranquila. Tampoco tienen la riqueza de experiencia de un Dostoievski, de un Tolstoi: por esta razón el hermoso libro que es Middlemarch no iguala a Guerra y paz; 879 Cumbres borrascosas, a pesar de su grandeza, no tiene el alcance de Los hermanos Karamazov. Actualmente, a las mujeres les cuesta menos trabajo afirmarse, pero no han superado totalmente la especificación milenaria que las atrinchera en su feminidad. La lucidez, por ejemplo, es una conquista de la que están orgullosas con razón, pero con la que se satisfacen con demasiada rapidez. El hecho es que la mujer tradicional es una conciencia engañada y un instrumento de engaño; trata de ocultar su dependencia, lo que es una forma de aceptarla, pues denunciar esta dependencia ya es una liberación; contra las humillaciones, contra la vergüenza, el cinismo es una defensa: es la forma de empezar a asumir las cosas. Al querer ser lúcidas, las escritoras prestan un gran servicio a la causa de la mujer, pero —generalmente sin darse cuenta— están demasiado consagradas al servicio de esta causa para adoptar ante el universo la actitud desinteresada que abre los horizontes más amplios. Cuando han apartado los velos de la ilusión y la mentira, creen haber hecho suficiente, pero esta audacia negativa nos sigue dejando ante un enigma; porque la verdad misma es ambigüedad, abismo, misterio: después de haber señalado su presencia, habría que pensarla, que recrearla. Está muy bien no dejarse engañar, pero es aquí donde todo empieza; la mujer agota su coraje disipando espejismos y se detiene aterrorizada en el umbral de la realidad. Por esta razón hay autobiografías femeninas que son sinceras y conmovedoras, pero ninguna se puede comparar con Las confesiones, con Recuerdos de egotismo. Estamos demasiado preocupadas por ver claro para tratar de superar esta claridad hacia otras tinieblas. «Las mujeres nunca van más allá del pretexto», me decía un escritor. Es bastante cierto. Todavía admiradas por haber recibido permiso para explorar este mundo, hacen su inventario sin tratar de descubrir su sentido. Por ejemplo, en general son excelentes es en la observación de lo que existe: son periodistas formidables; ningún periodista masculino ha superado los testimonios de Andrée Viollis sobre Indochina y sobre la India. Saben describir atmósferas, personajes, indicar relaciones útiles entre ellos, hacernos participar en los movimientos secretos de sus almas: Willa Cather, Edith Wharton, Dorothy Parker, Katherine Mansfield evocaron de forma aguda y matizada individuos, climas y civilizaciones. No es frecuente que consigan crear protagonistas masculinos tan convincentes como Heathcliff: en el hombre sólo captan al varón; sin embargo, a menudo describen acertadamente su vida in­ 880 tenor, su experiencia, su universo; apegadas a la sustancia secreta de los objetos, fascinadas por la singularidad de sus propias sensaciones, entregan su experiencia llena de vida a través de adjetivos sabrosos, de imágenes camales: su vocabulario suele ser más notable que su sintaxis porque se interesan por las cosas más que por sus relaciones; no buscan una elegancia abstracta, pero sus palabras hablan a los sentidos. Uno de los ámbitos que han explorado con más amor es la Naturaleza; para la muchacha, para la mujer que no se ha rendido del todo, la naturaleza representa lo que la propia mujer representa para el hombre: ella misma y su negación, un reino y un lugar de exilio: lo es todo en la imagen del otro. Al hablar de las landas o de los huertos, la novelista nos revelará más íntimamente su experiencia y sus sueños. Hay muchas que encierran los milagros de la savia y de las estaciones en macetas, jarrones, parterres; otras, sin aprisionar las plantas y los animales, tratan de apropiárselos por el amor atento que les dedican: por ejemplo, Colette o Katherine Mansfield; son pocas las que abordan la naturaleza en su libertad inhumana, las que tratan de descifrar sus significados extranjeros, las que se pierden con el fin de unirse a esta presencia ajena: estos caminos que inventó Rousseau, sólo Emily Bronté, Virginia Woolf, y a veces Mary Webb, se atreven a recorrerlos. Con más razón podemos contar con los dedos de una mano las mujeres que han atravesado el mundo existente en busca de su dimensión secreta: Emily Bronté interrogó a la muerte, V Woolfa la vida y Katherine Mansfield, a veces —no muy a menudo— a la contingencia cotidiana y al sufrimiento. Ninguna mujer escribió El proceso, Mobby Dick, Ulises o Los sietepilares de la sabiduría. No cuestionan la condición humana porque apenas empiezan a poder asumirla íntegramente. Es lo que explica que en sus obras falten en general resonancias metafísicas y también humor negro; no ponen el mundo entre paréntesis, no le hacen preguntas, no denuncian sus contradicciones, se lo toman en serio. El hecho es que la mayoría de los hombres conocen las mismas limitaciones; sólo cuando la comparamos con los escasos artistas que merecen el nombre de «grandes» la mujer aparece como mediocre. No es que la limite un destino: es fácil comprender por qué no le ha sido dado —porque no le será dado hasta que pase mucho tiempo, quizá— alcanzar las más altas cimas. El arte, la literatura, la filosofía son tentativas de fundar de nuevo el mundo sobre una libertad humana: la del creador; prime­ 881 ro hay que afirmarse inequívocamente como una libertad para alimentar pretensión semejante. Las restricciones que la educación y la costumbre imponen a la mujer limitan su poder sobre el universo. Cuando el combate para hacerse un lugar en el mundo es demasiado duro, no es posible abandonarlo; ahora bien, primero hay que emerger en una soledad soberana si queremos tratar de rehacemos: lo que falta ante todo a la mujer es el aprendizaje, entre la angustia y el orgullo, de su abandono y su trascendencia. Lo que m e da envidia, escribe Marie Bashkirtseff, es la libertad de pasearme sola, de ir y venir, de sentarme en los bancos del jardín de las Tullerías. Ésta es la libertad sin la que no es posible llegar a ser una verdadera artista. ¡Usted cree que sacam os provecho de lo que vem os cuando estam os acompañadas o cuando, para ir al Louvre, hay que esperar el coche, la dama de compañía, la familia!... Ésta es la libertad que falta y sin la que no podem os llegar seriamente a ser nada. Éstas contrariedades estúpidas e incesantes nos encadenan el pensam iento... Es suficiente para cortar las alas. Es una de las grandes razones por las cuales no hay artistas mujeres. Efectivamente, para ser creador no basta con cultivarse, es decir, con integrar en la vida espectáculos, conocimientos; la cultura tiene que ser aprehendida a través del libre movimiento de una trascendencia; el espíritu, con todas sus riquezas, tiene que lanzarse hacia un cielo vacío que le corresponde poblar; pero si mil lazos tenues lo atan a la tierra, su impulso queda roto. Sin duda ahora la jovencita sale sola y puede pasearse por las Tullerías; pero ya he dicho lo hostil que le resulta la calle: por todas partes ojos, manos, acechan; si deambula distraída con el pensamiento al viento, si enciende un cigarro en la terraza de un café, si va sola al cine, pronto se producirá un incidente desagradable; tiene que inspirar respeto por su vestimenta, su aspecto: esta preocupación la clava al suelo y a ellamisma. «Te corta las alas». A los dieciocho años, T. E. Lawrence hizo solo un largo paseo en bicicleta a través de Francia; una joven no podría realizar semejante hazaña; todavía menos podría, como hizo Lawrence un año más tarde, aventurarse a pie por una región semidesierta y peligrosa. Y sin embargo, estas experiencias tienen un alcance incalculable: es cuando el individuo, en la embriaguez de la libertad y el descubrimiento, aprende a mirar toda la tierra como su propio feudo. Ya la mujer está naturalmente privada de las lecciones de la violencia, ya he 882 dicho que su debilidad física la inclina a la pasividad; cuando un muchacho arregla un problema a puñetazos siente que puede apoyarse en sus propias fuerzas; la muchacha debería contar al menos, como compensación, con la iniciativa del deporte, de la aventura, con el orgullo del obstáculo vencido. Pero no. Puede sentirse solitaria en el seno del mundo: nunca se alzaráfrente a él, única y soberana. Todo la empuja a dejarse ocupar, dominar por existencias ajenas: y singularmente en el amor se niega en lugar de afirmarse. En este sentido la desgracia o la infelicidad son a menudo pruebas fecundas: su aislamiento permitió a Emily Bronté escribir un libro poderoso y liberado; frente a la naturaleza, la muerte, el destino, sólo esperaba ayuda de ella misma. Rosa Luxemburg era fea; nunca sintió la tentación de abandonarse al culto de su imagen, de hacerse objeto, presa y trampa: desde su juventud fue totalmente espíritu y libertad. Incluso en estos casos, es raro que la mujer asuma plenamente el angustioso diálogo con el mundo dado. Las limitaciones que la rodean y toda la tradición que pesa sobre ella impiden que se sienta responsable del universo: ésta es la profunda razón de su mediocridad. Los hombres que llamamos grandes son aquéllos que —de una forma o de otra— han cargado sobre sus hombros el peso del mundo: lo habrán hecho mejor o peor, habrán conseguido recrearlo o se habrán hundido; pero ante todo han asumido esta enorme carga. Eso es lo que nunca hizo ninguna mujer, lo que ninguna mujer hapodido hacer. Para ver el universo como suyo, para considerarse culpable de sus faltas y glorificarse de sus progresos, tiene que pertenecer a la casta de los privilegiados; a aquellos que poseen el mando les correspondejustificarlo modificándolo, pensándolo, desvelándolo; sólo ellos pueden reconocerse en él y tratar de imprimirle su marca. En el hombre, no en la mujer, ha podido encamarse hasta ahora el Hombre. Ahora bien, los individuos que nos parecen ejemplares, los que reciben el nombre de genios, son los que han pretendidojugarse en su existencia singular la suerte de toda la humanidad. Ninguna mujer se ha creído autorizada a hacerlo. ¿Cómo Van Gogh habría podido nacer mujer? Una mujer no habría sido enviada en misión pastoral a Borinage, no habría sentido la miseria de los hombres como su propio crimen, no habría buscado una redención; nunca habría pintado Los Girasoles de Van Gogh. Por no decir que el tipo de vida del pintor —la soledad de Arles, la frecuentación de los cafés, de los burdeles, todo lo que alimentaba el arte de Van Gogh alimentan- 883 do su sensibilidad— le hubiera estado prohibido. Una mujer nunca hubiera podido ser Kafka: en sus dudas y sus inquietudes no hubiera reconocido la angustia del Hombre expulsado del paraíso. Sólo Santa Teresa vivió por su cuenta, en un abandono total, la condición humana: ya hemos visto por qué. Al situarse más allá de las jerarquías terrestres, no sentía, como tampoco San Juan de la Cruz, un techo reconfortante sobre su cabeza. Para ambos se trataba de la misma noche, de los mismos rayos de luz, de la misma nada en sí y la misma plenitud en Dios. Cuando por fin sea posible a todo ser humano colocar su orgullo más allá de la diferenciación sexual, en la difícil gloria de su libre existencia, sólo entonces la mujer podrá confundir su historia, sus problemas, sus dudas, sus esperanzas con las de la humanidad; sólo entonces podrá tratar en su vida y en sus obras de desvelar toda la realidad y no sólo su persona. Mientras que tenga que luchar para convertirse en ser humano, no podrá ser una creadora. También en este caso, para explicar sus límites hay que invocar su situación y no una misteriosa esencia: el futuro está ampliamente abierto. Se ha pretendido con frecuencia que las mujeres no tenían «genio creador»; es la tesis que defienden entre otras Marthe Borely, antifeminista que fue famosa, pero se diría que ha tratado de convertir sus libros en la prueba patente de la falta de lógica y de la estupidez femenina, por lo que se cuestionan por ellos mismos. Por otra parte, la idea de un «instinto» creador preexistente debe relegarse, como la de «eterno femenino», al viejo armario de las entidades. Algunos misóginos, un poco más concretamente, afirman que la mujer es una neurótica por lo que no puede crear nada que sea válido: pero en general son las mismas personas que declaran que los genios son unos neuróticos. En todo caso, el ejemplo de Proust muestra claramente que el desequilibrio psicofisiologico no significa ni impotencia ni mediocridad. En cuanto al argumento que sacamos del examen de la historia, acabamos de ver lo que hay que pensar de él; no se puede considerar que el hecho histórico define una verdad eterna; simplemente traduce una situación que precisamente se manifiesta como histórica, ya que está cambiando. ¿Cómo habrían podido tener genio cuando toda posibilidad de realizar una obra genial —o incluso una obra sin más— se les negaba? La vieja Europa abrumó con su desprecio a los norteamericanos bárbaros que no tenían ni artistas ni escritores: «Dejadnos existir antes de pedimos que justifiquemos nuestra existencia», respondió más o menos 884 Jefferson. Los negros dan las mismas respuestas a los racistas que les reprochan no haber producido ni un Whitman ni un Melville. El proletariado francés tampoco puede oponer ningún nombre a los de Ráeme o Mallarmé. La mujer libre está naciendo ahora; cuando se haya conquistado quizá justificará la profecía de Rimbaud: «¡Las poetas serán! Cuando se haya roto la infinita servidumbre de la mujer, cuando viva para ella y por ella, cuando el hombre —hasta ahora abominable— le haya dado paso, ¡será ella también poeta! ¡La mujer encontrará lo desconocido! ¿Sus mundos de ideas serán diferentes de los nuestros? Encontrará cosas extrañas, insondables, repugnantes, deliciosas, nosotros las tomaremos, nosotros las comprenderemos8.» No está claro que sus «mundos de ideas» sean diferentes de los de los hombres, ya que asimilándose a ellos se liberará; para saber en qué medida seguirá siendo singular, en qué medida estas singularidades tendrán importancia, habría que atreverse a hacer predicciones muy osadas. Lo que está claro es que hasta ahora las posibilidades de la mujer han estado ahogadas y perdidas para la humanidad y que ha llegado el momento, en su interés y en el de todos, de que por fin puedan disfrutar de sus oportunidades. Carta a Pierre Demeny, 15 de mayo de 1871. Conclusión «No, la mujer no es nuestro hermano; por pereza y corrupción, la hemos convertido en un ser aparte, desconocido, sin más arma que su sexo, lo que no sólo supone una guerra perpetua, además no es arma de buena lid —adorado u odiado, pero no compañero franco, un ser que forma legión con espíritu de cuerpo, francmasonería— con desconfianzas de eterno pequeño es­ clavo.» Muchos hombres suscribirían estas palabras de Jules Laforgue; muchos piensan que entre los dos sexos hay y habrá siempre «riñas y disputas» y que la fraternidad nunca será posible. El hecho es que ni hombres ni mujeres están actualmente satisfechos los unos de los otros. La cuestión es saber si se trata de una maldición original que les condena a la guerra perpetua o si los conflictos que los enfrentan sólo expresan un momento transitorio de la historia humana. Hemos visto que, a pesar de las leyendas, ningún destino fisiológico impone al Macho y a la Hembra como tales una hostilidad eterna; incluso la famosa mantis religiosa sólo devora a su macho a falta de otros alimentos y en interés de la especie: a ella están subordinados todos los individuos de arriba abajo de la escala animal. Por otra parte, la humanidad es más que una especie: es un devenir histórico; se define por la forma en que asume la facticidad natural. En realidad, ni con la peor fe del mundo es posible detectar entre el macho y la hembra humanos una rivalidad de orden puramente fisiológico. Por esta razón, debemos situar más bien su hostilidad en este terreno intermedio entre la biología y la psicología que es el del psicoanálisis. La mujer, dicen, tiene 887 envidia del pene del hombre y desea castrarlo; sin embargo, el deseo infantil del pene sólo adquiere importancia en la vida de la mujer adulta si vive su feminidad como una mutilación; en ese caso, porque encama todos los privilegios de la virilidad, desea apropiarse del órgano masculino. Se da por bueno que su sueño de castración tiene un significado simbólico: desea privar al varón de su trascendencia. Su deseo es, ya lo hemos visto, mucho más ambiguo: quiere, de una forma contradictoria, tener esta trascendencia, lo que supone que al mismo tiempo la respeta y la niega, que al mismo tiempo desea arrojarse a ella y retenerse en sí. Eso quiere decir que el drama no se desarrolla en un plano sexual; la sexualidad por otra parte nunca se nos apareció como algo que define un destino, como algo que nos proporciona en sí la clave de las conductas humanas, sino como la expresión de la totalidad de una situación que contribuye a definir. La lucha de sexos no se deduce de forma inmediata de la anatomía del hombre y la mujer. En realidad, cuando la evocamos, damos por hecho que en el cielo intemporal de las Ideas se desarrolla una batalla entre esencias imprecisas: el eterno Femenino, el eterno Masculino, y no observamos que este combate titánico reviste en tierra dos formas totalmente distintas, que corresponden a momentos históricos dife­ rentes. La mujer que está confinada en la inmanencia trata de retener también al hombre en esta prisión; de esta forma se confundirá con él mundo y ya no sufrirá por estar encerrada: la madre, la esposa, la amante son carceleras; la sociedad codificada por los hombres decreta que la mujer es inferior; ella no puede abolir esta inferioridad si no destruye la superioridad viril. Se afana en mutilar, en dominar al hombre, lo contradice, niega su verdad y sus valores. No hace más que defenderse; ni una esencia inmutable ni una elección culpable la condenan a la inmanencia, a la inferioridad. Le han sido impuestas. Toda opresión crea un estado de guerra. Este caso no es una excepción. El existente que se considera como inesencial no puede dejar de pretender restablecer su sobe­ ranía. Actualmente, el combate adopta una imagen diferente; en lugar de querer encerrar al hombre en una prisión, la mujer trata de evadirse; ya no trata de arrastrarle a las regiones de la inmanencia, sino de emerger en la luz de la trascendencia. Entonces la actitud de los varones crea un nuevo conflicto: el hombre «deja paso» a la mujer de mala gana. Pretende seguir siendo el sujeto soberano, el superior absoluto, el ser esencial; se niega a considerar concretamente a su compañera como una igual; ella responde a su desconfianza con una actitud agresiva. Ya no se trata de una guerra entre individuos encerrados cada uno en su esfera: una casta reivindicadora se lanza al ataque y la casta privilegiada la mantiene en su lugar. Se trata de dos trascendencias que se enfrentan; en lugar de reconocerse mutuamente, cada libertad quiere dominar a la otra. Esta diferencia de actitud se marca en el plano sexual y en el plano espiritual; la mujer «femenina» trata, al convertirse en presa pasiva, de reducir también al varón a su pasividad camal; trata de cogerlo en la trampa, de encadenarlo por el deseo que suscita al convertirse dócilmente en cosa; al contrario, la mujer «emancipada» quiere ser activa, prensil y rechaza la pasividad que el hombre pretende imponerle. De la misma forma, Elise y sus émulas niegan a las actividades viriles su valor; colocan la carne por encima del espíritu, la contingencia por encima de la libertad, su sensatez rutinaria por encima de la audacia creadora. Sin embargo, la mujer «moderna» acepta los valores masculinos: tiene a gala pensar, actuar, trabajar, crear de la misma forma que los varones; en lugar de tratar de rebajarlos afirma que es su igual. Cuando se expresa en conductas concretas, esta reivindicación es legítima; en ese caso, lo que hay que lamentar es la insolencia de los hombres. Pero hay que decir en su disculpa que las mujeres a menudo no juegan limpio. Una Mabel Dodge pretendía someter a Lawrence con los encantos de su feminidad para después dominarlo espiritualmente; muchas mujeres, para demostrar con sus éxitos que valen lo mismo que un hombre, se esfuerzan por procurarse sexualmente un apoyo masculino; juegan con dos barajas, exigiendo al mismo tiempo antiguos miramientos y una nueva estima, apostando por su antigua magia y susjóvenes derechos; es comprensible que el hombre irritado se ponga a la defensiva; pero él también hace trampas al exigir a la mujer que actúe lealmente cuando, por su desconfianza, por su hostilidad, le niega oportunidades indispensables. En realidad, la lucha entre ellos no puede tener una imagen clara, ya que el ser mismo de la mujer es opacidad; no se alza frente al hombre como un sujeto, sino como un objeto paradójicamente dotado de subjetividad; se asume a la vez como ella misma y como alteñdad, contradicción que supone consecuencias desconcertantes. Cuando convierte en arma su debilidad y su fuerza, no se trata de un cálculo; espontáneamente, 889 busca su salvación por el camino que se le ha impuesto, el de la pasividad, al mismo tiempo que reivindica activamente su soberanía; sin duda, no es un procedimiento «de buena lid», pero se lo dicta la situación ambigua en la que la han confinado. No obstante, el hombre, cuando la trata como una libertad se indigna de que sea para él una trampa; la halaga y satisface cuando es su presa, le molestan sus pretensiones de autonomía; haga lo que haga, él se sentirá estafado y ella perjudicada. La disputa durará mientras los hombres y las mujeres no se reconozcan como semejantes, es decir, mientras se perpetúe la feminidad como tal. ¿Cuál de los dos se obstina más en mantenerla? La mujer que se libera quiere conservar no obstante sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces asuma sus limitaciones. «Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro», dice Montaigne. Es vano repartir críticas y alabanzas. En realidad, si aquí el círculo vicioso es difícil de romper, es porque los dos sexos son al mismo tiempo víctima del otro y de ellos mismos; entre dos adversarios que se enfrentan en su libertad pura, podría llegarse fácilmente a un acuerdo, sobre todo porque esta guerra no beneficia a nadie; sin embargo, la complejidad de todo este asunto viene de que cada campo es cómplice de su enemigo; la mujer persigue un sueño de abdicación, el hombre un sueño de alienación; la falta de autenticidad se paga cara: cada uno culpa al otro de la desgracia que le ha caído encima al ceder a la tentación de la facilidad; lo que el hombre y la mujer odian el uno en el otro es el fracaso estrepitoso de su propia mala fe y de su propia debi­ lidad. Hemos visto por qué los hombres sometieron en un principio a las mujeres; la devaluación de la feminidad ha sido una etapa necesaria de la evolución humana; pero habría podido generar una colaboración entre ambos sexos; la opresión se explica por la tendencia del existente a huir de sí alienándose en el otro que oprime con este fin; actualmente, en cada hombre singular aparece esa tendencia: y la inmensa mayoría cede ante ella; el marido se busca en su esposa, el amante en su querida, en la imagen de una estatua de piedra; persigue en ella el mito de su virilidad, de su soberanía, de su realidad inmediata. «Mi marido nunca va al cine», dice la mujer y la incierta opinión masculina se imprime en el mármol de la eternidad. Sin embargo, él mismo es esclavo de su doble: ¡qué trabajo para construir una imagen en la que siempre está en peligro! Pues se basa, a pesar de todo, en la libertad 890 caprichosa de las mujeres: hay que hacer constantemente que sea propicia; el hombre está devorado por el deseo de mostrarse masculino, importante, superior; finge y quiere que finjan para él; es también agresivo, inquieto; siente hostilidad hacia las mujeres porque le dan miedo, y tiene miedo de ellas porque tiene miedo del personaje con el que se confunde. ¡Cuánto tiempo y cuánta fuerza desperdicia liquidando, sublimando, transfiriendo complejos, hablando de las mujeres, seduciéndolas, teniéndolas! Quedaría liberado si las liberara, pero es precisamente lo que teme. Y se obstina en falsedades destinadas a mantener a la mujer sometida a sus cadenas. Muchos hombres son conscientes de la estafa que sufre la mujer. «¡Qué desgracia ser mujer! y, sin embargo, la desgracia de ser mujer es en el fondo no entender que es una desgracia», dice Kierkegaard1.Hace tiempo que se trata de disfrazar esa desgracia. Se ha suprimido, por ejemplo, la tutela: se dan a la mujer «protectores», y si están revestidos de los derechos que tenían los antiguos tutores, es en su propio interés. Prohibir que trabaje, confinarla en el hogar, es defenderla de ella misma, es garantizar su felicidad. Hemos visto con qué velos poéticos se ocultaban las cargas monótonas que le corresponden: tareas domésticas, maternidad; a cambio de su libertad se le ofrecen estos tesoros falaces de la «feminidad». Balzac describió muy bien esta maniobra cuando aconsejó al hombre que la tratara como a una esclava convenciéndola de que era una reina. Menos cínicos, muchos hombres se esfuerzan por convencerse ellos mismos de que es realmente una privilegiada. Hay sociólogos norteamericanos que enseñan seriamente la teoría de las «low-class gain», es decir, de los «beneficios de las castas inferiores». También en Francia se ha proclamado a menudo —aunque de forma menos científica— que los obreros tenían la suerte de no verse obligados a «figurar», y más todavía los vagabundos que pueden vestirse con harapos y dormir en la acera, placeres prohibidos para el conde de Beau- 1 In vino ventas. Dice también: «La galantería se dirige — básicamente— a la mujer y el hecho de que la acepte sin dudarlo se explica por la solicitud de la naturaleza por el más débil, por el ser desfavorecido para quien la ilusión representa más que una compensación. Sin embargo, esta ilusión le es precisamente fatal... Sentirse liberada de la miseria gracias a una imaginación, caer en la trampa de una imaginación ¿no es una burla más profunda?... La mujer está muy lejos de estar abandonada, pero en cierto sentido lo está ya que no se puede liberar de la ilusión que ha utilizado la naturaleza para consolarla». 891 mont y los pobres señores Wendel. Como los piojosos despreocupados que se rascan alegremente, como los negros felices que ríen bajo el látigo, y los alegres árabes del Souss que entierran a sus hijos muertos de hambre con la sonrisa en los labios, la mujer goza de un privilegio incomparable: la irresponsabilidad. Sin preocupaciones, sin cargas, tiene claramente «la mejor parte». Lo chocante es que por una perversidad obstinada —ligada sin duda al pecado original— a través de los siglos y los países las personas que tienen la mejor parte acusan siempre a sus bienhechores: ¡Es demasiado! ¡Me contentaría con vuestra suerte! Y estos capitalistas magníficos, generosos colonos, varones superiores se empecinan: ¡Podéis quedaros con la mejor parte! El hecho es que los hombres encuentren en su compañera más complicidad de la que el opresor suele encontrar en el oprimido; utilizan esta circunstancia con mala fe para declarar que ella ha querido el destino que le han impuesto. Hemos visto que en realidad toda su educación conspira para cerrarle los caminos de la rebeldía y la aventura; la sociedad entera —empezando por sus respetados padres— le miente exaltando el elevado valor del amor, de la abnegación, del don de sí y ocultándole que ni el amante, ni el marido, ni los hijos estarán dispuestos a soportar esta carga tan molesta. Ella acepta alegremente estas mentiras porque la invitan a seguir la pendiente de la facilidad: y es el peor crimen que se comete contra ella; desde su infancia y a lo largo de toda su vida se la mima, se la corrompe, designando como su vocación esta abdicación que es la tentación de todo existente angustiado por su libertad; si se invita a un niño a la pereza entreteniéndole todo el día sin darle ocasión de estudiar, sin mostrarle la utilidad de hacerlo, no se puede decir cuando llega a la edad adulta que ha elegido ser capaz e ignorante; así se educa a la mujer, sin enseñarle nunca la necesidad de asumir ella misma su existencia; ella se deja llevar contando con la protección, el amor, la ayuda, la dirección ajenas; se deja fascinar por la esperanza de poder realizar su ser sin hacer nada. Se equivoca al ceder a la tentación, pero el hombre no está en condiciones de reprochárselo, pues la tentación viene de él. Cuando estalle un conflicto entre ambos cada cual considerará al otro responsable de la situación; ella le reprochará haberla creado: no me han enseñado a razonar, a ganarme la vida; él le reprochará haberlo aceptado: no sabes nada, eres una incapaz... Cada sexo cree que sejustifica cuando toma la ofensiva, pero los errores de uno no absuelven al otro. 892 Los innumerables conflictos que enfrentan a los hombres y las mujeres vienen de que ninguno de los dos asume todas las consecuencias de esta situación que uno propone y otro soporta: esta noción imprecisa de «igualdad en la desigualdad» que utiliza el uno para ocultar su despotismo y el otro su cobardía, no se resiste al análisis de la experiencia: en sus intercambios, la mujer exige la igualdad abstracta que le han garantizado, y el hombre la desigualdad concreta que observa. De ahí viene que en todas las relaciones se perpetúe una lucha infinita sobre el equívoco de las palabras dar y tomar, ella se queja de darlo todo, él protesta porque ella le toma todo. La mujer tiene que entender que los intercambios —es una ley fundamental de la economía política— se regulan en función del valor que la mercancía ofrecida tiene para el comprador, y no para el vendedor: la han engañado convenciéndola de que poseía un precio infinito y en realidad para el hombre es sólo una distracción, un placer, una compañía, un bien inesencial; él es el sentido, lajustificación de la existencia de ella; por lo tanto, el intercambio no se hace entre dos objetos de la misma calidad; esta desigualdad se marcará especialmente en el hecho de que el tiempo que pasan juntos —que parece engañosamente el mismo tiempo— no tiene para los dos el mismo valor; la velada que el amante pasa con su querida podría utilizarla para un trabajo útil para su carrera, ver amigos, cultivar relaciones, distraerse; para un hombre normalmente integrado en la sociedad, el tiempo es una riqueza positiva: dinero, reputación, placer. Por el contrario, para la mujer ociosa que se aburre es una carga de la que sólo se desea liberar; en cuanto consigue matar las horas, ya ha logrado un beneficio: la presencia del hombre es un puro beneficio; en muchos casos, lo que interesa más claramente al hombre en una relación es el beneficio sexual que obtiene: en último caso, puede contentarse con pasar con su querida el tiempo necesario para realizar el acto amoroso; sin embargo —salvo excepciones—, lo que ella desea es «dar salida» a todo el exceso de tiempo con el que no sabe qué hacer. Como el tendero que sólo vende las patatas si se llevan también los nabos, sólo cede su cuerpo al amante si además se hace cargo de las horas de conversación y de salida. El equilibrio consigue establecerse si el coste del conjunto no parece demasiado elevado al hombre: ello depende por supuesto de la intensidad de su deseo y de la importancia que tienen a sus ojos las ocupaciones que sacrifica; sin embargo, si la mujer exige —ofrece— demasiado tiempo, resulta totalmente 893 inoportuna, como el río que se sale de madre, y el hombre optará por no querer nada para no tener demasiado. Ella modera así sus exigencias; con mucha frecuencia el equilibrio se establece a cambio de una doble tensión: ella considera que el hombre la ha «conseguido» muy barata; él piensa que el precio es demasiado alto. Por supuesto, esta exposición es un tanto humorística; no obstante —salvo en los casos de pasión celosa y exclusiva en los que el hombre quiere a la mujer en su totalidad—, en la ternura, el deseo, el amor mismo apunta este conflicto; el hombre siempre tiene «otras cosas que hacer» con su tiempo; sin embargo, ella trata de librarse del suyo; él no considera las horas que le consagra como un don, sino como una carga. Generalmente, acepta soportarla porque sabe bien que es un privilegiado, tiene «mala conciencia»; y si tiene algo de buena voluntad, trata de compensar la desigualdad de las condiciones con generosidad; no obstante, considera que esta piedad es un mérito y al primer tropiezo trata a la mujer de ingrata y se irrita: soy demasiado bueno. Ella siente que se comporta como una pedigüeña cuando está convencida en realidad del elevado valor de sus regalos, y se siente humillada. Esto explica la crueldad de la que es capaz a menudo la mujer; tiene la conciencia tranquila, porque es la más desfavorecida; no se considera obligada a tener miramientos con la casta privilegiada, simplemente trata de defenderse; se sentirá hasta feliz si tiene ocasión de manifestar su resentimiento al amante que no ha sabido satisfacerla: ya que no le da bastante, con un placer salvaje lo tomará todo. Entonces el hombre herido descubre el precio global de una relación cuyos momentos sucesivos desdeñaba: está dispuesto a cualquier promesa, aunque se considerará de nuevo explotado cuando las tenga que cumplir; acusa a su amante de chantaje: ella le reprocha su avaricia; ambos se encuentran perjudicados. También en este caso es vano repartir disculpas y acusaciones: no es posible crearjusticia en el seno de una injusticia. Un administrador colonial no tiene ninguna posibilidad de comportarse bien con los indígenas, ni un general con sus soldados; la única solución es no ser ni colono nijefe; pero un hombre no puede dejar de ser hombre. Así es culpable a su pesar y está oprimido por una falta que no ha cometido él mismo; ella es víctima y una arpía también a su pesar; a veces él se rebela y opta por la crueldad, pero en este caso se hace cómplice de la injusticia y la falta pasa a ser realmente suya; a veces se deja aniquilar, devorar por su víctima reivindicativa: pero en ese caso se siente engaña­ 894 do; a menudo acepta un término medio que le rebaja y le resulta incómodo al mismo tiempo. Un hombre de buena voluntad se sentirá más desgarrado por la situación que la propia mujer: en cierto sentido, siempre vale más estar del lado de los vencidos; pero si ella tiene buena voluntad también, incapaz de bastarse a sí misma, negándose a aplastar al hombre con el peso de su destino, se debate en una confusión total. En la vida cotidiana encontramos abundancia de casos en los que no hay solución satisfactoria porque se definen por condiciones que no son satisfactorias: un hombre que está obligado a seguir manteniendo material y moralmente a una mujer a la que no ama se siente víctima; pero si abandonara sin recursos a la que ha centrado toda su vida en él, ella sería también víctima de una injusticia similar. El problema no está en una perversidad individual —y la mala fe comienza cuando cada uno culpa al otro— sino en una situación contra la que toda conducta singular es impotente. Las mujeres son «pegajosas», pesadas, y se resienten por ello; es porque les corresponde la suerte de un parásito que chupa la vida a un organismo extraño; si se las dota de un organismo autónomo, para que puedan luchar contra el mundo y arrancarle su subsistencia, su dependencia habrá terminado, y la del hombre también. Unos y otras se sentirán mejor sin duda alguna. Un mundo en el que los hombres y las mujeres sean iguales es fácil de imaginar, porque es exactamente el que habíaprometido la revolución soviética: las mujeres educadas y formadas exactamente como los hombres trabajarían en las mismas condiciones2y por los mismos salarios; la libertad erótica estaría admitida por las costumbres, pero el acto sexual ya no se consideraría un «servicio» remunerado; la mujer estaría obligada a ganarse la vida de otra forma; el matrimonio descansaría en un libre compromiso que los esposos podrían denunciar cuando quisieran; la maternidad sería libre, es decir, se permitiría el control de natalidad y el aborto y se daría a todas las madres y a sus hijos exactamente los mismos derechos, independientemente de que ellas estuvieran casadas o no; los permisos por maternidad estarían paga­ 2 Que se les prohíban algunas profesiones demasiado duras no contradice este proyecto: entre los mismos hombres cada vez se busca más la adaptación profesional; sus capacidades físicas e intelectuales limitan sus posibilidades de elección; lo que se pide en todo caso es que no se defina ninguna frontera de sexo o de casta. 895 dos por la sociedad que asumiría la carga de los hijos, lo que no quiere decir que habría que quitárselos a sus padres, sino que no quedarían abandonados en sus manos. ¿Basta con cambiar las leyes, las instituciones, las costumbres, la opinión y todo el contexto social para que las mujeres y los hombres sean realmente semejantes? «Las mujeres siempre serán mujeres», dicen los escépticos; otros videntes profetizan que despojándolas de su feminidad no se las transformara en hombres y que se convertirán en monstruos. Es como admitir que la mujer de nuestros días es una creación de la naturaleza, hay que repetir una vez más que en la sociedad humana nada es natural y la mujer es uno de tantos productos elaborados por la civilización; la intervención ajena en su destino es originaria, si esta acción estuviera dirigida en otro sentido, el resultado sena muy diferente. La mujer no se define por sus hormonas, ni por instintos misteriosos, sino por la forma en que percibe, a través de las conciencias ajenas, su cuerpo y su relación con el mundo, el abismo que separa a la adolescente del adolescente ha sido agrandado de forma deliberada desde los primeros momentos de su infancia; más adelante ya no es posible impedir que la mujer sea lo que ha sido hecha y siempre arrastrará tras ella ese pasado, si medimos el peso de esta circunstancia, comprenderemos claramente que su destino no está fijado para la eternidad. Ciertamente, no hay que creer que baste modificar su condición económica para que la mujer se transforme: este factor ha sido y sigue siendo el factor primordial de su evolución; pero mientras no se hayan producido las consecuencias morales, sociales, culturales, etc., que anuncia y que exige, no podrá surgir la mujer nueva, en este momento, no son realidad en ningún sitio, ni en la URSS, ni en Francia o en Estados Unidos; por esta razón, la mujer de hoy esta dividida entre el pasado y el futuro; aparece con frecuencia como una «mujer, mujer» disfrazada de hombre y no se siente a gusto, ni en su carne de mujer ni en su ropa masculina. Tiene que cambiar de piel y cortarse su propia ropa. Sólo lo podrá conseguir gracias a una evolución colectiva. Ningún educador aislado puede modelar en este momento un «ser humano mujer» que sea el homólogo exacto del «ser humano varón»: educada como un muchacho, la niña se siente excepcional y así sufre una nueva forma de especificación. Stendhal lo entendió bien cuando decía. «Hay que plantar todo el bosque de golpe.» Por el contrario, en una sociedad en la que la igualdad de sexos se hubiera hecho realidad 896 concretamente, esta igualdad se afirmaría de nuevo en cada indi­ viduo. Si desde la más tierna edad se educara a la niña con las mismas exigencias y los mismos honores, las mismas severidades y las mismas licencias que sus hermanos, participando en los mismos estudios, los mismos juegos, a la espera de un mismo futuro, rodeada de mujeres y de hombres que se le aparecerían inequívocamente como iguales, el sentido del «complejo de castración» y del «complejo de Edipo» se modificaría profundamente. Al asumir de la misma forma que el padre la responsabilidad material y moral de la pareja, la madre gozaría del mismo prestigio duradero; el niño sentiría a su alrededor un mundo andrógino y no un mundo masculino; aunque se sienta afectivamente más atraída por su padre —cosa que tampoco está probada— su amor por él. estaría matizado por una voluntad de emulación y no por un sentimiento de impotencia: no se orientaría hacia la pasividad; si pudiera probar su valor en el trabajo y el deporte, rivalizando activamente con los chicos, la ausencia de pene —compensada por la promesa del hijo— no bastaría para generar un «complejo de inferioridad»; correlativamente, el niño no tendría espontáneamente un «complejo de superioridad» si no se lo provocaran y si estimara a las mujeres tanto como a los hombres3. La niña no buscaría compensaciones estériles en el narcisismo y la fantasía, no se consideraría como un ser dado y se interesaríapor lo que hace, se comprometería sin reservas en sus empresas. Ya he dicho que su pubertad sería más fácil si la superara, como el chico, hacia un libre futuro de adulto; la menstruación le inspira tanto horror porque constituye una caída brutal en la feminidad; asumiría mucho más tranquilamente sujoven erotismo si no sintiera un asco estupefacto por el conjunto de su destino; una enseñanza sexual coherente la ayudaría mucho a superar esta crisis. Gracias a la educación mixta, el misterio augusto del Hombre no tendría ocasión de nacer: lo mataría la familiaridad cotidiana y la competencia franca. Las objeciones ante este sistema implican siempre el respeto de los tabúes sexuales, pero es vano pretender inhibir en el niño la 3 Conozco un niño de ocho años que vive con una madre, una tía, una abuela, las tres independientes y activas, y un abuelo casi imposibilitado. Siente un aplastante «complejo de inferioridad» hacia el sexo femenino, aunque su madre trate de combatírselo. En el liceo desprecia a los compañeros y profesores, porque sólo son hombres. 897 curiosidad y el placer; sólo se consigue crear represiones, obsesiones, neurosis; el sentimentalismo exaltado, los fervores homosexuales, las pasiones platónicas de las adolescentes, con todo lo que suponen de tontería y disipación, son mucho más nefastos que algunos juegos infantiles y algunas experiencias precisas. Lo más útil para la niña es sobre todo que, al no buscar en el hombre un semidiós —sino un compañero, un amigo, un asociado—, nada le impediría asumir su propia existencia; el erotismo, el amor tendrían un carácter de libre superación y no de rendición, ella los podría vivir como una relación de igual a igual. Por supuesto, no se pueden suprimir de un plumazo todas las dificultades que la niña tiene que superar para transformarse en adulta, la educación más inteligente, la más tolerante no puede evitar que haga a su costa su propia experiencia; lo que se puede pedir es que no se amontonen gratuitamente obstáculos en su camino. Que no se cauterice con hierros al rojo a las niñas «viciosas» ya es un progreso; el psicoanálisis ha instruido algo a los padres, no obstante, las condiciones actuales en las que se desarrollan la formación y la iniciación sexual de la mujer son tan deplorables que ninguna de las objeciones que se oponen a la idea de un cambio radical tiene validez alguna. No se trata de abolir en ella las contingencias y las miserias de la condición humana, sino de darle medios para superarlas. . . , La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa, las singularidades que la especifican obtienen su importancia en el significado que revisten; podrán superarse en cuando se capten dentro de una perspectiva nueva; hemos visto que a través de su experiencia erótica, la mujer sufre —y a menudo detesta el dominio masculino: no hay que deducir de ello que sus ovarios la condenen a vivir eternamente de rodillas. La agresividad viril sólo aparece como un privilegio señorial en el seno de un sistema que conspira exclusivamente para afirmar la soberanía masculina; y la mujer sólo se siente en el acto amoroso tan profundamente pasiva porque se concibe de entrada como tal. Al reivindicar su dignidad de seres humanos, muchas mujeres modernas siguen percibiendo su vida erótica a partir de una tradición de esclavitud, por esta razón les parece humillante estar tendidas debajo del hombre, penetradas por él, y se agarrotan en la frigidez; pero si la realidad fuera diferente, el sentido que expresan simbólicamente gestos y posturas amorosas lo serían también: una mujer que paga, que domina a su amante, por ejemplo, puede sentirse or- 898 gullosa de su ociosidad soberbia y considerar que somete al varón que participa más activamente; ya existen muchas parejas sexualmente equilibradas en las que las nociones de victoria y de derrota dejan paso a una idea de intercambio. En realidad, el hombre es como la mujer una carne, es decir, una pasividad, juguete de sus hormonas y de la especie, presa inquieta de su deseo; y ella es como él, en el seno de la fiebre camal, aceptación, don voluntario, actividad; cada uno vive a su manera el extraño equívoco de la existencia hecha cuerpo. En estos combates en los que creen enfrentarse entre ellos, cada uno lucha consigo mismo, proyectando en su compañero esta parte de sí que repudia; en lugar de vivir la ambigüedad de su condición, cada cual se esfuerza en hacer que el otro soporte la abyección y se reservan el honor. Si ambos la asumieran con una modestia lúcida, correlato de un auténtico orgullo, se reconocerían como semejantes y vivirían en amistad el drama erótico. El hecho de ser un ser humano es infinitamente más importante que todas las singularidades que diferencian a los seres humanos; las circunstancias nunca confieren una superioridad; la «virtud», como la llamaban los antiguos, se define en la esfera de «lo que depende de nosotros». En ambos sexos se vive el mismo drama de la carne y el espíritu, de la finitud y la trascendencia; los dos están devorados por el tiempo, los acecha la muerte, tienen una misma necesidad esencial del otro; y pueden encontrar la misma gloria en su libertad; si supieran apreciarla, no tratarían de disputarse falsos privilegios; y entonces podría nacer la fraternidad entre ellos. Se dirá que todas estas consideraciones son muy utópicas, ya que para «rehacer la mujer» la sociedad tendría que convertirla realmente en una igual del hombre; los conservadores nunca se han privado, en circunstancias similares, de denunciar este círculo vicioso: sin embargo, la historia no da vueltas en círculo. Sin duda, si se mantiene una casta en estado de inferioridad, seguirá siendo inferior, pero la libertad puede romper el círculo; si se deja votar a los negros, serán dignos del voto; si se dan responsabilidades a la mujer, sabrá asumirlas; el hecho es que no se puede esperar de los opresores un movimiento gratuito de generosidad; mientras tanto, la rebelión de los oprimidos, así como la evolución misma de la casta privilegiada, crea situaciones nuevas; así los hombres han tenido que emancipar parcialmente a las mujeres en su propio interés: ya sólo tienen que continuar su ascensión y los éxitos que logran les sirven de estímulo; parece 899 prácticamente seguro que accederán antes o después a una pe ecta igualdad económica y social, lo que supondrá una metamorfosis interior. , , En todo caso, objetarán algunos, si un mundo asi es posible, no es deseable. Cuando la mujer sea «la misma» que su hombre, la vida perderá la «chispa». Este argumento tampoco es nuevo, los que tienen interés en perpetuar el presente siempre vierten lagrimas sobre el pasado maravilloso que desaparecerá, sin conceder ni una sonrisa al joven futuro. Es cierto que al suprimir los mercados de esclavos se acabaron las grandes plantaciones tan magníficamente engalanadas con azaleas y camelias, se destruyo toda la delicada civilización sudista; las antiguas puntillas se han reunido en los desvanes del tiempo con los timbres tan puros e los castrados de la Sixtina, y hay un cierto «encanto femenino» que también podría hacerse humo. Estoy de acuerdo en que es de bárbaros no apreciar las flores raras, las puntillas, la voz cristalina de un eunuco, el encanto femenino. Cuando se exhibe en su esplendor, la «mujer encantadora» es un objeto mucho mas excitante que «las pinturas idiotas, montantes de puertas, decorados, telones de saltimbanquis, enseñas, estampas populares» que tanto gustaban a Rimbaud; adornada con los artificios mas modernos, trabajada de acuerdo con las técnicas más nuevas, llega desde el fondo de los tiempos, de Tebas, de Mmos, de Chichen Itza, es también el tótem plantado en el corazón de la selva africana, es un helicóptero y es un pájaro; y ésta es la mayor maravilla: bajo sus cabellos pintados, el rumor de las hojas se convierte en nn pensamiento y se escapan palabras de sus senos. Los hombres tienden ávidas manos hacia el prodigio, pero en cuando lo atrapan se desvanece; la esposa, la amante, hablan como todo el mundo, con su boca: sus palabras valen ni más ni menos lo que valen; sus senos también. Un milagro tan fugitivo —y tan raro— ¿merece que se perpetúe una situación que es nefasta para ambos sexos. Podemos apreciar la belleza de las flores, el encanto de las mujeres y apreciarlos en lo que valen; si estos tesoros se pagan con sangre o con desgracia, hay que saberlos sacrificar. El hecho es que este sacrificio parece a los hombres singularmente duro; no hay muchos que deseen desde el fondo del corazón que la mujer se llegue a realizar; los que la desprecian no creen que tengan nada que ganar, los que la adoran son demasiado conscientes de lo que tienen que perder; es verdad que la evolución actual no sólo amenaza el encanto femenino: al ponerse a 900 existir para sí, la mujer renunciará a la función de doble y de mediadora que le proporciona en el universo masculino su lugar privilegiado; para el hombre atrapado entre el silencio de la naturaleza y la presencia exigente de otras libertades, un ser que es al mismo tiempo su semejante y una cosa pasiva aparece como un gran tesoro; la imagen con la que percibe a su compañera puede ser mítica, pero las experiencias de las que es fuente o pretexto no dejan de serreales: no las hay más preciosas, más íntimas, más ardientes; es innegable que la dependencia, la inferioridad, la infelicidad femenina les dan su carácter singular; con seguridad, la autonomía de la mujer, aunque ahorre muchos problemas a los hombres, les suprimirá muchas facilidades; con seguridad, hay algunas formas de vivir la aventura sexual que se perderán en el mundo del futuro, pero eso no quiere decir que el amor, la felicidad, la poesía, el sueño, vayan a desaparecer. Hay que estar alerta para que nuestra falta de imaginación no vacíe para siempre el futuro; para nosotros sólo es una abstracción; cada uno de nosotros deplora sordamente la ausencia de lo que cada uno fue; pero la humanidad del mañana lo vivirá en su carne y en su libertad, será su presente y a su vez lo preferirá; entre los sexos nacerán nuevas relaciones camales y afectivas que todavía no podemos concebir: ya han aparecido entre hombres y mujeres amistades, rivalidades, complicidades, camaraderías castas o sexuales, que los siglos pasados no habrían sabido inventar. Una de las aserciones más cuestionables que conozco es la que condena el mundo nuevo a la uniformidad, es decir, al aburrimiento. No veo que el aburrimiento esté ausente de este mundo, ni que la libertad cree en ningún caso la uniformidad. Ante todo, siempre quedarán entre el hombre y la mujer algunas diferencias; su erotismo, es decir, su mundo sexual, al tener una imagen singular, no dejará de provocar en ella una sensualidad, una sensibilidad singular: sus relaciones con su cuerpo, con el cuerpo masculino, con el niño, nunca serán iguales a los que el hombre mantiene con el cuerpo femenino y con el niño; los que tanto hablan de «igualdad en la diferencia», van a tener que admitir que pueden existir diferencias dentro de la igualdad. Por otra parte, son las instituciones las que crean la monotonía: jóvenes y bonitas, las esclavas del serrallo son siempre las mismas en los brazos del sultán; el cristianismo ha.dado al erotismo el sabor del pecado y la leyenda, dotando de un alma a la hembra del hombre; si se le devuelve su singularidad soberana, no se eliminará por ello de las relaciones amorosas el regusto patético. Es 901 absurdo pretender que la orgía, el vicio, el éxtasis, la pasión serian imposibles si el hombre y la mujer fueran concretamente semejantes; las contradicciones que enfrentan la carne y el espíritu, el instante y el tiempo, el vértigo de la inmanencia y la llamada de la trascendencia, el absoluto del placer y la nada del olvido, nunca se resolverán; en la sexualidad siempre se materializarán la tensión, el desgarro, la alegría, el fracaso y el triunfo de la existencia. Liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que mantiene con el hombre, pero no negarlas; si se afirma para si, no dejará de existir también para él: al reconocerse mutuamente como sujetos, cada uno seguirá siendo para el otro una alteridaa, la reciprocidad de sus relaciones no suprimirá los milagros que genera la división de los seres humanos en dos categorías separadas; el deseo, la posesión, el amor, el sueño, la aventura, las palabras que nos conmueven: dar, conquistar, unirse, seguirán teniendo un sentido; por el contrario, cuando quede abolida la esclavitud de la mitad de la humanidad y todo el sistema de hipocresía que supone, la «sección» de la humanidad revelara su autentico significado y la pareja humana recobrará su verdadera imagen. «La relación inmediata, natural, necesaria, del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer», dijo Marx . «Del carácter de esta relación se deduce hasta qué punto el hombre se comprende a sí mismo con ser genérico, como hombre, la relación del hombre con la mujer es la relación más natural del ser humano con el ser humano. Se muestra, pues, hasta qué punto el comportamiento natural del hombre ha pasado a ser humano o hasta qué punto el ser humano se ha convertido en su ser natural, hasta qué punto su naturaleza humana se ha convertido en su naturaleza.» . No se puede expresar mejor. En el seno del mundo dado le corresponde al hombre hacer triunfar el reino de la libertad, para lograr esta victoria suprema es necesario, entre otras cosas, que mas allá de sus diferenciaciones naturales los hombres y mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad. 4 La cursiva es de Marx. 902 índice P r ó l o g o a l a e d i c i ó n e s p a ñ o l a B i b l i o g r a f í a ............................................... EL SEGUNDO SEXO I. L O S HECHOS Y LOS MITOS In t r o d u c c i ó n .................................................................. P r im e r a p a r t e : D e s t in o Capítulo primero. Los datos de la biología ......................... Capítulo II. El punto de vista psicoanalítico........................ Capítulo III. El punto de vista del materialismo histórico Se g u n d a p a r t e : H is t o r ia I ............................ n ............... ........................... m .................. ................................... iv ........ ...................... v ......................z z z z z z z ... T e r c e r a p a r t e : M it o s Capítulo p rim ero........................................................................... Capítulo I I .................................... I . Montherlant o el pan del a sc o ................................................. H. D. H. Lawrence o el orgullo fálico ................................... HI. Claudel y la esclava del Señor .............................................. IV Breton o la poesía .............................................................. V Stendhal o el sentido novelesco de la verdad vi ................................... ZZZ”Capítulo HI ................................................................ 47 67 101 115 125 130 146 161 184 225 291 291 307 317 327 335 345 351 903 EL SEGUNDO SEXO II. L a e x p e r ie n c ia v iv id a In t r o d u c c i ó n P r i m e r a p a r t e : F o r m a c i ó n Capítulo primero. Infancia ............................ Capítulo II. La joven ............................................ Capítulo ID. La iniciación sexual .................. Capítulo IV La lesbiana ................................. S e g u n d a p a r t e : S it u a c ió n Capítulo V La mujer casada ............................ Capítulo VI. La madre ....................................... Capítulo VIL La vida de sociedad .................. Capítulo VIII. Prostitutas y hetairas ............ Capítulo IX. D e la madurez a la vejez ....... Capítulo X . Situación y carácter de la mujer T e r c e r a p a r t e : Ju s t if ic a c io n e s Capítulo XI. La narcisista ....................... Capítulo XII. La enamorada .................. Capítulo XHI. La m ística ....................... C u a r t a p a r t e : H a c ia l a l ib e r a c i ó n Capítulo X IV La mujer independienteCONCLUSIÓN ............................................................... 904 367 371 433 479 517 Colección Feminismos 541 633 683 713 735 757 791 809 839 851 887 1. Las Románticas (Escritoras y subjetividad en España, 1835-1850), Susan Kirkpatrick. 2. El infinito singular, Patrizia V ioli. 3. Antropología y feminismo, Henrietta L. M oore, (4a. ecL). 4. Deseo y ficción doméstica, N ancy Arm strong. 5. Musa de la razón (La democracia excluyentey la diferencia de los sexos), G eneviève Fraisse. 6. Dialéctica de la sexualidad (Género y sexo en lafilosofía contemporánea), A licia H. Puleo. 7. Yo, tú, nosotras, Luce Irigaray. 8. Equidad y género (Una teoría integrada de estabilidad y cambio), Janet Saltzman. 9. Alicia ya no (Feminismo, Semiótica, Cine), Teresa de Lauretis. 10. El niño de la noche (Hacerse mujer, hacerse madre), Silvia Vegetti Finzi. 11. E l estudio y la rueca (De las mujeres, de lafilosofía, etc), M ichèle Le DœufF. 12. Las madres contra las mujeres (Patriarcado y maternidad en el mundo árabe), Cam ille Lacoste-Dujardin. 13. Elpoder del amor (¿Le importa el sexo a la democracia?), A nna Jónnasdóttir. 14. La construcción sexual de la realidad (Un debate en la sociología contemporánea de la mujer), Raquel O sbom e, (2a. ed.). 16. Sapos y culebras y cuentosfem inistas (Los niños de preescolar y el género), Bronwyn Davies. 17. Fortunasfamiliares (Hombres y mujeres de la clase media inglesa, 1780-1850), Leonore D avid off y Catherine Hall. 18. Vindicación de los derechos de la mujer, M ary Wollstonecraft, (3a. ed.). 19. Los otros importantes, W hitney C hadw ick y Isabelle de Courtivron (eds). 20. La construcción del sexo (Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud), Thom as Laqueur. i i il 23. Fundamentos delpatidarcado moderno. Jean Jacques Rousseau, R osa Cobo. 24. Psicoanálisis y feminismo. Pensamientosfragmentarios, Jane Flax. 25. La ciudad de las pasiones temibles (Narraciones sobre peligro sex u a l en e l L o n d res V ictoriano), Judith R. Walkowitz. 26. E l matrimonio de Raffaele Albanese (Novela antropológica), Luisa Accati. 27. Hacia una teoría feminista del Estado, Catharine A. M acKinnon. 28. Ciencia, cyborgs y mujeres (La reinvención de la naturaleza), Donna J. Haraway. 30. La herejía lesbiana (Una perspectiva feminista de la revolución sexual lesbiana), Sheila Jefíreys. 31. M aternidad y políticas de género, Gisela B ock y Pat Thane (eds.). 32. Ecofeminismos, Barbara Holland-Cunz. 33. Lasfilósofas (Las mujeres protagonistas en la historia delpensamiento), G iulio de Martino y Marina Bruzzese, (2a. ed.). 35. Figuras de la madre, Silvia Tubert (ed.). 36. Lo que quiere una mujer. (Historia, política, teoría. Escritos, 1981-1995), Alessandra Bocchetti (2a. ed.). 37. Discurso sobre lafelicidad, Madame du Châtelet (4a. ed.). 38. La política de las mujeres, A m elia Valcárcel (3a. ed.). 39. Andamiospara una nueva ciudad (Lecturas desde la antropología fem in ista ), Teresa del Valle. 40. El pensamiento filosófico de Lou Andreas-Salomé, Arantzazu González. 41. Tiempo defeminismo (Sobrefeminismo, proyecto ilustrado y postm odemidad), Celia A m orós (2a. ed.). 42. Pasado próximo (Mujeres romanas de Tácita a Sulpicia), Eva Cantarella. 43. Figuras del padre, Silvia Tubert (ed.). 45. El siglo de las mujeres, Victoria Camps (4a. ed.). 46. Las mujeres y el cine (A ambos lados de la cámara), E. Ann Kaplan. 47. Nueva critica feminista de arte (Estrategias críticas), Katy D eepw ell (ed.). 48. El malestar en la desigualdad, María Jesús Izquierdo. 49. La misoginia en Grecia, M ercedes Madrid. 50. El segundo sexo (Volumen I. Los hechos y los mitos), Sim one de Beauvoir (6a. ed.). 51 .Elsegundo sexo (Volumen II. La experiencia vivida), Sim one de Beauvoir (6a. ed.). 52. La loca del desván (La escritora y la imaginación literaria del siglo X IX ), Sandra M . Gilbert y Susan Gubar. 53. Trabajo socialfeminista, Lena D om inelli y Eileen M cLeod. 54. Mujeres de los márgenes (Tres vidas del siglo X V II), Natalie Zenon Davis. 55. Historia de la violación (Siglos X V I-X X ), Georges Vigarello. 56. La mujer española y otros escritos, Em ilia Pardo Bazán. 57. Si Aristóteles levantara^ la cabeza (Quince ensayos sobre las ciencias y las letras), María Á ngeles Duran. 58. Lo femenino y lo sagrado, Catherine Clém ent y Julia Kristeva. 59. La justicia y la política de la diferencia, Iris Marion Young. 60. Género, identidad y lugar (Un estudio de las geografíasfeministas), Linda M cD ow ell. 61. Galería de escritoras isabelinas (Laprensa periódica entre 1833 y 1895), Iñigo Sánchez Llama. 62. E l cueipo-palabra de las mujeres (Los vínculos ocultos entre el cuerp o y los afectos), Gabriella Buzzatti y Alina Salvo. 63. Misoginia y defensa de las mujeres (Antología de textos medievales), Robert Archer. 64. En el corazón de la libertad (Feminismo, sexo e igualdad), Drucilla Com ell. 65. Vida del espíritu y tiempo de la polis (Hannah Arendt entrefilosofía y política), Sim ona Forti. 66. Género, espacio y poder (Para una crítica de las Ciencias Políticas), M ino Vianello y Elena Caramazza. 67. Ensayos sobre la igualdad sexual, John Stuart M ili y Harriet Taylor M ili. 68. Mecanismos psíquicos delpoder (Teorías sobre la sujeción), Judith Butler. 69. Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria, María Encama Sanahuja Yll. 70. Feminismo y modernidad en Oriente Próximo, Lila Abu-Lughod (ed.). 71. Herederas y Heridas (Sobre Tas élites profesionalesfemeninas), María Antonia García de León. 72. La voz de las invisibles (Las víctimas de un mal amor que mata), Esperanza B osch y Victoria A. Ferrer. 73. Mujer, modernismo y vanguardia en España (1898-1931), Susan Kirkpatrick. 74. Democracia feminista, A licia M iyares. 15. M i vida hasta ahora, Betty Friedan. 76. Movimientos de mujeres en América Latina (Estudio teórico comparado), M axine M olyneux. 77. Los dos gobiernos: lafam ilia y la ciudad, G eneviève Fraisse. 78. D el sexo al género (Los equívocos de un concepto), Silvia Tubert (ed.). 79. ¿Tiene sexo la mente? (Las mujeres en los orígenes de la ciencia moderna), Londa Schiebinger. 80. Excluidas y marginales (Una aproximación antropológica), D olores Juliano. 81. M ás allá del hombre económico (Economía y teoría feminista), M arianne A . Ferber y Julie A. N elson (eds.) 82. Ni putas Ni sumisas, Fadela Amara. 83. M adres que trabajan (Dilemas y estrategias), Constanza Tobío. 84. Veinte años de políticas de igualdad, Judith Astelarra. 85. E l segundo sexo, Sim one de Beauvoir. 86. M ujer y constitución, María Luisa Balaguer. 87. La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para las luchas de las mujeres, Celia Am orós.